CUATRO
Catalina Godel abandonó la casa familiar a los diecinueve años, cuando se enamoró locamente de un maestro de escuela rural que estaba de paso en Buenos Aires. De nada valieron los llantos de la madre, los discursos del padre sobre la infelicidad que le depararía un hombre de otra religión y de clase social baja, ni las maldiciones de los hermanos mayores. Se fue a trabajar a la escuela perdida de su amante, en los desiertos de Santiago del Estero. Allí supo que él militaba en la resistencia peronista y, sin vacilar, abrazó la misma causa. A los pocos meses ya había aprendido a armar bombas molotov con rapidez, era diestra en la limpieza de armas y en el tiro al blanco. Se descubrió audaz, dispuesta a todo.
Aunque su compañero desaparecía a veces por semanas enteras, Catalina no se inquietaba. Se acostumbró a no preguntar, a disimular y a hablar lo imprescindible. El silencio sólo le pesó la noche del Año Nuevo de 1973, cuando quedó sola en la pequeña escuela, cercada por una tempestad de polvo mientras la tierra parecía arder bajo sus pies. Por la radio se enteró, días más tarde, que el compañero había caído preso cuando intentaba capturar un puesto caminero en la avenida General Paz, en Buenos Aires. La acción le parecía insensata, enloquecida, pero ella entendía que la gente ya estaba harta de abusos y que necesitaba actuar como pudiera. En una valija de tela guardó las pocas ropas que tenía, las fotos de la infancia, y un libro de John William Cooke, Peronismo y revolución, que sabía casi de memoria. Caminó hacia el pueblo más cercano y allí tomó el primer ómnibus a Buenos Aires.
—No podés imaginar cuánto empeño pusimos Martel y yo en averiguar cada detalle de esa vida —me dijo Alcira Villar en el café La Paz veintinueve años después, poco antes de que yo regresara a Nueva York para siempre.
La veía entonces al caer la tarde, a eso de las siete. Desde hacía dos meses yo vivía en un hotelito irrespirable, cerca del Congreso. El calor y las moscas no me dejaban dormir. Cuando caminaba hacia La Paz, el asfalto se hundía a mi paso. Aunque la refrigeración del café mantenía la temperatura a veinticinco grados constantes, el calor y la humedad tardaban horas en despegarse de mí. Más de una vez me quedé allí, tomando notas para este relato, hasta que los mozos empezaban a levantar las mesas y a lavar el piso. Alcira, en cambio, llegaba siempre radiante, y sólo a veces, cuando avanzaba la noche, se le marcaban las ojeras. Si yo se lo hacía notar, se las tocaba con la punta de los dedos y decía, sin el menor sarcasmo: «Es la felicidad de estar envejeciendo». Me contó que ella y el cantor habían descubierto la historia de Catalina leyendo las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, y, aunque no difería demasiado de otras miles, Martel quedó hechizado y durante meses no pudo pensar en otra cosa. Se obstinó en buscar testigos que hubieran conocido a Catalina en la Avenida de los Corrales o durante los años de militancia. Una pequeña anécdota nos iba llevando a la otra —dijo Alcira, y así apareció en escena el pasado de Violeta Miller, uno de cuyos sobrinos polacos viajó a Buenos Aires en 1993 para litigar por el caserón vacío. Por el sobrino supimos cómo había empezado todo, en Lodz.
Tardamos casi un año en armar el rompecabezas —siguió Alcira—. Las dos mujeres tenían biografías afines. Tanto Catalina como Violeta habían sido judías sometidas a servidumbre, y cada una de ellas, a su manera, había burlado a los amos. Martel creía que, si hubieran confiado más la una en la otra, contándose quiénes eran y todo lo que habían sufrido, tal vez nada les habría pasado. Pero ambas estaban acostumbradas al recelo, y así, separadas, Violeta fue vencida por el temor y la mezquindad y sólo Catalina pudo defender su dignidad hasta el fin.
Después del asalto al puesto caminero —me contó Alcira—, el compañero de Catalina fue juzgado y recluido en la prisión patagónica de Rawson. Lo liberaron en mayo de 1973, pero año y medio más tarde ya estaba de nuevo en la clandestinidad. Perón había muerto dejando el gobierno en manos de una esposa idiota y de un astrólogo que acumulaba poder asesinando a enemigos imaginarios y reales. En esa época, Catalina decidió forjarse una falsa identidad, la de Margarita Langman, y empezó a trabajar como maestra en el Bajo Flores, donde le prestaron una piecita sin baño. Ya entonces estaba embarazada, y durante unos pocos días se le cruzó por la cabeza la idea de volver a casa de los padres, para que la cuidaran y permitieran a su hijo crecer en una atmósfera de felicidad doméstica. Esa debilidad burguesa le pareció después un mal presagio.
Su hijo nació a mediados de diciembre de 1975. Aunque el padre había sido advertido del parto por una llamada telefónica de la propia Catalina —que ingresó al hospital con el nombre de Margarita—, no apareció sino una semana más tarde. Al parecer, a la hora del nacimiento estaba sumergido en las aguas del Río de la Plata, colocando minas de demolición submarina en el yate Itatí, propiedad de los altos mandos de la armada. Durante enero y febrero estuvieron ocultos en la casa de un capataz de campo en Colonia, Uruguay, mientras el gobierno de Isabel Perón se caía a pedazos y a ellos los rastreaban por todas partes. En ese verano breve de Colonia, Margarita vivió las dichas de la vida entera. Ella y su compañero se tomaron fotos, contemplaron el atardecer desde la orilla del río y caminaron tomados de la mano por las callecitas de la ciudad vieja, empujando el coche del bebé. Regresaron a Buenos Aires cuando los militares, que ya habían dado su golpe mortífero, asesinaban a todos los que identificaran como subversivos. El ex maestro rural cayó entre los primeros, en abril de 1976. Apenas ella lo supo, dejó al niño al cuidado de la abuela y regresó al Bajo Flores. Sólo salía de allí para participar como voluntaria en los atentados suicidas que ejecutaron los montoneros aquel año.
