NOVELITA DE VERANO
Pasé el mes de agosto del pasado verano en Cadenabbia, uno de esos pequeños lugares a orillas del lago de Como tan encantadoramente escondidos entre las blancas casas de campo y el oscuro bosque. Tranquilo y apacible incluso en los días más animados de la primavera, cuando los viajeros de Bellagio y Menaggio ocupan por completo la estrecha franja de playa, la pequeña ciudad era en esas cálidas semanas un lugar solitario y apartado, lleno de aromas e iluminado por el sol. El hotel estaba casi desierto: algunos huéspedes dispersos, cada uno de los cuales se extrañaba del hecho de que el otro hubiera escogido un lugar tan perdido para pasar el verano, sorprendiéndose cada mañana de encontrar al otro en el mismo sitio. A mí, en quien más me admiraba el hecho era en un señor mayor, muy distinguido y cultivado, que —por el aspecto era un tipo medio entre el correcto hombre de Estado inglés y un coureur parisino— sin buscar refugio en ninguna clase de deporte acuático, pasaba el día meditando, viendo cómo el humo de su cigarrillo se disolvía en el aire u hojeando de vez en cuando un libro. La opresiva soledad de dos días de lluvia y la manera tan abierta en que salió a mi encuentro no tardaron en dar a nuestra relación una cordialidad que salvaba casi por completo la diferencia de años. Originario de Livornia, educado en Francia y más tarde en Inglaterra, sin profesión desde entonces, sin residencia fija desde hace años, era un apátrida en el noble sentido de aquellos que, vikingos y piratas de la belleza, han ido acumulando en su interior las piezas más preciosas de cada una de las ciudades por las que han pasado robando en sus correrías. Como diletante se sentía próximo a todas las artes, pero más fuerte que su amor por ellas era su altivo desprecio por servirlas: les estaba agradecido por miles de horas hermosas, sin que les hubiera dedicado un solo esfuerzo creador. Vivía una de esas vidas que parecen superfluas, porque no se encadenan a nada de lo común, porque toda la riqueza que han acumulado en ellos las mil experiencias preciosas y únicas, se pierde con su último aliento sin que nadie la herede.
De ello le hablaba yo una tarde cuando, sentados delante del hotel después de la cena, veíamos cómo el luminoso lago se iba oscureciendo lentamente ante nuestra mirada. Él sonreía.
—Tal vez no le falte razón. A decir verdad no creo en los recuerdos: lo que vivimos se vive en el instante, luego nos abandona. Y la poesía, ¿no se hunde igualmente veinte, cincuenta, cien años después? Sin embargo, hoy quiero contarle algo que creo que sería una bonita novela. ¡Vamos! Cosas así se cuentan mejor mientras se camina.
Así fuimos recorriendo el maravilloso paseo que bordea el lago, cubierto por la sombra de los eternos cipreses y los enmarañados castaños, entre cuyo ramaje se veía el inquieto reflejo del lago. Al otro lado yacía la blanca nube de Bellagio, suavemente coloreada con los tonos que derramaba el sol que ya se había puesto, y arriba, en lo alto de la oscura colina brillaban, rodeadas de rayos diamantinos, las refulgentes coronas murales sobre las torres almenadas de Villa Sebelloni. El calor era ligeramente bochornoso y, sin embargo, no resultaba pesado; se apoyaba tiernamente en las sombras como un dulce brazo de mujer y llenaba el ambiente con el aroma de flores invisibles.
