UNO

Setiembre 2001

Buenos Aires fue para mí sólo una ciudad de la literatura hasta el templado mediodía de invierno del año 2000 en que escuché por primera vez el nombre de Julio Martel. Poco antes había completado los exámenes de doctorado en Letras en la Universidad de Nueva York y estaba escribiendo una disertación sobre los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a los orígenes del tango. El trabajo avanzaba despacio y desorientado. Me atormentaba la sensación de estar llenando sólo páginas inútiles. Pasaba horas mirando a través de mi ventana las casas vecinas del Bowery, mientras la vida se retiraba de mí sin que yo supiera qué hacer para alcanzarla. Ya había perdido demasiada vida, y ni siquiera tenía el consuelo de que algo o alguien se la hubiera llevado.

Uno de mis profesores me había aconsejado viajar a Buenos Aires, pero no me parecía necesario. Había visto cientos de fotos y películas. Podía imaginar la humedad, el Río de la Plata, la llovizna, los paseos vacilantes de Borges por las calles del sur con su bastón de ciego. Tenía una colección de mapas y guías Baedeker publicadas en los años en que salieron sus libros. Suponía que era una ciudad parecida a Kuala Lumpur: tropical y exótica, falsamente moderna, habitada por descendientes de europeos que se habían acostumbrado a la barbarie.

Aquel mediodía me dispuse a caminar sin rumbo por el Village. Había tropeles de muchachos en el Tower Records de Broadway, pero no me detuve como otras veces. Guardad los labios por si vuelvo, pensé decirles, como en el poema de Luis Cernuda.

Adiós, dulces amantes invisibles,

siento no haber dormido en vuestros brazos.

Al pasar frente a la librería de la universidad recordé que quería comprar desde hacía mucho los diarios de viaje de Walter Benjamin. Los había leído en la biblioteca y me había quedado con las ganas de subrayarlos y escribir en los márgenes. ¿Qué podrían decirme sobre Buenos Aires esos apuntes remotos, que aluden a Moscú en 1926, a Berlín en 1900? «Importa poco no saber orientarse en una ciudad»: ésa era una frase que yo quería resaltar con tinta amarilla.

Los libreros suelen colocar las obras de Benjamin en los estantes de Crítica Literaria. Vaya a saber por qué las habían desplazado al otro extremo del local, en Filosofía, junto a los pasillos de Estudios sobre la Mujer. Mientras caminaba derecho hacia mi destino, descubrí a Jean Franco examinando en cuclillas un libro sobre monjas mexicanas. Se me dirá que todo esto no tiene importancia y en verdad no la tiene, pero prefiero no pasar por alto el menor detalle. Miles de personas conocen a Jean y no hace falta que repita quién es. Supo que Borges iba a ser Borges antes que él mismo, creo. Hace cuarenta años descubrió la nueva novela latinoamericana cuando sólo se interesaban en ella los especialistas en naturalismo y regionalismo. Yo la había visitado apenas un par de veces en su departamento del Upper West Side, en Manhattan, pero me saludó como si nos viéramos todos los días. Le conté a grandes rasgos cuál era el tema de mi disertación y creo que me enredé. Ya ni sé cuántos minutos estuve tratando de explicarle que para Borges los verdaderos tangos eran los que se habían compuesto antes de 1910, cuando aún se bailaban en los burdeles, y no los que aparecieron después, influidos por el gusto de París y por las tarantelas genovesas. Sin duda, Jean conocía el asunto mejor que yo, porque sacó a relucir algunos títulos procaces que ya nadie recordaba: Soy tremendo, El fierrazo, Con qué trompieza que no dentra, La clavada.

—En Buenos Aires hay un tipo extraordinario que canta tangos muy viejos —me dijo. No son ésos, pero tienen un aire de familia. Deberías oírlo.

—A lo mejor en Tower Records puedo conseguir algo de él —respondí—. ¿Cómo se llama?

—Julio Martel. No puedes conseguir nada porque jamás ha grabado una sola estrofa. No quiere mediadores entre su voz y el público. Una noche, cuando unos amigos me llevaron al Club del Vino, entró en el escenario rengueando y se arrimó a una banqueta. No puede caminar bien, no sé qué tiene en las piernas. El guitarrista que lo acompañaba interpretó primero, solo, una música muy rara, llena de cansancio. Cuando menos lo esperábamos, soltó su voz. Fue increíble. Quedé suspendida en el aire y, cuando la voz se apagó, no sabía cómo apartarme de ella, cómo volver a mí misma. Sabés que adoro la ópera, adoro a Raimondi, a la Callas, pero la experiencia de Martel es de otra esfera, casi sobrenatural.

—Como Gardel —arriesgué.

—Tenés que oírlo. Es mejor que Gardel.

La imagen quedó dando vueltas en mi cabeza y terminó por convertirse en una idea fija. Durante meses no pude pensar en otra cosa que viajar a Buenos Aires para oír al cantor. Leía en internet todo lo que se publicaba sobre la ciudad. Sabía lo que se daba en los cines, en los teatros y la temperatura de cada día. Me resultaba perturbador que las estaciones se invirtieran al pasar de un hemisferio a otro. Las hojas estaban cayendo allá, y en Nueva York yo las veía nacer.

A fines de mayo de 2001, la escuela graduada de la universidad me asignó una de sus becas. Además, gané una Fulbright. Con ese dinero podría vivir seis meses, o más. Aunque Buenos Aires era una ciudad cara, los depósitos en los bancos producían un interés de nueve a doce por ciento. Supuse que me alcanzaría para alquilar un departamento amueblado en el centro y comprar libros.

Me habían dicho que el viaje al extremo sur era largo, pero lo que duró el mío fue una locura. Volé más de catorce horas, y con las escalas en Miami y en Santiago de Chile tardé veinte en llegar. Aterricé exhausto en el aeropuerto de Ezeiza. El espacio de Migraciones estaba ocupado por una lujosa tienda libre de impuestos que obligaba a los viajeros a formar fila, amontonados, debajo de una escalera. Cuando por fin salí de la aduana, me acosaron seis o siete choferes de taxis con ofertas para trasladarme a la ciudad. Los aparté a duras penas. Después de cambiar mis dólares por pesos —en aquella época valían lo mismo—, llamé por teléfono a la pensión recomendada por la oficina internacional de la universidad. El conserje me retuvo largo rato en la línea antes de informar que mi nombre no aparecía en ninguna lista y que la pensión estaba llena. «Si llamás la semana que viene tal vez tengamos suerte» —dijo al cortar, con un tuteo insolente que, según supe después, usaba todo el mundo.

Detrás de mí, en la fila que esperaba el teléfono, había un muchacho desgarbado y mustio, que se roía las uñas con ahínco. Era una lástima, porque sus dedos largos, afilados, perdían gracia en los extremos romos. Los bíceps apenas le cabían en las mangas enrolladas de la camisa. Me impresionaron sus ojos negros y húmedos, que recordaban los de Omar Shariff.

