TRES
Noviembre 2001
La pensión era silenciosa de día y ruidosa de noche, cuando los inquilinos de la pieza contigua se enzarzaban en sus peleas interminables y la chiquillería lloraba. Me resigné, por lo tanto, a escribir mi disertación en otra parte. Todos los días, desde la una a las seis de la madrugada, ocupaba una mesa del café Británico, frente al parque Lezama. Estaba a pocos pasos de mi alborotada vivienda y no cerraba jamás. A través de las ventanas fileteadas me entretenía a veces contemplando las sombras de los jardines en ruinas y los bancos ahora ocupados por familias sin techo. En uno de esos bancos, la primavera de 1944, Borges había besado por primera vez a Estela Canto después de haberle mandado, el día antes, una encendida carta de amor:
I am in Buenos Aires, I shall see you tonight, I shall see you tomorrow, I know we shall be happy together (happy and drifting and sometimes speechless and most gloriously silly), avergonzado sin embargo de su ardor incontrolable, «Estoy en Buenos Aires, te veré esta noche, te veré mañana, sé que seremos felices juntos (felices, dejándonos llevar, a veces sin habla y muy gloriosamente idiotas)». Borges tenía entonces cuarenta y cinco años, pero sus sentimientos se expresaban con terror y torpeza. Aquella noche había besado a Estela en uno de los bancos y luego había vuelto a besarla y abrazarla en el anfiteatro que daba a la calle Brasil, frente a las cúpulas de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Hugo Wast, novelista de catolicismo furibundo, que acababa de ser nombrado ministro de justicia, decidió censurar todo lo que el Vaticano consideraba inmoral —la idea de sexo, en primer lugar—, porque allí creía ver el origen de la decadencia argentina. Se encarnizó con los tangos, cuyos versos obscenos ordenó cambiar por otros más píos, y lanzó a los policías de Buenos Aires a cazar las parejas que se acariciaban en la calle.
Borges y Estela fueron una presa fácil. En el anfiteatro solitario, a la luz de la luna, sus siluetas abrazadas eran un llamativo reflector. Un vigilante de la comisaría 14 surgió de repente ante ellos, «como caído del cielo», contaría después Estela, y les pidió los documentos de identidad. Ambos los habían olvidado. Los arrestaron y los sentaron en un patio, junto a otros vagabundos, hasta las tres de la madrugada.
Conocí la historia por Sesostris Bonorino, quien estaba al tanto de algunos detalles nimios. Sólo después imaginé de dónde los había sacado. Sabía que aquella noche Estela llevaba en su cartera un paquete de cigarrillos Condal y que había fumado dos de los nueve que le quedaban; podía describir el contenido de los bolsillos del saco de Borges, que ocultaban un lápiz, dos caramelos, varios billetes color herrumbre de un peso, y un papel en el que había copiado un verso de Wats:
I’m looking for the face I had
Before the world was made
(«Busco la cara que tuve / antes de que el mundo existiera»).
Una noche, cuando salía hacia el café Británico, oí que me chistaban desde el sótano. Bonorino estaba de rodillas en el cuarto o quinto peldaño de la escalera, pegando fichas en la baranda. Era achaparrado y calvo como una cebolla, carecía de cuello y tenía los hombros tan alzados que era difícil discernir si llevaba una mochila o lo deformaba una giba. Poco tiempo antes, al verlo a la luz del día, me había impresionado también su amarillez casi traslúcida. Parecía afable, y a mí me trataba con deferencia, quizá porque estaba de paso y porque compartía su pasión por los libros. Quería que le prestara por unas horas Through the Labyrinth, el pesado volumen editado por Prestel que llevaba en mi equipaje.
—No necesito leerlo, porque ya sé todo que dice —se jactó—. Sólo quiero estudiar las figuras.
Me dejó desconcertado y por algunos segundos no pude contestar. Nadie en la pensión había visto el libro de Prestel, que seguía intocado en mi valija. También me parecía improbable que lo hubiera leído, porque lo habían publicado menos de un año atrás en Londres y Nueva York. Además, pronunciaba Through con la fonética del castellano. Me pregunté si Enriqueta, cuando limpiaba el cuarto, escrutaría también mis intimidades.
—Me alegra tener un vecino que sepa hablar inglés —le dije, en inglés. Por su expresión indiferente, advertí que no había entendido una palabra.
—Estoy preparando una enciclopedia patria —respondió—. Si no le importa, quisiera que un día me explique algunos métodos anglosajones de trabajo. Me han hablado mucho del Oxford y del Webster, pero no estoy capacitado para leerlos. Sé más cosas de las que un hombre normal sabe a mi edad, pero lo que he aprendido es lo que nadie enseña.
—¿Para qué le sirve el libro de Prestel, entonces? Los laberintos que aparecen ahí están hechos para confundir, no para aclarar.
—Yo no estaría tan seguro. Para mí, son un camino que no permite retroceder, o una manera de moverse sin abandonar el mismo punto. Al ver la imagen de un laberinto creemos, por error, que su forma está dada por las líneas que lo dibujan. Es al revés: la forma está en los espacios blancos entre esas líneas. ¿Me prestará el vademécum?
—Por supuesto —le dije—. Se lo voy a traer mañana.
Habría regresado a mi pieza para buscarlo, pero tenía una cita con el Tucumano en el Británico a la una de la mañana y ya estaba llegando tarde. Desde que habíamos conocido a los escandinavos, mi amigo estaba obsesionado con armar en el sótano una exhibición del aleph para los turistas y necesitaba anular o asociar a Bonorino. La empresa me parecía delirante, pero fui yo mismo quien al final descubrió la solución. El bibliotecario era un maniático del orden, y advertiría cualquier trasiego de las fichas. A partir del quinto peldaño, los cuadraditos de cartulina, de tamaños y colores desiguales, formaban una telaraña cuyo dibujo sólo él conocía. Si alguien las rozaba con el pie al bajar, Bonorino pondría el grito en el cielo y saldría corriendo en busca de la policía. El Tucumano había tratado de acercarse varias veces al sótano, sin éxito. Yo, en cambio, había conseguido interesar al viejo mostrándole una antología que llevaba conmigo, Índice de la nueva poesía americana, en la que aparecían tres poemas de Borges que sólo se pueden leer ahí: «La guitarra», «A la calle Serrano», «Atardecer», y la primera versión de «Dulcia linquimus arva». Imaginé que un erudito como Bonorino no podría resistir la curiosidad de ver cómo Borges iba desprendiéndose de impurezas retóricas al pasar de un borrador a otro.
Esperé al Tucumano en el salón reservado del café. Me gustaba adivinar desde allí la silueta de las palmeras y de las tipas en el parque Lezama, e imaginar los grandes jarrones de mampostería en la avenida del centro, sobre pedestales de yeso en los que la diosa de la fertilidad estaba tallada en bajorrelieves idénticos. A la madrugada, el sitio era hostil y nadie se atrevía a cruzarlo. A mí me bastaba saber que estaba al otro lado de la calle. En aquel parque había nacido Buenos Aires y desde sus barrancas se había extendido por los campos chatos, desafiando la ferocidad de las sudestadas y el barro voraz del río. Por las noches, la humedad se hacía sentir allí más que en otras partes, y la gente se asfixiaba en el verano y se helaba los huesos en el invierno. El Británico, sin embargo, se las arreglaba para que no se notara.
A mediados de octubre hubo buen tiempo, y perdí muchas horas de trabajo oyendo al mozo evocar las épocas de patriotismo frenético, durante la guerra de las Malvinas, cuando el café tuvo que llamarse Tánico, y enumerar las veces que Borges había pasado por allí para beber un jerez, y Ernesto Sabato se había sentado a la mesa que yo mismo ocupaba en ese momento para escribir las primeras páginas de su novela Sobre héroes y tumbas. Sabía que los relatos del mozo eran mitologías para extranjeros, y que Sabato no tenía por qué ir a escribir tan lejos cuando disponía de un estudio cómodo en Santos Lugares, fuera de los límites de la ciudad, con una biblioteca caudalosa a la que podía acudir cuando necesitaba inspiración. Por las dudas, nunca volví a esa mesa.