Una celada la sorprendió catorce meses más tarde en el bar Oviedo, de Mataderos, donde había concertado otra de sus citas clandestinas. Al entrar, advirtió que el sitio estaba cercado por militares vestidos de civil. Corrió hacia las recovas. Trató de subir a un colectivo y alejarse. La acorralaron, sin embargo, en el zaguán donde está ahora el dispensario y la llevaron, ciega, a un sótano donde la torturaron y violaron, mientras la interrogaban sobre su vida sexual y sobre el destino de personas que ella apenas conocía. Al cabo de muchas horas —nunca supo cuántas—, dejaron las ruinas de su cuerpo en un lugar llamado Capucha, donde otros presos sobrevivían con la cabeza cubierta por una bolsa. Allí empezó a curarse como pudo, bebiendo a sorbitos el agua que le daban y repitiendo su nombre de guerra en la oscuridad, Margarita Langman, soy Margarita Langman.
Pasaron meses. Del chismorreo sigiloso de los prisioneros aprendió que, si fingía quebrarse y ganaba la confianza de sus verdugos, quizá podría huir y contar lo que le había pasado. Escribió una confesión en la que abjuraba de sus ideales, se la entregó a un teniente de navío y, cuando éste le propuso que la leyera ante una cámara de televisión, lo hizo sin vacilar. Así logró que la destinaran a un laboratorio de falsificaciones, donde se forjaban cédulas de propiedad para los autos robados, pasaportes y visas de consulados extranjeros. Con paciencia, fue familiarizándose con los nombres y grados de sus captores y acumulando papeles de carta con membretes oficiales. Hasta llegó a imprimir documentos para ella misma, en algunos de los cuales figuraba su nombre real. Siempre llevaba consigo esos documentos en un sobre para placas fotográficas que nadie abriría por temor a velar el contenido.
Llevaba ya algún tiempo en el laboratorio cuando le ordenaron marcar a los militantes que merodeaban por el barrio de Mataderos. Era la prueba decisiva de su lealtad, tal vez el paso previo a que la dejaran libre. Salió con una patrulla a las siete de la tarde. Iba en el asiento delantero de un Ford Falcon, con tres suboficiales detrás. Era invierno y caía una lluvia helada. Al llegar a la esquina de Lisandro de la Torre y Tandil, un colectivo embistió el Ford de costado y lo volcó. Los hombres que viajaban con Margarita quedaron sin sentido. Ella pudo escapar por una ventana del vehículo, con ligeras cortaduras en los brazos y las piernas. Su mayor problema fue desprenderse de los comedidos que pretendían llevarla al hospital. Pudo al fin escabullirse en la oscuridad del anochecer y buscar refugio en el Bajo Flores, donde los militares habían hecho estragos y casi no le quedaban amigos.
A la mañana siguiente, en la sección Clasificados de Clarín, leyó el aviso en el que Violeta Miller pedía una enfermera, fraguó las cartas de recomendación y se presentó a la casa de la Avenida de los Corrales.
—Ya sabés lo que siguió —me dijo Alcira—. La tarde en que iba a morir, Catalina Godel, Margarita, o como ahora prefieras llamarla, regresó desde el negocio del joyero con la Magen David, casi al mismo tiempo que Violeta terminaba de hablar con los verdugos. La anciana se apegaba a la vida con saña tenaz, como declama nuestro himno nacional. Tanto temía ser descubierta que fatalmente se delató. Comenzó a temblar. Dijo que tenía escalofríos, que le dolía la espalda y que necesitaba un té. Dejemos las friegas para más tarde, le respondió Margarita con altanería inusual. Estoy empapada en sudor y muero por tomar un baño.
Violeta cometió entonces dos errores. Tenía el estuche de la Magen David en la mano e incomprensiblemente no lo abrió. En vez de hacerlo, alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Margarita. Vio que por ella cruzaba un relámpago de comprensión. Todo sucedió en un soplo. La enfermera pasó junto a Violeta como si ya no existiera y alcanzó la puerta de calle. Corrió por el empedrado de la avenida, se refugió en la recova de la plazoleta del Resero y allí le dieron caza los verdugos, en el mismo punto donde la habían capturado por primera vez.
A Violeta Miller la pasaban a buscar todas las mañanas en un Ford Falcon y la llevaban a la iglesia Stella Maris, en la otra punta de la ciudad. Allí la interrogaba el capitán de fragata, me contó Alcira, a veces durante cinco, siete horas. Desenterró su pasado y la avergonzó por su doble conversión religiosa. La anciana perdió conciencia del tiempo. Sólo le pesaban los recuerdos, que aparecían sin que los quisiera. Se le agravó la antigua osteoporosis y, cuando los interrogatorios terminaron, apenas podía moverse. Tuvo que resignarse a contratar enfermeras, que la trataban con el rigor de las madamas de los burdeles. Nada la abatió tanto, sin embargo, como los desórdenes que encontraba al volver cada tarde a la Avenida de los Corrales. La casa se había convertido en el coto privado del capitán de fragata, que la iba despojando de las bañeras de mármol, la mesa del comedor los balaustres de la plataforma, el ascensor de jaula, el telescopio, las sábanas de encaje, el televisor. Hasta la caja fuerte donde guardaba las joyas y los bonos al portador fue arrancada de cuajo. Los únicos objetos intactos eran una novela de Cortázar que Margarita había dejado a medio leer y el costurero vacío, en la cocina. El techo de vidrio apareció un día perforado en dos puntos centrales de la biblioteca, y la lluvia empezó a caer sin clemencia sobre los libros en piltrafas.
—¿Te acordás que Sabadell dejó en la recova sur el ramo de camelias al mediodía? —me preguntó Alcira—. Fue el 20 de noviembre.
—Claro que me acuerdo —respondí—. Yo estaba en ese lugar, esperando a Martel, y no lo vi.
