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Sobre los hippies
Para comprender la ilegalidad, el odio a la sociedad, las tendencias criminales, la rebelión contra la autoridad y la violencia e histeria de los hippies, es necesario estudiar las causas, y las causas se remontan a sus abuelos y a sus padres, a la generación de hace más de treinta años, mucho antes de que naciera la actual. Yo he estudiado a esos abuelos y padres, en su alegre y caótico apogeo en los años de la guerra de Roosevelt, y lo mismo yo que millones de personas involucradas, ya nos sentíamos preocupados y temerosos entonces. Voceamos nuestra preocupación, y se burlaron de nosotros. Sabíamos que Norteamérica estaba sembrando vientos y que recogería tempestades en esta generación.
Un prominente sociólogo que conozco me informó recientemente de que los hijos de padres —y abuelos— conservadores, y decentes cumplidores de la ley de la clase media, a menudo se rebelan y se muestran en desacuerdo con su familia. No hasta el punto quizá de volverse hippies, pero sí con gruñidos y constante insatisfacción. Esto es totalmente normal, e incluso sano, decía el sociólogo, pues la juventud siempre se cree superior a sus mayores. Más tarde, cuando la generación más joven pasa ya de los veinte años, se enfrenta con la realidad, se establece y la mayoría se convierte en sensatos ciudadanos.
Pero los hippies son algo completamente distinto. Sus abuelos, sus padres y ellos mismos estuvieron siempre, y desde el principio, de total y mutuo acuerdo. ¡En realidad, los abuelos y padres fueron los principales incitadores de la actual rebelión contra la ley de su prole!
No hay disensión entre ellos, como no la hay entre los hippies y tantos profesores «liberales» de las universidades.
Así que retrocedamos treinta años o más, cuando los abuelos de estos muchachos rebeldes eran jóvenes a su vez, y sus padres estaban aún en la escuela elemental o apenas iniciada la superior. La Gran Depresión contaba ya una década, y los principales perjudicados habían sido los trabajadores no especializados o semi-especializados, la mayoría personas decentes. Pero había entre ellos elementos astutos, envidiosos, ambiciosos, con tendencia a burlarse de la ley, y por lo general poco inteligentes y sin interés en mejorarse a sí mismos. Estos últimos nunca se habían ajustado a la sociedad, nunca habían sido industriosos, ni francos en sus ambiciones. Pero, mientras aún seguíamos siendo oficialmente «neutrales», todos ellos descubrieron que fácilmente podían hallar trabajo en las fábricas de armamento y, por primera vez en sus vidas improductivas e inútiles, empezaron a recibir lo que ellos llamaban «nuestros grandes cheques».
También había, entre la clase media, un abundante núcleo de personas con la misma clase de mentalidad, y con la misma envidia y resentimiento hacia los hombres más inteligentes y de más sanas ambiciones. Debido a su inferioridad de inteligencia y energía, sólo habían disfrutado de una posición mediocre en las profesiones y en los negocios. Sin embargo, antes que culparse a sí mismos, o a su herencia genética, echaban la culpa a la «sociedad», así, sin discriminación alguna. Cuando Roosevelt se las arregló para meternos en la guerra, también ellos descubrieron que sus ínfimas capacidades eran ahora solicitadas para «administrar» diversos cargos gubernamentales e incluso «dirigir» los negocios. Con gran alegría por su parte, también les pagaron «grandes cheques» por su desaliñada labor, pero su envidia y odio contra la sociedad no disminuyó.
Y esta visión distorsionada y sombría de la vida fue lo que dieron como herencia a sus hijos, entonces en la escuela superior o elemental, y aquellos niños son ahora los padres de los hippies. Porque, como todos sabemos, si bien la virtud y los buenos modales son difíciles de aprender y nunca están demasiado bien considerados, la ilegalidad, y el odio, y la rabia, es algo que los jóvenes absorben con facilidad. Esto es un hecho de la naturaleza humana que ningún realista puede negar. Los judíos y cristianos lo llaman el «pecado original».
