INVIERNO EN EL AIRE

Los muebles, reunidos una vez más bajo el alto techo de una estancia londinense, parecían mirarse con plácida satisfacción, tal como, encogiendo ligeramente sus barnizados hombros, le había comentado el pupitre a la librería, el sillón Regencia al espejo Chippendale:

—Bueno, ya estamos aquí otra vez.

Y después, tras un par de crujidos, se había hecho el silencio en aquella estancia libre de polvo. Enfermizamente libre de polvo, enfermizamente limpia.

—Creo que esto es todo lo que puedo hacer hoy por usted —dijo Mrs Darbyshire, la asistenta, con profesional equidad.

La verdad era que Barbara pensó que no podía pedir más. Todo, desde el último rastro de humedad en el suelo de la cocina hasta la más mínima arruga de los cojines del sofá, había quedado como es debido. No había visto tanta pulcritud desde hacía años.

El hecho de que existiesen personas como Mrs Darbyshire la había reafirmado en su decisión de volver a vivir en Londres. Las asistentas londinenses hacen su trabajo, cobran su dinero y se van, asépticas como el viento del desierto. No se dedican como ávidas esponjas a empaparse de tus preocupaciones, a mirarte escrutadoras para ver si has vuelto a llorar, a contarte las canas, a permitirse solidarios suspiros, como si quisiesen relevar a la aspiradora cada dos por tres, para luego salir corriendo a refocilarse, a desesponjar por todo el pueblo las novedades de lo que acontece con aquel par de Pond House. Eso sin contar con el hecho de que una asistenta londinense asiste como nadie.

Salvo que la espantada de Mrs Darbyshire tuvo lugar en pantalones, su partida en 1950 fue idéntica a las espantadas de Mrs Shelley a mediados de los treinta: dejando tras de sí un saludable orden, el mismo reconfortante aspecto general, con una kettle llena de agua en el hornillo lista para calentar. Y el apartamento de ahora, se decía Barbara, en el que vivía, sola de nuevo, no era muy distinto al apartamento de entonces. Era más pequeño, y el cristal de la ventana, que sustituía al cristal que había estallado hecho añicos en un bombardeo, era de inferior calidad, y el alquiler era mucho más caro, pero la sala de estar y el dormitorio del nuevo apartamento eran de las mismas proporciones, austeras y victorianas, y, teniendo en cuenta que estaba en un edificio relativamente nuevo, podía considerarse afortunada por haberlo podido conseguir en tan poco tiempo, sólo dos meses. Dos meses y ocho días, para ser exactos, porque fue concretamente el diecisiete de agosto cuando Willie fue a darle la noticia, cruzando cansinamente el agostado césped hacia ella, que estaba repintando la puerta principal de Pond House, sin sospechar lo más mínimo lo pronto que iba a salir por ella y lo pronto que iba Annelies a entrar.

—Pero ¿por qué? —le había preguntado ella—. ¿Por qué tiene que venir a vivir contigo? Creí que todo había terminado hacía meses.

—Y yo también.

—Pero Annelies no lo cree así, ¿no es eso?

—Está tan hecha polvo —había contestado él—. Tan desesperada e incompetentemente hecha polvo. No puedo permitir que siga sufriendo así.

Mientras hablaban, ella siguió aplicando la pintura azul, repasando bien los adornos y el contorno del picaporte. Como en sueños, bajo la impresión de la noticia, había persistido una ligera insatisfacción porque el azul de la pintura no era de la tonalidad adecuada.

El apartamento que ahora tenía era más luminoso que el apartamento de entonces. Esto se debía, en parte, a que sus muebles de palisandro eran ahora de un color más pálido. Doce años en una casa de las afueras, con las ventanas abiertas y el sol entrando y no excesivo pulimento, habían dejado al palisandro más clarito, con tono de feuille-morte. El entorno era también distinto: más aire, más luz, brotando como manantiales de los solares bombardeados. La estancia era luminosa, tan luminosa como silenciosa. En el centro estaba la mesa de palisandro, y, al inclinarse sobre ella, la reflejaba en toda su despejada superficie, oscurecida en algunos puntos por viejas manchas de tinta que le daban aspecto de leopardo marino.

