DOCE

Viernes, 24 de diciembre, 11.00 horas

El Bronx, Nueva Cork

Toni subió los familiares escalones de un edificio de ladrillo pardusco, unos escalones que había barrido a diario cuando estudiaba con Guru DeBeers. Ahora debía de barrerlos otra persona, porque estaban muy limpios, sin nieve, hielo ni polvo. La puerta de cristal esmerilado estaba cerrada con llave, pero Toni aún conservaba su vieja llave. Abrió la puerta y entró. En el vestíbulo hacía casi tanto frío como en la calle.

El apartamento de Guru era el tercero a la izquierda. Al ir a llamar con los nudillos oyó que una mujer mayor de voz ronca se dirigía a ella.

—Puedes entrar; no está cerrado con llave.

Toni sonrió. No había llegado a llamar, pero Guru ya sabía que era ella. Estaba segura de que aquella mujer tenía facultades paranormales.

El apartamento estaba igual que el año anterior e igual que cuando ella era pequeña. El viejo sofá tapizado de verde, con un tapete de ganchillo en el respaldo, y la mesita auxiliar calzada con una novela de Stephen King estaban donde siempre.

Guru estaba en la cocina moliendo café con el molinillo que se trajo de Yakarta hacía sesenta años. A medida que hacía girar lentamente la manivela, el aroma del café, que le enviaba un pariente lejano desde las montañas de Java, le llegaba con toda su intensidad.

Las dos mujeres se miraron. Toni llevó las manos juntas frente a la cara y luego las bajó hasta la altura del corazón, haciendo una reverencia namaste.

Guru correspondió al saludo y se abrazaron.

Con ochenta y tantos años, Guru seguía teniendo una sólida complexión, aunque ahora no fuese tan fuerte ni tan rápida como antes. Su pelo, completamente blanco, olía a jengibre, debido al champú que usaba desde hacía muchísimos años.

—Bienvenida a casa, Tunangannya —dijo Guru.

Toni sonrió. La había llamado «la mejor de las chicas», como casi desde que se conocieron.

—En seguida estará listo —indicó la anciana.

Guru echó el café recién molido en un cucurucho de papel de color marrón y lo acopló al receptáculo de acero inoxidable encima del recipiente. Luego vertió agua de una pava que había tenido calentándose en su pequeña cocina de cuatro fogones. El aroma era delicioso.

Guru aguardó hasta que casi toda el agua se hubo filtrado y luego añadió un poco más. Repitió la operación hasta vaciar el hervidor. Después alcanzó dos jarras corrientes de cerámica de la alacena y sirvió el café. No le preguntó si quería tomarlo con leche y azúcar. Guru ofrecía café a todo el que la visitaba, pero siempre solo. Adulterar el café era, para su manera de pensar, casi un pecado.

Las creencias religiosas de Guru eran una amalgama bastante complicada de hinduismo, islamismo y cristianismo.

En silencio, las dos mujeres fueron al salón. Guru se sentó en una silla y Toni en el sofá. Y, todavía sin decir palabra, bebieron sendos sorbos de café caliente.

Guru hacía el mejor café que Toni había tomado nunca. Tanto es así, que le estropeaba el placer de tomarlo en cualquier otro sitio. Si la cadena Starbucks contratase a Guru, triplicaría sus beneficios.

—¿Qué tal por Washington? ¿Ha visto ya tu joven la luz?

—Todavía no, abuela.

Guru bebió un sorbo de café y asintió con la cabeza.

—Pero la verá. Todos los hombres son lentos, unos más que otros.

—Ojalá estuviese yo tan segura.

—No lo dudes, niña. Pero si no sabe valorarte adecuadamente es que no te merece.

Cuando casi habían apurado el café de las tazas, Guru miró a Toni con expresión solemne.

—Creo que ha llegado el momento de contarte una historia; una historia acerca de mi pueblo.

Toni asintió con la cabeza en silencio. Guru le había enseñado mucho utilizando este método, por medio de cuentos y leyendas javanesas.