Comenzó su relato:
—Debo empezar haciéndole una confesión. Hasta ahora no le había dicho que ya estuve aquí, en Cadenabbia, el año pasado, en la misma época y en el mismo hotel. Puede que le sorprenda, y mucho más cuando es cierto que le conté que desde siempre he evitado repetir algo en mi vida. Pero ¡escuche! Como es natural estaba igual de solitario que esta vez. Estaba aquí el mismo señor de Milán que se pasa el día entero pescando y por la noche vuelve a soltar los peces para poder pescarlos de nuevo a la mañana siguiente; había dos ancianas inglesas, cuya leve existencia vegetativa apenas se notaba, además de un guapo muchacho con una chica pálida, agradable, que todavía hoy no me creo que fuera su mujer, porque parecían tenerse un cariño demasiado entrañable. Finalmente, una familia alemana, alemanes del norte del tipo más puro. Una dama más bien mayor, con el cabello claro, de color rubio trigueño, de huesos duros, con movimientos bruscos, desagradables, ojos penetrantes de color azul acero y una boca desafiante y enérgica, como cortada a cuchillo. Con ella, una hermana suya, inconfundible, porque tenían las mismas facciones, aunque las de ésta se habían vuelto marchitas, arrugadas y como fofas; siempre estaban juntas pero nunca conversaban, inclinadas constantemente sobre su labor de bordado en la que parecían tejer toda su falta de pensamientos, implacables parcas de un mundo de aburrimiento y limitación.
Y, entre ellas, una muchacha joven, como de dieciséis años, la hija de una de las dos, no sé de cuál, porque la dureza de sus rasgos, todavía por definir, se mezclaba ya con una leve redondez femenina. En realidad no era nada guapa, demasiado delgada, inmadura, y además, como es natural, vestida sin gracia, pero había algo conmovedor en su desolada nostalgia. Sus ojos eran grandes y parecían llenos de una oscura luz, pero siempre huían azorados, disolviendo su brillo en luces temblorosas. También ella venía siempre con su labor, pero a menudo sus manos se volvían lentas, los dedos se adormecían y entonces se quedaba quieta sentada con una mirada inmóvil, soñadora sobre el lago. No sé qué fue lo que me causó una impresión tan notable en su aspecto. ¿Fue tal vez el pensamiento banal y, sin embargo, inevitable, que a uno lo asalta cuando ve a una madre marchita junto a su hija en la flor de la vida, la sombra tras la figura, el pensamiento de que en cada mejilla ya acecha oculta una arruga; en cada risa, el cansancio; en cada sueño, la decepción? ¿O era esa terrible nostalgia sin objeto, que acababa de empezar a desatarse en ella, que se advertía en todo su ser, aquel minuto fantástico, único en la vida de las jóvenes en el que dirigen ansiosas su mirada al todo, porque todavía no tienen lo uno, al que luego se aferran y del que más tarde acaban colgando perezosamente como algas en una madera flotante? Me resultaba infinitamente cautivador observarla, aquella mirada húmeda, soñadora, la manera exagerada, desatada con que acariciaba cualquier perro y cualquier gato, la inquietud que le impulsaba a emprender un montón de cosas distintas que nunca llegaba a acabar. Y, luego, la ardiente precipitación con que leía por las tardes los escasos y míseros volúmenes de la biblioteca del hotel o bien hojeaba los dos tomos de poesía gastados de tanto leerlos que se había traído consigo: su Goethe y su Baumbach… Pero ¿por qué sonríe?
Tuve que disculparme.
—Es sólo por la combinación, Goethe y Baumbach.
—¡Ah, bueno! Claro que resulta bien ridículo. Y, sin embargo, no lo es del todo. Créame que a las jóvenes de esta edad les es completamente indiferente si leen poemas buenos o malos, auténticos o falaces. Para ellas los versos no son más que cálices donde calmar su sed, y no se preocupan del vino que contienen, porque ya llevan la embriaguez dentro, incluso antes de haber bebido. Y así era esta muchacha, un cáliz tan rebosante de nostalgia que hasta le brillaba en los ojos, hacía temblar las puntas de sus dedos sobre la mesa e imprimía en su paso un estilo verdaderamente torpe y, sin embargo, alado, entre la huida y el temor. Se la veía hambrienta por hablar con alguien, por entregar algo de su plenitud, pero no había nadie, sólo soledad, sólo el tintineo de las agujas a derecha e izquierda, la mirada fría, circunspecta de las dos damas. Me asaltó una infinita compasión. Y, sin embargo, yo no me podía acercar a ella, porque, en primer lugar, ¿qué es un hombre entrado en años para una jovencita que atraviesa por un momento como ése?, y luego, mi aversión por todo tipo de familiaridad y, en particular, por relacionarme con viejas damas burguesas, ahogaba cualquier posible acercamiento. Entonces probé a hacer algo curioso. Pensé: ésta es una muchachita joven, que apenas ha empezado a volar, inexperta, seguro que es la primera vez que viene a Italia, que en Alemania, gracias al inglés Shakespeare, que jamás estuvo en ella, se considera la tierra del amor romántico, de los Romeos, de las aventuras misteriosas, de los abanicos que caen, de las dagas centelleantes, de las máscaras, de las dueñas y de las tiernas cartas. Seguramente sueña con aventuras, y ¿quién conoce los sueños de las jóvenes, esas nubes blancas, agitadas, que flotan sin rumbo en el azul y como nubes se inflaman en el crepúsculo con tonos más cálidos, rosa y, luego, rojo ardiente? Aquí nada le parecerá inverosímil, imposible. Así que decidí inventarme para ella un amante misterioso.
