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¿Qué ha pasado con el hombre
norteamericano?
Éste es un mundo duro, y violento, y siempre lo fue, y siempre lo será.
Pero yo creo en el amor (no «amoor», fíjense bien). Yo he estado enamorada más veces de las que puedo recordar, y siempre ha sido a primera vista, salvajemente, devotamente. Que fuera siempre correspondida o no, sé me ha olvidado, pero estoy segura de que estuve enamorada, y siempre, desde la edad de ocho años. Amo profundamente la persuasión masculina, aunque ahora padezca ya mareos y jaquecas y haya demasiadas canas en mi cabeza. Amé a un pariente —no de mi inmediata familia— y amo a mis hijos. Y amo a mi Dios y a mi país sobre todo lo demás.
Pero eso es amor. No «amoor».
Cuando Dios nos dijo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», espero no ser demasiado irreverente si sospecho que ése fue un ejemplo de Humor Divino.
Yo creo que la Fuente de tanta alegría e inocente risa, y del gozo de los puros animales en el campo, y del conjunto de incontables paradojas que es nuestro mundo, ha de saber apreciar también un buen chiste. Esa exhortación a «amar al prójimo» es muy sutil y humorística. Porque ¿qué hombre inteligente, consciente de sí mismo, de sus pecados y limitaciones, y de su miserable situación en esta vida, de su secreta maldad, y sus indecibles y pequeños crímenes, y su tendencia a la malicia... puede «amarse a sí mismo»? Habría de ser un zoquete egoísta, y muy pobre de experiencia, para mirar con amabilidad y afecto a su propia persona. Si uno ha de dar crédito a los pensadores, filósofos y teólogos del pasado, la fuente de tanta miseria humana es un profundo y oculto odio y rechazo de sí mismo, aunque, francamente, yo considero tales emociones muy sanas, y sospecho que mantienen al hombre en buena forma mental y con un claro sentido de la proporción. Por eso aprecio el ingenio del Señor y su cuidadoso lenguaje cuando nos recomendó: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Si algún bien existe en este mundo, proviene no sólo del sincero conocimiento propio, e incluso del rechazo propio, sino del rechazo de esos mismos rasgos en nuestros hermanos, que nos hacen a todos bastante poco dignos de aprecio.
Confieso que he interpretado ese particular mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo de este modo: uno ha de respetar los derechos de su prójimo y mostrarle amabilidad y simpatía, o al menos tolerancia, si es medio decente. Pero si es un degenerado hijo de tal, o un imbécil, o un criminal, o un mendigo, o un ser estúpidamente orgulloso de su estupidez, que se niega a aprender de la experiencia o de la sabiduría de siglos, entonces, como aconseja el Corán, hay que evitarlo. El amor es como una calle de dos direcciones, y el que no es digno de ser amado tiene que reprimir sus malos impulsos y ser hombre si quiere merecer el respeto de los demás.
En estos peligrosos días, ¡ay!, los liberales hablan incesantemente de «amoor». Uno debe «amaar», y debe ser «cariñoso», aunque el prójimo te revuelva el estómago y sepas que debería estar en la cárcel; o te repugnen sus costumbres personales. Esto, naturalmente, es pura insensatez. En cuanto a mí, trato de dominar mis rasgos menos atrayentes, ya que no se admite el crimen en la sociedad civilizada. Pero, entonces, el otro tipo me puede golpear más fuerte.
Hubo un tiempo, que incluso yo recuerdo, en que los hombres norteamericanos eran varoniles, cabezas de su familia y respetados por su mujer e hijos. Eran toscos, y tercos y no criados entre algodones. Un ladrón era un ladrón para ellos, y no una criatura «sub-privilegiada, menoscabada y privada de cultura». He visto a hombres que golpeaban al que intentaba robarle el bolso a una mujer en la calle, o al que le daba una patada a un perro, o pegaba a un niño.
Naturalmente, los hombres exigían ser respetados, y no «amados», en aquellos días nostálgicamente recordados. Se le habrían reído en la cara si les hubiera preguntado:
—Pero ¿no ama usted? —Y le hubieran contestado: —Sí, amo a mi Dios y a mi país, y a mi familia. Respeto la humanidad de mi prójimo, y no infringiré sus derechos mientras él no infrinja los míos. Pero ¿«amarle»? ¿Está usted loco?
