La inundación

El Padre

—¿Que no me vas a dar otro poco? —ha dicho el Negro.

Escarbo en la lata donde estaban los fideos y consigo llenar la cuchara hasta la mitad. Raspa helada de fideos, aguachenta, que el Negro traga sin masticar. Ahora, con el cabo de la cuchara, aflojo el engrudo que se ha pegoteado en la lata y se lo ofrezco a la Trini.

—Después —dice ella, que quiere guardar para el Negro lo que nos queda.

Me levanto para ceñir bien el alambre, en la puerta del galpón. Entra menos frío ahora, pero igual las chapas de la puerta siguen cimbreando, como si las hinchara el olor hediondo del agua que se ha embolsado en el galpón, el olor de los animales y las maderas podridas que está arrastrando el río.

Hará como una semana que se ha largado a llover y no hay ni miras de que pare. La tormenta se ha venido de golpe cuando yo estaba serruchando dos parantes en el gallinero y apenas si he tenido tiempo para taparme con una bolsa y llegar hasta la cocina, quedarme arrimado cerca de la Trini y del Negro y del abuelo Lucas, viendo cómo el agua y la granizada estaban quemando el cañaveral, apisonando y quemando las plantas listas para la cosecha.

—Menos nos van a pagar ahora —ha dicho entonces el abuelo Lucas.

Y es que todo anda peor aquí. Desde aquella vez que la caña se había dado por demás y los carros no daban abasto para llevarla al cargadero. La vez esa que el abuelo ensillaba las mulas temprano para entregar la cosecha en el Alto La Loma y yo y el Negro y la Trini nos quedábamos despuntando en el cerco y diciendo que nos íbamos a comprar un ropero con espejo y un arado nuevo cuando nos dieran el adelanto.

Pero ni esa cosecha ni la de después nos han querido pagar, y todo porque la caña andaba sobrando y crecía como pasto. Talmente un castigo de Dios.

Para el verano, el Fede del almacén no nos ha querido fiar más y la Trini ha tenido que plantar verduras en el patio de atrás y ha andado dale que dale trajinando con las hormigas. A mí me daba no sé qué estar de brazos cruzados y andar intruseando en la cocina como un perro viejo.

Así pues, he vuelto a meterme en el cerco y a lidiar con la caña por si esta vez podía venderla. Para el mes pasado, después de hacer el despunte, he ensillado las mulas y he llevado mi primera carrada al cargadero. El Pancho, que estaba apuntando los carros, me ha parado en el portón.

—No necesitamos más caña —me ha dicho.

Y yo me he quedado porfiándole un rato, a ver si se me ablandaba.

—¿Querés que tire la cosecha? —le he dicho.

—Y qué se yo —me ha dicho él.

Entonces, aunque se me hacía cuesta arriba, me he animado a pedirle que me reciba este poco nomás, este solo carro, que si volvía con la caña no iba a tener ni cara para mirarla a la Trini, que es mi mujer, ni al abuelo Lucas, que es el padre de ella, ni al Negro, que es mi hijo y me puede faltar el respeto. Pero el Pancho no me ha dejado seguir hablando y me ha cerrado el portón en la jeta de las mulas. Y en el cargadero han visto cómo yo me las aguantaba.

Al otro día de eso me he ido hasta lo del Fede y le he vendido las dos mulas viejas. Y con la plata que me ha dado he comprado fideos y semillas de zapallo y doce gallinas para sacar cría. A mí que no me vengan más con la caña.

Pero ahora, con esto de la inundación, las gallinas se me han muerto y a la Torda, que era la mejor mula que yo tenía, se la ha llevado el río.

El granizo ha empezado a caer tan de golpe que ni me ha dado tiempo para recoger el apero de la Torda y meter dos o tres de las ponedoras en la cocina. A mí se me hacía que, cuando mucho, iba a llover hasta la noche. Lo que me ha dado aprensión es que, no bien nos acostamos, el Gastona ha empezado a bramar y a ponerse hediondo. Cómo sería, que el abuelo Lucas se ha levantado y ha puesto unos trapos debajo de la puerta, en la juntura, para que no quiera pasar el agua.

—Si no es tan fuerte la crecida, don Lucas —le he dicho yo.

Y él no me ha contestado nada y se ha vuelto a su catre. Para mí que estaba con miedo.

Cuando me he levantado, el agua se había barrido el gallinero y llegaba casi hasta las baldosas, en el patio de adelante. La he llamado a la Trini para que vea el perjuicio y ella me ha dicho que mejor nos íbamos al galpón del Fede, que está en un alto, por si la creciente seguía y quería meterse en la casa. Se veían pasar animales y maderas y chapas arrastrándose en las aguas revueltas del Gastona.

La Madre

Con el Negro, hemos metido toda la ropa en el baúl y hemos puesto los fideos y las papas en la caja donde estaban las herramientas. Se veía oscuro para el lado del alto y no era cosa de seguirse quedando a esperar la bajante. El papá seguía durmiendo en el catre, tapado hasta las orejas, y por mucho que lo he zamarreado y apurado no ha querido levantarse ni venir a buscar ayuda siquiera.

