ESCARLATINA
En casa, sus amigos le habían dicho que cuando fuera a Viena tenía que alquilar una habitación en el barrio de Josefstadt. Estaba cerca de la universidad y a todos los estudiantes les gustaba vivir allí, porque era un distrito tranquilo, un poco anticuado y, además, porque por tradición se había convertido en su barrio principal. Así que, en cuanto hubo abandonado la estación donde había dejado provisionalmente el equipaje, preguntó por el camino y atravesó muchas calles ruidosas, extrañas, cruzándose con toda la gente que corría presurosa en medio de la lluvia como si les persiguieran y sólo le daban información de mala gana.
El tiempo de otoño era implacable. Un fino aguacero caía constantemente, chapoteando y empapándolo todo, desprendía de los árboles amarillentos las últimas hojas temblorosas, tamborileaba en todos los canalones y rasgaba el melancólico cielo en millones de fibras grises. A veces, el viento le lanzaba la lluvia de frente, como si le sacudiera un trapo en la cara, lo empujaba contra las paredes, se abatía fragoroso al par de la incesante lluvia y hacía trizas los paraguas de la gente. Pronto, por las calles, sólo se podían ver ya los negros coches dando sacudidas, con los caballos que exhalaban nubes de vapor y, aquí y allá, alguna sombra fugitiva de alguien que pasaba corriendo.
El joven estudiante fue de casa en casa, subió y bajó muchas escaleras, contento de escapar por unos instantes a la pérfida lluvia. Vio muchas habitaciones, pero ninguna era de su gusto. Tal vez, la culpa de ello la tuviera la lluvia y la fría luz gris que hacía que todos los alojamientos parecieran deprimidos y los llenaba de una atmósfera opresiva, enfermiza. Una leve sensación de angustia despertó en él cuando vio la miseria y la suciedad de algunos cuartos, hasta los que subía penosamente por sinuosas, húmedas escaleras; de alguna forma daban una primera idea de las grandes tristezas que se ocultaban tras la fachada de estas pequeñas, encorvadas, descarnadas casas de los arrabales. Su búsqueda se hacía cada vez más desesperada.
Finalmente hizo su elección. Fue en la parte alta de la Josefstadt, ya no muy lejos del Gürtel, en una casa bien antigua, tosca, aunque espaciosa, con un gusto propio del antiguo estilo burgués, donde encontró acomodo. La habitación era sencilla y, en realidad, más pequeña de lo que hubiera deseado, pero las ventanas daban a un gran patio, a uno de aquellos antiguos patios del arrabal, donde había algunos árboles, que ahora susurraban en medio de la lluvia y se estremecían suavemente con el frío. Lo atrajo este verdor tímido, postrero, el recuerdo totalmente perdido de los jardines de su tierra, así como el hecho de que en el vestíbulo, cuando tiró de la campanilla, un canario empezara a cantar en su jaula y no se cansara de ofrecerle sus coloridos trinos mientras él veía la habitación. Le pareció un buen presagio, y la dueña de la casa le gustó, una mujer bastante mayor, apesadumbrada, viuda de un funcionario, según le contó. Ella misma no ocupaba más que un miserable gabinete, con su hija pequeña; al lado tenía su habitación otro estudiante, una tarjeta de visita revelaba su presencia ya en la misma puerta de entrada.
En las pocas horas que quedaban hasta la noche quiso ver todavía, aunque fuera rápidamente, algo de aquella extraña ciudad, anhelada desde hacía mil días, pero la fría lluvia azotada por el viento pronto le quitó las ganas. Entró en un café, se quedó mirando largo rato, sin pensar en nada, cómo la bola blanca rodaba en pos de la roja sobre la mesa de billar, escuchó la conversación de muchas personas desconocidas que lo circundaban y se afanó en dominar el amargo sentimiento de decepción que poco a poco henchía su garganta, exigiendo palabras. Luego intentó volver a andar por las calles, pero la lluvia era demasiado persistente. Empapado, calado hasta los huesos, entró en una fonda para tomar una cena fría, presuroso y sin ganas, y luego se marchó a casa.
Y ahora estaba en su habitación y miraba lo que tenía a su alrededor. Las pocas cosas que había estaban amontonadas unas al lado de otras, como olvidadas, sin orden ni concierto, sin gracia ni vitalidad: dos antiguos armarios inclinados hacia delante, que gemían cuando uno se acercaba a ellos; una cama con una colcha descolorida; una lámpara blanca, que pendía en la melancólica oscuridad de la habitación envuelta en penumbras; una antigua estufa vienesa que parecía muy frágil. Entre todo aquello, algunas impresiones a color y fotografías, objetos pálidos sin relación entre sí, caras extrañas, que seguramente ya llevaban años allí, se miraban fijamente sin reconocerse. Un frío gélido se colaba a través del suelo de tarima desnivelado, la única ventana que había cerraba mal y tableteaba inquieta cuando el viento arrojaba la lluvia contra los cristales.
Sentía frío. Se encontraba extraño entre todos aquellos trastos viejos. ¿Quién habría dormido en aquella cama, quién habría descansado en aquel sillón, quién se habría mirado en aquel espejo en el que ahora veía su propio rostro infantil, pálido, lleno de miedo y casi lloroso? Aquí nada le recordaba algo pasado o vivido, todo era extraño y sentía el frío hasta en la sangre.
¿Debía irse ya a la cama? Eran las nueve. Por primera vez dormía bajo techo extraño. Ahora, en casa, estarían sentados, iluminados amablemente por la dorada luz de la lámpara, alrededor de la mesa redonda, conversando tranquilamente. Sabía que ahora Edith, su rubia hermana, no tardaría en levantarse y se iría a sentar al piano, e incluso tocaría una melancólica sonata o algún risueño vals, exactamente lo que él le pidiera. Pero ¿dónde estaba hoy él, que de otra forma se encontraría de pie, en la sombra, junto al piano, y soñaría con los sonidos, hasta que ella se levantara y le diera cordialmente las buenas noches?
No, no podía dormirse aún. Empezó a sacar sus escasas pertenencias de la maleta, que, entretanto, había mandado recoger. Todo había sido cuidadosamente guardado por los suyos, y según iba deshaciendo el ordenado equipaje tuvo que pensar en las manos que lo habían hecho por amor a él. Entre los libros encontró, gratamente conmovido, una sorpresa, un retrato de su hermana que ella le había deslizado a hurtadillas, con una dedicatoria cariñosa. La contempló largo rato, aquel rostro claro, sonriente, y luego la colocó sobre el escritorio para que lo mirara con cariño y lo consolara a él, al sin hogar. Pero le parecía como si la sonrisa de la imagen se estuviera volviendo cada vez más triste, como si allí, en medio de la oscuridad, compartiera algo de su propia tristeza. Apenas se atrevía a mirarla ya de lo oscura que le parecía.
¿Debía volver a salir de aquel triste y desconsolado aposento? Cuando se acercó a la ventana vio la lluvia fluir sin descanso. Sobre los turbios cristales se acumulaban las gotas, se quedaban paradas, hasta que una cogía a otra y entonces resbalaban rápidamente por el cristal abajo, como lágrimas sobre las tersas mejillas de un niño. Siempre llegaban otras nuevas y siempre volvían a escurrir, de todas partes, como si afuera un mundo entero llorara su tristeza con millones de lágrimas. Se quedó allí, de pie, por espacio de una media hora. Este juego leve, susurrante, lleno de sordo pesar, este constante escurrir de gotas, la incomprensible música de los sonoros árboles…, la prodigiosa imagen de las lágrimas gorgoteando embargó profundamente su corazón. Se abatió sobre él una tristeza desatada, que clamaba por encontrar lágrimas.
Quería explotar. ¿Y aquélla era su primera noche en Viena? ¡Cuántas veces la había anticipado, viviéndola en sueños, en las conversaciones con su hermana y los amigos! No se había imaginado nada en concreto, pero sí algo delirante y esplendoroso, un lanzarse precipitadamente por las calles chispeantes, adelante, siempre adelante, como si mañana toda la pompa no fuera a estar allí, como si en la primera hora ya quisiera vivir algo inolvidable. En la risueña conversación se había visto cantando loco de alegría, agitando el sombrero y con el corazón palpitante. Y ahora estaba allí, ante un cristal opaco, pasando frío, solo, y miraba cómo se deslizaban las gotas, dos y ahora tres y de nuevo dos, miraba absorto cómo creaban carriles invisibles por los que bajaban rodando, y cerró fuertemente los párpados para que sus lágrimas no se derramaran también de repente y cayeran sobre sus frías manos. ¿No era lo que ansiaba desde hacía años?
¡Pero qué lentamente pasaba el tiempo! La aguja en la caja de madera del antiguo reloj avanzaba arrastrándose de manera casi imperceptible. Y cada vez sentía más amenazadora la angustia de la noche, este incomprensible temor infantil a estar solo en esta habitación extraña, la fiera nostalgia del hogar, que ya no podía negar. Estaba completamente solo en aquella gigantesca ciudad, en la que palpitaban millones de corazones, y nadie le dirigía la palabra más que esta lluvia burlona, charlatana, nadie lo escuchaba o lo miraba, a él, que se debatía allí entre sollozos y lágrimas, que se avergonzaba de ser como un niño y, sin embargo, no sabía cómo librarse de aquel temor, que estaba tras la oscuridad y lo observaba fijamente, sin compasión, con ojos de acero. Nunca había ansiado tanto una palabra como ahora.
Entonces, la puerta de al lado rechinó y se cerró ruidosamente. Él, que estaba acurrucado, se levantó de un salto y escuchó. Una voz áspera y, sin embargo, educada tarareó al lado una estrofa suelta de una canción estudiantil, luego sonó el chasquido de una cerilla al rascar y escuchó el manejo de la lámpara que evidentemente se encendía ahora. Sólo podía ser su vecino, un estudiante de derecho, según le había contado su casera, que se encontraba a las puertas de sus últimos exámenes. Respiró profundamente, porque, por un momento, sintió un alivio en su desamparo. Dentro crujían los pesados, vigorosos pasos del otro yendo y viniendo sobre el entarimado, la canción sonaba cada vez más clara, y, de repente, se avergonzó de estar allí, escuchando así, alargando el oído tembloroso, y se deslizó sin hacer ruido hasta la mesa, como si temiera que el de al lado lo pudiera ver a través de la pared.
Entonces, la voz se calló y también cesó el ir y venir. Era evidente que su vecino se había sentado. El susurro de las gotas empezó a influir de nuevo en su ánimo y la soledad, con todo su pavor, volvió a asomar saliendo de la oscuridad.
Era como si fuera a ahogarse en aquella estrechez. No, ahora no podía quedarse solo. Se incorporó, esperó hasta que las mejillas perdieron el rubor de haber estado echado, probó la voz carraspeando, y acto seguido se deslizó fuera y se dirigió a la puerta del vecino. Se detuvo por dos veces, pero luego su dedo llamó tímidamente a la puerta del extraño.
Siguió un silencio que denotaba sorpresa. Luego sonó un claro: «¡Adelante!»
Puso la mano en el tirador y abrió la puerta. Una bocanada de humo azul salió a su encuentro. La reducida habitación estaba completamente llena de vaho, y al principio todos los objetos se perdían en la espesa niebla que fluctuó con la corriente de aire. Su vecino estaba de pie, muy erguido, y miraba con sorpresa a quien entraba. Ya se había quitado el chaleco y el gilet, la camisa medio abierta mostraba desenfadadamente un pecho ancho, cubierto de pelo, los zapatos estaban tirados por el suelo a derecha e izquierda. Era de complexión fuerte y recia como un campesino; allí de pie, con la pequeña pipa de shag en la boca, cuyo humo lanzó ahora con fuerza hacia la puerta, se parecía más a un trabajador que a un estudiante.
El que entraba balbució unas palabras:
—Me he mudado hoy aquí y quería presentarme como su nuevo vecino.
Su compañero de enfrente juntó mecánicamente las piernas:
—Mucho gusto. Schramek, derecho.
Para reparar su falta, el visitante dijo su nombre precipitadamente:
—Bertold Berger.
Schramek le recorrió con una mirada.
—¿Es su primer curso?
Berger asintió y añadió inmediatamente que también era su primer día en Viena.
—Naturalmente, estudiará usted derecho. La gente no hace más que estudiar derecho.
—No, quiero matricularme en la facultad de medicina.
—Bueno, ¡bravo!, por fin uno que… ¡Pero, por favor, siéntese!
La invitación era cordial.
—Tome un cigarrillo, estimado colega.
—Gracias, no fumo.
—¡Bah!…, ya lo hará. Los no fumadores están en vías de extinción. Entonces, un coñac. Uno bueno.
—Gracias…, muchas gracias.
Schramek se encogió de hombros riendo.
—Querido colega, no se enfade, pero creo que usted es lo que llaman un sosaina. Ni bebe coñac, ni fuma, es muy sospechoso.
Berger se puso rojo. Se avergonzaba de haber sido tan poco hábil y de haber revelado inmediatamente su torpeza, pero se daba cuenta de que decir que sí a destiempo acabaría resultando todavía más ridículo. Por decir algo, volvió a disculparse por la visita nocturna. Pero Schramek no le dejó terminar, lo retuvo con un par de preguntas. Prácticamente eran paisanos, uno de la Bohemia alemana, el otro de Moravia, pronto encontraron además un conocido común entre sus recuerdos. En pocos momentos, su conversación se volvió muy animada. Schramek le habló de sus exámenes y de su corporación, de las cien cosas tontas que a los estudiantes con un temperamento como el suyo les parece que encierran el sentido de esos años. Había una cordialidad muy viva en su relato, una amenidad algo ruidosa y una práctica rutinaria, casi presuntuosa. Era evidente que se alegraba de imponerse a un novato, a un provinciano. Y tenía más éxito de lo que suponía. Berger escuchaba todas estas cosas con una curiosidad indescriptiblemente ansiosa, porque le parecía que le anunciaban la nueva vida que le esperaba aquí, en Viena; le gustó el enérgico discurso, el modo en que Schramek lanzaba el humo en amplios conos azules mientras fumaba. Se fijaba en cualquier pequeñez, porque era el primer estudiante auténtico con el que se encontraba, y no tuvo más elección que considerarlo perfecto.
También a él le habría gustado contarle algo, pero todo lo de casa le parecía de repente tan insignificante frente a todas estas cosas nuevas, tan poco aparentes y banales las bromas del instituto, las experiencias de la provincia, sus propios pensamientos y palabras hasta entonces, le parecía de repente que pertenecían a la infancia, y que era precisamente allí donde estaba el comienzo de la edad adulta. Schramek no se preocupaba en absoluto de su silencio y sentía un gran regocijo al ver la tímida mirada de asombro del novicio. A petición de él, Berger recorrió con dedos cuidadosos las tres cicatrices que trazaban una aguda marca roja sobre la rapada cabeza de Schramek, y se asombró con la narración del desafío y el duelo entre estudiantes. Se sentía asustado y, sin embargo, ardía en deseos de enfrentarse pronto, cara a cara, con un rival, y le pidió a Schramek que le dejara coger un momento uno de los sables que descansaban en la esquina de la habitación. A decir verdad fue una experiencia dolorosa para él constatar que sólo lo podía levantar con gran esfuerzo: volvió a notar lo débiles e infantilmente escuálidos que eran sus brazos, y sintió la diferencia entre él y este chico robusto, fornido, con una repentina envidia. Le parecía algo del todo inaudito que se pudiera hacer un molinete en el aire con un sable así tan fácilmente, hacer silbar el acero, romper la resistencia de la parada con todas tus fuerzas y lacerar el rostro de otro. Todas aquellas cosas triviales le parecían de lo más formidable y dignas de admiración, como grandes hazañas que merecían el esfuerzo, y la tímida admiración con la que él hablaba de ello sólo hizo que Schramek se volviera todavía más locuaz y familiar. Le habló como a un amigo y desplegó ante él el cuadro abigarrado y chillón de su vida entera, que nunca se salía del ideal estudiantil, y al que Berger se quedó mirando embelesado. Aquí había encontrado al heraldo de su nueva vida.
