UNA COSA LLEVA A OTRA

La cebolla, la manzana, las pasas, y las sobras de cordero frío cortado a dados hervían a fuego lento. Helen Logie había abierto la alacena y, al ir a coger la latita de curry en polvo, el teléfono volvió a sonar. Hizo una mueca de fastidio, retiró del fuego la cacerola y corrió escaleras arriba. Era Miss Dewlish, que quería consultarle al padre Green algo que podría parecer una bobada, pero de lo que podía depender algo verdaderamente importante. De manera que, antes de que se sentase a la mesa para almorzar...

—No está. Los reverendos no están. Ninguno de los dos.

Helen optó por sentarse mientras hablaba, porque a Miss Dewlish no iba a quitársela de encima así como así. Y, como el hecho de estar sentada no priva forzosamente de actividad, recorrió el pasillo con la mirada y reparó en que el rizado orillo de la estera había vuelto a soltarse y en que la cajita de rapé del padre Green estaba abierta junto al teléfono, tentadora pero vacía. Helen se la guardó en el bolsillo del delantal para llenarla con rapé de la lata que tenía en la alacena. Como la casa era húmeda, el mejor sitio para guardar el rapé era la cocina.

Mientras tanto, Miss Dewlish explicaba por qué el hecho de comprar una marca distinta de pulimento para el suelo (que, aunque costaba seis peniques más, era ovalada y, probablemente, contenía más producto) a Mr Radbone, que tenía una pequeña tienda de comestibles abajo, al final de King Alfred Street (estaba abajo vista desde su casa, aunque desde la rectoría estuviese arriba; dependía del punto de vista, claro) podía inducir a Mr Radbone a volver a cumplir con sus deberes de católico porque, un día que le compró tapioca (consideraba una obligación comprar en las tiendas pequeñas siempre que le fuese humanamente posible), descubrió que no era practicante. Enseguida se le ocurrió que si lograba hacerle ir a Nuestra Señora de Ransom, sólo para ver lo bien que lucía su pulimento (por una vez, estaba dispuesta a dar dos manos, segura de que otros feligreses harían lo mismo por causas similares)... Bien, en cualquier caso, sería un paso, ¿no? ¿Acaso no tenían todos en su corazón el anhelo de la conversión de Inglaterra?

—Bueno, me parece que la entretengo —dijo Miss Dewlish, al ver que Helen Logie no le seguía la conversación.

—La verdad es que sí —dijo Helen sin el menor empacho—, De modo que, si no le importa...

Helen colgó en cuanto tuvo oportunidad de introducir un adiós en la retahíla de protestas de Miss Dewlish, respecto de cuánto se hacía cargo de lo ocupada que estaba, y de lo bien que se las arreglaba para hacerlo todo.

Tras sublimar su enojo con un «¡Que Dios ayude al reverendo!», Helen corrió a la cocina, puso el arroz a hervir, removió el guiso de cordero de la cazuela y cogió el curry. De nuevo sonó el teléfono. Esta vez era el carbonero, para preguntar si les daba igual bolas que cisco.

—¿A seis chelines más la tonelada? Ni hablar.

Aunque al carbonero se lo quitaba una de encima con más facilidad que a Miss Dewlish, al volver a la cocina el arroz llevaba hirviendo más de la cuenta. Y, en aquel mismo instante, oyó entrar al padre Curtin.

—¿Miss Logie?

—¿Sí? —contestó ella mientras agitaba la lata del curry.

Que bajase él, que buenas piernas tenía, pensó Helen. Que Dios me perdone, pero no es más que el coadjutor, se dijo al oírlo bajar.

—Mrs Ward me ha dado un recado para usted, Miss Logie. Quiere saber... ¡Hummm, qué bien huele!

El coadjutor se acercó a la cocina. El vapor del agua del arroz le empañó los cristales de las gafas.

—Es sobre la Venta por Beneficencia de las Mujeres Católicas. Dice que ya le han encargado cinco docenas de las tortas que usted hace. Y que si puede hacer otras tantas para vender en la caseta, además de los buñuelos y de las tartas de melaza. Nos han prometido otra botella de whisky para la tómbola. Conseguiremos que colaboren hasta los que sólo vienen a darse golpes de pecho.

Helen pasó el arroz por la escurridera para que los granos quedasen bien sueltos. Removió la salsa de curry, que ya espesaba, casi en su punto. Ella no lo iba a comer porque ya no digería como antes, pero le gustaba que los demás elogiasen su buena mano para la cocina. Después puso en una bandeja las conchitas de chocolate, las natillas, una hogaza de pan y una jarra con agua, y subió la bandeja. El padre Curtin no hizo el menor amago de cogerle la bandeja; se habría sentido insultada. Ambos se habían criado en familias temerosas de Dios y conocían cuál era el sitio de cada cual: ellos en la iglesia, ellas en la cocina.

—¡No sé lo que ha hecho usted, pero huele que alimenta! —exclamó el padre Green en cuanto entró por la puerta.

—Curry de cordero, reverendo.

—¡Estupendo! ¿Ha llamado alguien?

—Ya lo creo que han llamado. Pero no se trata de nada que no pueda esperar hasta que terminen de comer.

Cuando la comida estuvo servida, volvió a la cocina diciéndose a sí misma que la peor mitad del día ya había pasado.

Ella ya había comido y estaba a punto de preparar el té cuando reparó en que la lata de rapé estaba encima de la mesa de la cocina. El coadjutor ya había vuelto a meterle mano a las pasas. Tenía que retirar la lata de rapé para alcanzarlas y la había olvidado encima de la mesa. Entre enfurruñada y risueña, se puso de puntillas para ver cuánto había bajado el nivel de las pasas en el tarro. Allí, en el estante, estaba el polvo de curry.

