SUS APACIBLES VIDAS

La ventana estaba cerrada. Hacía un típico día de abril, con blancas nubecillas surcando el cielo. Nuevos bungalós de rojos tejados salpicaban el semirrústico paisaje, y sus antenas de televisión desvirtuaban la anarquía de unos viejos manzanos, conservados en número suficiente como para justificar el nombre de la finca: «El Huerto».

Mrs Drew volvió a mirar el reloj. Lo llevaba en la blusa, prendido de un broche esmaltado que hacía juego con el reloj; darle la vuelta y agachar la cabeza para mirarlo constituía un cierto esfuerzo que la hizo gruñir. Pero, aunque había un reloj de pared en la repisa de la chimenea, prefería consultar su reloj. En primer lugar, por su valor sentimental. Se lo había regalado su esposo en la luna de miel, hacía cincuenta años. Y, en segundo lugar, porque se podía fiar de él. Audrey había olvidado más de una vez darle cuerda al reloj de pared.

Eran las once menos tres minutos. Seguro que le iba a traer el caldo tarde. El doctor Rice Thompson le había dicho repetidamente que, para una digestión como la suya, la regularidad era esencial. Pero no iba una a esperar milagros. Había aprendido a no esperarlos. Menos dos minutos. A las once en punto se abrió la puerta. Audrey entró con sus renqueantes andares.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Has oído? ¡El cuco!

—¿Qué, cariño?

—El cuco. El primer cuco.

—¿Qué, cariño? ¿Pasa algo?

Con la bandeja no pasaba nada; eso podía verlo perfectamente. La tostada estaba en su punto, y no había olvidado el salero de la pimienta. Entonces, ¿por qué no se callaba Audrey de una vez?

—El primer cuco, mamá. Ha llegado la primavera.

—¿Que ha llegado quién? Podías habérmelo dicho. Soporto mejor las malas noticias que la incertidumbre. Y deja ya la bandeja. Si no tienes cuidado, vas a derramar el caldo.

Audrey dejó la bandeja y se le derramó un poco de caldo al hacerlo.

—El cuco, madre.

—Ah, el cuco... Qué voy a oír yo.

—No. Ahora ya no.

Tantos aspavientos y bobadas por un pájaro que llegaba todos los años y, más o menos, por las mismas fechas. Pero el caldo estaba delicioso. La reconfortó, como una vivificante marea, y reanimó su interés por la vida.

—¿Ha llegado el periódico?

—Todavía no.

—¡Vaya! Últimamente siempre con retraso. ¿Por qué?

—Porque lo trae el lechero.

—Pero siempre lo ha traído el lechero.

—Sí, pero ahora, con todas esas casas nuevas... Todos se hacen traer la leche, y el lechero tarda más en llegar hasta aquí.

—Sigo sin explicármelo.

Durante los últimos dieciocho meses, habían tenido la misma conversación, sobre el periódico y la leche, diariamente.

Pero todo, pensaba Audrey, sucedía más o menos diariamente. Diariamente, su hermano Donald cogía el tren de las ocho y cinco para llegar a la oficina a las nueve, con unos minutos de adelanto para echarles de comer a las palomas. Diariamente, a las once menos diez cortaba dos rebanadas de pan y las metía en la tostadora eléctrica, para acompañar el caldo de las once. Diariamente, a las dos y media, colocaba a su madre en el sofá para que hiciese la siesta, y le quedaba cosa de una hora para ella. Diariamente, a las seis menos cinco, se oían las veinte campanadas de St. Botolph, e iba corriendo a la capilla. Todas las noches, a las diez y media, después de haber acostado a su madre y de haber sacado la basura, anotaba los gastos del día, hacía anotaciones en su diario y leía los salmos del día. El lechero, el cartero, el panadero, los locutores de la BBC; todo seguía su curso diario, paralelamente a la lectura de los Poemas de Lucy de Wordsworth, aunque Lucy fuese algo inanimado, muerta ya.

También el almuerzo era cosa de todos los días, y aquel día tendría que picar carne y cerner, de manera que se tendría que poner a ello enseguida.

—Por cierto —le dijo su madre, al ir a salir ella de la salita—, tendrás que comprar más leche si...

—¿Si qué, mamá?

—Si vas a hacer pudín.

Pobre mamá. Era triste ver cómo porfiaba por seguir controlando la vida cotidiana.

—Sí, mamá. No lo olvidaré.

Al oír que se cerraba la puerta, Mrs Drew dejó escapar una risita. ¡Dios, por poco se le escapa! No pensaba hablarle de Betty Sullivan hasta estar bien segura de ella. Por suerte, no se había despistado y lo había solventado con lo del pudín.

Llegó el lechero, como todos los días, y Audrey entró con el The Daily Telegraph. Su madre leyó con avidez las necrológicas. Cuando faltan otros alicientes y los consuelos menguan, cuando los sentidos se deterioran y la mente se mueve en un círculo cada vez más estrecho, cuando el saltamontes se convierte en una pejiguera y el cartero no trae cartas, y ni siquiera la Familia Real es lo que fue, la columna de las necrológicas sigue inconmovible. Cuando no había esquela de nadie a quien mamá conociese, era casi seguro que incluiría, por lo menos, un apellido que le fuese familiar que le permitiría conjeturar y ganar confianza.

El apellido de aquel día era Polson.

