SALUDOS

a mi hermano Lucifer, quien ha estado tan ocupado últimamente y quien es el gran Plausible, como él mismo lo admitirá:

Desafortunadamente es muy cierto lo que dices sobre las mujeres de Terra, pero todo eso es verdad sólo en aquellas que se nombran las razas “avanzadas”, donde se sostiene que es más sofisticada la cultura. Pero como has señalado tú, Terra también tiene sus bárbaros, como los tuvo siempre en el pasado. Yo sé que tú eres bien capaz de soltar a los bárbaros sobre esa parte de Terra a la que la gente designa como el “oeste”. Lo has hecho antes. Lo hiciste en Babilonia, en Grecia, en China, en Roma, en Egipto, en India y en otras tierras con civilizaciones sutiles. Lo hiciste en los continentes desaparecidos. En todas partes están las señales de tu hábil seducción y al mismo tiempo inspiras a los bárbaros con la envidia y la codicia y el anhelo que los llevarán a su propia muerte cuando logren el estado que desean. Estoy de acuerdo en que el hombre, en todas partes, no parece aprender nunca de la historia y de la experiencia.

Yo también he escuchado a las mujeres valientes de Terra y sentí mi propia alarma en aquello en lo que tú sólo sientes gratificación. Son mucho peor que sus hombres, a quienes han vuelto tímidos. No desean la consumación sexual para lo que fue destinada, la unión del amor profundo entre la mujer y el hombre y la procreación de los hijos. No, ellas proclaman insistentemente y con voces fuertes y categóricas que desean experiencia sexual para aumentar, dicen, o desarrollar sus personalidades. ¡Sus mezquinas, macilentas y descoloridas personalidades! No les interesan los encuentros sexuales ni siquiera por el placer de tenerlos, porque hay muy poca sustancia en ellos para sentir placer (ay, estoy escribiendo casi como lo haces tú). No, la sensualidad es algo que se debe buscar a escondidas, para “mejorar el experimento y la experiencia de la vida”. ¡Qué meta tan espantosa! Lo que es más, ellas ni siquiera son capaces de examinar ninguna cosa, ni siquiera sus propias pequeñas emociones. ¡Un verdadero experimento las horrorizaría!

Pero incluso entre estas extrañas criaturas asexuadas viven verdaderas mujeres, quienes se asustan de sus hermanas, aunque tú disentirías de esto. Tú descartas la virtud por ser pasiva y poco estimulante. Por otra parte, a mí me parece que el vicio sobre Terra es particularmente pálido y sin originalidad, y tal vez ahí es donde reside el verdadero peligro en Terra, pues el vicio crea apatía o violencia sin objetivos. Incluso los robustos y poco imaginativos romanos tenían más vivacidad que las razas actuales y Grecia las sobrepasó a todas. Todavía hay una gran proporción de mujeres buenas en Terra, en lugares de oración ocultos, en los hospitales y en las ciudades ruidosas. Ellas no gritan por “una vida plena y gratificante y provista de objetivos” como lo hacen sus hermanas menos inteligentes, porque saben que el negocio de vivir en ese pequeño mundo triste se halla en la faena tranquila y los días cansados, con pocos episodios de gloria y excitación. La vida, se dicen a sí mismas, se compone de pequeñas cargas constantes, ansiedades, esfuerzos, pesar, y esperanzas sistemáticamente desaparecidas. Ellas encuentran sentido en su fe, en la aceptación de su suerte diaria, en su servicio y su amor, y hallan hermosura en la flor del camino o en los primeros rayos del sol sobre el ladrillo o la piedra. Son las verdaderas y gentiles exploradoras, quienes hacen de Terra un planeta frecuentemente tolerable incluso para sus hermanas, feas y abandonadas. El piadoso amor de María se cierne sobre estas mujeres, sobre su carácter intrépido ante la vida rutinaria y los acontecimientos tristes. Hacen su trabajo y ésa es su corona, como la fe es su gloria. Rezan por la paz de los días simples, mientras que sus hermanas empantalonadas pasean por las calles y rugen. Hasta las mujeres romanas más depravadas tenían algo de belleza, pero éstas no la tienen. ¡Ay, de nuevo pareciera que hago eco a tus propias palabras!