Aunque sin llegar a temerse lo peor, sino casi como una formalidad judicial, se acercó al fregadero, pasó el dedo por el interior de la cacerola y se lo chupó. Se había equivocado de lata. Había echado rapé en lugar de curry.

«¡Madre mía!», exclamó para sí, abatida. Tuvo que sentarse para no caerse. ¿Cómo podía haberle ocurrido una cosa así? Aunque estaba claro. Con los nervios, había cogido la primera lata que encontró a mano. Y luego, distraída al pensar cómo iba a arreglárselas para hacer tanta torta y tanta tarta, no había notado la diferencia entre el curry y el rapé. Mientras lo removía, debió de decirse que si el guiso tenía un color más oscuro se debía, quizás, a que la cebolla se había dorado demasiado durante la perorata de Miss Dewlish. ¡Dios la perdonase! Aquello era como servirles matarratas a dos servidores de Dios para que muriesen entre espantosos dolores. Aunque la cosa iba a quedar en dos servidores de Dios sentados frente a un perol de curry, que no podrían ni probar, eso sin contar con haber desperdiciado una cucharada sopera (colmada) del único capricho que se permitía el padre Green.

El agua de la kettle rompió a hervir. «Lo que ocurre es que estoy desbordada», se dijo Helen, y se levantó trabajosamente. Le pesaban los brazos y las piernas una barbaridad. Luego preparó el té y lo subió.

Sólo quedaban unos pocos granos de arroz en la fuente. Los dos sacerdotes habían dejado a un lado sendos platos bien rebañados y comían tranquilamente el pudding.

Todo lo que se proponía decir Helen a modo de disculpa y contrición estaba fuera de lugar. Dejó la bandeja con el té en la mesa y retiró los platos. Cuando ya iba a escabullirse, para eludir cualquier comentario, el padre Green notó algo raro en su actitud. El párroco había «heredado» a Helen al hacerse cargo de la parroquia. Sabía lo mucho que valía pero, también, que había que estarle un poco encima. Interrumpió su anécdota acerca de una begonia de concurso y la miró.

—Un curry excelente, Helen —le dijo.

—El mejor que he comido —secundó el padre Curtin.

—Ah, Helen, ¿quién ha llamado?

—Le he anotado los recados en el bloc del teléfono, reverendo, salvo los dos últimos. El carbonero quería hacernos comprar bolas, pero le he dicho que ni hablar. Y..., y...

Lo de las bolas tiene miga, pensó Helen. Aunque, si eran capaces de no distinguir el curry del rapé, eran capaces de tragarse cualquier «bola».

—¿Y la otra llamada?

—Era Miss Dewlish, reverendo. Me ha costado Dios y ayuda quitármela de encima. Lo peor es que quiere que le compre usted el pulimento para suelos a Mr Radbone, porque no es católico practicante.

—¿No es practicante? Bueno. Pero ¿qué tiene que ver el pulimento?

—Dice que, a lo mejor, viene a misa para ver lo bien que queda el suelo con su pulimento. Y puede que así se habitúe.

—Quizá merezca la pena intentarlo —dijo el padre Curtin— No es mal cebo para que pique.

—No me gusta que se exprese así —dijo el padre Green tras una tosecita— Es impropio. Helen, ¿sabe usted algo del tal Mr Radbone?

—De él, nada. Sólo he visto el escaparate de su tienda y no es muy recomendable. Tiene el pulimento seis peniques más caro.

—¿Cómo es de grande la lata? —preguntó el padre Curtin—. Si da para dos semanas, seis peniques más no sería nada del otro mundo.

—Puede que no, reverendo —replicó Helen—, Pero dejarle de comprar a Mr Vokes, que no falta a misa un domingo, ni el día del santo patrón, y que además se trae a su extensa familia, para comprarle a Mr Radbone, que no se ha dejado ver nunca por la iglesia... Además: ¿quién nos dice que con lo del pulimento va a venir? A mí sí me parece que sería algo del otro mundo.

De nuevo coartado en su celo por las almas, el padre Curtin guardó silencio.

—Eso también está bien razonado, Helen —admitió el párroco.

—Por lo visto, Miss Dewlish olvida que... escoba nueva, mala es parar barrer.

—Ése no es modo de expresarse, Helen. Hay muchísimos conversos que son mejores católicos que quienes lo somos de cuna. Tenga una pizca más de caridad —la reconvino el padre Green.

Lo que no entiendo, pensó el padre Curtin, es por qué Miss Logie se comporta como si estuviese endemoniada, cuando sólo ha sido reprendida de modo apropiado y familiar. ¿No estaría celosa de Miss Dewlish? Cabía pensar que una solterona entrada en años, una hija de María, una eficiente ama de llaves, que trabajaba sin descanso desde la mañana hasta la noche, estaba por encima de estas cosas. Pero, por desgracia, tales personas eran a menudo las peores.

Helen detestaba a Miss Dewlish con la misma tenacidad con que fregaba el umbral, aunque con un talante ajeno al sentimiento de los celos. Ese aire de íntima exultación que observaba el padre Curtin se debía precisamente a una exultación íntima, a un reconocimiento cada vez mayor de que se sentía una mujer nueva; como si el cordero al rapé hubiese sido para ella una fiesta, un desahogo, una levitación, como la que pudiera producirle el olor del mar o escuchar el agudo sonido de una banda de gaiteros. Y como una mujer nueva hizo el resto de sus quehaceres cotidianos, con el desenfado de quien los aborda por vez primera, como una visita admirada de su propia cocina. Luego, arriba en su dormitorio, descalza (para alivio de sus pies), al peinar su melena, de un color fuego casi tan intenso como cuando era niña, reparó en que veía de otro modo las dos fotografías que tenía en el tocador. Una era de Jimmy Stott, de quien estuvo muy enamorada, por quien tanto sufrió, y con quien no pudo llegar a casarse, porque él no estaba dispuesto a abjurar del presbiterianismo. La otra era del padre Ewing, de quien fue ama de llaves aquí, en esta misma casa, durante cinco benditos años de los que estaba muy orgullosa, hasta que él sintió «la llamada» y se fue a las misiones, a África, adonde ella no pudo acompañarlo. Todas las noches miraba aquellas dos fotografías, y todas las noches los tenía presentes a los dos en sus oraciones, aunque hacía ya mucho tiempo que dejó de considerarlos como algo real. Ahora, sin embargo, volvía a considerarlos reales. La realidad de ambos era un reflejo de la suya propia, de la insólita realidad de la mujer que había hecho cordero al rapé.