El Tucumano llegó con media hora de retraso. Yo iba a todas partes con mi ejemplar del Índice —por el que cualquier anticuario habría pagado quinientos dólares en aquel momento— y un par de libros de teoría poscolonial, con los que me proponía analizar el concepto de nación a través de los tangos mencionados por Borges. Durante las primeras horas de la madrugada, sin embargo, mi atención volaba hacia cualquier cosa, ya fueran los porrones de Quilmes Cristal o las ginebras dobles que pedían los clientes, o el ataque al flanco del rey de las piezas negras en el tablero de ajedrez donde se batían dos viejos solitarios. Salí de mi abstracción cuando el Tucumano me puso ante los ojos una esfera de utilería, del tamaño de una pelota de pingpong, como las que adornan los árboles de Navidad. La superficie estaba compuesta por espejitos, algunos coloreados, y destellaba al reflejar la luz de las lámparas.
—Más o menos así es el ale, ¿no? —dijo, pavoneándose.
Quizá fuera un buen señuelo para los incautos. Ciertos detalles se ajustaban a la narración de Borges: era una esfera tornasolada, diminuta, pero su fulgor no resultaba intolerable.
—Más o menos —respondí—. Los turistas tragamos cualquier cantina.
Yo trataba de jugar con el léxico subterráneo de Buenos Aires, pero lo que al Tucumano se le daba con naturalidad a mí me confundía. A veces, en las reflexiones que escribía para mi tesis, se me escapaban algunas de esas palabras fugaces. Las suprimía apenas me daba cuenta, porque al volver a Manhattan ya las habría olvidado. La lengua de Buenos Aires se desplazaba tan rápido que primero aparecían las palabras y después llegaba la realidad, y las palabras seguían cuando la realidad ya se había marchado.
Según el Tucumano, un electricista podía iluminar por dentro la esfera o, mejor aún, dirigir hacia ella un rayo de luz halógena que le diera cierta apariencia espectral. Yo le sugerí que, para acentuar el efecto dramático, pasara el casete en el que Borges, con su voz vacilante, enumera lo que se ve en el aleph. La idea lo entusiasmó:
—¿Ves, fierita? Si no fuera por don Sexostrix, agarraríamos una buena teca y romperíamos Buenos Aires.
No podía acostumbrarme a que me llamara fierita, pantera, titán. Prefería los epítetos más tiernos que se le escapaban cuando estábamos a solas. Sucedía muy pocas veces, sólo cuando yo se lo rogaba o lo llenaba de regalos. Casi toda nuestra intimidad se perdía discutiendo las estrategias para explotar el falso aleph que el Tucumano, no sé por qué, veía como un negocio redondo.
La noche siguiente me acerqué al sótano con el volumen de Prestel en la mano. De pie junto a la baranda, Bonorino tomaba notas en un cuaderno enorme, de los que solían usarse para contabilidad. Lo vi copiar también algunas frases en las fichas de colores, que estaban apiladas sobre el segundo y tercer escalón: las verdes rectangulares a la izquierda, las amarillas romboidales al medio, las rojas cuadradas a la derecha. «Tengo en la mente», me dijo, «el recorrido del tranvía Lacroze desde Constitución a Cabildo, en 1930. Los vehículos salían de la estación y se adentraban luego entre las casas soñolientas del sur, por las calles Santiago del Estero, y Pozos, y Entre Ríos. Sólo al llegar al barrio de Almagro se desviaban hacia el norte, sembrado entonces de quintas y baldíos. Era otra ciudad, yo la he visto.»
Seguí admirado aquel despliegue de erudición topográfica, mientras Bonorino, lápiz en mano, escribía febrilmente el itinerario. Me habría gustado verificar si todo lo que decía era cierto. Anoté los datos en un libro de John King que llevaba conmigo: «Lacroze, línea 4. Bonor. dice que los tranvías eran blancos cruzados por una franja verde». El bibliotecario volcaba lo que sabía en las fichas, pero nunca pude averiguar cuál era su criterio de clasificación, qué datos correspondían a tal o cual color.
Durante algunos minutos, con el Prestel abierto, le hablé de los intrincados mandalas que se dibujaban en los pisos de las catedrales francesas: Amiens, Mirepoix y sobre todo Chartres. Me respondió que más apasionantes eran los que teníamos delante de nosotros y dejábamos pasar sin ver. Como el diálogo se extendió más de lo que yo pensaba, tuve la providencial ocurrencia de invitarlo a tomar una taza de té en el Británico, aun sabiendo que jamás salía. Se rascó la calva y me preguntó si me daba lo mismo tomarlo abajo, en su cocinilla.
Acepté al instante, aunque sentí una ráfaga de culpa por retrasar mis lecturas de aquella noche. Apenas llegué al tercer escalón del sótano, advertí que no se podía seguir bajando. Las fichas estaban desparramadas por todas partes, en un orden tan extraño que parecían vivas y capaces de movimientos imperceptibles.
—Por favor, espere a que apague la luz —me dijo Bonorino. Aunque la única lámpara que alumbraba el hueco era de veinticinco vatios, atenuados para colmo por cagadas de moscas, bastaba la ausencia de esa luz para que las escaleras desaparecieran. Sentí que una mano sin huesos me tomaba del codo, arrastrándome hacia abajo. Digo que me arrastraba y me equivoco, porque en verdad floté, ingrávido, mientras oía a mi alrededor un chisporroteo que debía ser el de las fichas apartándose de mí.
La vivienda del bibliotecario era miserable. Como las ventanas que daban al ras de la calle estaban perpetuamente cerradas desde el episodio de los gatos, casi no se podía respirar. Estoy seguro de que, si alguien trataba de encender un fósforo, se habría apagado en el acto. Vi un estante con diez o doce libros, entre los que distinguí el diccionario de sinónimos de Sopena y una biografía de Yrigoyen por Manuel Gálvez. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo por papeles grasientos, montados unos sobre otros como las hojas de un almanaque. Allí vislumbré dibujos que copiaban a la perfección las entrañas de un Stradivarius, o indicaban cómo se distribuye la energía de alto voltaje a partir de un núcleo de hierro, o repetían una máscara de los indios querandíes, o reproducían escrituras que jamás había visto ni imaginado. Me parecieron los fragmentos dispersos de un diccionario sin fin.
Observé el cubil con detenimiento mientras Bonorino se entretenía hojeando el pesado volumen de Prestel. Una y otra vez le oí decir, ante el dibujo de la ciudad de Jericó atrapada en un laberinto de murallas y ante el misterioso laberinto sueco de Ytterholmen, esta frase que nada significa: «Si quiero llegar al centro no debo apartarme del costado, si quiero caminar por el costado no puedo moverme del centro».
Además del encierro, el sótano estaba cubierto por películas de polvo que se alzaban a la menor provocación. En un extremo, bajo la ventana, vi un catre maltrecho con una frazada de color indiscernible. Algunas camisas estaban colgadas de clavos en los pocos sitios que las fichas no habían invadido; junto a la cama, dos cajones de fruta servían, quizá, de bancos o veladores. El bañito, sin puerta, constaba de un inodoro y de un lavatorio, en el que Bonorino debía abastecerse de agua porque la cocinilla, más estrecha que un armario, disponía sólo de una tabla y de un calentador a gas.
El lenguaje de Bonorino contradecía su ascetismo: era florido, elíptico y, sobre todo, esquivo. Nunca conseguí que respondiera de manera directa a las preguntas que le hice. Cuando quise saber cómo había llegado a la pensión, me dio un largo sermón sobre la pobreza. A duras penas discerní que el dueño anterior había sido un noble búlgaro, artrítico, al que Bonorino leía por las tardes las escasas novelas que conseguía en la biblioteca de Montserrat. Lo deduje de una miríada de frases entre las que recuerdo, porque lo anoté, «tuve que saltar de las felonías de monsieur Danglars a las de Caderousse y no me detuve hasta que el inspector Javert cayó al fango del Sena». Le pregunté si eso significaba que había leído de un tirón El conde de Montecristo y Los miserables, hazañas imposibles hasta para el adolescente insomne que yo había sido, y me respondió con otro acertijo: «Lo que es duro no perdura».