A medianoche se dijeron por fin adiós. Schramek sacudió cordialmente la mano de Berger, le palmeó en el hombro y le aseguró, con aquel espontáneo sentimiento de amistad que sólo se entiende en esos años, que era un «buen tipo», lo que colmó de una alegría infinita al joven totalmente absorto.
Completamente embriagado por todas estas impresiones, volvió a su habitación que, de repente, ya no le pareció tan solitaria y sombría, aunque la lluvia seguía azotando en la ventana y el frío soplaba por todas las junturas. Su corazón estaba lleno del brillo de todas aquellas cosas tan ajenas a él, y sintió como una suerte indescriptible el haber encontrado a un amigo justo el primer día. Por lo demás, en sus sentimientos se mezclaba una vaga tristeza melancólica, sintió lo débil, lo infantil, lo escolar que era al lado de esa persona, que se alzaba a pie firme sobre la vida. Él siempre había sido el más débil, mimado y enfermizo entre sus camaradas, siempre retraído en el juego y en las alegres locuras, pero sólo hoy se había dado cuenta de ello con pesar. ¿Podría llegar a ser alguna vez como ese Schramek: tan firme, tan fuerte, tan libre? Lo invadió el furioso anhelo de poder hablar tan viva y enérgicamente, tener músculos, poder agarrar la vida con firmeza y no pactar con ella de ninguna manera. ¿Podría llegar a ser así alguna vez? Desconfiado, miró en el espejo su rostro infantil, tímido, delgado y sin barba y volvió a recordar que apenas había podido levantar el sable con ese débil brazo en el que no resaltaba ningún músculo. Recordó que hacía dos horas casi había llorado como un niño, sólo porque estaba oscuro y hacía frío, y no tenía a nadie a su alrededor. La angustia se abatió blandamente sobre él: ¿qué sería de él, del débil, del infantil, en esta ciudad extraña, en esta nueva vida, donde se necesitaba la fuerza, el valor y la arrogancia? No —cobró ánimo impetuosamente—, quería luchar hasta cumplir con todas las exigencias, ser como su amigo, fuerte y poderoso, lo quería aprender todo de él, el paso bamboleante, la manera clara y enérgica de hablar, quería fortalecer sus músculos, convertirse en un hombre como él. Tristeza y alegría, esperanza y desánimo se entremezclaban, sus sueños se confundían cada vez más. Sólo cuando la lámpara empezó a echar humo, vio que se había hecho tarde, y se fue a la cama a toda prisa. Fuera todavía seguía tamborileando la implacable lluvia de septiembre.
Ése fue el primer día de Bertold Berger en Viena.
Y así siguió siendo tiempo después: tristeza y alegría, esperanza y decepción entremezclándose incesantemente, un sentimiento nada claro, pero siempre una sensación de extrañeza y de no acostumbrarse. Lo grande, lo nuevo, lo insólito que había esperado de su independencia, de su época de estudiante, de Viena, no quería aparecer. Naturalmente, había algunas cosas hermosas: Schónbrunn, con el suave brillo de septiembre, los dorados paseos que conducían lentamente hasta la glorieta y aquella vista sublime, sobrecogedora desde allí arriba, dominando el noble jardín y el palacio imperial. O los teatros, con sus representaciones y la fascinante reunión de tanta gente exquisita, el espectáculo de elegancia en los actos sociales y las fiestas, la calle, que a veces le ofrecía a uno el desfile de tantas caras hermosas y extrañas, y brillaba con mil promesas y seducciones. Pero no era más que un simple espectáculo que contemplar y nunca participaba en él; no era más que la ávida lectura de un libro abierto, nunca la inmediatez de una conversación, de una vivencia.
Precisamente en aquellos primeros días hizo un único intento de introducirse en aquel nuevo mundo. Tenía parientes en Viena, gente distinguida, a los que visitó y que entonces lo invitaron a compartir mesa con ellos. Fueron muy amables con él, incluso sus primos, que tenían aproximadamente su misma edad, y, sin embargo, se notaba demasiado que al invitarlo sólo estaban cumpliendo con una obligación, se daba cuenta de cómo miraban su traje, con una sonrisa reprimida y compasiva, se avergonzaba de su elegancia provinciana, de su timidez, que tenía que ser lamentable en comparación con el carácter seguro de sus primos, y se alegró cuando pudo despedirse. Jamás volvió allí.
Así que todo lo empujaba a retomar la amistad de aquella primera noche, a la que se entregó con todo el apasionamiento de alguien que, a medias, sigue siendo un niño. Se confió por completo a este hombre fuerte, sano, que aceptó de buen grado su exaltado cariño y sólo correspondió a él con aquella cordialidad siempre dispuesta de las personas interiormente indiferentes. Algunos días después, Schramek le propuso a Berger, quien se ruborizó de alegría, que se tutearan, algo que, después de algún tiempo, todavía no le salía más que torpe y tímidamente, por el respeto tan fuera de lo común que sentía ante la superioridad de su amigo. A menudo, cuando iban juntos, lo miraba furtivamente de soslayo, para aprender aquella manera de andar segura, de gran vuelo, y, luego, la forma desenvuelta en que se dirigía a cualquier chica guapa; incluso sus malas costumbres le gustaban, aquel molinete de esgrima con el bastón cuando iba por la calle, el constante olor a tabaco de pipa en la ropa, la conversación ruidosa y desafiante en los locales y las bromas, muchas veces estúpidas. Podía pasarse horas enteras escuchando a Schramek, mientras le contaba las historias más insulsas sobre muchachas, desafíos y partidas; sin quererlo, todas aquellas cosas, que no iban en absoluto con su carácter, acabaron siendo importantes para él, se alteraba por ellas, le parecía que eran la auténtica, la verdadera vida, y ardía en deseos de vivir también él algo así. En secreto, esperaba que Schramek lo introdujera alguna vez en una aventura como aquéllas, pero tenía una extraña manera de excluirle de las grandes ocasiones. Evidentemente, tenía la sensación de que aquel rostro infantil y sin barba era muy poco presentable, porque rara vez lo llevaba con él cuando iba a la corporación estudiantil y, la mayoría de las veces, sólo se encontraban en el café o en sus habitaciones. Y la iniciativa siempre debía partir de Berger.
No había tardado en notarlo y pesaba sobre él como una losa en el corazón. En su amistad, como en cualquier amistad entre gente muy joven, había algo de amor: la impetuosa pasión y, además, leves celos. Un sentimiento de rabia, que naturalmente no se atrevía a expresar, se apoderaba de él cuando notaba que Schramek se mostraba tan cordial y, a menudo, incluso más jovial con gente totalmente simple, sin importancia, que había acabado de conocer, que con él mismo. Y, además, se daba cuenta de que en las pocas semanas que hacía que lo conocía no se había aproximado a él ni un paso más que en aquella primera noche, por mucho que él se hubiera entregado. Le irritaba que Schramek no mostrara por ninguno de sus asuntos nada del interés que él derrochaba a raudales por los suyos, que nunca le diera ni más ni menos que un cordial saludo y, luego, se pusiera hablar inmediatamente de sus propias cuestiones, sin apenas escuchar cuando Berger decía algo de las suyas.
Y luego lo más amargo: con cada palabra, Berger notaba que Schramek no lo tomaba en serio. ¡Empezando ya por cómo lo llamaba! En lugar del Bertold del principio, ya sólo lo llamaba «nene». Sonaba cariñoso y cordial, pero, con todo, le hacía daño. Porque daba justo en la herida que ya hacía años que sangraba en él sin cicatrizar: que siempre lo consideraran un niño. Durante años le dolió en lo más íntimo; en la escuela había sido como una muchacha, ¡a todos les parecía tan mimado y además era tan tímido!; y, ahora, que tenía que ser un hombre, parecía un muchacho y tenía toda su timidez y su nerviosa sensibilidad. La gente nunca se creía que ya fuera un estudiante universitario. Naturalmente, aún no había cumplido los dieciocho años, pero debía de parecer mucho más joven todavía, para dar una impresión tan infantil. Cada vez se reafirmaba más en la sospecha dé que Schramek se avergonzaba de él ante sus camaradas sencillamente por su aspecto externo.
Una tarde tuvo la completa seguridad de que así era.
Había estado vagando por la ciudad durante mucho rato y había vuelto a sentir con profundo dolor la absoluta soledad en medio de las agitadas calles. Así que entró en la habitación de Schramek para charlar un rato. Éste lo saludó cordialmente desde el sofá, sin levantarse.
Sobre la mesa se encontraba la capa de la corporación estudiantil, de color rojo ardiente, y a Berger le saltó a la vista. Aquél era su deseo más ardiente, más oculto, ser presentado por Schramek en su corporación; allí tendría por fin todo aquello de lo que le dolía tanto carecer: trato confiado, un hogar; allí podría convertirse en lo que quería ser: fuerte, viril, todo un tipo. Hacía semanas que esperaba una propuesta de Schramek, a menudo le había hecho insinuaciones encubiertas, muy prudentes, pero era obvio que habían pasado inadvertidas. Y, ahora, aquella capa le ardía en los ojos; le parecía que se estremecía sobre la mesa como una llama viva, temblaba y ardía, fascinaba todo su pensamiento. No pudo evitar hablar de ello.
—¿Vas a ir mañana a la taberna de estudiantes?
—Claro que sí —dijo Schramek, animándose de inmediato—. Será enormemente divertido. Se va a admitir a tres nuevos corporados de primer curso; en realidad, son tipos muy populares, buenos chicos. Yo tengo que asistir como segundo miembro del comité directivo de la corporación de estudiantes. Será enormemente selecto. Así que el jueves no me despiertes antes de las dos de la tarde, lo más seguro es que no volvamos a casa antes del amanecer.
—Sí, me imagino que será enormemente divertido —dijo Berger. Esperaba.
Schramek no decía nada. ¿Para qué seguir hablando?
Pero en la mesa le tentaba la capa, rojo ardiente, rojo fuego…, resplandeciente como la sangre.
—Oye…, dime, ¿no podrías presentarme allí en alguna ocasión…? Simplemente llevarme contigo, claro está… ¿Sabes? Me gustaría verlo algún día.
—Bueno, sí, vente alguna vez. Mañana no puede ser, claro. Pero algún día puedes ir a verlo, como invitado, naturalmente. No creo que te guste, nene, porque a menudo se encuentra desierto, pero si tú quieres…
Berger sintió algo subiéndole por la garganta. Esa capa, ese tentador sueño rojo, lo veía de repente como envuelto en una niebla. ¿Eran lágrimas? Furioso y tragando saliva se le escapó sin querer:
—¿Por qué no me habría de gustar? ¿Por quién me tomas? ¿Acaso te parezco un niño?
Algo debió de haber en la voz, en el tono, porque Schramek se levantó de un salto. Se acercó a Berger, ahora de forma verdaderamente cordial, y le palmeó en el hombro.
—No, nene, no debes enfadarte, no he querido decir eso. Pero como te conozco, creo que, en realidad, no sirves para algo así. Eres demasiado fino, demasiado formal, demasiado decente, demasiado así. Allí tienes que ser colérico, un tipo por el que los demás sientan respeto, por no hablar ya de la bebida. ¿Te imaginas participando en una bacanal o en una riña como las que se dan en el aula ahora a cada momento? No es ninguna desgracia, pero el caso es que no encajas en ese ambiente.
No, no encajaba; se daba cuenta de que en eso Schramek tenía razón. Pero ¿dónde encajaba? ¿Para qué le necesitaba a él la vida? No lo sabía. ¿Debía enfadarse con Schramek o estarle agradecido por manifestar su opinión abiertamente? Éste, naturalmente, había vuelto a olvidarlo en un minuto y seguía charlando, pero al otro lo iba corroyendo cada vez más profundamente la idea de que todos lo consideraban inferior. La capa roja que estaba allí en la mesa lo miraba con malos ojos. No se quedó mucho rato aquella noche y se fue a su habitación, donde permaneció sentado hasta bien pasada la medianoche, con las manos apoyadas sobre la mesa, inmóvil, mirando fijamente la lámpara.
Al día siguiente, Bertold Berger cometió una estupidez. No había dormido en toda la noche atormentado por la idea de que Schramek lo considerase inferior, cobarde, un niño. Y por eso había decidido probarle que no le faltaba valor. Quería buscar pendencia, un duelo, para demostrarle que no tenía miedo.
No lo logró. En el trato con Schramek había aprendido por sus conversaciones cómo había que comenzar este tipo de cosas. En la pequeña habitación baja del restaurante del arrabal donde Berger comía, se sentaban frente a él a diario algunos estudiantes pertenecientes a corporaciones estudiantiles. No era difícil buscar jaleo con ellos, porque nunca hablaban de otra cosa, todo su pensamiento giraba en torno a los llamados ultrajes al honor.
Al pasar junto a su mesa, rozó intencionadamente un sillón y lo derribó. Luego continuó tranquilo, sin pararse a pedir disculpas. El corazón le latía en el pecho.
Al momento sonó a su espalda una voz cortante y amenazadora.
—¿No puede tener más cuidado?
—¡Vaya usted a leerle la cartilla a otro!
—¡Qué caradura!
Entonces se dio la vuelta, pidió la tarjeta y dio la suya. Se alegró de que la mano no le temblara al hacerlo. Todo había sucedido en un segundo. Cuando salía orgulloso, todavía escuchó risas en la mesa y a uno de ellos que decía divertido:
—¡Vaya crispín!
Eso echó a perder su sentimiento de orgullo.
Y, entonces, se dirigió precipitadamente a su casa. Con las mejillas ardiéndole, tartamudeando de alegría, asaltó en su habitación a Schramek, que se había acabado de levantar, le contó todo, callándose, por supuesto, el último comentario y también el hecho de que había volcado el sillón deliberadamente. Estaba claro que Schramek tenía que ser su padrino.
Había esperado que Schramek le daría una palmada en el hombro y celebraría lo buen tipo que era. Pero éste se quedó mirando pensativo la tarjeta de visita, dejó escapar un silbido a través de los dientes y dijo molesto:
—¡Pero cómo te has ido a buscar precisamente a éste! Es un tipo fuerte como un roble, uno de nuestros mejores tiradores de esgrima. Te hará pedazos como si nada.
Berger no se asustó. Que sería puesto fuera de combate le resultaba evidente, porque nunca había tenido un sable en la mano. Casi se alegró de que fuera a tener una profunda cicatriz en la cara: de ese modo, los demás ya no le podrían seguir preguntando si era estudiante o no. Pero lo que lo dejó desagradablemente impresionado fue el comportamiento de Schramek, que, con la tarjeta en la mano, iba y venía sin parar de un lado a otro y murmuraba:
—Esto no será fácil. Te llamó caradura, ¿no es cierto? —Al final, Schramek acabó de vestirse y le dijo a Berger—: Voy a ir ahora mismo a nuestra corporación y te buscaré al segundo representante. No te preocupes, ya arreglaré yo el asunto.
En realidad, Berger no estaba en absoluto preocupado. Sentía una desbordante y casi exagerada alegría; ahora, por primera vez, iba a ser tratado oficialmente como estudiante, como hombre, iba incluso a tener sus aventuras. De repente, casi sintió fuerza en las articulaciones y entonces, cuando tomó el sable e hizo un molinete con él, prácticamente le pareció coser y cantar el lanzar una fuerte estocada. Toda la tarde la pasó soñando con el duelo, yendo de un lado a otro resueltamente, y la certeza de que sucumbiría no le afectaba en absoluto. Al contrario, precisamente entonces podría demostrar a Schramek y a los otros que no tenía miedo, permanecería en pie aunque la sangre le corriera por la cara y por los ojos, permanecería en pie, aunque quisieran llevárselo a rastras. Entonces tal vez hasta le ofrecieran la capa roja.
Su sangre se había caldeado. Cuando Schramek volvió esa tarde, a las siete, le salió al encuentro de un salto, completamente enardecido. También Schramek estaba de muy buen humor.
—Por fin, nene. Todo está bien, el asunto está arreglado.
—¿Cuándo nos enfrentaremos?
—Pero, nene, no permitiremos que te enfrentes con él. El asunto, como es natural, está arreglado de forma amistosa.
