EL PAGO DE LA DEUDA ATRASADA
Dear Old Ellen:
Te sorprenderá, lo sé, recibir una carta mía después de tantos años; habrán pasado cinco o tal vez seis desde la última vez que te escribí. Creo que fue una felicitación con motivo del enlace de tu hermana pequeña. Esta vez, la ocasión no es tan festiva y la necesidad que siento de hacerte partícipe, precisamente a ti, de un curioso encuentro tal vez te parezca extraña. Pero lo que me sucedió hace sólo unos días no te lo puedo contar más que a ti. Sólo tú lo puedes comprender.
La pluma se me para sin querer mientras escribo esto. Yo misma no puedo evitar sonreírme un poco. ¿No nos hemos dicho una a otra exactamente lo mismo, «sólo tú lo puedes comprender», mil veces cuando teníamos quince, dieciséis años, y éramos unas muchachas que todavía no habíamos aprendido a volar, inquietas en el banco de la escuela o de camino a casa, cuando nos confiábamos nuestros secretos infantiles? ¿Y no nos juramos solemnemente entonces, a nuestra tierna edad, que nos contaríamos todo lo referente a cierta persona, sin omitir ningún detalle? Hoy, todo aquello queda lejos, ha pasado más de un cuarto de siglo, pero lo que una vez se juró ha de mantenerse. Verás que, aunque con retraso, yo mantengo fielmente mi palabra.
Todo el asunto surgió así. Este año he pasado una temporada dura, de mucha actividad. Mi marido fue trasladado como médico jefe al gran hospital de R., yo tuve que organizar sola toda la mudanza, entremedias, mi yerno se marchó con su mujer a Brasil en un viaje de negocios y nos dejó en casa a los tres niños, que inmediatamente cogieron la escarlatina uno tras otro, y yo tuve que cuidar de ellos… Y, todavía no se había recuperado el último, cuando murió la madre de mi marido. Todo se juntaba en un caos sin igual. Al principio pensé que había llevado toda esa frenética actividad airosamente, pero, de algún modo, debía de haberme costado más de lo que yo pensaba, porque un día, después de contemplarme un rato en silencio, mi marido me dijo:
—Creo, Margaret, que ahora que afortunadamente los niños vuelven a estar bien de salud, deberías hacer algo por la tuya propia. Pareces agotada de cansancio y, además, te has excedido entregándote tan de lleno a tus obligaciones. Dos, tres semanas en el campo, en algún sanatorio y volverás a sentirte bien.
Mi marido tenía razón. Estaba totalmente agotada, más de lo que quería admitir. Lo notaba porque, a veces, cuando venía gente —y, desde que mi marido asumió su puesto aquí, teníamos que hacer muchas visitas y mucha vida social—, al cabo de una hora, ya no podía prestar atención a lo que me decían, olvidaba cada vez con más frecuencia lo más sencillo de la casa y, por las mañanas, me tenía que forzar a levantarme. Con su mirada clara, experta en medicina, mi marido debió de constatar certeramente mi agotamiento, tanto físico como espiritual. En realidad, no me hacían falta más que catorce días de reposo. Catorce días sin pensar en la cocina, en la colada, en las visitas, sin la agitación diaria, catorce días de soledad, para poder ser yo misma y no ser siempre la madre, la abuela, la señora de la casa y la esposa del médico jefe. Daba la casualidad de que, justo entonces, mi hermana viuda tenía tiempo para venirse a nuestra casa; así que todo estaba resuelto para mi ausencia y yo no pensaba en más que en seguir el consejo de mi marido y, por primera vez en veinticinco años, marcharme sola de casa. Sí, incluso esperaba con cierta impaciencia el renovado frescor que debía proporcionarme aquel descanso. Sólo hubo un aspecto en el que decliné la propuesta de mi marido, en concreto, el buscar reposo en un sanatorio, aunque él ya había escogido cuidadosamente uno, con cuyo propietario tenía amistad desde la juventud. Lo hice porque allí iba a volver a haber gente, conocidos, y tendría que seguir siendo cortés y sociable. Pero yo no quería más que estar a solas conmigo; catorce días, con libros, paseando, soñando y durmiendo largas horas sin ser molestada, catorce días sin teléfono y sin radio, catorce días de silencio, catorce días para ser yo misma sin ser importunada, por así decirlo. Sin saberlo, hacía años que no había deseado algo con tanta fuerza como aquel silencio y aquel reposo plenos.
Entonces me acordé de los primeros años de mi matrimonio, de Bolzano, donde mi marido ejercía entonces la medicina como asistente, recordé haber subido una vez, en una caminata de tres horas, a un pequeño pueblo perdido en lo alto de las montañas. Allí, enfrente de la iglesia, en la diminuta plaza del mercado, había una de esas fondas de aquel estilo que es tan frecuente encontrar en el Tirol, el piso bajo hecho con sillares de piedra, gruesos y pesados, la primera planta, bajo el saledizo del amplio tejado de madera, presentaba una amplia veranda, y el conjunto aparecía cubierto con un emparrado, que entonces, como era otoño, rodeaba toda la casa con un fuego rojo y, sin embargo, refrescante. A derecha e izquierda, agazapadas como perros fieles, había pequeñas casitas y espaciosos graneros, sin embargo, la casa en sí se alzaba libre, a pecho descubierto, entre las blandas nubes de otoño que el viento se llevaba corriendo y la vista se extendía hasta el infinito en el panorama general de las montañas.
En aquel entonces me había quedado de pie, nostálgica y casi hechizada ante aquella pequeña fonda. Sin duda, ya te habrás dado cuenta de que uno ve una casa desde el tren o durante una caminata y, de repente, le asalta un pensamiento: ¡Ah!, ¿por qué no viviremos aquí? Aquí podría ser feliz. Creo que a toda persona le surge alguna vez esta idea, y la impresión del lugar donde una vez nos quedamos largo rato contemplando una casa con el secreto deseo de poder vivir felices en ella, se graba en la memoria con todos y cada uno de sus trazos. Durante años seguí acordándome de las flores rojas y amarillas delante de las ventanas y en la galería de madera del primer piso, donde entonces la ropa tendida de aquella casa se agitaba al viento como banderolas de colores, y también de las contraventanas pintadas de color amarillo sobre fondo azul, en cuyo centro había pequeños corazones tallados, y del remate del tejado sobre la fachada con el nido de cigüeñas. En ocasiones, cuando sentía inquietud en mi corazón, me venía a la cabeza la imagen de aquella casa. Había pensado en marcharme allí algún día, de aquella forma soñadora y sólo a medias consciente en que uno piensa en lo imposible. ¿No tenía ahora la mejor oportunidad de ver cumplido este antiguo deseo ya casi olvidado? ¿No era precisamente esto lo indicado para los nervios agotados, esta casa de colores sobre la montaña, esta fonda sin todas las pesadas comodidades de nuestro mundo, sin teléfono, sin radio, sin visitantes ni formalidades? Ahora, mientras lo evocaba de nuevo en mi memoria, ya me parecía estar respirando profundamente el fuerte y aromático aire de la montaña y oyendo el lejano sonido de las esquilas de las vacas campestres. Al pensar en todo aquello, ya sentía que empezaba a recobrar ánimos y a mejorar mi salud. Era una de aquellas ocurrencias que nos sorprenden sin ningún motivo aparente, pero que, en realidad, no son más que emanaciones de deseos reprimidos, que esperan soterrados. Al principio, mi marido, que no sabía las veces que había soñado con aquella casita que había visto una vez hacía años, se sonrió un poco, pero luego me animó a informarme. La gente de allí respondió que las tres habitaciones para huéspedes estaban todas ellas vacías y podía elegir la que quisiera. Tanto mejor, pensé yo: sin vecinos, sin conversaciones, y partí de inmediato en el tren de la noche. Al amanecer del nuevo día, un pequeño coche campestre de un solo caballo me subió con mi exiguo equipaje montaña arriba con un trote lento.