—Polson. Gertrude Polson. Pimienta, por favor. Ahora nunca me echas bastante pimienta. La conocí en Malvern. Nosotros estábamos en un hotel y ella en otro, y nos conocimos en la biblioteca municipal. Una mujer encantadora, y estoy casi segura de que se llamaba Gertrude. La verdad es que ya entonces se la veía una persona frágil. Gertrude Polson, a los ochenta y siete años. No creo que la recuerdes.

—No, creo que no.

—No, no te puedes acordar. Estuvimos en Malvern en 1917, cuando tenías tres años. Y Mr Polson, que hacía grabados o algo así. Pero en la esquela no lo mencionan. Dice sólo que murió apaciblemente, en una residencia para ancianos de Castle Bromwich. Supongo que debieron divorciarse.

En cierto modo, los presuntos fallecidos eran para mamá incluso mejor que los confirmados. Le cundían más. Pero, aunque Mrs Polson le hubiese alegrado el almuerzo, la cena se vio ensombrecida por la habitual desilusión.

—¿Dónde están las cartas? ¿Es que no ha venido el cartero?

—Sí que ha venido. Pero no tienes carta esta tarde.

—¿Que no? ¿Estás segura? ¿Has mirado bien?

—Sí, mamá. Había dos para Donald y una circular para mí. Nada más.

—¿Estás segura de que no ha habido carta para mí? Una con matasellos de Devon...

—¿Es que esperas carta de Devonshire?

—¡Estúpida! —exclamó Mrs Drew, mirando a su hija con fijeza.

A las seis menos diez sonaron las campanas de St. Botolph. Audrey fue a la iglesia. Hacía una tarde deliciosa, la tarde del día en que había oído el primer cuco, y rezó para que Dios la colmase de paciencia. Mrs Drew exigía continuada paciencia hasta la hora de acostarse.

—¿Qué le pasa a mamá? —preguntó Donald cuando Audrey bajó a sacar la basura—, ¿Está enfadada por algo?

—Es que no ha recibido una carta que espera, de Devonshire. Ojalá recibiese más cartas, la pobre.

—Puede que mañana las tenga.

La esperada carta, en un sobre escrito con letra floreada y elegante y con matasellos de Exeter, llegó con el correo de la mañana del día siguiente. Mrs Drew rasgó el sobre. Leyó la carta con evidente satisfacción, la volvió a meter en el sobre y dijo que tomaría un huevo escalfado con el desayuno. Hasta después del caldo de las once no hizo ningún comentario.

—Un pato no tiene mucha carne, no vayas a creer. Así que creo que es mejor que encargues dos. ¿Por qué me miras así? ¿Es que no me has oído? He dicho que encargues dos patos.

—Pero el pato es caro, mamá. Sólo estamos en abril, ¿sabes? Y con un pato está más que bien para tres.

—Cuatro.

—¿Cuatro patos?

—¡No! Dos patos, para cuatro personas. Va a venir Betty Sullivan. Supongo que te acordarás de ella, ¿no?

—Claro. Erais íntimas cuando niñas, ¿verdad que es ella? Y está casada con un abogado. ¿Qué día llega?

—Pasado mañana.

—¡Qué bien! Lo contenta que te vas a poner al verla de nuevo. ¿Almorzará aquí?

—Se quedará aquí.

—¿Todo el fin de semana? Entonces prepararé la habitación de invitados.

—Se quedará un par de meses.

—¿Un par de meses, mamá?

—Sí, un par de meses, Audrey. O más, si ella quiere. Y a ver si prestas más atención, que no estoy en condiciones de tener que repetir siempre las cosas dos veces. Y no te preocupes por la habitación de invitados. Vendrá con mucho equipaje. Se va de la casa a la que se mudó al morir Gerald, su esposo, porque esa odiosa nuera suya asegura haber heredado la casa y se le ha metido allí con un montón de críos. Así que no le cabrá todo en la habitación de invitados. Tendrá que instalarse en tu habitación y tú en la de invitados. ¿Ha llegado el periódico?

—Todavía no. Lo traen con la leche, ya lo sabes.

—Eso no es razón para que lo traigan tarde.

—No es tarde, mamá. Llega más tarde, eso es todo. Pero, mamá, sobre eso de Mrs Sullivan...

A Mrs Drew se le enrojeció el cuello.

—¿Qué pasa? —inquirió.

—No sabía que se hubiese quedado viuda —se apresuró a contestar Audrey.

Porque, aunque la presión sanguínea de su madre acabaría con ella tarde o temprano —con lo que todo se simplificaría enormemente—, Audrey no quería ser la causa de que le diese un ataque por librarse de Mrs Sullivan. Eso se lo dejaba a Donald. Un hijo tenía más autoridad. Era justo que fuese, de vez en cuando, Donald quien bregase con su madre, en lugar de estar siempre hablando de quietismo y de dejar que ella cargase con todo.

Después de referirse brevemente a la viudedad de Mrs Sullivan (de la que Mrs Drew se había enterado a través de las necrológicas, lo que le había movido a enviar una carta de pésame y a reanudar la antigua amistad), Audrey no hizo más comentarios y se pasó la tarde preparando la habitación de invitados.

Las monjas, pensó, se conformaban con sus pequeñas celdas. Teniendo esto en cuenta, si cambiaba las almohadas y retiraba todos los cuadros y ornamentos, podría estar relativamente a gusto en la habitación de invitados. Por de pronto, constituiría una novedad. Por otro lado, ponía entre ella y su madre todo el pasillo de por medio. Y, además, era sin duda alguna más austera, de manera que podría considerarla como una antecelda del encalado habitáculo que le esperaba en África del Sur.