Sí, recuerdo bien tu intervención en Mercurio y Venus y lo que aconteció allí. Esos fueron días de luto para nosotros —y sospecho también fueron días de luto para ti. Eran planetas muy hermosos, mucho más hermosos que Terra. Pero el hombre y tú juntos los destruyeron. En horas, como las contamos nosotros, y no en eones como cuenta el hombre, ellos caerán al sol y serán consumidos.

He escuchado a los hombres de Terra burlarse de la “teoría tramada de la historia”. Sin embargo toda su historia ha sido una trama —entre tú y ellos. ¿Qué otra historia podría haber? Los acontecimientos no caen sobre los hombres; éstos los crean a través de sus gobiernos y sus políticas. El terror no desciende sobre ellos desde el cielo, de la nada; lo traman ellos mismos. ¿No se conspiran siempre en secreto las guerras y se sueltan sobre los ciudadanos con lemas nobles, para que éstos acepten luchar y morir sin lamentarse?

¿Qué nación puede reclamar con justicia alguna vez, que libró una guerra santa o una guerra de liberación? La historia niega tales fantasías. Las guerras se libran inevitablemente a causa de la autoimposición, del temor, del odio, la codicia, la conquista, la egolatría o la locura. Sin embargo, nunca hubo una nación sobre Terra que no gritara que su causa era justa y que en realidad luchaba por la paz y no por la guerra, por la libertad y no por la esclavitud. Han llorado esto a través de las eras y aún lo lloran, y ahí reside la semilla de su muerte universal. Eres tú quien les proporciona las heroicas palabras que llevan a la destrucción; eres tú quien arma a los hombres. Pero ellos niegan tu existencia, lo cual, como lo dijiste una vez, es tu mayor triunfo sobre los hombres. Oh, destructor de hombres, ¿nunca te reconocerán por lo que eres?

Mis hermanos me dicen que últimamente estás observando de cerca al Cielo para ver nuestras idas y venidas. ¿Qué es lo que temes, o qué es lo que provoca tu curiosidad en esta forma? Yo también vi una vez caer tu sombra sobre las brillantes murallas del Cielo y reflexioné. Perdona la analogía, pero pareces un gran perro olfateando en una puerta cerrada, el cual sospecha, gruñe débilmente y duda. Yo sé qué es lo que temes, y tú sabes que yo lo sé; te gustaría que, en un momento de descuido, yo traicionara algún secreto. Si hay algún secreto, Lucifer, yo no te lo diré; no podría hacerlo porque ni siquiera un arcángel lo sabe.

Pero me voy a referir a otras cosas y una de ellas es muy triste. He visto tu triunfo final sobre Lencia, ese planeta poderoso y espectacular en el que alguna vez puse tantas esperanzas. La raza era particularmente inteligente, graciosa y pacífica; Lencia nada más había tenido una guerra en su larga historia, y sólo el pensar en ella inspiraba aborrecimiento. Sus ciudades eran blancas y limpias, porque su clima general era templado bajo los rayos benignos de Betelguse, la estrella más brillante de la constelación de Orión. Aunque variable y múltiple, a veces encendiéndose con más fuerza que otras, su luz es doradaescarlata, vívida y fructificante. Su beso puede ser lo mismo feroz que gentil, y así, para esas ocasiones, Nuestro Padre creó nubes especiales que protegían a las cuarenta hijas de ese sol y su multitud de lunas. ¡Y Lencia era la mayor de esas hijas, planeta desafortunado, hija agonizante de su padre!