Mientras hablábamos, advertí que el piso, debajo del último peldaño de la escalera, estaba limpio y despejado, e imaginé que Bonorino se tendía allí a menudo, en posición decúbito dorsal, como impone el cuento de Borges. Desconté que era así como contemplaba el aleph y sentí, lo confieso, una envidia abyecta. Me parecía injusto que aquel bibliotecario Quasimodo se hubiera apropiado de un objeto al que todos teníamos derecho.
El té que bebimos estaba frío y a los quince minutos de conversación yo desfallecía de aburrimiento. Bonorino, en cambio, hablaba con entusiasmo, como todas las personas solitarias. Con paciencia, fui desgajando de su verba frondosa algunos datos que me interesaban. Así averigüé que jamás había pagado un centavo por la covacha y que, por lo tanto, resultaría fácil desalojarlo. Nadie le disputaba el sótano, porque era una celda insalubre que servía sólo como depósito de herramientas y bebidas. Pero si en ese lugar persistía el aleph, entonces era más valioso que el edificio, más que la manzana entera, y acaso tanto como Buenos Aires, ya que abarcaba todo lo que la ciudad era y lo que sería. Sin embargo, aunque mencioné una y otra vez el cuento de Borges, Bonorino soslayó el tema y prefirió ponderar las bellezas del pasaje Seaver, del que recordó la suave pendiente, las casas con techo de pizarra, las escaleras que ascendían a la calle Posadas. Me propuso que camináramos por allí alguna vez, y no me atreví a decirle que el pasaje había desaparecido décadas atrás, cuando la avenida 9 de Julio fue prolongada hasta los paredones de Retiro.
Llegué al café Británico a las dos y media de la mañana. Habría unas seis o siete mesas ocupadas, el doble de lo que era usual a esa hora. Vi a los habituales jugadores de ajedrez, a un par de actores que volvían del teatro y a un compositor fracasado de rock que templaba acordes sueltos en la guitarra. Advertí que todos ellos se movían con ansiedad, como los pájaros en vísperas de un temblor de tierra, pero ni yo ni nadie habría sabido en aquel momento decir por qué.
Esa noche avancé apenas en la escritura de mi tesis y, cuando me di cuenta de que todo salía mal, traté de leer algunos libros sobre cultura subalterna, pero ni siquiera podía concentrarme para tomar notas. La idea de quitar a Bonorino de en medio para que el Tucumano pudiera armar su exhibición del aleph no me dejaba en paz. Aunque yo hacía casi todo lo que el Tucumano me pedía, lo que de verdad ansiaba era tener el sótano para mí. En mis ráfagas de sensatez, me daba cuenta de que la existencia del aleph era ilusoria. Se trataba de una ficción de Borges, que sucedía en un edificio demolido más de medio siglo atrás. «Me estoy volviendo loco», dije, «me falta un jugador.» Apartaba la idea a manotazos y ella regresaba a mí. Aun contra toda noción de realidad, yo creía que el aleph estaba debajo del último escalón del sótano y que, si me acostaba decúbito dorsal en el piso, podría verlo como lo veía Bonorino. Sin el aleph, el bibliotecario no habría podido dibujar con tanta exactitud el vientre de un Stradivarius ni reproducir el instante en que Borges se besó con Estela Canto en el parque Lezama. Era una esfera indestructible y fija en un punto único del universo. Si la pensión fuera alcanzada por un rayo o Buenos Aires desapareciera, el punto seguiría allí, quizás invisible para los que no supieran verlo pero no por eso menos real. Borges había sido capaz de olvidarlo. A mí me atormentaba incansablemente.
Mis días habían sido hasta entonces rutinarios y felices. Por las tardes me sentaba en los cafés y visitaba las librerías de viejo; en una de ellas conseguí una primera edición de Elderly Dallan Poets, de Dante Gabriel Rossetti, por seis dólares, y el volumen de Samuel Johnson sobre Shakespeare publicado por Yale a un dólar cincuenta, porque las tapas estaban rotas. Desde antes de que yo llegara, la desocupación crecía sin freno y miles de personas estaban liquidando sus bienes y yéndose del país. Algunas bibliotecas centenarias se vendían por su peso en kilos, y a veces las compraban libreros de lance que no tenían idea de su valor.
Me gustaba también ir al café de El Gato Negro, en la calle Corrientes, donde me adormecían el olor del orégano y el del pimentón, o instalarme junto a la ventana de El Foro para ver pasar a los abogadillos y su cortejo de escribientes. Los sábados prefería la vereda soleada de La Biela, frente a la Recoleta, donde todas las frases felices que se me ocurrieron para la disertación fueron destrozadas por la intrusión de los mimos y por aterradores espectáculos de tango en el espacio que se abría ante la iglesia del Pilar.
A veces, hacia las diez de la noche, me dejaba caer por La Brigada, en San Telmo. Al frente había un mercado que cerraba tarde y era añejo como el siglo que habíamos dejado atrás. En los zaguanes de entrada estaban apostadas hileras de bolivianas con sus atavíos coloridos vendiendo bolsas de especias misteriosas que tendían sobre un paño. Dentro, en el dédalo de galerías, se codeaban los kioscos de juguetes y los escaparates de botones y puntillas, como en un zoco árabe. El núcleo de la manzana estaba repleto de medias reses que colgaban de sus ganchos junto a parvas de riñones, tripas y morcillas. En ningún otro lugar del mundo las cosas han conservado tanto el sabor que tenían en el pasado como en esta Buenos Aires que, sin embargo, ya no era casi nada de lo que había sido.
Siempre es difícil encontrar un lugar vacío en La Brigada. Para demostrar que la carne es tierna, los mozos la cortan con el canto de las cucharas, y vale la pena cerrar los ojos cuando el primer bocado roza la lengua, porque así la felicidad hiende la memoria y se queda en ella. Cuando no quería cenar solo, me acercaba a las mesas de los directores de cine y actores y poetas que se reunían allí, y les pedía que me permitieran acompañarlos. Ya había aprendido cuándo era oportuno hacerlo y cuándo no.
En noviembre empezó el calor. Hasta los chiquilines que andaban de un lado a otro con carretillas cargadas de cartones viejos, para venderlos luego a diez centavos el kilo, se sacaban las penas del alma y silbaban unas músicas tan buenas que uno podía reclinar la cabeza en ellas: los pobres chicos metían la mano en el bolsillo y lo único que encontraban era el buen tiempo, que les bastaba para olvidar por un momento la bestial cama donde no dormirían esa noche.
Cuando llegué a La Brigada vi a un par de galancitos de televisión en una mesa junto a la ventana. Valeria estaba con ellos y, por los dibujos que trazaba sobre una hoja de papel, me pareció que les explicaba los pasos del tango. No había vuelto a encontrarla desde la noche de mi llegada, pero su cara era inolvidable porque me recordaba a mi abuela materna. Me saludó con entusiasmo. Noté que se aburría y esperaba que algo o alguien la rescatara.
—Estos dos chabones tienen que bailar mañana en una película y ni siquiera saben distinguir una ranchera de una milonga —me dijo. Ambos asintieron, como si no la hubieran oído.
—Lleválos a La Estrella o La Viruta o como ese lugar se llame esta noche —contesté. Me volví hacia los galanes y les dije—: Valeria es la mejor. Vi cómo le enseñaba a un japonés de piernas arqueadas. A las tres de la mañana bailaba como Fred Astaire.
—Ella es mucho mayor que nosotros —advirtió uno, tontamente—. Las mujeres mayores no me calientan, y así no puedo aprender.
—Mayores o jóvenes, todos somos de mismo tamaño en la cama —dije, copiando a Somerset Maugham o tal vez a Hemingway.
La conversación languideció y durante algunos minutos Valeria trató de mantenerla viva hablando de La ciénaga, una película argentina que le recordaba las histerias y negligencias de su propia familia, y que por eso mismo seguía perturbándola. Los galancitos, en cambio, se habían retirado antes de que terminara: Graciela Borges actúa como una diosa, pero no pudimos aguantar que en cada escena hubiera tantos perros, dijeron. Ladraban todo el tiempo, y hasta el cine olía a cagada de perro.