—Mi bisabuelo llegó en 1835 de Holanda en un velero. Llegó para trabajar en una finca en la que cultivaban índigo, café y caña de azúcar. Por entonces, el país no se llamaba Indonesia. Los hombres blancos llamaban a las islas Indias Orientales Holandesas y también Islas de las Especias. Mi pueblo llamaba a nuestra isla Java.

Guru alzó su jarra vacía. Toni se levantó con ambas jarras, se acercó a la cocina y volvió a llenarlas. La anciana siguió hablando.

—Mi bisabuelo fue a trabajar a la finca, a las afueras de Yakarta, que no estaba tan poblada como ahora. Estaba casado y su esposa y sus dos hijos se habían quedado en Holanda. Pero como solían hacer los hombres blancos por entonces cuando estaban en el extranjero, tomó por esposa a una nativa, mi bisabuela.

Toni le acercó la jarra a Guru, volvió a sentarse en el sofá y bebió un sorbo.

—De esa unión nació mi abuelo, que fue el mayor de seis hermanos y dos hermanas. Y cuando mi abuelo cumplió once veranos, mi bisabuelo volvió a Holanda para reunirse con su esposa y sus hijos, convertido en un hombre rico. Dejó a su familia javanesa con el futuro asegurado, algo que no acostumbraban a hacer los hombres blancos, pero interrumpió todo contacto.

»La familia de mi bisabuela la acogió a ella y a sus hijos, y siguieron adelante.

Toni hizo un ligero ademán para indicarle que continuase. Guru le había contado muchas historias, pero nunca nada tan personal acerca de su familia.

—El hermano de mi bisabuela, Ba Pa el Sabio, se hizo cargo de enseñar a mi abuelo a hacerse un hombre. Su nombre holandés era Willem. Mi abuelo creció fuerte y hábil e ingresó en el ejército. —Bebió un sorbo de café y luego prosiguió—: Ve a mi dormitorio y mira en la mesita de noche. Hay una cosa encima de una almohadilla de seda. Tráemela.

Toni casi se atragantó con el café. En todos aquellos años de preparación con Guru, nunca había pasado de la puerta de su dormitorio. Y había alimentado todo tipo de fantasías acerca de lo que pudiese haber allí; quizá trofeos de los reductores de cabezas colgando del techo o paredes cubiertas de obras de arte indonesio.

Pero no había nada de todo eso. Era un dormitorio corriente, como el de cualquier mujer mayor. Había una cama, una cómoda labrada casi a los pies de la cama, de teca o de caoba, y un armario ropero alto y oscuro con un espejo de cuerpo entero que ya había perdido parte del revestimiento de mercurio. En una pared había una pintura de una chica desnuda que estaba de pie en el remanso de un río frente a unas cataratas. La estancia olía a incienso y a pachulí o a almizcle.

Pero en la mesita de noche había una almohadilla de color rojo, y encima de la almohadilla, un kris dentro de una funda de madera y metal.

Toni sabía lo que era. Había leído un poco acerca de Indonesia, llevada por la curiosidad acerca del país de origen del arte marcial que practicaba y, aunque nunca se había ejercitado con un kris, se había familiarizado con el manejo de muchas armas blancas.

Alcanzó el kris, que debía de tener unos cuarenta centímetros de hoja (todos tenían entre treinta y cuarenta y cinco centímetros); la hoja era ondulada y de doble filo. Estaba hecha con capas de acero forjado a mano, y, al igual que las espadas de Damasco y las katanas de los samurais, tenía grabados en relieve.

Volvió en seguida a la sala de estar, impaciente por oír el resto de la historia que Guru le estaba contando.

Guru tomó el kris y le devolvió la jarra a Toni, que la llenó de nuevo.

—El hermano de mi bisabuela, Ba Pa, no tuvo hijos varones, sino sólo hijas y, cuando a mi abuelo le llegó el momento de hacerse hombre, le dieron el kris, éste, concretamente. Ha seguido en la familia desde entonces.

La anciana desenfundó el kris y lo sostuvo en la mano. La hoja ondulada semejaba una cinta de acero, con seis o siete curvas por ambos lados y una empuñadura corta, parecida a la culata de una pistola. Era de color negro mate y en una de las caras tenía una pequeña protuberancia, como si fuese un brote de una rama; la otra cara tenía pequeñas muescas a modo de dientes de sierra.

