Capítulo 9
—Ay, por favor ¿éste eres tú? —preguntó Natalie, señalando la fotografía de un niño de flequillo oscuro y sonrisa traviesa.
—Tenía cuatro años.
—Mira la ropa que llevas —rió ella.
Zack llevaba en la foto un jersey de cuello vuelto y unos pantalones de cuadros sujetos por un enorme cinturón.
—¿Qué puedo decir? Eran los años sesenta. Mira, ésta es mi madre. Nunca pude averiguar que era eso que llevaba sobre la cabeza.
—Es un moño, tonto —rió Natalie, dándole un golpe en el brazo—. Antes se llevaban esos moños tremendos.
La mujer de la fotografía era delgada, con brillantes ojos azules. La esposa de un militar, pensó Natalie, con un vestidito azul y zapatos blancos.
—¿Cómo se llama?
—Donna.
—Es muy guapa.
—Sí.
Natalie intentó imaginarla ahora, pero resultaba difícil imaginar a una persona con Alzheimer.
—¿Cómo está?
—Unos días mejor que otros —suspiró Zack, pasando la página del álbum—. Mira, este era mi padre. Se llamaba Dean.
Se parecían mucho: piel morena, ojos oscuros, pómulos altos, mandíbula cuadrada. Dean llevaba el pelo rapado, como un militar.
La siguiente fotografía era un retrato de sus padres. Donna estaba embarazada y Dean tenía una expresión orgullosa.
—Parecen felices.
—A mis abuelos no les hizo demasiada gracia que se casaran. Los matrimonios interraciales no eran comunes hace cuarenta años y les preocupaba qué pensaría la gente —dijo Zack, tocando el borde de la fotografía—. Además, la familia de mi padre vivía en una reserva... No tenían electricidad ni agua corriente. La pobreza y el alcoholismo eran comunes en las reservas entonces. Y, cuarenta años después, sigue habiendo los mismos problemas.
—¿Tenía mucha familia?
—Una hermana y un montón de primos. Vivían todos juntos, pero además del abuelo casi todo eran mujeres y niños. Los hombres jóvenes no se quedaban en casa mucho tiempo.
«Como mi padre», pensó Natalie.
—Es raro que mi madre se enamorase de un hombre indio. No era de familia rica, pero mis abuelos vivían en un barrio de clase media. Supongo que fue por eso por lo que perdieron el contacto con la familia de mi padre a partir de la boda. No tenían teléfono ni televisión... de modo que no podían hablar con ellos a menos que fueran a visitarlos. Estaban aislados del mundo.
—Y tú tampoco has podido mantener contacto con ellos, ¿verdad? —murmuró Natalie. Le hubiera gustado acariciar su cara, tocar los rasgos que había heredado de sus ancestros, pero mantuvo las manos sobre el álbum.
—No culpo a mi madre por eso. Ella intentó mantener vivo el recuerdo de mi padre.
—¿Qué te contaba de él?
—Que le gustaba vivir en la ciudad, que le gustaba su trabajo y que tenía mucho sentido del humor —sonrió Zack.
—¿Hablaba de su familia?
—No mucho. Según mi madre, estudió en una de las misiones y era muy aplicado. Yo creo que se alistó en el ejército para probar que era un guerrero sioux.
Después de un corto silencio, Zack pasó la página del álbum.
—Mira, este era mi tío Joe.
Natalie vio la fotografía de un hombre moreno de ojos azules y gesto enérgico.
—¿El comisario?
—El mismo. Era hermano de mi madre.
—Os parecéis un poco.
—Él fue para mí una figura paterna.
—Y por eso seguiste sus pasos.
—Supongo que sí. Yo fui para él el hijo que nunca tuvo.
Zack no la miraba al decirlo y parecía... parecía querer esconder algo.
—¿Qué pasó? ¿Tuvisteis una pelea o algo así?
—No. Es que... mi tío Joe estuvo en el cerco de Wounded Knee.
Natalie parpadeó, sorprendida.
—¿Estuvo en el cerco? Pero entonces tuvo que disparar a los indios...
—Así fue. Para él no eran familia... Y pensaba que mi padre no habría apoyado el levantamiento.
—¿Y tú qué piensas?
Zack cerró el álbum de fotos.
—Yo era demasiado pequeño como para entender.
—¿Y ahora?
—Me digo a mí mismo que son cosas del pasado, que yo no podría haber cambiado nada. Que no me concierne.
Natalie vio el recuerdo del pasado en sus ojos. Y vio algo más, un brillo de amargura, de pesadumbre.
—Pero no es así, ¿verdad?