Preferían El hijo de la novia, con la que habían llorado a mares. Yo no estaba al día con las últimas películas y no pude intervenir. Me gustaban las obras maceradas por el tiempo. Tanto en Manhattan como en Buenos Aires frecuentaba las salas de arte y los cineclubes, donde conocí maravillas de las que nadie tenía memoria. En una salita del teatro San Martín vi en un solo día La fuga, una joya argentina de 1937 que durante seis décadas se creyó perdida, y Crónica de un niño solo, que no era inferior a Los cuatrocientos golpes. Una semana más tarde, en un ciclo del Malba, descubrí un cortometraje de 1961 llamado Faena, en el que las vacas eran desmayadas a martillazos y luego despellejadas vivas en el matadero. Entendí entonces el verdadero sentido de la palabra barbarie y durante una semana entera no pude pensar en otra cosa. En Nueva York, una experiencia como ésa me habría convertido en vegetariano. En Buenos Aires era imposible, porque fuera de la carne casi no hay otra cosa que comer.
Poco después de las once, Valeria y sus alumnos pidieron la cuenta y se pusieron de pie. Debían filmar al día siguiente desde el alba, y aún necesitaban practicar dos o tres horas. Cuando se despidieron, yo no esperaba ya nada más de la noche, pero uno de los actorcitos me sorprendió:
—Tenemos que ir al fin del mundo sin dormir, che. La Recova de Liniers, imagináte. Nos habían citado al mediodía, pero después se avivaron que estaba reservada. Nos ganó de mano un cantor contrahecho. El boludo ése, ¿cómo se llama? —dijo, chasqueando los dedos.
—Martel —respondió el otro galán.
—¿Julio Martel? —pregunté.
—Ése. ¿Quién lo conoce?
—Es un gran cantor —lo corrigió Valeria—. El mejor después de Gardel.
—Eso lo decís vos sola —insistió el actorcito que no se calentaba con ella—. Nadie entiende lo que canta.
La ansiedad no me dejó trabajar ni dormir. Por primera vez el azar me permitía anticipar el sitio donde Martel iba a dar uno de sus recitales privados. Después de ver Faena, podía conjeturar por qué había elegido las recovas, tres edificios de dos plantas, con una sucesión de arcadas conventuales en el frente, que habían empezado a construirse el mismo día en que se inauguró el Palacio de Aguas. El portal del norte servía en el pasado de acceso a las playas de matanza y al viejo mercado de hacienda, donde al amanecer se remataban las vacas destinadas al consumo. En 1978, la dictadura había cerrado y demolido el matadero. En las cuarenta hectáreas de su predio se construyó un laboratorio farmacéutico y un parque de recreo, pero las reses seguían llegando al mercado contiguo en camiones con acoplado, desembarcaban en los corrales y eran vendidas por lotes, a tanto el kilo.
La calle de las recovas había cambiado de nombre muchas veces y cada quien la llamaba como quería. A comienzos del siglo XX, cuando el sitio era conocido como Chicago, y los degolladores sólo usaban cuchillos importados de esa ciudad carnicera, los que se aventuraban por allí le decían Calle Décima. En las parroquias estaba inscripta como San Fernando, en recuerdo de un príncipe medieval que sólo comía carne vacuna. Los rematadores que se reunían tras la ochava azul y rosa del bar Oviedo, justo enfrente de las recovas, siguieron diciéndole Tellier hasta hace poco, en homenaje a un francés, Charles Tellier, que transportó por primera vez carne congelada a través del Atlántico. Desde 1984, sin embargo, se llama Lisandro de la Torre, por el senador que desenmascaró los monopolios de los frigoríficos.
No hay mapas confiables de Buenos Aires, porque las calles cambian de nombre de una semana a la otra. Lo que un mapa afirma, otro lo niega. Las direcciones orientan y al mismo tiempo desconciertan. Por miedo a perderse, alguna gente no se aleja sino a diez o doce manzanas de su casa en toda la vida. Enriqueta, la encargada de mi pensión, por ejemplo, jamás llegó al lado oeste de la avenida 9 de Julio. «Para qué», me ha dicho. «Quién sabe lo que podría pasarme.»
Cuando terminé de comer en La Brigada fui hacia el café Británico sin detenerme en mi cuarto, como era la costumbre. Estaba urgido por ordenar mis notas sobre la película Faena y ver si en los rituales del matadero encontraba alguna explicación para la presencia de Martel en las recovas, al mediodía siguiente. Según el corto, siete mil vacas y terneros subían todas las mañanas por una rampa hacia la muerte. Antes, habían vadeado una laguna en la que se bañaban a medias y avanzado entre chorros de mangueras que completaban la limpieza. En lo alto de la rampa, una compuerta se cerraba a sus espaldas y los separaba en grupos de tres o cuatro. Entonces caía sobre la cerviz de cada uno de ellos un martillazo brutal, descerrajado por un hombre con el torso desnudo. Rara vez fallaba el golpe. Los animales se desplomaban y casi al instante eran lanzados desde una altura de dos metros sobre un piso de cemento. Que ninguno de ellos sintiera la inminencia de la muerte era esencial para la delicadeza de la carne. Cuando una vaca adivina el peligro, el terror la endurece y sus músculos se impregnan de un sabor agrio.
A medida que las reses caían de la rampa, seis o siete maneadores iban ciñendo las patas con un cable de acero y encajándolas en un gancho mientras un contrapeso las levantaba en vilo, cabeza abajo. Los movimientos debían ser veloces y precisos: los animales estaban vivos todavía y, si despertaban del desmayo, ofrecían una resistencia de locura. Una vez colgados, avanzaban en una cinta sinfín, a razón de doscientos por hora. Los degolladores los esperaban ante la noria, con los cuchillos enhiestos: una puntada certera en la yugular, y eso era todo. La sangre saltaba a chorros hacia un canal donde iría coagulándose para ser aprovechada. Lo que seguía era atroz y me parecía impensable que Martel quisiera cantar a ese pasado. Las reses eran despellejadas, abiertas en canal, despojadas de sus vísceras y entregadas, ya sin cabeza ni patas, a los cuarteros, que las dividían por la mitad o en trozos.
Así sucedía también en 1841, cuando Esteban Echeverría escribió El matadero, el primer cuento argentino, en el que la crueldad con el ganado es la réplica de la bárbara crueldad que en el país se ejerce con los hombres. Aunque el matadero no está ahora detrás de las recovas y se ha diseminado en decenas de frigoríficos, fuera del perímetro urbano los ritos del sacrificio no han cambiado. Sólo se ha añadido otro paso de danza, la picana, que consiste en dos polos de cobre a través de los cuales se lanza una descarga eléctrica. Cuando se aplica sobre el lomo de los animales, la picana va arreándolos hacia las rampas de sacrificio. En 1932, un comisario de policía llamado Leopoldo Lugones, hijo del máximo poeta nacional —su homónimo—, advirtió que el instrumento era eficaz para torturar a los seres humanos, y ordenó ensayar las descargas en el cuerpo de los presos políticos, eligiendo las zonas blandas donde el dolor puede ser más intolerable: los genitales, las encías, el ano, los pezones, los oídos, las fosas nasales, con la intención de aniquilar todo pensamiento o deseo y de convertir a las víctimas en no personas.
Escribí una lista de esos detalles con la esperanza de encontrar el indicio que llevaba a Martel a cantar ante el viejo matadero, pero aunque los repasé una y otra vez no supe verlo. Alcira Villar me habría dado la clave, pero entonces yo no la conocía. Ella me diría después que Martel trataba de recuperar el pasado tal como había sido, sin las desfiguraciones de la memoria. Sabía que el pasado se mantiene intacto en alguna parte, en forma no de presente sino de eternidad: lo que fue y sigue siendo aún será lo mismo mañana, algo así como la Idea Primordial de Platón o los cristales de tiempo de Bergson, aunque el cantor jamás había oído hablar de ellos.
