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La señora Botones
Empecé a ser conservadora cuando era muy pequeña. Una tía mía, liberal, que jamás había sufrido necesidades de tipo material, sentía una profunda pasión por los pobres, de los que, sin embargo, se ocupaba cuidadosamente de mantenerse lejos, muy lejos. Cuando aún vivíamos en Inglaterra, donde yo nací, mi tía solía reunir con frecuencia todas las ropas viejas que la familia desechaba, y las enviaba a la Asociación de Mujeres de nuestra iglesia anglicana de la localidad. Pero recuerdo que antes se sentaba ante la chimenea y, entonando alguna tristona balada escocesa o irlandesa, con conmovedora voz de soprano, cortaba cuidadosamente todos los botones de aquellas ropas.
Yo era muy pequeña en realidad cuando aquella costumbre de mi tía se me hizo odiosa de pronto.
—Tiíta —pregunté—, ¿qué harán los pobres para tener botones?
Mi tía tenía unos ojos muy azules, que generalmente me miraban con desagrado. Así me miraron ahora.
—Pueden comprarlos —contestó secamente—. Sólo valen dos peniques el cartón.
Medité en ello. Si las personas eran tan pobres que tenían que llevar lo que ya no querían los demás, serían demasiado pobres para comprar botones. Así se lo indiqué a mi tía. Primero me soltó un violento bofetón. Después exclamó:
—¡Qué niña más mala! ¡No tiene corazón para los pobres!
Mi tío, al escuchar sus furiosos y agudos chillidos, salió tormentosamente de su despacho y preguntó:
—Vamos, ¿qué diablos pasa ahora?
Mi tía me señaló con un dedo furioso y tembloroso:
—Tu sobrina —dijo— no quiere que yo entregue estas ropas..., estos pobres harapos... ¡a los pobres!
Yo me había levantado ya, recuperada del golpe de mi tía.
—Si son harapos —dije con voz razonable—, ¿para qué los querrán los pobres? Y además, les has quitado todos los botones.
—¡Qué descaro! —gruñó mi tío, que, como la tía, era un fanático liberal y muy aficionado también a presumir de su amor a los pobres (a los que jamás había conocido). Y me cogió y me dio una gran zurra allí mismo. Me temo que no quise demasiado a mis parientes después de aquel día, lo cual era pecaminoso, desde luego. Pero, a partir de entonces, los botones tuvieron un significado especial para mí. Un pariente rico contestó a mi cínica pregunta sobre los botones con esta grave respuesta:
—Eso es economía y ahorro, algo que tú jamás conocerás, supongo.
El ahorro es una virtud estimable, pero a veces, cuando me encuentro con ahorrativos liberales (y por desgracia, suelen serlo con su propio dinero) siempre creo ver aquellos malditos botones arrancados de las ropas para los pobres. A menudo pienso en el antiguo pareado escrito por algún inglés que merecía la inmortalidad :
Extender la riqueza es el deseo del comunista.
Él te quitará tus peniques y conservará su chelín.
Hasta la fecha me refiero muchas veces a los liberales llamándoles «Señor Botones» o «Señora Botones», y ésos son los motes menos insultantes que suelo emplear cuando estoy en forma.
Mi abuela —jamás la llamamos «abuelita»— no era en absoluto liberal. Era una mujer bajita de cabellos rojos, beligerante, y una alegre irlandesa que, si era preciso, sabía ser muy agarrada, pero que podía ser espléndida en ocasiones y entonces le daba a su nietecita un soberano en su cumpleaños con este sano consejo :
—Y, si eres sensata, no se lo dirás a tus papás.
Yo siempre era sensata en esas ocasiones. Mi abuela tenía bastante mala opinión de su prole, cuatro hijos y sus esposas. Sólo yo era su favorita, yo, que llevaba su mismo nombre. A mí me encantaba su conversación, y ella siempre me escuchaba, de modo que un día, cuando fui a visitarla a Leeds, le conté lo de aquellos malditos botones.
—Nunca confíes en nadie que llora por los pobres —dijo mi abuela— a menos que también sea condenadamente pobre.