Los padres de los hippies—entonces en el colegio— se vieron ricos de pronto, gracias al trabajo de sus padres en las industrias de guerra. Jamás antes habían conocido el lujo; no dominaban el arte de la moderación; no se les había instruido en la disciplina. Se lanzaron, pues, a escandalizar por las calles después de las clases gritando alegremente, con los bolsillos llenos de dinero. Sus padres tenían un carácter demasiado débil para imponer autoridad a sus propios hijos. Así que los padres de los hippies actuales se dedicaron a armar alborotos en los cinematógrafos de la época, y en las esquinas de las calles, y en los colegios, sin que nadie los frenara, aunque no llegaron a la violencia habitual hoy entre sus hijos. Invadieron las tiendas en todas las ciudades, comprando sin tasa, despilfarrando. Sus propios padres llenaban los bares, escandalizaban en las calles con sus automóviles flamantes, acudían a diario a restaurantes y espectáculos, y se sentían ebrios de euforia. Mientras tanto, muchos jóvenes morían en la guerra, en Europa y en el Pacífico.
Y todas esas personas quedaron horrorizadas, anonadadas, cuando terminó la guerra en Europa, en 1945. Pero Washington les tranquilizó diciendo que pasarían «años» antes de que el Japón se rindiera. Los dos periódicos de Buffalo llevaban ese mensaje de Washington en sus titulares cuando la derrota de Alemania, en mayo de 1945. Así que los abuelos de los hippies de hoy, temerosos de perder su trabajo en las fábricas de armamento, se sintieron más tranquilos: la guerra seguiría indefinidamente, los jóvenes soldados norteamericanos seguirían muriendo, y ellos seguirían cobrando sus «grandes cheques». Nadie llevaba carteles pidiendo la paz, nadie pedía que el país se retirara de la guerra. No había escándalos en las universidades, ni protestas, ni marchas. La guerra continuaría...
Pero entonces terminó la guerra, en agosto de 1945, con la rendición del Japón, e inmediatamente los abuelos de los hippies volvieron a sentirse aún más aterrorizados que antes. La producción de guerra se rebajó considerablemente, aunque Washington, en agosto de 1945, trató de tranquilizar a los «trabajadores» diciendo que «continuará habiendo suficientes guerras pequeñas para mantener a las fábricas de armamento en producción». He conservado el recorte de prensa. Ahora bien, en aquel tiempo el «Viejo Joe» Stalin gozaba de muchas simpatías entre nuestro gobierno.
—Me gusta el «Viejo Joe» —dijo el presidente Truman, sentimiento que despertó un eco feliz en todo Washington.
Pero ¿con quién nos enzarzaríamos en las llamadas «guerras pequeñas»? Nadie lo dijo. Al público le bastaba saber que continuaría la producción de armamento y «los grandes cheques».
Durante esa época, los ciudadanos más sobrios y decentes se sintieron alarmados ante la extravagante conducta de los universitarios, los que después serían los padres de la actual generación de hippies. Pero todas nuestras protestas fueron acogidas con escándalo de padres y profesores:
—¡Nuestros maravillosos muchachos y muchachas! ¡Si no hacen nada malo!
Actuaban ilegalmente, se lo disculpaban todo a sí mismos, eran ansiosos y abandonados, envidiosos, bastante estúpidos e incipientemente violentos. Pero... «eran nuestros maravillosos muchachos y muchachas».
La mayoría se vieron expulsados del colegio porque no tenían ni voluntad ni inteligencia suficiente para seguir adelante. A sus padres se les había dicho que la «prosperidad continuaría para siempre», y todos esperaban con ansia años y años de comodidad, dinero fácil, lujos que jamás habían ganado, y perpetua diversión.
Muchos de nosotros sugerimos que todos aquellos jóvenes se prepararan para algún oficio, ya que realmente no eran capaces de obtener títulos académicos, entonces todavía de elevada calidad. En una palabra: que se les enseñara a ganarse la vida. Pero de nuevo chillaron padres y profesores que aquellos «maravillosos muchachos y muchachas» merecían ser «instruidos» y, en consecuencia, el programa de colegios y universidades empezó a rebajarse para ponerlo a la altura de su mentalidad y capacidad inferiores.
Y todos los «psicólogos infantiles», orientados hacia el comunismo, se levantaron a una para declarar que «el ambiente», y no la herencia, lo era todo, y que cualquier joven podía educarse en la universidad si los profesores «se preocupaban» lo suficiente de «ayudarle». Los profesores lo intentaron. Dios sabe que sí lo intentaron. Yo conozco a muchos de ellos, y sé cuan desesperadamente lo intentaron. Fue inútil. Y el programa de cada colegio fue bajando y bajando, y los buenos profesores, en su desesperación, o bien dimitieron o bien se encogieron de hombros aguardando hasta cobrar sus pensiones. Así me lo dijeron.