Aunque el despertador, que sonaba a las seis de la mañana, la revestía de idéntico hábito día tras día, algo novedoso bullía ahora en su mente. Y empezó a darle vueltas. No se trataba sólo del rapé. La inventiva, que no el puro accidente, podía formar parte de la buena cocina, y no sólo a base de conocidos truquillos —la pizca de sal que realza el sabor del helado de chocolate, o las gotitas de extracto de anchoa que realzan el sabor del estofado de ternera—, sino mediante innovaciones más radicales y procedimientos más audaces: comino en la empanada de pescado, por ejemplo, o un guiso de lentejas enriquecido con ruibarbo, o rabanitos picantes en la sémola. Podía ser un buen recurso para que apreciasen su cocina. Porque el cordero al rapé, aunque hubiese a la postre resultado en algo divertido, también le hizo ver que no era lo mismo inspirar confianza que admiración. Y que inspirar confianza a quienes no notaban la diferencia entre el rapé y las especias de la India no era para sentirse muy orgullosa.

Con todo, siguió siendo tan de fiar como antes. Era su sino, y no había modo de escapar a él, le gustase o no. Las ocurrencias de una fantasía desbordada no hacían daño a nadie, puesto que no quedaban más que en eso, en puras ocurrencias. Y aunque el impulso casi culinario de introducir cierta variedad en sus monótonos pecados la indujese a mencionar en la confesión que, de vez en cuando, se le ocurrían ideas alocadas, el padre Green la tranquilizó diciéndole que la mejor manera de evitarlas era no prestarles atención, lo que acalló cualquier leve remordimiento de conciencia que Helen Logie pudiera tener. Tanto es así que cuando una de las burbujas de su burbujeante fantasía emergió a la superficie desde el sótano a la planta baja, le había prestado tan poca atención que sólo al volver a la cocina a planchar cayó en la cuenta de que la mesa que había puesto para que tomasen el té los reverendos no tenía el aspecto acostumbrado.

¿No habría olvidado las tenacillas para el azúcar? Ya había terminado con lo más difícil de planchar. Y, mientras le daba los últimos toques a un pañuelo de bolsillo, la asaltó la imagen de la mesa que había puesto. No faltaba nada, sino que les había servido además una salsera con salsa de menta.

Pese a que, como cuando el rapé, exclamó «¡Madre mía!» y se sentó, no fue por pasmo ni abatimiento, sino porque le dio tal ataque de risa que no pudo tenerse en pie. Y, en lugar de lamentarse por excederse en sus obligaciones, exclamó: «¡Ya te aseguro yo que la próxima vez no será por equivocación!». Y casi arrebatada añadió: «Conque empanadillas, ¿eh? El marro me va a venir de perilla». En adelante, la emoción que sentían los feligreses apostando cada semana un chelín en la «porra» futbolística que se organizaba a beneficio del orfanato de Santo Tomás Becket, la obtendría Helen Logie (y sin que le costase un chelín) tratando de superarse a sí misma, de ver hasta qué punto era capaz de conseguir que los reverendos Green y Curtin no advirtiesen nada heterodoxo en sus guisos. Helen no se salía de sus costumbres. No compraba nada inusual y, salvo cuando sazonaba el pudín con jarabe para la tos, no utilizaba ingredientes raros. Todo era casero y hecho a conciencia; la misma cocina casera y económica que practicaba desde hacía años. Un religioso escrúpulo moderaba sus manos los días de ayuno o abstinencia y un innato talento artístico le impedía exagerar con sus toques personales y con sus inventos. El cordero al rapé seguía siendo su modelo, algo insólito pero no incomible. Servir platos incomibles equivaldría a tener que tirarlos y Helen detestaba tener que tirar nada.

Helen ganaba todas sus apuestas. Si, en lugar de apostar contra sí misma, hubiese apostado contra santo Tomás Becket dos a uno, habría ganado por lo menos cincuenta chelines que añadir a sus ahorros, tan parcos que lo notaban enseguida. Al cabo de cierto tiempo, sus victorias empezaron a perder interés. Incluso llegó a desear perder la apuesta, por lo menos una vez, para refocilarse con una exclamación de horror, una protesta, una pregunta o una mueca de desagrado. Tras servir uno de sus inventos, le hubiese gustado hacerse la remolona antes de volver a la cocina; permanecer a la expectativa para ver qué decían, o volver mientras comían so pretexto de haber creído oír que la llamaban, y mirarlos escrutadoramente para ver si advertían algo inusual. A veces, le parecía atisbar una expresión de desagrado tras las gafas del padre Curtin. En otras ocasiones miraba inquisitivamente al padre Green. Pero el padre Green seguía comiendo como si tal cosa y fortalecía la fe del padre Curtin para secundarlo. De no ser por los síntomas de inquietud del padre Curtin, y por el hecho de que cenaba fuera más a menudo que antes —aparte de por las migas de galleta que encontraba de vez en cuando en su dormitorio—, habría creído que la Divina Providencia obraba milagros en su cocina.