Los norteamericanos en aquellos tiempos eran adultos, y los hombres eran masculinos, y las mujeres femeninas, y no había confusión de sexos. La palabra de un hombre era ley en su casa, por muy lista que fuera su mujer, y que Dios ayudara al crío que discutiera una orden de su padre. Naturalmente en aquella bendita era de la masculinidad norteamericana, los críos no se convertían en «delincuentes juveniles» ni fumaban marihuana, ni tomaban L.S.D., ni llevaban los bolsillos llenos de dinero, ni iban por ahí en coche. El coche era propiedad del padre, utilizado sólo por mamá en una emergencia. Y papá tenía los cordones de la bolsa, así que no había despilfarres, ni estúpidas compras de electrodomésticos o adornos sin valor. Y lo mejor de todo: la mujer no llevaba los pantalones, ni literal ni figurativamente.
En resumen, las mujeres eran entonces más felices, y los críos también. Nadie esperaba de un padre que le cambiara los pañales al nene, ni que le diera el biberón a medianoche, ni que secara los platos, o pasara la aspiradora o «fuera un camarada para sus hijos». Papá tenía sus noches de salida con los amigos, y, si volvía a casa algo achispado y tarde, mamá era lo bastante prudente para mantener la boca cerrada. Si un hombre hubiera dicho en aquella época:
—Voy a aceptar un trabajo peor, que me ocupe menos tiempo, para poder pasar más tiempo con los niños —sus compañeros hubieran pensado que se había vuelto loco.
Hace poco una popular revista femenina hizo un estudio entre sus lectoras preguntándoles qué nombre daban a sus esposos en su imaginación y en sus proyectos. Ni una sola contestó que su marido era la autoridad, el amigo, el amante, el compañero... Desde luego que no. Todas ellas designaron a sus maridos como «el propietario de la casa», «el amigo de los niños», «el padre», o —¡Dios nos ampare!— «una ayuda en el hogar». En resumen, papá era una especie de sustituto de mamá, que sólo existía para alimentar a los hijos de ésta y proveerles de un techo. Intuí un inconsciente desprecio en las respuestas de esas señoras.
Ahora bien, ¿qué ha hecho que los hombres norteamericanos abdicaran de su posición como hombres, como ciudadanos, protectores de los débiles, vigilantes de lo que hacía el gobierno, seres fuertes y masculinos, que eran un encanto para los ojos, los corazones y los brazos de sus mujeres? Y un orgullo para sus hijos. ¿Será, como afirman algunos, porque se ha permitido que haya profesoras que enseñen a los muchachos, y porque las mujeres tienen definitivamente demasiada influencia en este país? No lo sé. Pero a un hombre no se le priva de su virilidad, como ocurre en algunos países orientales, a no ser con su consentimiento.
La cuestión es que en los Estados Unidos se ha privado a los hombres de su virilidad; y que ellos permitieran que lo hicieran sus mujeres resulta discutible. Si así fue, ¿por qué lo permitieron ellos? ¿Por qué han abandonado el importante negocio de vigilar a Washington, y estudiar el presupuesto nacional, e interesarse apasionadamente en la política y en la calidad de la cerveza de su taberna, y en trabajar por hacer agradable la vida, y se han dedicado a la femenina tarea de mimar a los hijos y ser un cariñoso papá y una especie de criada para todo?
De nuevo pregunto: ¿quién privó de su hombría a nuestros hombres? ¿Quién ha hecho de tantos de ellos asquerosos homosexuales y alfeñiques que dependen de la ayuda del gobierno; desvergonzados mendicantes del dinero de los demás? ¿Quién los ha animado a pedir a gritos más programas de beneficencia, y más escuelas, y más recreos para los niños? ¿Quién los ha convertido de varoniles amantes de sus esposas en afeminados amantes de sus amigos, los hombres? ¿Quién ha quitado los pantalones de nuestros hombres y les ha colocado faldas y delantalitos? Y ¿Quién ha hecho de nuestras mujeres hombres de imitación, con rudas y hombrunas voces, pasos largos, arrogancia y músculos?
Contemplen la televisión alguna noche, esas comedias de ambiente familiar, y comprobarán el terrible estado de los hombres y de sus desgraciadas esposas. Generalmente se presenta al marido como un cretino estúpido, un bufón, un ignorante, que necesita la firme dirección de la sabia, aguda e inteligente mamá; un tonto para sus propios hijos, el payaso que recibe las bofetadas. Pero se presenta a los hijos como listos, indulgentes con la estupidez de su padre, colaboradores de mamá y consejeros de la familia. ¿Son así realmente los hombres norteamericanos? ¿O hay en marcha un plan nefasto para convertirlos en eso?