—Ya te dije que no bajamos del auto —repitió ella—. Nos quedamos viendo a Sabadell mientras dejaba las flores y la gente iba y venía por la plazoleta del Resero, indiferente. El cantor estaba con la cabeza baja, sin decir una palabra. Su voluntad de silencio era tan profunda y dominante que de aquel mediodía sólo recuerdo las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.
—De allí enfilamos rumbo al caserón de la Avenida de los Corrales —continuó Alcira—. La propiedad seguía en litigio y ya valía menos que los escombros. Hacía tiempo que habían desguazado el piso de parquet, y los vidrios del techo estaban esparcidos por donde pisaras. Martel, en silla de ruedas, pidió que lo lleváramos a la cocina. Abrió sin vacilar una de las alacenas, como si la casa le fuera familiar. De allí sacó un pedazo de lata oxidada con hilos de coser pegados, y un ejemplar húmedo de Rayuela, que se le deshizo apenas trató de hojearlo. Con esos despojos entre las manos, cantó. Pensé que empezaría con Volver, como nos había dicho en el auto, pero prefirió arrancar con Margarita Gauthier, un tango escrito por Julio Jorge Nelson, la Viuda de Gardel. Hoy te evoco emocionado, mi divina Margarita —dijo, alzando apenas el tronco—. Siguió así, como si levitara. La letra es un almíbar pringoso, pero Martel la convertía en un soneto funerario de Quevedo. Cuando su voz atacó los tres versos más azucarados del tango, advertí que tenía la cara bañada en lágrimas:
Hoy, de hinojos en la tumba donde descansa tu cuerpo,
he brindado el homenaje que tu alma suspiró,
he llevado el ramillete de camelias ya marchitas…
Le puse la mano sobre el hombro para que interrumpiera, porque podía lastimarse la garganta, pero él terminó la canción airoso, descansó unos segundos y le pidió a Sabadell que tañera algunos acordes de Volver. Sabadell lo acompañaba con sabiduría, sin permitir que la guitarra compitiera con la voz: su rasguido era más bien una prolongación de la luz que le sobraba a la voz.
Pensé que cuando acabara Volver nos iríamos, pero Martel se llevó las manos al pecho, de una manera casi teatral, inesperada en él, y repitió el primer verso de Margarita Gauthier al menos cuatro veces, siempre con el mismo registro de voz. A medida que la repetición avanzaba, las palabras iban llenándose de sentido, como si recogieran a su paso las voces que las habían pronunciado en otro tiempo.
—Recordé que había tenido yo —dijo Alcira—, una experiencia parecida al ver algunas películas que dejan clavada una misma imagen por más de un minuto: la imagen no cambia, pero la persona que la mira se va volviendo otra. El acto de ver va transformándose imperceptiblemente en el acto de poseer.
Hoy te evoco emocionado,
mi divina Margarita,
cantaba Martel, y las palabras no estaban ya fuera de nuestro cuerpo sino incorporadas al torrente de la sangre.
—¿Podés entender eso, Bruno Cadogan? —me preguntó Alcira. Le respondí que había estudiado hacía mucho tiempo una idea parecida del filósofo escocés David Hume. Cité: La repetición nada cambia en el objeto que repite, sino en el espíritu que la contempla.
—Fue así —me dijo Alcira—. Esa frase define con claridad lo que sentí. Cuando aquel mediodía oí a Martel cantar por primera vez mi divina Margarita, no me pareció que modificara los tempi de la melodía, pero a la segunda o a la tercera ocasión advertí que espaciaba sutilmente cada palabra. Es posible que también espaciara las sílabas, aunque mi oído no es tan fino para descubrirlo. Hoy te evoco emocionado, cantaba, y la Margarita del tango regresaba al caserón como si el tiempo no hubiera pasado, con el cuerpo de veinticuatro años atrás. Hoy te evoco emocionado, decía, y yo sentía que ese conjuro bastaba para que se desvanecieran los vidrios del piso y se apagaran las telarañas y el polvo.
Diciembre 2001
El desencuentro con Martel en la plazoleta del Resero me trastornó. Perdí el rumbo de lo que escribía y también el rumbo de mí mismo. Pasé varias noches en el Británico observando el desolado paisaje del parque Lezama. Cuando regresaba a la pensión y conseguía dormir, cualquier ruido inesperado me despertaba. No sabía qué hacer con el insomnio y, desconcertado, salía a caminar por Buenos Aires. A veces me desviaba desde la derruída Estación Constitución, sobre la que tanto había escrito Borges, hacia los barrios de San Cristóbal y Balvanera.
Las calles parecían todas iguales y, aunque los diarios llamaban la atención sobre los continuos asaltos, yo no sentía el peligro. Cerca de Constitución circulaban bandas de chicos que no tendrían más de diez años. Salían de sus refugios en busca de comida, protegiéndose los unos a los otros, y pedían limosna. Se los veía dormir en los huecos de los edificios, cubriéndose la cara con diarios y bolsas de residuos. Muchas personas estaban viviendo a la intemperie y, donde una noche veía dos, a la noche siguiente encontraba tres o cuatro. Desde Constitución caminaba por San José o Virrey Cevallos hasta la Avenida de Mayo, y luego atravesaba la Plaza de los Dos Congresos, cuyos bancos estaban ocupados por familias de miserables. Más de una vez pasé las horas de desvelo en la esquina de Rincón y México, espiando la casa de Martel, pero siempre fue en vano. Sólo un mediodía lo vi salir de allí con Alcira Villar —aunque no supe que era ella sino semanas después— y, cuando traté de alcanzarlo en un taxi, una manifestación de jubilados me cerró el paso.
Aunque la ciudad era plana y cuadriculada, no conseguía orientarme, por la monotonía de los edificios. Nada es tan difícil como advertir las sutiles mudanzas de lo que es idéntico, como sucede en los desiertos y en el mar. Las confusiones me paralizaban a veces en una esquina cualquiera y, cuando salía del pasmo, era para dar vueltas en redondo en busca de un café. Por fortuna, había cafés abiertos a toda hora, y en ellos me sentaba a esperar que, con las primeras claridades de la mañana, las casas recuperaran un perfil que me permitiera reconocerlas. Sólo entonces regresaba a la pensión en taxi.
