EXTRAVÍO Y FIN DE PIERRE BONCHAMPS

LA TRAGEDIA DE FELIPE DAUDET

1924

Este Pierre Bonchamps vivió solamente cinco días y nunca se llamó así: un nombre usurpado, detrás del cual se escondía un niño fugaz y extraviado, título de una honda tragedia que no alcanzó a develar por entero uno de los más candentes y apasionados procesos de nuestra época. Pero precisamente lo inconcebible, lo inexplicable e impenetrable de este caso convierte aquí una crisis individual y patética de la pubertad en algo típico para muchos casos ocultos. Y por eso mismo no será inútil narrar imparcialmente los hechos en su sorprendente sucesión, exacta a pesar de todo, frente a todas las descripciones políticamente demasiado ardorosas.

El 20 de noviembre de 1923, a la hora habitual de la mañana, Felipe Daudet, de catorce años y medio de edad, hijo del diputado y fanático realista León Daudet, nieto de Alfonso Daudet, se levanta, deja la habitación donde duerme en compañía de su madre y se despide como siempre, sin que nada llame la atención.

Pero en vez de tomar sus libros, se lleva un talego mísero; en lugar de ir a la escuela, donde el día antes presentó al maestro un ejercicio incorrecto de latín, va directamente a la estación de Saint—Lazare, para partir de allí hacia El Havre, y luego hacia el Canadá. Todo lo que posee se compone de escasa ropa interior y 1.700 francos, que sacó de una cómoda de sus padres. En El Havre, el fugitivo estudiante alójase en un pequeño hotel y se inscribe con el nombre de Pierre Bonchamps; desde ese instante comienza su propia vida; ya no es Felipe Daudet, el hijo de familia acomodada, bien cuidado y aun mimado, sino algo nuevo, un aventurero, un independiente, que inicia su camino por el mundo. Pero ya al primer paso en la realidad, se da de cabeza. En la agencia de navegación para el Canadá, para su desconsuelo, se entera de que los 1.700 francos no alcanzan ni de lejos para la travesía. El Felipe Daudet del día precedente aprendió a conjugar verbos griegos, sabe de César y Vercingétrix, puede calcular con logaritmos y redactar bellas composiciones, pero ¿dónde podía aprender que para marchar al Nuevo Mundo se necesita pasaporte, pasaje y documentos, que la suma que ayer le pareció fantástica al joven escolar, hoy no le basta a Pierre Bonchamps para cruzar el océano? Trastornado, vuelve al pequeño hotel; el mundo lo ha rechazado; por primera vez el concepto "el extranjero", envuelto en romanticismo, se abre para él, como un abismo de tiniebla y oquedad. En su angustia, se aferra a lo primero que se le presenta; comienza largas conversaciones con el camarero, con la camarera, que experimentan una notable simpatía por ese joven tan crecido, en cuya distracción presienten en seguida algo trágico. Por la noche, se encierra en su cuarto, lee y escribe. Al día siguiente, el 21, el segundo de su nueva existencia, asiste por la mañana temprano a la misa en la iglesia, última tentativa, acaso, para pedir a Dios un milagro; vaga luego por las calles hasta el puerto, sin meta, vuelve por la tarde otra vez al hotel, lee y escribe nuevamente, entre otras cosas, una carta que rompe en pedazos. La próxima mañana, el día 22, tercero de esta su nueva vida, se marcha, después de haber estrechado la mano de su único amigo, el camarero, diciéndole que conserve como un recuerdo los libros que deja en el cuarto.

Algo arde en el aspecto del angustiado jovencito que llama la atención de la buena gente. Cuando arreglan el cuarto desocupado, encuentran en el canasto de los papeles los trozos de una carta desgarrada. Por curiosidad combinan los fragmentos y leen asustados:

"Queridos padres, perdonadme, ¡oh!, perdonadme el enorme dolor que os proporcioné. Soy un miserable, un ladrón, pero espero que mi arrepentimiento borre esta falta mía. Os devuelvo el dinero que no gasté todavía y os pido que me perdonéis. Cuando recibáis esta carta, ya no estaré con vida. Adiós, os respeto sobre todas las cosas. Vuestro desesperado hijo, Felipe." Después una breve posdata: "Abrazad por mí a Clara y a Francisco, pero nunca les digáis que fui un ladrón."