—Te recagaron. Te forrearon —me dijo—. Siempre hacen lo mismo. En este país todo es grupo.

No supe qué responder. El idioma que hablaba no era el que yo conocía. Su acento, además, nada tenía en común con las cadencias italianas de los argentinos. Aspiraba las eses. La erre de forro, en vez de reverberar en el paladar, fluía a través de los dientes apretados. Le cedí el teléfono, pero se apartó de la fila y me siguió. La oficina de informaciones estaba a diez pasos y supuse que allí habría otros hoteles por el mismo precio.

—Si estás buscando dónde vivir yo te consigo lo mejor —dijo. Algo luminoso, con vista a la calle, por cuatrocientos al mes. Te cambian las sábanas y las toallas una vez por semana. Tenés que compartir el baño, pero es relimpio. ¿Te animás?

—No sé —respondí. En verdad, quería decir que no.

—Te lo puedo sacar por trescientos.

—¿Dónde queda? —pregunté, desplegando el mapa que había comprado en Rand McNally. Decidí ponerle reparos a cualquier sitio que me señalara.

—Tenés que entender que no es un hotel. Es algo más privado. Un residencial, en un edificio histórico. Garay entre Bolívar y Defensa.

Garay era la calle de «El Aleph», el cuento de Borges sobre el que yo había escrito uno de los trabajos finales de mi Maestría. Pero según el mapa, la pensión estaba a unas cinco cuadras de la casa señalada en el cuento.

—El aleph —dije involuntariamente. Aunque parecía imposible que él entendiera esa referencia, el muchacho la cazó al vuelo.

—Eso mismo. ¿Cómo sabías? Una vez por mes, un ómnibus de la Municipalidad lleva a los turistas, les muestra el residencial desde afuera, y les dice: «Ésta es la casa del Ale». Que yo sepa, ahí nunca vivió ningún Ale famoso, pero igual hacen el verso. No te vayás a creer que molestan a nadie, ¿eh? Todo es tranqui. Los chabones sacan fotos, suben otra vez al bondi y gudbái.

—Quiero ver la casa, dije. Y el cuarto. A lo mejor se puede poner una mesa cerca de la ventana.

El muchacho tenía la nariz en arco, como el pico de un halcón. Era más fina que en los halcones y no le quedaba mal, porque el conjunto estaba dominado por su boca carnosa y por los grandes ojos. En el taxi me contó su vida, pero casi no le presté atención. El cansancio del largo vuelo me había atontado y, además, no podía creer que mi buena suerte me estuviera llevando hacia la casa de «El Aleph». Entendí a medias su nombre, que era Ornar u Oscar. Pero todo el mundo —me dijo—, lo llamaba el Tucumano.

Supe también que trabajaba en un kiosco de revistas del aeropuerto, a veces tres horas, a veces diez, en horarios que nunca eran los mismos.

—Hoy me vine al kiosco sin dormir —dijo. Para qué, ¿no?

A un lado y otro de la autopista que iba hacia la ciudad, el paisaje se transformaba a cada instante. Una suave neblina se alzaba, inmóvil, sobre los campos, pero el cielo era transparente y por el aire cruzaban ráfagas de perfumes dulces. Vi un templo mormón con la imagen del ángel Moroni en lo alto de la torre; vi edificios altos y horribles, con ventanas de las que colgaban ropas de colores, como en Italia; vi una hondonada de casas míseras, que tal vez se derrumbarían al primer golpe de viento. Después, los suburbios imitaban los de las ciudades europeas: parques vacíos, torres como pajareras, iglesias con campanarios coronados por estatuas de la Virgen María, casas con enormes discos de televisión en las azoteas. Buenos Aires no se parecía a Kuala Lumpur. En verdad, se parecía a casi todo lo que yo había visto antes; es decir, se parecía a nada.

—¿A vos cómo te dicen? —me preguntó el Tucumano.

—Bruno —contesté—. Soy Bruno Cadogan.

—¿Cadogan? No tuviste suerte con el apellido, chabón. Si lo decís al vesre es Cagando.

La mujer que me atendió en el residencial anotó Cagan, y cuando subió conmigo a ver el cuarto me llamó «míster Cagan». Acabé por rogarle que se quedara sólo con mi primer nombre.

La decrepitud de la casa me sorprendió. Nada en ella recordaba a la familia de clase media que Borges describía en su cuento. También la ubicación era desconcertante. Todas las referencias sobre el punto donde está el aleph aluden a la calle Garay, cerca de Bernardo de Irigoyen, al oeste del residencial. Pregunté, de todos modos, si el edificio tenía un sótano.

—Sí —me dijo la encargada—, pero está con gente. A usted no le gustaría vivir ahí. Es muy húmedo y, además, hay diecinueve escalones empinados. El dato me sobresaltó. En el cuento, eran también diecinueve los peldaños que descendían hasta el aleph.

Todo me era desconocido en Buenos Aires y, por lo tanto, yo carecía de referencias para evaluar la pieza que me ofrecían. Me pareció chica pero limpia, de unos ocho pies por diez. Al lado del colchón de goma espuma, que estaba sobre un bastidor de madera, había una mesa ínfima donde cabía mi computadora portátil. Lo mejor del sitio eran unos viejos estantes de biblioteca, con espacio para unos cincuenta libros. Las sábanas estaban deshilachadas, y la frazada debía de ser anterior a la casa. La habitación tenía un balconcito que daba a la calle. Según supe después, era la más amplia del piso alto. Aunque el baño me pareció mínimo, sólo debía compartirlo con la familia del cuarto contiguo.

Tuve que pagar por adelantado. La tarifa exhibida en el mostrador de recepción indicaba cuatrocientos dólares mensuales. El Tucumano, fiel a su promesa, logró que Enriqueta aceptara trescientos.

Eran las cuatro de la tarde. El sitio estaba despejado, apacible, y me dispuse a dormir. El Tucumano alquilaba desde hacía seis meses una de las piezas de la azotea. También él se caía de sueño, me dijo. Quedamos en que a las ocho nos reuniríamos para dar vueltas por la ciudad. Si hubiera tenido fuerzas, en ese mismo instante habría salido al encuentro de julio Martel. Pero no sabía por dónde empezar, ni cómo.

A las siete me despertó un tumulto. Los vecinos de al lado estaban peleándose a los gritos. Me vestí como pude y traté de ir al baño. Una mujer gigantesca estaba lavando ropa en el bidet y me dijo, de mal modo, que me aguantara. Cuando bajé, el Tucumano tomaba mate con Enriqueta, junto a la recepción.

—Ya no sé qué hacer con esos animales —dijo la encargada—. Un día de estos se van a matar. En mala hora los acepté. No sabía que eran de Fuerte Apache.