Encontré todo tan primoroso como lo había deseado. La habitación lucía luminosa con sus sencillos muebles de clara madera de pino de los Alpes; desde la veranda, que, ante la ausencia de cualquier otro huésped, parecía exclusivamente pensada para mí, la vista se prolongaba hasta una lejanía infinita. Un vistazo a la lustrosa cocina, limpia y refulgente, me indicó, como experimentada ama de casa, que aquí me iban a cuidar muy bien. La hostelera, una tirolesa enjuta de carnes, amable, con el pelo gris, me volvió a confirmar que no tendría que temer ninguna molestia o incomodidad a causa de visitantes. Por supuesto, todas las tardes, después de las siete, venían a la fonda el escribiente, el comandante de puesto de la gendarmería y algunos vecinos más para beber vino, jugar a las cartas y charlar. Pero todos eran personas tranquilas y a las once se volvían a sus casas. Los domingos, después de la misa en la iglesia y tal vez también por la tarde, había algo más de animación, porque los campesinos bajaban desde las colinas y caseríos y se reunían allí. Pero desde mi cuarto apenas oiría nada de todo aquello.
La luz del día era demasiado bella y luminosa como para que me quedara mucho tiempo en mi habitación. Deshice mi equipaje sacando las pocas cosas que había llevado conmigo, pedí que me prepararan un buen pan casero de centeno y algunas lonchas de fiambre, y salí a pasear por los prados, subiendo más y más alto cada vez. Todo ante mí se extendía libre, desde el valle con su río espumeante, hasta la nieve que coronaba las montañas, libre como yo misma. Sentí el sol sobre mí, penetrándome por todos los poros, y seguí andando y andando, una hora, dos horas, tres horas hasta el prado alpino más alto. Allí me tumbé sobre el blando y cálido musgo y sentí cómo el susurro de las abejas, el leve y rítmico soplar del viento me daban una gran paz, la paz y el descanso que había ansiado tanto tiempo. Cerré los ojos con agrado y me sumí en ensoñaciones, y no me di cuenta en absoluto de cuándo ni cómo me quedé dormida. No me desperté hasta que una sensación de frío recorrió mis miembros. Ya casi era de noche, debía de haber dormido cinco horas. Ahora fue cuando me di cuenta de lo cansada que había estado. Pero el frescor volvía ya a mis nervios, a mi sangre. Recorrí el camino de vuelta hasta la pequeña fonda en dos horas, a paso fuerte, firme, animado.
La hostelera ya estaba ante la puerta. Se había inquietado un poco no fuera a ser que me hubiera perdido y se ofreció a prepararme la cena de inmediato. Estaba terriblemente hambrienta, tan hambrienta como no recordaba haber estado en años, y la seguí gustosa a la pequeña sala del hostal. Era una habitación oscura, baja, con sillas y mesas de madera, y cómoda con sus manteles a cuadros rojos y azules, sus perchas de cuerno de gamuza y los rifles cruzados en la pared. Y aunque en aquel cálido día de otoño no habían encendido la potente estufa de cerámica azul, de la habitación salía a raudales una agradable calidez constante. Los parroquianos también me cayeron bien. En una de las cuatro mesas estaban sentados jugando una partida de cartas el oficial de la gendarmería, el empleado de Hacienda y el escribiente, cada cual con una jarra de cerveza al lado. En la otra estaban repanchigados, acodados sobre ella, un par de campesinos con rostros robustos, tostados, de un moreno oscuro. Como todos los tiroleses, hablaban poco y se limitaban a fumar con sus pipas de porcelana de larga caña. Se veía que habían pasado el día trabajando duramente y, en realidad, no hacían más que recuperar fuerzas, demasiado cansados para pensar, demasiado cansados para hablar, gente honesta, de bien, cuyos rostros duros como tallas de madera resultaba agradable mirar.
En la tercera mesa se sentaban un par de cocheros y bebían a pequeños sorbos su fuerte aguardiente de trigo, también ellos cansados e igualmente tranquilos. La cuarta mesa estaba puesta para mí y pronto se llenó con un asado a la parrilla de unas dimensiones tan gigantescas, que en otras circunstancias no habría podido comerme ni la mitad, pero el fresco aire de la montaña había despertado en mí un sano y voraz apetito.
Me había bajado un libro de mi habitación para leer, ¡pero era tan agradable estar allí sentada, en aquella apacible sala, entre gente amable, cuya proximidad no resultaba opresiva ni cargante! De vez en cuando se abría la puerta y entraba una niña de cabellos rubios que venía por una jarra de cerveza para sus padres o un campesino de paso que vaciaba un vaso en el mostrador. Vino una mujer a charlar en voz baja con la hostelera, que estaba zurciendo las medias de su hija o su nieta en la barra. Había un ritmo prodigiosamente pausado en todo este ir y venir, que mantenía ocupada la mirada y no lastraba el corazón, y yo me sentía maravillosamente bien en este confortable ambiente.
Pasé un rato sentada así, sumida en ensoñaciones y sin pensar en nada, cuando —debían de ser como las nueve de la noche— la puerta se volvió a abrir, pero esta vez no a la manera lenta y reposada de los demás campesinos. Fue abierta de golpe de par en par, y el hombre que entró, en lugar de cerrarla inmediatamente, se quedó un momento de pie en el umbral, como si todavía no estuviera del todo decidido a pasar. Sólo entonces volvió a cerrar la puerta mucho más fuerte que los demás, miró a todos lados y saludó con un profundo y sonoro:
—¡Dios les guarde a todos, señores míos!
Aquel saludo algo afectado e impropio de un campesino me llamó la atención al instante. En un hostal de un pueblo del Tirol no se solía saludar diciendo: «Señores míos», como en la ciudad, y además aquella pomposa forma de dirigirse a alguien parecía despertar en realidad poco entusiasmo en los presentes en la sala de la fonda. Nadie levantó la mirada, la hostelera siguió zurciendo tranquilamente los calcetines grises de lana, sólo de la mesa de los cocheros sonó un leve e indiferente: «¡Dios te guarde!», como un gruñido, que por el tono hubiera podido decir igualmente: «¡Que el diablo te lleve!» A nadie pareció sorprender lo singular de aquel curioso gesto, pero el extraño no se dejó confundir de ningún modo por aquel descortés recibimiento. Lentamente y con aire solemne fue a colgar su sombrero, un poco ancho y del todo impropio para un campesino, con el ala gastada por el uso, de una de las perchas de cuerno de gamuza, y luego fue pasando la mirada de mesa en mesa, indeciso, sin saber dónde debía tomar asiento. De ninguno salió una palabra de invitación. Los tres jugadores se abismaron en sus cartas con un raro celo, los campesinos en sus bancos no mostraron la más mínima disposición de estrecharse para hacerle sitio, y yo misma, algo incomodada por esta curiosa forma de actuar y temiendo la locuacidad de aquel extraño, abrí apresuradamente mi libro.
Así que al extraño no le quedó más remedio que andar tambaleándose con un paso llamativamente pesado y torpe hasta el mostrador.
—¡Una cerveza, hermosa hostelera, espumosa y fresca! —pidió con voz bastante alta.