La educación progresiva se había intentado ya en Rusia, donde se creía que «el ambiente lo es todo». Pero los comunistas rusos son duros, tercos y realistas. Descubrieron que no servía. De modo que rechazaron la educación progresiva y los escolares incapaces de llegar a los grados establecidos fueron rápidamente sacados de las aulas y enfocados al comercio o al trabajo en las granjas... a la edad de doce años. Sin embargo, Norteamérica siguió apoyando la educación progresiva, y todavía la sigue apoyando hoy en la mayoría de nuestros colegios. Y eso produjo a los hippies.
Mientras tanto los «grandes cheques» empezaron a desaparecer, y decreció la producción de armamento, y los abuelos de nuestros hippies se sintieron ultrajados. Todo era «culpa de la sociedad». Enseñaron a sus hijos la envidia, el resentimiento y el odio por la ley, el orden y la autoridad establecida. Pues, en sus estúpidas mentes, estaban convencidos de que la era de despilfarro y dinero fácil no había terminado por el fin de la guerra, sino porque «ellos» —siempre ese misterioso «ellos»— empezaban a oprimirles «de nuevo».
Sus nietos, nuestros hippies, llaman «ellos» al gobierno, y se rebelan contra él. Quieren educación, pero sin sudor ni trabajo; quieren comodidades, pero sin luchar por conseguirlas; quieren lujos, pero sin su esfuerzo. Saben muy bien que su inteligencia inferior nunca les servirá de nada, que nunca podrán ser verdaderamente cultos, por mucho que se rebajen los programas. Saben que están inadaptados en las aulas. Lo saben subconscientemente. Pero, objetivamente, echan la culpa de todo ello al gobierno. Quieren que la sociedad se rebaje a su nivel de capacidad e inteligencia. Si la sociedad no está de acuerdo... entonces la sociedad, tal como la conocemos, debe ser abolida. Tienen astucia animal, pero no inteligencia.
Permítaseme una digresión: yo asistí a la escuela elemental y a la escuela superior en Buffalo. En el quinto grado empezamos a estudiar historia antigua, literatura inglesa y Shakespeare, Sócrates y Homero, un idioma extranjero y álgebra. En el quinto grado ya se exigía de todos nosotros que pudiéramos escribir un ensayo decente y coherente sobre un tema avanzado, y con un buen conocimiento de la lengua. Para el octavo grado habíamos pasado exámenes universitarios en matemáticas, inglés, historia norteamericana y europea, civismo y literatura.
Mis amigos profesores me dicen ahora desesperados que esos temas —y no todos— sólo se enseñan en los dos primeros años de bachillerato, y luego desaparecen. ¡Los otros ni siquiera se tocan hasta el segundo año de la Universidad! No resulta sorprendente entonces que los profesores del bachillerato y la universidad me escriban de todas partes del país diciendo que «esta generación apenas sabe leer y escribir».
La mayoría de ellos ni siquiera pueden escribir una simple frase explicativa. Son estúpidos y torpes. Se deja de lado a los estudiantes brillantes con objeto de cuidar de los inferiores y hacerlos avanzar. La inteligencia resulta sospechosa. Los estudiantes torpes se muestran inquietos en clase, desordenados, insolentes e insultantes. No se les puede echar la culpa, en realidad. Se aburren mortalmente con temas que jamás podrán dominar. Por lo tanto piensan que es culpa de la educación ¡y creen que ellos mismos deberían elegir lo que quieren aprender! Lo peor de todo, me escribió recientemente un catedrático de universidad, es que los jóvenes no echan la culpa de esa herencia a sus padres, sino que atribuyen su incapacidad de aprender al «sistema». Por eso luchan contra toda autoridad, con rabia y odio frustrados.
Pero se ven alentados por profesores que piensan como ellos y que, como ellos también, padecen de lo que solía llamarse «inferioridad mental constitucional».
Hace veinticinco años entraron en escena los «psicólogos y expertos en niños» con sus fantásticos libros sobre la educación de los pequeños. Denunciaron toda disciplina, toda autoridad paterna. Un niño nacía «como una página en blanco, en la que puede escribirse cualquier cosa», estúpida falsedad que refuta el simple estudio de la genética. No se le podía pegar a un niño, ¡oh, no! Corría el peligro de un trauma. Debía ser mimado, protegido y cuidado. Se debía prolongar la adolescencia hasta casi los veinte años, y así seguía siendo un «niño» hasta casi los treinta. Había de ser protegido de la amarga y peligrosa realidad de la existencia. Nunca se le debía mostrar toda la verdad. Podía turbarle.