Desde el principio, incluso después de su caída, los hombres de Lencia estaban sinceramente interesados en el bienestar de sus congéneres, y ésta es la razón por la que Lencia sólo tuvo una guerra. Como la raza era intelectual, a pesar de ti, sus artistas, científicos, arquitectos e ingenieros diseñaron las ciudades más elegantes que yo haya visto jamás, libres de suciedad y contaminación. Ellos atendían sus campos amarillos, escarlata y violeta con cuidados meticulosos, no sólo para preservar sus frutos sino para conservar su belleza. Con la luz del sol sus magníficas montañas puntiagudas se encendían como antorchas dispuestas hacia el Cielo y eran del color de la sangre brillante. Los mares parecían ser madreperlas líquidas fugitivas, en tonos suaves, y sus ríos eran púrpura brillante. Aunque se minaba la tierra buscando sus metales, sus aceites y sus minerales, no se permitía que quedaran cicatrices, sino que se cubrían con árboles lavanda como grandes rocíos de plumas en los cuales crecían frutos esféricos de oro o marfil.

No existían manchas malignas de lobreguez, miseria, fealdad, o decadencia en Lencia, porque los hombres eran trabajadores y dignos, y terminaban con cualquier ligero horror. Todo debía estar en armonía, sereno, agradable a la vista y al oído, al tacto y al gusto. Los siglos vinieron y partieron sobre la larga órbita de Lencia alrededor de su padre, y los niños nacían únicamente cuando eran deseados, porque los hombres de Lencia eran prudentes y disciplinados por sí mismos. Era muy difícil creer que Lencia hubiera caído en el pasado, porque todo era hermoso y melodioso, y los hombres se amaban entre sí.

Esa era tu oportunidad, pues a partir de la calma tú creas furia; a partir del orden tú creas caos. Sí, es cierto que tú sólo puedes actuar con la ansiosa y anhelante participación del hombre, pero aún así yo lo lamento.

Al caer Lencia se prohibió a sus hermanas que la visitaran y ella se encontró sola entre su familia, porque una vez caída, podía corromperlas. Aun así, te tomó muchos siglos descargar tu ira contra ese magnífico y encantador planeta. Lo lograste a través de la virtud misma de los hombres de Lencia, quienes recordaban aún a Nuestro Padre y no lo rechazaban completamente. Pero cuando se lleva al exceso, la virtud se vuelve nociva y mortalmente peligrosa.

Como los hombres caídos son inevitablemente orgullosos y desean enaltecerse a sí mismos, tú les susurraste a los más inteligentes de Lencia que debían gobernarla de manera absoluta, por su propio bien, forjándose su propio destino y controlando a todos los demás hombres. Lencia no tenía reyes ni emperadores; sólo tenía repúblicas gobernadas por hombre tan justos como se los permitía su caída naturaleza. Pero ahora tú habías inspirado a unos cuantos hombres con el deseo del poder, aunque ellos no lo llamaban así, sino “trabajar por el bienestar común y la extensión de la justicia para todos”. Tenían grandiosos planes, pero eras tú quien los había inventado. Aunque Lencia estaba limpia y el aire era puro, había de todas maneras épocas en que la luz ardiente de Betelguse calentaba incómodamente las ciudades, quemaba los campos y secaba los ríos, los cuales siempre eran rescatados por las nubes de Nuestro Padre, que enviaba la lluvia. Pero ésta, decían los codiciosos de Lencia, era una solución imperfecta y totalmente natural. Ellos controlarían el clima con el trabajo y los proyectos de sus científicos e ingenieros, aunque primero tenían que controlar a la gente, que podría malograr los planes de sus futuros amos si se les daban a conocer prematuramente.