Helen se dejó de inventos durante las santas y ajetreadas Navidades, pero volvió a la carga a comienzos del nuevo año. Sin embargo, ya no trataba como antes de superarse a sí misma. Por el contrario, y aunque sin transgredir sus propias reglas, se devanaba los sesos día y noche tratando de dar con algo de verdad anormal, con algún potingue que hiciera imposible que los dos reverendos no lo notasen. Ya que no su buen hacer en la cocina, que reconociesen el empeño que ponía. Que profiriesen, por lo menos, una destemplada exclamación de disgusto, o de asombro, que probase que prestaban una mínima atención a lo que ella cocinaba y ellos comían. Pero, como uno de los buenos propósitos del padre Curtin para el nuevo año fue prestar menos atención al cuerpo, y a lo que a éste gustase o dejase de gustar, ni siquiera tenía la satisfacción de encontrar migas en su dormitorio. Ella cocinaba. Y los reverendos se lo comían. Y no hay más cera que la que arde, se dijo.

«¡No pienso tomarme más molestias por ellos!», exclamó para sí, con lo que no era sino una manera de reconocer su fracaso a la vez que lo disfrazaba. Necesitaba disfrazar su fracaso, porque no le gustaba admitir que tenía menos fuerza moral que Miss Dewlish. «Bien, Miss Dewlish, después de mucho pensarlo, me he inclinado por su opinión y vamos a probar el pulimento Cinderella», le había dicho hacía poco el padre Green a Miss Dewlish. Aunque enseguida la había dejado con la miel en los labios al añadir, ante un grupo de feligresas: «Pero, de momento, seguiremos comprándoselo a Vokes». Y, sin embargo, Miss Dewlish no sólo no se dio por vencida, sino que persistió en su empeño de atraerse a Mr Radbone, yendo a diario a hacer pequeñas compras a su tienda y a charlar un ratito. «Él empieza a flaquear. Y ella acabará por conseguirlo», comentó Willy Duppy, el chico de los recados del pescadero que tenía la tienda frente a la de Mr Radbone y que, por lo tanto, disponía de un excelente punto de observación para presenciar cómo se luchaba por la salvación de un alma. En el rebaño del padre Green había varios inmigrantes irlandeses, y Willy Duppy, hijo menor de una viuda, era una de las ovejas predilectas. En las mañanas en las que Willy ayudaba a misa desayunaba en la cocina de la rectoría. No era de extrañar que hiciese una montaña de un grano de arena al pasar el parte del sector «Radbone» del «frente católico». Los informes de Willy Duppy eran viscerales como partes de guerra.

A mediados de febrero, el padre Curtin descubrió con satisfacción que le resultaba más fácil de lo que había imaginado ignorar al cuerpo, y comer lo que le pusiesen delante prescindiendo de si le gustaba o no. Además, había visto un paquete de velas en el alféizar de la ventana de Mr Radbone; evidencia, según Willy, de lo que le rondaba por la cabeza, pues, ¿por qué iba a tenerlas allí si no? En otro orden de cosas, quienes disponían de tiempo para ello incubaban la gripe; y otros arrastraban resfriados de cuidado. Por orden del médico, el padre Green se vio obligado a abandonar las filas de estos últimos y a guardar cama. En medio de semejante panorama, volvió a dar señales de vida la burbujeante imaginación de Helen, que había puesto a hervir en un caldero doce docenas de naranjas. Se disponía a machacar la pulpa y a cortar las mondas a tiras cuando se le ocurrió que un toquecito de mostaza podía ser un interesante aderezo. Aunque no para la mermelada destinada a la venta —pues era una mermelada muy solicitada que contribuía a los ingresos parroquiales tanto como su repostería—, sino para un bote experimental que reservaría para los reverendos. Fue, sin embargo, una idea fugaz que enseguida desestimó. Tenía muchísimo trabajo por la tarde y, cuando terminase las manipulaciones previas para la preparación de la mermelada, estaría demasiado cansada incluso para preocuparse por lo mucho que le dolía la espalda.

Como por la mañana siguiente no fue a misa, el padre Curtin pensó que habría cogido la gripe. Aunque algo desconcertado al pensar que ni lo iban a ayudar ni a alimentar, era lo bastante joven como para que le sedujese la idea de demostrar que sabía valerse por sí mismo. Pese a todo, la chimenea del salón estaba encendida, la mesa puesta para el desayuno y, desde la cocina, le llegaban los ruidos y los aromas propios de la preparación de un desayuno. El padre Curtin acercó las manos al fuego para calentárselas y aguardó. Oyó pasos. Se entreabrió la puerta y asomó una bandeja tras la que esperaba que apareciese Miss Logie. La bandeja siguió donde estaba y la voz de Miss Logie, algo más crispada que de costumbre, según le pareció, anunció:

—Aquí tiene, reverendo. Su desayuno.

Como dedujo que no había más remedio, cogió la bandeja. Y, al cogerla, casi se le cae. Quien se la tendía era, si la vista no le engañaba, una perfecta desconocida con una desgreñada melena pelirroja que le llegaba por los hombros.

—No me llego —dijo ella—. Tengo reuma en los hombros, y no puedo levantar las manos hasta la cabeza para atármelo.

—Con mucho gusto se la ataría yo, si tuviese un cordel —dijo el padre Curtin, rebuscando en sus bolsillos.

El reverendo padre coadjutor escudriñó también por los recovecos de su mente, en busca de algo que tenía y no tenía que ver con el cabello de Miss Logie. Pero que, si quería demostrar que sabía valerse por sí mismo, había que afrontar sin dilación.

—Tengo una goma elástica —dijo el padre Curtin, que, al oír una tosecita que procedía de arriba, comprendió qué era lo que tenía que afrontar—. Verá lo que vamos a hacer: yo le subiré el desayuno al padre Green.

Subir la bandeja por la escalera era más difícil de lo que imaginó. Por ejemplo, no se apañó para cerrar la puerta con el pie. Debía de tratarse de una de esas habilidades femeninas innecesarias para un hombre. Al oír entrechocar las piezas de vajilla en la bandeja, el padre Green abrió los ojos.