—Será bienvenida en cualquier momento —le había dicho la hermana Monica—. Sólo tiene que enviarnos un telegrama y coger el avión.

Lo que más podía influir en que la presión sanguínea de Mrs Drew terminase por simplificar las cosas era la vocación religiosa de sus hijos. La de Audrey era la más sólida. Era oblata de una congregación anglicana y en el curso de unos ejercicios espirituales había conocido a la hermana Monica, que había regresado de su misión de África para pasar unas vacaciones. Al final de los ejercicios espirituales, Audrey se sintió segura de su vocación y la hermana Monica la había aceptado provisionalmente. Sólo era cuestión, según le comentó la monja, de tener el pasaporte a punto y aguardar a la definitiva llamada del Señor. Mientras Audrey aguardaba la llamada del Señor, Donald estaba enfrascado en más complejos problemas espirituales. A veces incluso había llegado a pensar en hacerse budista. Y en aquellos momentos estaba casi seguro de que iba a hacerse católico y a entrar en una orden contemplativa. Pero no podían hablar de ello con su madre, que alardeaba de despreciar, imparcialmente, todas las religiones, aunque, de llegar a descubrir hacia dónde se estaba encaminando Donald, habría estado dispuesta a derramar hasta la última gota de sangre por la fe protestante.

En lugar de regresar a casa directamente desde la capilla, Audrey fue a abordar a Donald a la estación, y le contó lo de Betty Sullivan. Él, muy alarmado, no quiso saber nada del asunto.

—No pienso decir una palabra —aseguró—, a menos que mamá saque el tema.

Y, mientras Audrey hacía la cena, él fue a encerrarse en el cobertizo de las herramientas y engrasó el cortacésped.

Habían guardado el cortacésped sucio —aunque no sabía quién— y, por lo tanto, también lo tuvo que limpiar. No podía por menos que considerar injusto que, después de estar todo el día trabajando en la oficina, contasen con él para bregar con las manías de su madre al regresar a casa. Eso era más propio de una hija. Y estaba muy bien que hasta entonces Audrey hubiese mantenido en secreto su vocación de hacerse monja e ir a las misiones de África, pero, de momento, tenía que limitarse a ejercer de hija en Middlesex.

A las siete y media, la madre se sentó en la cabecera de la mesa, asegurándose de tener a mano el salero de la pimienta.

—¿Te has acordado de encargar los patos, Audrey? —dijo.

Audrey miró a Donald con cara de circunstancias.

—¿Pato? ¿Pato asado? ¡Delicioso!

—No, mamá. No nos lo podemos permitir. He preguntado y están a veinticinco chelines la pieza. Un abuso.

—Pero ¿se puede saber quién paga la comida en esta casa? —dijo su madre, desentendiéndose de la inmoralidad del precio—, Aún no tenéis los poderes del notario, ¿está claro?

—Esta sopa está buenísima, Audrey —comentó Donald.

El silencio de Audrey y lo que su madre murmuraba por lo bajo «Aún no los tenéis, no los tenéis, aún no», invitó a Donald a hablar de nuevo.

—Por cierto, mamá, volviendo a lo del pato, ¿tiene que ser forzosamente pato? Porque, si es así, lo puedo encontrar más barato en Londres.

—Nunca he dicho que tuviese que ser forzosamente pato. Sino que quiero dos patos. Me gustaría que tú y Audrey me prestaseis atención de vez en cuando, en lugar de haceros señas. Sois tan cargantes como Betty Sullivan.

—¿Es Betty Sullivan cargante?

Donald y Audrey habían hablado a la vez.

—Claro que es cargante. Porque hace guiños como vosotros. Pero en su caso es un tic nervioso. Y sólo le pasa cuando se enfada. Y no puede controlarlo. Así que no es culpa suya. Y no como vosotros, que os pasáis las comidas haciéndoos guiños como dos payasos.

Donald se sobresaltó. Audrey le acababa de dar un puntapié en el tobillo.

—Nos hemos desviado de lo del pato —dijo él—. Creo que, si quieres pato, podría conseguirlo...

—Yo no he dicho nada de eso. He dicho que quería dos patos. Y los voy a comprar. No creo que cinco chelines sea ninguna fortuna por un pato.

—¡Son veinticinco chelines! —gritó Donald perdiendo la paciencia.

—Bueno, pues veinticinco, si tú quieres —dijo su madre con displicencia—. ¿Es que sólo hay sopa, Audrey?

Como se podía confiar en Donald para organizar una buena trifulca cuando de dinero se trataba, Audrey fue a la cocina a buscar las chuletas de cordero a la brasa, y no se dio demasiada prisa en volver. Se les oía discutir a voces, gritando los dos por igual. Donald estaba furioso. Dejaría que siguiese arreglándoselas él solito un poco más. Pero se excedió.

—Bueno, pues yo me lavo las manos —dijo Donald, al volver ella con las chuletas.

Comieron las chuletas en silencio y luego, mientras comían el pudín, hablaron un poco del cuco.

Por lo visto Donald también había decidido lavarse las manos respecto de fregar los platos, que era algo en lo que solía ayudarla. Al regresar Audrey a la salita, él había encendido la radio y estaba escuchando un debate sobre la esclavitud en que vivían los escritores tras el Telón de Acero. El cuello de su madre ya no estaba enrojecido. Su ganchuda nariz que, cuando se ponía furiosa, dominaba sus facciones como las dominaría cuando estuviese muerta, se había hundido en la masa de su rostro, tan tranquila como una anémona de mar digiriendo su presa. Después del debate sobre los escritores soviéticos, emitieron unos fragmentos de La viuda alegre. Donald siguió escuchando la radio. Y cuando Audrey ya había acostado a su madre, Donald estaba dándose un baño. Ella aguardó a que saliera y entonces saltó.