Berger se quedó pálido como un muerto, sus manos temblaban, la ira estalló en él y se acumuló en sus ojos pidiendo lágrimas. Habría podido golpear a Schramek en la cara mientras ahora éste le decía:
—No fue fácil, claro está, ¡y la próxima vez ten más cuidado! ¡No siempre sale tan bien!
Berger se debatía en vano buscando una palabra. Pero la decepción era demasiado terrible. Al final, ahogando el llanto, dijo:
—Te lo agradezco mucho de todas formas. Pero no me has hecho ningún favor.
Y salió. Schramek se le quedó mirando desconcertado. Achacó aquel extraño comportamiento a la excitación del novato y no especuló más sobre ello.
Berger empezó a volver la vista atrás. Quería buscar, de una vez por todas, el fundamento de su vida. Ya hacía semanas que estaba allí y no había ido más lejos que el primer día. Como nubes flotando en el viento, las imágenes pasaban volando lentamente y se perdían una tras otra en la lejanía, las fantásticas promesas de su infancia palidecían y se desvanecían en la niebla. ¿Ésa era Viena realmente, la gran ciudad, el sueño de tantos años, anhelada con impaciencia acaso desde el mismo día en que por primera vez puso con letras torpes, desmañadas, la palabra «Viena» en un papel? Entonces, seguramente sólo pensó en muchas casas y en que los carruseles debían de ser más grandes y coloridos que el que había en la plaza del mercado cuando era fiesta mayor. Y, luego, poco a poco había ido recopilando los colores de numerosos libros, había puesto a pasear coquetamente a las mujeres seductoras, deseables, por las calles, había ocupado las casas con audaces aventureros, había llenado las noches con tremenda camaradería y todo ello lo había sumergido en el fragoroso torbellino que se llamaba juventud y vida.
¿Y qué había ahora? Una habitación, estrecha y fría, de la que huía por la mañana para pasar algunas horas en sudorosas salas de estudio; una fonda, donde engullía rápidamente la comida; un café, donde mataba el tiempo mirando absorto periódicos y a la gente; un paseo sin rumbo por las ruidosas calles, hasta que se cansaba y volvía a su estrecha y fría habitación. Una o dos veces fue también al teatro, pero siempre le resultó una amarga experiencia. Porque cuando estaba allá arriba, en el gallinero, apiñado junto con otras muchas personas que no sabían nada de él, veía abajo, en el patio de butacas y en los palcos, a los señores, elegantes y flexibles; a las damas, seductoras, adornadas con joyas y descubriendo su desnudez; cómo se saludaban todos, riendo y se salían al encuentro rebosantes de alegría. Todos se conocían, todos se correspondían. Los libros no habían mentido. Aquí estaba la realidad de todas aquellas aventuras, de las que a menudo dudaba, porque no le llegaban, allí estaba el mundo que normalmente se escondía en las calladas casas, allí estaban las experiencias, la aventura, el destino. Se daba cuenta de que hasta el oro de la vida se bajaba por muchas minas. Pero allí estaba él, miraba y no podía entrar. En realidad, las observaciones de su infancia habían sido correctas: aquí el colorido, el brillante carrusel era más grande que el de su casa; su música, más alta y delirante; el balanceo, más salvaje y vertiginoso, dejaba sin aliento. Pero Berger estaba a un lado y no viajaba en él.
No era sólo su timidez lo que lo mantenía al margen. También la pobreza le ataba las manos. Lo que recibía de casa en cantidad suficiente, le resultaba demasiado escaso. Lo mantenía justo por encima de los escollos de la necesidad, sólo le llegaba para esa vida cotidiana, tranquila y sencilla, nunca habría alcanzado para un derroche delirante, que, sin embargo, es la inclinación de la juventud. No habría sabido gastar el dinero, pero le hacía avergonzarse la consciencia de que todo aquello le estuviera vedado, lo que de forma nebulosa se le antojaba extremadamente hermoso y embriagador: atravesar el Prater a toda velocidad, desenfrenado, en un coche de punto, o pasar una noche bebiendo champán en algún lugar, en un local elegante con mujeres y amigos, por una vez tirar el dinero, sin pensar, por un loco capricho. Le asqueaban aquellas secas francachelas de estudiantes, en cervecerías llenas de humo, y en su interior cada vez crecía más el ardiente deseo de librarse por una sola vez del monótono trajín de los días con algo delirante, de un sentimiento más vivo, en el que resonara algo del gran compás de la vida, del desenfrenado ritmo de la juventud. Pero todo aquello le estaba vedado, y el final de todos los días era aquella monótona vuelta a casa por la tarde a su reducida y odiada habitación, donde las sombras se alargaban, extendiéndose como manos malignas y el espejo brillaba como helado, donde por la noche temía el despertar de la mañana y, por la mañana, el largo, soporífero, aburrido y monótono día hasta la llegada de la noche.
En esa época empezó a dedicarse a los estudios con un afán nada común, con una cierta desesperación. Era el primero en llegar a las aulas y laboratorios, y el último en marcharse, trabajaba con un ansia febril e indolente, sin preocuparse de sus compañeros entre los que pronto se hizo impopular. Con esta desenfrenada actividad buscaba reducir su nostalgia de otras cosas y lo logró. Por las noches estaba tan cansado de trabajar que muchas veces ya ni siquiera tenía necesidad de hablar con Schramek. Siguió trabajando ciegamente, sin ninguna ambición, simplemente por adormecerse y no pensar en lo mucho a lo que tenía que renunciar. Comprendía que había un maravilloso misterio en aquella fiebre, con la que mucha gente lograba olvidar la inutilidad y el vacío de su vida entera, y esperaba además poder darle así un sentido a su vida, olvidando, evidentemente, que la primera juventud no quiere un sentido de la vida, sino la vida misma en toda su diversidad.
Una tarde, cuando volvía a casa de la universidad algo más pronto que de costumbre, al pasar ante la puerta de su amigo, se le ocurrió que ya hacía cuatro días que no lo había visto. Llamó a la puerta. Nadie le respondió. Pero era lo habitual en Schramek, que a menudo seguía durmiendo por la tarde, cuando había pasado la noche de juerga con sus amigos.
Cuando abrió la puerta le pareció que la obscura habitación estaba vacía. Pero algo se movió de repente en el fauteuil junto a la ventana: una muchacha grande, sonriente, que estaba sentada en el regazo de Schramek, se levantó de un salto.
Berger quiso salir de inmediato. Era evidente que no habían oído su llamada, y se sentía muy incómodo. Pero Schramek también se levantó de un salto, cogió del brazo a su disgustado amigo y lo hizo pasar.
—¿Ves? Así es él. Tiene tanto miedo de una muchacha como de una araña. ¡Ah, no!, no te escapes. Ya ves, Karla, éste es el nene, del que ya te he hablado.
—No veo ná de ná —dijo riéndose con una voz clara, algo ruidosa.
Era cierto, había demasiada obscuridad. Berger sólo distinguía confusamente el brillo de los blancos dientes y un par de ojos risueños a través de la penumbra.
—Entonces, hágase la luz —dijo Schramek, y fue a encender la lámpara.
Berger se encontraba muy incómodo, sentía latir inquieto su corazón, pero ya no había escapatoria.
Había oído hablar de aquella Karla antes. Era la amante de Schramek desde hacía algunas semanas, una muchacha cualquiera de un comercio, una cosa graciosa. A menudo los había oído reír y susurrar a los dos desde su habitación, pero, sin embargo, había sabido arreglárselas, tímido como era, para no encontrarse nunca con ellos.
La luz se encendió. Ahora la vio allí, de pie, alta y hermosa, una muchacha ancha, fuerte, sana, con formas voluminosas, ardiente pelo rojo y grandes ojos risueños. Era algo ruda, con cierto aspecto de sirvienta y, además, desaseada en su vestido y su peinado; ¿o acaso Schramek se los acababa de desordenar? Parecía que sí. Pero la forma desenfadada, tan alegre en que se dirigió a él, le tendió la mano y le dijo hola fue bonita.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Schramek. Le divertía una barbaridad poner nervioso a Berger.
—Es más guapo que tú —se rió Karla—, sólo que es una auténtica lástima que sea tan calladito.
Berger se puso rojo y quiso decir algo, entonces Karla se rió y saltó hacia Schramek.
—¡Mira, se pone rojo cuando le hablas!
—Déjalo en paz —dijo Schramek—. No soporta a las chicas. ¡Es tan tímido!, pero ya lo espabilarás.
—Naturalmente, no estaría mal. Venga acá, que no voy a morderlo.
Lo cogió resueltamente por el brazo para forzarlo a sentarse.
—Pero, señorita… —tartamudeó el desvalido Berger.
—¿Has oío? Ma llamao señorita, señorita. Señor nene, prefiero que no me llame señorita, llámeme Karla de una vez por todas.
Los dos se tronchaban de risa, Schramek y Karla. Debía de tener un aspecto desvalido; Berger se dio cuenta y para no parecer tan digno de lástima, se rió con ellos.
—¿Sabes qué? —dijo Schramek—. Vamos a pedir vino. Tal vez entonces no sea tan tímido. Venga, nene, adelante, convídanos a una botella o mejor dos. ¿Quieres?
—Naturalmente —dijo Berger.
Poco a poco se fue sintiendo más seguro; era simplemente que al principio lo habían cogido por sorpresa. Salió, llamó a la casera y ésta trajo vino y vasos, y entonces se sentaron los tres alrededor de la mesa, charlaron y rieron. Karla se había sentado al lado de Berger y bebía a su salud. Él estaba sensiblemente más animado. A veces, cuando se dirigía a Schramek, se atrevía incluso a mirarlo de frente. Ahora ella le empezaba a gustar más. El pelo dorado como el fuego sobre la nuca completamente blanca ofrecía un contraste seductor. Y, entonces, se apoderó de él una espontánea vivacidad, una energía desenfrenada, fuerte, llena de temperamento, y no pudo dejar de contemplar su sensual boca de color rojo, que se abría al reír y mostraba los fuertes dientes, blancos como la nieve.
Una vez lo sorprendió dirigiéndole de repente una pregunta cuando él la estaba mirando fijamente.
—¿Te gusto? —dijo riéndose loca de alegría—. ¡Tú también me gustas a mí!
Lo dijo sin ningún tipo de malicia, sin zalamería, pero de alguna forma le gustó, lo dejó embriagado por un segundo.
Se volvía cada vez más vivaz. Y poco a poco brotó en él, como una cálida fuente, toda la desbocada alegría sepultada de sus años de instituto, empezó a hablar, a gastar bromas, inflamado por el vino, todo su discurso chispeaba con una desenfrenada jovialidad totalmente nueva para él. También Schramek se quedó sorprendido.
—Pero, nene, ¿qué ha pasado contigo? ¿Ves? ¡Así es como tendrías que ser siempre, y no tan sosaina!
—Sí—dijo Karla riéndose —, ¿no te acabo de decir que le tiraría de la lengua?
La casera tuvo que volver a ir por vino. El buen humor de los tres iba en aumento. Berger, que generalmente apenas bebía, se encontraba de un magnífico humor por esta inesperada fiesta, reía y bromeaba confundiéndolo todo y perdió toda vergüenza. Con la tercera botella, Karla empezó a cantar, y luego permitió a Berger que la tuteara.
—¿Verdad que lo permites, Schram? ¡Es un tipo tan agradable!
—Naturalmente que sí. ¡Adelante! El beso de fraternidad.
Y antes de que Berger pudiera pensárselo demasiado, sintió un par de labios húmedos en su boca. Ni le gustó ni le desagradó, pasó de algún modo sin dejar huella en la desenfrenada y ya ligeramente nebulosa alegría, que le hacía tambalearse de un lado a otro. Ahora sólo tenía un deseo, que se prolongara este desenfrenado y hermoso torbellino, esta ligera ebriedad, que nacía de la muchacha, del vino y de su juventud. También Karla tenía las mejillas sonrojadas y algunas veces miraba a Schramek riéndose y haciendo guiños.
De repente, Schramek le dijo a Berger:
—¿Has visto ya mi nuevo sable?
Berger no sentía curiosidad. Pero Schramek tiró de él. Y cuando se inclinaban, le dijo en voz baja:
—Está bien, y ahora desaparece, nene. Ya no te necesitamos.
Berger se lo quedó mirando fijamente un momento, desconcertado. Luego comprendió y dio las buenas noches.
Cuando estuvo en su habitación, sintió un ligero temblor bajo los pies. Arriba en la frente martilleaba la sangre, y el cansancio lo arrojó pronto a la cama. Al día siguiente fue la primera vez que perdió una clase por quedarse dormido.
De todos modos, ese encuentro, con toda su fugacidad, había irradiado una ligera y chispeante incitación en su sangre. Meditaba en silencio si aquello, en cierto sentido, no sería un error; una mentira solapada, esa sed de amistad. Si en este anhelo de salir de la soledad y conseguir una confianza fuera de todo orden no se agitaría otro deseo celosamente ocultado.
Aquellos días, sus pensamientos se volvieron hacia su hermana. Recordaba aquellos días azules, cuando se sentaba en el jardín, en la oscuridad de la tarde, y ya no distinguía sus rasgos, sólo el blanco resplandor del vestido en el crepúsculo, muy suavemente nada más, cada vez que una nube lucía de modo sutil en el cielo envuelto ya en las tinieblas de la noche. ¿Qué era lo que lo llenaba de felicidad entonces, cuando desde la oscuridad llegaba hasta él aquella voz con cariñosas palabras, plateada y suave, fulgurando muchas veces con un risueño esplendor y luego, de nuevo, llena de ternura, cuando esta música llegaba volando a su corazón como la caricia de una brisa o un pájaro confiado? ¿No había sido en realidad más que una familiaridad fraterna o acaso escondía —en algún lugar, en el fondo más profundo, y enfriado por una amistad carente de todo deseo— un goce oculto por la mujer, un tiernísimo, dulcísimo sentimiento de lo femenino? ¿Y no era acaso todo lo que secretamente echaba de menos aquí, un brillo, una huella perdida del alma femenina sobre su vida?
Desde aquella tarde lo sabía con certeza, deseaba profundamente a cualquier mujer. No tanto una relación, un amor, sino simplemente un leve roce de algún tipo con las mujeres. ¿Acaso todo lo desconocido y maravilloso que ansiaba no estaba unido a las mujeres, no eran ellas las guardianas de todos los secretos, seductoras y promisorias, deseosas y deseadas a un tiempo? Entonces empezó a fijarse más en las mujeres por la calle. Veía a muchas que eran jóvenes y bellas, y en sus ojos brillaba aquella chispeante luz que revelaba tantas cosas. ¿A quién pertenecerían, balanceándose de ese modo al andar como en un ligero baile, mirando tan orgullosas y estiradas a su alrededor, como si fueran reinas, descansando voluptuosas en los coches, recorriendo indiferentes con la mirada a los que se quedaban sorprendidos admirándolas? ¿Acaso no había también en ellas nostalgia y no tenía que haber tras aquellas miles de puertas, tras aquellas innumerables ventanas de la gran ciudad, cubiertas tímidamente con cortinas y melancólicamente cerradas, muchas mujeres en las que habitaba también un deseo semejante al suyo, saliendo a su encuentro con los brazos abiertos? ¿Acaso no era joven como ellas, y no se había derramado en todos el mismo sentimiento de nostalgia?
Ahora iba menos a clase y pasaba más tiempo recorriendo las calles. Era como si definitivamente tuviera que encontrar alguna que pudiera leer los temblorosos signos de sus ojos; la casualidad tendría que ayudarle a que sucediera algo inesperado. Veía con envidia y ardiente deseo cómo justo delante de él se conocían jóvenes muchachos y muchachas, se perdían en los parques por la tarde, y en su interior se hacía cada vez más acuciante el deseo de tener también él su experiencia. Naturalmente, no deseaba nada extravagante, sino una mujer, dulce y tierna como su hermana, tierna y cariñosa, fiel como una niña y con aquella voz suave y maravillosa al atardecer. La imagen llenaba sus sueños.