Me volvió a llamar la atención aquel tono extrañamente patético. En un hostal de un pueblo del Tirol, aquella exquisita y torneada forma de hablar me parecía un poco fuera de sitio, y en la hostelera, aquella abuela anciana y honesta, no había nada que pudiera justificar ni remotamente un cumplido así. Como era de esperar, aquella forma de dirigirse a ella no le causó en absoluto una impresión especial. Sin responder, cogió una de las jarras panzudas de loza, la enjuagó con agua, la secó con un paño, la llenó con cerveza del barril y la empujó hacia el cliente deslizándola sobre la barra, no necesariamente de una manera descortés, pero sí con completa indiferencia.
Como la lámpara de petróleo redonda que había delante del mostrador colgaba de sus cadenas sobre él, tuve la oportunidad de observar mejor a aquel curioso cliente. Debía de tener unos sesenta y cinco años, era corpulento y, con la experiencia que he ido adquiriendo como mujer de un médico, descubrí inmediatamente cuál era la causa de aquel paso pesado y arrastrado que me había llamado la atención desde el mismo momento en que entró. Un ataque de apoplejía debía de haber paralizado ligeramente aquella mitad de su cuerpo, porque también tenía la boca torcida hacia aquella parte, y, sobre el ojo izquierdo, el párpado colgaba visiblemente más bajo y flojo, lo que imprimía a su rostro un rasgo deforme y áspero. Sus ropas eran extrañas para un pueblo de montaña; en lugar de la chaqueta rústica, campesina y los pantalones de cuero de costumbre, llevaba pantalones amarillos desaliñados, que una vez tuvieron que ser blancos, así como una americana que evidentemente se le había quedado pequeña hacía años y brillaba peligrosamente por los codos; la corbata, con un nudo descuidado, colgaba como una soga negra del cuello hinchado y fofo. En todo su aspecto había un tanto de alguien venido a menos y, sin embargo, era posible que alguna vez aquel hombre pudiera haber causado una magnífica impresión. La frente, redonda y alta, blanca y cubierta de pelo espeso y revuelto, tenía algo soberbio; pero justo debajo de las pobladas cejas comenzaba ya el declive, los ojos perdidos bajo los párpados enrojecidos, las mejillas cayendo fofas, abolsadas y llenas de arrugas hasta la nuca blanda e hinchada. Inconscientemente me recordaba a la máscara de uno de aquellos emperadores romanos de último período, que había visto una vez en Italia, a uno de aquellos emperadores de la decadencia. En aquel primer momento todavía no sabía qué era lo que me obligaba con tanta fuerza a observarle con semejante atención, pero comprendí inmediatamente que me debía guardar de mostrar mi curiosidad, porque era notorio que ya estaba impaciente por entablar conversación con cualquiera. Parecía como si hablar fuera un imperativo para él. Apenas hubo alzado la jarra con su mano algo temblorosa y bebido un trago, manifestó en voz alta:
—¡Ah…, magnífico, magnífico! —Y echó una mirada a su alrededor.
Nadie le contestó. Los jugadores barajaban y repartían sus cartas, los otros fumaban sus pipas con deleite, todos parecían conocerlo y, sin embargo, por algún motivo que yo ignoraba, no parecían sentir curiosidad por él.
Finalmente, no aguantó más. Cogió su jarra de cerveza y la llevó a la mesa donde estaban sentados los campesinos.
—¿Me cederían los señores algo de sitio para mis viejos huesos?
Los campesinos se juntaron algo en el banco para hacerle un sitio, pero siguieron sin hacerle caso. Durante un rato permaneció quieto, moviendo la jarra de cerveza medio llena adelante y atrás alternativamente. Volví a ver que sus dedos temblaban al hacerlo. Por fin se recostó hacia atrás y empezó a hablar y, a decir verdad, en voz muy alta. En realidad no estaba claro a quién se dirigía, porque los dos campesinos que estaban a su lado le habían manifestado claramente su rechazo a entablar una conversación con él. En realidad hablaba para todos. Hablaba —me di cuenta enseguida— por hablar y por oírse hablar.
—Hoy me ocurrió algo —empezó a decir—. Con la mejor intención por parte del señor conde, con la mejor intención, no es necesario decirlo. Me encuentra con su coche por la calle y se detiene…, ¡claro que sí!, se detiene expresamente por mí. Bajaba con los niños a Bolzano, para ir al cine, y me preguntó si no me apetecía ir con ellos…, es un hombre distinguido, un hombre con formación y cultura, que sabe hacer honor a los merecimientos. A un hombre como ése no se le puede decir que no, al fin y al cabo uno sabe lo que debe hacer. Pues bueno, fui con ellos, en el asiento de atrás, naturalmente, junto al señor conde; siempre es un honor ir con un señor así y dejar que me conduzca a ese tenderete oscuro que han abierto en la Hauptstrasse, anunciado a lo grande con carteles y luces como para la consagración de una iglesia. Bueno, ¿por qué no ha de ver uno lo que los señores ingleses o norteamericanos hacen al otro lado y nos ofrecen por un montón de dinero? En realidad, según dicen, este divertimento del cinematógrafo también es un arte. Pero, ¡puf!, ¡qué diablos! —escupía fuertemente al decirlo—, ¡puf!, ¡diablos!, lo digo y lo repito, ¡vaya porquería ponen en esa pantalla de lino! ¡Es una vergüenza para el arte, una vergüenza para el mundo que tiene un Shakespeare y un Goethe! Al principio salieron animales de lo más variopinto haciendo bobadas…, bueno, no niego que tal vez les haga gracia a los niños y que no hace mal a nadie. Pero luego ponen un Romeo y Julieta, y eso debería estar prohibido, ¡prohibido en nombre del arte! ¡Simplemente por cómo suenan los versos, como si estuvieran croando por el tubo de una estufa, los sagrados versos de Shakespeare, y qué edulcorado y de mal gusto, qué kitsch resulta todo! Me habría levantado de un salto y me habría marchado de no haber sido por el señor conde, que me había invitado. ¡Hacer una porquería así, hacer una porquería con el oro más puro! ¡Y que tengamos que vivir en una época como ésta!
Cogió la jarra de cerveza, dio un largo trago y la volvió a posar tan ruidosamente que sonó un crujido. Ahora su voz se había elevado, casi gritaba:
—¡Y los actores de hoy en día se prestan para algo así… por dinero! Por el maldito dinero escupen los versos de Shakespeare en máquinas y ensucian el arte. ¡Prefiero a cualquier puta callejera! Siento más respeto por ella que por estos simios que dejan que pinchen sus caras planas en carteles de varios metros y ganan dinero a raudales por el crimen que cometen contra el arte, que mutilan la palabra, la palabra viva, y berrean los versos de Shakespeare por embudos, en lugar de educar al pueblo e instruir a la juventud. Una institución moral, así es como Schíller definió el teatro, pero ya no vale. Hoy ya nada tiene valor, sólo el dinero, el maldito dinero, y los carteles que uno consiente que hagan de él. El que no lo consiente, revienta. Pero yo digo que es mejor reventar, ¡para mí, cualquiera que se venda a este maldito Hollywood merece la horca! ¡A la horca, a la horca!
Había gritado a toda voz y había dado un golpe en la mesa con el puño. Desde la mesa de los jugadores uno de ellos le dijo:
—¡Demonios, cállate ya! ¡Con tu tonta palabrería ya no sabe uno ni a qué juega!