Tiemblan las manos de esa buena gente. Su primer pensamiento es correr a la policía para impedir en lo posible el suicidio o advertir a los destinatarios de la carta. Pero las señas de la carta los asustan. León Daudet es temido hasta lejos de París por su agresividad, tiene mala fama por su vehemencia, es alguien que sabe odiar mortalmente; comunicarle que su hijo es un ladrón, sólo puede traer amargas consecuencias. Por ello, ocultan la carta. Y como miles de veces en este mundo nuestro, un hombre perece por la cobardía de los demás, por su angustia ante un pequeño disgusto, por inercia de espíritu.

¿Por qué huyó Felipe, por qué abandonó la casa paterna, por qué se transformó en Pierre Bonchamps? ¿Fue odio contra el padre, crisis nerviosa, temor del profesor de latín, espíritu de aventura? ¿Algunos habituales motivos patológicos de la pubertad? Ninguna carta, ninguna palabra de su diario dan una respuesta clara. Pero algo del misterioso extravío de su alma revelan ciertos apuntes que escribió la noche antes de huir, con torpe caligrafía de niño, y que luego, antes de irse de París, regaló a una persona encontrada por casualidad. Son pequeñas poesías en prosa, inspiradas evidentemente en Baudelaire y tituladas, a la manera del viejo maestro de Satanás Los perfumes malditos, poesías de casi ningún valor literario, pero asombrosamente reveladoras del extravío de la pubertad. Citaré aquí tres de estos poemitas:

Hija de Nereo. "Hemos bailado juntos en una despreciable hostería de Montmartre y, desde entonces, la volví a ver a menudo. No es más que una ramera, pero ella lo sabe. No es bella, pero lo sabe. Es hija de un ex primer ministro de Rusia y, cuando esta borracha de baile y licores y amor, canta mejor que nunca cantó sirena alguna."

Muchachas perdidas. "Pasé la noche con muchachas perdidas. Olvidé sus rostros, solo recuerdo sus cuerpos brutales tantas veces abrazados, pero cuerpos de mujer, sin embargo, y Villón dice: "Tan suave y puro..."

Partida. "Mi alma tiembla de placer pensando en todo lo que sentiré pronto. Ante mis ojos pasan el sol de Provenza, las bellas muchachas morenas, los claros y atrevidos varones, los negros cielos del Norte y la nieve y la eterna tristeza. Todo esto lo sentiré, lo viviré, y sólo debo hacer vibrar en mí la cuerda que todos llevamos adentro y seré feliz, si esto es posible. ¡Adiós, mi vieja casa! ¡Adiós, mis padres! Nadie comprenderá por qué me marché, nadie sospechará las sensaciones que me han echado de aquí. Dos días más, y como el pájaro en su primer vuelo, me iré hacia lejanos países, hacia nuevas sensaciones... en la aventura..."

"Nadie sospechará las sensaciones que me han echado de aquí..."; este verso mínimo de niño se ha convertido en realidad y ningún procedimiento puede aclarar la tiniebla de este corazón de niño, revuelto por un tempranero viento del trópico.