Cada día, cuando por la tarde pasaba por la Floriangasse de camino a casa, se encontraba con el gesto soñador de las muchachas jóvenes, de quince o dieciséis años, que volvían de la escuela, charlando en pequeños grupos, con el paso saltarín de esa edad, lanzando miradas inquietas a su alrededor, dejando escapar risitas, bamboleando los libros. Cada día las veía desde lejos, los frescos rostros sonrientes, los cuerpos esbeltos con las faldas cortas, las caderas balanceándose suavemente, veía esa alegría desenfadada, todavía infantil, con un rabioso deseo de aprender de aquella juventud la risa y aquel buen humor que no empañaba ninguna sombra. Las veía cada día. Y ellas ya lo conocían. Cuando llegaba, se empujaban unas a otras de la forma llamativa en que lo hacen las colegialas, reían estrepitosamente y lo miraban con ojos altivos, desafiantes; entonces siempre apartaba la vista de ellas y pasaba de largo a toda prisa. Cuando se dieron cuenta de su embarazosa confusión, y notaron cómo apartaba su mirada de ellas ruborizándose, se volvieron más y más atrevidas de día en día, sin que él se animara a dirigirse a ellas ni siquiera una vez. ¿No eran más crecidas y más varoniles que él? ¿Acaso no era como una muchacha, tan confuso e infantil en su estúpida timidez?
Se acordó de una broma que su hermana le había gastado hacía algunos años en su hogar. Lo había vestido de chica en secreto y lo había conducido de repente ante sus amigas que, al principio, no lo reconocieron y luego lo rodearon locas de alegría, haciendo cientos de chistes. Él, que entonces era todavía un muchacho, estaba allí de pie, tembloroso y ruborizado, y apenas se había atrevido a abrir los ojos para mirarse en el espejo que le trajeron.
Ya entonces había sido tímido y cobarde, pero en aquel momento era todavía un niño. Ahora era casi un hombre y no sabía ser fuerte y duro, como la vida le exigía. ¿Por qué no podía ser como Schramek o todos los demás? ¿Era realmente inferior, realmente como un niño?
Siempre le volvía a la memoria cómo estuvo vestido de chica entonces, a la vista de aquellas criaturas risueñas, locas de contento, y no se atrevió a levantar la mirada. ¿Qué habría sido de ellas en todo este tiempo? Conocían los besos y el amor, llevaban vestidos largos, algunas ya tenían marido e hijos. Todas habían salido en tumulto de aquella habitación de entonces, todas habían salido de la infancia a la vida. Él era el único que seguía estando todavía allí, más muchacha que hombre, un niño que se ruboriza en una habitación abandonada, con los ojos bajos, confusos, y no se atreve a levantar la mirada…
Una vez, a finales de enero, volvió a visitar la habitación de Schramek. Ahora iba con menos frecuencia, desde que había encontrado un placer ligeramente embriagador en vagar solitario por las calles. El tiempo estaba revuelto. La nieve de los últimos días se había derretido, pero el viento seguía siendo agudo y cortante, y reclamaba la calle sólo para él. Las nubes se agitaban en el cielo gris, que miraba abajo fijamente, como cegado. Comenzó a caer una lluvia aguda y punzante, que agujereaba la piel como agujas de hielo.
Schramek apenas le dijo buenos días. Siempre era desconsiderado y rudo, cuando en sus asuntos había algo que no marchaba del todo bien. Iba inquieto de un lado a otro, echando humo sin parar con la pipa. De vez en cuando se volvía un momento como si quisiera preguntar algo.
—¡Condenado asunto! —farfullaba entre dientes.
Berger estaba sentado tranquilamente. No se atrevía a preguntarle qué pasaba en realidad. Schramek acabaría hablando, lo sabía.
Al final estalló.
—¡Qué asco de tiempo! Es precisamente lo que me faltaba. ¡Ahora ya puedo andar corriendo de un lado para otro por tonterías!
Volvió a recorrer airadamente la habitación, hizo silbar una regla en el aire describiendo agudos trazos. Y entonces fue cuando Berger le preguntó cautelosamente:
—Pero ¿qué pasa?
—Ese pisaverde, mi mentor en la corporación de estudiantes, insultó anteayer a dos tipos. Será hoy a las cuatro y mañana otra vez. Y es que tengo examen dentro de ocho días y, la verdad, tendría que preocuparme de otras cosas. Además se ha ido a buscar a dos que seguro que lo tocarán, ¡ese majadero, ese imbécil! Si suspendo ahora, se acabó, ya puedo sentarme a esperar un año más, repitiendo curso como los niños en la escuela. Y de nada sirve envenenarse.
Berger no dijo nada. No había tardado mucho en reconocer la estupidez que había en estos duelos entre estudiantes, tras el brillo ligeramente atractivo que los doraba. Desde que había estado en una taberna y había visto entonces a los estudiantes bebidos, pálidos y grises a la luz del amanecer después de todas las solemnidades y ceremonias, después de haber asistido fuera a un duelo en una estancia pequeña y sucia, ya no le quedaba más que una leve sonrisa para la seriedad con la que se llevaban estas cosas; desde entonces estos asuntos carecían de todo interés para él. Naturalmente, nunca se había atrevido a decírselo a Schramek, que lo llevaba en la sangre. Ahora, los dos estaban sentados allí, callados, cada cual ocupado con sus pensamientos, fuera seguía resonando el fragor del viento cada vez más alto.
Entonces sonó la campanilla. Y justo después llamaron a la puerta.
Karla entró, el sombrero torcido, los mechones húmedos cayendo sobre el rostro sonriente.
—Estoy guapa, ¿no es cierto?, ¿qué te parece?
—Hola.
Fue hacia Schramek y le dio un beso. Él se apartó de mal humor.
—¿Tienes miedo de que te moje con mi chaqueta, bobo?
Entonces reparó en Berger.
—¡Hola, nene!
Se quitó la chaqueta y la tiró en el sofá. Todos estaban callados. En cierto modo, Berger tenía una sensación desagradable. Desde aquella tarde en la que habían confraternizado bebiendo, había estado un par de veces con Karla, pero nunca había vuelto a encontrar la misma naturalidad y esa desenfadada camaradería. La ardiente ola de erotismo que desde entonces se había abatido sobre su vida, hacía que se volviera inquieto y agitado cuando estaba cerca de una mujer. Casi sentía miedo de su apasionamiento.
Schramek tampoco decía nada. Estaba de mal humor, no se le iban de la cabeza sus asuntos y su examen. El silencio se prolongó desagradablemente.
Ahora Karla parecía bastante enfadada.
—Me parece que llego en mala hora para el señorito. ¡Así que para eso he dejado yo lo que tenía que hacer hoy por la tarde, para ver cómo dormís con los ojos abiertos! ¡Menudos sois, permitid que os lo diga!
Schramek se levantó y cogió su chaquetón de invierno.
—Pequeña, tú siempre vienes en buena hora, ya lo sabes. Pero ahora mismo no. Tengo que marcharme, son las tres y media, y a las cuatro el listo de Fix se bate en Ottakring.
—¡Pues le está bien empleado, a ese zascandil, para que sea tan insolente con tó el mundo! Así que te quieres ir. ¿Y qué pasa entonces conmigo? ¿Al final tendré que andar dando vueltas por las calles con este tiempo?
—No volveré hasta las siete, pequeña. Puedes quedarte aquí.
—¿Y qué he de hacer? ¿Echarme a dormir? Muchas gracias, ya me he ocupado de eso desde ayer por la noche a las nueve hasta hoy por la mañana. Llévame contigo. Me gustaría mucho ver cómo hacen pedazos a Fix.
—No es posible, ¡qué ocurrencias tienes!
—Vale, ¡por Dios bendito!, pues entonces me quedaré aquí y te esperaré. El nene se quedará conmigo. ¿No es verdad, nene?
Berger no supo qué responder. Estaba completamente inerme contra ese tipo de sorpresas repentinas. Apenas se atrevía a mirarla. Los dos se empezaron a reír.
—Naturalmente —dijo Schramek, que volvía a recuperar el buen humor—. Naturalmente, a vosotros dos os voy a permitir yo que os quedéis solos. ¿Acaso tienes idea de la mosquita muerta que es el nene?
—Es que no es en absoluto un nene. Es que es una nena.
Entonces ambos volvieron a reír. Berger pensó cuánto lo despreciaban. ¿Por qué no podía reírse con ellos?, ¿por qué era tan cateto como para no encontrar una palabra, un chiste, nada, absolutamente nada? Un sentimiento de rabia creció en él.
—Pues vale, está bien —dijo Schramek—. Me voy a arriesgar. Pero ¿qué hago si vosotros dos hacéis una tontería?
—Para eso hacen falta dos.
—Bueno, es que, ¿sabes?, preferiría no tener que poner la mano en el fuego por ti.
—Es que no lo decía por mí.
Y, entonces, los dos volvieron a reírse, con aquella risa totalmente desenfadada, propia de la vida sana, que no tenía en absoluto mala intención, pero que laceraba a Berger como si le dieran latigazos. Estar lejos, simplemente estar lejos, mil, diez mil millas, pensaba para sí. O dormir. O poderse reír de la gracia como ellos. Pero no estar allí sentado, sin decir palabra. No ser tan tímido, tan cateto, tan embarazosamente infantil, no dejar que los demás lo compadecieran.
Schramek se puso la capa.
—Bueno, pues vamos a probar. Pero ¡ay de vosotros si…! A las siete estaré de vuelta. Nene, ¡sé bueno! Si haces alguna tontería te lo notaré en los ojos. Y no me aburras a esta pobre muchacha. ¡Adiós!
Cogió fuertemente a Karla por las caderas, y ella se dio la vuelta conteniendo la risa. Schramek le dio un par de fuertes besos, saludó a Berger con la mano y se marchó. Fuera, la puerta se cerró pesadamente.
Ahora estaban solos, Berger y Karla. El viento danzaba con la lluvia por el callejón y, de vez en cuando, la estufa crepitaba como si algo se rompiera en dos. La habitación se volvía cada vez más silenciosa, ya se podía escuchar el suave suspiro del reloj de péndulo de la habitación de al lado. Berger estaba allí sentado, como dormido. Sin levantar la vista, notó que ella lo miraba sonriendo. Sintió aquella mirada como un escalofrío eléctrico, erizándole suavemente el pelo y bajando luego hasta los pies. Era como si estuviera a punto de ahogarse.
Ella estaba sentada allí, con las piernas cruzadas, esperando. Ahora se inclinaba hacia delante. Sonreía ligeramente. Y, de repente, dijo en medio del silencio:
—¡Nene! ¿Tienes miedo?
En realidad eso era. ¿Cómo lo sabía ella? Sentía miedo, nada más que miedo, un estúpido miedo infantil. Pero se forzó y le soltó:
—¿Miedo? ¿Y de quién iba a tener miedo? ¿Tal vez de ti?
Sin querer, sonó rudo.
Y el silencio volvió a atravesar temblando por la habitación. Karla se levantó, se alisó el vestido, se compuso los cabellos desgreñados ante el espejo y vio sus ojos risueños. Entonces se dio media vuelta.
—Hablando con franqueza, nene, eres horriblemente soso. Cuéntame algo.
Berger sintió una creciente irritación contra ella y contra sí mismo por ser tan cateto. Quería volver a responder enérgicamente, pero entonces ella se le acercó, cariñosa y familiar, se sentó junto a él y le suplicó como a un niño pequeño.
—¡Cuéntame algo, anda! Algo inteligente o estúpido. Os pasáis el día entero leyendo libros, algo debéis de saber.
Se recostó completamente sobre él. Ésa era su desenvuelta forma de ser, mostrar tanta familiaridad con todo el mundo. Pero aquel brazo blando, cálido sobre el suyo lo confundió.
—No se me ocurre nada.
—Me parece que no se te ocurre nada inteligente. Entonces, ¿qué haces en realidad el día entero? Me parece que andar por ahí de un lado a otro. Ultimamente te he visto por las calles de la Josefstadt, pero andabas con prisa o no me quisiste ver. Me parece incluso que andabas justamente rondando a una muchacha.
Él quiso protestar.
—Nada, nada, no pasa ná. Dime, nene, ¿de verdá tienes una relación? —Se rió de él y le hizo muchísima gracia su confusión—. ¡ Pero mira!, ¡ si además se pone rojo! Supe enseguida que tenías algo, mosquita muerta. Me gustaría verla alguna vez. ¿Cómo es?
En su desesperación no supo hacer más que una cosa, siempre era la misma, para disimular. Se mostró grosero.
—Eso es asunto mío. ¿A ti qué te importa? Preocúpate de tus relaciones.
—Pero, nene, ¿por qué gritas así? Me das miedo.
Parecía terriblemente asustada. Él estalló.
—Y además no me sigas llamando nene. No te lo consiento.
—Pero si Schramek también te llama así.
—Eso es diferente.
Karla se rió. Le hacía una gracia enorme su ira infantil.
—Pues ahora te lo voy a llamar más. Nene, nene, nene. ¡Te lo he llamado tres veces!
Las ventanillas de su nariz temblaban.
—¡Para ya, te he dicho que basta! No te lo voy a consentir.
—¡Pero nene…, nene!
El apretó los puños. La sangre se le subió a la cara. Estaba a un paso de ella. Ella escuchaba su respiración jadeante, veía los ojos centelleando amenazadores. Involuntariamente dio un paso atrás. Pero luego volvió a retomar su buen humor. Con las manos en las caderas, riéndose, riéndose con los dientes brillantes, dijo como para sí misma:
—¡Pero bueno! Ahora va el nene y se enfada.
Entonces él se arrojó sobre ella. Aquellas palabras burlonas lo habían alcanzado como un latigazo. Quería pegarla, golpearla, castigarla de alguna forma, para que no volviera a burlarse de él. Pero la fuerte y firme muchacha lo cogió de los puños hábilmente y agarrándolos, lo obligó a bajarlos. Él sentía las muñecas doloridas bajo la férrea presa de ella. No se podía mover, ella lo tenía agarrado como a un niño, como un juguete. Sus rostros se miraban a un paso de distancia: el de él, desencajado por la rabia, los ojos hinchados a punto de llorar; el de ella, sorprendido, consciente de su fuerza, superior, casi sonriente. Ella lo mantuvo así durante un minuto, como un perrito colgado en el aire. En un instante, con el daño que le infligía en las muñecas, habría tenido que caer de rodillas. Entonces ella lo soltó y lo apartó de sí empujándolo suavemente.
—Bueno…, y ahora pórtate bien.
Pero él volvió a saltarle encima. Lo hizo loco de furia por haber caído tan fácilmente y con tanta debilidad en la presa de sus manos. Ahora tenía que sujetárselas, atárselas. No debía reírse de él. La agarró por sorpresa, ahora por la cintura para derribarla. Y ahora ambos jadeaban pecho contra pecho, ella sorprendida y divertida por la incomprensible ira de él, él con una rabia febril, rechinando los dientes. Sus manos como garras se aferraban cada vez con más firmeza al blando cuerpo sin corsé de ella, que se doblaba hábilmente, tiraba con violencia de sus anchas caderas, donde apoyaba con fuerza sus manos. Su cara acarició en círculos sus hombros y sus pechos, sintió confuso un aroma blando, cálido, embriagador, que cada vez debilitaba más sus brazos, de vez en cuando oía el latido sonoro y vibrante del corazón y la delirante risa, que brotaba del pecho profundamente, atenazado, y era como si sus músculos fueran a quedarse helados. Sacudía aquel recio cuerpo de campesina como si se tratara del tronco de un árbol; a veces, ella cedía ligeramente, pero nunca lograba doblegarla, su resistencia parecía hacerse cada vez más fuerte. Hasta que a ella le pareció que el juego se estaba volviendo demasiado tonto y se zafó de él con dos o tres golpes. De repente lo rechazó apartándolo de sí de un empujón.
—¡Y ahora tranquilo! —Su voz era colérica y casi amenazadora.
