SIETE
Lunes, 20 de diciembre, 10.25 horas
Quantico, Virginia
Joanna Winthrop se lavó las manos, arrancó una toalla de papel del dispensador automático y se miró al espejo del lavabo de señoras.
Meneó la cabeza ante su doble. Durante toda su vida, los hombres —jóvenes y viejos, y más de una mujer— no habían hecho más que repetir lo bonita que era. Pero ella seguía sin verse tan bonita. Había aprendido a fingir no reparar en las miradas que le dirigían los demás, pero aún seguían parándola por la calle muchos desconocidos sólo para decirle lo atractiva que era. Resultaba halagador e interesante, pero a la vez también era un incordio.
Y un misterio para Winthrop. Tenía una hermana, Diane, que era realmente bonita y siempre decía que a su lado se sentía como el patito feo. Su madre, pese a sus cincuenta años, estaba impresionante; las arrugas que se le formaban en la comisura de los labios al sonreír y su pelo gris no hacían sino acentuar sus perfectas facciones y la tersura de su cutis. Desde luego, Joanna no era fea, pero entre las Winthrop estaba en el tercer lugar por lo que a atractivo físico se refería. O, por lo menos, así se lo parecía a ella.
Aunque, claro, eso no era lo que opinaban la mayoría de las personas que las conocían. Este hecho había supuesto una relativa ventaja durante toda su vida. Cuando era adolescente le encantaba que la invitasen a todas las fiestas, estar siempre en el primer lugar de las agendas de todos los chicos, ser popular y pretendida. Lo tenía asumido como algo normal, hasta que un día se miró y cayó en la cuenta de que, para la mayoría de las personas, no era más que un objeto decorativo. Todo lo que tenía que hacer era sonreír, estar siempre guapa, ser un adorno. Con eso se conformaban los demás, pero no ella. Porque si tan bonita era…, bueno, ¿y qué? No era algo que ella se hubiese ganado; había nacido así. ¿Quién podía vanagloriarse de lo que le venía dado por nacimiento?
Los chicos se quedaban sin habla ante su presencia, pero hacían cola para conseguir la oportunidad de soltarse la lengua y, al final, caía en la cuenta de que para ellos no era realmente una persona, sino un trofeo; alguien a quien convencer, cazar y exhibir.
«Fijaos, tíos, en la que cuelga de mi brazo. ¿A que os gustaría estar en mi lugar?».
Joanna era inteligente y sacaba buenas notas en el instituto. Iba muy bien encarrilada para seguir una carrera universitaria, pero eso no parecía importarle a nadie. Por lo visto, ser bonita era para todo el mundo más importante que ser inteligente. Para todo el mundo, menos para Joanna Winthrop.
La belleza se ajaba con los años, aunque eran muchas las personas que no reparaban en ello o fingían no darse cuenta.
Tiró la toalla a la papelera y volvió a mirarse al espejo. El primer chico con el que se había acostado, a los diecisiete años, era el presidente del Club Científico, no cualquiera de la docena de memos que iban tras ella. Era un chico inteligente, bien educado y atractivo, con un aire de poeta, un joven sensible, solícito, que la respetaba por su talento. O, al menos, eso era lo que ella había creído.
Pero al día siguiente, el considerado joven había fanfarroneado ante sus amigos, alardeando de haberse acostado con ella. A eso se reducía su sensibilidad, su estima y su respeto. Le destrozó el corazón.
La mayoría de las chicas que conocía tenían celos de su atractivo, sobre todo las que eran bonitas. Su única verdadera amiga en el instituto había sido Maudie Van Buren, que siempre fue sincera con ella. Le sobraban veinticinco kilos y era una adicta al footing. Pero, en realidad, a Maudie no le importaba su aspecto ni el de Joanna —ni el de ninguna otra—, y no comprendía por qué Joanna se preocupaba tanto por ser tan popular entre los chicos. A ella le habría encantado estar en las agendas de los chicos, fuese para lo que fuese, decía siempre.
Al terminar el bachillerato habían ido a estudiar a universidades diferentes; Winthrop, al Instituto Tecnológico de Massachusetts, y Van Buren, a la Universidad de California, en Los Ángeles. Pero siguieron en contacto, y todos los años pasaban una semana juntas en el chalet de montaña que el tío de Maudie tenía en las afueras de Boulder, Colorado.