»Y ya aquella misma noche escribí una larga carta de una ternura respetuosa y humilde, llena de intrigantes insinuaciones y sin firma. Una carta que ni pedía ni prometía nada, exaltada y contenida a un tiempo, en pocas palabras, una romántica carta de amor como salida de una obra en verso. Y como sabía que, llevada de su febril agitación, era la primera en aparecer cada día para el desayuno, introduje la carta doblada dentro de su servilleta. La mañana llegó. Yo la observaba desde el jardín, vi su incrédula sorpresa, su repentino sobresalto, vi la roja llama que atravesaba sus pálidas mejillas y corría rápidamente hasta lo hondo de la garganta. Vi cómo miraba desvalida a su alrededor, el respingo, el movimiento de ladrón con el que escondió la carta, y luego cómo se sentó inquieta, nerviosa, sin tocar apenas el desayuno, y, en cuanto pudo, salió disparada afuera, en busca de algún lugar en medio de los sombríos paseos carentes de toda animación, para descifrar el misterioso escrito… ¿Quería decir usted algo?
Yo había hecho un movimiento inconsciente que tuve que explicar ahora.
—Me parece muy osado. ¿No se le ocurrió pensar que ella podía investigar o, mucho más sencillo, preguntarle al camarero cómo había llegado la carta a la servilleta? ¿O mostrársela a su madre?
—Naturalmente que lo pensé. Pero si hubiera visto usted a la muchacha, aquel ser cariñoso, asustado, tímido, que siempre miraba con recelo a su alrededor si alguna vez había dicho algo en voz más alta de lo normal, se le hubiera disipado cualquier duda. Hay muchachas cuyo pudor es tan grande que usted se atrevería a arriesgarse por ellas hasta el extremo, porque están tan desamparadas que prefieren soportar lo peor antes de confiarse a otro con una palabra. La seguí con la mirada sonriendo y me alegré de lo bien que me había salido la jugada. Entonces regresó y sentí cómo la sangre se agolpaba de repente en mis sienes: era otra muchacha, otro paso. Avanzaba inquieta y confusa, una oleada ardiente se había derramado sobre su rostro, y un dulce desconcierto hacía que resultara torpe. Y así fue durante todo el día. Su mirada volaba hacia cualquier ventana, como si allí pudiera descubrir el misterio, envolvía a cualquiera que pasara, y una vez incluso cayó sobre la mía, que aparté cautelosamente para que no me delatara con un guiño; pero en este instante fugaz como un rayo había sentido el fuego de la pregunta, que casi me asustó, y después de años volví a reconocer que ninguna voluptuosidad es más peligrosa, seductora y perniciosa que la que hace saltar la primera chispa en los ojos de una muchacha. Luego la vi sentada entre las dos ancianas, con dedos somnolientos y vi cómo, de vez en cuando, tocaba rápidamente un punto de su vestido, en el que estuve seguro de que escondía la carta. Ahora el juego me sedujo.