Los ciudadanos de Lencia siempre habían sido libres, y asumían esta libertad como un estado natural y nunca se inquietaron ante ningún sueño de perderla, pues era tan natural como el aire que respiraban; sus gobernantes no hablaban de ella. Estaba ahí. Pero los hombres orgullosos llegaron a odiar la libertad de todos —y tú les dijiste que no era natural que sus congéneres inferiores disfrutaran lo mismo que ellos disfrutaban y con tal complacencia. También, que los hombres de mayor humildad necesitaban que se les planearan sus destinos en lugar de que vivieran sus años plácida e industriosamente, de manera espontánea, y remataste con otra frase: “¡A qué alturas no podría aspirar Lencia si se controla y ordena su futuro! ¿Y quién es más merecedor de ese control que ustedes, magníficos de intelecto, buscando únicamente el bienestar de su mundo y de sus hermanos? ¡Cómo los honrarán y se inclinarán ante ustedes llamándolos salvadores, héroes y benefactores, y regocijándose en sus tronos!”

Los hombres caídos aman los tronos. Ese es su mayor éxtasis. Sus máximos deseos son las ceremonias y la pompa. Su sueño es el poder. Así que conspiraron juntos, ellos y tú. Ciertamente ya habían rechazado la idea de tu existencia, pero igual tú eras el más fuerte.

No levantaste ninguna sospecha, y ofreciste a los ambiciosos de Lencia un lema para esclavizar su planeta: El Gran Destino. ¿Qué hombres no se excitarían al pensar en un destino único? La gente escuchó. Al reunirse los ambiciosos se le informó a la gente que había planes importantes en proceso de discusión, y se le insinuaron historias incomparables. Todos estaban emocionados, y ni en lo más mínimo sentían temor; aunque no me vieron, caminé entre ellos susurrando advertencias. Muy pocos se sintieron incómodos y aun ésos carecían de las palabras para expresar su inconformidad, porque solamente conocían el clima de la libertad. Durante la medianoche les susurré que se presentarían acontecimientos despreciables, no para bien, y que ellos debían dar la alarma y expresar su desconfianza. Pero les faltaban las palabras, y tú tuviste cuidado de que ni siquiera las escucharan.

El primer acto de los destructores de Lencia fue diseñar y hacer realidad un método para liberar a las ciudades de los “caprichos” de la naturaleza. Los cinco billones de habitantes asintieron sabiamente, aunque nunca antes habían considerado a la naturaleza como un enemigo. Pero habían hablado de sus benefactores, y ellos sabían más que el hombre de la calle… Así que los científicos instalaron vastos domos de un material vidrioso que circundaran las ciudades y las “protegieran” tanto de la lluvia como del calor del sol. Los ciudadanos observaron sus prisiones transparentes levantarse sobre sus cabezas y sus altos edificios blancos, y sonrieron con satisfacción. Cuando llegaron las tormentas y el fiero calor ocasional, rieron con placer. Pues ahora bajo los domos había un flujo constante de aire seco y fresco, y los niños podían jugar sin que los mojara la lluvia, sin que los abrasara el calor, y sin que los asustaran los relámpagos. Cada uno de los hombres podía ir y venir sin tener que mirar pensativamente el cielo. Se había controlado el clima.

Sólo aquellos que labraban la tierra y cuidaban de los animales vivían fuera de esos domos, y como no eran muchos —los hombres de Lencia habían inventado máquinas que trabajaran la tierra casi solas los destructores no temían a los pocos que estaban fuera de las ciudades. Ellos sabían que los campesinos son por naturaleza ingenuos y pacíficos, y que no se les desanima o subleva fácilmente.

Para “proteger” de la enfermedad a la gente, decían los destructores, no debían nunca dejar las ciudades por el campo nuevamente, pues éste estaba lleno de “bacterias mortales”. En la ciudad tendrían una vida mucho más larga y sus hijos no morirían con tanta frecuencia de enfermedades que podían “prevenirse”; sobre todo, debían considerar a sus hijos, quienes eran de mayor consecuencia para Lencia. La gente asentía afablemente. Sus ciudades contenían todas las diversiones necesarias y las calles estaban bordeadas por árboles, había parques y jardines magníficos llenos de flores donde podían sentarse a descansar en paz, bajo los domos vidriados. Ni siquiera se sobresaltaron o reflexionaron cuando aparecieron guardias en los límites de los domos, y se instalaron puertas de bronce en las nuevas y altas paredes blancas sobre las cuales descansaban los armazones transparentes.