El insomnio me debilitó. Tuve alucinaciones en las que algunas fotos de la Buenos Aires de comienzos del siglo XX se superponían con imágenes de la realidad. Me asomaba al balconcito de mi pieza y, en lugar de los edificios vulgares de la acera de enfrente, veía la terraza de Gath & Chaves, una tienda que había desaparecido de la calle Florida cuarenta años atrás, en la que señores tocados con sombreros de paja y damas de pecheras almidonadas bebían tazas de chocolate ante un horizonte erizado de agujas y miradores vacíos, algunos de ellos coronados por estatuas helénicas. O veía pasar los absurdos muñecos que se empleaban en la década del 20 para las propagandas de analgésicos y aperitivos. Las escenas irreales se sucedían durante horas, y en ese tiempo yo no sabía dónde estaba mi cuerpo, porque el pasado se instalaba en él con la fuerza del presente.
Casi todas las noches me encontraba con el Tucumano en el Británico. Discutíamos una y otra vez sobre el mejor medio para desalojar a Bonorino del sótano, sin ponernos de acuerdo. Quizá no se trataba de los medios sino de los fines. Para mí, el aleph —si existía— era un objeto precioso que no podía ser compartido. Mi amigo, en cambio, pretendía degradarlo, convirtiéndolo en una curiosidad de feria. Habíamos averiguado que, a la muerte del noble búlgaro, el residencial fue vendido a unos rentistas de Acassuso, propietarios de otras veinte casas de inquilinato. Convinimos en que yo les escribiría una carta denunciando al bibliotecario, que no pagaba alquiler desde 1970. Íbamos a perjudicar así al administrador de las fincas y quizás a la pobre Enriqueta. Nada de eso inquietaba al Tucumano.
Hacia finales de noviembre, la Universidad de Nueva York me envió una remesa de dinero inesperada. El Tucumano sugirió que olvidáramos la estrechez bohemia de la vida en la pensión y fuéramos a dormir una noche a la suite del último piso del hotel Plaza Francia, desde donde se divisaban la Avenida del Libertador y algunos de sus palacios, así como las boyas de la costa norte, que titilaban sobre las aguas inmóviles del río. Aunque no se trataba de un hotel de primera clase, esa habitación costaba trescientos dólares, más de lo que permitían mis recursos. No quería negarme, de todos modos, y pagué por adelantado una reserva para el viernes siguiente. Pensábamos cenar antes en uno de los restaurantes de la Recoleta que servían cocina de autor, pero aquel día sucedió un percance inesperado: el gobierno anunció que sólo se podría retirar de los bancos un porcentaje ínfimo del dinero depositado. Temí quedarme con los bolsillos vacíos. Desde el mismo instante del súbito aviso —demasiado tarde ya para cancelar el hotel—, nadie quiso aceptar tarjetas de crédito y el valor del dinero se volvió impreciso.
Llegamos al Plaza Francia cerca de la medianoche. El aire tenía color de fuego, como si presagiara tormenta, y los faroles del alumbrado público parecían envueltos por capullos acuosos. De vez en cuando pasaba un auto por la avenida, a marcha lenta, aturdido. Me pareció que una pareja se besaba al pie de la estatua ecuestre del general Alvear, debajo de nuestro balcón, pero en verdad todas eran sombras y no estoy seguro de nada, ni siquiera de la paz con que me quité las ropas y me tiré en la cama.
El Tucumano se quedó fuera un rato, escudriñando el perfil del Río de la Plata. Regresó a la suite de mal humor, con picaduras de mosquitos.
—La humedad —dijo.
—La humedad —repetí. Como en Kuala Lumpur. Menos de un año atrás, yo confundía las dos ciudades. Tal vez pasó, le conté, porque leí una historia sobre mosquitos que sucedió aquí, en febrero de 1977. Un enervante tufo a pescado invadió entonces Buenos Aires. En las costas, ensanchadas por la sequía, aparecieron millones de dorados, pejerreyes y bagres en proceso de descomposición, envenenados por los desechos de fábricas que los militares amparaban. La dictadura había impuesto una censura de hierro y los diarios no se atrevieron a publicar ni una palabra del suceso, pese a que los habitantes, a través de sus sentidos, lo confirmaban a toda hora. Como el agua de las canillas tenía un extraño color verdoso y parecía infectada, los que no eran pobres de solemnidad agotaron en los almacenes las provisiones de sodas y jugos de frutas envasados. En los hospitales, donde se esperaba una epidemia de un día para otro, se aplicaban a diario miles de vacunas contra la fiebre tifoidea.
Una tarde, desde las ciénagas, se alzó una nube de mosquitos que oscureció el cielo. Sucedió de pronto, como si se tratara de una plaga bíblica. La gente se cubrió de ronchas. En el área de cuarenta manzanas al norte de la Catedral, donde se concentran los bancos y casas de cambio, el tufo del río era intolerable. Algunos apresurados transeúntes que debían hacer transacciones de dinero se habían cubierto la cara con máscaras blancas, pero las patrullas policiales los obligaban a quitárselas y a exhibir los documentos de identidad. Por la calle Corrientes, la gente caminaba con espirales encendidas y, pese a la furia del calor, en algunas esquinas se encendían fogatas para que el humo ahuyentara a los mosquitos.
La plaga se retiró tan imprevistamente como había llegado. Sólo entonces los diarios publicaron, en las páginas interiores, informaciones breves que tenían un título común, «Fenómeno inexplicable».
Mientras dormíamos en el hotel, se alzó a las dos de la mañana un viento feroz. Tuve que levantarme a cerrar las ventanas de la suite. El Tucumano se despertó entonces, y me preguntó a quién estaba yo mirando desde el balcón.