Mis amigos los liberales sonríen siempre cuando les lanzo estas preguntas, y me dicen:
—¿Cree usted realmente que los comunistas son responsables de esto que define como «privar de hombría a los hombres norteamericanos»?
—No —les contesto—. Yo creo que son ustedes. Ustedes no tienen auténtico corazón y espíritu, y envidian a los hombres auténticos, a pesar de su pipa vacía y sus trajes deportivos. Si tuvieran hombría, no estarían exigiendo mayores subvenciones de los bolsillos del prójimo mediante impuestos, y más beneficios, y más «seguridad». Para que su sueño de mendigos se convierta en realidad, es necesario que les quiten la hombría a otros hombres, y, al parecer, lo están consiguiendo.
En cierto modo, cuando se lo digo así, ya no me «aman», pero tampoco niegan la acusación. Pues saben demasiado bien que ellos son los que han «alentado» —otra de sus más asquerosas y actualmente populares palabras— a las mujeres a exigir el dominio en Norteamérica, y a los hombres a someterse a ese dominio. Han «alentado» a los jóvenes a despreciar a sus padres y a sentirse superiores al hombre que llena sus estómagos sin fondo, y que los viste. Han hecho seres estúpidos de nuestros padres, hermanos, maridos e hijos varones. Si es cierto que, según se dice, hay cada vez más mujeres que se lanzan al alcoholismo en los limpios suburbios, es porque han perdido —en el más profundo sentido de la palabra— a sus esposos. Han perdido a la autoridad, al amante, al compañero, al amigo. Han perdido lo que Dios les dio, y ahora, que Dios las ayude.
Cuando los hombres han perdido la virilidad, al menos espiritualmente si no físicamente, entonces el país llega a ser depravado, débil, degenerado, sin espíritu, dependiente, falto de dirigentes, enfermo. Un país así no puede resistir a los déspotas autoritarios, ni las tiranías, ni las hordas: el comunismo.
Los hombres que en otros tiempos se enorgullecían de su raza y de su país, sonríen ahora a la vista de la bandera, bajan la cabeza con embarazo cuando se menciona la religión, y huyen a la vista de un inocente atacado: les aterroriza verse complicados. Dejan el gobierno en manos de despreciables políticos. ¿Qué resistencia pueden ofrecer tales inútiles al comunismo interno y externo?
Los europeos se ríen de ese deseo de los norteamericanos «de ser amados», y estoy segura de que todos hemos oído esa general y significativa risa. «¿Por qué son tan fanáticos los norteamericanos de esa necesidad de que los amen? —han preguntado en artículos y en discursos—. ¿Es un signo de debilidad?» Ya lo creo que lo es.
He visto sesiones de las Naciones Unidas en la televisión, y no resulta muy agradable observar las disimuladas sonrisas de desprecio cuando algún portavoz estadounidense expresa débilmente su suave opinión. Y ¿por qué no habían de sonreír? La mano que oculta el guante de terciopelo ya no es de hierro. La voz ya no es una voz masculina. La voluntad de atacar en nombre de la libertad ha sido intoxicada por el sentimentalismo. El deseo de justicia se ha visto infectado por una falsa compasión. Norteamérica se ha convertido en el payaso del mundo porque ha permitido que los liberales la privaran de su espada, y de la voluntad de usarla.
Nuestros presidentes siempre están hablando de nuestra imagen en el extranjero. Pues yo tengo una noticia que darles. Nuestra «imagen» es un sustituto de mamá con un delantalito y el biberón del nene en la mano. ¡Un sustituto de mamá, frente a un mundo que se ríe y lo desprecia! ¡Que se dedica a dar el biberón a «niños» voraces que se proclaman dirigentes de algún ignoto estado en algún continente subdesarrollado!
Ésta es nuestra imagen en el extranjero. ¿No la encuentran bonita y agradable? Pues entonces, hagan algo a ese respecto. Empiecen en su propia casa, y luego con su gobierno local. Derriben de su puesto a los que se dedican a castrarlos desde Washington. Arrójenlos de sus escuelas y tribunales. Proclamen al mundo otra vez —y otra, y otra— que ya no van a aguantar más tonterías, y que la bandera ha de ser honrada dondequiera que se halle, en cualquier embajada; que tienen poder y que están dispuestos a utilizarlo en nombre de la libertad y la justicia, sólo ligeramente atemperado por la piedad masculina.
Entonces quizás sean los Estados Unidos honrosamente temidos y respetados, y tal vez llegue la paz a un mundo loco y desorganizado. El centro que «no puede sostenerse» debe esforzarse y hacerse de hierro, invencible, y así se alejará el día de la condenación.