Así que la gente era prisionera. Pero como todos los prisioneros, exaltaban a sus carcelarios y los honraban por el “bienestar” que habían llevado a los ciudadanos de Lencia, con un cuidado diligente por su salud y por sus vidas. Cada una de las enormes ciudades tiene sus diez hombres —los Consejeros y por encima de esos diez poderosos se halla el Maestro, la figura más poderosa. Cuando sus gobernantes dejaban las ciudades en “misiones relacionadas con la agricultura y la mayor productividad de la tierra”, la gente no sabía que tenían hermosos palacios en la tranquilidad del campo, donde se reunían todos a tramar más opresión en contra del inocente y a deleitarse a sí mismos al aire libre y a recrearse con nuevos vicios que tú les mostraste.

Esto ocurrió en todo Lencia, porque los destructores tienen una sola mente. Las embarcaciones comerciales llegaban a puerto vacías, excepto por aquellos que las cargaban y descargaban. Los ríos ya no se veían rojos por las velas de aquellos que querían divertirse, a excepción de los gobernantes. Los carceleros dijeron: “Es bueno; es hermoso; es como debe ser. Sólo nosotros merecemos la libertad. Nosotros somos los Elegidos y nuestros hijos se casarán entre ellos y heredarán lo que hemos construido para ellos y serán amos y reyes a su tiempo, y a su tiempo la gente se inclinará ante nuestros hijos y nuestras hijas y los obedecerán sumisos, como ahora lo hacen con nosotros sus padres. Nosotros mantendremos pura nuestra sangre de la vulgaridad de nuestros esclavos y seremos otra raza, no maculada por ninguna debilidad del cuerpo o de la mente, y con el tiempo nuestros rasgos serán muy diferentes de los rostros de aquellos a quienes gobernamos.”

La libertad se ama solamente cuando se pierde. Los pocos en Lencia que se habían sentido incómodos desde un principio, pero que carecieron de las palabras, gritaban ahora que el mundo había sido traicionado, la libertad estaba muerta, y que la gente, si habrían de sobrevivir como hombres y no como animales encadenados, debía levantarse por su propia fuerza, deponer a sus amos y liberarse de los domos estériles que eran su feliz prisión. Debían tener libertad para ir y venir según su voluntad y no bajo las órdenes del Elegido.

Pero era demasiado tarde. Los denunciantes de la libertad fueron secuestrados y asesinados en silencio, porque los gobernantes estaban siempre alertas a estos casos. Se les dieron sus nombres como infamia a la gente. Ellos iban a detener el Gran Destino de Lencia. ¿No estaban más seguros sus hijos y aumentaban en número porque no sólo había comodidad, tranquilidad, orden y felicidad en sus ciudades, sino que casi había desaparecido la enfermedad? ¿Alguien sufría por el calor o temía todavía a las tormentas? “Es cierto —dijo la gente; los denunciantes eran nuestros enemigos.” Sólo sus familias los lloraron, y por temor no hablaron.

Después de esto los gobernantes se movieron más y más deprisa. La gente no debe andar en las calles —por su propio bien después de cierta hora. Ya no habría más elecciones, ni siquiera de los Diez, porque los Maestros, con su sabiduría suprema, los elegirían. Era un ahorro de dinero. Ya no se iba a disputar sobre la posesión de la tierra y así no habría confusión entre los ciudadanos. Todo se decidiría y planearía, por su bienestar, en los lugares secretos del planeta. Como todos debían trabajar por el Gran Destino, a cada hombre se le asignaría su trabajo de por vida y no podría dejarlo. Aquellos más sabios que él decidirían lo que tendrían que hacer por el beneficio de todos. Los sabios sólo deseaban paz y plenitud, progreso y satisfacción para su gente. Habría Consejos en los cuales ellos elegirían las parejas de los hombres y de las mujeres “por razones genéticas, para mejorar la raza”. No se permitiría el matrimonio sin la autorización de los gobernantes y se decidiría el número de hijos para cada familia. La gente se sentía un poco insegura sobre esto y hablaba entre ella en voz baja, aun cuando ignoraba que la intención de los gobernantes era permitir que solo los naturalmente dóciles, humildes y menos inteligentes de entre las masas se reprodujeran, asegurando de esta manera y para siempre sus propios privilegios y los de sus hijos.