—En los tiempos en que los espíritus aún eran poderosos en Java, el kris tenía mucha hantu (mucha magia). Tiene trece curvas y un grabado que llaman «lluvia dorada». Esto, ¿lo ves?

Guru señaló unos pequeños orificios que semejaban las marcas que hacen las gotas de lluvia al caer.

—Este kris propiciaba la buena suerte y la riqueza a quien lo poseyese. Algunos creían que un buen kris podía matar lentamente a un enemigo con sólo apuñalar su sombra o las huellas de sus pisadas. Si un enemigo se acercaba, un buen kris se movía solo en la funda para alertar a su dueño del peligro. Incluso un tigre huía al ver la hoja de un kris.

Según el abuelo del hermano de mi bisabuela, este kris en cierta ocasión salió volando de la funda como un garuda y le cortó la mano a un ladrón que intentaba entrar a robar en una casa aprovechando la luna nueva.

Guru sonrió.

—Por supuesto, algunas de estas viejas historias han podido ser adornadas y exageradas.

La anciana volvió a guardar el kris en la funda y lo dejó en su regazo. Había dejado la jarra encima del tapete de ganchillo de la mesita auxiliar y el café se le había enfriado.

—Mi abuelo le dio este kris a mi padre y mi padre se lo dio a su vez a mi único hermano. —Dejó vagar la mirada unos momentos como tratando de explorar en la lejanía de su memoria y luego prosiguió—: Mi hermano murió en la guerra contra los japoneses antes de que pudiese formar una familia. Muchos de nuestros jóvenes murieron también. Y como después de aquella guerra a mi padre no le quedaron hijos ni sobrinos varones, el kris pasó a mis manos.

Guardaron silencio unos momentos hasta que la anciana reanudó su relato.

—Yo le di a mi esposo tres hijos y una hija. Dos de mis hijos viven y tengo seis nietos, un biznieto y dos biznietas. Mis hijos son ya muy mayores. Una de mis nietas es maestra, y la otra, médica. Forman una buena familia. Se han abierto camino, repartidos por todo el país, y todos son buenos norteamericanos. Y me parece bien. Pero ningún miembro de la familia ha estudiado las artes marciales. Aunque no, eso no es exacto, porque tengo un nieto en Arizona que practica el taekwondo y uno de mis hijos practica el tai chi para mantener en forma sus articulaciones. Sin embargo, ninguno de ellos se ha iniciado en el silat. Tú eres mi alumna, la portadora de mi linaje, de modo que ahora este kris te pertenece.

La anciana le tendió la daga a Toni.

Toni sabía que aquello era muy importante para Guru y no vaciló un momento en aceptar el kris. Se arrodilló junto a la anciana y tomó la daga entre sus manos.

—Gracias, Guru. Me siento muy honrada.

La anciana sonrió y dejó ver sus dientes, amarillentos a causa del tabaco.

—Y debes sentirte honrada, niña. Dice mucho de mis enseñanzas que lo hayas expresado así —dijo Guru—. Nunca pude soñar con una alumna mejor. Debes tener siempre el kris en una almohadilla roja de seda junto a tu cama mientras duermes. Aunque… si tienes un novio norteamericano, acaso el kris lo ponga algo nervioso —añadió, riendo.

Toni miró la suave madera de la funda. ¿Por qué le daba Guru entonces aquella arma? Se estremeció al imaginar la razón.

—Guru… ¿no estarás…? ¿Estás bien de salud? La anciana se echó a reír.

—No, no temas, que aún no me apetece dejar este mundo. Pero tú necesitas más la hantu que yo. He tenido una vida plena, y en cambio, tú todavía no te has casado. Una mujer de tu edad ha de pensar en estas cosas. No hay que olvidar que es una arma mágica, ¿kah?

—¿Más café, Guru? —preguntó Toni, sonriente.

—Sólo media jarra. Y háblame más de ese joven que aún ha de reconocer tu espíritu. Quizá juntas encontremos el modo de despertarlo.