Así que cuando yo y el Segundo y el Negro estábamos listos para salir le he sacado la frazada del catre y le he dicho que no nos dé más perdederos de tiempo.

—Vayansé ustedes, nomás —ha dicho él.

Entonces le he preguntado si no estaba sintiendo la hediondez del Gastona y lo he hecho sentarse para ver que el agua estaba tapándolo al patio de adelante. Pero ni así se ha levantado.

El Segundo ha dicho que a lo mejor estaba enfermo y se ha ofertado para irlo ayudando a caminar hasta que lleguemos al galpón y él le ha contestado que no era eso, que se sentía lo más bien y que cuantito salgamos se iba a subir en la Torda para juntarse con nosotros. Entonces yo le he contestado que la Torda no estaba y que de seguro se había espantado con la creciente.

—¿Y la cebada que había en el gallinero? —ha dicho él.

Y el Segundo le ha dicho que también a la cebada se la ha barrido el agua.

—Voy a ver si me puedo cargar el catre y la cómoda en el carro chico y llevarlos al alto —dice.

Y no hay forma de hacerlo entender que apenas se puede caminar con semejante barrial, cuanto menos tirar el carro.

Yo y el Negro y el Segundo hemos salido por la puerta de atrás y hemos subido hasta el galpón por el camino de las mulas. El Segundo iba primero, con el baúl y las dos lámparas de querosén atadas en el cinto, y se afirmaba antes de seguir avanzando por si había tulpos muy hondos o la tierra estaba resbalosa. El Negro me ayudaba a mí con la caja de la comida, que es la misma donde estaban las herramientas.

Gracias a Dios que hemos podido llegar al galpón finalmente y que las puertas del galpón estaban apenas juntadas con un alambre. A mí se me había puesto que las íbamos a encontrar a las Odina y a la familia de don Hilario Fuentes, porque ellos viven en un bajo también y no han de tener más donde guarecerse. Pero no había ni un alma adentro y solo se sentía el olor del forraje que estaba antes en el galpón.

El Segundo me ha hecho fuego con unas astillas y yo le he puesto los fideos a cocerse en la lata donde tenía el dulce. Entonces, el Segundo me ha dicho que a lo mejor el papá quería estar lo más que pueda en la casa para no dejarla sola y porque al fin de todo ahí en la casa se le habían muerto doña Brígida o sea la primera mujer que ha tenido, y la mamá, y el Luis Zamora y la Rosario, que han sido mis hermanos. Y yo le he dicho que a lo mejor, que a los viejos les vienen a veces esos caimientos.

Cuando se ha hecho de noche y el papá seguía sin aparecer, lo he mandado al Segundo con una de las lámparas de querosén para que lo traiga y me he quedado aventando bien el fuego. Para peor, el fuego se ha puesto mañoso y se me quiere apagar cada tanto. Debe ser de la mucha humedad.

Como al rato, el Segundo se ha vuelto diciendo que no se podía llegar hasta la casa y que el agua seguramente estaba tapando la cómoda. Y eso que la cómoda era del alto del Negro, más o menos.

Ahora, va para la semana que sigue lloviendo y no hay señal de que pare. Cada vez que el Segundo abre la puerta del galpón, veo todo a la vuelta el agua que ha subido por el camino de las mulas y la ha tapado casi entera a la casa de las Odina, con lo alta que sabía ser. Ni que decir de la casa de nosotros.

A mí se me hacía que esto de la creciente iba a ser para dos días o tres y no he sido advertida en traer algunas papas más. Por el Negro, aunque sea. Así que se nos han terminado los fideos y el Segundo tiene que andar sacándole la raspa a la lata.

Ahora, él se ha levantado y se ha puesto a ajustar bien el alambre de la puerta para que no pase la ventolera y se sienta menos el olor hediondo del río.

—¿Que no me das otro poco? —vuelve a decir el Negro.

Y yo le dejo la cuchara para que le masque el engrudo que tiene pegoteado.

El Negro

De a ratos, se me hace que la Torda anda dando vueltas por afuera para que le abran. Clarito la siento que patea las chapas y puja.

—¿Que no es la Torda que anda afuera? —le he dicho al papá.

Que no, que es el bramido del Gastona nomás, dice él.

La tarde esa que ha empezado la creciente y nos hemos guarecido en el galpón me ha parecido que la Torda venía para aquí y que el abuelo Lucas iba muy montado en ella, con el catre y la cómoda cargando en las ancas. Y lo más bien he sentido que el abuelo golpeaba la puerta del gaplón y decía Segundo, Trini, y nos llamaba a nosotros. Pero después, era la Torda la que pujaba sola en medio del barro.

—Ahí anda el abuelo —le he dicho entonces al papá.

Y él dice que es el bramido del agua revuelta.

También, como para oír con semejante creciente.