El viejo hizo un movimiento brusco, como si fuera a replicar algo. Por un momento, sus ojos apagados brillaron fuertes y firmes, pero luego simplemente hizo un movimiento despectivo, como si quisiera dar a entender que era demasiado bueno para responderles. Los dos campesinos fumaban sus pipas, él se quedó mudo, mirando al vacío con ojos vidriosos y guardó silencio sordo y grave. Se veía que no era la primera vez que lo obligaban a callar.
Yo estaba hondamente conmocionada. El corazón me palpitaba. En aquel hombre humillado había algo que me conmovía, me di cuenta inmediatamente de que una vez debía de haber sido alguien mejor y que, de alguna manera —tal vez por la bebida—, había ido yendo a menos hasta caer así de bajo. El temor de que él o los otros pudieran empezar una escena violenta casi me impedía respirar. Ya desde el mismo momento en que entró y oí su voz hubo algo en él —no sabía qué— que me inquietó. Pero no sucedió nada. Se quedó quieto, hundió la cabeza más profundamente, tenía la mirada perdida en el vacío y me parecía como si estuviera murmurando algo en voz baja para sí. Nadie se preocupaba de él.
Entretanto, la hostelera se había levantado del mostrador para ir a recoger algo en la cocina. Aproveché la ocasión para ir detrás de ella y preguntarle quién era.
—¡Ah! —dijo con indiferencia—, ese pobre diablo vive aquí, en el asilo de caridad para pobres, y cada noche le doy una jarra de cerveza. No se la puede pagar. Pero no es nada fácil. Antes, en otro tiempo, era actor en alguna parte, y se ve que le mortifica que la gente no se crea en realidad que fue alguien importante y no le tributen honor. Algunas veces se le acercan y le dicen que les represente algo. Y entonces se planta ahí y se pasa horas soltando un discurso, puras tonterías que nadie comprende. De vez en cuando le dan tabaco e incluso le pagan una cerveza. Otras veces se ríen de él y entonces siempre monta en cólera. Así que hay que andarse con cuidado. Y, por lo demás, no hace mal a nadie. Dos, tres rondas de cerveza, si alguien se las paga, y ya está contento…, sí, en fin, el viejo Peter no es más que un pobre diablo.
—¿Cómo, cómo se llama? —pregunté muy asustada, sin saber todavía muy bien por qué.
—Peter Sturzentaler. Su padre era leñador aquí, en el pueblo, y por eso lo han acogido en el asilo.
Puedes imaginarte, querida, por qué me asusté. Porque comprendí inmediatamente lo inimaginable. Este Peter Sturzentaler, aquel viejo venido a menos, bebido, medio paralítico, del asilo de caridad no podía ser otro que el dios de nuestra juventud, el señor de nuestros sueños; él, Peter Sturz, actor y primer apasionado de nuestro teatro municipal, había sido para nosotras la suprema encarnación de lo elevado y sublime, él, al que nosotras —bien lo sabes— de muchachas, medio niñas, habíamos admirado tan locamente y del que nos habíamos enamorado tan perdidamente. Ahora sabía además por qué algo en mi interior se había inquietado justo con la primera palabra que había pronunciado al entrar en la sala de la fonda. No lo había reconocido…, ¿cómo habría podido reconocerlo con aquella máscara descompuesta, después de aquella metamorfosis y tras semejante corrupción? Pero había sido la voz la que había abierto un acceso hacia recuerdos tanto tiempo sepultados. ¿Recuerdas todavía la primera vez que lo vimos? Había venido contratado de alguna ciudad de provincias a nuestro teatro municipal de Innsbruck, y dio la casualidad de que nuestros padres nos permitieron ir a la representación donde se estrenó, porque era una pieza clásica, Safo de Grillparzer, y él hacía de Feón, el hermoso joven que confunde el corazón de Safo. ¡Pero cómo conquistó el nuestro apenas entró en escena, vestido al estilo griego, con la corona sobre el espeso pelo oscuro, un segundo Apolo!; apenas había pronunciado las primeras palabras y ya estábamos temblando de excitación, agarrándonos la una a la otra de las manos. Nunca habíamos visto un hombre como éste en esta ciudad de pequeños burgueses y campesinos, y el pequeño actor de provincias, cuyo maquillaje y atuendo apenas alcanzábamos a ver desde la galería, nos pareció un símbolo enviado por Dios de lo noble y sublime que hay en la tierra. Nuestros pequeños corazones inocentes latían en nuestro joven pecho; éramos otras, estábamos encantadas cuando salimos del teatro y, como éramos íntimas amigas y no queríamos poner en peligro nuestra amistad, nos juramos una a otra amarlo conjuntamente, venerarlo conjuntamente, y en aquel instante comenzó la locura. Para nosotras no había nada más importante que él. Todo lo que sucedía en la escuela, en casa o en la ciudad, estaba vinculado de una forma completamente misteriosa a él, el resto de las cosas nos parecían sosas, ya no nos gustaban los libros, y sólo buscábamos la música de su voz. Creo que nos pasamos meses y meses sin hablar de nada más que no fuera de él y sobre él. Todos los días comenzaban con él; nos deslizábamos rápidamente escaleras abajo para coger al vuelo el periódico antes que los padres, para enterarnos de qué papel le había correspondido y leer las críticas, y ninguna nos parecía lo bastante entusiasta. Si encontrábamos alguna palabra desagradable sobre él nos desesperábamos, si alababan a otro actor, nosotras lo abominábamos. ¡Ah!, nuestras locuras eran demasiadas para que me pueda acordar hoy de una milésima parte de ellas. Sabíamos cuándo salía y adonde iba, sabíamos con quién hablaba y envidiábamos a cualquiera que se pudiera pasear con él por la calle. Conocíamos las corbatas que llevaba, y el bastón; no sólo escondíamos sus fotografías en casa, también en el forro de nuestros libros de la escuela, de modo que en medio de la clase pudiéramos echar de vez en cuando una mirada furtiva; habíamos inventado una lengua de gestos propia para, durante las clases, podernos transmitir de banco a banco que pensábamos en él. Cuando nos llevábamos el dedo a la frente quería decir: «Estoy pensando en él», cuando teníamos que recitar poemas en voz alta, hablábamos, sin querer, con su voz, y todavía hoy, en algunas piezas en las que lo vi entonces, no puedo escuchar más que su acento y su cadencia. Lo esperábamos cuando salía de escena y lo seguíamos deslizándonos sigilosamente en pos de él, nos quedábamos de pie en el portalón de una casa enfrente de la cafetería donde se sentaba y no dejábamos de mirar cómo leía el periódico. Pero nuestra veneración era tan grande que en aquellos dos años jamás nos atrevimos a dirigirnos a él o a presentarnos. Otras chicas más desenvueltas, que sentían pasión por él, le suplicaban un autógrafo, sí, incluso se atrevían a saludarlo por la calle. Nosotras nunca tuvimos el valor de hacerlo. En cambio, una vez que tiró una colilla al suelo, la recogimos como una reliquia y la dividimos en dos partes, una mitad para ti y la otra para mí. Y esta idolatría infantil, fetichista, se traspasaba a todo lo que tenía relación con él. Su antigua ama de llaves, a la que envidiábamos mucho, porque ella le podía servir y atender, era para nosotras un ser más que respetable. Una vez que estaba haciendo la compra en el mercado nos ofrecimos a llevarle la cesta y nos sentimos dichosas de que nos correspondiera con una palabra amable. ¡Ah, qué locuras no habremos hecho de niñas por él, por este Peter Sturz, que no sabía ni sospechaba nada de todo ello!
