MATER DOLOROSA

Las cartas de la madre de Nietzsche a Overbeck

1937

Esta mujer es realmente inagotable en su paciencia... y aquí hace falta esa paciencia que sólo puede tener una madre.

PETER GAST, 1890.

Una tranquila y esbelta viuda de pastor en Naumburg; viste siempre de negro, va siempre sola y a menudo a la iglesia, la piadosa y sufrida mujer. La vida no fue buena con ella. Su esposo murió temprano; la hija única, la delicada y alegre Isabel, la abandonó, emigrando al Paraguay con un extraño silvicultor visionario; y su hijo predilecto, el hijo de su corazón...; ¡ay, ella suspira cuando recuerda su nombre, y en la iglesia reza por él una oración especial! ¡Cuánta alegría le proporcionó este jovencito fino, inteligente, delicado! ¡Qué orgullosa estuvo ella de su Fritz los primeros años! El mejor alumno en el Gimnasio, el preferido de todos los maestros en la Universidad, a los veinticuatro años de edad —un milagro en el mundo académico— profesor, profesor ordinario de la Universidad de Basilea, a los veinticinco, honrado con la amistad de Ricardo Wagner; todas las madres deben envidiar por ese hijo a la tranquila y modesta viuda de un pastor en Naumburg. ¡Y qué hermosos y sabios libros escribe, poco comprensibles, ciertamente, para la ingenua mujercita a la antigua —que ha leído poco fuera de libros piadosos y tal vez los clásicos—, y escribe hasta los títulos de sus obras con errores (Crepúsculo del espíritu en lugar de "Crepúsculo de los ídolos", y Zara Tustra en lugar de "Zarathustra"). Pero la gente culta de todas clases atribuye importancia a los escritos de su hijo; ¿cómo no prestaría entera fe una madre a esa alabanza? Mas de pronto una angustia salvaje, un repentino terror, destruye su alegría; primero llegó uno, luego otro para contarle que Fritz, el "Fritz de su corazón" deshonra la memoria de su piadoso padre, escribiendo libros blasfemos, horrendamente blasfemos y que se llama a sí mismo sacrílegamente "el Anticristo". Es una infamia, una vergüenza: el hijo de un pastor ultraja la doctrina cristiana y anuncia una cruzada contra la Cruz. La pobre y sencilla mujer se asusta hasta lo más hondo del alma; ha perdido al hijo, aunque viva físicamente, y, en verdad, sus cartas, las cartas de él, se tornan extrañas, a veces duras. En sus escritos, en su ser, estalla un tono salvaje, dominador; inconscientemente, oscuros presentimientos rozan a la trastornada madre, un demonio, el enemigo de Dios hecho carne debe de haberse apoderado del alma de su hijo.

Y de repente, la terrible noticia desde Basilea, en enero de 1889: ella debía acudir en seguida. Overbeck, el único amigo seguro y de la confianza especial de ella como profesor de teología, acaba de traer desde Turín al hombre mentalmente enfermo: quiere entregárselo a ella, sólo a ella, que es la madre del enloquecido, para que lo lleve a la tumba viviente, a un instituto de lunáticos. Escenas horribles que uno se niega a reproducir, se desarrollan durante el encuentro, que para el enfermo de la mente ya no es un reconocer. Hundido en un sueño artificial con una elevada dosis de cloral y, además, en compañía de un médico y de un enfermero, se carga al enfermo Nietzsche en unión de su madre en un coche ferroviario y allí comienza su viaje hacia la última noche, la eterna noche y comienza también la información de la madre en las cartas a Overbeck, que son uno de los documentos más estremecedores dela historia del espíritu4.