Y aquella misma noche le escribí una segunda carta y así lo seguí haciendo en los días sucesivos: me resultaba de un atractivo singular e incitante dar cuerpo en mis cartas a los sentimientos de un joven enamorado; inventar el progresivo aumento de una pasión que no era más que ficción, se convirtió para mí en un deporte cautivador, como lo que pueden sentir los cazadores cuando tienden lazos o atraen la caza hacia el cañón de su escopeta. Y el éxito que obtuve fue tan indescriptible que casi me asusté y pensé en dejarlo ya, y lo habría hecho si la tentación no me hubiera encadenado tan ardientemente al juego que acababa de iniciar. Su paso era ágil y tremendamente intrincado, como si fuera bailando; una belleza febril, singular, iluminaba sus facciones; su descanso debía de ser un duermevela a la espera de la carta de la mañana, porque, al amanecer, sus ojos estaban oscuros, sombríos e inquietos en su fuego. Empezó a preocuparse de su aspecto, llevaba flores en el cabello, una maravillosa ternura hacia todas las cosas apaciguaba sus manos, en su mirada había una pregunta constante, porque, por mil pequeñeces que yo dejaba entrever en las cartas, se daba cuenta de que el escritor debía de estar cerca de ella, un Ariel que llena el aire con música, flotando cerca de ella, acechando sus actos más secretos y, sin embargo, invisible por propia voluntad. Se volvió tan alegre que ni siquiera a las dos apáticas damas les pasó por alto la transformación, pues, de vez en cuando, benévolas y curiosas, dejaban que su vista se prendara de la apresurada figura y de las mejillas que empezaban a florecer, para mirarse luego con una sonrisa furtiva. Su voz adquirió sonido, se hizo más alta, más brillante, más audaz, y en su garganta vibraba a menudo un estremecimiento y se henchía, como si en cualquier momento fuera a elevarse en un trino jubiloso, como si fuera… ¡Pero ya está usted sonriéndose de nuevo!
—No, no; por favor, siga con su relato. Sólo pienso que cuenta usted muy bien la historia. Tiene usted, discúlpeme, talento y es indudable que haría un relato tan bueno como cualquiera de nuestros novelistas.
—Seguro que lo que usted está insinuando, cortés y prudentemente, es que narro como sus novelistas alemanes, es decir, con un subido tono lírico, un estilo ampuloso, sentimental y aburrido. Bien, ¡intentaré abreviar! La marioneta bailaba y yo manipulaba los hilos con mano sensata. Para apartar cualquier sospecha de mí (pues a veces sentía cómo su mirada intentaba fijarse en la mía para sondearla), le había sugerido la posibilidad de que el escritor no viviera aquí, sino en alguno de los balnearios cercanos y viniera a diario en un bote o en el vapor. Y, ahora, cuando sonaba la campana del barco que se aproximaba, siempre se evadía con cualquier pretexto de la vigilancia de su madre y se marchaba corriendo precipitadamente a pasar revista conteniendo la respiración desde un rincón del muelle a los pasajeros que llegaban.
»Y, entonces (fue una oscura tarde, no tenía otra cosa que hacer que observarla), sucedió algo muy curioso. Entre los pasajeros había un hombre joven y guapo, con aquella extravagante elegancia con que se visten los jóvenes italianos, y cuando recorrió con la vista el lugar buscando algo se encontró con la mirada interrogativa, absorbente de la joven muchacha que buscaba a alguien desesperadamente. Y, de inmediato, una roja oleada de vergüenza se abatió sobre la cara de ella, inundando incontenible su tímida sonrisa. El joven se quedó sorprendido, se puso en guardia (como es fácil de comprender cuando uno nota que le echan una mirada tan ardiente llena de mil cosas no dichas), sonrió e intentó seguirla. Ella emprendió la huida, paralizada con la seguridad de que éste era al que había buscado tanto tiempo, volvía a apretar el paso y sin embargo se daba la vuelta para mirar, era aquel eterno juego entre el deseo y el temor, el anhelo y la vergüenza, en el que, sin embargo, la dulce debilidad siempre resulta ser la más fuerte. Él, visiblemente animado, aunque sorprendido, la siguió apresuradamente y ya estaba cerca de ella, y yo me daba cuenta horrorizado de que todo podía acabar complicándose en un alarmante caos, cuando, en ese momento, llegaron las dos damas paseando por el camino. La muchacha salió a su encuentro en busca de refugio como un pájaro asustado, el joven se retiró prudentemente, aunque sus miradas se volvieron a cruzar una vez más al darse la vuelta para quedar absorbidas febrilmente la una en la otra. Este suceso me hizo ver por primera vez que tenía que poner fin a este juego, pero, sin embargo, la tentación era demasiado fuerte y decidí servirme de esta casualidad como de una ayuda espontánea, y por la tarde le escribí una carta inusualmente larga, que venía a confirmar sus sospechas. Me excitaba la idea de jugar ahora con dos personas.