Según Alcira, el interés de Martel por los espejismos del tiempo comenzó en el cine Tita Merello, un día de junio, cuando fueron a ver juntos dos películas de Carlos Gardel filmadas en Joinville, Melodía de arrabal y Luces de Buenos Aires. Martel había observado a su ídolo con tanta intensidad que por momentos sintió —dijo entonces— que él era el otro. Ni siquiera la pésima proyección de las películas lo había desilusionado. En la soledad de la sala, cantó en voz baja, a dúo con la voz de la pantalla, dos de los tangos, Tomo y obligo y Silencio. Alcira no advirtió la menor diferencia entre un cantor y otro.
—Cuando Martel imitaba a Gardel, era Gardel —me dijo—. Cuando se empeñaba en ser él mismo, era mejor.
Volvieron a ver las dos películas al día siguiente en la función de la tarde y, al salir, el cantor decidió comprar las copias en video que se vendían en un negocio de Corrientes y Rodríguez Peña. Durante una semana no hizo otra cosa que repetirlas en el televisor, dormir de a ratos, comer algo, y volver a verlas, me contó Alcira. Las detenía para observar el paisaje rural, los cafés de la época, las verdulerías, los casinos. A Gardel, en cambio, lo escuchaba embelesado, sin pausas. Cuando todo terminó, me dijo que el pasado de las películas era un artificio. El timbre de las voces se conservaba casi tan nítido como en las grabaciones que rehacían los estudios, pero el alrededor era cartón pintado y, aunque lo que veíamos era el mismo cartón del día en que lo filmaron, la mirada lo iba degradando, como si en el tiempo hubiera una fuerza de gravedad incorregible. Ni aun entonces dejó de pensar, me dijo Alcira, que el pasado estaba intacto en alguna parte, tal vez no en la memoria de las personas, como podríamos suponer, sino fuera de nosotros, en un sitio impreciso de la realidad.
Yo no sabía nada de eso cuando fui a la recova del mercado de Liniers a las once de la mañana, al día siguiente de mi encuentro con Valeria. Entre una marea de cables, junto a dos camiones cargados con reflectores y equipos de sonido, divisé a los galancitos de La Brigada con zapatos de charol y tacos altos. La filmación había terminado y no me les acerqué. El lugar estaba iluminado por el dulce sol de noviembre y, aunque la humedad y la vejez lo cuarteaban, mantenía su severa belleza. Tras las arcadas de la recova se vislumbraban zaguanes y escaleras que llevaban a las oficinas de un sindicato, una escuela de cerámica y la junta vecinal, mientras enfrente se anunciaba un museo criollo que no quise visitar. Al centro, una torre de veinte metros coronada por un reloj vertía su sombra sobre la Plazoleta del Resero, en la que crecían algunas tipas, como en el parque Lezama.
Aunque el trajín de la calle era incesante a esa hora y los colectivos pasaban repletos, dejando una estela de sonidos asmáticos, el aire olía a vacas, terneros y pasto húmedo. Mientras esperaba el mediodía, entré al mercado. Una intrincada red de corredores circundaba los corrales. Pese a la hora tardía, dos mil reses esperaban turno para ser rematadas. Los consignatarios ejecutaban en aquellas galerías un minué inimitable, uno de cuyos pasos era discutir entre sí los precios de la hacienda, a la vez que escribían jeroglíficos en sus agendas electrónicas, hablaban por los teléfonos celulares e intercambiaban señas con sus socios, sin confundirse ni perder el paso. En una ocasión oí sonar a lo lejos la campana catedralicia que llamaba a remate, mientras los arrieros llevaban las reses de un corral a otro. Después de haber visto Faena, saber el destino que aguardaba a cada uno de aquellos animales —un destino inevitable que, sin embargo, aún no había sucedido— me llenó de una intolerable desesperación. Ya están en la muerte, me dije, pero la muerte les llegará mañana. ¿Qué diferencia había para ellos entre el no ser de ahora y el no ser del día siguiente? ¿Qué diferencia hay ya entre lo que soy ahora y lo que esta ciudad hará de mí: algo que me está pasando en este instante y que, como las reses a punto de ser sacrificadas, no puedo ver? ¿Qué hará Martel de mí mientras hace otra cosa de sí mismo?
Pronto iba a ser mediodía y apuré el paso para llegar a tiempo a las recovas. Si el cantor quería el sitio para él solo, tal vez fuera acompañado por una orquesta. El estruendo de los camiones y de los colectivos apagaría su voz, pero yo iba a estar al lado para oírla. La bebería si era necesario. Ya por entonces se movía sólo en silla de ruedas y no podía quedarse más de una hora en el mismo lugar: sufría de convulsiones o desmayos, se le descontrolaban los esfínteres.
A la una menos cuarto, sin embargo, no había llegado todavía. El aroma de los guisos que se cocinaban en la vecindad convergían sobre la plazoleta del Resero y me acicateaban el hambre. Estaba sin dormir y en toda la noche sólo había tomado un par de cafés en el Británico. De la ochava del bar Oviedo salían oficinistas y matronas con paquetes de comida, y tuve la tentación de cruzar la calle y comprar algún bocado yo también. Sentía un ligero mareo y habría pagado todo lo que tenía por un plato de cualquier guiso, aunque en verdad no sé si habría podido disfrutarlo. Estaba ansioso, con una angustia que no podía explicar, y el vago presentimiento de que Martel no vendría.
Nunca lo vi llegar, en verdad. Me marché de las recovas a eso de las dos y media. Quería estar lejos del mercado, lejos de Mataderos y también lejos del mundo. Un colectivo me dejó a pocas cuadras de la pensión, junto a una fonda donde me sirvieron una infame sopa de fideos. Llegué a mi cuarto poco antes de las cinco, me arrojé en la cama y dormí hasta el día siguiente.
Cuando aludía a un lugar, Martel nunca era literal, pero yo me engañaba cada vez creyendo lo contrario. Si los galancitos de La Brigada hubieran dicho que iba a evocar a las esclavas blancas de la Zwi Migdal, lo habría buscado en cualquiera de los prostíbulos que esa sociedad de rufianes administraba cerca de Junín y Tucumán, en la manzana purificada ahora por librerías, video clubes y distribuidoras de películas. No se me habría ocurrido, por ejemplo, ir a la esquina de Libertador y Billinghurst, en la que a principios del siglo XX había un café clandestino, con un tablado al fondo, donde las mujeres traídas como ganado desde Polonia y Francia eran rematadas al mejor postor. Y menos aún habría imaginado que Martel podría cantar en el caserón de la Avenida de los Corrales donde en 1977 la ex prostituta Violeta Miller mandó a la muerte a su enfermera Catalina Godel.
Lo esperé en la Plazoleta del Resero y no lo vi, porque él estaba dentro de un automóvil detenido en la esquina de la recova sur, junto con el guitarrista Tulio Sabadell.
Sólo a fines de enero, cuando estaba yéndome de Buenos Aires, supe lo que había pasado. Alcira Villar me contó entonces que el cantor tuvo aquella mañana un vómito de sangre. Al tomarle la presión, advirtió que la tenía por los suelos. Quiso disuadirlo de que saliera, pero él insistió. Estaba pálido, le dolían las articulaciones y se le había hinchado el estómago. Cuando lo subimos al auto, creí que nunca llegaríamos, me dijo Alcira. A los quince minutos, sin embargo, se recuperó. A veces la enfermedad se le escondía dentro del cuerpo, como un gato asustado, y otras veces salía de allí y mostraba los dientes. También a Martel lo tomaba por sorpresa, pero él sabía sosegarla y hasta fingir que no existía.
—Íbamos aquella mañana por la autopista de Ezeiza —siguió Alcira—, y, cuando estábamos por entrar en la avenida General Paz, los dolores se le retiraron tan imprevistamente como habían venido. Me pidió que nos detuviéramos a comprar un ramo de camelias y me dijo que, después de ver las películas de Gardel, había decidido cantar algunos tangos de los años 30. Durante los días anteriores estuvo ensayando Margarita Gauthier, que su madre entonaba al lavar la ropa. «Era un acto reflejo en ella», le había dicho Martel. «Restregaba las camisas y el tango se le instalaba en el cuerpo sin que lo llamaran.» Pero esa mañana quería empezar su recital privado con Volver, de Gardel y Le Pera.