Para mí, Fuerte Apache era una película de John Ford. La inflexión en la voz de Enriqueta hacía pensar en algún pozo del infierno.

—Laváte en mi baño, Cagan, si querés —dijo el Tucumano—. Yo a las once voy a las milongas. Comemos algo por ahí y, si tenés ganas, después te llevo.

Esa tarde vi Buenos Aires por primera vez. A las siete y media caía sobre las fachadas una luz rosa de otro mundo y, aunque el Tucumano me dijo que la ciudad estaba vencida y que debía haberla conocido un año antes, cuando su belleza se mantenía intacta y no había tantos mendigos en las calles, yo sólo vi gente feliz. Caminamos por una avenida enorme, en la que florecían algunos lapachos. Apenas alzaba la vista, descubría palacios barrocos y cúpulas en forma de paraguas o melones, con miradores inútiles que servían de ornamento. Me sorprendió que Buenos Aires fuera tan majestuosa a partir de las segundas y terceras plantas, y tan ruinosa a la altura del suelo, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y se negara a bajar o a desaparecer.

Cuanto más avanzaba la noche, más se poblaban los cafés. Nunca vi tantos en una ciudad, ni tan hospitalarios. La mayoría de los clientes leía ante una taza vacía durante largo tiempo —pasamos más de una vez por los mismos lugares—, sin que los obligaran a pagar la cuenta y retirarse, como sucede en Nueva York y París. Pensé que esos cafés eran perfectos para escribir novelas. Allí la realidad no sabía qué hacer y andaba suelta, a la caza de autores que se atrevieran a contarla. Todo parecía muy real, tal vez demasiado real, aunque entonces yo no lo veía así. No entendí por qué los argentinos preferían escribir historias fantásticas o inverosímiles sobre civilizaciones perdidas o clones humanos u hologramas en islas desiertas cuando la realidad estaba viva y uno la sentía quemarse, y quemar, y lastimar la piel de la gente.

Caminamos mucho, y me pareció que nada estaba en el sitio que le correspondía. El cine donde Juan Perón se había conocido con su primera esposa, en la avenida Santa Fe, era ahora una enorme tienda de discos y video. En algunos palcos había flores de artificio; en otros, grandes estantes vacíos. Comimos pizza en un negocio que se presentaba como mercería y que aún tenía encajes, puntillas y botones en la vidriera. El Tucumano me dijo que el mejor lugar para aprender tangos no era la academia Gaeta, como informaban las guías de turismo, sino una librería, El Rufián Melancólico. En mis navegaciones por internet había leído que en ese lugar había cantado Martel cuando lo rescataron de una cantina modesta de Boedo, donde su única paga eran las propinas y las comidas gratis. Al Tucumano le parecía raro que jamás le hubieran contado esa historia, sobre todo en una ciudad donde abundan los eruditos en música de las especies más distantes, desde el rock y la cumbia villera hasta la bossa nova y las sonatas de John Cage, pero sobre todo los eruditos en tango, que son capaces de distinguir los matices más sutiles entre un quinteto de 1958 y otro de 1962. Que se ignorara a Martel era una exageración. Por un momento pensé que quizá no existía, que era sólo un sueño de Jean Franco.

En el piso alto de El Rufián había una práctica de baile. Las mujeres tenían el talle esbelto y la mirada comprensiva, y los chicos, aunque llevaran ropa gastada y noches sin dormir, se movían con maravillosa delicadeza y corregían los errores de sus parejas hablándoles al oído. Abajo, la librería estaba llena de gente, como casi todas las librerías que habíamos visto. Treinta años antes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez se habían sorprendido de que las amas de casa de Buenos Aires compraran Rayuela y Cien años de soledad como si fueran fideos o plantas de lechuga, y llevaran los libros en la bolsa de los víveres. Advertí que los porteños seguían leyendo con la misma avidez de aquellas épocas. Sus hábitos, sin embargo, eran otros. Ya no compraban libros. Empezaban uno cualquiera en una librería y lo seguían en otra, de diez páginas en diez o de capítulo en capítulo, hasta que lo terminaban. Debían pasar en eso días o semanas.

El dueño de El Rufián, Mario Virgili, estaba en el bar del piso alto cuando llegamos. A la vez que miraba suceder los hechos, se movía fuera de ellos, con una actitud contemplativa y agitada. Nunca imaginé que esos dos atributos pudieran mezclarse. Cuando me senté al lado de él nada parecía moverse y, sin embargo, yó sabía que todo se movía. Oí que mi amigo lo llamaba Tano y le oí también preguntar si pensaba quedarme en Buenos Aires mucho tiempo. Le respondí que no me iría hasta encontrar a Julio Martel, pero su atención ya se había desviado.

Una de las rondas de baile terminó y las parejas se apartaron, como si nada tuvieran que ver. En algunas películas me había desconcertado ese ritual, pero en la realidad era más extraño aún. Entre un tango y otro, los hombres invitaban a bailar a sus elegidas con un cabeceo que parecía indiferente. No lo era. Fingían desdén para proteger su orgullo de cualquier desaire. Si la mujer aceptaba, lo hacía con una sonrisa también distante y se ponía de pie, para que el hombre fuera a su encuentro. Cuando la música empezaba, la pareja se quedaba a la espera durante unos segundos, uno frente a otro, sin mirarse y hablando de temas triviales. Luego, la danza comenzaba con un abrazo algo brutal. El hombre ceñía la cintura de la mujer y desde ese momento ella empezaba a retroceder. Siempre retrocedía. A veces, él curvaba el pecho hacia adelante o se ponía de costado, mejilla a mejilla, mientras las piernas dibujaban cortes y quebradas que la mujer debía repetir, invirtiéndolos. La danza exigía una enorme precisión y, sobre todo, cierto don adivinatorio, porque los pasos no seguían un orden previsible sino que estaban librados a la improvisación del que guiaba o a una coreografía de combinaciones infinitas. En las parejas que mejor se entendían, el baile remedaba ciertos movimientos del coito. Se trataba de un sexo atlético, que tendía a la perfección pero no se interesaba en el amor. Pensé que iba a ser útil incorporar esas observaciones a mi tesis doctoral, porque confirmaban el origen prostibulario que Borges atribuía al tango en Evaristo Carriego.

Una de las maestras de baile se acercó y me preguntó si quería ensayar algunas figuras.

—Andá, animáte —me dijo el Tano—. Con Valeria aprende todo el mundo.

Dudé. Valeria suscitaba instintiva confianza, y afán de protegerla, y ternura. Su cara se asemejaba a la de mi abuela materna. Tenía una frente despejada, altiva y unos ojos castaños rasgados.

—Soy muy torpe —le dije—. No me hagas pasar vergüenza.

—Entonces, te vengo a buscar después.

—Después, otro día —respondí con sinceridad.