Cuando estos apuntes del niño de catorce años y medio se conocieron y publicaron en el curso del proceso, León Daudet, el padre, se rebeló amargado. "¿Cómo es posible —grita— que mi hijo Felipe entregara su manuscrito a un hombre completamente extraño, cuando no nos lo enseñó siquiera a nosotros?" Este grito es tan típico de los padres como la poesía para el hijo. Ellos no pueden comprender lo más comprensible, es decir, que los niños prefieren entregar su secreto a cualquier persona extraña y no a los parientes más cercanos, y que menos se avergüenza de los ajenos que de los de su propia sangre. Precisamente porque ven siempre en el hijo a un niño, los padres permanecen ciegos, naturalmente, más tiempo que los demás ante el hombre nuevo, que crece en silencio, ante el otro yo de cada ser en desarrollo, ante el Pierre Bonchamps, el fugitivo, el aventurero, que se oculta en cada jovencito catorceañero, aunque no se llame Felipe ni Daudet. De nada sirve en esto la inteligencia o la psicología: nunca quedó demostrado más claramente esto que en el presente caso, porque León Daudet es, por un lado, médico culto, patólogo y discípulo de Charcot; por el otro, psicólogo de profesión, descriptor e investigador del hombre; hubiera sido, pues, predestinado a la observación como ningún otro. Pero su maestría caracterológica, esta ciencia mágica que sabe caricaturizar con trazo firme cada ser, falla precisamente en un solo caso: en su hijo. El hijo duerme en el cuarto de la madre, cerca como la respiración; sus padres hablan con él de día y de noche, pero no le han mirado una sola vez en sus años interiores. Le llaman el pequeño Felipe; para ellos es el jovencito larguirucho, alrededor de cuyos labios nace ya el bozo, un ser todavía a medio crecer, ingenuo, intacto, sin sexo, y el Pierre Bonchamps que en sus poesías sueña con prostitutas y con suaves abrazos de mujer, es para ellos todavía el niño Felipe, que a la mañana va a la escuela y compone sus ejercicios de latín. El padre, sin embargo, conoce los ataques epilépticos del hijo, no ignora la tara heredada del abuelo —Alfonso Daudet fue un enfermo de tabes—, sabe de su apasionamiento por la evasión y la aventura, porque a los doce años había huido hasta Marsella y sólo por una casualidad pudo ser reintegrado a la familia. Pero justamente aquí nada sospechan; los que lo saben todo, nada entienden del caso de esta alma de niño, y consideran la tragedia como una tonta locura juvenil...

Por eso no se preocupan demasiado, por lo menos, a juzgar por las apariencias. Mientras Pierre Bonchamps vaga por las calles de El Havre, con el alma encogida de angustia, la muerte ante los ojos, mientras en París se atreve a frecuentar los círculos más peligrosos, el padre —durante todas estas cinco trágicas jornadas— escribe todos los días sus valientes editoriales sobre política y literatura. Tampoco la madre de Felipe se queda atrás, charla con la pluma sobre tres largas columnas, acerca del Arte de envejecer, con la misma espiritualidad que con los labios charlan en los salones mundanos. No realizan la menor búsqueda, no comunican nada a la policía, apenas al cuarto día desde la fuga del hijo, aparece al pie del invariable editorial del padre una breve nota: "A uno de nuestros corresponsales del Sur: Le aconsejo el inmediato regreso; es lo más simple. L. D.". En esta frase terriblemente seca y casi amenazante: "es lo más simple" siéntese toda la indolencia de la convicción paterna: "¡Bah!, ya volverá, el tonto". Ningún grito de ansiedad, ningún presentimiento del horror, ningún gesto de perdón tampoco en esto. Una vez más, también en esto, como siempre en todas las cosas, el último delito, la última culpa se llama: inercia del corazón.

Entre tanto, Pierre Bonchamps ha llegado a París de vuelta, en tercera clase, sacudido por el rápido viaje, zarandeado por caóticos pensamientos. Se encuentra otra vez en la estación, en la misma que tres días antes creyó pisar por última vez y desde la cual esperó volar hacia su propia vida; un rechazado, un fracasado ahora. ¿Adónde irá? En ningún caso a la residencia paterna ni a las de amigos de los padres; ya lo traicionaron una vez con ocasión de su primera fuga. Y llega a dar entonces una vuelta en redondo tan sorprendente y, sin embargo, tan consecuente como nunca se atrevió a imaginarla ningún novelista y como sólo la realidad, esa literata siempre suprema, la puede inventar. Pierre Bonchamps toma en la estación un automóvil de alquiler y va directamente a la redacción del periódico anarquista, es decir, a casa del enemigo más encarnizado y mortal de su padre. El hijo del jefe de los monárquicos se refugia —como Coriolano entre los volscos, entre los peores enemigos del realismo. Alguna genial intuición en el afiebrado cerebro infantil llévale a la conclusión psicológicamente audaz, según la cual con nadie de todos los parisienses estará más seguro que entre los enemigos irreductibles de su padre. El automóvil se detiene y él sube a la redacción; da su falso nombre de Pierre Bonchamps, confiesa ser un anarquista ardoroso y para justificar su presencia desarrolla el plan de acuerdo con el cual —admírese lo monstruoso de esta audacia infantil quiere asesinar a uno de los hombres eminentes de la república burguesa, al presidente Poincaré o a... León Daudet, su propio padre.