Él se tambaleó dando un traspié hacia atrás. Su rostro ardía, sus ojos estaban inyectados en sangre, todo giraba en círculo ante su mirada con un color rojo, rojo ardiente. Aún saltó sobre ella una tercera vez, ciego, sin conocimiento, agitando los brazos como un borracho. Y, de repente, algo era distinto. Ese aroma que desprendía indómitamente, el crujido de las ropas de ella, el cálido tacto de su flexible cuerpo lo habían vuelto loco. Ya no quería golpearla o castigarla, sino apoderarse de esa mujer, que había excitado sus sentidos. La arrastró hacia sí, se hundió por completo en sus cálidas formas, abarcó con sus manos febriles toda su figura, se aferró a él con uñas y dientes sediento de apretarlo. Ella seguía riéndose, con el suave cosquilleo de sus caricias, pero ahora su risa tenía un tono más extraño, más ronco. Todo su ser parecía más agitado, su pecho se abombaba inquieto, su cuerpo se apretaba cada vez más impetuosamente contra el de él al retorcerse, sus fuertes manos temblaban cada vez más inquietas. Su pelo se había soltado y se agitaba sobre los hombros, despidiendo un aroma sofocante y pesado. Su rostro se caldeaba cada vez más. En la lucha, su blusa se abrió bruscamente un poco, un botón saltó, y de repente, en medio de su delirio, Berger vio un inquietante destello de su blanco pecho. Gimió haciendo un último esfuerzo. Sintió que ella no quería resistírsele en absoluto, que simplemente quería ser forzada, arrojada al suelo, pero ni para eso le alcanzaba la fuerza. Se agitaba impotente alrededor de su cuerpo. Por un instante fue como si ella misma quisiera caer de espaldas. Inclinó voluptuosamente su cabeza hacia atrás, él vio chispear sus ojos con aquella súbita luz nunca antes vista. Y había una cierta ternura, un suspiro salvaje y apremiante, cuando ahora decía:
—¡Pero nene, nene!
Entonces tiró de ella y cuando notó que no caía bajo sus temblorosas y delgadas manos infantiles, la agarró con repentina ansia del rojo pelo suelto para derribarla de un tirón. Ella dejó escapar un grito de ira y dolor. Con un salvaje y rabioso empujón apartó de sí el débil cuerpo de él que atravesó volando la habitación como una pelota de plumas.
Berger dio un traspié al retroceder tambaleándose. Y, luego, cayó con estrépito en el rincón, justo en medio de los sables que se encontraban allí. Un profundo rasguño subía desde su mano hasta lo alto del brazo.
Quedó tendido un minuto, como aturdido. Y entonces llegó ella, suave, temblando todavía por la excitación, pero temerosa y preocupada.
—¿Te ha pasado algo?
El no respondió. Ella lo ayudó a incorporarse y lo acarició al hacerlo. No había ningún género de maldad en ella. Costó trabajo que se levantara, porque había metido la mano izquierda en el abrigo del chaquetón, para que ella no notara que se había herido. No quería reconocerlo. La ira ardía en su interior como un fuego, por su lamentable debilidad, por no haber sido capaz ni siquiera de doblegar a alguien que quería. Por un instante le pareció que debía saltar sobre ella una vez más. Y en el bolsillo sentía lo caliente y húmeda que fluía la sangre de la herida.
Avanzó tambaleándose sin mirarla, mientras ella asustada trataba de ayudarle. Ante sus ojos había una nebulosa nube de lágrimas. Apenas veía la puerta a través de aquel vaho húmedo. En su interior todo era completamente vacuo, completamente indiferente. La sangre goteaba dentro del bolsillo: lo sentía vagamente, todo lo demás se había extinguido en él. Avanzó a tientas, ciego…, hacia la puerta…, fuera…, hacia su habitación.
Allí cayó sobre la cama. El brazo herido colgaba a un lado. Todavía seguía sangrando y, de vez en cuando, oía caer pesadamente una gota sobre el suelo. A Berger no le preocupaba aquello. En su interior se agitaba algo que quería ahogarlo. Y al final estalló en un colosal llanto, convulsivo, un salvaje y dolorido sollozo, que enterró en los almohadones. Durante algunos minutos fustigó su febril cuerpo infantil. Luego se sintió liberado.
Escuchó al otro lado. Dentro, Karla andaba haciendo que sus pasos sonaran deliberadamente fuertes. Él no se alteró. De repente los pasos enmudecieron. Y entonces empezó a hacer ruido por los armarios y a tamborilear con los dedos en la mesa, para hacerse notar. Evidentemente estaba esperando a que él volviera.
Siguió escuchando. Su corazón sonaba cada vez más alto, pero no movió ni un solo miembro.
Ella siguió yendo de un lado para otro durante un rato. Luego silbó un vals y lo acompañó tamborileando rítmicamente con los dedos. Poco a poco se hizo el silencio. Al poco rato oyó cómo se abrían las puertas de fuera y luego se cerraban pesadamente.
Durante la larga noche que parecía no tener fin y la mañana siguiente, Berger había esperado que Schramek fuera a pedirle explicaciones de lo que había ocurrido entre Karla y él. Porque no dudaba que Karla se lo habría contado todo a Schramek inmediatamente, lo único que no sabía era si lo habría descrito como un ataque malicioso o como un desvarío ridículo, absurdo. Se pasó toda la noche cavilando cómo debía responder a Schramek, elaboraba largas conversaciones con réplicas y contrarréplicas e ideaba incluso ciertos movimientos para cortar tajantemente la discusión, si no encontraba ninguna excusa más. Y de una cosa estaba seguro, que la amistad entre ambos estaba a punto de hundirse, que todo había acabado o habría de edificarse de nuevo desde los cimientos.
Pero esperó en vano. Schramek no apareció y tampoco los días siguientes. En realidad, no era tan extraordinario, ya que, por otra parte, Schramek sólo lo buscaba cuando necesitaba de algún favor o tenía que contarle algo para desahogarse, si no, siempre era Berger el que tenía que hacerle una visita si quería verlo. Sólo que esta vez, consciente de su culpa, le pareció que existía una segunda intención en permanecer ausente, y no iba a verlo, esperaba con una serena y obstinada terquedad que a él mismo le dolía. Durante esos días estuvo completamente solo. Nadie lo visitó, y tuvo más que nunca la humillante sensación de no ser necesario para ninguna persona, de que nadie lo quería, que nadie necesitaba de él. Y entonces sintió doblemente lo que aquella amistad significaba todavía para él, a pesar de todas las decepciones y humillaciones.
Así pasó una semana. De repente, una tarde, cuando estaba sentado a su escritorio e intentaba trabajar, escuchó unos pasos rápidos que se dirigían hacia su puerta.
Inmediatamente reconoció los andares de Schramek, se levantó de un salto mientras la puerta se abría de golpe y volvía a cerrarse silbando; Schramek apareció ante él, sin aliento, riéndose, lo agarró por los dos brazos y lo sacudió de un lado a otro.
—¡Hola, nene! Dichosos los ojos que te ven, los demás asistieron, tú fuiste el único que no, porque debes de pasarte todo el día empollando. Y así es como debe ser. Sí, he aprobado, gracias a Dios, fue mi último examen. Dentro de ocho días tendrás que llamarme señor doctor.
Berger estaba completamente desconcertado. Había pensado en todo tipo de cosas, pero no en que se volvieran a ver de esta forma. Había empezado a balbucear algunas palabras de felicitación, pero Schramek lo interrumpió.
—Sí, sí, está bien, no te esfuerces. Y ahora vamos, ven a mi habitación, esto hay que celebrarlo como se merece, y tengo que contártelo todo. Vamos, adelante. Karla ya ha llegado.
Berger se asustó. De repente sintió miedo de estar junto a Karla, porque ahora ella lo pondría en ridículo y él volvería a enrojecer como un colegial entre aquellas dos personas. Intentó evitar el encuentro.
—Me tendrás que disculpar, Schramek, pero no puedo, por más que quiera. Tengo una barbaridad de cosas que hacer.
—¿Cosas que hacer? ¿Qué es lo que tienes que hacer, macho, cuando yo he pasado mi último examen? Tienes que alegrarte y venir conmigo, no tienes otra cosa que hacer. Vamos ya.
Lo cogió del brazo y tiró de él para llevárselo. Berger se sintió demasiado débil para resistirse. Sólo sentía vagamente el poder que Schramek tenía todavía sobre él. Lo cogió como a una muchacha y, por primera vez, entendió del todo que una mujer no tuviera más alternativa que dejarse dominar por una persona tan fuerte, alegre y vital, incluso en contra de su voluntad, sólo por la poderosa y agotadora sensación de fuerza. Y esto mismo es lo que tendría que pensar la mujer en aquel instante, lo mismo que ahora pensaba él de Schramek; tendría que sentir odio, ira, y, al mismo tiempo, la suave sensación de ser dominada por alguien fuerte. Ni siquiera notó cómo fue, ni siquiera supo cómo ocurrió, y, de repente, se encontró al lado, en la habitación de Schramek.
Y Karla ya estaba allí. Cuando ella lo vio, le dirigió una mirada curiosa, cálida, que lo envolvió como una suave ola, y le ofreció la mano sin decir ni una palabra.
Y una vez más lo miró, curiosa, como a un extraño y, sin embargo, de una forma distinta.
Schramek andaba ocupado alrededor de la mesa. Tenía la necesidad de hacer algo y el impetuoso deseo de hablar, la fuerte vitalidad de sus sentimientos alegres y animados necesitaba una válvula de escape así. Cuando algo le causaba una profunda impresión necesitaba gente para dejar salir su entusiasmo, por lo demás, era realmente indiferente y más bien cerrado. Pero hoy todo su ser ardía de emoción, con una indómita alegría juvenil.
—Bueno, ¿qué tomamos? Con la garganta seca no os puedo contar nada. Bueno, ¡nada de vino! Si no esta noche ya no nos apetecerá y esta noche hay que revolucionarlo todo. Hagamos un té. Un buen té caliente, aburrido. ¿Queréis?
Karla y Berger estuvieron de acuerdo. Se sentaron a la mesa uno junto a otro, pero Berger no habló con ella. La idea flotaba por su cabeza aquí y allá, como una mariposa nocturna que pasa zumbando por una habitación: ¿había sido un sueño que hubiera luchado como un desesperado con aquella mujer que estaba a su lado? No se atrevía a mirarla y simplemente sentía cómo el aire se volvía más pegajoso a su alrededor, cómo se le hacía un nudo en la garganta. Afortunadamente, Schramek no notaba nada. Andaba haciendo ruido con los platos y las tazas, silbaba y parloteaba. Le resultaba gracioso hacer de camarero para ellos dos, les sirvió con una alegría desbordante y luego se tumbó cómodamente, todo lo ancho que era, sobre el crujiente fauteuil enfrente de ellos y comenzó a contar.
—Bueno, que nunca he estudiado mucho no necesito decíroslo a vosotros dos. Y cuando me introduzco en mi traje de muñidor de entierros para el examen, me encuentro con un antiguo amigo mío, Karl (tú lo conoces), y éste, como ve que estoy terriblemente desanimado, empieza a consolarme todo lo que puede. Pero con el miedo que llevo (no os podéis hacer una idea de lo menesterosa que se vuelve una persona una hora antes del examen) no hago más que preguntarle si es difícil y qué tipo de preguntas le hicieron a él hace dos años. Cuando me dice la primera, no tengo ni idea de la respuesta y empiezo a flaquear. Le suplico que me lo explique rápidamente (era algo de la historia de la constitución) y él me lo mete con embudo y luego me acompaña a ver cómo me degüellan.
¿Qué estaba contando? Berger no era capaz de escucharlo, todo llegaba de lejos, sonaban como palabras pero carecían de sentido. Su interior seguía vibrando con la idea de que junto a él se sentaba la mujer con la que había luchado, que lo había vencido, y que esta mujer no se hubiera burlado de él, sino que lo hubiera mirado con esa suave mirada envolvente, chispeante…
De repente, se sobresaltó. Sobre su mano, que reposaba descuidada sobre la mesa, pasaba ahora el dedo de ella que acariciaba suavemente la cicatriz que todavía la recorría como una banda de fuego. Y cuando alzó los ojos se encontró con una pregunta en la mirada de Karla, una pregunta compasiva, casi tierna. El fuego se extendió a toda velocidad subiéndole hasta las sienes, tuvo que agarrarse al sillón.
Al otro lado, Schramek seguía con su relato.
—E imaginaos, apenas me siento allí, la primera pregunta es precisamente aquella que Karl me ha metido con embudo. Detrás de mí escucho una tos y una risa ahogada, pero de repente me sentí tan aliviado que no me enfadé en absoluto con ellos, empecé a dar la matraca y todo fue como la seda. Y una vez que uno está en el tren, sigue adelante. Hablé hasta que la lengua empezó a dolerme, ¡sabe Dios cuántas tonterías dije, pero vaya si hablé!
Berger no oía ni una palabra. Sólo sentía cómo el dedo de ella volvía a acariciar la cicatriz, y le pareció como si fuera a abrirse dolorosamente por este tácito movimiento. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y súbitamente retiró la mano de la mesa como de un plato candente. La confusión y la ira crecieron en él. Pero cuando la miró, notó que sus labios cerrados se movían como en un sueño y murmuraban en voz baja:
—Pobre nene.
¿Se había quedado en sus labios, una palabra sin voz, o la había pronunciado realmente? Schramek estaba sentado enfrente de su amante, y su amigo seguía hablando incontenible, y mientras tanto… Temblaba ligeramente, un mareo se apoderó de él, y sintió que se quedaba pálido. Entonces, Karla cogió su mano con mucha suavidad por debajo de la mesa y la llevó entre las suyas hasta su rodilla.
Entonces volvió a sentir toda la sangre en la cara, y luego cómo se acumulaba en el corazón, y luego cómo bajaba corriendo y le quemaba en la mano. Y sintió una rodilla blanda y redonda. Quería retirar a la fuerza la mano, pero los músculos no le obedecían. Seguía extendida allí como un niño dormido, descansando blandamente en la cama, olvidado de todo en un maravilloso sueño.
Y allí, enfrente —¡oh, qué lejos quedaba aquella voz en medio del humo!—, seguía con su relato uno que era su amigo y al que ahora engañaba, seguía y seguía relatando su alegría con desenvuelta felicidad.
—Lo que más me ha gustado es que Fix, ese fresco, haya perdido al mismo tiempo su dinero. Imaginaos, apuesta con todo el mundo que voy a suspender y luego, cuando salgo bien en la prueba, no ha sabido en absoluto qué hacer. Ha tenido que alegrarse y también que enfadarse, os lo digo yo, ¡la cara que ha puesto, la cara…! Pero ¿qué os pasa a vosotros dos? Me parece que os habéis quedado dormidos.
Karla no le soltaba la mano. Y Berger no podía pensar más que en la mano…, la mano…, la rodilla…, su mano. Pero Karla protestó riéndose.
—Bueno, ¿no es para quedarse mudo que un vago como tú llegue a ser doctor? En realidad, me habría gustado ver qué aspecto tiene uno al que le catean un examen, es para que le dé a uno una hidrocefalia.
Ambos rieron. Berger seguía temblando, le asaltó un obscuro temor ante el disimulo de esta muchacha. Ella seguía sujetando la mano de él entre las suyas y la apretaba tan fuerte que el anillo se le clavaba en el dedo haciéndole sangre. Y suavemente arrimó toda su pierna a la suya, mientras seguía hablando tranquila, tan tranquila que asustaba.
—Bueno, y ahora di, ¿cómo se va a celebrar semejante milagro de Dios? Si no hay juerga no eres más que un simple roñoso de pacotilla, menudo doctor, menudo advenedizo. Pero eso no quiere decir nada, cuando el nene se convierta en doctor, fíjate bien, será así.
Y a la vez que ponía sus caderas justo junto a las suyas, él sintió el suave calor del cuerpo de ella. Todas las cosas empezaron a vacilar ante sus ojos de lo excitado que estaba. Y la sangre se le acumulaba dolorosamente en la frente.
Entonces sonó el reloj de péndulo. Una voz fina dijo cucú…, cucú, siete veces, vagamente. Eso devolvió a Berger la consciencia. Se levantó de un salto, tartamudeó algunas palabras. Luego le dio a alguien la mano, a él o a ella, ya no lo sabía, una voz —seguramente fue la de ella— dijo adiós, y luego, tomando aliento, sintió reconfortado que la puerta se había cerrado tras él.