—Te dejaré la mesa de palisandro —le había dicho a Willie—. Es la única que te viene bien por su altura, y lo bastante ancha para que puedas poner todas tus cosas.

—No, no la dejes —le había dicho él—. Me quedaré con la grande de la cocina. Es de la misma altura. La he medido.

—De acuerdo. Pero con el armario sí te quedas, ¿no?

—Mejor no.

—¡Bobadas! Necesitas un sitio donde guardar tu ropa. O guardar las polillas, porque supongo que seguirás olvidándote siempre de cerrar las puertas.

—No lo necesito. Annelies tiene uno de esos trastos desmontables. Era de su marido.

—Ya. Qué práctico.

—¡Dios, cómo detesto estas conversaciones! ¿Adonde conducen? Siempre terminan igual.

Barbara había decidido, de antemano, no colocar los muebles en su nuevo apartamento de la misma manera que en el anterior. Pero las viviendas de Londres imponen su ley. Ahora, como entonces, el escritorio estaba en el ángulo izquierdo de la chimenea, y la librería en el ángulo derecho; el sofá daba la espalda a la ventana; y, en la pared opuesta a la de la chimenea, colgaba el espejo Chippendale encima del secreter. Luego, se decía ella, previa recolocación de los cojines del sofá (porque Mrs Darbyshire, al igual que Mrs Shelley, tenía la manía de colocar de canto todo lo que fuese cuadrado), luego, también las visitas se reagruparían en aquella estancia. La mano de Mary Mackenzie pendería del brazo del sillón Regencia, como si sus anillos fueran demasiados y demasiado pesados para ella, y Julian proyectaría sus largas piernas oblicuamente desde el taburete, y Clive Thompson estaría de pie, de espaldas a la habitación, ahumando la librería. No habrían conservado sus contornos tan firmes como los muebles los habían conservado, pero sus voces serían las mismas y, en cuanto rompiesen el hielo, iban a tener mucho de qué hablar. Lo mejor sería, iba pensando ella, programar, prever y programar tal como lo habían estado haciendo durante las agobiantes e interminables semanas previas a su marcha de Pond House. Lo mejor sería reunirlos a todos a la vez una noche, cuando la timidez podía ser superada sólo con emborracharlos un poquito. Pero eso sería más adelante. Sólo llevaba tres días en el nuevo apartamento, y una requiere un tiempo mínimamente decente para lamerse las heridas y vomitar el agua del naufragio. «Los privilegios que pertenecen a las mujeres de toda condición...» Una de las ventajas de una vida solitaria es que le deja a una tiempo para comprobar las citas, en lugar de irles dando vueltas todo el día, enredándose con ellas entre los arbustos, u olvidándolas como anillos en el fregadero. «Los privilegios...» Lo dice Hermiona en El cuento de invierno.

Shakespeare estaba en el dormitorio, para ser consecuente con lo mucho que lo detestaba. Era un dormitorio detestable, mutilado por la remodelación, que le había restado espacio para construir un cuarto de baño. El árbol que se veía desde la ventana del dormitorio, pensaba ella, mientras volvía a la sala de estar con un libro en la mano... incluso aquel árbol, que, en sí mismo, era agradable, debía por fuerza ser considerado por ella como un perchero de gorriones, en el que, desde el rayar del alba, se reunían los gorriones a piar, haciendo imposible conciliar el sueño.

Encontró El cuento de invierno y buscó la escena del juicio. Allí la tenía:

Con un odio indecente, se me niegan los privilegios del parto, que pertenecen a las mujeres de toda condición, y, por último, se me apremia a venir aquí, a este sitio al aire libre, antes de transcurrir el tiempo necesario para reparar mis fuerzas.*

*Traducción de Luis Astrana Marín.

Dedicarse a verificar citas podría resultar interesante si todas resultasen tan desacertadas como aquélla. Si Willie le hubiese demostrado siquiera un atisbo de decoroso odio, ella hubiera podido albergar un atisbo de esperanza.