Sólo se necesitó un cuarto de siglo para imponer la esclavitud en Lencia. Aunque yo caminé entre los ciudadanos, con diversas apariencias, y los exhorté, estaban paralizados y asombrados por la finalidad de la suerte que se habían buscado a sí mismos. Con tu conspiración, pues tú les dijiste que eran verdaderamente libres, que nada los amenazaba, que se había planificado el futuro por ellos, y que no debían sentir incertidumbre o duda. Que aceptaran su Gran Destino con corazones llenos de gratitud para disfrutar de una larga vida de felicidad, trabajo y placer ocasional. ¿No los amaban los Maestros?

Pasaron dos siglos, y ocurrió como los Maestros lo habían planeado. Sus propios hijos no se parecían más a los hijos de la gente, porque sus uniones matrimoniales habían sido cuidadosamente arregladas por sus padres para que realzaran las cualidades deseables de belleza, fuerza, inteligencia y salud. Ellos no hablaban el idioma de los ciudadanos corrientes; de hecho, sólo los veían cuando pasaban en sus vehículos cerrados hacia sus hermosas propiedades localizadas fuera de las ciudades, y los consideraban como bestias que sólo habían nacido para servirlos —lo que era muy cierto. Y así declinó la calidad de la gente de Lencia, y su naturaleza se hizo cada vez más simple y brutal porque no tenía acceso a la educación, y moría antes que sus Maestros porque había sido criada a partir de la debilidad para que no nacieran o sobrevivieran muchos de sus ciudadanos. Los Maestros habían decidido el número deseable de gente que debería habitar en Lencia.

Todos estaban tranquilos. Afanosos, casi en silencio, obedecían y nunca conocieron la dulzura de la lluvia o la grandeza de la tormenta, y nunca dejaron sus ciudades hogar y no conocieron el resto del mundo (que era tan esclavo como ellos mismos). Trabajaron y disfrutaron muy poco el fruto de su trabajo; no conocían las artes. Sus ciudades tumba eran antisépticas, y por eso nunca sintieron la fragancia de los vientos o el calor del sol fructificante. Eran bestias de carga bien cuidadas y cómodas, y ése era su castigo. La libertad es la Ley de Dios, y había sido aborreciblemente violada.

Pero tú no estabas satisfecho. Pensaste en guerras entre los Maestros, pero ellos estaban muy contentos con sus vidas. Pensaste incluso en inspirar violencia entre la gente, pero estaban demasiado esclavizados. Lo que no pudiste hacer en tres siglos, lo hicieron por ti a partir del ultrajado corazón de la naturaleza misma.

La gente del planeta sumaba unos cinco mil millones. Los hijos de los Elegidos, los científicos, los artistas y los profesionistas que los servían, sumaban menos de dos millones. Como cada vez más máquinas cultivaban la tierra, los campesinos habían disminuido a unos cuantos miles, y nunca se les permitía entrar a las ciudades. Las vidas que ellos vivían eran tan vacías y tan desesperanzadas como las de la gente de las ciudades y los pueblos. Durante tres siglos no se les había dado educación, pues también ellos habían sido criados para servir. No disfrutaban de diversión ni recreación alguna, y si volteaban a ver las ciudades todo lo que veían era un escudo de vidrio redondo, sellado para impedir el acceso a ellas. Así, sólo sabían que las ciudades devoraban sus frutos, granos y carne, a cambio de un puñado de plata y una mirada de advertencia. Ya habían aprendido a no hacer preguntas.