Había que cuidarle y protegerle en ese país de la fantasía del «amor», la ternura y la solicitud. Había que asegurarle que el mundo era un lugar de cariño, no un terreno natural de competición. Mimado y protegido, llegaba a creer que el mundo entero era exactamente igual a la cocina de mamá, cálido, cómodo, lleno de la fragancia de los dulces recién hechos, con una nevera repleta de zumo de naranja, de Coca-Cola y de botellas de leche. Y su madre, y sus profesores, y los psicólogos infantiles, le enseñaban, le convencían, de que todos le amaban. Y, claro, se lo creyó. Era algo muy bonito de creer.
Jamás sospechó que el mundo sólo le amaría si se merecía ese amor y trabajaba por lograrlo, y que el mundo de los hombres le juzgaría por su carácter, su trabajo y sus consecuciones. Y que le rechazaría si era lento, descuidado, insolente e irrefrenable.
Cuando descubrió la verdad, no se revolvió contra esas fantasías en que le habían educado. Sólo se sintió ultrajado. Algo andaba mal. Pero no él, naturalmente, ni sus padres. Era el «gobierno». «Ellos» se negaban a amarle por su indolencia, su encanto infantil y el hecho de que fuera «joven», aunque, para este momento, ya era un hombre completo, con veinte años o más.
Muchos de los abuelos y padres, al enfrentarse con el hecho de que ya se había terminado la época de los «grandes cheques» mal ganados, se convencieron erróneamente de que el socialismo y el comunismo restaurarían para ellos el encanto y euforia de los años de la guerra. E inculcaron en casa a sus hijos el comunismo socialista, alentados y adoctrinados en esto por los enemigos internos de Norteamérica, es decir:
Los profesores, catedráticos y dirigentes liberales, y las organizaciones izquierdistas, y los psicólogos infantiles, y otros inadaptados que jamás podrían ajustarse al mundo de la realidad y por eso lo odiaban.
Hace muy poco pregunté a un par de hippies —chico y chica, o al menos eso creo que eran, pero no se puede estar seguro en estos días— si seguirían protestando y haciendo marchas por la paz si ahora estuviéramos luchando con Hitler. Ambos gritaron: —¡No, seríamos los primeros en alistarnos!
—Entonces —dije—, vosotros no deseáis realmente la paz. Sólo que no queréis que mueran los comunistas. Me miraron y dijeron sombríamente:
—Sí. Eso es.
¡Ya lo creo que lo es!
Hace poco, en un largo viaje que hice por toda la zona del Pacífico, funcionarios de diversos países me dijeron:
—¿Cómo es que los Estados Unidos han apoyado, financiado y hecho avanzar al comunismo en todo el mundo durante los últimos cincuenta años?
Yo ya conocía esta verdad, pero me anonadó comprobar que otras naciones libres eran también conscientes de lo que habíamos hecho a lo largo de varias décadas, especialmente desde 1945, mediante la ayuda extranjera y el Plan Marshall. Si nuestro gobierno nos ha obligado a pagar en impuestos miles de millones de dólares para reconstruir la Rusia comunista, para permitir que Rusia esclavizara a otros países, para salvaguardar el avance de Rusia en todo el mundo, entonces no culpemos demasiado por su comunismo a los hippies. Después de todo, ¡ha salido directamente del mismo Washington! Un funcionario de la Fundación Ford dijo en 1958 que era su esperanza, y la esperanza de su Fundación, que nos acercáramos tanto al comunismo que «llegáramos a unirnos pacíficamente con Rusia». Por tanto no hay que condenar sólo a los hippies. Pues no hacen sino repetir lo que se les ha enseñado.
Los buenos profesores fueron reemplazados por otros bien adoctrinados en el comunismo. Todo el amplio terreno de las comunicaciones públicas fue invadido y dominado después por los izquierdistas. La traición, la anarquía, la revolución y la subversión, se pusieron al alcance de todos en los libros, el teatro, el cine, la radio y la televisión, e incluso en las revistas. Lo sorprendente no es que tengamos tantos hippies organizando disturbios, sino que aún queden tantos jóvenes decentes trabajando industriosamente en buenos oficios, o estudiando de firme —cuando se les permite hacerlo— en colegios y universidades. Lo milagroso es que hayan escapado a la corrupción nacional. Pero resulta difícil comprender que la gran mayoría de los ciudadanos norteamericanos cumplidores de la ley no protestaran ante esa universal e insidiosa degradación, aceptada sin la menor discusión durante tantas décadas.