—Miss Logie ha sufrido un acceso reumático. He querido ahorrarle el esfuerzo de subir la bandeja.

—Bien, bien. Muy amable por su parte. Espero que su estado no le impida cocinar.

El padre Curtin se dijo que acababa de demostrar tanta presencia de ánimo como buen sentido. El médico le comentó una vez que tenía el corazón algo cansado. Y, por lo tanto, podía ser muy peligroso para el padre Green ver a su ama de llaves con aspecto de arrepentida Magdalena. De mentón para abajo iba tan aseada y decorosa como siempre, aunque, por extraño que pudiera parecer, eso no mermaba el desasosiego que producía verla, sino que lo acentuaba.

A la hora del almuerzo, Helen llevaba el pelo recogido, aunque no muy bien sujeto. Él lo comentó y le expresó su alivio porque su crisis reumática hubiese remitido un poco.

—No ha remitido en absoluto, reverendo. Willy me ha peinado como buenamente ha podido cuando ha traído los arenques.

—¡Vaya! ¿Y no hay nadie más que pueda...?

—Volverá esta noche a soltarme el pelo, y, por la mañana, a recogérmelo para que pueda ir a misa.

Al padre Curtin no le pareció muy adecuado aquel arreglo, pero tampoco se lo pareció criticarlo. Y, por la noche —movido por un impulso que lo indujo a subir al comedor antes de lo habitual— oyó que le abrían a Willy la puerta trasera. Le pareció que Willy llevaba allí demasiado rato para soltarle el pelo a Helen; tardanza innecesaria, teniendo en cuenta la colaboradora fuerza de la gravedad. No pudo resistir la tentación y fue a asomarse a la escalera de la cocina. Oyó dos voces susurrantes que parecían expresarse con insólita facundia. Bajó un par de peldaños y oyó que lo que hacían Helen y Willy era rezar el rosario. Bueno... Eso estaba muy bien. Pero ¿qué era aquel recurrente y sibilante sonido? No podía ser. Pero era: Willy le cepillaba el pelo a Helen.

Justo en aquel momento, el padre Curtin oyó que le llamaban desde lo alto de las escaleras. Era una llamada aguda y apremiante. El padre Green debía de haber sufrido un ataque al corazón. De modo que corrió al dormitorio.

—¿Quién hay abajo a estas horas de la noche?

—Es Willy Duppy.

—Y ¿qué hace aquí? Porque lleva horas.

—Le cepilla el cabello a Miss Logie.

—¿Qué?

Era todo un alivio descargarse del problema, porque hay ciertos problemas que sólo un sacerdote con mucha experiencia puede afrontar, y una ama de llaves con mucha experiencia es uno de ellos. Aún departían los reverendos, cuando Helen, con dos flamantes trenzas adornadas con sendas cintas azules —Willy era un joven agradecido y aprovechó la oportunidad para mostrar cuánto apreciaba los desayunos—, pasó junto a la habitación al ir a acostarse. La puerta se cerró, pero, sin necesidad de aplicar el oído ni de caer en la bajeza de pararse a escuchar, oyó lo bastante como para saber que hablaban de ella; de su persona y no sólo de su buena mano para preparar los huevos con beicon.

—Yo la reprendería —dijo el joven coadjutor.

—Espero que no tengamos que hacerlo —replicó el párroco—, Aunque no le falta a usted razón. No en vano es pelirroja.

—Es lo que yo llamaría una mujer... sensible.

—No está mal expresado. En cualquier caso, lo mejor que puede uno hacer es fingir ignorarlo...

¡Acabáramos! Todo lo que necesitaba una mujer para que se fijasen en ella era sufrir una crisis reumática que la imposibilitase para peinarse. Ahora ya lo sabía. De manera que, si en adelante no lograba llamar su atención, no podría culpar a nadie más que a sí misma.

Por la mañana, el padre Curtin se interesó por la crisis reumática de Helen —aunque con cautela— y no se ofreció a subirle el desayuno al padre Green. Con cara de ofendida y cierto meneo al andar, Helen subió la bandeja y, como tenía que sujetarla con ambas manos, no pudo evitar que se le cayese otra horquilla del cabello.

—Buenos días, Helen. ¿Se puede saber qué pasa con su pelo?

—Buenos días, reverendo. Espero que haya pasado mejor noche.

—Regular, regular. La verdad es que lo de su pelo me ha desvelado un poco.

—No sabe cuánto lo siento. Ya tiene usted bastantes preocupaciones para preocuparse también por mí. ¿Qué es un poco de reuma? No me impide cocinar, lavar, planchar, ni hacer el trabajo de la casa, salvo quitar el polvo en los sitios altos. Y eso no es más que un pequeño inconveniente. No se preocupe lo más mínimo, reverendo. En cuanto a mi pelo, ¿qué importa el pelo de una mujer de mi edad? Nada, nada en absoluto.

Helen meneó la cabeza con desenfado y se le cayeron varias horquillas del pelo.

—¿Y qué pasa con Willy?

—Pues, nada. Gracias a Willy he podido asistir a misa esta mañana. Ha venido a propósito muy temprano para peinarme. Es un chico muy servicial, reverendo. Siempre está dispuesto a echar una mano.

—Ya sé que Willy es un buen chico, pero tiene otras cosas que hacer que dedicarse a peinarla.

—Claro. Por eso es más de agradecer.

—Eso, además de venir a soltarle el pelo por la noche, cuando debería estar en la cama y durmiendo. Además, no se le da muy bien, por lo que veo.

—¡Pobre Willy! El chico hace lo que puede.

—Si no puede usted peinarse sola, debería ayudarla otra mujer que sepa cómo hacerlo.

—La verdad es que sí. Pero no me gustaría desairar a Willy, que es tan servicial. Usted ha dicho muchas veces, reverendo, que como Willy sólo se encuentra uno entre mil.