He descubierto que ésta es una regla magnífica que nunca me ha fallado. Eso no quiere decir que yo esté contra los pobres, o que nunca les ayude. Sí lo hago. Pero primero me aseguro de que ellos estén dispuestos a ayudarse a sí mismos. Y jamás lloro por ellos.
Cuando tenía cuatro años y estaba a punto de comenzar mis estudios en el «Colegio selecto para señoritas y caballeros» de la señorita Brothers, en Manchester, mis padres decidieron instruirme sobre el asunto. Yo ya había cobrado una profunda antipatía por el colegio, que jamás había visto, y me hallaba arriba en mi dormitorio, meditando sobre tal desgracia, mientras la fría lluvia de un septiembre inglés azotaba las ventanas. Recibí la orden de mis ancianos padres —contaban respectivamente veintidós y veintiséis años en aquella época— de que me reuniera con ellos ante la chimenea del salón en el piso bajo. Rápidamente examiné mis pecados de aquel día mientras, de mala gana, bajaba para recibir lo que indudablemente sería un merecido castigo. Decidí que el pecado más importante era haber estado revolviendo entre los botes de conserva, en la despensa, mientras mamá descansaba. Por tanto me sentía comprensiblemente temerosa cuando entré en el salón, y la expresión de mis padres nada hizo por aliviar mis temores.
—Quédate ahí, ante la chimenea —dijo papá, mirándome fijamente con sus fríos ojos azules. La mirada de mamá no resultaba menos imponente. Así que me quedé en pie, temblando. Sin embargo, yo jamás recibía dócilmente una azotaina, sino devolviendo los golpes con puntapiés por mi parte, pues, aunque sólo tenía cuatro años, era muy alta y fuerte.
—Vas a ir al colegio mañana —anunció papá. ¡Como si yo ignorara aquel desastre!— Yo te llevaré cuando vaya a mi despacho en el Manchester Guardian, a las ocho en punto. Y quiero avisarte —añadió con una voz terrible de amenaza y condena— que, si no te portas bien en el colegio de la señorita Brothers, o me llega una sola palabra de tus travesuras o insolencias, recibirás una buena azotaina. ¿Está claro?
—Sí, papá —contesté.
—Irás limpia y aseada, comerás bien, serás amable y obediente en todo momento y jamás darás una mala contestación —dijo mamá con severidad—. Y aprenderás. Tu padre te preguntará las lecciones cada noche. ¿Entendido?
—Sí, mamá —contesté.
—Y nunca llegarás tarde —siguió papá, que odiaba dejar la cama por la mañana y odiaba ser puntual, y a quien mamá tenía que levantar por la fuerza e ir apremiando todos los días. Pero él juzgaba que la puntualidad era una virtud (y una estupidez también), y jamás permitiría que una niña comentara su inconsistencia.
Vi que mis padres estaban meditando en ese prudente principio de «nunca viene mal un bofetón», así que hice una rápida reverencia y regresé a mi dormitorio, donde pasaba casi todo el tiempo. Me ocupé en preparar mi vestido de lana para el día siguiente. Y me limpié las botas. Después tomé un baño, me limpié los dientes, me cepillé el largo cabello rojo y me fui a la cama, tratando de decidir qué podría recortar de mis largas oraciones. Resolví no rezar al arcángel San Miguel aquella noche, ni a todos los santos, y omitir a la señorita Brothers, a quien aún no conocía. Pero sí recé por papá y mamá y por las dos muñecas que esperaba para Navidad, y me dormí. Desde luego sin ese resentimiento que, según los psicólogos, sienten los niños cuando están seguros de que han sido tratados injustamente. Nunca se me ocurrió que hubiera injusticias en mi vida. Mi infancia era como la de todo niño británico de clase media, y todos mis compañeros de juego eran tratados con mano firme y azotados con regularidad por sus padres. C'est la vie. Los niños son animalitos resistentes, no tiernos capullos.