Durante las vacaciones, entre segundo y tercer curso, pasaron horas charlando del que por entonces era su tema preferido.
Maudie se había puesto a régimen, había empezado a hacer gimnasia y, en seis meses, había perdido los kilos que le sobraban. Se había estilizado y estaba hecha una preciosidad.
Con botellas de cerveza de por medio (destilada en casa y que el tío de Maudie les había dejado en el frigorífico antes de marcharse), las dos jóvenes hablaban durante horas.
—Creo que al final he conseguido ser bonita —dijo Maudie.
Winthrop le sonrió tras beber un trago del turbio brebaje.
—Me refiero a que, cuando estaba hecha una foca, quienes querían mi compañía la querían por mi personalidad y no tenía que abrirme paso a codazos entre mis admiradores.
Ahora me llaman a menudo muchos chicos que me ignoraban por completo cuando estaba tan gorda. Es como si de pronto me hubiese hecho rica y todos quisieran ser mis amigos. —Bebió un trago de cerveza y prosiguió—: Pero, para mí, la talla de un chico que sólo se interesa por una por su atractivo físico no pasa de la altura del bordillo de la acera. Resulta bastante difícil confiar en alguien así. Lo de «cariño, te quiero por tu inteligencia» resulta bastante sospechoso cuando te lo dicen a la vez que te meten mano bajo los sostenes.
Joanna sonrió y bebió otro trago.
—Si yo te contara…
Maudie la miró como si la viese por primera vez.
—Tú has tenido que soportarlo durante toda tu vida. ¿Cómo te las has arreglado para superarlo?
—¿Superarlo? Tropiezo en la misma piedra un día sí y otro también. Pero una acaba por acostumbrarse.
—Me parece que volveré a atiborrarme —dijo Maudie—. ¿Para qué estresarse? Quizá sea mejor estar gorda y poder confiar en mis amigos que estar como una sílfide y desconfiar de todo el mundo.
—No, creo que lo mejor es encontrar a alguien que pase de tu cara bonita y de tus tetas. O más exactamente, que no le importen demasiado. No es que estorbe que crean que eres atractiva. Eso está bien, siempre y cuando crean de verdad que no es eso lo mejor de una.
—¿Y tienes a alguien así? —preguntó Maudie.
—Pues… te tengo a ti.
—Me refiero a algún chico.
—Todavía no. Pero no desespero. Debe de andar por ahí, y cualquier día me toparé con él.
—Humm…, a lo mejor lo encuentro yo antes.
Se echaron a reír y siguieron bebiendo el malteado brebaje del tío de Maudie.
Y también se echó a reír Joanna al recordarlo ahora.
De pronto sonó el virgil de Winthrop, que se lo desprendió del cinturón. En la pantallita de cristal líquido se veía el nombre de la persona que la llamaba. Era el comandante Michaels.
—Diga, señor.
—Tenemos un grave problema, Joanna. Le agradecería que viniese a mi despacho.
—En seguida voy —dijo la teniente, que desconectó, se colgó el virgil del cinturón, volvió a mirarse al espejo y se dispuso a salir del lavabo.
Lunes, 20 de diciembre, 10.45 horas
Michaels miró a los tres jefes de su equipo informático, el mejor grupo que había tenido nunca bajo sus órdenes. Los tres lo miraron impacientes en cuanto hubo terminado de exponerles la situación.
—Bien, esto es lo que hay. La CIA está muy preocupada, y con razón. Quieren que intervengamos. Cuarenta años de trabajo se les han ido al garete. Y aún puede ser peor. Tendríamos que hacer una valoración de los riesgos y una simulación del panorama, Jay. ¿Qué puedes decirme?
—Me gustaría poder darte buenas noticias, jefe, pero hasta el momento, nada de nada. No creo que estemos ante un niño prodigio de la piratería informática. Lo que he averiguado hasta ahora es tan simple como lo del ruso que acabamos de descubrir. Ese tío, quienquiera que sea, entra y sale de la red con mucha rapidez. Aún no he podido dar con él.
—¿Cómo crees que ha conseguido esos datos, Toni?
—Me parece que podemos considerar tres posibilidades —repuso ella—: que haya logrado entrar en archivos secretos y los haya robado; que alguien que los conoce se los haya facilitado; o que sea alguien que conoce esos archivos.