—Creo que una mujer...

—Perdone, reverendo, están llamando a la puerta —se disculpó Helen, y, al darse la vuelta, hizo que se le soltase una de sus trenzas.

—¡Aguarde, Helen! No puede salir a abrir con aspecto de...

Pero era demasiado tarde. Porque, con aspecto de... cometa de larga cola, Helen había salido ya de la estancia.

Más tarde, cuando llegó el médico, el padre Green lo miró escrutador y le preguntó si sabía de algún rápido remedio para el reumatismo. El médico, que era hombre locuaz, le contestó que había muy distintas clases de reuma y que, cuanto más se estudiaba la enfermedad, más misteriosa parecía. Así, por ejemplo, algunas personas contraían el reuma por beber sidra; y otras, en cambio, se curaban del reuma bebiendo sidra.

Al cabo de un rato, el médico notó que su paciente perdía interés en el tema y cambió de conversación.

—Su ama de llaves lleva un peinado muy vistoso. Nunca la había visto soltarse el pelo. Me ha dicho que acababa de lavarse la cabeza.

Era una explicación convincente, aunque no pudiera servirle a diario.

Cuando, por la mañana, el reuma le desapareció a Helen tan de repente como había venido, no lo lamentó. Podía volver a contraerlo a voluntad. Mientras tanto, era un alivio tener su pelo, y tener a Willy de nuevo en su sitio. Era un chico bueno y discreto, pero los reverendos lo tenían muy consentido y no había que animarlo a que se creyese imprescindible.

Sin embargo, parecía que, en cierto modo, le hacían más caso con moño que si se soltaba el pelo. El padre Curtin y el padre Green, que ya se había levantado de la cama, se alegraron de verla recuperada. Se mostraban muy solícitos para evitar que se sentase en mitad de las corrientes de aire, que se mojase los pies o hiciese esfuerzos. Y únicamente por solicitud —aunque agudizada por la ansiedad— el padre Green (después de que Willy, al traer un bacalao ahumado, estuviese media hora en la puerta de atrás, explicando que Mr Radbone había despachado a tres representantes sin hacerles ni un pedido, ni siquiera un paquete de almidón; ¿qué podía eso significar sino que tenía en la cabeza asuntos más espirituales?) preguntó por qué caray había estado Willy tanto rato de palique.

—¿Willy? —dijo Helen en tono afable—. ¿Willy? Ay, vaya por Dios. Ahora me acuerdo. Ha venido cuando Miss Dewlish estaba arriba hablando con usted. Pero no he prestado atención. No tenía la cabeza en lo que él decía. Sólo pensaba en cuándo se marcharía Miss Dewlish para poder limpiar los cristales del salón. Pero, como no ha habido manera de que se marchase, tendré que limpiarlos mañana. Da lo mismo.

Helen podía permitirse mostrarse afable, porque, por la mañana, el reuma volvería a la carga, y el reverendo Curtin a deambular por la casa y a rezar para que volviese Willy Duppy, y sin hacer preguntas.

El padre Green no tenía la menor intención de deambular ni de rezar. Consideraba que ya ejercía su autoridad de manera suficiente, y que, teniendo en cuenta que convalecía de una gripe, se dominaba bastante bien para no dar rienda suelta a su malhumor.

—Siento que vuelva a tener problemas con su pelo, Helen. Pero no creo que Willy Duppy sea la persona adecuada para peinarla. Es cosa de mujeres. Así pues, lo mejor que puede usted hacer es pedírselo a una de nuestras buenas vecinas; a una de nuestras feligresas, por ejemplo.

—Verá, reverendo, nunca se me ocurriría dejar que me tocasen.

—El reuma es doloroso. Ya lo sé. Pero me parece increíble que le duela hasta ese punto. De todos modos, no podemos pretender pasar por esta vida sin dolor.

—Estaba pensando en los chismorreos. Porque dirán que me lo tiño.

—¡Eso es ridículo, Helen! Tiene que dejar que la peinen o...

—¿O qué, reverendo?

—O deberá usted quedarse en su dormitorio.

—Bueno..., reverendo, si así lo quiere usted —dijo Helen en un tono más sumiso de lo que esperaba el padre Green.

Helen rehuyó su mirada y dirigió la suya en derredor hasta detenerla en la papelera, que estaba a rebosar y había que vaciar. La cogió y, meneando la cabeza, dejó escapar un suspiro, volvió a dejar la papelera en el suelo y se dirigió hacia la puerta.

—Si necesita el abrelatas, reverendo, lo encontrará en la cómoda.

Con tres días podía bastar, pensó Helen. Menos de tres días no bastaban para darles tiempo a arrepentirse. Y más de tres días provocaría tal caos en la cocina que, a lo mejor, acababa arrepintiéndose ella misma.

Ocupar el tiempo durante tres días de ocio no era sencillo, pero aprovechó para quitarse de en medio lo mucho que tenía que zurcir y para escribir a sus amistades. De vez en cuando bajaba a la cocina, triste e inconfesa, a coger algo para comer. Programaba sus bajadas a la cocina de manera que encontrase al padre Curtin preparando algo de comer o a los dos reverendos lavando los platos. Avergonzada y en silencio, se quedaba luego en la entrada a contemplar aquel bochornoso espectáculo, injustificable para los reverendos, por más ofrecimientos de ayuda o consejo que Helen les prodigase. El ama de llaves permanecía allí un par de minutos, hasta que desalojaban la cocina. Después pasaba revista a las secuelas y se preparaba algo de expresiva fragancia, como unas tostadas con queso, y dejaba todo adminículo que hubiese utilizado ostentosamente limpio, con el esplendor propio de una buena obra en un avieso mundo.