¿Habla en serio al manifestar esta resolución? No parece inverosímil que Felipe odie al padre, aun prescindiendo de los conocidos axiomas psicoanalíticos. Tal vez esta fuga loca revela solamente una frenética antipatía al padre. Y más extraño aun es el testimonio de una carta que entrega en sobre cerrado al redactor Vidal, para el caso de que llegara a pasarle algo y que revela hasta qué punto jugara el niño con la idea del atentado político. La carta que después de su muerte llegó efectivamente al verdadero destinatario, dice:

"Querida madre: Perdóname el enorme tormento que te causo, pero hace mucho que soy anarquista, sin atreverme a decirlo. Ahora me llama mi cometido y creo mi deber hacer lo que hago. Te amo mucho. Felipe".

Ni una palabra acerca del padre, contra el cual ya apunta, sin ser visible, su revólver.

¿Piensa él en serio en el plan homicida? Misterio sin respuesta. ¿Y proceden verdaderamente en serio los anarquistas que reciben en seguida amablemente al desconocido Pierre Bonchamps —todavía no sospechan a quién tienen en sus manos— por este insensato ofrecimiento, lo miman y cuidan, le prestan dinero, le proporcionan un arma, y llevando a las reuniones de la juventud ácrata al mismo jovencito a medio crecer, que ayer todavía fue devotamente a la iglesia en El Havre, y al mismo tiempo robustecen, por así decir, su muñeca? ¿Son siquiera anarquistas genuinos, verdaderos, éstos entre quienes se esconde el fugitivo estudiante de buena fe, con el corazón en los labios? De todo el proceso y no solamente de las afirmaciones de León Daudet se recibe la penosa impresión de que estos camaradas peligrosos para el Estado mantienen una extraña amistad con la policía; hasta surge violentamente la sospecha de que todo este Libertaire, este peligroso libelo, no es tan peligroso como quiere hacerlo creer con sus gestos. En este círculo parecen mezclarse atentados falsos y genuinos, con otros artificiales y espontáneos, tolerados en silencio, y en forma tan rara que cabe perfectamente suponer que el pobre e ingenuo joven fue a caer en una cueva policial y no en un local de acción de la anarquía. De todas maneras, le tratan como amigo, se lo pasan de mano en mano; el niño burgués mimado duerme en casa de la amante de un vagabundo, en la buhardilla, luego en una alcoba; vaga durante tres días por cabarets de ínfimo orden, sin dinero ya, y de noche, con los bolsillos vacíos, por el Mercado central, sin saber lo que ha de hacer. Estos tres últimos días de Pierre Bonchamps son una odisea trágica por todos los mares de la desesperación. Es inútil que en el proceso se citen testigos y más testigos, vendedores, chóferes; nada aclara las tinieblas de este extravío trágico de tres días en el niño, a dos o tres kilómetros de la casa de sus padres. Alguna vez, la declaración de un testigo arroja un rayo de luz sobre una hora, sobre un minuto: se ve al escuálido joven, en un frío día de noviembre, ofrecer lo último que posee, su sobretodo, como prenda por un par de francos, se le ve dejarse pagar un miserable almuerzo en el "bistro" de los ácratas, se le ve salir trasnochado de una buhardilla ajena, se le ve subir otra vez a la redacción a visitar a sus nuevos amigos. Pero sólo se logran momentos aislados, escenas y episodios, y sólo puede imaginarse lo que este pequeño fugitivo antes tan mimado debió sufrir en tal odisea.