—O sea que, prácticamente, podría tratarse de cualquiera —señaló Joanna—. Puede ser alguien de dentro o de fuera.
—¿Cómo vamos a encontrarlo? —preguntó Michaels.
Todos se hicieron los remolones para contestar y Michaels sabía por qué. Si el responsable no había dejado una pista clara, y si no volvía a actuar, encontrarlo iba a ser un milagro.
—Bueno…, dejemos eso de momento. ¿Cómo podemos evitar que vuelva a actuar?
Michaels ya sabía la respuesta, pero quería que los tres miembros del equipo aguzasen el ingenio.
—Ya hemos dado la alerta a todos los organismos federales para que refuercen las medidas de seguridad —contestó Jay—; que cambien las contraseñas, que reprogramen las tareas periódicas y las conviertan en irregulares.
—Eso funcionará si se trata de alguien de fuera —repuso Toni—, pero no si se trata de un funcionario autorizado a entrar en los archivos.
—O de alguien a quien el hipotético funcionario le facilite los datos… —intervino Joanna.
Michaels asintió con la cabeza. No había sido culpa suya, pero tenía que atrapar a aquel individuo antes de que provocase más muertes.
—Veréis, ese tipo, quienquiera que sea, ha causado por lo menos una muerte, y puede que más, y lo más probable es que causase otras. Ha puesto en peligro la seguridad nacional, nos ha enemistado con muchos de nuestros aliados y, por si fuera poco, también ha puesto en entredicho a Net Force. No faltarán quienes querrán utilizar esto contra nosotros. Quiero que me presentéis lo antes posible planes de emergencia, simulaciones acerca de cómo atrapar a ese individuo. Utilizad todo el tiempo que creáis necesario, gastad lo que tengáis que gastar, pedid favores, lo que sea. Se trata de una situación crítica, de máxima prioridad. Tenemos otros asuntos que atender, por supuesto, pero éste es el más importante.
Los tres asintieron.
—Pues… ya sabéis: a trabajar.
Cuando los tres se hubieron marchado, Michaels se levantó con la mirada abstraída. No era un simple aguacero, sino una tormenta con aparato eléctrico. Y su misión consistía en evitar las consecuencias.
Lunes, 20 de diciembre, 12.05 horas
Toni estiró las piernas y adoptó la postura sempok, sentada. Quienes dominaban el silat podían defenderse de un agresor en posición sedente, levantarse de un salto, soltar una patada o un puñetazo, o desplazarse rápidamente hacia un lado para esquivarlo. No era una postura muy airosa, pero resultaba eficaz, y de eso era de lo que se trataba. En el silat, el objetivo era conseguir neutralizar al agresor, no adoptar una postura estética para la ajena contemplación.
Alzó la vista y vio a Alex entrar en el gimnasio con su bolsa. Arqueó las cejas, sorprendida. No esperaba verlo allí aquel día, teniendo en cuenta el follón que se había armado con el asunto de los espías.
—No esperaba verte hoy —dijo Toni.
—Ni yo tampoco —repuso él—. No puedo hacer gran cosa a la hora del almuerzo. Aquellos con quienes me interesa hablar estarán almorzando, y detesto interrumpir a alguien que se toma unos minutos para reponer fuerzas. Además, el ejercicio ayuda a aclarar las ideas. Voy a cambiarme y vuelvo.
Alex enfiló hacia el vestuario y Toni siguió con sus ejercicios. Pobre Alex. Se había tomado aquello tan a pecho como si hubiese sido culpa suya. Ella procuraba evitarle preocupaciones, pero no podía detener la montaña de papel que aterrizaba en su mesa a diario.
Le habría encantado poder hacerle la vida mucho más relajada fuera del trabajo. Necesitaba que alguien cuidase de él, que le diese un masaje en la espalda, que le preparase una copa antes de cenar, y… ¿quizá alguien que lo matase a polvos?
Toni sonrió. Pues sí, eso también. Aunque era difícil que eso llegase a suceder. Él seguía siéndole fiel a su exesposa o, por lo menos, que ella supiese. Era una actitud tan admirable como frustrante. No le había pasado inadvertido cómo miraba a Joanna Winthrop. La teniente era muy atractiva y tenía una caída de ojos que hacía que a Toni se le hiciese un nudo en el estómago.