El día siguiente fue horrible, tan horrible como sólo puede serlo un día de otoño inglés; la lluvia, pesada y gris; el viento, ululante. Papá se negó a salir de la cama a pesar de todos los esfuerzos de mamá, hasta las nueve, y apenas eran las seis y media.
—Que vaya sola —dijo—. Ya conoce el camino.
Eso tuve que hacer. La criada me preparó el desayuno : un huevo duro —que yo odiaba—, tocino medio quemado, una tostada, un arenque ahumado, y té tibio, y yo me puse el impermeable sobre el grueso abrigo, me calé la boina escocesa y me lancé a aquel ambiente helado para un paseo de casi dos kilómetros. Llegué como medio minuto tarde, por lo cual se me regañó secamente, con el aviso de que no volviera a repetirse, y luego me presentaron a mis compañeros, todos con las mejillas rojas, todos tan abominablemente sanos como yo, y ya, todos nos lanzamos sobre las pizarras y libros en nuestras mesas.
Fue un día largo, arduo y penoso, que no terminó hasta las cuatro. Nos dedicamos al alfabeto, y a escribir los números del uno al diez. Nada de «preparación para la lectura», como pueden ver, ni recreos, ni «enseñar deleitando», ni pinturas ni canciones —excepto el «Dios salve al Rey» y un par de himnos, amén de una plegaria especial" por nuestros queridos guías y mentores, el Rey, el Parlamento, el Imperio, nuestros padres y nuestros profesores. Cumplimos con el ceremonioso saludo a la bandera y, a las cuatro en punto, hicimos la genuflexión ante el crucifijo de la pared, como habíamos hecho antes y después del almuerzo y el té. Luego se nos envió de nuevo al exterior, con un tiempo más helado aún si cabe, y con las manos y pies ateridos, pues la señorita Brothers no creía necesaria la chimenea hasta octubre. Pero todos corrimos exuberantes a casa, con los rostros húmedos de lluvia, metiendo las botas en los charcos, y con el Informe Diario de la Escuela en el bolsillo. No estábamos cansados en absoluto, después de ocho horas.
Aquella noche, al acabar mi cena, se me enseñó —ya que ahora era una personita mayor— a preparar el fuego en el salón, el comedor y la habitación de mis padres. Esto había sido siempre trabajo de Agnes, la criada, pero, como ahora ya era yo una colegiala, sería el mío. No me sentí turbada por ello, ni molesta porque se me llamara de mi dormitorio a las nueve para secar los platos de la cena de mis padres: un nuevo trabajo. La cocina estaba caliente y Agnes sabía muchos cuentos de horror, de bestias y fantasmas, que me gustaban.
No recibí una zurra, ni de mis padres, ni en el colegio, en toda una semana, y pronto pude leer y escribir frases sencillas y me inicié en el estudio del latín. Apenas hubo tiempo para jugar, a partir de entonces, en mi atareada vida: sólo media hora de recreo en el colegio, después del almuerzo, y lo que podía aprovechar en casa, entre el té y los platos de la cena de mis padres y la preparación de las chimeneas para el día siguiente. Ni siquiera el domingo era un día tranquilo. Me pasaba tres horas en la escuela dominical y ayudaba a Agnes con los platos de la cena y luego me daban un libro educativo —«Historias de la Biblia»— por toda diversión, hasta que era la hora de irme a la cama. De paso diré que a los niños de aquella época y país no se les permitía malgastar un tiempo precioso en la cama. La hora de acostarse era entre las nueve y las diez, y uno ya estaba en pie antes de las seis.
Nunca estuve enferma con ese régimen tan riguroso. Para cuando cumplí siete años ya tenía dos cursos de latín, y uno de francés, y estaba leyendo los sonetos de Shakespeare, por no mencionar otros poetas menos importantes, y ya contaba con una buena base en historia y geografía. Nada de tutores o guías, ni inquietud por parte de los profesores, ni preocupación por la de los padres, ni cariñitos, ni besitos. Se nos estaba preparando para la Vida.