—Bueno, Donald. Así que, al final, has cedido.

—No. No exactamente. Pero creo que debemos ceder. No sobre los patos, claro. Porque eso es absurdo, y deberías hacérselo ver. Ceder en lo de la tal Sullivan. Al fin y al cabo, es nuestra madre.

—Sí, claro, nuestra madre sí que es nuestra madre, pero no esa Sullivan.

Donald puso, por un momento, exactamente la misma cara que cuando su madre había exclamado «¡Estúpida!».

—Como bien dices, Audrey, es nuestra madre. Su vida es monótona, vive en el pasado. No comprende que su dinero no vale ni la mitad de lo que valía hace veinte años. Y le hace mucha ilusión ver a Mrs Sullivan. Además no va a ser por tanto tiempo. Lo más seguro es que acabarán peleándose. Mamá se pelea con quien sea al cabo de una semana. ¿Le vamos a negar este pequeño capricho?

Pasillo adelante, con porte majestuoso, descalzo y con su batín a cuadros de lana escocés, Donald tenía un aspecto verdaderamente apostólico. Incluso en el parvulario, ella había mostrado hacia su hermanito un marcado sentido de protección. Pero el hermanito empezaba ya a quedarse calvo. La protección se había prolongado durante demasiado tiempo.

Dos días después, con una enorme cantidad de paquetes como equipaje, llegó Mrs Sullivan.

—¡Betty!

—¡Poppy!

—¡Cuántos años!

—¡Pero te habría reconocido en cualquier parte!

Siguieron prodigándose exclamaciones. Audrey siguió subiendo paquetes a la habitación. Uno de los paquetes era tan sorprendentemente pesado que también ella profirió una exclamación.

—Y ésta es tu Audrey, ¿verdad? —dijo Mrs Sullivan, dándose la vuelta.

—Encantada.

—¡No sabes cuánto te pareces a tu tía abuela! ¿Verdad, Poppy? ¿A que es clavadita a tía Ada? No te preocupes por ese paquete, cariño. Puedes dejarlo aquí. Seguro que no adivinas lo que he traído, Poppy. ¡Todos mis álbumes de fotografías!

Aunque, de cara, Mrs Sullivan estaba más estropeada que su madre, conservaba un mínimo de cintura que la hacía parecer más joven. En realidad, como comprobó Audrey cuando le pidieron que se acercase a ver una fotografía de ambas, con trenzas y falda hasta los tobillos, Poppy y Betty eran exactamente de la misma edad. Y allí estaban sentadas en el sofá, identificando exultantes a amigas con nombres como Bertie y Nina.

La carne de pato requería calentarla bastante al horno antes de cocinarla, y Audrey no pudo ir aquella tarde a la capilla. La puerta del horno estaba abierta y el pato calentándose, cuando Donald asomó la cabeza.

—¿Qué tal es? Parece que habla... ¿No irás a decirme que has comprado los patos?

—Cedí, Donald. Al fin y al cabo, es nuestra madre.

—Bueno, supongo que ahora ya no tiene remedio. Pero no debías haberlo hecho.

Donald salió de la cocina, pero enseguida volvió sobre sus pasos.

—¡Audrey! ¿Qué es este horrible olor en toda la casa?

—Debe ser el perfume de Mrs Sullivan.

—¡Dios santo! Apesta por todas partes.

—Es que ha estado en todas partes. Mamá le ha estado enseñando la casa. Y a mamá también le ha echado perfume. Se llama Méfie-toi.

Mientras, Poppy y Betty seguían evocando el pasado; recordando los partidos de hockey, las labores, los fox-terriers, las clases de catequesis y las botas del obispo. Mientras la madre, envalentonada por aquellas gestas de su memoria, se mostraba cada vez más exigente y despótica, y Audrey cada vez más cansada y hastiada, Donald estaba frenético a causa del Méfie-toi. Compró aerosoles, roció el cuarto de baño con desinfectante, impregnó su pañuelo de citronela, y se lo apretaba compulsivamente contra la nariz en cuanto Mrs Sullivan se acercaba. Tan compulsivamente se lo apretaba que, al cabo de unos días, la nariz se le inflamó. Mrs Sullivan, que había dado en llamarlo «mi pobrecito muchacho», insistió en aplicarle una loción refrescante (de la gama del Méfie-toi). Tratando de quitarse aquel hedor de las narices con jabón a la carboleína y con el cepillo de las uñas, Donald se hizo una carnicería. En el tren no se le notaba mucho, porque se podía tapar con el periódico. Pero no puede uno andar por las calles de Londres con el periódico tapándole la cara, y tenía la sensación de que le miraban la nariz o de que evitaban verla. Para colmo, Holiday, con quien almorzaba los martes, no se anduvo con rodeos.

—Tendrías que cuidarte esa nariz, Drew.

Y aquella misma noche, al ir a buscar consuelo en Audrey, ella empezó a parpadear, mientras lo miraba como si estuviese lejísimos, y le dijo que a ella le dolía el estómago. Donald le dijo que lo sentía, pese a que Audrey no le había expresado la menor condolencia por su nariz y añadió que probablemente tenía cólico, como consecuencia de lo fuerte que comían desde que Mrs Sullivan estaba en casa. Y, como era Audrey quien cocinaba, el remedio estaba en sus propias manos.