Cuando el Tano Virgili se levantaba de la silla junto al bar para observar el vaivén de las parejas, yo me quedaba siempre con alguna palabra a medio pronunciar. La palabra se me caía de los labios y rodaba entre los bailarines, que la destrozaban con sus tacos antes de que pudiera recogerla. Por fin logré que respondiera a mi pregunta sobre Julio Martel con tantos detalles que al volver a la pensión me costó trabajo resumirlos. «Martel», me dijo, «se llamaba en verdad Estéfano Caccace. Se lo cambió porque, con ese nombre, ningún locutor lo habría presentado con seriedad. Imagináte, Caccace. Cantó acá, cerca de donde vos estás sentado, y hubo un tiempo en que los entendidos sólo hablaban de su voz, que era única. Tal vez siga siéndolo. Hace ya mucho que no sé nada de él.» Me tomó del hombro y soltó esta aclaración previsible: «Para mí, era mejor que Gardel. Pero no lo repitas».

Después de aquella noche tomé un enjambre de notas que quizá sean fieles al relato de Virgili, pero me he quedado con la sensación de que he perdido el tono, la atmósfera de lo que dijo.

Apenas recuerdo el largo paseo que emprendimos más tarde el Tucumano y yo. Nos movíamos de un sitio a otro de la ciudad, en lo que él llamaba «la peregrinación de las milongas». A pesar de que la escenografía y los personajes cambiaban a una velocidad que mis sentidos no podían alcanzar —yendo de la oscuridad cerrada a las luces psicodélicas, de salas de baile para varones a otras donde proyectaban imágenes de una Buenos Aires pretérita y tal vez ilusoria, con avenidas que repetían las de Madrid, París y Milán, entre orquestas de señoritas y tríos de violines jubilados—, mi espíritu se había detenido en algún punto donde nada sucedía, como al amanecer de una batalla que estaba por librarse en otra parte, quizá por la fatiga del viaje o porque esperaba que el inasible Martel apareciera en cualquier lugar de la eterna noche. Fuimos al vasto galpón del Parakultural, también a La Catedral, a La Viruta y a El Beso, que estaban casi vacíos, porque el ritual de las milongas cambiaba al compás de los días. Había sitios asignados para el baile los miércoles de una a tres de la madrugada, o los viernes de once a cuatro. La telaraña de los nombres añadía confusión a la liturgia. Oí que un par de aficionados alemanes se citaba en el Parakultural llamándolo Sociedad Helénica, aunque luego averigüé que éste era tan sólo el nombre del edificio, situado en una calle que para algunos era Canning y para otros Scalabrini Ortiz.

Aquella noche tuve la impresión de que Martel podía estar en dos o tres lugares a la vez, o en ninguno, y también pensé que quizá no existía y era otra de las muchas fábulas de la ciudad. Borges había dicho, citando al obispo Berkeley, que si nadie percibía una cosa, ese algo no tenía por qué existir, esse est percipi. Por un momento sentí que la frase podía definir la ciudad entera.

Hacia las tres de la mañana volví a ver a Valeria en una sala enorme que se llamaba La Estrella, y que el sábado anterior se había llamado La Viruta. Bailaba con un turista japonés ataviado como un tanguero de manual, con zapatos refulgentes de tacos altos, pantalones pegados a las piernas, un saco cruzado al que le desprendía los botones cuando terminaba la música, y una escultura de gomina en la cabeza que parecía dibujada con regla y compás.

Me impresionó que Valeria tuviera la misma frescura de cinco horas antes, en El Rufián, y que condujera al japonés con la destreza de una titiritera, obligándolo a girar sobre su eje y a cruzar las piernas una vez y otra, mientras ella permanecía inmóvil en la pista, concentrada en el centro de gravedad de su cuerpo.

Creo que aquella fue la última visión de la noche porque ya sólo me recuerdo en un colectivo tardío, desembarcando cerca de la pensión de la calle Garay y arrojándome sobre la oscuridad bendita de mi cama.

He leído en un antiguo ejemplar de la revista Satiricón que la verdadera madre de Julio Martel, avergonzada porque el recién nacido parecía un insecto, lo arrojó a las aguas del Riachuelo en una canastilla de mimbre, de la cual lo rescataron sus padres adoptivos. Ese relato siempre me ha parecido un desvío religioso de la verdad. Tiendo a creer que es más fiel la versión que me dio el Tano Virgili.

Martel nació hacia el final del tórrido verano de 1945, en un tranvía de la línea 96 que en aquella época cubría el recorrido entre Villa Urquiza y Plaza de Mayo. A eso de las tres de la tarde, la señora Olivia de Caccace caminaba por la calle Donado con el escaso aliento que le permitían sus siete meses de gravidez. Iba a la casa de una hermana enferma de gripe, con una cesta de cataplasmas y una bolsa de caramelos de leche envueltos en papel celofán. Las baldosas de la vereda estaban flojas y la señora Olivia se desplazaba con cuidado. A lo largo de la cuadra, todas las casas compartían su monótono aspecto: un balcón ventrudo de hierro forjado, a la derecha de un zaguán que daba a una puerta cancel de vidrio con biseles y monogramas. Debajo del balcón se abría una ventana enrejada, a través de la cual se recortaban a veces las caras de algunas viejas y niños para quienes el paisaje de la calle, entrevisto a ras del suelo, era el único entretenimiento. Ninguna de esas casas se parece ya a lo que era hace medio siglo. La mayoría de las familias, en el apuro de sobrevivir, debió vender a los corralones de construcción los vidrios de las puertas y el hierro de los balcones.

Cuando la señora Olivia pasaba frente a la casa situada al 1620 de la calle Donado, una mano masculina le aferró uno de los tobillos y la arrojó al piso. Más tarde se supo que allí se alojaba un deficiente mental de casi cuarenta años al que habían dejado junto a la ventana del sótano para que tomase aire. Atraído por la bolsa de caramelos de leche, el idiota no imaginó mejor ardid que derribar a la mujer.

A los gritos de socorro, un comedido logró sentar a la señora Olivia en el tranvía 96, que providencialmente pasaba por la esquina. Esa línea atravesaba varios hospitales en su trayecto, por lo que se le encomendó al conductor que la bajara en el más próximo. No alcanzó a llegar a ninguno. A los diez minutos de travesía, la señora Olivia sintió que perdía líquido a raudales y experimentó los síntomas del parto inminente. El vehículo se detuvo y el conductor llamó desesperado a las casas del vecindario en busca de tijeras y agua hervida. El niño prematuro, un varón, debió ser depositado en una incubadora. La madre insistió en que lo bautizaran cuanto antes con el mismo nombre del padre muerto seis meses atrás, Stéfano. Ni el párroco ni el Registro Civil aceptaron la grafía italiana, por lo que lo inscribieron, al fin, como Estéfano Esteban.