—A nadie —le dije. Y le hablé del viento.
—No mientas —me contestó—. Mentís tanto, que ya nunca sé si alguna vez me has dicho la verdad.
—Acercáte, mirá el cielo —dije—. Está despejado ahora. Se ven las estrellas sobre el río.
—Siempre estás cambiándome de tema, Bruno. ¿Qué me importa el cielo? Lo único que me importa son tus mentiras. Si querés el ale para vos solo, decímelo francamente. Ya te hice el aguante. Ahora me da lo mismo quedarme de a pie. Pero no me engrupás, titán.
Le juré que no sabía de qué me hablaba, pero él seguía ansioso, eléctrico, como si estuviera pasado de droga. Me arrodillé a su lado, junto a la cama, y le acaricié la cabeza, tratando de calmarlo. Fue inútil. Me dio la espalda y apagó la luz.
El humor del Tucumano me resultaba incomprensible. No teníamos compromisos entre nosotros y cada uno era dueño de hacer lo que le pareciera mejor, pero cuando yo me quedaba trabajando hasta el amanecer en el Británico, iba a buscarme y me hacía escenas públicas de celos que me avergonzaban. Me pedía hazañas o regalos difíciles de hacer, para ponerme a prueba, y apenas yo empezaba a satisfacer sus deseos, se alejaba. No saber de veras lo que pretendía de mí era tal vez lo que más me atraía.
Cansado, me dormí. Tres horas después desperté sobresaltado. Estaba solo en la suite. Sobre la mesa del vestíbulo, el Tucumano había dejado un mensaje a lápiz: «Me voi, titan. Te dejo el ale de erencia. Otro dia me lo pagás». Repasé los hechos de aquella noche para entender qué podía haberlo molestado y no encontré nada. Quise marcharme del hotel en ese momento, pero era una locura bajar y pedir la cuenta sin más explicaciones. Durante media hora o más estuve sentado en la salita de la suite con la mente en blanco, sumido en ese estado de desesperanza que convierte en imposibles hasta los movimientos más sencillos. No me atrevía a cerrar los ojos por temor a que la realidad me abandonara. Vi cómo avanzaba sobre mí el resplandor ceniciento de la mañana y cómo el aire, que tan húmedo me había parecido la noche anterior, se adelgazaba hasta la transparencia.
Me incorporé con esfuerzo, como si me hubieran puesto sobre los hombros un cuerpo enfermo, y fui al balcón a contemplar el amanecer. El globo del sol, descomunal e invasor, se alzaba sobre la avenida, y sus lenguas de oro lamían los parques y los suntuosos edificios. Dudo que haya existido otra ciudad de tan suprema belleza como la Buenos Aires de aquel instante.
El tránsito era caudaloso, inusual para una madrugada de sábado. Cientos de automóviles se movían a paso lento por la avenida, mientras la luz, antes de caer desangrada entre las hojas de los árboles, embestía el bronce de los monumentos y quemaba la cresta de las torres. La cúpula del Palais de Glace, bajo mi balcón, fue hendida de pronto por una espada de fulgor. En algunos de sus salones se había bailado el tango en la década de 1920, y en otros —conocidos como Vogue’s Club— habían tocado el sexteto de Julio de Caro y la orquesta de Osvaldo Fresedo. Mientras el sol ascendía y su disco se tornaba más pequeño y enceguecedor, una luz púrpura barrió la fachada del Museo de Bellas Artes, en cuyas salas yo había contemplado dos semanas atrás las minuciosas escenas de la batalla de Curupaytí que Cándido López pintó con la mano izquierda entre 1871 y 1902, después de que la derecha fuera destrozada al estallar el casco de una granada.
Tuve entonces la impresión de que Buenos Aires quedaba suspendida e ingrávida en esa claridad de hielo, y temí que, atraída por el sol, desapareciera de mi vista. Todos los malos presentimientos de una hora antes se me disiparon. No creí tener derecho a la desdicha mientras veía cómo la ciudad ardía dentro de un círculo que reflejaba otros más altos, como los que Dante advierte en el centro del paraíso.
Las sensaciones puras suelen mezclarse con las ideas impuras. Fue en ese momento, creo, cuando, luego de proponerme describir en una carta al Tucumano el espectáculo que se había perdido, completé otra muy diferente, dirigida a los rentistas de Acassuso, en la que denunciaba la ocupación ilegal del sótano, durante más de treinta años, por el bibliotecario Sesostis Bonorino. No sé cómo explicar que, mientras pensaba en la luz deslumbradora que había visto, mi mano redactaba frases innobles. Habría querido decirle a mi amigo que, como extraños a Buenos Aires, él y yo erámos quizá más sensibles que los nativos a su hermosura. La ciudad había sido erigida en el confín de una llanura sin matices, entre pajonales inservibles tanto para la alimentación como para la cestería, a orillas de un río cuya única gracia es su anchura descomunal. Aunque Borges trató de atribuirle un pasado, el que ahora tiene es también liso, sin otros hechos heroicos que los improvisados por sus poetas y pintores, y cada vez que uno toma en las manos cualquier fragmento de pasado, lo ve disolverse en un monótono presente. Siempre fue una ciudad en la que abundaban los pobres y se debía caminar a saltos para esquivar las cagadas de perros. Su única belleza es la que le atribuye la imaginación humana. No está rodeada por el mar y las colinas, como Hong Kong y Nagasaki, ni la atraviesa una corriente por la que han navegado siglos de civilización, como Londres, París, Florencia, Budapest, Ginebra, Praga y Viena. Ningún viajero llega a Buenos Aires porque está de paso en el camino hacia otra parte. Más allá de la ciudad no hay otra parte: a los espacios de nada que se abren al sur ya los llamaban, en los mapas del siglo XVI, Tierra del Mar Incógnito, Tierra del Círculo y Tierra de los Gigantes, que eran los nombres alegóricos de la inexistencia. Sólo una ciudad que ha renegado tanto de la belleza puede tener, aun en la adversidad, una belleza tan sobrecogedora.