¿Cómo competir con una mujer que tenía una de las caras más bonitas que había visto, un cuerpo que no desmerecía de su cara y que era una auténtica lumbrera? La naturaleza se había pasado un pelín: tan inteligente… y tan bonita. Demasiado.
Toni suspiró. No podía reprocharle a Michaels que intentara ligarse a la hermosa teniente. Tenía claro que Alex no sentía por ella lo mismo que ella sentía por él. Ella lo amaba, aunque no llevaba su amor hasta el extremo de olvidarse de que existían otros hombres. Sin embargo, su aventura de una noche con Rusty había sido un error, que trató de remediar lo mejor que pudo de inmediato para evitar que Rusty concibiese esperanzas. Pero como Rusty había muerto, nadie lo sabía ni lo sabría nunca.
Estaba enamorada de su jefe pero se había acostado con otro. No parecía muy coherente, eso la hacía sentirse mal. Le dio un codazo a un agresor imaginario. Era una pena no poder controlar su vida amorosa tan fácilmente como a un ataque físico. La vida le sería mucho más fácil: pelearse con un compañero potencial, vencerlo y hacerlo suyo para siempre.
Lástima que no fuese tan sencillo.
Lunes, 20 de diciembre, 14.05 horas
Bladensburg, Maryland
Hugues iba en el coche solo, hacia una de sus casas seguras para entrevistarse con Platt.
Siempre había asuntos que no se podían tratar por teléfono, al igual que en Guinea-Bissau, y era necesario disponer de un lugar donde poder tratarlos en secreto.
En realidad no era una casa, sino un apartamento en la tercera planta de un edificio, un estudio de un solo dormitorio, en uno de los bosques de cemento del otro lado del límite del distrito de Columbia, en Maryland.
El complejo era parte de la ciudad dormitorio que había terminado por rodear la capital de la nación, tras crecer al principio lentamente y entrar luego en una especie de metástasis urbanística que proliferaba y se extendía en todas direcciones. Aquellos barrios eran el equivalente a las antiguas barriadas de chabolas de techumbre alquitranada.
El edificio del bloque se llamaba River View Province. Tenía tres plantas y unos mil habitáculos. Lo habían inaugurado hacía seis meses. Era un lugar perfecto para reuniones clandestinas. El edificio era tan grande que nadie conocía a sus vecinos ni reparaba en sus entradas y salidas. Se hallaba entre Colmar Manor y Bladensburg, justo frente a la SR 450. Desde la ventana de la cocina del apartamento de la tercera planta que Platt había alquilado se veía la bifurcación norte del río Anacostia.
El coche que conducía Hugues era alquilado, un Dodge gris de los más pequeños y corrientes, similar a centenares de miles que circulaban por las carreteras. Además, era muy improbable que en aquella zona encontrase a algún conocido ni que lo reconociese nadie, salvo un político drogadicto que, en cualquier caso, no vería nunca a Hugues y a Platt juntos.
Rodeó por la enorme explanada destinada a servir como aparcamiento y se perdió un par de veces en el laberinto de hileras de coches y de espacios señalizados, hasta que encontró la plaza correspondiente a su apartamento. Cerró el contacto y miró en derredor. No había nadie más que un tipo paseando a dos pastores alemanes con largas correas. Los perros olisqueaban el aire, mirando a un lado y a otro, muy alerta. ¿Cómo podía vivir una persona con dos perros tan enormes en un apartamento tan pequeño como los del bloque? El pobre hombre debía de pasar medio día paseando a los dos animales, pues, de lo contrario, le destrozarían los muebles y la moqueta.
A Hugues le gustaban los perros y, aunque entonces no tenía tiempo para cuidar animales, tal vez comprase una camada cuando tuviese una verdadera casa.
Cogió el ascensor hasta la tercera planta y luego enfiló por el pasillo hasta el apartamento, abrió la puerta con una tarjeta magnética y entró.
Platt ya estaba allí, de pie frente a la cocina, con una bolsa de plástico llena de cubitos de hielo que se oprimía en un lado de la cabeza. Tenía rasguños en la cara, un pómulo tumefacto y los nudillos de ambas manos descarnados y con costras de sangre.
—¿Qué demonios te ha pasado?