Hoy, que nos hemos convertido en personas adultas y, por tanto, sensatas, puede que nos resulte fácil sonreír despectivamente ante estas locuras, como ante una pasión totalmente común en una muchacha adolescente.
Y, sin embargo, no puedo dejar de decirme que, en nuestro caso, casi llegó a ser peligroso. Creo que, con todo aquello, nuestro enamoramiento adquirió unas formas tan exageradas y absurdas porque nosotras, niñas tontas, nos habíamos jurado amarlo conjuntamente. Este hecho condicionó que la una quisiera aventajar a la otra en su exaltación, que día a día fuéramos más y más lejos y las dos inventáramos nuevas pruebas cada vez, para no olvidar ni por un momento a aquel dios de nuestros sueños. No éramos como el resto de las muchachas, que de vez en cuando se enamoraban apasionadamente de jóvenes sencillos y practicaban juegos inocentes; en nuestro caso, todo el sentimiento y todo el entusiasmo quedaba encerrado en uno solo; sólo a él le pertenecieron todos nuestros pensamientos durante aquellos dos apasionados años. A veces me asombro de que, después de aquella temprana obsesión, hayamos podido más tarde amar siquiera a nuestros maridos, a nuestros hijos, con un amor claro, firme, sano, y no hubiéramos gastado ya toda la fuerza del sentimiento en estas exageraciones sin sentido. Pero, a pesar de todo, no debemos avergonzarnos de aquella época. Porque, gracias a aquel hombre, vivimos también la pasión por el arte y en nuestra locura había además un misterioso impulso hacia lo más elevado, lo más puro, lo mejor, que, por una caprichosa casualidad, sólo en su persona adquiría una personificación suprema.
Hace tiempo que todo esto me parece ya terriblemente lejano, tan cubierto por otra vida y otro sentimiento, y, sin embargo, cuando la hostelera me dijo su nombre, me sobresalté de un modo tan violento que fue un milagro que no se diera cuenta. La sorpresa era demasiado grande, ver a aquel hombre al que habíamos contemplado irradiando un aura de entusiasmo y como el símbolo de la juventud y de la belleza, y al que habíamos amado de una manera tan fanática, como un mendigo, como un receptor anónimo de limosnas y objeto de la caridad ajena, ridiculizado por rudos campesinos, y ya demasiado viejo y cansado como para sentir vergüenza por su decadencia. Me resultó imposible volver enseguida a la sala del hostal, tal vez no habría podido contener las lágrimas al verlo o, si no, me habría delatado de alguna forma ante él. Primero tenía que cobrar ánimo. Así que subí a mi habitación, para volver a recordar exactamente lo que aquel hombre había significado en mi juventud. Porque el corazón humano es así de extraño: durante años y años no me había vuelto a acordar ni una sola vez de aquel hombre, que en otro tiempo había dominado todo mi pensamiento y había llenado toda mi alma. Habría podido morirme sin haber vuelto a preguntar jamás por él; habría podido morirse y yo no lo hubiera sabido.
No encendí ninguna luz en mi habitación, me senté en la oscuridad e intenté recordar lo uno y lo otro, el comienzo y el final, y de repente reviví de nuevo aquellos viejos tiempos ahora perdidos. Me parecía como si mi propio cuerpo, que ya hacía años y años que había dado a luz hijos, volviera a ser el esbelto, inexperto cuerpo de una muchacha y que yo misma fuera aquella que se sentaba entonces sobre su cama, pensando en él con el corazón palpitante antes de acostarse. Involuntariamente se me acaloraron las manos y entonces sucedió algo de lo que me asusté, algo que apenas te puedo describir. De repente, al principio no supe por qué, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Algo me sacudía una y otra vez. Un pensamiento, un pensamiento determinado, un recuerdo determinado había hecho que me estremeciera ante algo que no había querido recordar desde hacía años y años. Ya en el momento en que la hostelera mencionó su nombre noté que algo en mi interior me empujaba y oprimía, algo de lo que no quería acordarme, que, como dice ese profesor Freud de Viena, «había reprimido», lo había reprimido tan profundamente en mi interior que durante años en realidad lo había olvidado, uno de aquellos profundos secretos que uno se calla obstinadamente incluso a sí mismo. También a ti te callé este secreto entonces, también a ti, a la que había jurado decir todo lo que tenía que ver con él. Durante años lo he ocultado ante mí misma. Ahora, de repente, volvía a estar ahí, despierto y cercano, y sólo hoy, cuando les corresponde a nuestros hijos y pronto a nuestros nietos hacer sus locuras, te puedo confesar lo que ocurrió entonces entre este hombre y yo.
Ahora te lo puedo decir abiertamente, este secreto tan íntimo. Este hombre extraño, este pequeño comediante, viejo, roto, venido a menos, que ahora recita versos a los campesinos por una jarra de cerveza y del que se burlan y al que ridiculizan, este hombre, Ellen, este hombre tuvo durante un peligroso minuto toda mi vida en sus manos. Dependía de él, dependía de su voluntad y mis hijos no hubieran nacido, hoy estaría sabe Dios dónde, haciendo sabe Dios qué. La mujer, la amiga que hoy te escribe, habría sido probablemente un ser desgraciado y seguramente tan aniquilado y aplastado como él mismo. Por favor, no creas que se trata de una exageración. Entonces ni yo misma comprendí lo amenazada que estaba por el peligro, pero hoy entiendo y veo con claridad lo que entonces no entendía. Sólo hoy sé la profunda deuda que tengo con este hombre extraño, olvidado.
Quiero contártelo tan bien como me sea posible. Recordarás que entonces, poco antes de que cumplieras dieciséis años, tu padre fue trasladado de improviso de Innsbruck, y todavía te veo irrumpir desesperada, sollozando en mi habitación: tendrías que dejarme, dejarlo a él. No sé lo que te resultaba más duro. Casi estoy por creer que el hecho de que no pudieras volver a verlo a él, al dios de nuestra juventud, sin el que la vida no te parecía vida. Entonces tuve que jurarte que te informaría de todo lo que se refiriera a él, cada semana, no, cada día, una carta, todo un diario, y durante un tiempo lo cumplí fielmente. También para mí fue duro perderte, porque, ¿a quién podía confiarme ahora, a quién podía hablarle de mis exaltaciones, de aquellas benditas locuras de nuestro delirio? Pero, con todo, yo seguía teniéndole, podía seguir viéndolo, me pertenecía a mí sola, y esto fue una pequeña dicha en medio del tormento. Pero poco después tuvo lugar —tal vez todavía te acuerdes— aquel incidente del que no supimos nada más que cosas inciertas. Se decía que Sturz le hacía la corte a la mujer del director —por lo menos fue lo que a mí me contaron más tarde—, y, después de una violenta escena, fue necesario que se despidiera definitivamente. Sólo se le permitió una última aparición en consideración a él. Una vez más saldría a nuestra escena, luego, seguramente, yo también lo habría visto por última vez.