Partí del hotel antes de las ocho de la mañana. Como no tenía ganas de regresar a la pensión, donde los alborotos de los sábados solían ser enloquecedores, me refugié en el Británico. El café estaba vacío. Solitario, el mozo barría las colillas de los desvelados. Saqué del bolsillo la carta para los rentistas de Acassuso y volví a leerla. Era laboriosa, maligna, y, aunque yo no tenía intención de firmarla, todo en ella me delataba. Contenía, en resumen, los datos que me había confiado Bonorino. Ni por un instante pensé en el daño que le causaba al bibliotecario. Sólo quería que lo expulsaran del sótano para verificar a mis anchas si el aleph existía, como todo lo indicaba. Y saber qué pasaría en mí cuando lo contemplara.
Poco antes del mediodía volví a mi cuarto. Me quedé allí unas horas tratando de avanzar en la escritura de la tesis, pero fui incapaz de concentrarme. La inquietud acabó venciéndome y salí en busca del Tucumano, que aún dormía en la azotea. Esperaba que, al ver la carta, demostrara gratitud, felicidad, entusiasmo. Nada de eso. Protestó porque lo había despertado, la leyó con indiferencia, y me pidió que lo dejara en paz.
Durante los días que siguieron anduve de un lado a otro de la ciudad con la misma tristeza que había sentido antes del amanecer en el hotel Plaza Francia. Caminé por Villa Crespo tratando de encontrar la calle Monte Egmont, donde vivía el protagonista de Adán Buenosayres, otra de las novelas sobre las que había escrito durante mi Maestría, pero ninguno de los vecinos supo decirme dónde estaba. «Desde la calle Monte Egmont no subía ya el aroma de los paraísos», les recité, por si la frase les refrescaba el sentido de orientación. Lo único que gané fue que se alejaran de mí.
El siguiente viernes a mediodía, cuando arreciaba el calor, me adentré en el cementerio de la Chacarita. Algunos mausoleos eran extravagantes, con portales de vidrio que permitían observar el altar interior y los ataúdes cubiertos con mantillas de encaje. Otros estaban adornados por estatuas de niños a los que alcanzaba un rayo, marinos que divisaban con un catalejo el imaginario horizonte, y matronas que ascendían al cielo llevando sus gatos en brazos. La mayoría de las tumbas, sin embargo, constaba de una lápida y una cruz. Al entrar en una de las avenidas, me salió al paso una estatua de Aníbal Troilo tocando el bandoneón con ademán pensativo. Más allá, los colores crudos de Benito Quinquela Martín adornaban las columnas que flanqueaban su sepulcro, y hasta el propio ataúd del pintor lucía arabescos chillones. Vi águilas de bronce que volaban sobre un bajorrelieve de la Cordillera de los Andes, y un mar de granito en el que se adentraba la poetisa Alfonsina Storni, mientras a su lado se estrellaban los automóviles funerarios de los hermanos Gálvez. Cuando me detuve ante el monumento a Agustín Magaldi, que había sido novio de Evita Perón y seguía tañendo la guitarra de su eternidad, oí a lo lejos unos lamentos desgarradores e imaginé que se trataba de un entierro. Caminé hacia el tumulto. Tres mujeres enlutadas, con la cara cubierta por un velo, lloraban al pie de la estatua de Carlos Gardel, al que le habían encendido un cigarrillo entre los labios verdosos, mientras otras mujeres dejaban coronas de flores ante la Madre María, cuyo talento para los milagros mejoraba con el paso de los años, según decían las placas de su tumba.
A eso de las dos y media de la tarde me alejé por la avenida Elcano y caminé hacia el norte, con la esperanza de llegar alguna vez al campo o al río. La extensión de la urbe, sin embargo, era invencible. Recordé un cuento de Ballard, que imagina un mundo hecho sólo de ciudades unidas por puentes, túneles y casi imperceptibles corrientes de navegación, donde la humanidad se asfixia como en un hormiguero. En las calles por las que anduve esa tarde nada evocaba, sin embargo, los edificios colosales de Ballard. Estaban sombreadas por árboles viejos, jacarandás y plátanos, que protegían mansiones neoclásicas y coloniales, entre las que se alzaban algunas pajareras presuntuosas. Cuando advertí que había llegado a la calle José Hernández, en el barrio de Belgrano, imaginé que debía estar cerca de la quinta donde el autor de Martín Fierro había vivido sus últimos años felices, a pesar del creciente desdén de los críticos por ese libro —que apenas treinta años después de su muerte, en 1916, sería exaltado por Lugones como el «gran poema épico nacional»— y de las crueles batallas por federalizar la ciudad de Buenos Aires, en las cuales él había sido uno de los paladines. Hernández era un hombre de físico imponente y vozarrón tan poderoso que en la Cámara de Diputados se lo llamaba «Matraca». En los banquetes de Gargantúa que brindaba en la quinta, a la que se llegaba desde el centro tras varias horas de cabalgata, los comensales de Hernández admiraban tanto su apetito como su erudición, que le permitía citar los textos completos de leyes romanas, inglesas y jacobinas de las que nadie había oído hablar. Lo atormentaban los «sofocos», como él llamaba a sus ataques de glotonería, pero no podía parar de comer. Una miocarditis lo postró en la cama durante cinco meses, hasta que murió una mañana de octubre, rodeado por una familia que sumaba más de cien parientes en primer grado, todos los cuales pudieron oír sus últimas palabras: «Buenos Aires… Buenos Aires…»
Pese a que recorrí la extensión entera de la calle José Hernández, no encontré ni una sola referencia a la quinta. Advertí en cambio placas de homenaje a próceres menores de la literatura, como Enrique Larreta y Manuel Mujica Láinez, en la fachada de mansiones que estaban sobre las calles Juramento y O’Higgins. Después de algunas vueltas desemboqué en las Barrancas de Belgrano, que en tiempos de Hernández habían sido el confín de la ciudad. Allí, el parque diseñado por Charles Thays poco después de la muerte del poeta estaba ahora cercado por abrumadores edificios de departamentos. Una fuente decorada con valvas y peces de mármol, y un gazebo que quizá servía para las retretas dominicales, era todo lo que había sobrevivido del pasado campestre. El río se había retirado más de dos kilómetros, y era imposible verlo. En un cuadro de refinada belleza, Lavanderas en el Bajo de Belgrano, Prilidiano Pueyrredón pintó la calma que solía tener ese arrabal. Aunque el título del óleo alude a mujeres en plural, sólo muestra una, con un niño en brazos y un gigantesco atado de ropa sobre la cabeza, mientras otro atado aun mayor es cargado por el caballo que viene detrás, sin jinete. Sobre la suave curva de las barrancas, entonces solitarias y salvajes, hendían sus raíces dos ombúes, en franca batalla con la bravura del río, cuyas playas eran holladas por los pies de la lavandera a esa hora temprana de la madrugada. Buenos Aires tenía entonces un color verde, casi dorado, y ningún futuro empañaba la desolación de su única colina.