Platt sonrió y se retiró la bolsa de hielo de la cabeza.
—He tenido un pequeño cambio de impresiones con uno de nuestros privilegiados hermanos negros. Me ha atizado un buen gancho en este lado de la cabeza. Hay que procurar zanjar estas cosas a la primera de cambio, de lo contrario corres el riesgo de salir con un ojo a la funerala.
Soy demasiado guapo para que me pongan la cara como a un boxeador.
—Sabes perfectamente que debes procurar pasar inadvertido —le reprochó Hugues—. Tenías que haberlo rehuido.
—Dudo que pueda reconocerme. Le he saltado un par de dientes y probablemente le he roto dos costillas. No creo que llegue a ir al hospital, y seguramente estará bien en un par de semanas. Un buen dentista le repondrá los dientes. Me he marchado antes de que llegase la policía, aunque dudo que haya acudido. Sólo ha sido un combate a un par de asaltos. Era bastante bueno y nos lo hemos pasado en grande.
Pelearse de esa manera sólo para divertirse… No cabía duda de que Platt estaba chiflado.
—¿Tienes algo para mí? —preguntó el camorrista. Hugues sacó un sobre del maletín y se lo lanzó. Platt lo cazó al vuelo con una mano.
—Hay veinte mil dólares en billetes de cien usados.
—Con esto podré abastecerme de chuletas durante un par de semanas —dijo Platt.
—Pero no me falles. Asegúrate de que ese funcionario de la NSA te proporcione las listas.
—Descuida. Estoy impaciente por tener esos códigos, que la vida está muy cara.
Hugues meneó la cabeza.
—Los de la CIA deben de correr por todo Langley como gallinas con la cabeza cortada. Me parece que el actual director va a durar menos que un caramelo a la puerta de un colegio —dijo Platt echándose a reír.
—Sí, lo de la lista la ha armado buena —concedió Hugues—, pero debemos seguir presionando.
—Por supuesto. Los códigos de las bolsas de valores japonesas estarán en la red por la mañana. Y la información de los envíos de cocaína por avión del cártel Hijos del Sol estará en manos de sus competidores, los Hermanos Morte, mañana por la tarde. Caerán tres metros de nieve en Columbia antes de que se rehagan. La DEA se va a encontrar con unos pollitos boquiabiertos preguntándose qué demonios ha pasado.
—¿Y los bancos?
—Espero un envío el miércoles. Nada importante, sólo un par de miles de cuentacorrentistas de la costa Este con sus tarjetas electrónicas a disposición del público. Será interesante ver cuánto pescan.
—Bien. ¿Algo más?
—No. Tengo una cita con una masajista esta tarde. Me aliviará de las tensiones de… todo el cuerpo.
Hugues volvió a menear la cabeza. Hacía más de seis semanas que le había encargado a una agencia de detectives privados, muy cara pero muy discreta, que vigilase a Platt; no se fiaba de él en absoluto. Más que por temor a que lo traicionase, para estar informado de sus movimientos y evitar que diese un mal paso que los perjudicase a ambos. De modo que los detectives de la agencia lo informarían en seguida de su pelea callejera, como también de la masajista que había contratado Platt para «relajarse».
Sin duda sería una mujer de color, de raza negra concretamente, porque siempre las elegía así.
Platt había utilizado los servicios de masajistas femeninas catorce veces en las últimas seis semanas; se había acostado con media docena de prostitutas en Guinea-Bissau, además de con una que «trabajaba» en el aeropuerto de El Cairo, durante una escala para enlazar con otro vuelo. Y todas eran de color, más de veinte en total. Según los detectives de la agencia, no las trataba mal, y sólo parecían interesarle las relaciones heterosexuales convencionales. No era de los que gustaba de la «disciplina inglesa», de que lo flagelasen o lo atasen, ni tampoco de disfrazarse.
El racismo de Platt no era tan radical como para incluir a las mujeres de origen africano. Era asombroso ver convivir en Platt dos personalidades tan opuestas. Podía pegarse con un hombre de raza etiópica por la mañana y fornicar con una mujer del mismo origen por la tarde. La hipocresía era algo… maravilloso. Sin ella, el mundo no podría funcionar.
—De acuerdo —asintió Hugues—. Te llamaré cuando tenga algo más para ti.
—Hasta entonces, pues.