El lugar
De nuevo se les había pasado la Navidad sin que pudieran encontrar un lugar. Llevaban años buscándolo, pero el lugar se les mostraba siempre esquivo y remoto. Eran cinco personas en la familia: Padre, Madre, la Hija, y dos Hermanas que tanto podían ser de Padre como de Madre. Las Hermanas en verdad no eran de nadie. Estaban con ellos por falta de lugar.
Con los movimientos del tiempo, no tenían confusiones: los días iban y venían, las estaciones pasaban de largo con sus hileras de golondrinas y de pensamientos. Pero los lugares los desconcertaban. A ciertas personas les sobraban tanto los lugares que ni siquiera sabían en cuál ubicarse, y cada vez que Madre les había escrito, proponiéndoles hacerse cargo de algún lugar inútil, las cartas no les llegaban. Madre era una ilusa. ¿Cómo podían las cartas desplazarse de un lugar a otro si donde Madre estaba no había ninguno?
De vez en cuando, entre las ráfagas de la tarde, Padre se acordaba de la casa vacía a la que habían llegado años atrás, cuando la Hija era una recién nacida. En la casa sonaban rápidos temblores de música, en los que Madre creyó ver un presagio del frío. No se trataba de frío sino de música que pasaba después de haber perdido su lugar. Los pájaros daban picotazos feroces en los cristales de las ventanas y los gatos saltaban para acallarlos. Nadie sabía muy bien cómo se estaban moviendo las cosas afuera, yendo de un lugar a otro en parajes donde ya se había extinguido hasta la noción de lugar y solo quedaban las cosas flotando en el puro tiempo. Pero la casa, la casa. ¿Qué más podían desear estando al fin en el vacío, en el enorme no de la casa?
Una mañana, la casa se retiró de lo más callada, llevándose a Madre y a una de las Hermanas. Todo había sucedido con naturalidad. Cuando los lugares se iban, nada llegaba a cambio. A las cosas que uno conocía se les daba por apagarse y una vez apagadas se les perdían el sonido, la tibieza, las adherencias del recuerdo. Costaba averiguar cuándo habían andado por allí o cómo eran. Tal vez algunas vidas y deseos se iban para encontrar un lugar, pero cómo saberlo. Al otro lado nada se veía.
Padre quería desprenderse de la Hermana, y confiaba en que también ella se apagara rápido. Pero la Hermana se tomaba su tiempo. En ciertos momentos, a la vida se le daba por tardar y no había forma de apartarla de su torpeza. Un día, por fin, Padre oyó hablar de un lugar sin dueño que estaba a la intemperie. Qué importaba. Era un lugar. Padre se desplazó hasta allí con sumo cuidado, escurriéndose por los intersticios en los que nadie podía quedarse. Cuando por fin llegó, vio una fila de personas que esperaban. Todas querían el lugar y se miraban con odio.
«Si encuentro algo que valga la pena», pensó Padre, «dejaré entrar a la Hija. No será la primera vez que dos personas ocupan el lugar donde cabe una sola. Pero a la Hermana no le diré nada. La Hermana ya me tiene colmado». No bien lo pensó, se dio cuenta de que él mismo era un lugar, algo que podía ser llenado por las felicidades y las malas suertes, por los viajes y los viajeros y las lluvias del invierno que desde hacía tanto tiempo carecían de lugar donde acampar y a los que ningún hombre recordaba ya y en los que tampoco pensaba porque hasta el lugar de los pensamientos se iba apagando.
Entonces Padre decidió quedarse donde estaba, quieto para siempre, dejando que la vida de los demás llegara a él y se fuera, que las personas le fueran pasando sin darse cuenta, como desde hace mucho sucede con los lugares.