Cuando ya oscurecía, regresé cansado al residencial. Un alboroto cruel me esperaba. Mis vecinos de pieza arrojaban colchones, frazadas y bultos de ropa por la pendiente de la escalera hasta el vestíbulo. En la cocina, Enriqueta sollozaba con la mirada fija en el piso. Del sótano subía el siseo hacendoso de las fichas de Bonorino. Me acerqué a Enriqueta, le ofrecí té y traté de consolarla. Cuando logré que hablara, yo también sentí que se me acababa el mundo. Una y otra vez me zumbaba en la imaginación un poema de Pessoa que empieza Si te quieres matar, ¿por qué no te quieres matar?, y por más que daba manotazos, no lo podía separar de mí.
—A las tres de la tarde —me contó Enriqueta—, dos oficiales de justicia y un notario habían llegado a la pensión con órdenes de desalojar a todos los inquilinos. Exigieron los comprobantes de pago y devolvieron el dinero de los que estaban al día. Por lo que entendí, los propietarios habían vendido la casa a un estudio de arquitectos, y éstos querían ocuparla cuanto antes. Cuando Bonorino leyó la notificación judicial, que concedía sólo veinticuatro horas de plazo para la mudanza, se quedó inmóvil en el vestíbulo, de pie, en un estado de ausencia del que no lograban sacarlo los gritos de Enriqueta, hasta que finalmente se llevó la mano al pecho, dijo «Dios mío, Dios mío», y desapareció en el sótano.
Aunque la carta que yo había enviado a los rentistas de Acassuso nada tenía que ver con lo que estaba pasando, de todos modos me habría gustado deshacer el curso del tiempo. Me descubrí repitiendo otra frase de Pessoa: Dios tenga piedad de mí, que no la tuve de nadie.
Cuando un autor o una melodía me daban vueltas en la cabeza, tardaba una eternidad en espantarlos. Y, además, Pessoa. ¿Quién, entre tanta desesperanza, podía querer a un poeta desesperado?
Pobre Bruno Cadogan,
que a nadie le importa.
Pobre Bruno Cadogan,
que tiene tanta pena de sí mismo.
Mis manos, además, estaban atadas. No podía ayudar a nadie. Había gastado idiotamente doscientos dólares en una sola noche del hotel Plaza Francia y no podía sacar de los bancos la miseria que me quedaba. Y más valía que no siguieran pagándome las becas, porque estaban incautando todas las remesas. Ya el domingo había tratado de rescatar algunos pesos sumándome a las filas larguísimas que se formaban frente a los cajeros automáticos. Tres de los cajeros agotaron sus reservas antes de que yo hubiera avanzado diez metros. Otros cinco estaban secos, pero la gente no quería aceptarlo y repetía las operaciones de búsqueda, a la espera de algún milagro.
Hacia la medianoche, los vecinos de la pieza de al lado me contaron, alborozados, que iban a refugiarse en Fuerte Apache, donde vivían unos parientes. Cuando se lo conté a Enriqueta, reaccionó como si se tratara de una tragedia.
—Fuerte Apache —dijo, separando las sílabas—. Yo no iría ni loca. No sé cómo se les ocurre llevar ahí a las pobres criaturas.
Me atormentaba la culpa y, sin embargo, no tenía de qué culparme. O sí: después de todo, yo había sido tan dañino y cobarde como para enviar a los avaros de Acassuso la carta inútil en la que acusaba a Bonorino, aprovechándome de sus confesiones en el sótano. En Buenos Aires, donde la amistad es una virtud cardinal y redentora, como se deduce de la letra de los tangos, todo delator es un canalla. Hay por lo menos seis palabras que lo designan con escarnio: soplón, buche, botón, batidor u ortiba, alcahuete. Estaba seguro de que el Tucumano me consideraba una persona despreciable. Me había pedido más de una vez que escribiera la carta, pensando que me dejaría cortar las manos antes de hacerlo. Para alguien que, como yo, creía que el lenguaje y los hechos se vinculaban de manera literal, la actitud de mi amigo era difícil de entender. A mí también me había costado delatar. Y, sin embargo, el aleph me había importado más que la indignidad.
Volví a ver a la mujer gigantesca que lavaba una blusa en el bidet la tarde de mi llegada. Bajaba por las escaleras con un colchón sobre las espaldas, esquivando con gracia los obstáculos. El cuerpo se le deshacía en sudor, pero el maquillaje se mantenía intacto sobre los ojos y los labios.
—La vida canta igual para todos —dijo al verme, pero no sé si hablaba conmigo o con ella misma. Yo estaba parado en medio del vestíbulo, sintiéndome otro mueble de la escenografía. En ese momento me di cuenta de que cantar y delatar son verbos sinónimos.
Por la penumbra de la escalera asomó la cabeza calva de Bonorino. Traté de alejarme, para no enfrentar su cara. Pero él había salido del sótano para hablar conmigo.