Dejó a Shakespeare en el sofá y se sentó a su lado. Fue un acto deliberado, porque todavía se sentía, como secuela de las últimas semanas, incapaz de sentarse con naturalidad. «Trabajar sin desmayo», se dice, y durante el último mes en Pond House había ejemplificado tan odiosa expresión, trajinando sin desmayo, limpiando, embalando, reparando, tirando y rompiendo.

—¡Qué manera más vengativa de limpiar la casa! —se había lamentado Willie.

—Lo menos que puedo hacer por Annelies es que no quede de mí en esta casa ni el olor —había replicado ella.

En las primeras acometidas del dolor, cuando el dolor era aún lo bastante puro para ser magnánimo, la réplica podría haberse considerado casi sincera, pero no en el momento en que la dio. Porque en aquel momento se sentía menos magnánima que un delincuente en fuga. No quería dejar rastro. El recuerdo de algo que hubiese podido dejar olvidado, o indemne, la habría asaltado mientras yacía insomne, la habría asaltado violentamente, como si el propio objeto se le abalanzase sobre el rostro. Con el corazón latiendo aceleradamente y las sienes estallándole, habría empezado a preguntarse dónde, en aquel nido de urraca que era su antigua casa, le había puesto por última vez la vista encima a aquel rojo corazón de franela bordado con nomeolvides, o a aquel tazón que había comprado en Aberdovey y que ponía «William». Desde entonces, hasta el más mínimo rastro escapaba a su recuerdo, aflorando sólo por casualidad.

Después de quedar lisiado en Dunquerque, Willie había conservado de su equipo una de esas abrazaderas metálicas que sirven para aislar de la tela los botones del uniforme y poder pulirlos. Y, pensando que también podían servir para sacarles brillo a los tiradores del armarito de las especias, empezó a buscarla en el cuarto de los trastos, donde primero el padre de Willie y luego Willie guardaban sus tesoros. En el tercer cajón, empezando por arriba, dio con unas cartas, y bajó a trompicones la vista desde el vivo azul del papel de Annelies hasta sus propias cartas, escritas desde el apartamento de entonces al Willie de entonces. Se las quedó mirando lo justo para percatarse de cuán sorprendentemente había empeorado su caligrafía durante aquellos doce años de feliz y matrimoniado analfabetismo, cuando le oyó decir a Willie: «Yo de eso no sé nada. Haced el favor de dejarme en paz», dirigiéndose a los niños que iban por la puerta de la cocina a pedir cosas para vender en la tómbola. Dejando el cajón semicerrado, corrió escaleras abajo a llamar a los niños. Y, cuando volvió al trastero, el cajón estaba cerrado con llave. Fue tal su embarazo que quedó sin habla.

Tres días después, suave como un guante, Willie dejó sus cartas encima de la coqueta.

—No me parece bien lo que estoy haciendo —dijo él—. En realidad, no me parece bien nada de lo que hago —y, después de una pausa, añadió—: Ojalá me muriera.

—No, cariño. No hay para tanto.

Se miraron en el espejo. Y ella le vio apoyar la cabeza en su hombro, acurrucaría allí como si fuese un animal enfermo.

Pero a partir de aquel momento —como si al devolverle las cartas se hubiese conjurado un fantasma o descorchado una botella— Willie empezó a recuperarse, dejó de ser un triste cero a la izquierda en los preparativos de ella para pasar a ser el alma de los mismos. Pasaron los últimos días en Pond House en una exultante euforia: Willie quitándose de encima a los curiosos que llamaban a su puerta, apaleando alfombras y cosiendo botones. No se trataba sólo de que estuviera acelerando la partida de su huésped conyugal, sino que, al reprimir el creciente entusiasmo con que aguardaba a Annelies, convertirse en el alma de la partida de Barbara era a la vez una válvula de escape y un tributo a su matrimonio.

—Me escribirás, ¿no? —le dijo él, mientras le pegaba la última etiqueta en el equipaje.

—Quedamos en que no nos escribiríamos, salvo por cuestiones ineludibles —repuso ella—. Annelies podría molestarse. Ya sabes lo sensible que es, cómo la hace sufrir la cosa más insignificante.