En la práctica, tres días se hicieron un poco largos. Porque la noche del tercer día la desconcertaron yendo a cenar invitados en casa de Miss Ward, que tenía fama de buena cocinera. Al servir Helen el desayuno por la mañana con los bucles en su sitio, notó cierta frialdad en el ambiente. De manera que, la próxima vez, debería conducirse con mayor circunspección. Y al ver que, poco antes de la hora del almuerzo, el coche de Miss Ward se detenía en la entrada, y que Miss Ward bajaba con una cesta tapada, comprendió lo que sucedía: ya no era la única cocinera en las vidas de los reverendos.

Lo más desgraciado del caso fue que, una semana después, Helen se levantó con otro ataque de reuma en los hombros, tan auténtico e inhibidor como el primero. Rechinando los dientes e invocando a san Judas, patrón de los imposibles, logró mal que bien recogerse el pelo en un moño y anudarse un pañuelo a la cabeza. También fue san Judas quien le proporcionó a Willy. Y, aunque aquella mañana no le tocaba a Willy, el repartidor que trabajaba en la tienda los jueves no se presentó y llamaron a Willy para que lo sustituyese, y allí se encontraba ahora en la puerta trasera, aguardando a que le abriesen para desayunar, ansioso por comunicar las últimas noticias acerca de Mr Radbone.

—¿Que quiere vender la tienda? ¡Menuda! ¿Por qué va a querer venderla? No me lo creo.

—Tan cierto como que es de día. Y, además, está dispuesto a malvenderla. Tiene tantas ganas de marcharse que aceptará lo que le den.

—¿Y adonde piensa ir?

—A cualquier sitio, con tal de no quedarse aquí. La realidad es que... —musitó Willy, mirando hacia atrás—. La realidad es que... En fin, no me atrevería a decírselo a nadie más que a usted. La realidad es que...

—Vamos, jovencito, dejémonos de tantos rodeos. O terminaré por perder el hilo.

—La realidad es que ella tiene la culpa. Lo ha presionado demasiado. Cada día, dale que te pego. Y, a veces, dos veces al día. Incluso ha llegado a decirle, delante del representante, que ha empezado otra novena por él. De modo que le entran sudores en cuanto la ve aparecer por la tienda para comprar una lata de cacao en polvo o un penique de alpiste. Es demasiado brusca. Y nunca logrará atraérselo. Es más: lo tiene irremisiblemente perdido.

—Ya. Pobrecita Miss Dewlish. ¡Se le partirá el corazón! —exclamó Helen con acritud, a la vez que salía con la bandeja del desayuno.

Quienes disfrutan con las desgracias ajenas no pueden evitar que se les escape una delatora expresión de enfermizo remilgamiento. Y cuando el padre Curtin alzó la vista para decir «buenos días», recordó aquella vez en que le había parecido que Miss Logie acababa de ser poseída por el Demonio. Aquella mañana, no sólo le pareció poseída por el Demonio; le pareció que el Maligno se había instalado cómodamente en su cuerpo, dispuesto a pasar allí una buena temporada.

También el padre Green dijo «buenos días», pero sin levantar la vista. No quería mirar a Helen, no quería oír su voz. Sólo le interesaban de ella sus domésticos quehaceres. Desde el mismísimo día en que cayó en el despropósito de salirse de su esfera (de su adecuada y femenina esfera, en el papel de ama de llaves) para convertirse en un pernicioso cometa de pelirroja cola, había atraído su atención más de la cuenta. No sólo le obligaba a luchar contra sus extravagancias, sino contra una obsesiva e incómoda exasperación, impropia de un hombre. El padre Green miró su plato de gachas, tan insulso y cotidiano, y después desdobló el periódico, lo apoyó en la tetera y leyó los titulares.

De modo que cuando Reggie Mendoza, hijo de un terrateniente de la comarca, y muy cercano a la conversión, llegó aquella tarde para una hora de doctrina, y lo hizo entrar Helen con su pelo en estado salvaje, el padre Green se vio pillado por sorpresa y exclamó: «¡Siéntese, Reggie!», en tono tan enérgico y contenido que Reggie sintió, con un delicioso cosquilleo de entusiasmo, que era la voz de la Iglesia la que le hablaba, y estuvo a punto de arrodillarse. Lo que impulsaba a Reggie a la conversión eran sus dudas respecto de los preceptos anglicanos y, como el padre Green no les concedía siquiera el beneficio de la duda, era lógico pensar que todo sería coser y cantar. Sin embargo, a las personas que albergan tales dudas no les gusta que se las confirmen con excesivo énfasis, y en una reacción bastante ilógica, quien duda opta por defender aquello de lo que se propone abjurar, como si, al cargar excesivo peso en uno de los extremos de un columpio, la persona del opuesto corriese peligro de elevarse demasiado y caer. Aunque Reggie no cayese, el verbal vaivén exigía paciencia y sumo tacto, y al padre Green, que no podía quitarse de la cabeza a Helen, la hora de doctrina se le hizo mucho más pesada que de costumbre. Cuando al fin el párroco acompañó a Reggie a la puerta y lo despidió con sus bendiciones, fue a coger una pizca de rapé, hizo un par de revitalizadoras aspiraciones y llamó a Helen a su despacho.

—Cierre la puerta, Helen —dijo, con la misma controlada crispación que cuando le ordenó sentarse a Reggie.

A decir verdad, Helen ya cerraba la puerta antes de que él se lo dijera, pero, en aquella conversación, quiso afirmar su autoridad desde el principio. Y allí estaba Helen, con sus irredentas trenzas y sus pequeños ojos grises fijos en él; una exasperante y embarazosa visión.

El párroco tenía previsto hacer una pausa preliminar, como solía hacer desde el pulpito en las solemnidades, pero Helen se adelantó:

—¿De qué desea hablarme, reverendo?

El padre Green hizo caso omiso y persistió en su silencio. Helen continuó mirándolo, pero enseguida desvió la mirada hacia su cajita de rapé y frunció ligeramente los labios, como si le afease el único capricho que se permitía.