Dos noches después, Audrey se cayó de la silla durante la cena y empezó a retorcerse en el suelo. Al intentar incorporarla, profirió un grito. Enviaron a buscar al doctor Rice Thompson y la llevaron en ambulancia al hospital, donde la operaron de apendicitis aguda.

Al despertar Audrey de la anestesia, y ver sólo caras extrañas que se inclinaban hacia ella, exhaló un suspiro de alivio y se sumió de nuevo en el sopor. Al cabo de un rato —no podía precisar cuánto tiempo, ni le importaba—, abrió los ojos y allí estaba Donald. Oyó una voz que decía: «No más de diez minutos, Mr Drew». Donald se sentó a su lado y miró hacia una de esas cubetas donde echan los cálculos renales.

—¿Qué tal estáis todos? —preguntó Audrey.

—Estupendamente.

—Oh —exclamó ella, tan vagamente aliviada como sorprendida—, Me alegro mucho.

—No tienes que preocuparte por nosotros. Betty se ha traído a Hannah.

Hannah. Hannah a secas. Debía de ser alguna marca de conservas. Bueno, si con eso se conformaban... Entonces su conciencia se despertó y le advirtió que el pobre Donald ponía cara de circunstancias.

—¿Y qué es...?

—Hannah es su antigua criada —le aclaró Donald—, Betty puso un telegrama y Hannah cogió el primer tren. Y lo hace todo. Debo reconocer que Betty ha sido una gran ayuda. Nunca he comido mejores pasteles. Y Betty lo ha arreglado para que se quede una semana, cuando tú vuelvas, para aliviarte un poco del trabajo.

—Oh. ¿Y dónde duerme la tal Hannah?

—Duerme fuera de casa, en casa del tendero, que también es de Wesley. Esta gente se ayuda entre sí como los ladrones, y le vende los espárragos casi regalados. Yo nunca sería wesleyano. Pero hay algo hermoso en esa manera tan simple de ver las cosas.

A nadie le hace mucha gracia saber que ha sido sustituido por alguien que lo hace todo tan bien o mejor que una. Sólo apelando a sus más bajos instintos, pensando en trabajos domésticos de tal naturaleza como limpiar los grifos de la bañera o las botellas de leche, podía Audrey digerir que la Hannah de Betty Sullivan, que se hospedaba con Powell y que venía preparándole hacía días el desayuno a Donald, siguiera en casa cuando ella regresase.

Betty Sullivan llegó en un taxi a recoger a Audrey y, durante el trayecto, estuvo tan amable y cariñosa como quepa imaginar.

—Quiero que te sientas como en un hotel —le dijo—. En uno de esos tranquilos hotelitos donde no tienes más que tocar la campanilla. Te he puesto una de las campanillas de tu madre en el dormitorio. Es absurdo que ande siempre con cinco campanillas, por más recuerdos que le traigan. De modo que te he puesto la que Madge Massingham-Maple le compró como regalo de boda. Porque la verdad es que nunca le importó un comino la vieja Madge.

—¿Cómo está mi madre?

—En plena forma. Maravillosamente. Como una rosa.

Audrey apenas tuvo tiempo de saludar a su madre antes de que la acostaran. Hannah le trajo té con tarta hecha en casa. Era sábado y, al poco, oyó a Donald que cortaba el césped. Demasiado bonito para que dure, se dijo Audrey. Las facturas serían astronómicas. Su madre tenía un aspecto rojizo, muy peligroso. Betty se las había arreglado para utilizar el mejor servicio de té, y no le cabía duda de que Hannah lo acabaría rompiendo. Tarde o temprano, el diablo metería la pata y la casa seguiría apestando a Méfie-toi durante meses. Mientras tanto, trataría de sacarle el máximo partido a la inesperada estancia en aquel apacible hogar, donde no tenía más que tocar la campanilla de Madge Massingham-Maple.

Pero no hubo el menor contratiempo. Hannah sabía administrarse muy bien, era una excelente cocinera y parecía decidida a permanecer allí indefinidamente. Y, por supuesto, también Betty Sullivan, aunque esto último no fuese de lamentar. Porque Betty no sólo le echaba una mano a Hannah, sino que contribuía —y generosamente— a los gastos de la casa y, además, desde que había llegado, su madre era otra persona, una persona con ganas de vivir. No se cansaban de hablar de su infancia: de cuando iban a patinar en invierno, y a remar en verano; de cuando eran tan devotas; de cuando dejaron de serlo y le enviaron al cura una tarjeta con una nota el día de los enamorados y el cura se puso como un tomate; de cuando se oyó un pataplán y se dio la gran morrada Hector Gillespie en la pista de patinaje; de cómo se peleaban los fox-terrier debajo de la silla de Mrs Bulliver, y en la tintorería les estropearon aquella primorosa prenda, y el dentista se suicidó en Centry Wood, y Claude Hopkins regresó de Cambridge con automóvil y se lanzaba a casi cincuenta kilómetros por hora echando chispas por el tubo de escape, y Addie Carew se casó con una avispa debajo del velo. De vez en cuando se adentraban en épocas posteriores: el matrimonio, la maternidad, el racionamiento, la epidemia de gripe, la desaparición de los lavaderos públicos, la pobre Lucy Latrobe que se dio a la bebida, Mr Drew, que salió a comprar el periódico vespertino y lo trajeron muerto a casa, la preciosa nieta de Addie yendo de un divorcio a otro. Pero acerca de aquellos años la conversación no siempre transcurría de manera tan apacible. Había algunos episodios espinosos respecto de los cuales Betty alardeaba y Poppy se mostraba crítica. De manera que no tardaban en retrotraerse a su juventud, y empezaban a contar, una y otra vez, las mismas historias, sin cansarse de reír con ganas de las mismas desgracias. Las ventanas estaban abiertas, las cortinas de verano se agitaban con la brisa y la madre se sentía tan bien que ella y Betty hicieron varias visitas a Londres, para elegir nueva tapicería para las sillas y almorzar en pequeños restaurantes del Soho.