Aunque era alérgico a los gatos y al polen, sufría de diarreas frecuentes y de dolores de cabeza, el niño creció sin dificultad hasta los seis años. Le apasionaba jugar al fútbol y parecía dotado para los ataques veloces desde las alas. Todas las tardes, mientras la señora Olivia se afanaba en la máquina de coser, Estéfano corría por el patio detrás de la pelota, esquivando a rivales imaginarios. En una de esas ocasiones, tropezó con un ladrillo y cayó. Al instante se le formó un derrame desmesurado en la pierna izquierda. El dolor era atroz, pero el incidente parecía tan nimio que la madre no le dio importancia. Al día siguiente, la mancha se extendió y viró a un púrpura amenazador.

En el hospital diagnosticaron que Estéfano era hemofílico. Estuvo un mes en reposo. Al levantarse, el roce ligero de una silla le provocó otro derrame. Tuvieron que enyesarlo. Quedó así condenado a una quietud tan constante que los músculos se le entumecieron. Desde entonces —si acaso hay un entonces para lo que nunca terminará— sobrevino un continuo infortunio. Al niño se le desarrolló un torso enorme, sin armonía con las piernas raquíticas. No podía ir a la escuela y sólo veía a un amigo, el Mocho Andrade, que le prestaba libros y se resignaba a jugar con él a la escoba y al truco. Aprendió a leer de corrido con maestras particulares que le enseñaban de favor. A los once, a los doce años, pasaba las horas oyendo tangos en la radio y, cuando alguno le interesaba, copiaba la letra en un cuaderno. A veces, anotaba también las melodías. Como no conocía los signos musicales, inventó un sistema de rayas, puntos de diez o doce colores y circunferencias que le permitían recordar acordes y ritmos.

El día en que una de las clientas de la señora Olivia le llevó un ejemplar de la revista Zorzales del 900, Estéfano fue alcanzado por el rayo de una epifanía. La revista reproducía los tangos suprimidos de los repertoríos a comienzos del siglo XX, en los que se narraban guarangadas de burdel. Estéfano desconocía el significado de las palabras que leía. Tampoco su madre o las clientas podían ayudarlo, porque el lenguaje de esos tangos había sido imaginado para aludir a la intimidad de personas muertas mucho tiempo atrás. Los sonidos, sin embargo, eran elocuentes. Como las partituras originales se habían perdido, Estéfano imaginó melodías que imitaban el estilo de El entrerriano o La morocha, y las aplicó a versos como éstos:

En cuanto te zampo el zumbo

se me alondra el leporino

dentro tenés tanto rumbo

que si jungo, me entrefino.

A los quince años, podía repetir más de cien canciones recitándolas del revés, con las músicas imaginarias también invertidas, pero lo hacía sólo cuando la madre salía de la casa a entregar sus trabajos de costura. Se encerraba en el baño, donde no podían oírlo los vecinos, y soltaba una voz intensa y dulce de soprano. La belleza de su propio canto lo emocionaba a tal punto que lloraba sin darse cuenta. Le parecía increíble que esa voz fuera de él, por quien sentía tanto desprecio y recelo, y no de Carlos Gardel, al que pertenecían todas las voces. Observaba su cuerpo enclenque en el espejo y le ofrecía a Dios todo lo que era y todo lo que alguna vez podía ser con tal de que asomara en él algún ademán que recordara al ídolo. Durante horas, se plantaba ante el espejo y, echándose al cuello el echarpe blanco de la madre, decía algunas frases que le había oído al gran cantor en sus películas de Hollywood: «Chau, golonderina», «Mirá que es lenda la madurugada».

Estéfano tenía los labios gruesos y el pelo enrulado e hirsuto. Cualquier semejanza física con Gardel era imposible de alcanzar. Imitaba entonces la sonrisa, torciendo ligeramente las comisuras y estirando la piel de la frente, con los dientes llenos de luz. «Buenos días, buen hómbere», saludaba. «¿Cómo lo tarata la vida?»

Cuando le quitaron el yeso, a los dieciséis años, las piernas estaban tiesas y débiles. Un kinesiólogo lo ayudó a fortalecer los músculos a cambio de que la madre cosiera vestidos gratis para toda la familia. Estéfano tardó seis meses en aprender a caminar con muletas y seis más a desplazarse con bastones, atormentado por el terror a caerse y a otra larga postración.

Un domingo de verano, la señora Olivia y dos amigas lo llevaron al parque de diversiones de la Avenida del Libertador. Como no le permitían subir a ninguno de los juegos, por temor a que se hiriera o se le descoyuntaran los huesitos frágiles, el adolescente pasó la tarde aburrido, lamiendo los algodones de azúcar que le compraba el Mocho Andrade. Mientras esperaba descubrió, junto a la carpa del tren fantasma, un kiosco de electroacústica que grababa voces en discos de pasta por la módica suma de tres pesos. Estéfano convenció a las mujeres de que dieran al menos dos vueltas completas en el tren y, apenas las vio desaparecer en la oscuridad, se deslizó en el kiosco y grabó El bulín de la calle Ayacucho, tratando de imitar la versión en la que Gardel era acompañado por la guitarra de José Ricardo.

Cuando terminó, el técnico del kiosco le pidió que cantara de nuevo, porque la pasta del disco parecía rayada. Estéfano repitió el tango, nervioso, a un ritmo más rápido. Temía que la madre hubiera salido ya de su entretenimiento y anduviera buscándolo.

—¿Cómo te llamás, pibe? —le preguntó el técnico.

—Estéfano. Pero estoy pensando en ponerme un nombre más artístico.

—Con esa voz no vas a necesitar ninguno. Tenés un sol en la garganta.

El muchacho guardó bajo la camisa la segunda versión, que había salido peor, y tuvo la fortuna de adelantarse a la madre, que daba otra vuelta imprevista en el tren fantasma.

Durante un tiempo anduvo a la busca de una victrola donde oír su disco en secreto, pero no conocía a nadie que tuviera una, y menos para registros de 45 revoluciones, como el que le habían vendido en el kiosco de grabación. A la pasta del disco la afectaba el calor, la humedad y el polvillo acumulado entre los ejemplares de Zorzales del 900. Estéfano creyó que la voz grabada se había desvanecido para siempre por el desuso, pero una noche de sábado, mientras estaba con su madre en la cocina oyendo por la radio Escalera a la fama, el programa de moda, uno de los locutores anunció que la revelación del momento era un cantor sin nombre, que había grabado El bulín de la calle Ayacucho en un estudio precario, a capella. Gracias a los milagros de las cintas magnéticas, dijo, la voz estaba ahora subrayada por un acompañamiento de bandoneón y violín. Estéfano reconoció de inmediato la primera grabación, que el técnico del parque de diversiones había fingido descartar, y se puso pálido. Separado de su propia voz, advirtió que seguía unido a ella por el hilo de una admiración que sólo es posible sentir ante lo que no poseemos. No era una voz que él hubiera querido o buscado sino algo que se le había posado en la garganta. Como era ajena a su cuerpo, podía retirársele cuando menos lo esperara. Quién sabe cuántas vueltas habría dado en el pasado y cuántas otras voces cabían en ella. A Estéfano le importaba sólo que se pareciera a una voz, la de Carlos Gardel. Le halagó por eso el comentario de la madre mientras oían Escalera a la fama:

—Fijáte qué raro, che. Dicen que ese cantor es un desconocido pero no es. Si lo acompañara la guitarra de José Ricardo, podrías jurar que es Gardel.