Terrible el viaje —un estallido de furia del demente contra la madre, que debe ponerse a salvo en otro compartimiento del tren—, terrible el traslado al manicomio, donde el mayor genio del siglo es encerrado en una celda por cinco marcos diarios. Para los médicos no es ciertamente tal genio, sino un simple caso de paranoia con la anotación entre paréntesis "incurable"; el director del establecimiento, a quien se quiere demostrar la importancia de Nietzsche, rehúsa en seguida leer sus obras, "ellos tienen tan poco tiempo para libros de literatura"; pocos días después, se muestra a los estudiantes de un curso un profesor Nietzsche como ejemplo magistral de paranoia, sin que uno solo saltara asustado al oír el nombre de "Nietzsche" —que entonces era tan desconocido todavía que la Enciclopedia no contiene su nombre—: Hacen andar al paciente hacia arriba y hacia abajo, y como no lo hace bastante erguido —para revelar los síntomas—, el profesor se ríe de él: "Un viejo soldado como usted debe saber marchar decorosamente". Y también se ríe de él, de esta larva del espíritu máximo de nuestra época, el loquero; le acaricia buenamente los espesos bigotes, le golpea en el hombro y abraza alegremente al hombre que cuando estaba sano, consideraba demasiado íntimo e importuno el más leve contacto. Como en Albatros, de Baudelaire, el que antes volaba libre y magnífico por el éter y ahora tiene las alas cortadas, se convirtió en mofa para los chicos y en grosera diversión para los loqueros. ("Se me arrastra a veces por la cabeza", dice en su jerga sajona al bondadoso compañero de cuarto.)

"Incurable" y "debe quedar internado toda la vida", dijeron los médicos. Pero alguien no lo quiere creer; la mujer emotivamente simple, emotivamente esperanzada, emotivamente delicada; su madre. "Sólo me atormentó constantemente la idea de que los médicos tal vez no comprendían exactamente la enfermedad de mi hijo". ¿Qué son para ella estas terribles y extrañas palabras, estos diagnósticos? No, ella no cree, porque no quiere creerlo, que su hijo, el Fritz de su corazón, esté loco. Sólo que trabajó demasiado este "hijo de su alma", y sanaría pronto, si ella, la madre, pudiera cuidarlo en su casa. Los médicos titubean, vacilan mucho tiempo. Dejar en manos de una débil y anciana mujer a un enfermo mental que a veces sufre terribles ataques de furia —el mismo Peter Gast teme que Nietzsche "pueda derribar y aun asesinar a su madre durante esos ataques"—, sin cuidadores, sin medidas de precaución, parece absurdo. Pero la madre no ceja, no teme el peligro, se curva bajo la cruz que le ha sido impuesta y, finalmente, a comienzos de 1891, los médicos dan de alta —exigiendo un documento que los dispense de toda responsabilidad— a ese ser un poco más tranquilo, pero aun no curado por completo. Desde ese momento, la madre es la única persona que le cuida.

Y desde ese momento se ve a una anciana que de vez en cuando lleva por las calles y en largos paseos al enfermo, como si llevara a un enorme oso muy torpe. Para entretenerlo le recita sin interrupción poesías, que él escucha estúpidamente; le hace esquivar con habilidad a la gente, que los observa curiosa; y a los caballos que lo asustan. ("No tiemblo a los caballos", dice siempre en lugar de: "No amo a los caballos"5. Y se siente feliz cada vez que vuelve con él a casa, sin llamar la atención y sin que él hable fuerte (con esta expresión de un delicado disimulo llama ella los salvajes rugidos del demente). En casa es más fácil tenerlo ocupado. Si lo sienta delante del piano, el ser ausente de sí mismo fantasea largas horas en el vacío, y ella lo deja hacer, excepto cuando toca música de Wagner, porque sabe que Amfortas le excita siempre los nervios. O le da algo para leer; naturalmente, Nietzsche hace mucho ya que no sabe lo que lee, pero se calma teniendo en sus manos un diario o un libro y murmurando tontamente como si leyera. Si se le entrega un lápiz, se despierta en él el oscuro recuerdo de que un día fue escritor, y garabatea constantemente palabras ilegibles en el papel: inconscientemente, algo queda despierto todavía en él de aquél que fue poeta inmortal, músico profundo; pero ese algo no es de modo fantasmagórico más que lo mecánico de las funciones. Cuando habla, es casi siempre farfullando y "feliz por hablar", como escribe la madre; sólo de vez en cuando relampaguean, como en Hölderlin enfermo, tremendas palabras a través de las nubes de la locura, como cuando dice: "Estoy muerto porque soy tonto" o, sacudiendo salvajemente la melena: "Sumariamente muerto".