»A la mañana siguiente me asustó la temblorosa confusión de su gesto. La hermosa inquietud había cedido ante un nerviosismo incomprensible para mí, sus ojos estaban húmedos y enrojecidos como si hubiera llorado, un dolor parecía atravesar lo más profundo de su ser. Parecía que todo su silencio se acumulaba para salir en un grito feroz, la oscuridad cercaba su frente, en sus miradas había una áspera y agria desesperación, cuando justo esta vez había esperado encontrar una clara alegría. Tuve miedo. Por primera vez algo extraño interfería, la marioneta no obedecía y bailaba de manera distinta a como yo quería. Me puse a cavilar sobre todas las posibilidades y no encontré ninguna. Empezaba a sentir miedo de mi juego, y no volví al hotel hasta la noche, para sustraerme a la acusación que había en sus miradas. Al llegar lo comprendí todo. La mesa ya no estaba puesta, la familia había partido. Había tenido que marcharse sin poder decirle ni una palabra y no podía revelar a los suyos hasta qué punto su corazón estaba pendiente de un solo día, de una hora, la habían arrancado de un dulce sueño para llevarla a alguna pequeña ciudad lamentable. Me había olvidado de esto. Y todavía ahora sigo sintiendo aquella última mirada como una acusación, y la terrible violencia de la cólera, el tormento, la desesperación y el dolor más amargo que introduje en su vida quién sabe hasta qué extremo.
Se quedó en silencio. La noche nos había acompañado y de la luna, velada ahora por las nubes, salía una luz extraña, distorsionada. Entre los árboles parecía que colgaban chispas, y estrellas, y la pálida superficie del lago. Seguimos adelante sin decir una palabra. Al final, mi acompañante rompió el silencio.
—Ésa fue la historia. ¿No serviría para hacer una novela?
—No sé. En cualquier caso, es una historia que voy a guardarme con todas las demás que ya debo agradecerle a usted. Pero ¿una novela? Un hermoso comienzo que me podría tentar, tal vez. Porque la gente así se limita a pasar de puntillas, no son en absoluto dueños de sí mismos, son los inicios de muchos destinos, pero no un destino concreto. Habría que acabar de perfilarlos como entes de ficción.
—Comprendo lo que quiere usted decir. La vida de la joven muchacha, el regreso a la pequeña ciudad, la terrible tragedia de lo cotidiano…
—No, no es tanto eso. La jovencita ya no me interesa. Las jovencitas nunca son demasiado interesantes, por muy especiales que se crean ellas mismas, porque todas sus vivencias no son más que negativas y, por tanto, muy semejantes unas a otras. En estos casos, la muchacha se casa, cuando le llega su hora, con un hombre burgués y formal de su tierra, y este affaire queda como una flor conservada en sus recuerdos. La jovencita ya no me interesa.
—Es curioso. No logro imaginar qué puede encontrarle usted al joven. Esas miradas, ese fuego al pasar, todo el mundo lo prende en su juventud, la mayoría no se da cuenta en absoluto, los demás lo olvidan pronto. Hay que hacerse mayor para saber que precisamente eso es lo más noble y lo más profundo que uno recibe, el privilegio más sagrado de la juventud.
—Es que tampoco es el joven el que me interesa…
—¿Entonces quién?