Y al instante, cuando ya se encontraba en su habitación, todo le pareció claro: ahora sí que había perdido a su amigo. Si no le quería robar, no podía seguir tratando con él, porque sentía que no podría resistirse a la atracción de esta extraña muchacha. El aroma de su pelo, la salvaje y apasionada convulsión de sus miembros, la fuerza sensual, todo ardía en su interior y sabía que no podría resistirse si la veía como hoy, con aquella ligera sonrisa seductora. ¿Cómo había sido posible que de repente le resultara tan deseable, que ella quisiera traicionar a Schramek por él, a ese hombre firme, guapo, sano, al que en secreto envidiaba tanto? No llegaba a comprenderlo y no sentía ni orgullo ni alegría. Sólo una feroz tristeza por tener que privarse ahora de su amigo, para no ser un traidor ante él. Naturalmente, la amistad con Schramek no había salido como él esperaba, había visto muchas cosas en su fondo, había conocido algunas que una vez lo deslumbraron, pero ahora que todo había pasado, le parecía un infinito. Porque era lo último que le quedaba en Viena. Todo había ido disolviéndose, primero las esperanzas y la curiosidad, luego, el gusto por estudiar y el afán, y ahora, hasta lo último, esta amistad. Sentía que aquel instante lo había arruinado por completo.
Escuchó un ruido que venía de al lado. Una risa suave, ahogada, y enseguida, más fuerte. Escuchó con las dos manos apoyadas sobre el pecho palpitante. ¿Se reían de él? ¿Se lo había contado todo Karla? ¿Había sido, al fin y al cabo, un juego concertado para tentarlo? Escuchaba. No, era otra risa, sonaban besos de por medio y una risa nerviosa reprimida. Y, luego, palabras, ternuras de las que no se avergonzaban. Sus puños se crisparon involuntariamente, se arrojó sobre la cama y apretó los almohadones contra los oídos, para no oír nada más. Un terrible sentimiento lo embargó, una repugnancia feroz, airada, repugnancia que le hubiera gustado escupir. Repugnancia de su amigo, de esa ramera, de sí mismo, que estuvo a punto de tomar parte en aquel nauseabundo juego, una repugnancia desmayada, desfallecida, escalofriante e impotente ante la vida entera.
En aquellos tristes días escribió una carta a su hermana.
Queridísima hermana:
Todavía no te he dado las gracias por la carta que escribiste para mi cumpleaños. Me ha sido difícil en estos días. Cuando llegó y me despertó y me dijo que hoy tenía dieciocho años, lo leí y fue como si no me sucediera nada, como si no fuera cierto. Porque todas las palabras que había en ella sobre la felicidad de mi libertad y de mi juventud, las habría tomado como una burla, si no hubieran sido tu querida mano y la letra que conocía desde los días de la infancia las que me las traían. Porque en mi vida de aquí todo es tan distinto, tan completamente diferente a lo que te puedas imaginar y tan distinto de todas mis propias esperanzas… Me duele escribirte todo esto, pero no tengo a nadie más. Hace días que no hablo con nadie. A veces sigo a la gente por la calle y escucho sus conversaciones, sólo para saber cómo suenan las palabras. No conozco nada, no sé nada, no hago nada, me hundo en la inutilidad. Hace días que vivo sin experiencias, no encuentro ninguna cara conocida, y no sabes lo que significa estar solo entre mil personas.
También con Schramek se ha acabado todo. Ha ocurrido algo que no te puedo contar, porque no lo entenderías. Yo mismo apenas lo comprendo, porque ni él ni yo tenemos la culpa, es simplemente algo que hay entre nosotros como una espada de doble filo. Y sólo ahora que lo he perdido sé que era lo más querido que todavía tenía en Viena.
Y aún hay algo más que sólo te puedo decir a ti, que no se lo revelarás a nadie. Ya no sigo con la carrera. Hace semanas que no asisto a ninguna clase, mis libros yacen llenos de polvo. No sé por qué, pero no puedo seguir estudiando, me he vuelto apático, aquí no me atrae ninguna vocación, porque nadie me ayuda a salir de este terrible y opresivo sentimiento de soledad. No quiero nada más de aquí, todo me produce asco. Odio cada piedra que piso, odio mi habitación, la gente con la que me encuentro, respiro atormentado el sucio aire húmedo y helado. Aquí todo me ahoga, me voy al fondo. Me hundo como en medio de un pantano. Tal vez sea demasiado joven y es totalmente seguro que soy demasiado débil. No tengo iniciativa, ni voluntad, me encuentro como un niño entre todos estos hombres atareados.
Y sólo sé una cosa: tengo que volver a casa. Todavía no sé vivir tan solo, tal vez dentro de un par de años. Pero ahora todavía te necesito a ti y a nuestros padres, necesito a personas que me tengan cariño, que estén a mi alrededor y me ayuden. Sí, es infantil, es el miedo de un niño en una habitación obscura, pero no puedo hacer otra cosa. Tienes que decir a nuestros padres que quiero dejar la carrera y volver a casa, hacerme campesino, o escribano, o lo que sea, ¿verdad que se lo dirás, que se lo explicarás? Por favor, hazlo pronto, siento como el suelo de aquí arde bajo mis pies. Nunca he acabado de entender cómo es que dentro de mí todo me empuja a volver a casa, pero ahora, al escribir, se despierta en mí tanta nostalgia que sé que no puedo hacer otra cosa, que tengo que volver con vosotros.
Es una huida, una huida de la vida, y no es la primera. ¿Te acuerdas de aquella vez que me llevaron al instituto y entré por primera vez en la habitación donde sesenta muchachos desconocidos me miraban curiosos, orgullosos, riendo, sorprendidos? Entonces también salí corriendo y volví a casa, y pasé todo el día llorando y ya no quise regresar. Y hoy todavía soy el niño de entonces, sigo teniendo el mismo miedo estúpido y la misma nostalgia ardiente de vosotros y de todos los que me tienen cariño.
Tengo que hacerlo, tengo que marcharme. Ahora, una vez que me lo he arrancado del alma, siento que no hay vuelta atrás. Sé que muchos sonreirán y se reirán cuando vuelva a casa, un fracasado, uno al que la vida no ha querido, sé que al hacerlo echo por tierra una de las mayores esperanzas de nuestros padres, sé que esta debilidad es infantil y cobarde, pero no puedo hacer nada para evitarlo, sólo siento que no puedo seguir viviendo aquí. Nadie sabrá nunca lo que he soportado en los últimos días, nadie puede despreciarme más de lo que yo mismo me desprecio. Me siento como un marcado, como un enfermo, como un inválido, porque soy totalmente distinto a los demás y me doy cuenta, entre lágrimas, que soy peor, inferior, inútil, soy…
Se detuvo, sorprendido él mismo por el furioso estallido de su dolor. Sólo ahora que la pluma llevaba velozmente su febril sentimiento, se dio cuenta de cuánto dolor se había acumulado en su interior y de que ahora quería desatarse en caudalosos torrentes llenos de ímpetu.
¿Debía escribir aquello? ¿Debía perturbar también a la única persona que tenía, cargar un peso que nadie podía llevar por él sobre aquel dulce corazón de muchacha? Como desde una nebulosa lejanía vio su querido rostro, con claros ojos, iluminado por una alegre sonrisa, y vio cómo la boca se asustaba y se contraía, un temblor recorrió sus facciones y lágrimas vacilantes bajaron rodando por sus empalidecidas mejillas. ¿Para qué perturbar también esa vida, asustarla con un grito de socorro? Cuando uno tenía que sufrir, era preferible estar a solas consigo mismo.
Abrió la ventana, rasgó la carta y esparció los pedazos en la obscuridad. No, era mejor hundirse silenciosamente aquí que pedir ayudar. ¿No había aprendido que la vida aniquila todo lo que es inútil y frágil? También se ajustaba a su caso, y mejor no prolongarlo…
Las blancas tiras de papel cayeron revoloteando vacilantes al patio y se hundieron abajo como piedras que brillan en un agua insondable. Era noche cerrada y no había estrellas en el cielo. De vez en cuando pasaban nubes algo más claras por la obscuridad de las alturas y el fragoroso viento soplaba húmedo contra las casas sumidas en el sueño. En todo ello había una ligera inquietud, aquel constante soplo del viento era como una respiración agitada, y de las gemebundas ventanas y de los temblorosos árboles salía un murmullo como si alguien hablara en voz baja allí, en la obscuridad de un mal sueño.
Y el viento se hacía cada vez más fuerte, las nubes pasaban cada vez más rápido como relámpagos sobre el negro manto del cielo y, de repente, el que escuchaba reconoció en todo este movimiento extraordinariamente agitado la fiebre de aquellas primeras noches portentosas que traen la primavera.
Y entonces llegó la primavera, muy lentamente, como un invitado reacio. Berger apenas la reconoció en esta ciudad extraña. ¿Cuándo había visto que el viento tibio que derrite la nieve recorriera por primera vez los campos blancos, que los negros terrones de tierra salieran de la nieve y el aire estuviera húmedo con su olor? ¿Dónde estaba aquella tremenda ansiedad del principio, cuando solía levantarse y abría la ventana de par en par, para sentir el viento en su pecho desnudo y escuchar el gemir de los árboles que anhelaban volver a tener hojas? ¿Dónde estaba su encanto, esas mil pequeñas cosas, el canto del pájaro a lo lejos y las blancas nubes que se perseguían, sentir, oír los roces y chasquidos que corren suavemente por el suelo, ver que en el jardín, en las puntas de las ramas, crecen pequeños bultos viscosos y luego brotan tímidas hojas y una sola flor todavía sin colores? ¿Dónde estaba aquella inquietud que temblaba como una llama en lo profundo de la sangre, dónde el alegre, el desorbitado placer de arrancarse el abrigo y pisar con los pesados zapatos la tierra húmeda que mana agua, subir corriendo a una loma y gritar de repente, jubiloso, sin sentido, como un pájaro arriba en lo alto, en el aire resplandeciente?
¡Oh, qué tranquila era aquí la primavera, como si le faltara la fuerza! ¿O era algo que estaba en su interior, aquel hastío leve y somnoliento, aquella insatisfacción que no le dejaba sentir alegría por nada, ni por el tierno y dorado brillo del sol que caldeaba los tejados, ni por el aumento de luz y de vida en la calle? ¿Por qué se sentía tan poco emocionado por todo aquello, que nunca salía al Prater o a Kahlenberg, que siempre contemplaba a lo lejos y, sin embargo, era como si la dulzura del aire se los acercara? Su actividad era así de reducida, nunca salía del barrio. Cada vez estaba más cansado. Se sentaba en el pequeño parque de Schönborn, que por lo demás sólo frecuentaban los niños y algunas personas mayores; iba allí para estudiar o para leer, pero no tocaba el libro y se limitaba a mirar cómo jugaban los crios, y en su interior sentía cierta nostalgia de poder jugar con ellos, de poder volver atrás en el tiempo y recuperar aquella placidez sin preocupaciones.
Hacía mucho que había abandonado la carrera. Se limitaba a vegetar, contemplaba las cosas y, sin embargo, no sentía ningún interés por ellas. Una vez había querido volver a la realidad y reaccionar, y había ido al hospital; y cuando llegó allí, al amplio patio con árboles llenos de renuevos que se mecían despreocupadamente en su quietud, como si no supieran nada de los terribles y misteriosos destinos que se cumplían a su alrededor, le sucedió que se olvidó de todo y se sentó en uno de los bancos.
Y cuando todos los enfermos, que salían con sus largas vestiduras de lino azul, con el paso vacilante de quien empieza a recuperarse y se ponían a descansar con sus manos pálidas y sosegadas, sin sonreír ni hablar, entregándose por completo al sentimiento vago y ocioso de la vida que despierta, se sentó entre ellos, dejó que el sol se derramara cálidamente sobre sus dedos y, cansado, se sumió en sus ensoñaciones. Había olvidado lo que venía a hacer en aquel lugar, sólo sentía que por allí pasaba gente y que allá, tras la puerta redonda, había una calle muy ruidosa, y las horas pasaron lentas y las sombras se extendieron imperceptiblemente. Cuando dieron a los enfermos la señal para retirarse, se sobresaltó. ¿No había estado sentado allí como uno de ellos, no estaba acaso más enfermo y más cerca de la muerte que todos ellos?
Era extraño, no deseaba nada más que sentarse allí así y ver discurrir el tiempo.
Por supuesto, había noches en que su interior ardía iluminado con una luz perversa. Poco a poco se iba abandonando a una vida licenciosa, andaba con mujeres a las que despreciaba por tenerlas que comprar, algunas noches las pasaba sentado, indolente, en el café, pero todo aquello sucedía sin desearlo ni apetecerlo, llevado sólo por un vago temor a una irremediable soledad. Desde que no hablaba con nadie, sus labios se contraían con una expresión maligna, y él mismo retrocedía cuando veía su imagen reflejada en el espejo. Volvió a intentar reaccionar un par de veces, pero siempre fracasaba, como aplastado por todo el peso que la soledad había acumulado sobre él, y volvía a su letargo iluso y sin objeto.
Pero la vida lo reclamó para sí.
Una noche que volvía tarde a casa, cansado, desalentado y con aquel profundo temor a la silenciosa habitación que lo esperaba, se dio cuenta de que debía de haber perdido la llave de la puerta por el camino. Llamó, aun a riesgo de que no le abriera la casera, sino Schramek. Pero entonces se acercaron unos pasos apresurados, que avanzaban arrastrando los pies: su casera abrió la puerta y levantó la lámpara de petróleo para ver al que entraba. Cuando la luz cayó sobre su desordenada coronilla y sobre el rostro casi desconocido de aquella mujer, Berger vio que sus párpados estaban rojos y trasnochados, y que en su boca había una mueca de aflicción.
Y pensó asustado en qué habría pasado para que esta mujer estuviera despierta a las dos de la manana. Le preguntó preocupado.
—Pero ¿es que no sabe el señor doctor que Mizzi, mi hija, tiene la escarlatina? ¡Y está mal, muy mal!— empezó a llorar de nuevo en voz baja.
Berger se estremeció. No sabía nada. Prácticamente ni sabía que esta mujer tenía una hija. Un par de veces, cuando iba o venía, fuera, en el oscuro vestíbulo, se había deslizado delante de él una niña delgada, una muchacha de doce, trece años, con un «¡Beso su mano!», pero nunca había hablado con ella, ni siquiera se había parado a mirarla. De repente sintió una grave pesadumbre en su corazón, porque hacía meses que vivía con personas a las que nunca había visto, cuyos destinos discurrían pegados a su vida y él ni siquiera lo sospechaba, a pesar de estar tan cerca que podía sentir su aliento, separados sólo por una pared. ¿Cómo es que había suspirado por la confianza de los demás y él mismo había dormido como un animal, mientras a su lado una niña se debatía entre la vida y la muerte?
Intentó consolar a la mujer que lloraba.
—Todo saldrá bien…, tranquilícese… —y luego más tímidamente—, tal vez podría ver a su hija. No es que entienda mucho todavía…, estoy muy al principio, pero de todos modos…
De golpe despertó en él el furioso deseo de seguir con su carrera, le habría gustado pasar a la habitación de al lado, abrir los libros y empezar de nuevo a estudiar.
La mujer lo condujo de puntillas, sin hacer ruido, hasta la enferma. Era una estrecha habitación de patio, con un ambiente cargado y lleno de humo por las lámparas de petróleo que ardían bajas; enfrente había una pared medianera. Aquí no sabían nada de la primavera ni conocían el sol más que por los pálidos reflejos que de vez en cuando devolvían las ventanas iluminadas con su fulgor. Sin duda, ahora no se veía en absoluto lo miserable que era el cuarto, porque todo se desvanecía en la turbia luz crepuscular; sólo en el rincón donde estaba la cama, una pequeña luz amarilla esparcía un débil resplandor. La muchacha yacía en un sueño intranquilo. Sus mejillas estaban rojas por la fiebre, uno de sus delgados brazos colgaba como olvidado por un lado de la cama, los labios estaban contraídos, y nada en el hermoso rostro delataba a primera vista la enfermedad, sólo la respiración, que resonaba con más fuerza y que de vez en cuando se hacía penosa.