—Sabadell y yo nos sorprendimos —me dijo Alcira—, cuando rompió a cantar en el auto, con voz de barítono, una estrofa de Volver que reflejaba, o al menos así me parecía, su conflicto con el tiempo:
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Más extraño fue que repitiera la melodía en clave de fa, con voz de bajo profundo y luego, sin transición casi, que la cantara como tenor. Nunca le había oído mover la voz de un registro a otro, porque Martel era un tenor natural, y tampoco nunca volvió a jugar de esa manera delante de mí. Estaba muy atento a nuestras reacciones, sobre todo a la de Sabadell, que lo miraba con incredulidad. Yo sólo recuerdo mi admiración, porque el tránsito de una voz a otra, lejos de ser brusco, era casi imperceptible, y aún ahora no sé cómo lo hizo.
—Ya antes de que llegáramos a la Avenida de los Corrales —me contó Alcira—, Martel entró en uno de esos humores sombríos que tanto me inquietaban, y permaneció en silencio, con la mirada en ninguna parte. Al pasar por una casa con balcones, que parecía deshabitada y cuyo único adorno eran las ruinas de un techo de vidrio, el conductor de nuestro auto intentó estacionar, obedeciendo quizás a una orden que Sabadell y yo desconocíamos. Sólo entonces Martel salió de su marasmo y le pidió que siguiera sin detenerse hasta la plazoleta del Resero.
—No bajamos del automóvil —dijo Alcira—. Martel le pidió a Sabadell que depositara el ramo de camelias a la entrada de un dispensario, en la recova sur, y que lo custodiara un momento para que nadie se lo llevara. Mientras lo hacía, permaneció con la cabeza baja, sin decir una sola palabra. A nuestro alrededor desfilaban camiones con acoplados, colectivos y motocicletas, pero la voluntad de silencio de Martel era tan profunda y dominante que no recuerdo haber oído nada, y lo que ha quedado en mí son apenas las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.
Dos meses más tarde, durante una de nuestras largas conversaciones en el café La Paz, Alcira me contó quién era Violeta Miller y por qué Martel había dejado las camelias en el lugar donde fue asesinada Catalina Godel.
—Dudo que hayas oído hablar de la Zwi Migdal —me dijo entonces—. A comienzos del siglo XX, casi todos los burdeles de Buenos Aires dependían de esa mafia de cafishios judíos. Los enviados de la Migdal viajaban por las aldeas míseras de Polonia, Galitzia, Besarabia y Ucrania, en busca de muchachas también judías a las que iban seduciendo con falsas promesas de matrimonio. En algunos casos llegaron a celebrarse esas bodas ilusorias en una sinagoga donde todo era un fraude: el rabino y los diez obligatorios partícipes de la minyan. Después de una iniciación brutal, las víctimas eran confinadas en prostíbulos donde trabajaban de catorce a dieciséis horas por día, hasta que sus cuerpos se volvían escombros.
Violeta Miller fue una de esas mujeres, me contó Alcira. Tercera hija de un sastre de los suburbios de Lodz, analfabeta y sin dote, una mañana de 1914 aceptó, a la salida de la sinagoga, la compañía de un comerciante de buenos modales que la visitó otras dos veces y a la tercera le propuso matrimonio. A la muchacha le pareció el colmo de la felicidad lo que en verdad era el principio de su perdición. En el barco, cuando emprendía el viaje de recién casada a Buenos Aires, supo que el marido llevaba otras siete esposas a bordo, y que todas ellas estaban destinadas a los quilombos argentinos.
La misma noche de la llegada la remataron con un lote de otras seis polacas. Vestida de colegiala, subió al tablado del café Parisién. Alguien le ordenó que alzara las manos y moviera los dedos si le preguntaban en Yidish cuántos años tenía, para indicar que sumaban doce. En verdad ya había cumplido quince, pero era lampiña, no tenía pechos y había menstruado muy pocas veces, a intervalos irregulares.
El chulo que la compró gobernaba un burdel de doce párvulas. Desvirgó a Violeta sin el menor preámbulo y, al amanecer, cuando la oyó quejarse, la silenció con latigazos que tardaron una semana en cicatrizar. Así, llagada y maltrecha, fue obligada a servir desde las cuatro de la tarde hasta el amanecer siguiente, saciando a estibadores y oficinistas que le hablaban en lenguas ininteligibles. Intentó fugarse, y la detuvieron a pocos metros de la casa. El rufián la castigó marcándola en la espalda con un hierro de ganado. Sufrir todos los dolores de una vez es preferible al purgatorio que está quemándome en vida, se dijo Violeta, y decidió ayunar hasta la extenuación. Aguantó una semana bebiendo sólo un vaso de agua, y se habría dejado morir si las madamas que la custodiaban no le hubieran llevado en una caja de cartón la oreja de otra pupila fugitiva, advirtiéndole que, si no cedía, la iban a dejar sin ojos para que no pudiera defenderse.
Durante cinco años, Violeta fue trasladada de un quilombo a otro. Vivía en Buenos Aires sin saber cómo era la ciudad: una lámpara eléctrica estaba siempre encendida en su cuarto para que no distinguiera entre la noche y el día. La pequeñez de su cuerpo atraía a un sinnúmero de clientes perversos, que la creían impúber y confundían su desgano con inexperiencia. A fines del verano de 1920 contrajo unas fiebres tenaces que la dejaron postrada durante meses. Acaso habría muerto si un albañil también polaco, al que Violeta había confiado la historia de sus desgracias, no hubiera aprovechado sus visitas para entregarle en secreto frasquitos de glucosa y sellos antipiréticos. Dos meses más tarde, cuando la pobre estaba todavía convaleciente, una de las compañeras de infortunio le sopló que la pondrían de nuevo en venta. Era una noticia atroz, porque tenía el cuerpo maltrecho por las fiebres y el uso, y en el Chaco, donde terminaban sus vidas las desdichadas como ella, se trabajaba hasta cuando reventaban los esfínteres.
Durante los cinco años y medio de su martirio, Violeta había logrado ahorrar, centavo a centavo, el dinero de las propinas. Tenía doscientos cincuenta pesos, la quinta parte de lo que pagaron por ella en el primer remate, y, con la nada que valía, quizás habría podido comprarse a sí misma. Eso era imposible, porque las mujeres eran entregadas sólo a gente del mismo negocio. Desesperada, le preguntó al albañil si alguno de sus conocidos querría fingirse rufián. Debía ser alguien audaz. Después de muchas diligencias, un actor de circo aceptó representar el papel. Se presentó como italiano, mencionó un imaginario burdel en la Isla Grande de Chiloé, y cerró el trato en menos de media hora. Una semana más tarde, Violeta estaba libre.
Viajó en trenes de carga hacia el noroeste de la Argentina. Se quedaba pocos meses en algún pueblo tedioso, trabajando como criada o dependiente de almacén y, cuando temía que le descubrieran el rastro, huía hacia otro pueblo. En la travesía aprendió el alfabeto y el catecismo de la religión católica. Al final del tercer invierno desembarcó en Catamarca. Allí se sintió a salvo y decidió quedarse. Se alojó en el mejor hotel de la ciudad y en un par de semanas gastó casi todos los ahorros que llevaba. Fue suficiente, porque en ese tiempo ya había seducido al gerente del hotel y al tesorero del banco de la provincia. Ambos eran temerosos de Dios y de sus esposas, y Violeta obtuvo de ellos más de lo que podían dar: uno le pagó la habitación que ocupaba por todo el tiempo que se le dio la gana, el otro le concedió un par de préstamos a bajo interés, y la presentó a las damas del Apostolado de la Oración, que se reunían los viernes a rezar el rosario. Decidida a recuperar por cualquier medio la felicidad y el respeto que había perdido en su vida de puta obligatoria, Violeta les abrió el corazón. Les contó que había nacido judía, pero que su mayor deseo, desde niña, era recibir la luz de Cristo. Las damas convencieron al obispo de que la bautizara, y sirvieron como madrinas en la ceremonia.