Finalmente, el 24 de noviembre, el quinto día de su existencia como Pierre Bonchamps, lo envían a casa del librero Le Flaouter, en el bulevar Beaumarchais. Balzac no hubiera podido inventar para esta virada una figura más fantástica que este cómplice y encubridor profesional de toda oscura intriga. Porque este pequeño librero de un bulevar del suburbio reúne en su carácter de grandes mallas toda clase de extrañas funciones. Posee una diminuta biblioteca circulante (esto oficial, públicamente), luego es comerciante de libros y fotografías pornográficas (esto ocultamente), en tercer lugar actúa como anarquista y presidente de la Comisión para la amnistía (esto una vez más públicamente) y en cuarto lugar, es confidente de la policía (y esto en el mayor secreto). A este cínico individuo, a quien le recomiendan como camarada en ideas, envían los anarquistas o seudoanarquistas al pobre jovencito, que debe solicitar allí una edición de Baudelaire, pero en realidad procurarse un jou-jou, un revólver, después de confesar su intención de cometer un atentado. Le Flaouter le escucha gentilmente, le recibe más gentilmente aun, promete buscarle el libro para esa tarde; y le invita a volver entre las tres y las cuatro.

Cuando el desgraciado joven, desesperado, por última vez Pierre Bonchamps, llega esa tarde a las cuatro, la tienda está rodeada por todas partes por agentes de la policía secreta, como si se tratara realmente de apresar a un individuo peligroso para el país, al criminal sumo. Pero —cosa muy extraña— todos los agentes pedidos amablemente por Le Flaouter (desde aquí se tiende sobre todo el proceso una espesa penumbra) afirman que no vieron entrar ni salir al joven descrito, y nadie sabe —porque el testimonio de un perdulario como Le Flaouter no vale un ochavo— lo que allí ocurrió en ese cuarto de hora. En esta cueva terminan los hechos susceptibles de comprobación. Sólo cobra de nuevo evidencia el dato de que, veinte o veinticinco minutos más tarde, llega al hospital Lariboisière un automóvil de alquiler, en que yace, junto al revólver, un joven con un tiro en la sien. El chófer Bajot declara con precisión que a las cuatro y quince fue llamado en la plaza de la Bastilla por este joven, con la indicación de que lo llevara hasta el Circo Medrano. Por el camino, en el bulevar Magenta, oyó una detonación; creyendo que hubiera estallado un neumático de su coche, bajó en seguida. Pero ya la sangre corría por el estribo y entonces se dirigió al hospital en seguida, para entregar allí al moribundo.

Contra todo esto, León Daudet afirmó cada vez con mayor violencia que su hijo, apenas los ácratas lo reconocieron como tal, fue muerto de un tiro en complicidad o aun con la ayuda de la policía en casa de Le Flaouter, y que lo colocaron moribundo en el automóvil ya apalabrado antes por la policía. Pero su acusación contra asesinos desconocidos, como otra subsiguiente contra el comisario de policía, queda sin resultado; finalmente, el chófer, molesto por los ataques de Daudet, cada vez más violentos, demanda a su acusador, y León Daudet es condenado por calumnia. Para los jurisconsultos y el público político, con este veredicto el caso de Felipe Daudet queda dilucidado y confirmado el suicidio; no en cambio para el psicólogo, pues queda indiferente ante las resoluciones de los tribunales y a quien nunca desafía el hecho notorio, sino las causas misteriosamente ligadas al mismo, aquel enredado juego que la verosimilitud se permite a menudo con la verdad. El psicólogo considera demasiado imprevisto, demasiado violento, este suicidio de Felipe, demasiado ilógicamente vulgar para el impetuoso jovencito que, desde la primera audacia de la fuga y el hurto infantil, sube cada vez más, se eleva fugazmente en cinco días desde la penumbra de un aula escolar a planes políticos fantásticos y se transforma de niño tímido y angustiado, en forma más grandiosa de lo que podría inventar una novela literaria, en un hombre heroico o, si se prefiere, en un hombre criminalmente valeroso. ¿Se aclarará algún día el excitante dramatismo de aquellas últimas horas fuera de los tribunales, en la última instancia de la certeza espiritual? ¿Se explicará alguna vez lo increíble de aquella fantástica situación de cómo el hijo del realista, convertido en proletario, en vagabundo, conspira contra su padre en un círculo de anarquistas autorizados por la policía, y luego, como si estuviera cubierto por una capa que lo torna invisible, cruza sin ser visto, en pleno día, el cordón de agentes de investigaciones que le acechan, para volver de pronto el revolver contra sí mismo? Mucho me temo que no quede mucha esperanza...

Pierre Bonchamps no puede hablar ya. Felipe, el niño, ha sido sepultado. Y la muerte posee mandíbulas duras, no suelta ningún secreto.