La mujer contó en voz baja, interrumpida una y otra vez por el llanto:
—Hoy volvió a venir el doctor, la miró, pero no me dijo nada en absoluto. Ésta es la tercera noche que paso aquí en vela, durante el día tengo que trabajar en la tienda. Naturalmente, la vecina me ayuda y está aquí durante el día, pero ya son tres noches las que llevo así y no mejora. ¡Dios mío, y lo haría con tanto gusto si al final no pasara nada!
Un sollozo volvió a interrumpir sus palabras. En todo su discurso había una terrible desesperación.
Dentro de Berger surgió un maravilloso sentimiento. Por primera vez sintió que podía ayudar a una persona, por primera vez sintió dichoso algo del esplendor de su vocación.
—Querida señora, esto no puede seguir así. Usted se está viniendo abajo y eso no ayudará a su hija. Ahora váyase a acostar, yo me quedaré esta noche con la niña.
—¡Pero, señor doctor!
Ella levantó espantada las manos, como si no lo pudiera creer.
—Vaya a acostarse, necesita descansar. Confíe usted en mí.
—Pero, señor doctor…, no…, no…, pero ¿cómo se le ocurre…?, no…, no es posible…
Berger sintió la seguridad creciendo en él, una especie de amor propio hacía saltar los escombros acumulados en su pecho durante los últimos meses.
—Es mi oficio y mi obligación.
Lo dijo con mucho orgullo, como con la alegría de haber encontrado de repente, en medio de la noche, en un segundo, el sentido y el objeto de toda su vida perdida.
No discutieron mucho. La mujer estaba rendida de cansancio, el sueño le pesaba en los ojos y por eso acabó cediendo pronto. Berger sólo tuvo que evitar que ella le besara la mano con un exaltado sentimiento de devota gratitud, luego la acompañó a su propia habitación, donde la hizo acostar sobre el diván. Las últimas noches, desde que la niña estaba enferma, había dormido en la cocina, sobre un colchón. Todos estos detalles, pequeños y, sin embargo, terribles por su carácter trágico, de los que no había sabido nada, hicieron que no percibiera su servicio como una gran obra, sino como el pago de una amarga culpa.
Y ahora estaba sentado junto a la cama de la muchacha. En su interior había un sentimiento indescriptible; de alguna forma parecía que la vida se había vuelto más plácida y apacible, como aquella respiración que ahora tomaba y soltaba el aire resoplando. Fue entonces cuando observó más de cerca aquella cara rodeada de un pequeño círculo de luz. Desde que estaba en Viena, nunca había podido sentir tan íntimamente la presencia de otra persona, nunca había podido contemplar tanto tiempo sus rasgos, nunca se le había revelado lo que había en las líneas de su rostro. Según la estaba mirando así, le vino algún recuerdo, en alguna parte, alrededor de aquellos enjutos labios, latía suavemente una similitud con su hermana, sólo que aquella cara era más infantil, todavía sin florecer y apesadumbrada. Penetró en él la curiosidad por ver cómo podrían ser los ojos, si también serían como los de su hermana, y como una acusación se repetía una y otra vez cuánto tiempo había perdido. ¿Por qué había pasado tan ajeno delante de esta muchacha y de su madre, por qué no había pensado nunca en ellas dos, que vivían a su lado? ¿Por qué aquella boca nunca había sonreído por él, aquellos ojos le eran tan extraños como ahora, que estaban cerrados en el cofre de sus párpados? ¿Por qué desconocía por completo lo que habitaba en aquel pecho infantil, que subía y bajaba respirando dulcemente? Con cuidado, cogió la pálida mano de la niña, que colgaba por un lado de la cama y la puso sobre la colcha. Al tocarla, su roce fue tan suave como una caricia.
Y luego se sentó tranquilamente y la miró, reflexionó con dolor sobre el tiempo que había perdido en sus estudios y se prometió solemnemente, en silencio, comenzar su vida de nuevo, desde sus fundamentos. Ya pasaban volando ante sus ojos imágenes de ensueño, se vio de médico, como ayudante, y la sangre se le caldeó con aquellos atractivos pensamientos. Y su mirada recorría una y otra vez el rostro pálido e infantil de aquella muchacha y lo retuvo como si con aquella imagen pudiera asegurar su destino y preservar su vida amenazada.
De repente, la niña se agitó y abrió los ojos, grandes ojos brillando febriles, como refulgiendo entre lágrimas, chispeantes. La cara entera se iluminó. Al principio los ojos daban vueltas en círculo, como si tuvieran que perforar por alguna parte la nube de la fiebre y de los sombríos sueños. Luego se quedaron quietos de golpe, como asustados ante el rostro de Berger. Tantearon inquisitivos las facciones de él, y se quedaron prendidos en su mirada. Los labios abrasados se movían confusamente.
Berger se levantó de un salto, secó la frente caldeada por la fiebre y luego le dio de beber. La muchacha inclinó la cabeza, bebió precipitadamente y volvió a dejarse caer hacia atrás blandamente sobre los cojines, con los ojos inmóviles vueltos hacia Berger. Le pareció que aquella mirada no era totalmente consciente, pero, no obstante, al asombro se había añadido en ella algo de agradecimiento. Lo miraba sin cesar. Y cuando temblando débilmente ante aquella inescrutable y profunda mirada, se volvió y se puso a arreglar la habitación, notó, sin mirar, cómo aquellos ojos infantiles, grandes, húmedos y chispeantes lo seguían a todas partes. Y cuando regresó junto a la cama, estaban muy abiertos y, entonces, al inclinarse, la boca se movió, no sabía si quería hablar o sonreír. Luego los párpados se cerraron, la luz de su cara se extinguió. Y volvió a yacer, muda y pálida, durmiendo ahora con una respiración más suave.
De repente, Berger sintió que su corazón latía cada vez con más fuerza en aquel silencio que pendía de un hilo. En su interior había un sentimiento de dicha que creció desenfrenadamente. Por primera vez en su vida se veía activamente incluido en el círculo de los otros, le parecía como si alguien le hubiera dicho algo agradecido y cordial. Bajó la mirada casi con ternura hasta aquella muchacha, hasta el primer ser humano que se había confiado a él, al que debía ganar para la vida y que a él mismo lo había recobrado para la vida. Miraba una y otra vez a la durmiente y las largas horas le parecieron ligeras. Se quedó muy sorprendido cuando la lámpara se apagó inesperadamente levantando de pronto una súbita llamarada, y encontró la obscuridad perdida y el amanecer esperando ya en la ventana con sus primeras luces sutiles.
Por la tarde llegó el médico para ver a la enferma. Berger se presentó a él como estudiante de medicina y le preguntó, no sin notar cómo el doloroso sentimiento de su ignorancia le subía hasta la garganta, si todavía había peligro.
—Creo que no —dijo el médico—. Me parece que ha superado la crisis. Es curioso, los niños son mucho más resistentes a estas enfermedades que los adultos, es como si en ellos la fuerza de la vida todavía no vivida se opusiera a la muerte y la doblegara. Esto es lo que ocurre con casi todas las enfermedades infantiles: los niños las superan y los adultos se hunden con ellas.
Examinó a la enferma. Berger estaba de pie sobrecogido por ello. Cuando vio cómo iba quedándose con cada una de las palabras de aquel hombre, observando cuidadosamente cada uno de sus movimientos, sintió en lo más profundo de sí el prodigioso poder de la profesión que una vez escogió a ciegas y que había despreciado durante tanto tiempo. Se mostró ante él en toda su belleza, como un sol inesperado: llegar así hasta una cama y poder poner en ella, como un regalo, esperanza, promesas y acaso también la salud. En ese instante se le hizo claro el sentido de toda su vida: tenía que actuar y ser útil, entonces ya no seguiría siendo ajeno a todos, ya no seguiría estando solo.
Empezó a asumir por completo el cuidado de la muchacha. Sin hacer ninguna disposición por su cuenta, se limitaba a supervisar las fases de la enfermedad, pasar las noches, y también buena parte del día, junto a la cama de la enferma. Efectivamente, aquella noche había tenido lugar la crisis. La fiebre alta cedió, ya podía incluso hablar con la pequeña, y le gustaba hacerlo. Si salía fuera, le traía algunas flores y le hablaba de la primavera, que ahora reverdecía suavemente los árboles en el parque de Schónborn, donde la niña solía jugar siempre, y de las otras muchachas, que ya llevaban ropas claras; hablaba del luminoso sol que ahora brillaba fuera, le contaba todo tipo de historias, leía para ella, le prometía su pronta curación y no tenía mayor placer que verla alegre. Se sentía del todo libre con estas sencillas conversaciones deliberadamente infantiles y, de vez en cuando, se sorprendía a sí mismo riendo fuerte y alegre.
Y la muchacha pequeña y pálida yacía entre las almohadas y se limitaba a sonreír. Sonreía sin fuerza alguna, una línea leve y amable se abría entre sus labios y volvía a desaparecer como un soplo. Pero, cuando ella ponía su vista en él, su mirada descansaba, sus ojos, tan profundos, de un gris intenso, sutiles y radiantes, iluminando a fondo el rostro de él, ya sin ningún rastro de asombro ni extrañeza, pendían cálidos y graves del joven, como una niña del cuello de su madre. Ahora ella también se atrevía a hablar, y pronto perdió el miedo inicial a dirigirse a él.
Lo que más le gustaba a ella era oírle hablar de su hermana. Qué aspecto tenía, si era alta o baja, cómo se vestía o si era buena en la escuela. Y si también tenía el pelo tan rubio como él. Y si él no podría hacer que viniera alguna vez a Viena, que seguramente tendría que ser más hermosa que la pequeña localidad con aquel nombre tan difícil del que siempre se tenía que reír. Y si también había estado enferma alguna vez; encontraba sencillas preguntas completamente infantiles, y siempre nuevas. Pero a Berger no le cansaban. Las respondía con gusto, y le hacía bien poder hablar de corazón por una vez de su hermana, que era para él lo más querido del mundo, y cuando la muchacha se lo pidió, él le llevó también la fotografía de su escritorio.
Cogió curiosa la imagen con sus pequeñas manos infantiles y todavía completamente transparentes.
—Ésta —pasó con gran cuidado la uña del dedo por encima—, ésta es exactamente su boca. Sólo que muchas veces la tuerce usted con una expresión maligna y entonces parece por completo distinto. Cuando lo veía antes, siempre tenía miedo de usted, de la cara que ponía.
—¿Y ahora?—sonrió ligeramente.
—Ahora ya no. Pero, dígame, ¿tiene también los mismos ojos de usted?
—Creo que sí.
—Y es también tan alta como usted, ¿no es cierto? Ha de ser muy hermosa su hermana. ¡Ah!, mire, lleva el pelo exactamente igual que yo, también trenzado en círculo, así. Mi madre al principio no quería dejar que lo llevara de esta forma y me decía que me hacía demasiado mayor. Pero ya no soy ninguna niña, ya me he confirmado.
Le devolvió la fotografía y él se quedó mirándola largo rato, sin decir ni una palabra. Por primera vez, ya no encontraba en la imagen los rasgos de su recuerdo. Imperceptiblemente, los rasgos finos y pálidos de su hermana y de esta niña habían confluido de alguna manera en su imagen interior, ya no lograba separarlas. La sonrisa de ambas y la voz de ambas se habían hecho una en él, tal como ahora se habían unido también en su vida, como las dos únicas mujeres que confiaban en él y a las que les gustaba estar con él. La figura de Karla había desaparecido totalmente de su recuerdo, en todos aquellos días no había pensado ni una sola vez en ella, ni en aquel episodio que ahora recordaba como una borrachera de vino, una embriaguez, una estupidez provocada por la ira.
Y ya se había olvidado de todos aquellos malos días indiferentes que había pasado allí.
Sólo sentía que había encontrado una gran dicha. Era como si hubiera andado mucho tiempo en la obscuridad, metido en la noche y, de repente, feliz, hubiera visto brillar a lo lejos súbitamente una luz, blanca como una estrella, la luz de una casa donde podía descansar y donde se le acogía como a un huésped querido. ¿Qué habría querido él, el infantil, el debilucho, el tímido con las mujeres? Para los experimentados debía de ser demasiado necio; para los inocentes, demasiado cobarde; todavía era un desamparado, un inmaduro, un soñador. Había llegado demasiado pronto, se había juntado prematuramente con aquellos que sólo ansiaban el fruto maduro de la vida. Pero esta niña, en la que empezaba a germinar la mujer, a punto de dar sus primeras flores y, sin embargo, sumida todavía en sus ensueños, que aún era dulce, sin orgullo y sin avidez, ¿no se le ofrecía en ella un destino del que podía ser señor, un alma que podía educar, un corazón que inconscientemente ya se inclinaba hacia él? Un sueño más dulce que todos los que había tenido hasta ahora y, sin embargo, más real que las sordas imágenes de sus horas vacías golpeaba en su pecho como una cálida ola.
Y luego, cuanto más la veía, cuanto más la iba conociendo, sobre todo ahora, cuando después de la enfermedad las mejillas de ella se coloreaban ligeramente y hermoseaban su joven rostro, en el interior de Berger temblaba una ternura callada y completamente carente de deseo. Una ternura simplemente fraternal, para la cual ya era una dicha poder acariciar las delgadas manos y ver florecer la sonrisa en los labios.
Una vez que yacía tranquila, muy tranquila, y ambos se habían callado, le sobrevino de repente un deseo que él mismo no comprendió. Se acercó hasta la cama de ella, pensando que dormía. Pero simplemente reposaba tranquila e irradiaba sobre él una mirada bien curiosa con sus ojos. La boca estaba muda como un pétalo de rosa cerrado. Y, de repente, supo lo que quería: acariciar por una vez esa boca con sus labios, muy suavemente sólo.
Se inclinó. Pero incluso ante aquella niña enferma le faltó todavía el valor.
Ella lo miró.
—¿En qué está pensando ahora?
Entonces se apoderó de él la sensación de que no podía callarlo por más tiempo. Le dijo en voz muy baja:
—Me gustaría darte un beso. ¿Puedo?
Yacía inmóvil y simplemente sonreía, sonreía con sus claros ojos radiantes hasta lo profundo de su corazón, ya no sonreía como una niña, sino como toda una mujer…
Entonces él se inclinó y besó suavemente la tierna boca infantil sin experiencia.
Unos días más tarde, la enferma pudo levantarse por primera vez. Se sentaba en la tumbona que le habían colocado junto a la ventana completamente feliz de haber abandonado la cama. Berger se sentaba a su lado y la miraba orgulloso, tenía la vaga sensación de haber ayudado a salvarla, como si también fuera obra suya que ahora ella volviera a pertenecer a la vida. Parecía que hubiera crecido durante su enfermedad, y de alguna manera se había ido zafando sutilmente de lo infantil que había en ella: se sentaba allí como una jovencita y su alegría ya no era en absoluto el delirio infantil, sino algo reflexivo y profundamente sentido. Cuando tocaba con las puntas de los dedos la ventana tras de la cual brillaba tibio el aire y decía: «La primavera tendrá que entrar si yo todavía no puedo salir», a Berger le parecía como un pequeño prodigio, como una delicia de la vida que nunca había conocido. Y ya no se avergonzaba en absoluto de estar enamorado de una niña de trece años, porque sabía que todo esto, en cierta medida, era ensueño, y lo que había vivido en esos días de curación, irrecuperable. Y le sobrecogió maravillosamente su cordial confianza, que el pudor femenino no empañaba todavía, su íntima y alegre inclinación hacia él. Ahora solía dirigirse a él por su nombre de pila, le gastaba bromas, y él experimentaba un sentimiento de pura dicha en medio de la alegría desbordante por no estar ya solo. La risa volvía a brotar de su alma, se acordaba de ella como de una lengua olvidada de los días de la infancia. Y luego, cuando estaba a solas, se llenaba de dulces sueños, la veía crecer convirtiéndose en una mujer, la veía inteligente, seria, comprensiva. Y se veía a sí mismo involucrado en esas imágenes y comprendía que ella tenía que crecer y madurar para él.