—Hum. Dudo que lo que tengo que decirle le sorprenda. Su propia conciencia le habrá hecho notar ya que tengo razones para estar preocupado, penosamente preocupado.

—Supongo que se deberá a mi pelo. ¿O acaso a mi reuma? —dijo Helen, que, como buena escocesa, arrastraba las erres y le daba a su «reuma» un toque de cinismo.

—Ya le había hablado antes de ello. Y esperaba no tener que volver a hacerlo. Pero veo que no hay más remedio. Esto no puede seguir así, Helen. No puedo dejar que vaya usted por ahí soltándose el pelo. Es impropio. No me gusta.

—Tampoco me gusta a mí, reverendo. Pero ¿cómo me lo voy a recoger si, con el reuma, no puedo, ni puedo tampoco contar con Willy?

—No creo que sea su reuma lo que se lo impide, Helen. Es su obstinación. En la parroquia hay mujeres de sobras para que cualquiera de ellas pueda peinarla.

—Aunque hubiese el doble, reverendo, no permitiría que ninguna de ellas me tocase.

—Piénselo bien, Helen. ¿Lo dice en serio?

—Por supuesto que lo digo en serio.

—Muy bien. En tal caso, sólo nos queda una salida: deberá llevar el pelo corto.

—¿Cortarme el pelo? ¡Ni hablar! No sé lo que usted opinará, reverendo, pero san Pedro decía que las mujeres debían llevar el pelo largo.

—San Pedro no dijo nunca nada semejante. Y, si se refiere a san Pablo, lo que dijo san Pablo es que una mujer temerosa de Dios no se adorna con sus peinados, sino con el decoro, la sobriedad y las buenas obras.

—¡La que pueda peinarse! ¿Cree usted que yo puedo peinarme sola? —exclamó Helen, y se llevó las manos a la nunca con tal vehemencia que no pudo contener un grito de dolor.

El padre Curtin asomó por la puerta al oír el grito.

—¿Ocurre algo? —preguntó—, ¿Le ocurre algo a Miss Logie?

—Sólo que... ¡he llegado al límite de mi paciencia! Y ya que ambos están presentes, a los dos se lo notifico: tienen un mes para buscarme sustituta.

Helen salió airadamente de la estancia, blanca como la cera con su melena ondeando como una bandera.

El padre Curtin miró al padre Green, en busca de serenidad. Pero no fue serenidad lo que encontró. El padre Green estaba rojo como un tomate, tenía las venas de las sienes a punto de estallar y respiraba como un ciervo enfurecido. De pronto miró el reloj y luego a su coadjutor.

—Ya es casi la hora de vísperas —le dijo.

Por la mañana, el padre Green llamó por teléfono a Miss Ward y, con voz acaso una pizca más calmada y fuerte que de costumbre, le comentó que le estaría muy agradecido si lo ayudaba a encontrar otra ama de llaves. Al decirle ella que sentía mucho que se hubiese despedido el ama de llaves, él le replicó que era, ciertamente, un duro golpe y que estaba seguro de que se iba a echar de menos su repostería en la parroquia, pero que el trabajo se le hacía cada vez más penoso y que ya se había ganado con creces una justa jubilación.

La noticia de que Helen se marchaba armó un considerable revuelo. Y causó más sensación aun que, muy poco después, Mr Radbone se marchase —nadie sabía adónde—, ya que eso equivalía a tener que digerir también la frustración de Miss Dewlish (aparte de empezar a especular con quién sería su próximo objetivo).

Presumiblemente, Helen se sintió aliviada al dejar de estar en el candelero. Por lo menos, coincidiendo con la marcha de Mr Radbone, se la vio menos áspera y, después de Cuaresma, su actitud se dulcificó hasta tal punto que, en lugar de refocilarse con el fracaso de Miss Ward para encontrar una nueva ama de llaves, recomendó a su prima Isa, que se avendría a estar a prueba si los reverendos lo consideraban conveniente, aprendería lo que hubiese que aprender y, si estaban contentos con ella, se quedaría definitivamente tras la marcha de Helen. Y, como sólo faltaban dos semanas para que Helen se marchase, los reverendos aceptaron.

Isa llegó, gustó y se quedó. Con un vestido nuevo y un sombrero de viaje sorprendentemente llamativo, Helen hizo varias visitas para despedirse, en el curso de las cuales dijo todo lo que era propio de la buena educación, pero sin dar explicaciones. Se condujo con un talante tan serio y reservado que más de uno creyó que la habían despedido por alguna falta respecto de la cual era poco educado preguntar. Varias personas llegaron incluso a pensar que el padre Green se había precipitado demasiado al despedir a una vieja criada.

Cuando ya parecía que había terminado con las despedidas, surgió la grata sorpresa, poco después de Semana Santa: la tienda de Mr Radbone abrió de nuevo las puertas, completamente reformada y convertida en establecimiento expendedor de refrescos, embutidos, repostería, confituras, tortas y hogazas. Y allí estaba Helen como maestra de ceremonias, ayudada por Willy Duppy.

El negocio fue viento en popa, y el préstamo que ella pidió para completar lo que le faltaba para la compra de la tienda lo pudo devolver enseguida. Willy resultó ser tan buen chico como parecía, y Helen procuró que todo el mundo supiese que, cuando hubiera aprendido bien el oficio, tuviese un buen rinconcito en la cartilla de la Caja de Ahorros y se casase con una buena chica, se convertiría en su socio y, llegado el momento, heredaría el negocio.

La vocación que Willy sentía por el sacerdocio, vocación que tiempo atrás pareció tan prometedora, se había visto truncada por todos estos acontecimientos. Pero, como la verdad era que, en su fuero interno, Willy nunca vio demasiada clara tal vocación, fue mejor así.