Tocado por el orgullo, la voz se le escapó:

El bulín de la calle Ayacucho

ha quedado mistongo y fulero…

Estéfano se contuvo antes de avanzar al verso siguiente, pero ya era tarde. La madre dijo:

—Te sale igualito.

—No soy yo —se defendió Estéfano.

—Ya sé que no sos vos. ¿Cómo vas a estar en la radio si estás acá? Pero podrías estar allá si quisieras. ¿Por qué no te ponés a cantar en los clubes? A mí la costura ya me está dejando sin ojos.

Estéfano se ofreció en una o dos cantinas de Villa Urquiza, pero lo rechazaron antes de las pruebas. No lo acompañaba un guitarrista, como era lo usual, y los propietarios temían que su aspecto ahuyentara a la concurrencia. Como no se atrevía a volver a la casa sin algún dinero ganado, aprovechó su memoria infalible para levantar quiniela. Lo contrató un empresario de pompas fúnebres que, en las oficinas contiguas a los cuartos de velatorio, dirigía un garito conectado con los hipódromos y las loterías. Desde allí, Estéfano informaba por teléfono sobre las tarifas de los entierros a la vez que tornaba las apuestas. Recordaba cuánto dinero había arriesgado tal cliente a los tres dígitos finales del premio mayor y cuánto tal otro a la última cifra, además de saber dónde ubicar a cada apostador y a qué horas. Cuando la policía allanó la funeraria por una denuncia anónima, no pudo encontrar la menor prueba que acusara a Estéfano, porque todos los detalles de los juegos estaban en su cabeza.

Pasó varios años en esos menesteres mnemotécnicos y quizás habría seguido toda la vida si el dueño de la funeraria, para recompensarlo, no hubiera cedido a sus ruegos de que lo llevara a cantar en los concursos del club Sunderland. Los premios se decidían por votación: cada entrada daba derecho a un voto, lo que creaba en la sala un aire de campaña electoral. Estéfano tenía pocas posibilidades y lo sabía. Lo único que le importaba, sin embargo, era que la voz, oculta durante tantos años, fluyera por fin en la luz del mundo.

El célebre barítono Antonio Rossi llevaba acumulados diez sábados de triunfos en el Sunderland, y había anunciado que volvería a participar. Su repertorio era previsible: incluía sólo aquellos tangos que estaban de moda y que facilitaban el baile. Estéfano, en cambio, había decidido concursar con alguna canción anterior a 1920, eludiendo las letras de doble sentido para no ofender a las damas.

La funeraria cerraba con frecuencia, por falta de difuntos. Estéfano aprovechaba esas ocasiones para ensayar Mano a mano, un tango de Celedonio Flores que tenía un final de inesperada generosidad. Después de vacilar entre otros de Pascual Contursi y de Ángel Villoldo, se había decidido por el que su madre prefería.

Durante horas, imitaba entre los ataúdes vacíos las poses de Gardel, con el echarpe enrollado al cuello. Aprendió que su imagen parecía más gallarda si prescindía del bastón y sostenía el micrófono sentado sobre una banqueta.

La víspera del concurso descubrió, en el vestíbulo de la funeraria, un viejo suplemento del diario La Nación dedicado al autor de una sola novela que había muerto de tisis en plena juventud. El nombre real del novelista, José María Miró, nada le decía. El seudónimo, en cambio, tenía tanta afinidad con los fonemas de Carlos Gardel, que decidió apropiárselo. Llamarse Julián Martel, como el desdichado escritor del que hablaba el suplemento, podía inducir a la confusión; preferir Carlos Martel era casi un plagio. Optó, entonces, por ser Julio Martel. Al inscribirse en el concurso había prescindido de su ridículo apellido, quedándose con Estéfano, a secas. Ahora pediría que lo anunciaran bajo su nueva identidad.

A las siete de la tarde de un sábado de noviembre, el maestro de ceremonias del Sunderland introdujo por primera vez al joven tenor. Lo habían precedido siete cantantes de voz mediocre. La atención de la sala estaba suspendida a la espera de Antonio Rossi, que iba a repetir, a pedido del público, En esta tarde gris, de Mores y Contursi. La pista de baile era una cancha de básquetbol de la que se retiraban los aros y que al día siguiente se usaba para campeonatos de fútbol infantil.

Tenía una tarima al fondo con atriles para los dos violines de acompañamiento. Los cantantes solían acercarse demasiado al micrófono y sus interpretaciones eran cortadas por chirridos de estática que desanimaban a la concurrencia. Algunos aficionados, impacientes, preferían conversar o retirarse a la vereda. A la mayoría sólo le interesaba la entrada de Rossi, el invariable resultado del concurso, y el baile que lo sucedía, con música grabada de las grandes orquestas.

Antes de salir al escenario, Estéfano, que ya era definitivamente Julio Martel, supo que iba a perder. Al mirarse en un espejo del pasillo, lo desanimaron su traje brilloso, la camisa con el cuello demasiado grande, la torpe corbata de moño. El peinado con goma tragacanto, que brillaba a las cuatro de la tarde, y se deshacía a las siete en una niebla de caspa. En la sala, lo saludaron los tímidos aplausos de la señora Olivia y de tres vecinas. Mientras avanzaba hacia la banqueta, creyó discernir un murmullo de compasión. Cuando los violines arrancaron con Mano a mano, se dio valor a sí mismo imaginándose en la cubierta de un barco, irresistible como Gardel.

Tal vez sus ademanes fueran una parodia de los que se veían en las películas del cantor inmortal. Pero la voz era única. Alzaba vuelo por su cuenta, desplegando más sentimientos de los que podían caber en una vida entera y, por supuesto, más de los que dejaba entrever, con modestia, el tango de Celedonio Flores. Mano a mano evocaba la historia de una mujer que abandonaba al hombre que amaba por una vida de riquezas y placer. Martel lo convertía en un lamento místico sobre la carne perecedera y la soledad del alma sin Dios.