Pero llegó el día en que los tomadores del censo se sintieron intrigados. No habían nacido niños en el campo ni en las ciudades de Lencia durante dos años, a excepción de los hijos de los Elegidos. Pasó otro año y otro, y las cuadras de los hospitales donde nacían los niños estaban vacías. Se exigía una investigación. ¿Quién era el criminal que había inducido a la gente a no procrear más? Pero no había ningún criminal como no fuera la naturaleza misma, que no podía soportar la esclavitud de todo un planeta que alguna vez había sido libre. Ningún investigador se formuló la pregunta trascendental: ¿puede llegar el momento en que la gente esté tan abatida, tan sin estímulo, y tan sin motivo para vivir, que sus impulsos reproductivos ya no respondan? ¿Puede la vida misma perder su valor a tal grado que el mismo instinto muera? Ningún gobernante de ningún planeta se ha hecho a sí mismo esta pregunta alguna vez, pero es una pregunta inexorable que explica la muerte de muchas civilizaciones en los universos.

Pasaron diez años y, a excepción de los hijos de los Elegidos, ningún niño nació en Lencia, y pasó otra década y las ciudades y el campo no escucharon más voces infantiles. Los ancianos murieron. La población empezó a decrecer. Los Elegidos se alarmaron grandemente: “¿A quién van a gobernar nuestros hijos y quién los va a servir si la gente ya no procrea?”, se preguntaron uno al otro. Nunca se les ocurrió la respuesta obvia. Algunos pensaron que podía haber sido la envoltura vidriada de las ciudades, que había impedido que el sol llegara hasta la gente. Algunos médicos declararon que las ciudades prisioneras, protegidas del sol, perdían rayos que eran fuente de vida, lo cual pudo haber sido la fuente de la esterilidad de los órganos reproductivos.

Algunos sugirieron que se levantaran los domos de vidrio durante algunas horas al día, para que los rayos misteriosos llegaran a los cuerpos de la gente. Pero se hizo una objeción muy seria. Si la gente sentía el aire de fuera y la libertad, ¿quién podía decir que no se rebelaría? La libertad, aunque sea poca, es peligrosa, como han descubierto ciertas naciones de Terra, y como han descubierto también miles de otros planetas.

Algunos de los Elegidos exhortaron a la gente de Lencia para que procreara, “por el bien de nuestra vida y de nuestra existencia”. Los ciudadanos escucharon confundidos, pues ni ellos mismos sabían por qué se acercaban al lecho matrimonial tan faltos de ánimo, y por qué ninguna relación daba como resultado un hijo. Entonces se vertieron en las aguas de las ciudades algunas sustancias químicas que se decía estimularían la capacidad de reproducción de las personas. También se instilaron las sustancias en cuestión en los alimentos que llegaban a las ciudades, pero la gente seguía sin procrear. En hordas fue llevada ante los médicos para ser examinada, pero todos se veían moderadamente saludables, aunque bastante más bajas de estatura que los Elegidos, y muy dóciles y humildes. Los médicos observaron que sus voces eran lerdas y pesadas, sus ojos no denotaban comprensión, y sus cuerpos estaban flácidos por tanto trabajo. Se prescribieron medicamentos y el gobierno emitió advertencias de que se consideraría un gran crimen si la gente no obedecía. Pero los niños no nacían, sino sólo de los Elegidos. Se disminuyeron las horas de trabajo y se mejoró la alimentación; los intoxicantes que se habían negado a la gente durante tres siglos se les dieron; se fabricaron drogas en cantidades masivas. La gente no procreaba. En los deprimentes hormigueros en donde ésta vivía ya no se oían voces de niños, y los adultos olvidaron que alguna vez hubiera habido infantes. Todos envejecieron. Desde antes de nacer se había decidido que no vivieran más de cincuenta órbitas alrededor del sol, aunque los Elegidos vivían cien. Había millones de funerales, pero ni un solo nacimiento, excepto entre los Elegidos.