—Yo transformaría al anciano caballero, al autor de las cartas, acabaría de perfilarlo en la ficción. Creo que a ninguna edad se escriben cartas inflamadas ni se fingen los sentimientos de un amor sin pagar por ello. Intentaría reflejar cómo de las burlas nacen las veras, cómo él cree dominar el juego, cuando ya es el juego el que lo domina a él. La belleza que va despertando en la muchacha y que él finge ver únicamente como observador le encanta y se apodera de lo más profundo de su ser. Y el instante en que, de repente, todo se le escapa de las manos, le hace sentir una tremenda nostalgia del juego y… del juguete. Me interesaría esa inversión que se produce en el amor, que termina haciendo que la pasión de un hombre mayor sea muy semejante a la de un muchacho, porque ninguna de las dos se siente totalmente segura de su valía, haciendo que se muevan entre la esperanza y el temor. Haría que se volviera inestable, que viajara en pos de ella sólo para verla, y que, sin embargo, en el último momento no se atreviera a acercarse, le haría volver al mismo sitio una y otra vez con la esperanza de verla de nuevo, de conjurar el destino que luego siempre es terrible. Es en esta línea como me imaginaría la novela, y entonces sería…
—¡Mendaz, falsa, imposible!
Me sobresalté. La voz se dirigía dura, vibrando ardiente y casi amenazadora contra mis palabras. Jamás había visto a mi acompañante tan excitado como entonces. Con la rapidez de un rayo comprendí que, sin querer, había puesto el dedo en la llaga. Y, al detenerse en seco, vi brillar sus blancos cabellos, penosamente conmovido.
Quise desviar su atención, dar un giro inesperado. Pero entonces volvió a hablar y lo hizo de todo corazón, con una sombría ternura y una voz profunda y sosegada, que tenía un hermoso tono de suave melancolía.
—O tal vez tenga usted razón. Ciertamente es mucho más interesante, L’amour coüte cher aux vieillards, creo que así fue como llamó Balzac a una de sus historias más conmovedoras y se podrían escribir muchas otras con el mismo título. Pero a la gente mayor, que conoce hasta los secretos más profundos del tema, sólo le gusta hablar de sus éxitos y no de sus flaquezas. Tienen miedo de resultar ridículos en cosas que en cierto sentido no son más que el movimiento pendular de lo eterno. ¿Cree usted realmente que fue una casualidad que se «perdieran» precisamente aquellos capítulos de las memorias de Casanova en los que se hace mayor, donde pasa de ser el gallo del gallinero a ser el comedor de huevos, de ser burlador a ser burlado? Tal vez fuera que la mano le pesaba demasiado y el corazón le oprimía.
Me tendió la mano. Ahora su voz volvía a ser completamente fría, tranquila e inalterada.
—¡Buenas noches! Ya veo que es peligroso contar historias a gente joven en las noches de verano. Producen pensamientos absurdos y todo tipo de sueños estériles. ¡Buenas noches!
Y volvió a internarse en la oscuridad con pasos ágiles, aunque ya lastrados por los años. Ya era tarde. Pero el cansancio, que por lo general no tarda en asaltarme en el calor de las noches suaves, se había disipado hoy con la excitación que retumba en la sangre cuando sucede algo extraño o cuando, por un instante, uno vive algo ajeno como si fuera propio. Así que recorrí el camino oscuro y silencioso hasta Villa Carlotta, que desciende hasta el lago con una escalera de mármol, y me senté en los fríos escalones. Hacía una noche maravillosa. Las luces de Bellagio, que antes chispeaban entre los árboles como luciérnagas, parecían ahora infinitamente lejanas sobre el agua, y poco a poco fueron cayendo una tras otra en la densa oscuridad. El lago se encontraba silencioso, brillante como una piedra preciosa de color negro y, sin embargo, con un fuego confuso en los bordes. Y las rumorosas olas subían y se retiraban de los escalones con suaves avenidas, como blancas manos sobre un teclado. El cielo, pálido y lejano, desde el que miles de estrellas lanzaban destellos, parecía infinitamente alto. Estaban tranquilas, sumidas en un silencio radiante: sólo de vez en cuando una de ellas se soltaba repentinamente de la rueda diamantina y se precipitaba en medio de la noche de verano al fondo de la oscuridad, de los bosques, de las gargantas, de las montañas o de las lejanas aguas, sin sospechar nada e impulsada por una fuerza ciega, como una vida en la abismada profundidad de un destino desconocido.