Cuando hoy vuelvo la vista atrás, no encuentro ningún día de mi vida que haya sido más desdichado que aquel en el que se anunció que Peter Sturz actuaba por última vez. Me puse enferma. No tenía a nadie con quien compartir mi desesperación, nadie a quien confiarme. En el colegio, a los profesores les llamó la atención lo mala y alterada que parecía, en casa estaba tan tensa y desatada que mi padre, que no sospechaba nada, se puso furioso y como castigo me prohibió ir al teatro. Le supliqué llorando —tal vez con demasiada vehemencia, con demasiada pasión— y esto no hizo más que empeorarlo todo, porque entonces mi madre habló también en mi contra: tanto ir al teatro me ponía nerviosa, debía quedarme en casa. En ese instante odié a mis padres —sí, aquel día estaba tan confusa y trastornada que los odiaba y no soportaba verlos—. Me encerré en mi habitación. Quería morirme. Se abatió sobre mí una de esas repentinas melancolías tan peligrosas, que a veces pueden volver a los jóvenes tan arriesgados, estaba sentada en mi sillón con la mirada perdida, no lloraba —estaba demasiado desesperada para llorar—. En mi interior había algo frío como el hielo y luego se desató en mí de repente como una fiebre. Corría de un lado a otro, de una habitación a otra. Abrí la ventana de golpe y miré fijamente al patio de abajo, tres pisos de altura, sopesando la caída por ver si debía tirarme. Y, mientras tanto, miraba una y otra vez al reloj: no eran más que las tres, y a las siete empezaba la representación. Él iba a actuar por última vez y yo no podría oírlo, iba a ser vitoreado y aclamado por los demás y yo no iba a poder verlo. De repente no aguanté más. La prohibición de mis padres de abandonar la casa me era indiferente. Me escapé corriendo, sin decir nada a nadie, bajé la escalera a toda prisa y salí a la calle…, no sé en qué dirección. Creo que tenía la idea confusa de ahogarme o, si no, de hacer alguna locura. Simplemente no quería seguir viviendo sin él y no sabía cómo podía acabar uno con su vida. Y así empecé a subir y bajar calles corriendo, sin devolver el saludo cuando me llamaba algún amigo. Todo me daba igual, podía prescindir de cualquier otra persona en el mundo excepto de él. De repente, no sé cómo sucedió, me encontré de pie ante su casa. Muchas veces habíamos aguardado en el entrante del portalón a que volviera a casa o habíamos levantado la vista hasta su ventana, y tal vez la confusa esperanza me había arrastrado hasta allí inconscientemente, confiando en poder encontrarme una vez más con él por casualidad. Pero no apareció. Docenas de personas indiferentes, el cartero, un ebanista, una gruesa vendedora de frutas y verduras salieron o entraron en la casa, cientos y cientos de personas indiferentes pasaban apresuradamente por la calle, pero él no aparecía, sólo él.
Ya no sé cómo sucedió. Pero, de repente, me sentí arrebatada. Crucé corriendo la calle y subí por la escalera a toda prisa hasta su casa de la segunda planta, sin pararme a tomar aliento, y llegué hasta la puerta de su vivienda; ¡sólo para estar cerca de él, sólo para estar cerca de él! Sólo para decirle algo, todavía no sabía qué. En realidad sucedió en un estado de posesión, de locura, del que no puedo dar cuenta alguna, y tal vez subí los escalones tan deprisa para dejar de lado todas las consideraciones, y entonces —como siempre, sin pararme a tomar aliento— apreté el timbre. Todavía hoy sigo oyendo el sonido agudo, chillón, y luego el largo y completo silencio a través del que mi corazón despierto latía inesperadamente. Por fin oí algunos pasos acercándose desde el interior, los graves, firmes, patéticos pasos que conocía del teatro. En ese momento despertó en mí la conciencia. Quería volver a salir corriendo y alejarme de la puerta, pero todo en mí estaba petrificado de espanto. Mis pies estaban como paralizados y mi pequeño corazón se había detenido.
Él abrió la puerta y me miró sorprendido. No sé si me conocía o si acaso me reconoció. Por la calle siempre había numerosas muchachas y jóvenes inmaduras, a docenas, que revoloteaban a su alrededor, que lo admiraban. En cambio, nosotras dos, que éramos quienes más lo queríamos, habíamos sido demasiado tímidas y siempre habíamos huido de su mirada. También en esta ocasión estaba allí de pie, delante de él, con la cabeza gacha, sin atreverme a alzar la mirada. Él esperaba que le diera algún recado…, evidentemente creyó que era una recadera de alguna tienda que tenía que transmitirle alguna noticia.
—Bueno, hija mía, ¿qué pasa? —me animó por fin con su voz profunda y sonora.
Yo murmuré:
—Yo sólo quería… Pero no lo puedo decir aquí… —Y me volví a quedar callada.
Él refunfuñó bonachonamente:
—Bueno, entonces pase usted, hija mía. ¿Qué es lo que ocurre?
Lo seguí hasta su habitación. Era un cuarto amplio, sencillo, que tenía un aspecto bastante desordenado; los cuadros de las paredes ya estaban recogidos, había maletas a medio hacer por todas partes.
—Bueno, venga…, ¿de parte de quién viene usted? —volvió a preguntar.
Y, al mismo tiempo, yo estallé de repente entre ardientes lágrimas:
—¡Por favor, quédese usted aquí…, por favor, por favor, no se marche…, quédese usted con nosotros!
Él dio un paso atrás instintivamente. Sus cejas se elevaron, una profunda arruga cortó su boca. Había comprendido que era de nuevo una de aquellas insistentes niñas enamoradas que lo importunaban y ya temía que me despediría bruscamente. Pero tuvo que haber algo dentro de mí que le hizo compadecerse de mi infantil desesperación. Se acercó a mí y me acarició dulcemente el brazo.
—Querida hija —lo decía como un maestro a una niña—, es que no depende de mí el partir de aquí y, además, ya no se puede cambiar. Es muy amable de su parte el haber venido a decirme esto. ¿Para quién actúa uno más que para los jóvenes? Siempre ha sido mi mayor alegría el tener conmigo a la juventud. Pero la suerte está echada, los dados han rodado, ya no lo puedo cambiar. Bien, como he dicho —retrocedió un paso—, ha sido muy amable de su parte el haber venido a decirme esto y se lo agradezco. Conserve su aprecio hacia mí y guarden todos un amable recuerdo mío.
Comprendí que me había despedido. Pero aquello no hizo más que aumentar mi desesperación.
—¡No, quédese usted aquí! —estallé en medio de sollozos—. ¡Por amor de Dios, quédese usted aquí…! ¡Yo…, yo no puedo vivir sin usted!
—Usted, hija mía… —empezó a decir intentando calmarme.
Pero yo me agarré a él, me agarré a él con los dos brazos, yo, que hasta entonces nunca había tenido el valor ni siquiera de rozar su chaqueta.
—¡No! ¡No se marche! —sollozaba en medio de mi desesperación—. ¡No me deje sola! Lléveme con usted. Iré con usted adondequiera que vaya…, a cualquier parte…, haga usted conmigo lo que quiera…, pero no me deje.
No sé qué más cosas disparatadas le dije entonces en medio de mi confusión. Me apreté contra él como si así pudiera retenerlo, sin sospechar en absoluto en qué peligrosa situación me estaba poniendo con esta apasionada oferta. Porque bien sabes tú lo inocentes que éramos entonces, con una idea tan extraña como desconocida del amor físico. Pero, en cualquier caso, yo era una jovencita y —bien lo puedo decir hoy— una jovencita llamativamente hermosa, a la que los hombres ya empezaban a seguir con la mirada por la calle, y él era un hombre de treinta y siete o treinta y ocho años, y entonces podría haber hecho conmigo lo que hubiera querido. Realmente le hubiera seguido; no hubiera opuesto resistencia alguna a cualquier cosa que hubiera intentado. Habría sido un juego para él aprovecharse entonces en su vivienda de mi falta de conocimiento. En aquel momento tuvo mi destino en sus manos. Quién sabe qué hubiera sido de mí, si hubiera utilizado de manera poco noble mi insistencia infantil, si hubiera cedido a su vanidad, y tal vez a su propio deseo y a la poderosa tentación…, sólo hoy sé a qué peligro me expuse entonces. Hubo un instante en el que noté que se volvía inseguro, porque sentía mi cuerpo junto al suyo y mis labios palpitantes muy cerca de sí. Pero se dominó y me separó de él lentamente.