Catamarca era una ciudad devota de la Virgen del Valle, y Violeta se valió de sus relaciones para abrir un comercio de objetos religiosos, en el que vendía medallas bendecidas por Roma, imágenes de la Virgen para las escuelas, ex votos para los enfermos curados por milagro e indulgencias plenarias para los moribundos. Los promesantes acudían de los lugares más remotos, y ese incesante tráfico la convirtió en una mujer riquísima. Era generosa con la Iglesia, mantenía un comedor para pobres y los primeros viernes de cada mes llevaba juguetes al Hospital de Niños. Su pequeñez, que tantas penurias le había ocasionado en los prostíbulos, era tomada en Catamarca por señal de distinción. En varias ocasiones le propusieron matrimonio, y cada vez Violeta rechazó a sus pretendientes con delicadeza. Estaba comprometida con Nuestro Señor —les dijo, y le había ofrecido su castidad. Al menos a medias, eso era cierto: jamás le había interesado el sexo, y menos después de todo el que había tenido a la fuerza. Odiaba el sudor agrio y la violencia de los machos. Odiaba al género humano. A veces también se odiaba a sí misma.
Así vivió más de cuarenta y cinco años. Con una felicidad que no podía declarar, leyó que los mafiosos de la Zwi Migdal habían caído uno tras otro por la denuncia de una pupila valiente, e hizo llegar medallas de la Virgen al comisario y al juez que los metieron en la cárcel.
Nunca supo una palabra de sus hermanas, a las que imaginó asesinadas en algún campo de concentración, nunca quiso volver a Lodz, y ni siquiera aceptó ver las escasas películas sobre el holocausto que se pasaron en Catamarca. De lo único que sentía melancolía era de la Buenos Aires que no le habían permitido conocer.
Al cumplir setenta años, decidió morir como una dama de respeto en la ciudad donde sólo había sido esclava. En uno de sus raros viajes a la capital, compró un terreno en el barrio de Mataderos, sobre la Avenida de los Corrales. Encomendó a un renombrado estudio de arquitectos que construyera allí una casa idéntica a las que había envidiado en el Lodz de su adolescencia, con un comedor para catorce invitados, un dormitorio con guardarropas de pared a pared, bañeras de mármol en las que cabía sin encogerse, y una biblioteca con estanterías hasta el techo, colmadas por volúmenes encuadernados que eligió por la viveza de los colores y por los tamaños uniformes. Cuando la casa estuvo lista, se mudó a Buenos Aires sin despedirse de nadie.
Como en sus paseos por los valles de Catamarca se había aficionado a observar las constelaciones, dispuso que todas las habitaciones de la nueva casa tuvieran un techo de vidrio blindado, lo que obligó a los arquitectos a diseñar un trapezoide con un complicado sistema de desagües y finísimas membranas de impermeabilización, más dispositivos eléctricos que permitían abrir partes del techo en los días claros y cubrir la luz al amanecer.
El mayor de los lujos fue, sin embargo, una plataforma de mármol que se alzaba a la derecha del comedor, junto a la sala de recibo, cerrada por balaustres labrados, sobre la que montó un telescopio de astrónomo y un sillón que se ajustaba a su pequeño cuerpo como un traje. A la plataforma subía por un ascensor de jaula, movido por una maquinaria que sobresalía del techo, cubierta por un arco Tudor pintado de verde.
En Buenos Aires regresó a la religión de sus mayores. Frecuentó la sinagoga los viernes por la tarde, aprendió a leer en hebreo e hizo que le escribieran con la caligrafía más elegante una ketubah que certificaba su matrimonio falso de medio siglo atrás. Le puso un marco de bronce con símbolos en relieve de las cuatro estaciones y la mandó colgar en el lugar más visible del comedor. Junto a cada una de las puertas de la casa colocó una mezuzá de oro, con el nombre del Todopoderoso y los versículos del Deuteronomio.
La soledad, sin embargo, la desvelaba. Alcira me contó que dos mujeres se turnaban para limpiar la casa, pero las dos le habían robado cortes de seda y habían tratado de violar la caja donde guardaba las joyas. En 1975 se oían tiroteos casi todas las noches, y la televisión hablaba de ataques guerrilleros a los cuarteles. Sintió alivio cuando supo que los militares se habían hecho cargo del gobierno y que estaban capturando a todos los que se les oponían. Poco duró su calma. A fines del otoño de 1978 sufrió dos caídas al salir del baño y la acometieron unos invencibles ataques de asma. El médico le exigió que depusiera sus desconfianzas y contratara a una enfermera.
Entrevistó a quince postulantes que le desagradaron, algunas porque comían demasiado, o la trataban como a una niña imbécil, o pretendían dos días francos por semana. La última, que llegó cuando ya perdía las esperanzas, superó en cambio su imaginación: era diligente, callada, y parecía tan ansiosa por servir que prefería —le dijo— salir de la casa sólo lo imprescindible: una vez cada quince días para las compras. Llevaba cartas de presentación imbatibles, escritas por un teniente de navío que expresaba su «gratitud y admiración por la portadora, quien cuidó con devoción de mi madre durante cuatro años, hasta su fallecimiento», y por un capitán de fragata que le debía la recuperación de su esposa.
Margarita Langman tenía además la ventaja de su fe: era judía y temerosa de Dios. Violeta empezó a depender de ella como un parásito. Nadie, jamás, se había adelantado a sus deseos. Margarita los presentía antes de que los tuviera. Casi todas las noches, cuando la anciana observaba las constelaciones, la mujer permanecía a su lado, de pie, ajustando las lentes del telescopio y explicándole las imperceptibles rotaciones de Centauro bajo la Cruz del Sur. Parecía inmune al tedio. Si no estaba con Violeta, ordenaba la vajilla o cosía. Por la televisión y por la radio transmitían sin cesar advertencias del gobierno que acentuaban la desconfianza de ambas por los desconocidos: «¿Sabe dónde está su hijo a esta hora?», «¿Conoce a la persona que llama a su puerta?», «¿Está seguro de que a su mesa no se sienta un enemigo de la patria?»
Violeta era astuta y se creía capaz de identificar la doblez de los seres humanos a primera vista. Aunque sentía por Margarita una confianza instintiva, le parecía raro que respondiera con evasivas cuando le preguntaba sobre la familia, y que ningún hermano, de los dos que decía tener, la visitara o la llamara por teléfono. Temía que no fuese lo que aparentaba. Ahora que había conocido el placer de una compañía verdadera, no imaginaba la vida sin ella.
Una mañana, cuando la enfermera salió al mercado para las compras quincenales, Violeta decidió espiar su cuarto. Investigar con disimulo el bolso de las otras pupilas de la Migdal o de las empleadas en la santería de Catamarca le había permitido salvarse a tiempo de robos y calumnias. Pero esta vez, a los pocos minutos de franquear la entrada y cuando apenas había tenido tiempo de ver la cama pulcra, con almohadones bordados, algunos libros en el velador y la valija sobre el ropero, oyó ruidos en la puerta de calle y tuvo que alejarse. Se arrepentía ahora de haber entregado a Margarita un juego de llaves, pero ¿qué más podía hacer? El médico le había dicho que otra caída podía dejarla postrada y, en ese caso, iba a estar a merced de su guardiana. Era mejor ponerla a prueba antes de que sucediera.
—Me olvidé el chal —dijo la enfermera—. Y además había demasiada gente en el mercado. Va a ser mejor que vaya por la tarde. No me gusta que usted se quede sola tanto tiempo.
En la semana que siguió, Violeta se irritaba hasta cuando la oía fregar platos. Le pagaba cien mil pesos por mes, y cada centavo le recordaba sus martirios de adolescente. Odiaba la energía con que Margarita podía moverse hasta muy avanzada la noche, cuando a ella sólo le había quedado un cuerpo expoliado y herido. Odiaba verla leer, porque jamás le habían permitido tener un libro entre las manos hasta que se liberó, a los veinte años, cuando no sentía ya curiosidad por ninguno. Le disgustaba el modo en que la miraba, la forma de la cabeza, las manos llenas de grietas, la monotonía de la voz. Más la mortificaba, sin embargo, no estar jamás sola en la casa para revisarle los secretos.