Los gobernantes se reunieron para discutir tan alarmante situación, y tú te encontrabas entre ellos riendo en silencio. Se sugirió incluso que los hombres de la clase elegida fecundaran por la fuerza a las hembras del pueblo para que les criaran esclavos, por la seguridad de sus majestuosos hijos. Las fábricas y el campo mostraban ya los efectos de la población que disminuía ¿Quién serviría, alimentaría, mimaría y atendería a los hijos de los Elegidos en las generaciones futuras? Muchos de ellos estuvieron de acuerdo en secuestrar a las hembras más jóvenes de la población con el fin de procrear, pero se levantó un grito: “¡No debemos corromper y degradar nuestra sangre imperial!” Hubo incertidumbre. Sin embargo, tenía que hacerse, y sin duda tú te divertiste con la presteza con que los Elegidos anduvieron por las ciudades y el campos para elegir a las hembras con quienes se acostarían. Las mujeres no se resistieron, ni los hombres. No tenía caso. Pero las mujeres no procrearon.

La libertad no es divisible. Por fin, las mujeres de los Elegidos también dejaron de procrear, y en sus cuerpos y sus corazones se introdujo la desazón. Se recurrió a medidas desesperadas sin ningún resultado. Fue un reto para los físicos y los científicos, hasta la desesperación. Y la población decayó pausada e implacablemente.

Ahora todos son viejos y decadentes en Lencia, y el lugar es un desierto. Desde hace mucho se retiraron los domos de las ciudades, pero el floreciente sol no tiene ningún poder para estimular el proceso de vida. La gente ya no respondió a su repentina libertad. En verdad, se quejaron molestos porque las lluvias los mojaban, el sol los quemaba, los vientos les daban frío y los relámpagos los asustaban. Imploraron a sus Maestros que los protegieran de nuevo. Al final, los Elegidos aprendieron demasiado tarde que la libertad por sí misma es fuente de vida y que los hombres no se meten con los corazones, almas y cuerpos de otros hombres sin los resultados inevitables y letales, y que al “proteger” a la gente de las fuerzas de la naturaleza las condenan a la muerte. Para que florezcan las almas de los hombres debe haber adversidad, lucha, ansiedad, incertidumbre y esperanza. El temor a un futuro peligroso deberá motivar constantemente a los hombres no sólo a sobrevivir, sino a vivir, reproducirse y construir. Si el temor se retira, entonces se retira, entonces se retira la vida. Como tú lo has señalado, Lucifer, la seguridad contra la tormenta y la adversidad es una invitación a extinguirse. ¿Cuándo aprenderán los gobernantes de los planetas esta terrible verdad por sí mismos, antes de que haya pasado el tiempo de corregir?

¿Cuándo aprenderá esto tu más odiado planeta, Terra? Cuando los hombres son tratados como niños, y se les niega la competencia y la búsqueda, y se les sobreprotege, mueren. Es la ley de la vida.

Las treinta y nueve hermanas de Lencia han estudiado este fenómeno desde lejos, y se han jurado una a la otra que entre ellas nunca se restringirá la libertad. Observan la muerte de su planeta hermano y, suspirando, esperan el día en que desaparezca la vida, excepto la animal, y en que tomarán para ellas el planeta y recordarán la lección que han aprendido.

¿Lo harán? ¿Convertirán en un infierno su planeta como lo han hecho multitudes antes que ellas?

Ay por Lencia. Si su muerte fuera una advertencia para todos los demás, entonces no habrá muerto en vano. Pero los hombres, según has observado muy ciertamente antes, rara vez aprenden de la experiencia y de la historia.

Regocíjate, si así lo deseas, por el fin de Lencia la Hermosa. Pero yo dudo de que te regocijes.

Tu hermano, MIGUEL