—No. Los indios de Wounded Knee luchaban por los sioux, por sus derechos. El presidente de la tribu de Pine Kidge era un hombre corrupto y se quedó con fondos que no le pertenecían... Los que se levantaron en armas estaban protestando por su connivencia con los blancos. Y era lógico. La reserva era prácticamente una zona de guerra entonces. Los oponentes al presidente desaparecían o recibían palizas de muerte.
Natalie intentó recordar el documental.
—También había problemas raciales, ¿no?
—Mucha tensión, sí. Antes del cerco, un hombre blanco había matado a un joven indio de la reserva y, a pesar de las pruebas, fue declarado inocente.
Natalie apretó su mano.
—Me siento como un traidor —dijo Zack entonces—. Mi tío Joe estuvo en el cerco de Wounded Knee, el hombre que fue mi mentor...
—¿Y tú qué podías hacer?
—No lo sé.
—Tú no tuviste la culpa, Zack.
Él no respondió. Sin decir nada, se levantó para abrir un cajón y volvió poco después con una manta india en las manos.
—Era de mi padre. Su madre la tejió cuando se alistó en el ejército. Es una costumbre de la tribu... se hace para honrar a los hijos.
—Es preciosa —murmuró Natalie, acariciando el tejido.
—Las familias indias adornan el ataúd de sus muertos con estas mantas, pero mi padre tuvo un entierro militar... Mi madre dormía abrazada a esta manta. La recuerdo llorando, apretándola contra su corazón.
Natalie lo miró a los ojos. Sentía el deseo de hacer lo mismo, de consolarlo, pero...
—Lo siento mucho.
Zack dejó escapar un suspiro.
—Yo era muy pequeño y los recuerdos son vagos, pero nunca olvidaré cómo lloraba.
En silencio, volvió a dejar la manta en el cajón. Ella entendía su dolor. Sabía lo que era estar sola, desear un consuelo que no llegaba nunca.
—Lo siento —repitió.
—Yo también.
Respirando profundamente, Natalie se llevó una mano al corazón. La idea de no volver a verlo le resultaba insoportable.
—Voy a echarte de menos.
Zack se pasó una mano por el pelo, suspirando.
—Somos una pareja rara —sonrió—. ¿Quién lo habría imaginado?
—Desde luego... La querida y el comisario.
Sabía que no estarían juntos mucho tiempo, pero quería conservarlo a su lado todo lo que fuera posible.
Dos días después, Zack llamó a la puerta de su casa y cuando Natalie abrió se quedó boquiabierto. Descalza y con un vestidito de flores, llevaba un accesorio inesperado en los brazos: un niño rubio de unos dos años. Timmy, el hijo de Carla.
—Estoy de niñera —sonrió.
—Ya veo.
En ese momento apareció Brice por el pasillo.
—¿Me enseñas la placa de policía? —preguntó el niño, tirando de su pantalón.
Sonriendo, Zack se arrodilló para sacarla del bolsillo.
—¡Jolines, qué bonita!
—¿Quieres pasar? —sonrió Natalie—. Estábamos a punto de comer algo.
—Ah, gracias.
Cuando Zack intentó tocar la cabecita del pequeño, Timmy hizo un puchero.
—Es que echa de menos a su mamá.
—¿Cómo es que estás haciendo de niñera?
—Carla ha tenido que salir y no podía dejarlos con nadie.
—Mi hermano no suelta a Natalie —le contó Brice—. Se pone a berrear si intenta dejarlo en el suelo. Y no se quiere echar la siesta.
—¿Desde cuándo lo tienes en brazos? —preguntó Zack.
—Llevo casi tres horas —suspiró ella.
¿Tres horas? Ahora entendía esa cara de cansancio. Seguramente le dolían los brazos. Y el niño se agarraba a ella como un marinero aferrándose al mástil de proa durante una tormenta.
—¿Os apetece bailar? —preguntó Zack entonces.
—¿Qué?
—Los cuatro. Podríamos bailar y cambiar de pareja —insistió él, mirando a Brice en busca de apoyo—. ¿Te parece bien?
—¡Sí! —gritó el niño.
Zack lo tomó en brazos, dispuesto a empezar la segunda fase del plan.
—¿Y tú, Natalie?
—Yo estoy dispuesta.
Zack le pasó un brazo por los hombros y empezaron a dar vueltas. A los niños, aquello les parecía graciosísimo.
—¡Cambio de pareja!
Como había imaginado, Timmy, distraído por el juego, no protestó cuando Natalie lo puso en sus brazos. Y mucho menos cuando empezó a lanzarlo al aire. El perfume femenino y aquellos dos niños felices eran una combinación extraña, pensó.
—Gracias —le dijo ella al oído, dejando a Brice en el suelo.