Los violines del acompañamiento eran desafinados y distraídos, pero quedaban velados por la espesura del canto que avanzaba solo como una furia de oro, y transformaba en oro todo lo que le salía al paso. Estéfano tenía una dicción deficiente: olvidaba las eses al final de las palabras y simplificaba el sonido de las equis en exuberancia y examen. Gardel, en la versión de Mano a mano con la guitarra de José Ricardo, dice carta en vez de canta y conesejo por consejo. Martel, en cambio, acariciaba las sílabas como si fueran de vidrio y las vertía intactas sobre un público que después de la primera estrofa estaba ya hechizado y en silencio.

Lo aplaudieron de pie. Algunas mujeres entusiastas, contrariando las reglas del concurso, le reclamaron un bis. Martel se retiró del escenario turbado y tuvo que apoyarse en el bastón. Desde un banco, en el pasillo, oyó a otro cantor imitar los relinchos de Alberto Castillo. Luego, lo estremecieron las salvas con que el público saludó la entrada de Rossi. Los primeros versos de En esta tarde gris, que su rival dejaba caer con voz descolorida, lo convencieron de que esa noche sucedería algo peor que su derrota. Sucedería su olvido. La votación confirmó, como siempre, la abrumadora supremacía de Rossi.

Mario Virgili tenía entonces quince años y sus padres lo habían llevado al club Sunderland para inculcarle amor por el tango. Virgili suponía que Rossi, Gardel, las orquestas de Troilo y de Julio De Caro, encarnaban todo lo que el género podía dar de sí. En 1976, la atroz dictadura argentina lo forzó al exilio, en el que persistió poco más de ocho años. Una noche, en la ciudad de Caracas, mientras visitaba una librería de Sabana Grande, oyó a lo lejos los compases de Mano a mano y sintió una invencible nostalgia. La melodía zumbó durante horas en su memoria, en un infinito presente que no quería retirarse. Virgili la había oído cientos de veces, cantada por Gardel, por Charlo, por Alberto Arenas, por Goyeneche. Sin embargo, la voz que estaba instalada en él era la de Martel. El fugaz momento de un sábado de noviembre, en el Sunderland, se había transfigurado para Virgili en un soplo de la eternidad.

La gente desaparecía por millares durante aquellos años, y el cantor también se desdibujó en la rutina de la funeraria, donde trabajaba setenta horas por semana. Como las quinielas habían sido legalizadas, el dueño las sustituyó por mesas de póker y bacarat instaladas al fondo del local, sobre los ataúdes sin uso. Martel tenía el don de saber qué cartas saldrían en cada ronda, e indicaba a los empleados, por un sistema de gestos, cómo tenían que jugar. Acudían numerosos técnicos y obreros sin empleo, y en cada una de las mesas había tanta tensión, tanto deseo de domesticar a la suerte, que Martel sentía remordimiento por acentuar la ruina de aquellos desesperados.

En la primavera de 1981, un coronel ordenó allanar el garito. El dueño de la funeraria fue juzgado pero lo absolvieron por errores de procedimiento. Martel, en cambio, pasó seis meses en la cárcel de Villa Devoto. Ese infortunio lo empequeñeció y adelgazó aún más. Le crecieron los pómulos y los ojos, que se volvieron oscuros y saltones, pero la voz siguió intacta, inmune a la enfermedad y a los fracasos.

Virgili, que había sido vendedor de enciclopedias en Venezuela, se asoció con dos amigos al volver del exilio e instaló una librería en la calle Corrientes, donde había otras veinte o treinta y abundaban los compradores. Lo favoreció un éxito inmediato. La gente se quedaba a conversar hasta la madrugada entre las mesas de saldos, y pronto se vio forzado a poner un café, que animaban guitarristas y poetas espontáneos.

Los meses pasaban desorientados, sin saber hacia dónde iban, como si el pasado fuera inocente del futuro. Una noche de 1985, en la librería, alguien mencionó a un tenor portentoso que cantaba en un almacén de Boedo por lo que quisieran pagarle. Era difícil entender las letras de sus tangos, que reproducían un lenguaje rancio y ya sin sentido. El tenor pronunciaba con delicadeza, pero las palabras no se dejaban atrapar:

Te renquéas a la minora

del esgunfio en el ficardo.

Así era todo, o casi todo. A veces, entre los seis o siete tangos que cantaba por noche, aparecían algunos que los oyentes más viejos identificaban no sin esfuerzo, como Me ensucié con levadura o Me empaché de tu pesebre, de los que no existían registros ni partituras.

En las primeras apariciones, cuando un flautista acompañaba al tenor, las canciones denotaban picardía, felicidad sexual, juventud perpetua. Luego el flautista fue reemplazado por un bandoneón impasible, grave, que ensombreció el repertorio. Hartos de canciones que no podían descifrar, los clientes más convencionales del almacén dejaron de frecuentarlo. Acudían, en cambio, oyentes con más imaginación, maravillados por una voz que, en vez de repetir imágenes o historias, se deslizaba de un sentimiento a otro, con la transparencia de una sonata. Como la música, la voz no necesitaba de sentidos. Se expresaba sólo a sí misma.

Virgili tuvo el pálpito de que esa persona era la misma que veintidós años atrás había cantado Mano a mano en el Sunderland. El sábado siguiente fue al almacén de Boedo. Cuando vio desplazarse a Martel hacia la tarima, junto al mostrador, incorpóreo como una araña, y lo oyó cantar, cayó en la cuenta de que su voz eludía todo relato porque ella misma era el relato de la Buenos Aires pasada y de la que vendría. Suspendida por un hilo tenue de los do y de los fa, la voz insinuaba el degüello de los unitarios, la pasión de Manuelita Rosas por su padre, la Revolución del Parque, el hacinamiento y la desesperanza de los inmigrantes, las matanzas de la Semana Trágica en 1919, el bombardeo de la Plaza de Mayo antes de la caída de Perón, Pedro Henríquez Ureña corriendo por los andenes de Constitución en busca de la muerte, las censuras del dictador Onganía al Magnificat de Bach y a las hechicerías de Noé, Deira y De la Vega en el Instituto Di Tella, los fracasos de una ciudad que tenía todo y a la vez tenía nada. Martel la dejaba caer como un agua de mil años.

—Venga a cantar a la librería El Rufián Melancólico —le propuso Virgili cuando la función terminó. Puedo pagarles una suma fija a usted y a su bandoneón.

—Suma fija, mirá qué bien. Pensé que ya no existían esas cosas.

La voz con la que hablaba no se parecía en absoluto a la del canto: era reticente y sin educación. El hombre que la emitía parecía distinto del que cantaba. Llevaba un ridículo anillo con piedras y sellos en el meñique izquierdo. Las venas de las manos estaban hinchadas, marcadas por agujas.

—Existen —dijo Virgili. En la calle Corrientes va a oírlo más gente. La que usted merece.

No se atrevía a tutearlo. Martel, en cambio, le respondía mirando hacia otro lado.