—Un instante —dijo, zafándose casi con violencia, y se volvió hacia la otra puerta—. ¡Señora Kilcher!
Me asusté terriblemente. Instintivamente quise salir corriendo. ¿Quería ponerme en ridículo delante de aquella anciana mujer, su ama de llaves? ¿Burlarse de mí delante de ella? Y entonces entró. Él se volvió hacia ella.
—Fíjese usted, cuánto cariño, señora Kilcher —le dijo—. Aquí viene esta joven señorita para transmitirme un cordial saludo de despedida en nombre de toda la escuela. ¿No es conmovedor? —se volvió de nuevo hacia mí—. Sí, transmítales a todos mi más sincero agradecimiento. Siempre me ha parecido lo más hermoso de nuestro oficio tener a la juventud con nosotros y, con ella, a lo mejor de este mundo. Sólo la juventud es agradecida con la belleza, sí, sí, sólo ella. Me ha dado usted una gran alegría, mi querida señorita, jamás —y al decirlo me apretó la mano— olvidaré esto que ha hecho usted.
Mis lágrimas se secaron. No me había avergonzado, no me había humillado. Pero su solicitud fue todavía más allá, porque entonces se dirigió al ama de llaves:
—Sí, si no tuviéramos tanto que hacer, me hubiera gustado charlar con esta amable señorita. Pero no es posible, ¡acompáñela usted abajo hasta la puerta, y que le vaya bien, que le vaya bien!
Sólo más tarde comprendí con qué cuidado había pensado por mí, para cuidarme, para protegerme al mandarme con el ama de llaves hasta la puerta. Al fin y al cabo, yo era conocida en la pequeña ciudad y cualquier malintencionado habría podido ver cómo una joven muchacha salía a hurtadillas por la puerta del conocido actor y difundir infundios. Él, este hombre extraño, había comprendido mejor de lo que yo como niña hubiera podido comprender, el peligro que representaba para mí. Me había protegido de mi propia juventud y falta de conocimiento…, ¡qué claro lo veía después de más de veinticinco años!
No es extraño, no es vergonzoso, queridísima amiga, que hubiera olvidado todo esto, año tras año, porque lo quise olvidar por vergüenza, porque en mí interior jamás le estuve agradecida a este hombre, jamás volví a preguntar por él, que entonces, aquella tarde, tuvo mi vida, mi destino en sus manos. Y ahora aquel mismo hombre estaba sentado abajo, delante de su jarra de cerveza, un náufrago fracasado, un mendigo del que todos se burlan y nadie sabe quién fue, quién ha sido, solamente yo. Sólo yo lo sabía. Seguramente era la única persona en el mundo que todavía recordaba su nombre, y estaba en deuda con él. Ahora tal vez pudiera pagarle. De repente me inundó una gran paz. Ya no tenía miedo, sólo sentía un poco de vergüenza por haber sido tan injusta y haber olvidado durante tanto tiempo que aquel hombre extraño se había comportado conmigo con una enorme grandeza de ánimo en un momento decisivo de mi vida.
Bajé la escalera hasta la sala del hostal. En total no debían de haber pasado más de diez minutos. Nada había cambiado. Los jugadores seguían con sus cartas, la hostelera cosía en el mostrador, los campesinos fumaban sus pipas con ojos somnolientos. También él seguía sentado sin inmutarse en su lugar, con la jarra de cerveza vacía delante de sí y la mirada perdida. Y ahora fue cuando empecé a ser consciente de cuánta pena había en aquel rostro alterado, embotados los ojos bajo los pesados párpados, amarga y contraída la boca que por la parálisis llegaba hasta un lado. Estaba sentado allí, ofuscado, con el ceño fruncido y los codos apoyados sobre la mesa para evitar que la cabeza inclinada hacia delante cediera frente al cansancio, frente al cansancio que no era el de un sueño, sino el cansancio de la vida. Nadie le dirigía la palabra, nadie se preocupaba por él. Estaba acurrucado como un gran pájaro gris, gastado en la oscuridad de la jaula, soñando seguramente con su libertad de antaño, cuando todavía podía levantar el vuelo y atravesar el éter, así es como estaba sentado.
La puerta volvió a abrirse, pero esta vez entraron tres campesinos con pasos pesados, arrastrando los pies, pidieron una cerveza y miraron a su alrededor buscando un sitio.
—¡Vamos, hazte a un lado! —le ordenó uno con bastante rudeza.
El pobre Sturz levantó su mirada absorta. Vi aquel grosero desprecio con el que se le trataba, con el que se le hería. Pero ya estaba demasiado cansado y demasiado humillado para defenderse o discutir. En silencio se hizo a un lado y arrastró consigo su jarra de cerveza vacía. La hostelera trajo a los otros sus jarras llenas. Me di cuenta de que él las miraba con avidez, con ojos sedientos, pero la hostelera pasó de largo indiferente ante su muda súplica. Ya había recibido su parte de mendigo y si no se marchaba era sólo culpa suya. Vi que ya no le quedaban fuerzas para defenderse, ¡y cuánta humillación le esperaba todavía en su vejez!
En aquel instante me vino por fin la idea liberadora. En realidad, yo no podía ayudarle, eso lo sabía. No podía devolver la juventud a este hombre roto, agotado. Pero tal vez pudiera proporcionarle un poco de protección contra el tormento de aquel desprecio, procurarle un poco de reconocimiento aquí, en este pueblo perdido, para los pocos meses que le quedaban de vida al marcado con la señal de la muerte.
Así que me levanté y di unos pasos, llamando bastante la atención, hacia su mesa, donde se sentaba apretado entre los campesinos que levantaron la vista sorprendidos por mi llegada, y le dije:
—¿Acaso tengo el honor de estar hablando con el señor Sturz, actor del teatro de la corte?
Él se estremeció. Fue como una descarga eléctrica que lo atravesaba de lado a lado, incluso el pesado párpado que caía sobre el ojo izquierdo se elevó. Se me quedó mirando fijamente. Alguien lo había llamado por su antiguo nombre, el que nadie conocía aquí, con aquel nombre que todos excepto él hacía tiempo que habían olvidado, e incluso lo había llamado actor del teatro de la corte, lo que en realidad jamás había llegado a ser. La sorpresa era demasiado grande como para que hubiera tenido fuerzas para levantarse. Su mirada fue haciéndose cada vez más insegura; probablemente aquello no era más que otra broma concertada en secreto.
—Ya lo creo…, ése es…, ése era mi nombre.
Le tendí la mano.
—¡Oh! Es un gran placer para mí…, un enorme honor —hablaba intencionadamente alto, porque ahora se trataba de mentir audazmente, para procurarle respeto—. A decir verdad jamás tuve la suerte de poder admirarlo sobre el escenario, pero mi marido me ha hablado una y otra vez de usted. Él solía verlo actuar en el teatro, cuando era un joven bachiller. Creo que fue en Innsbruck…
—Claro que sí, en Innsbruck, allí pasé dos años.
Su cara empezaba a cobrar vida de repente. Se dio cuenta de que no quería burlarme de él.