Audrey y Donald estaban inmersos en una paz inesperada; al menos para Audrey, porque pocos placeres conocía que no fueran robados de las garras del deber.

—¿Sabes en qué he estado pensando? —dijo Donald.

Estaban en el jardín, cogiendo babosas al anochecer. Desde la cocina les llegaba el ruido del trajín de Hannah, que fregaba los platos; y, desde la sala de estar, la historia de Hector Gillespie, el que se dio la morrada en la pista de patinaje.

—No, ¿en qué? —dijo ella con aprensión.

—En que ahora tienes la oportunidad.

—¿Que tengo la oportunidad?

—Tienes la oportunidad de marcharte. Si te marchases ahora mismo a África del Sur, mamá apenas se daría cuenta. ¡Óyela! Es completamente feliz, viviendo en el pasado. Y, si tú te vas, seguro que Betty se quedará. Sería justo la excusa que necesita para seguir aquí, a un paso de Londres.

—Y si yo tengo ahora la oportunidad, ¿no la tienes tú también?

—Para mí no es tan urgente. Ni tan sencillo.

—Lo dices porque crees que mamá no podría vivir sin ti... Sin tu sueldo.

—No pienso en nada parecido —repuso él con acritud—, Betty tiene mucho dinero. No hay más que verla... y olería. Además, conozco su situación de pe a pa.

—Pero ¿cómo? ¿Te lo ha contado ella?

Él cogió otra babosa con la cucharilla y la echó en el frasco de agua salada.

—La verdad es que envié a Lorna, mi secretaria, al registro de legalización de testamentos, a que le echase una ojeada al de Gerald, su marido.

Desde allí las oían hablar casi a voz en grito.

—Betty, ¡te has vuelto a confundir! Siempre te confundes. Bertie Gillespie estaba bailando conmigo y no con Mabel.

—Bueno, bueno, para ti la perra gorda, cariño.

Por el tono de su voz, resultaba obvio que Betty Sullivan debía de estar en plena crisis de tics, y que mamá debía de tener el cuello rojo como un tomate. De vez en cuando, sostenían aquellas infantiles discusiones.

—Pero Donald, tendré que decírselo.

—Puedes decirle que la hermana Monica te ha invitado a que pases allí un mes, de convalecencia.

Cuánta amabilidad, cuánta solicitud hacia su vocación, qué buena disposición a hacerse a un lado para dejarla marchar... ¡Pobre Donald! ¡Qué mal lo había juzgado! Durante años lo había considerado egoísta. Y, sin embargo, allí tenía su firme y fraterna presencia a su lado, dispuesto a sufrir en su lugar, y no sólo a causa de su madre. Porque tanto o más que su madre lo mortificaba el Méfie-toi, que era la razón que lo impulsaba a compartir la caza de babosas y la razón de que, a menudo, regresase a casa con el último tren, cenando a base de bocadillos junto al Támesis o en el jardín de alguna iglesia de la ciudad, para no olerlo. Durante años, Audrey había juzgado mal a Donald; y, ahora, cuando hubo transcurrido media hora, volvió a juzgarlo mal. Cuanto más pensaba en ello, más se afirmaba en la impresión de que Donald tramaba algo, de que quería quitársela de en medio.

Al sentir que se cernía sobre ella una vaga amenaza, se refugió en una prudente inercia. La posibilidad de escapar de allí seguía abierta, según Donald le aseguraba. Su madre ya no la necesitaba, pues se sentía mucho más a gusto con la compañía de Betty y con la cocina de Hannah. Nada la ataba al hogar, donde, desde que dormía en la habitación de invitados, se había convertido casi en una extraña. Ni siquiera tendría que comprarse ropa, porque, en cuanto llegase al convento, llevaría el hábito de novicia. Vacunas, salacof, gafas de sol, le facilitarían de todo. Sólo tenía que decidirse. Pero, en lugar de aplicarse a tomar una decisión, no hacía más que darle vueltas a conjeturas y excusas. ¿Se hallaba suficientemente recuperada? ¿Había hablado realmente en serio la hermana Monica? ¿No era mejor aguardar a que muriese su madre? ¿Estaba segura de su vocación? ¿Qué tramaba, en realidad, Donald? Y, al preguntarle Donald si había escrito al convento, si se había informado de los vuelos, le ponía todo tipo de excusas: que tenía que ordenar la correspondencia y tirar cartas, que tenía que ir a ver al director de su sucursal bancaria.

—Te lo advierto, Audrey, el tiempo apremia.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué va a apremiar más que la semana pasada?

—Pues por eso, porque te queda una semana menos. ¿Es que no oíste a mamá anoche?

—¿Anoche? Sí, tuvieron una discusión, pero eso sucede a menudo. Y enseguida hacen las paces.

—Pero ya verás qué poco tardan en volver a discutir y cómo no hacen las paces. Toma nota de lo que te digo, Audrey. El tiempo apremia. Luego no digas que no te lo he advertido.