De cualquier forma el astuto hippy es un desarraigado; su sitio no está en las universidades, ni está tampoco realmente en la sociedad ordenada, industriosa, normal. Jamás llegará a ser un buen ciudadano, ni un hombre responsable o razonable. Jamás llegará a ser nada. Y él lo comprende, en su corazón corrupto e inferior. De ahí su lucha contra la sociedad íntegra que él llama absurda, la sociedad de los hombres y mujeres civilizados y que se respetan a sí mismos.
¿Qué haremos con esta criatura sin ley y borracha de drogas? Los sindicatos jamás podrán enseñarle un oficio, pues los oficios son hoy complicados y exigen una buena medida de inteligencia e integridad. El hippy no posee ni el ingenio ni la habilidad para llegar a ser un cumplido albañil, trabajador del acero, plomero, maquinista o mecánico. No tiene la necesaria fuerza de voluntad para ser un buen profesor. Y moriría de hambre en una granja, pues jamás le enseñaron a respetar el trabajo y la tierra. Tampoco puede dominar una profesión liberal: no tiene una mente lógica. (¿Se imaginan ustedes a un hippy de cirujano o abogado?) Entonces la única carrera que le queda es la traición y la revolución criminal —si está permitida— contra la sociedad en la que ni siquiera puede entrar por su defectuosa educación. Naturalmente, Rusia tiene un método para librarse permanentemente de los hippies, pero me temo que eso no lo consideraríamos cristiano. Estamos enfrentados con un terrible dilema.
Una de las falacias más comunes entre los hippies es que el trabajador está «oprimido». De modo que, entre vociferaciones, ellos afirman que están de parte del trabajador, el cual los odia y ridiculiza. Los hippies derraman tiernas lágrimas por el trabajador. Sin embargo, cuando, en Nueva York y otras ciudades, los obreros de la construcción atacaron a los hippies, salieron a relucir sus verdaderos sentimientos. Uno de ellos me decía recientemente:
—¡Cuando nos hagamos con el poder, pondremos al... obrero en su lugar, y para siempre!
Su rostro estaba lleno de odio. Ciudadanos, ¡estad sobre aviso!
Naturalmente, podemos protegernos de los hippies. Si ellos echan mano de la fuerza, nosotros debemos hacerlo también. Podemos obligar a las universidades financiadas por el Estado —que existen porque las pagamos con los impuestos— a que expulsen a los hippies y a sus profesores simpatizantes. Podemos elevar el nivel del programa educativo a la altura en que estaba hace veinte años o más, y así los hippies quedarían automáticamente excluidos. Podemos rechazar la educación progresiva en nuestras escuelas públicas y exigir que los profesores enseñen de nuevo, y no que se limiten a predicar el socialismo. Y que se enseñen temas de estudios, no cursos de «amor», o de ciencias sociales.
Los diplomas de las escuelas elementales y superiores sólo deberían darse tras severos exámenes. Los exámenes universitarios, estrictos y en manos severas, expurgarían al inadaptado intelectual. A los chicos y chicas de las escuelas elementales o superiores, cuya inteligencia fuera reconocida como superior, se les debía dar una beca para sus años de universidad. Es un crimen que la mayoría de los brillantes y capaces se vean privados de la educación universitaria porque sus padres no pueden permitirse los gastos; así como es un crimen que los jóvenes de inteligencia mediocre pasen por la universidad sólo porque sus padres pueden permitírselo.
Y hay que impedir que la sociedad pierda a los inteligentes, lo mismo que hay que acabar con el fenómeno de los hippies. Como éstos no suelen tener una sana moral, ni principios, ni carácter, ni disciplina, generalmente son adictos a las drogas. Para protegernos, deberíamos declarar el uso y la incitación a las drogas uno de los mayores crímenes, equiparado con el asesinato, y aprobar leyes al efecto, incluso la pena capital.
Podemos apoyar a nuestra policía, y exigir del gobierno que apoye a la policía también. Habría que ofrecer una buena carrera en la policía a jóvenes capaces que pudieran sentirse orgullosos con ella, viéndose recompensados con el profundo respeto del público, buenos salarios, estima y prestigio. Después de todo, un hombre que arriesga su vida para proteger a los ciudadanos es un guerrero en el más elevado sentido de la palabra, y debería ser adecuadamente recompensado. La carrera en la policía debe ser tan importante como cualquier otra profesión; debe reclutarse únicamente a los más inteligentes y patriotas. (¡Hoy en día el policía medio tiene más carácter y más inteligencia que el catedrático medio!)