Todo esto comunica la madre al amigo en forma estremecedora. Es sincera en su sencilla narración, pero se siente que la tan sufrida mujer callase lo más amargo; que trata de imaginar ilusionada, para sí misma y para los amigos, que el verdadero estado de Nietzsche es más claro y curable; se siente que pasa de prisa por encima de sus estallidos de furia (cuando grita y "¡con qué voz!"), para contar del "buen hijo" cuyas "queridas facciones" tienen un aspecto "sumamente divertido, del todo pícaro". Y sólo en sus ahogados suspiros se adivina la enorme carga que la madre se ha impuesto, para cuidar sola a un enfermo con quien no se puede contar, para vigilarlo, lavarlo, darle de comer, vestirlo, todo ella sola sin ayuda alguna, entreteniéndole las doce horas largas, y luego, en lugar de descansar mientras él duerme, cuidar de la casa..., sacrificando un año, dos, cinco de su vida al delirio de su curación, sin una hora de libertad, sin descanso, sin pausa. "¡Oh queridos, nadie puede sospechar siquiera lo que yo sufro!", suspira a veces. Pero siempre se advierte a sí misma: "Hay que tener paciencia y confiar en la gracia y la misericordia de Dios".

Pero, al final, tampoco esta alma devota que cree en el milagro puede engañarse por más tiempo y renuncia a la ilusión tan largamente acariciada de que su hijo, el "Fritz de su corazón", pueda volver a ser un día un hombre sano, despierto, normal de espíritu. Resignada, confiesa que "su mal será siempre para mí un misterio". Sigue cumpliendo fielmente su deber cotidiano, lo alimenta con emparedados de jamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas de Nietzsche siguen decayendo. Está cada día más cansado. Los paseos no le atraen ya, está tendido en silencio en su sillón de enfermo, dirigiendo los ojos vacíos bajo los párpados ya pesados, con fatigoso esfuerzo, hacia las personas que entran en su cuarto. Cesan las explosiones de furor; el cráter ha terminado de arder. Apáticamente se sienta o se tiende en el mirador; "en todo un mes apenas pronuncia una sola frase, físicamente contrahecho, un espectáculo que hace llorar". Pero, evidentemente, nada siente ya, ni la felicidad ni la desdicha; de modo espantoso está en "el más allá de todo". Pierde paulatinamente toda facultad de distinguir; progresa en forma terrible la disolución, "hasta del concepto de la propia persona". "Contempla largamente sus manos con la expresión de quien cree que no le pertenecen y luego, generalmente, las mete en los bolsillos del pantalón, cosa que antes nunca hacía. En esos casos, le hago colocar las manos sobre la mesa, aunque se resiste convulsamente, se las acaricio y le hago comprender que son sus manos, la derecha y la izquierda". Es en vano que la fama lo busque, que vengan extranjeros a Naumburg en peregrinación, que los amigos que en vida le desconocieron, lo visiten ahora... Es demasiado tarde. No reconoce ya a nadie; como un león moribundo, tremendo y grandioso, mira fijamente con los ojos que estallan, a amigos y parientes. Y un destino generoso evitó a la madre la pena de ver, de seguir viendo el final, lo más terrible: cómo esta inmóvil figura, cadáver viviente, yace allí en la casa años y más años, hasta que finalmente el corazón deja de latir en el cuerpo, que también va tornándose rígido.

Estremecedora tragedia: un cerebro de la más luminosa claridad, la más asombrosa plenitud del saber, unida a la más alta expresión idiomática... y un bacilo infinitesimal, que roe, asesinándolo, a este ser único, aniquilando en bestial insensibilidad la más radiosa clarividencia que ayer todavía fue energía creadora: enigma y misterio que no sólo esta suave y sencilla mujer fue incapaz de resolver y develar, sino que también nosotros contemplamos con horror y sin comprender. Pero es admirable cómo ella, que se encuentra confusa, ignara ante lo inexplicable, que sigue con energía inagotable, madre heroica, cumpliendo fiel y sacrificada su inútil obra, espera obrar el milagro por el amor y la humildad; este heroísmo del amor, no menos poderoso que el valor espiritual del gran rebelde, se conoce ahora indiscutiblemente, por primera vez, en sus cartas. El gesto impremeditado es siempre el más bello y el más humano; justamente de lo simple, de lo natural y realmente verdadero, brotan las emociones más puras, y así, por estas anotaciones de una mujer sencilla, sabemos más que por todos los documentos clínicos y las disertaciones cultas acerca de la caída y la pérdida de este gran espíritu de la pasada generación. Precisamente aquella que menos comprendió tal vez sus obras, la madre piadosa, retirada del mundo y ajena a todo eso, lo describió mejor milagro del poder del amor —en su verdadera esencia.