Estas palabras provocaron la inevitable reacción. Audrey se echó a reír, en plan de hermana mayor, y dijo que, si Donald conociese a su madre como la conocía ella, no le habría dado demasiada importancia a lo de anoche. Donald, apuntándola con la nariz como hacía su madre cuando estaba en pie de guerra, aseguró que no diría una palabra más, y añadió que no pasaría en casa el fin de semana.

Ver a Donald marcharse con su pequeña bolsa, ir a lo suyo en lugar de meterse con ella, afirmó a Audrey en su decisión. Comprobó si su pasaporte seguía teniendo validez y le envió un telegrama a la hermana Monica. El lunes iría a Londres y reservaría el billete de avión. Bien poco se tardaba en ello. Pasó la tarde rompiendo páginas de antiguos diarios y empaquetando ropa para la parroquia. Mientras iba a la capilla, lloviendo a mares, tenía la sensación de caminar bajo un invisible paraguas, que la protegía de sus vacilaciones y reservas mentales, de una manera más eficaz a como pudiera protegerla del aguacero su paraguas real, que tenía agujeros. Regresó luego a casa con el mismo estado de ánimo.

Desde la sala de estar le llegó el ruido de un violento altercado.

—Te digo que te equivocas. Siempre te has equivocado al cantarlo, siempre, desde que te conozco.

—Eso es mentira. Me conociste en el parvulario y aún no habían publicado el cancionero. No somos tan jóvenes como pretendes, Betty.

—No te conocí en el parvulario, porque a eso no se le puede llamar conocerte. Te detestaba, porque podías sentarte en tu melena y no parabas de presumir de ello.

—Y sigo pudiéndolo hacer.

—Bueno, ¿y qué? ¿A eso se reduce todo en la vida? Pero no hablamos de tu pelo, Poppy. Hablamos de la letra de «Llamada india de amor». Y te vuelvo a decir que te equivocas. Además lo cantas como si fuese un himno.

—Pues cuando tú lo cantas suena como si descarrilase un tren.

Aterrada por lo que pudiera seguir oyendo, Audrey se alejó del escenario de la refriega, todavía con el paraguas en la mano.

—¿Puedo dejar el paraguas en el fregadero, Hannah? —dijo, abriendo la puerta de la cocina.

Hannah estaba sentada frente a la mesa, pelando guisantes.

—Déjelo donde quiera, Miss Drew. No sé qué se ha creído Mr Powell, ¡llamarle a esto guisantes frescos! ¡Llenos de gusanos! ¡He estado a punto de tirárselos a la cara!

Audrey salió de la cocina sin chistar. Subió a la habitación de invitados, se arrodilló entre los paquetes de ropa que iba a dar a la parroquia y empezó a rezar llevándose las manos a los oídos. Durante la cena trató tan melifluamente de poner paz entre Betty y su madre que ambas la emprendieron con ella. Bueno, si eso las unía...

De momento las unió, sí. Y podría decirse que aquel domingo fue casi un día apacible, a no ser por Hannah, que no había parado de trajinar con talante agobiado y airado, hasta tal punto que, al elogiársele la tarta de grosellas, contestó con cajas destempladas que no irían a decirle que no trataba siempre de complacer a todo el mundo. Al día siguiente, como suele suceder después del domingo, era lunes. Audrey había reservado el lunes para ver al director de su sucursal bancaria, y para reservar su billete. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro, porque, en el curso de una discusión sobre si la próxima excursión la harían a Windsor o a Box Hill, su madre estuvo tan brusca y Betty se puso tan furiosa que no se atrevió a dejarlas solas. Estuvo todo el día anhelando algo que nunca creyó que llegaría a anhelar: que regresase Donald. Y, al verlo entrar por la verja, salió corriendo a su encuentro y se lo llevó al cobertizo de las herramientas.

—¡Es espantoso, Donald! Tenías toda la razón. Creo que esto va a estallar de un momento a otro, y que Betty y Hannah van a terminar enfadándose y marchándose. Porque Hannah también está furiosa, y se lo hace pagar a Powell. Así que nunca nos podremos marchar.

—Te marchas el miércoles, pasado mañana.

—¿Pasado mañana?

—Como veía que no hacías nada, me he encargado yo de todo esta mañana. No he podido conseguir un vuelo directo. Tendrás que transbordar en Amsterdam, pasar la noche en Atenas y, desde allí, coger un avión que sólo lleva carga y un par de pasajeros. Pero ya verás como todo va como una seda.

—¡Pasado mañana!

—Puedes poner una excusa, que tienes que ir al dentista o algo así, y venirte conmigo en el tren de las ocho y cinco. Y te iré a despedir. Ahora lo único que tienes que hacer es pagarme los billetes y comportarte como si nada sucediese.

—Y decírselo a mamá.

—A mamá ya se lo diré yo.

—¿Que se lo dirás a mamá? ¿No hablarás en serio, Donald?

—Pues claro que sí. Se lo diré la noche del miércoles, cuando vuelva del trabajo. Lo he estado pensando y creo que será mucho mejor decírselo entonces, cuando ya no lo pueda remediar. Creo que la impresión las volverá a unir.

Audrey se lo quedó mirando. A la sombra del cobertizo, el rostro de su hermano le pareció casi sobrenatural; tenía una expresión autosuficiente y omnipotente, casi como la que debía de poner su ángel de la guarda.

—Tengo hambre —dijo Donald—, Vamos a meterle un poco de prisa a Hannah. Y abriremos una botella de Graves. Tengo ganas de celebrarlo.