Zack acariciaba el pelito de Timmy, preguntándose por qué nunca había tenido hijos.
—¡Quiero merendar! —gritó Brice.
—Ah, estupendo. ¿Qué tal un sándwich de manteca de cacahuete con mermelada de fresa?
—¡Eso!
—Oye, yo me apunto —sonrió Zack.
No había comido un sándwich de manteca de cacahuete desde que era niño y le supo igual que en el patio del colegio.
Timmy tomó un puñado de galletitas saladas e intentó metérselas todas en la boca.
—¡Eh, un momento! De una en una...
El niño, naturalmente, se manchó la camiseta de manteca de cacahuete, galletas, saliva, zumo...
—Ay, qué horror, debería haberle puesto un babero.
Cuando Timmy tiró el plato de galletas al suelo de un manotazo, Natalie dejó escapar un suspiro.
—Anda, dámelo.
Zack se lo devolvió, aliviado. Menuda paciencia la suya... Brice eligió ese momento para derramar su vaso de leche.
—¿Saldremos vivos de esta?
Cuando estaba agachado recogiendo galletas, Brice, sin querer, le dio una patada en la cabeza.
—¡Esto es la guerra!
—¡Zafarrancho de combate! —rió Natalie.
Zack no quería que terminase, quería estar más tiempo con ella, quería almacenar recuerdos...
—¿Qué tal sí cenas conmigo esta noche?
Natalie aceptó la invitación con una sonrisa.
Natalie se decía a sí misma que aquello no era una cita, pero el ambiente romántico la dejó boquiabierta.
El restaurante estaba a la orilla del lago y les habían sentado frente a una ventana desde la que podían ver las luces reflejadas en el agua.
—Estás preciosa.
—Gracias, tú también estás muy guapo.
Había puesto sumo cuidado en el maquillaje porque quería estar guapa para él. Además, eligió un elegante vestido rojo con sandalias a juego.
El camarero apareció entonces con los aperitivos: brocheta de berenjena y tartaletas de langosta y cangrejo. Hacía tiempo que no cenaba en un restaurante a la luz de las velas y se sentía como en las nubes.
—Te prometo que esta semana te compraremos el coche —dijo Zack.
—Menos mal. Pero claro, hemos tenido... mucho jaleo.
Habían tenido una aventura que cambió sus vidas. Aún seguía recordando sus manos, sus labios, el poder de su semilla derramándose dentro de ella.
Zack tomó una tartaleta y Natalie lo observó comer, intentando imaginar los meses que le quedaban por delante, sin él. Las tardes de otoño, las noches de invierno, la primavera...
—¿Me llevarás el jueves a la consulta de la psicóloga?
—Ya sabes que sí. ¿Estás nerviosa?
Ella asintió. Hablar en voz alta de sus pesadillas no era precisamente lo que más le apetecía.
—¿Ella sabe quién soy?
—Sabe que estás en el Programa.
—¿Es simpática?
—¿Te enviaría yo a alguien desagradable?
—No, supongo que no.
Natalie decidió cambiar de tema. Aquel no era el momento más apropiado para preguntarle por una psicóloga del Programa de Testigos Protegidos.
Diez minutos después, llegó el camarero con su plato de salmón al eneldo y un plato de pasta con marisco para él.
—Le he hablado de ti a mi madre.
—¿En serio? —murmuró ella, estupefacta.
—Bueno, en realidad no se entera de mucho. Ahora cree que soy un chico que trabaja en la residencia, pero mañana podría pensar que soy George Clooney.
Natalie parpadeó.
—¿El actor?
—Es que ve mucho la televisión. Le gusta la serie Urgencias. Además, me parezco un poco a George Clooney, ¿no? —bromeó Zack.
—Ya te gustaría, comisario —rió ella.
—Anda, pero si estás loca por mí...
El corazón de Natalie se aceleró. ¿Estaban tonteando de nuevo?
—¿Qué dijo tu madre cuando le hablaste de mí?
—Cree que eres Julieta.
—¿Julieta, la de Shakespeare?
—La misma —sonrió Zack.
Natalie tragó saliva. El ruido del restaurante se esfumó de repente. Era como si estuviesen solos.
—¿Qué le has contado de mí?
—Me preguntó si tenía novia y yo le dije que había alguien en mi vida, pero que no podíamos estar juntos —contestó él con voz ronca—. Es lo más parecido a la verdad.
La verdad. Natalie respiró profundamente, pero le dolía el corazón.
—¿Estás bien?
No, pensó ella. Nunca volvería a estar bien. Porque en aquel momento, en aquel mismo instante, supo lo que estaba pasando.
Se había enamorado de Zack Ryder.