¿Me sentía «abrumada»? En absoluto. ¿Me sentía «temerosa, insegura, tímida»? ¡Qué estupidez! Yo sabía que la vida era una realidad, y que había de ganarme el derecho a vivir o ya podía encomendarme a Dios. Nadie más me ayudaría. Constantemente me enseñaban a sentirme agradecida a mis padres por haber condescendido a darme la vida, y a mis profesores por enseñarme, y a Dios por dejarme vivir. Sobre todo me enseñaron a tener una mente independiente e investigadora, a reprimir las lágrimas de debilidad, a detestar la dependencia de quienquiera que fuera, a ser valiente, a soportarlo todo. Pecar era intolerable. E imprescindible el saber defenderse.
Cuando tenía cinco años tuve un hermanito, y hube de ayudar también a cuidarlo. Le mecía en la cuna (único período en que se mima a los niños británicos), le preparaba la cama, ayudaba a darle de comer, doblaba sus pañales y me sentaba en su habitación hasta que él se dormía, por temor a que se ahogara bajo todos aquellos edredones. Le sacaba a pasear en su cochecito después del colegio, y los sábados y domingos varias veces. Le divertía. Todo era parte del trabajo de vivir. Un año más tarde, por increíble que parezca, gané también la Medalla Nacional de Oro por mi ensayo sobre Charles Dickens. Un día me dijo mi padre:
—Nos vamos a América, y he oído decir que es un país estúpido y sin cultura, así que te aviso de antemano: nada de tonterías cuando vayas allí al colegio. Ellos miman a sus niños. Pero tú no vas a ser mimada. Tú seguirás siendo la misma, como en casa. Y otra cosa: cada uno ha de mirar para sí. Ya tienes seis años, no eres una niña, y aún tenemos otro niño más pequeño, de modo que habrás de vértelas por ti misma, o de lo contrario...
Eso hice. Y aun sigo haciéndolo. Mis padres se empeñaron en mantener aquel régimen de vida espartana por mí y por mi hermano, a pesar de la blandura norteamericana hacia los niños. Yo me ganaba ya mi dinero de bolsillo cuando tenía siete años, después de terminar mi trabajo en el colegio y mis obligaciones en casa. Los sábados y domingos eran días muy duros: planchar, remendar, coser, quitar la nieve, cortar la hierba, limpiar cristales y otras arduas tareas, aparte de los deberes del colegio, y la escuela dominical, y el servicio en la iglesia dos veces al día. Me consideraba afortunada si podía conseguir ocho horas de sueño. Y obtuve la Medalle Jesse Ketchum, y gané premios en el colegio y en competiciones estatales, por ensayos e historias cortas. Naturalmente jamás llegué a dominar las matemáticas, pero como mis padres también estaban bastante flojos en este tema, se me permitió esa debilidad. Pero sólo ésa.
Cuando tenía diez años ya trabajaba en el mercado de la localidad los sábados, llenando bolsas y ayudando a servir a los clientes. La verdad es que representaba quince. Cuando cumplí los quince años, tuve un empleo de secretaria (yo misma me había pagado los estudios en la Escuela Comercial Hurst). Después del trabajo iba a las clases nocturnas de la escuela superior. El domingo era mi día libre. Tenía una escuela dominical propia; luego corría a casa a ayudar en la cocina; preparaba mis ropas para el día siguiente y hacía mis deberes. Ya estaba en pie a las cinco y media para preparar el desayuno de mi padre, el mío y el de mi hermano, pasearme después, echar una rápida mirada a los libros, y, a las seis cuarenta, ya estaba en la calle, de camino al trabajo. ¡Ni un instante para la vagancia!
En los Estados Unidos de aquella época no había tiempo para ser una «adolescente», ni para tener los «trastornos emocionales» propios de la adolescencia. Ninguno de mis compañeros de colegio fue a parar a las listas de la beneficencia estatal, ni siquiera en los días de la Gran Depresión, ni hubo entre ellos criminales, ladrones, asesinos o mendigos llorones. Nuestros padres, incluso en la Norteamérica de antes de la Depresión, habían sido duros, tal vez todos no tanto como los míos, pero afortunadamente lo suficiente.