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La policía fue respetada en otros tiempos en este país. Pero nuestra sociedad de tendencias comunistas ha degradado a estos valientes, y ha permitido que fueran insultados por criminales, incluidos los hippies, e incluso que los denunciaran ante jueces arteros, astutos y sentimentaloides.
Y deberíamos asegurarnos de que todo aquél a quien se elige o se nombra juez sea un hombre de fuerte carácter, de principios; un hombre de ley, justicia y buen juicio; un hombre de integridad y honor; un hombre orgulloso y patriota. Nuestros hippies no sobrevivirían una semana —como tampoco la mayoría de nuestros criminales más flagrantes— si los jueces norteamericanos fueran caballeros de carácter, principios y virtud, y tuvieran respeto por la ley y su país, y comprendieran que su función no es proteger al criminal, sino a los ciudadanos decentes contra el criminal.
Porque el criminal pierde sus derechos cuando ataca a la sociedad ordenada, y a la autoridad debidamente constituida, ¡pero muchos jueces creen que la víctima del criminal no tiene derechos! Una vez que comprendieran los revoltosos hippies y los criminales que la justicia y el castigo más severo iban a caer sobre ellos a la primera transgresión, se desvanecerían en el aire y ya no nos atormentarían más.
Podemos informar a nuestros gobernantes elegidos de que insistimos en un gobierno ordenado, y en la protección del pueblo, y que cualquier político que se muestre renuente en sus tratos con los criminales hippies perderá su puesto en las próximas elecciones. Podemos exigir, antes de cualquier elección, que se nos diga hasta qué punto el político aspirante domina el patriotismo, la sobriedad, el orden, la ley y la justicia; y no aceptar vaguedades como si fueran respuestas inteligentes.
Podemos enseñar de nuevo a nuestros hijos el amor a Dios, y mostrarles sus caminos y sus ordenanzas y leyes. Mirando recientemente a los hippies en la Universidad de Buffalo, sentí de repente que mi cólera hacia ellos se disolvía en piedad. Ellos son los sin Dios, los abandonados por padres, profesores y clero. Su juventud los hace aún más dignos de compasión. Pues sus padres y abuelos les privaron de su santa herencia en esta era de materialismo y riquezas, y demasiado clérigos los han arrastrado al secularismo.
Me hicieron recordar a María, en el jardín, después de la crucifixión de Cristo. Vio la tumba vacía y lloró, y cuando el Desconocido Resucitado le habló amablemente, sólo pudo decir entre lágrimas: —Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han dejado.
Un caballero intelectual de muchas y famosas distinciones es actualmente decano de la Universidad de Edimburgo: Malcolm Muggeridge, antiguo «liberal». Durante estos últimos años se ha sentido profundamente desilusionado con la juventud radical, y hace poco dijo: —No se están rebelando contra nada. Son sólo degenerados.
Pero el hippy no nació por generación espontánea. No se creó a sí mismo. Es el producto de falsas y malvadas enseñanzas; de padres y abuelos envidiosos y estúpidos; de la decadencia del patriotismo, del orgullo y del honor nacionales; de los políticos corrompidos de los jueces sentimentales e indulgentes; de la inmoralidad nacional, de la tolerancia ante la maldad; de la pérdida del carácter en la generación de sus mayores; del abandono de Dios llevado a cabo por sus padres.
Quizás merezca nuestra compasión. Quizás nosotros le hicimos lo que es: un obseso por las drogas, sexualmente degradado y pervertido, suicida, desesperado, rebelde sin saber contra qué o por qué. Quizás hicimos demasiada presión en su mente mediocre hasta que lo enfermó el furor y la frustración. Nosotros esperábamos más inteligencia de la que en realidad poseía.
Quizás hemos corrompido a nuestros hijos y nuestros nietos con el dinero dado sin tasa, y la falta de hombría. Hemos puesto en manos de los jóvenes más dinero y libertad de lo que su juventud sabe administrar. Hemos fallado al inculcarles siniestras ideologías y falsos valores, al permitirles que, niños aún, hablaran con descaro a los superiores y desafiaran la autoridad debidamente constituida; y al no castigarlos rápida y prudentemente cuando transgredían; al mimarlos y protegerlos de niños, frente a un mundo que es muy peligroso... y que siempre lo fue, y que siempre lo será. No les dimos armas morales, ni armadura espiritual.
Les hemos quitado a su Señor, y ellos no saben dónde lo hemos dejado. Hasta que lo encuentren, ellos y nuestro mundo seguirán amenazados.