Pero también en lo demás su soledad había acabado definitivamente. Allí estaba la madre de la muchacha, que lo respetaba como a un dios. Parecía que se pasaba el día entero pensando únicamente en cómo demostrarle su gratitud. Y ahora que hablaba con ella más a menudo, se dio cuenta de que aquella pobre mujer había vivido muchas fatalidades y, a pesar de desprecios y decepciones, había conservado una bondad sobrecogedora. Se arrepentía de las veces que había pasado de largo, arisco, ante esta gente, subordinada a él, y por fin se sentía satisfecho simplemente con haber pagado esa culpa.
Y también se volvió hacia Schramek. Lo encontró una vez en el portal, y Berger se sorprendió a sí mismo por lo alegre y desenvuelto que podía hablar con él. También hablaron de Karla, y ya no hubo nada que le hiciera daño al escuchar ese nombre. Guardaba en su interior una felicidad demasiado profunda, la sensación de estar flotando y una libertad, que se derramaba a raudales hasta en su paso, que se había vuelto más firme y ágil. Parecía que la vida se abría paso hacia él por todas partes, todo cuadraba, y lo único que deseaba ardientemente y que lo estimulaba era volver a abrir de una vez los polvorientos libros y retomar sus estudios. Ahora su profesión lo atraía con luces doradas. Ya sólo iba a esperar un par de días más, hasta que la muchacha estuviera completamente recuperada, quería saborear hasta el final este primer éxito, el tremendo placer que sentía a cada instante en aquellos radiantes días.
Hacía dos semanas que Berger apenas pisaba la calle, sólo había bajado ocasionalmente y a toda prisa desde la habitación de la enferma para solucionar algo rápido. Ahora que por primera vez volvía a pasear lentamente por las calles, sobre el empedrado brillante, soleado, empezó a sentir íntegra la primavera, cuyo aliento fresco, fragante, atravesaba temblando la ciudad que parecía iluminada para una fiesta. Y era como si hoy viera por primera vez aquella ciudad, como si hubiera surgido flamante de una niebla obscura y húmeda. Ahora veía aquellas viejas casas de la Josefstadt, que siempre le habían parecido caducas y sucias, contra un brillante cielo azul que recortaba nítidamente los contornos de los antiguos tejados y las campanas de las chimeneas, le resultaban tan familiares que le recordaban al hogar; notó como si el Kahlenberg, que se extendía a lo lejos, detrás de las amplias calles, todavía con un verde muy pálido, le dirigiera un saludo. Le parecía como si toda la gente tuviera una expresión más jovial y, de vez en cuando, era como si los ojos de las mujeres le dedicaran una amistosa mirada al pasar. ¿O no era más que su propia luz interior, reflejada en cada cosa, en la obscura pupila y la ventana trémula, en las fulgurantes calles y las flores que crecían brillando llamativamente detrás de los cristales? Nada de todo lo que había a su alrededor le parecía ya hostil ni extraño, sino que estaba allí como un fruto maduro, prometedor y colorido, prenda cercana y maravilloso presentimiento de la dicha. Por todas partes lo rodeaba una plenitud que se derramaba incesantemente a raudales, y lo llevaba a uno como una ola. Se entregó por completo a este sentimiento de felicidad.
Pronto sintió un leve aturdimiento. Estaba como borracho, sus pies se volvían pesados, un anillo de plomo se cerraba alrededor de su cabeza. Aquella debilidad lo asaltó de repente como una astenia primaveral. En la Ringstrasse tuvo que sentarse en un banco. Ante él, sobre sus manos, sobre todo su cuerpo ligeramente helado, caían los rayos del sol, sin que lo filtrara todavía la espesa hojarasca de los árboles, sino pleno y de lleno, con una fuerza tan impetuosa que tuvo que cerrar los ojos. El ruido recorría el empedrado, la gente pasaba a su lado, pero algo le obligaba a mantener los ojos cerrados y permanecer inmóvil sobre el duro banco. Siguió así sentado dos, tres horas. Sólo al caer el sol, cuando llegó el fresco, hizo un esfuerzo y se fue a casa, penosamente, como un enfermo.
Pasó de largo ante la habitación donde estaba la muchacha. Sentía que ahora debía estar a solas consigo mismo, saldar cuentas, por fin, con la plétora de nuevas vivencias que lo habían convertido en otro durante aquellas semanas. Se sentó al escritorio, para ordenar sus libros y escritos. Al día siguiente quería retomar sus estudios.
Entonces cayó en sus manos un grueso cuaderno sin escribir, ya casi no lo reconocía. Lo había destinado a diario cuando vino a Viena. Y siempre había esperado una vivencia, un acontecimiento para escribir dignamente la primera página, había esperado y, por fin, a medida que los días iban haciéndose cada vez más monótonos, se había olvidado por completo de ello. Ahora le pareció como una señal. Porque justo acababa de empezar su vida, empezaban a brillar estrellas sobre la desoladora noche. Habría de convertirse en un diario de experiencias y —no estaba seguro— tal vez también de amor. Porque dentro de él había una voz que le decía que su inclinación hacia esa niña habría de transformarse algún día en amor hacia una mujer…
Subió la lámpara dando vueltas a la rosca. Y luego tomó tinta, negra y roja, y todo tipo de plumas, y comenzó a escribir con muchas filigranas y arabescos las palabras de Dante sobre la primera página: Incipit vita nuova. «Una nueva vida ha comenzado.» Desde el jardín de infancia le gustaba juguetear con la caligrafía, incluso ahora, que quería fijar su futuro y su pasado, trazaba hermosas letras curvas, rellenándolas de rojo y negro: «Una nueva vida ha comenzado». ¡Aquello tenía que resplandecer como la sangre!
Entonces… dejó de escribir…, había una salpicadura de tinta en su mano. Una pequeña mancha redonda de color rojo. Quiso quitársela. No se iba. Cogió agua y la frotó. La mancha no salía…, ¡qué extraño…! Volvió a intentarlo. Y volvió a ser en vano.
Un pensamiento cruzó repentinamente por su cabeza como un relámpago. Sintió que su sangre dejaba de correr. ¿Qué había allí?… ¿Algo?…
Vacilando, lleno de miedo se subió la manga. Y notó que la mano con que se tocaba se quedaba fría: también allí había manchas circulares de color rojo, una, dos, tres. En un momento comprendió el cansancio y la opresión de antes. Ya sabía bastante. La sangre empezó a palpitar con más fuerza en sus sienes, la garganta se le había agarrotado. Y sintió sus pies fríos, como leños pesados y extraños bajo la mesa.
Se levantó de repente tambaleándose, pasó delante del espejo con una mirada asustada. ¡No, no quería mirar! Y no quería hacer nada, ni gritar ni llorar, ni confiar ni esperar, porque era irrevocable. Y era completamente natural. Se había contagiado. Tenía la escarlatina.
Escarlatina…, y escuchó de pronto, como si alguien en la habitación repitiera en voz alta, las palabras que el médico había dicho semanas antes sobre las enfermedades infantiles: «Los niños las superan más fácilmente, los adultos se hunden con ellas.»
Escarlatina… Iba a morir… Todo sonaba confuso. Escarlatina…, ¡una enfermedad infantil! ¿No era un símbolo de toda su vida? Siempre había pasado de adulto lo que sólo corresponde a los niños y a la infancia. Y era más difícil sobrevivir a ello de adulto que de niño: ¡ahora lo comprendía de repente de un modo maravilloso!
Pero morir…, ¡había demasiadas cosas en su interior que se rebelaban contra ello! ¡Con qué gusto se habría ido hace tres semanas, con qué gusto habría salido de escena, donde nadie lo escuchaba y nadie hablaba con él, sin hacer ruido y sin llamar la atención! Pero ¿ahora? ¿Por qué jugaba así la vida con él, mostrándose encantadora en el último momento, para hacerle más difícil la despedida? ¿Por qué justo ahora que volvía a estar unido a las personas, cuando algunas tal vez sufrirían incluso más que él mismo?
Luego el cansancio se abatió sobre él, una resignación muda, perpleja. Miró fijamente las manchas rojas, hasta que empezaron a danzar como chispas ante sus ojos. Todo se le hizo confuso. Ya sólo sentía que había sido un sueño, la dicha o la desdicha, las personas o la soledad, lo pasado y el porvenir. Ya no ansiaba nada más. ¿En esto consistía morir, en esta quietud que se apoderaba de él en un momento así?, pensó dolorosamente.
Ya sólo quería despedirse.
Entró en la habitación donde dormía la muchacha. Se limitó a contemplar con sus ojos aquellos rasgos tan queridos mientras reposaban. ¿No había soñado que allí se cumpliría su destino? ¿Y no había sido así gracias a ella, sólo que de una manera completa, totalmente diferente a lo que pensaba, morir no vivir?
Acarició sus facciones tiernamente con la mirada. Y la sonrisa que circundaba su rostro infantil mientras dormía la recogió en sus propios labios. Como es natural, cuando regresó a su habitación, ya languidecía amargamente, como una flor marchita.
Rasgó algunas cartas, escribió una dirección sobre una nota. Luego llamó y esperó.
La mujer entró al momento precipitadamente. Siempre llegaba con la misma fuerza, para poder aparecer servicial ante él, al que idolatraba.
—Yo… —Tuvo que volver a empezar, la voz no era del todo firme. —Yo no me siento del todo bien. Por favor, prepáreme la cama y llame al médico. Si empeorara, mande un telegrama a mi hermana, aquí está la dirección.
Dos horas más tarde yacía en medio de una ardiente fiebre.
La fiebre abrasaba su sangre con una violencia terrible. Era como si toda la fuerza de las horas que todavía no había vivido, la pasión que nunca había consumido, se quemara en los dos días que le quedaban de una larga vida. La casa estaba conmocionada. La muchacha andaba por allí, deslizándose con ojos llorosos, sin atreverse a mirar a nadie, como con miedo de que la pudieran acusar. La mujer yacía desesperada, postrada ante el crucifijo de la antesala y rezaba sollozando por la vida del moribundo. También Schramek acudía a su habitación con más frecuencia y aseguraba a todos con su incombustible confianza que todo saldría bien. El médico era de otra opinión y envió el telegrama a la hermana de Berger.
La fiebre mantuvo atenazado al inconsciente durante dos días, llevándolo arriba y abajo en su roja cresta de espuma. Todavía se despertó una vez. Su sangre se había apaciguado. Yacía inmóvil, con las manos pálidas y los párpados cerrados.
Pero estaba totalmente despierto. Sentía como si ahora la habitación fuera más luminosa, porque una niebla rosada cubría sus párpados.
Permaneció inmóvil. Entonces, el pájaro de al lado comenzó a trinar. Al principio lo hizo muy cuidadosamente, como para ensayar. Luego se empleó a fondo, con todas sus energías, cantaba y daba gritos de júbilo, se elevó una melodía que se mecía arriba y abajo. El enfermo escuchaba. De una manera vaga se le ocurrió pensar que ya debía de ser primavera.
La voz del pájaro entonaba cada vez más alto: casi le hacía daño con su júbilo. Era como si el pájaro anidara justo al lado de su cama y le aturdiera los oídos con sus chillidos ensordecedores… Pero, no… Ahora volvía a sonar muy bajo, tan lejos. Debía de estar posado en un árbol, fuera, en medio de la primavera. La canción se fue haciendo cada vez más suave, cada vez más tierna, como la de una flauta, como la de una voz de muchacha. ¿O acaso no era un pájaro, acaso no cantaba allí la fina voz argentina y dúctil de una muchacha, una dulce y luminosa voz infantil?
Un muchacha, una niña… El recuerdo volvió tímidamente a traer un dolor y conmovió su corazón. Poco a poco volvió a recordarlo todo, pero no en la sucesión correcta, sino en imágenes sueltas, una tras otra. El sonriente rostro de niña se alzó de la obscuridad del olvido y acto seguido, sombrío y, sin embargo, dulce, aquel beso robado. Y, luego, la enfermedad y la madre, toda la casa…, el círculo de las experiencias corrió hacia atrás y de repente comprendió que yacía allí enfermo y que tal vez fuera a morir.
Abrió bruscamente sus pesados párpados. Sí, aquélla era la habitación. Y estaba totalmente solo en ella. El pájaro de al lado ya no cantaba, y también el reloj, que generalmente sonaba apresurado, guardaba silencio, habían olvidado darle cuerda. Poco a poco se le volvieron a cerrar los párpados, sin que lo notara. Veía la habitación como en un lejano pasado y estaba sentado en ella aquella primera noche en la que llegó a Viena, y fuera corría la lluvia, y él lloraba su amargo abandono. Y luego volvió todo, lo de Schramek y todo lo demás con un montón de colores, pero ya era totalmente irreal…, tan extraño…, no le hacía bien y, sin embargo, no le dolía…, pasaba de largo, corriendo hasta consumirse en un agotamiento grande y obscuro.
Escuchó…, de repente…, cómo al lado se cerraba una puerta. Y, luego, unos cuantos pasos. Los conocía: era Schramek. Sí, aquélla era su voz. ¿A quién le hablaba? Su sangre empezó a palpitarle en las sienes…, ¿no era Karla la que se reía ahora al lado? ¡Oh, cuánto daño le hacía aquella risa! ¡Que se callara! Quería tranquilidad… Silencio… Paz. Pero, no, ¿qué hacían? Los escuchaba reír. Y, de repente, como a través de un cristal, miró dentro de la habitación. Allí estaba Schramek, la abrazaba y la besaba. Y ella echaba hacia atrás las caderas, con ojos risueños, como entonces, exactamente igual que entonces…
Notaba la fiebre en las manos. ¡De qué se reían tan locamente! Le hacía daño. ¿No sabían que iba a morir allí, que se moría allí totalmente solo, sin amigos? Sintió cómo le subían las lágrimas, algo se cocía en su pecho, golpeó con las manos a su alrededor. ¿No podían esperar hasta que estuviera muerto? Pero, entonces…, un sillón cayó al suelo haciendo ruido…, él lo veía todo, veía cómo ella se le escapaba de un salto. Y, ahora, cómo corría tras ella, ¡oh, qué salvaje, qué fuerte era, cómo la agarraba por encima de la mesa y la atraía hacia sí…! Y ahora se había vuelto a marchar…, ¿adonde?… Sí, se había escondido allí…, y ahora saltaban por todos lados y se perseguían. La habitación empezó a temblar…, ¿no retumbaba ahora la casa entera?…, sí, todo vacilaba de un lado a otro, el aire estaba lleno de un ruido bronco. ¿Por qué no respetaban su última hora, esos malditos?… No, seguían persiguiéndose, ahora, ahora la había atrapado. ¿Qué voces das ardiendo asustado?… El enfermo gemía amargamente. Ahora, Schramek la había agarrado, el pelo rojo suelto caía corriendo como la sangre…, ahora le arrancaba la chaqueta…, la camisa resplandecía blanca…, ella misma resplandecía totalmente blanca y desnuda… Y así se persiguieron alrededor de la mesa, aquí, allí, aquí y vuelta… ¡Cómo se reía ella! ¡Cómo se reía!… Y, ahora…, pero ¿qué era aquello?…, había irrumpido en su habitación atravesando la pared y ahora estaba ante él…, ante su cama…, blanca y resplandeciente, desnuda…, o…
O… —se esforzó en abrir sus pesados párpados—, o… ¿no era su hermana la que estaba ante él con un vestido blanco? ¿No era su querida mano la que se apoyaba fresca sobre su frente…?
El fuego ardió dos horas más. Luego se extinguió del todo. Junto a su cama estaba la hermana, la niña y Schramek, los tres a los que profesaba su amor y que ahora, unidos así, como nunca los había visto, significaban toda su vida. Ninguno de los tres decía ni palabra. La pequeña sollozaba en voz baja, y poco a poco ese último sonido fúnebre también acabó muriendo. La habitación se quedó completamente en silencio, para los tres era algo solemne y doloroso, y no se oía nada más que la voz alta y airada de la extraña metrópolis por fuera de la ventana, que seguía retumbando colérica sin cesar y no se preocupaba ni de la muerte ni de la vida.