—La que viene acá no está mal, che. Decíme cómo es el trato y dejáme que lo piense.

Empezó a cantar en El Rufián el viernes siguiente. Seis meses después lo llevaron al Club del Vino, donde compartió la cartelera con Horacio Salgán, Ubaldo de Lío y el bandoneonista Néstor Marconi. Aunque sus tangos eran cada vez más abstrusos y remotos, la voz se alzaba con tanta pureza que la gente reconocía en ella los sentimientos que había perdido u olvidado, y rompía a llorar o a reír, sin la menor vergüenza. La noche en que Jean Franco fue al Club del Vino lo aplaudieron de pie durante diez minutos, y habría seguido así quién sabe por cuánto tiempo si una hemorragia en el aparato digestivo no lo hubiera mandado al hospital.

A la hemofilia de Martel, provocada por la carencia del factor octavo, se le sumó un cortejo de enfermedades. Con frecuencia sucumbía a fiebres malignas y neumonías o se llenaba de costras que disimulaba con maquillaje. Ninguno de sus admiradores sabía que llegaba a cantar en silla de ruedas, y que no habría podido caminar más de tres pasos por el escenario. Cerca de las bambalinas estaba siempre una banqueta atornillada al piso, en la cual se apoyaba para cantar después de una ligera inclinación de cabeza. Hacía ya tiempo que era incapaz de imitar los ademanes de Gardel y, aunque nada le habría gustado más que poder hacerlo, su estilo había ganado por eso en parquedad y en una cierta invisibilidad del cuerpo. Así, la voz destellaba sola, como si no existiera otra cosa en el mundo, ni siquiera el bandoneón de fondo que la acompañaba.

La hemorragia digestiva lo mantuvo durante un par de años fuera de circulación. Meses antes de que yo llegara a Buenos Aires, volvió a cantar. Ya no lo hacía cuando le pedían sino cuando a él le daba la gana. En vez de regresar a El Rufián o al Club del Vino, donde aún se lo añoraba, aparecía de pronto en las milongas de San Telmo y de Villa Urquiza, u ofrecía funciones al aire libre en cualquier lugar de la ciudad, para los que quisieran oírlo. Al repertorio de tangos pretéritos se fueron incorporando los que habían compuesto Gardel y Le Pera, y algunos clásicos de Cadícamo.

Cierta noche cantó desde el balcón de uno de los hoteles para amantes furtivos que había en la calle Azcuénaga, detrás del cementerio de la Recoleta. Muchas parejas interrumpieron el fragor de sus pasiones y oyeron cómo la voz poderosa se infiltraba por las ventanas y bañaba para siempre sus cuerpos con un tango cuyo lenguaje no entendían ni habían oído jamás, pero que reconocían como si les viniera de una vida anterior. Uno de los testigos le contó a Virgili que sobre las cruces y arcángeles del cementerio se abrió el arco de una aurora boreal, y que después del canto todos los que estaban allí sintieron una paz sin culpas.

Se presentaba en lugares inusuales, que no tenían interés especial para nadie o que quizá dibujaban un mapa de otra Buenos Aires. Después del recital en la estación, anunció que alguna vez descendería al canal por el que discurría el arroyo Maldonado, bajo la avenida Juan B. Justo, atravesando la ciudad de este a oeste, para cantar allí un tango del que ya nadie tenía memoria, cuyo ritmo era una mixtura indiscernible de habaneras, milongas y rancheras.

Sin embargo, antes cantó en otro túnel: el que se abre como un delta bajo el obelisco de la Plaza de la República, en el cruce de la avenida 9 de Julio y la calle Corrientes. El lugar es inadecuado para la voz, porque los sonidos se arrastran seis o siete metros y se apagan de súbito. En una de las entradas hay una hilera de butacas con apoyapiés para los escasos paseantes que se lustran los zapatos, y bancos minúsculos para quienes los sirven. Alrededor, abundan los afiches de equipos de fútbol y conejitas de Playboy. Dos de los desvíos conducen a kioscos y baratillos de ropa militar, diarios y revistas usados, plantillas y cordones de zapatos, perfumes de fabricación casera, estampillas, bolsos y billeteras, reproducciones industriales del Guernica y de la Paloma de Picasso, paraguas, medias.

Martel no cantó en esos desvíos populosos del laberinto sino en una de las oquedades sin salida, donde algunas familias sin techo habían montado su campamento de nómadas. Cualquier voz cae allí desplomada apenas sale de la garganta: la espesura del aire la derriba. A Martel se lo oyó, sin embargo, en todos los afluentes de los túneles, porque su voz iba sorteando los obstáculos como un hilo de agua. Fue la única vez que cantó Caminito, de Filiberto y Coria Peñaloza, un tango inferior a las exigencias de su repertorio. Virgili creía que lo hizo porque todos los que andaban por ahí podrían seguir la letra sin desorientarse, y porque no quería añadir otro enigma a un laberinto subterráneo en el que ya había tantos.

Nadie sabía por qué Martel actuaba en lugares tan inhóspitos sin, además, cobrar un centavo. A fines de la primavera de 2001, en Buenos Aires abundaban las peñas, los teatros, las cantinas y las milongas que lo habrían recibido con los brazos abiertos. Quizá tuviera vergüenza de exponer un cuerpo con el que, día tras día, se ensañaban las enfermedades. Estuvo internado dos semanas por una fibrosis hepática. A veces le salía sangre por la nariz. La artrosis no le daba tregua. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba, acudía a sitios absurdos y cantaba para sí mismo.

Aquellos recitales debían de tener un sentido que sólo él conocía, y así se lo dije a Virgili. Me propuse averiguar si los sitios a los que acudía Martel estaban unidos por algún orden o designio. Cualquier artificio de la lógica o la repetición de un detalle podría revelar la secuencia completa y permitir que me adelantara a su próxima aparición. Yo estaba convencido de que los desplazamientos aludían a un Buenos Aires que no veíamos y durante una mañana entera me entretuve componiendo anagramas con el nombre de la ciudad, sin llegar a parte alguna. Los que encontré eran idiotas:

beso en Rusia

no sé, es rubia

suena, serbio

sería un beso.

Una tarde, a eso de las dos, Martel se internó en las entrañas del Palacio de Aguas, donde aún se conservan, intactas, las pasarelas de hierro, las válvulas, los tanques, las cañerías y las columnas que cien años antes distribuían setenta y dos mil toneladas de agua potable entre los habitantes de Buenos Aires. Supe que allí había cantado otro tango de sonidos oscuros y que se había retirado en silla de ruedas. No le importaba, entonces, repetir los dibujos de la historia, porque la historia no se mueve, no habla, todo lo que hay en ella ya está dicho. Quería, más bien, recuperar una ciudad del pasado que sólo él conocía e ir transfigurándola en el presente de la ciudad que se llevaría consigo cuando muriera.