—Baje, Cadon, por favor —me dijo. Yo estaba ya habituándome a las mutaciones de mi apellido.
Las fichas habían desaparecido de la escalera, y la lóbrega vivienda, por cuyas ventanas a ras de la calle entraba apenas una luz avara, me recordó la galería principal de la cueva que Kafka describió en «La guarida», seis meses antes de morir. Así como el roedor del cuento amontonaba sus provisiones contra una de las paredes, complaciéndose con la diversidad e intensidad de los olores que despedían, también Bonorino daba saltitos ante los cajones de fruta que le habían servido de veladores y que ahora, apilados sobre otros cinco o seis más, tapiaban el minúsculo baño y la cocinilla. En ellos guardaba las posesiones que había salvado. Logré identificar el diccionario de sinónimos, las camisas y el calentador de gas. Las paredes estaban sombreadas por la huella de los papeles pegados allí durante años, y el único mueble que seguía en su sitio era el catre, aunque desnudo ahora, sin sábanas ni almohadas. Bonorino apretaba contra su pecho el cuaderno de contabilidad donde había anotado las informaciones dispersas en las fichas de colores. La cenicienta lámpara de veinticinco vatios iluminaba apenas su cuerpo giboso, sobre el que parecían haberse desplomado las desgracias del mundo.
—Infaustas nuevas, Cadon —me dijo—. La luz del conocimiento ha sido condenada a la guillotina.
—Lo siento —mentí—. Nunca se sabe por qué suceden estas cosas.
—Yo en cambio puedo ver todo lo que se ha perdido: la cuadratura del círculo, la domesticación del tiempo, el acta de la primera fundación de Buenos Aires.
—Nada se va a perder si usted está bien, Bonorino. ¿Le puedo pagar el hotel por unos días? Hágame ese favor.
—Ya acepté el convite de otros expulsados, que me darán refugio en Fuerte Apache. Usted es foráneo, no tiene por qué hacerse cargo de nada. Sirvamos a Dios en las cosas posibles y quedemos contentos con desear las imposibles, como dijo Santa Teresa.
Recordé que Carlos Argentino Daneri estaba desesperado cuando le anunciaron que demolerían la casa de la calle Garay, porque si lo privaban del aleph no podría terminar un ambicioso poema titulado «La Tierra». Bonorino, que había invertido treinta años en las laboriosas entradas de la Enciclopedia Patria, me pareció en cambio indiferente. Yo no sabía cómo preguntarle con delicadeza sobre su tesoro. Podía aludir al espacio pulido que había debajo del último peldaño, al dibujo del Stradivarius que había entrevisto en mi anterior visita. El mismo me facilitó la solución.
—Cuente entonces conmigo para lo que sea —le dije, hipócrita.
—Precisamente. Iba a pedirle que conserve este cuaderno, que es la destilación de mis desvelos. Ya me lo devolverá antes de repatriarse. He oído que en Fuerte Apache conviven los ratones y los ladrones. Si pierdo las fichas, nada pierdo. Contienen sólo borradores y copias de la imaginación ajena. Lo que verdaderamente he creado está en el cuaderno y no sabría cómo protegerlo.
—Ni siquiera me conoce, Bonorino. Yo lo podría vender, traicionar. Podría publicar su obra con mi nombre.
—Usted jamás me traicionaría, Cadon. En nadie más confío. No tengo amigos.
Esa declaración candorosa me reveló que el bibliotecario no podía tener el aleph. Le habría bastado contemplarlo sólo una vez para descubrir que el Tucumano y yo lo habíamos traicionado. Tampoco Carlos Argentino Daneri, en el cuento de Borges, había podido prever la demolición de su casa. En el punto luminoso que reproducía el paraíso de Dante, no se podía ver el futuro, por lo tanto, ni se podía ver la realidad. Los hechos simultáneos e infinitos que contenía, el inconcebible universo, eran sólo residuos de la imaginación.
—Yo creí que, por lo menos, usted tenía el aleph —arriesgué.
Me miró y echó a reír. En su enorme boca sólo quedaban cinco o seis dientes.
—Tiéndase bajo el escalón décimo noveno y compruebe usted mismo si lo tengo —dijo—. He gastado cientos de noches ahí, en posición decúbito dorsal, esperando verlo. Tal vez en el pasado hubo un aleph. Ahora se ha desvanecido.
Me sentí mareado, perdedor, infame. Tomé el cuaderno de contabilidad, que pesaba casi tanto como yo, y no quise aceptar el volumen sobre los laberintos que le había prestado.
—Quédeselo todo el tiempo que quiera —le dije—. Lo va a necesitar más que yo en Fuerte Apache.
Ni siquiera me dio las gracias. Me observó de arriba abajo con un descaro que contradecía su habitual untuosidad. Lo que hizo a continuación fue aún más extravagante. Se puso a recitar, con voz rítimica y bien modulada, un rap villero, mientras batía palmas:
Ya vas a ver que en el Fuerte
se nos revienta la vida.
Si vivo, vivo donde todo apesta.
Si muero, será por una bala perdida.
—No está nada mal —le dije—. No le conocía esas habilidades.
—No seré Martel pero me defiendo —respondió. Jamás habría pensado que conocía a Martel.
—¿Cómo? ¿A usted le gusta Martel?
—¿Y a quién no? —me dijo—. El jueves pasado fui a visitar a un compañero de la biblioteca en Parque Chas. Alguien nos avisó que estaba en una esquina, cantando. Llegó de improviso y se mandó tres tangos. Alcanzamos a oír dos. Fue supremo.
—Parque Chas —repetí—. No sé dónde queda.
—Acá nomás, entrando a Villa Urquiza. Curioso vecindario, Cadon. Las calles son redondas y hasta los taxis se pierden. Es una lástima que no aparezca en el libro de Prestel, porque de los muchos laberintos que hay en el mundo, ése es el más grande de todos.