El miércoles, después de un día en el que sus esfuerzos por ejercer una influencia pacificadora hicieron que se ganase un rapapolvo de Betty, en el sentido de que debía mostrar mayor consideración por la presión sanguínea de Poppy, y una severa crítica de su madre, que se despachó a gusto, y además pasándose de rosca, sobre su estupidez, su virginidad, su pacata dedicación a St. Botolph, su sempiterna falta de iniciativa y su negligencia en reponer los cepillos de dientes desgastados; después de pasar la noche, a ratos reconcomida por la conciencia y a ratos por el convencimiento de que alguno de aquellos aviones se estrellaría, Audrey cogió el tren de las ocho y cinco y Donald la acompañó al aeropuerto. De vez en cuando, Donald miraba el reloj con disimulo y no dejaba de asegurarle que, una vez que estuviese en el avión, todo sería sencillo.

En el aeropuerto tuvieron que aguardar veinte minutos. Donald pidió café. Su conversación era reiterativa, como si algo le rondase por la cabeza. Pensando en lo que le esperaba en casa, Audrey se dijo que era lógico que estuviese preocupado. Se sentaron a una mesa, rodeados de otras personas igualmente sentadas alrededor de mesas como la suya. Parecía el departamento de enfermos dados de alta de un extraño hospital. Otro grupo de viajeros condenados —condenados en su caso a perecer en el vuelo de Bruselas— se levantó al oír la llamada. Las puertas se abrieron, dejaron oír el estruendo de las hélices y luego se cerraron.

—Rezaré por ti esta noche, Donald —dijo Audrey, aterrorizada y tragando saliva— ¿Cuándo lo harás, antes o después de cenar?

—¿Cuándo haré qué? Ah. Te refieres a decírselo a mamá. En cuanto llegue. De todos modos, tendré que explicarle por qué no estás conmigo.

—Sobre las siete menos cuarto.

—Más o menos. A esa hora ya habrán regresado de la excursión.

—Me temo que se va a enfadar mucho.

—Sí. Con eso cuento.

Comprobar que, tal como se temía, Donald se traía algo entre manos la dejó traspuesta.

—¿Con eso cuentas?

—Sí. Mataré dos pájaros de un tiro. Primero le contaré que te has ido a África, y luego mi matrimonio.

—¿Es que te vas a casar, Donald?

—Me he casado. Me casé hace diez días con Lorna, mi secretaria. Pensé que, una vez que tú estuvieses a solas en África, podría contarle primero lo tuyo sin cargar yo solo con toda su furia. He pensado decirle que prometiste darle la noticia el fin de semana, mientras yo estaba fuera, pero que luego se te olvidó. No te perjudica en nada, porque ya estarás a salvo. Y a mí me puede servir de gran ayuda.

—Sí, y si el avión se estrella y me mato, verás tú de lo que me va a servir a mí —dijo Audrey a borbotones.

Era como si el pánico que sentía se hubiese materializado en un sangrante trozo de carne entre las tazas de café.

—¡Tengo que volver, Donald! No sé cómo se me ha ocurrido hacerte caso. ¿Cómo puedo hacer una cosa así? ¿Marcharme sin decirle una palabra a mamá? Pero ¿no ves que podría matarla? Oh, ¡pobre mamá! Y, además, tú no tienes ni la menor idea de cómo hay que cuidarla. Ni siquiera la has visto, una sola vez, cuando le dan los ataques.

—Estará Hannah.

—Debí de estar loca al hacerte caso. Y todo sólo para facilitarte las cosas... Porque a eso se reduce todo. La verdad, Donald, a eso se le llama frío egoísmo. Sí, no me mires así, no.

Él siguió mirándola así.

—De manera que vuelvo —prosiguió ella—. Debo estar allí cuando le digas que te has casado. Además, estando yo allí ni siquiera tendrás que decírselo. Ya te las arreglarás para dejármelo a mí. ¡Como de costumbre!

Donald parecía, efectivamente, estar pensando en esa posibilidad, pero enseguida negó con la cabeza.

—No, Audrey, sé lo que me hago, y será mucho mejor que tú no estés. Llevas años desquiciando a mamá...

—¡Oh!

—Y ella desquiciándote a ti. No hay más que verte, atormentándote como si los aviones fuesen a estrellarse cada vez que va uno a bordo sin su madre. Además, todo el que tiene una vocación pasa por más o menos lo mismo. Piensa en santa Chantal, pasando por encima del cadáver de su hijo. Concéntrate en tu vocación, Audrey. Te están esperando. Los billetes están pagados. Puedes enviarle una carta a mamá desde Amsterdam, si quieres. Es más, creo que deberías hacerlo. No tiene nada de malo, y esta noche...

«Atención, por favor», dijo la impersonal voz que llamaba a los pasajeros.

—¡Oh, pobre mamá, pobre mamá!

—Valor, Audrey. Está empezando a mirarnos la gente.

Esto surtió efecto. Fingiendo sólo una ligera contrariedad, Audrey se dejó meter en el avión, se hundió en el asiento, se abrochó el cinturón de seguridad y empezó a leer los anuncios. Mientras el avión rodaba por una pista que parecía interminable, todo se le hizo real. Unos minutos de remordimiento y luego una explosión de llanto en el que se ahogaría su deseo de que la perdonasen. El avión despegó. Miró hacia los edificios que se alejaban a toda velocidad, hacia los tejados que huían como ovejas asustadas, hacia una sorprendente cantidad de árboles. Un momento después, se olvidó de todo al notar que se iba a marear.

En Atenas recibió un telegrama: mamá muerta en la

ascensión al box hill.