Desde hacía mucho, contó Alcira, la anciana quería comprar una Magen David de oro con brillantes. La necesidad de poner a prueba a Margarita terminó por decidirla. Todas las muchachas judías soñaban con una, y cuando viera su joya, sentiría envidia. ¿Acaso no conocía Violeta el corazón humano mejor que nadie? Impaciente, convocó a un orfebre de la calle Libertad y negoció con él, milímetro a milímetro, el diseño y el precio de una pesada estrella de oro de 24 kilates, con diamantes de tonalidades azules en cada una de las seis puntas, que pendería de una cadena de eslabones gruesos.
Una mañana de diciembre, el joyero anunció que la Magen David estaba lista y ofreció llevarla, pero la anciana se negó. Prefería —dijo—, que la buscara Margarita. Era su ocasión para apartarla de la casa durante dos a tres horas. Discutieron sobre el terna con aspereza. La enfermera insistía en que no era prudente desamparar a Violeta durante tanto tiempo, mientras ésta inventaba excusas para que se fuera.
Ya estaba cerca el verano y hacía un calor atroz. A través de los postigos del balcón, Violeta espió a la enfermera mientras se alejaba por la Avenida de los Corrales hacia la parada del colectivo 155. La vio taparse la cabeza con un pañuelo que le ocultaba la mitad de la cara y guarecerse a la sombra de un árbol. Sobre los adoquines temblaba el aire calcinado. Pasó un vehículo. Se aseguró de que subía, esperó diez minutos y sólo entonces, triunfal, entró en la habitación prohibida.
Ni siquiera hojeó los libros del velador. Ninguno parecía importante. De las perchas colgaban unos pocos vestidos, ordenados por colores, dos pantalones y dos blusas. Si Margarita ocultaba algo, debía de estar en la valija, que había dejado sobre el ropero, fuera de su alcance. ¿Cómo bajarla? Desechó un recurso tras otro. Por fin, recordó la escalerita rodante que los arquitectos le habían vendido contra su voluntad.
El prostíbulo no le había enseñado a leer, pero sí otras destrezas: la desconfianza, la rapiña, el uso de ganzúas. Se sorprendió de la facilidad con que, subida al cuarto peldaño, apoyada sobre el ropero, pudo abrir la cerradura de la valija y levantar la tapa. Con desencanto, vio sólo algunas camisas ordinarias y un álbum de fotografias.
En las primeras páginas del álbum había triviales imágenes de familia, me contó Alcira. Alguien que debía de ser el padre de Margarita, cubiertos los hombros por el tallit de las plegarias, abrazaba a una niña que tendría ¿diez, once años?, mirada de huérfana, indefensa ante la hostilidad del mundo. En otras fotos, la propia Margarita, vestida con el guardapolvo escolar, esquivaba la cámara; era sorprendida soplando una vela de cumpleaños; jugaba en el mar. En la última, que descubría al fondo un molino de viento, sonreía junto a un hombre que podía ser su hermano aunque tenía la tez oscura y los rasgos aindiados, como los campesinos del norte argentino. Llevaba en brazos a un niño de pocos meses.
Horas más tarde, cuando Violeta fue interrogada en la iglesia Stella Maris, diría que, al observar esa última foto, presintió la doble vida de la enfermera. Me recorrió un escalofrío, contó en su declaración. Pensé que el hombre de la foto era tal vez su marido y el bebé su hijo. Caí en la cuenta de que estaba entrando en su pasado y que ya no podría salir. De canto, a un costado de las fotos, encontré el cuaderno con el que la había visto tantas veces. No era un diario, como alguna vez pensé, sino páginas de frases sin sentido, recortes sucios de papeles que decían:
queso, guiso, guarango, quiero, amo a mi mamá, me llamo Catalina, mi maestra se llama Catalina, y al pie de cada frase una anotación con letra más firme: Fermín, preguntar por qué no le dieron el vaso de leche — Uta, ¿papá o mamá militan en la M? ¿Los dos? — Repetir mañana la tabla del 5.
Páginas de lo mismo. Nada llamaba mi atención, le diría Violeta al oficial que la interrogó. Ya iba a cerrar la valija cuando palpé la tapa y sentí que estaba llena de papeles, de objetos, qué sé yo, tuve curiosidad y también escrúpulos, porque los papeles estaban sueltos y la mujer iba a saber que yo los había desordenado. Mis pálpitos son infalibles, sin embargo, y algo en el corazón me decía que ella era culpable. Me armé de coraje, descubrí el doble fondo de la tapa y retiré de allí algunas hojas blancas. En todas estaban impresos en relieve los membretes y escudos militares, con los nombres del almirante tal o del teniente de navío cual. Más al fondo encontré cédulas y libretas cívicas de personas desconocidas. Algunas, sin embargo, tenían la foto de la mujer aunque teñida a veces, y con otras identidades, Catalina Godel, Catalina Godel, recuerdo claramente ese nombre, Sara Bruski, Alicia Malamud, y también algunos apellidos gentiles, Gómez, Arellano, quién sabe cuántos más. Cómo podía imaginar yo que Margarita había sido maestra en el Bajo Flores y que se había escapado de la cárcel militar. Una no sabe ya quién es quién en estos tiempos confundidos.
Bajó de la escalera y se detuvo a pensar. Las cartas de recomendación de la enfermera estaban, sin duda, falsificadas, y ella había sido una tonta al no confirmarlas por teléfono. Quizás era falso lo que decían pero todo lo demás, sin duda, era real: los escudos con anclas y los nombres en relieve de los oficiales. No podía perder tiempo. Ya habían pasado casi dos horas. Volvió a empujar la escalera hacia la biblioteca y puso los adornos en su lugar. Luego, con la tranquilidad aprendida en los años de esclavitud, llamó al teléfono que estaba al pie de los membretes. La atendió un suboficial de guardia. «Es un tema de vida o muerte» —dijo, según Alcira me contó después en el café La Paz. El operador le preguntó desde qué número hablaba y le ordenó esperar en la línea. Antes de dos minutos el capitán de fragata estaba en la línea. «Qué suerte, usted», le dijo Violeta. " ¿La enfermera que contraté no será la misma que cuidó a su esposa?" «Dígame con qué nombre se ha identificado esa mujer. Nombre o nombres», exigió el oficial. Tenía la voz áspera, impaciente, como la del rufián que la había comprado en el café Parisién. «Margarita Langman» —dijo Violeta. De pronto, ella también se sentía acosada. El interminable pasado se le echaba encima. «Descríbala», la apremió el capitán. La anciana no sabía cómo hacerlo. Habló de la foto con el niño y el hombre aindiado. Luego, le dictó su dirección en la Avenida de los Corrales, le declaró con pudor sus setenta y nueve años. «Esa mujer es un elemento muy peligroso» —dijo el oficial. «Ahora mismo vamos para allá. Si llega antes que nosotros, reténgala, distráigala. Más vale que no se le escape, ¿eh? Más vale que no se le escape».
Yo, Bruno Cadogan, supe entonces que las camelias dejadas por Sabadell en la plazoleta del Resero no eran para evocar los mataderos bárbaros de Echeverría y de Faena sino otros más despiadados y recientes. Alcira Villar me dijo en el café La Paz que, si se habían quedado sólo unos pocos minutos en aquella esquina de la muerte, era porque Martel quería honrar a Catalina Godel no en el punto final de sus desgracias sino en la casa donde había estado oculta casi seis meses, después de haberse fugado de la Escuela de Mecánica de la Armada. No entiendo, entonces, le dije a Alcira, por qué Martel pidió las recovas para un recital que nunca dio. Si lo hubieses conocido, me respondió ella, sabrías que ya en ese momento jamás cantaba en público. No le gustaba que lo vieran demacrado, decaído. Quería que nadie lo molestara cuando Sabadell ponía el ramito de llores y él recitaba en voz baja un tango para Catalina Godel. Tal vez su primera intención fue bajar del auto y caminar hasta el dispensario, no sé qué decirte. Los designios de Martel eran inalcanzables como los de un gato.