—¡No se puede ni imaginar, señor actor de la corte, cuánto me ha hablado él de usted, cuánto sé yo de usted! ¡Oh, qué envidia me va a tener cuando le escriba mañana para decirle que he tenido la dicha de poder encontrarme aquí con usted personalmente! No se imagina cuánto lo sigue venerando todavía hoy. No, nadie, suele decirme muchas veces, se puede comparar con su Marqués de Posa, ni siquiera Kainz, nadie con su Max Piccolomini, con su Leandro, y creo que luego, más tarde, fue una vez a Leipzig ex profeso para verlo en escena, aunque después no tuvo el valor de dirigirse a usted. Pero todavía guarda todas sus fotografías de aquella época, y me gustaría que pudiera venir a nuestra casa para ver con qué cuidadosa solicitud las ha conservado. Se alegraría una barbaridad de oír más cosas de usted, y seguramente pueda usted servirme de ayuda contándome algo de lo que yo le pueda informar…, pero no sé sí no lo estaré molestando o si le puedo pedir que se siente a mi mesa.
Los campesinos que había junto a él lo miraron fijamente y se echaron a un lado instintivamente con gran respeto. Vi que, en cierto modo, estaban inquietos y avergonzados. Hasta entonces habían tratado a aquel anciano como a un mendigo al que, de vez en cuando, se le da una jarra de cerveza y con el que se puede bromear. Por la respetuosa forma con la que yo, una extraña, lo trataba, les asaltó por primera vez la inquietante sospecha de que era alguien al que se conocía fuera, en el mundo, y al que incluso se respetaba. El tono deliberadamente humilde con el que solicité conversar con él, como si fuera una tremenda distinción, empezó a surtir efecto.
—¡Venga, vete! —lo apremiaba el campesino que tenía al lado.
El se levantó, todavía vacilante, como se despierta uno de un sueño.
—¡Claro que sí…, con mucho gusto! —dijo tartamudeando.
Noté que se esforzaba por dominar su entusiasmo y que él, el viejo actor, luchaba consigo mismo para no descubrir ante los demás lo sorprendido que estaba, y lo torpemente que luchaba por hacer como si tales invitaciones y comentarios de admiración fueran para él una cosa cotidiana y natural. Con la dignidad aprendida en el teatro caminó lentamente hasta mi mesa.
Yo pedí en voz alta:
—Una botella de vino, y del mejor, para honrar al señor actor de la corte.
Ahora también miraba la mesa de los jugadores de cartas y empezaron a murmurar. ¿Un actor de la corte, un hombre famoso su Sturzentaler? Algo tendría que tener, cuando la forastera de la gran ciudad le tributaba tal honor. Y fue con otro gesto diferente al de antes, con uno completamente respetuoso, con el que la vieja hostelera le puso ahora el vaso delante.
Y entonces llegó un momento maravilloso para él y para mí. Le conté todo lo que sabía de él, mientras fingía que era mi marido el que me lo había contado. No podía contener su asombro al ver que yo conocía cada uno de sus papeles y el nombre del crítico y cada línea que había escrito sobre él. Y cómo, en una función extraordinaria con Moissi, el famoso Moissi, éste se había negado a salir solo al proscenio y lo había arrastrado consigo y, por la noche, ya se hablaba fraternalmente con él de tú. Él se sorprendía una y otra vez como en un sueño.
— ¡También se acuerda usted de eso!
Él se creía olvidado y enterrado desde hacía tiempo, y ahora llegaba una mano llamando a su ataúd y lo sacaba fuera y simulaba para él una fama que, en realidad, jamás había conseguido tener. Y como al corazón siempre le gusta engañarse a sí mismo, él mismo se creyó su fama en el gran mundo y no sospechó nada.
—¡Ah, también se acuerda usted de eso…! ¡Pero si yo mismo ya lo había olvidado! —murmuraba una y otra vez.
Noté que tenía que luchar con todas sus fuerzas para no delatar su conmoción; dos veces, tres veces sacó su pañuelo grande y sucio de la chaqueta y se dio la vuelta para sonarse la nariz, pero en realidad era para enjugarse rápidamente las lágrimas que le corrían por las decaídas mejillas. Lo noté y el corazón me dio un salto cuando vi que lo podía hacer feliz, que aquel hombre anciano, enfermo, volvía a ser feliz de nuevo antes de morir.
Así seguimos sentados conversando juntos en una especie de éxtasis hasta las once de la noche. Entonces, el oficial de la gendarmería se acercó muy discretamente y nos advirtió con mucha educación que era hora de cerrar. El anciano se asustó visiblemente: ¿este milagro celestial debía acabar ya? Le habría gustado seguir sentado allí durante horas, oyendo hablar de sí, soñando consigo mismo. Pero yo me alegré de la advertencia, porque ya empezaba a temer que acabara adivinando las verdaderas circunstancias de aquella conversación. Y así le pedí al otro:
—Confío en que los señores tendrán la bondad de acompañar al señor actor de la corte hasta su casa.
—Será un gran placer —dijeron todos como con una sola voz.
Uno le cogió respetuosamente el sombrero gastado, otro le ayudó a levantarse y supe que, a partir de aquel momento, nunca se volverían a burlar de él, nunca se volverían a reír, nunca volverían a causar dolor a este pobre anciano, que una vez fue la dicha y el dolor de nuestra juventud.
En la despedida final, sin embargo, le abandonó la dignidad que había conservado penosamente y la emoción se adueñó de él, y ya no pudo mantener su actitud reservada. De repente, las lágrimas afluyeron gruesas y ampulosas a sus viejos y cansados ojos, y sus dedos temblaron cuando me agarró la mano.
—¡Oh, bondadosa, bondadosa y estimada señora dijo —, salude a su marido de mi parte y dígale que el viejo Sturz todavía vive! Tal vez incluso pueda volver algún día al teatro. ¡Quién sabe, quién sabe si tal vez recuperará la salud algún día!
Los dos hombres lo sostenían a derecha e izquierda. Pero él casi andaba recto; un renovado orgullo había erguido al que ya se doblaba y oí que en su voz había otro tono de orgullo. Había podido ayudarle al final de su vida, tal y como él me había ayudado al comienzo de la mía. Había pagado mi deuda.
A la mañana siguiente me disculpé ante la hospedera por no poder quedarme por más tiempo, el aire de la montaña era demasiado fuerte para mí. Intenté dejarle dinero para que a partir de entonces, en lugar de una jarra de cerveza, diera al pobre anciano siempre que él quisiera una segunda y una tercera. Pero entonces choqué contra el orgullo patrio. No, eso quería hacerlo ella misma. En el pueblo no habían sabido en absoluto que Sturzentaler había sido un hombre tan grande. Era un honor para todo el pueblo, el burgomaestre ya había dispuesto que, a partir de ahora, se le había de pagar una suma de dinero mensualmente y ella se cuidaría de que todos tuvieran buen respeto hacia él. Así que no le dejé más que una carta, una carta en la que le daba exaltadamente las gracias por haber tenido la bondad de regalarme una noche. Sabía que la leería mil veces antes de morir y se la enseñaría a todos, ahora seguiría soñando dichoso con este falso sueño de su fama hasta el final.
Mi marido se sorprendió mucho de que regresara tan pronto de mis vacaciones y todavía se sorprendió más de lo fresca, lo alegre que me habían dejado esos dos días de ausencia. Una cura milagrosa lo llamó él. Pero yo no encuentro nada milagroso en ello. No hay nada que cure tanto a uno como el ser feliz, y no hay mayor felicidad que hacer feliz a otra persona.
Bueno, y con esto también he saldado mi deuda de juventud contigo. Ahora ya sabes todo lo que se refiere a nuestro Peter Sturz, hasta ese último y antiguo secreto de tu amiga, Margaret.