Barbara no pudo evitar lanzarle esa pulla, aunque no hizo el menor efecto.

—Me debes una carta. Barbara. Yo te he devuelto las tuyas. No quería, pero lo he hecho. Nunca me había sentido tan desdichado como aquella mañana. —Era cierto, tan cierto como que ahora se sentía mucho menos desdichado—. Por lo menos escríbeme, y cuéntame cómo te has instalado, que estás bien, que no tienes goteras, ni cucarachas. Una carta así podría entrar en la consideración de ineludible, aunque no lo sea.

—Te escribiré —le había contestado ella.

Ahora volvió a coger el Shakespeare, en cuyas oraciones se comprenden todos nuestros pecados, y le dio una palmadita. «¡Querido cisne de Avon!», exclamó, y su voz resonó en las insondables profundidades de la arrogante estancia londinense como la voz de una extraña. Notaba que su cuerpo se relajaba subrepticiamente, mientras seguía sentada en el sofá, y empezaba a disfrutarlo. Suspiraba, estiraba las piernas, se iba hundiendo en los cojines, y su nariz olisqueaba el aroma del barniz de los muebles como si fuese algo prometedor.

Había sido feliz en la última ocasión en que había vivido sola. Y, dentro de nada, volvería a ser solitariamente dichosa. Al igual que los muebles, volvería a instalarse como antes, y el silencio de su apartamento no la intimidaría durante mucho tiempo. No era más que un atisbo de silencio en el prolongado ruido de Londres. La kettle estaba en el hornillo, llena y lista para calentar. La estancia en derredor a punto, de nuevo dispuesta para ella. Pero antes tenía que escribirle a Willie.

Al cruzar la estancia, tenía la sensación de vadear a través del silencio, como si se adentrase en el mar en plena marea alta. El silencio abrazaba sus muslos y casi la abatió. Se sentó en el escritorio y cogió una hoja de papel de una de las casillas. La luz que entraba por la ventana se proyectaba hacia el escritorio, y le daba en el hombro izquierdo, igual que en el apartamento de entonces. Y, tal como había hecho en el apartamento de entonces, escribió la fecha —la fecha actual— y la palabra «Querido».

«Cumplo mi promesa», escribió. «El apartamento es muy confortable. No hay cucarachas, y el vecino de arriba toca piezas de Bach al piano, lo cual resulta tan anticuado como sedante. He encontrado una buena asistenta. Se llama Mrs Darbyshire. Lleva pantalones. Espero...» La pluma se detuvo. ¿Qué esperaba?

Después de felicitaciones navideñas y de cumpleaños, llegaba la hora de escribir cartas de agradecimiento. «Muchísimas gracias por los deliciosos bombones», escribía en una, o «Has sido muy amable al regalarme ese frasco de perfume». Ya se había comido los bombones y se había derramado todo el perfume, pero pese a todo tenía que dar las gracias. La caligrafía se inclinaba hacia abajo desmayadamente, y las palabras «bonito» y «estupendo» la perseguían a una de frase en frase, y, con cada encabezamiento de las cartas de gratitud, los regalos y las festividades quedaban más irrevocablemente atrás. Una miraba la frase inacabada y se preguntaba qué otra falsedad añadir. Sin embargo, tenía muy claro lo que le quería decir a Willie, tan claro como las palabras impresas en aquellas hojas de papel de China, alisadas en su corazón a partir de aquellos versos de El cuento de invierno:

Para mí, la vida no puede ser ya un bien. La corona y esta alegría de mi vida, vuestro favor, las miro como perdidas, pues siento que se me han escapado, sin que pueda decir cómo.

Pero en la vida real una no puede escribir tan llanamente la verdad llana; parecería teatral. Ella tenía que pensar en algo que pudiese legitimar la esperanza. Depositar una esperanza en Mrs Darbyshire podía servir perfectamente. Y escribió: «Espero haberle caído suficientemente bien como para que siga conmigo».

¡Oh, pobre Willie! Una frase así no cuadraba en absoluto. Rompió la inacabada carta y la tiró a la chimenea que Mrs Darbyshire había dejado primorosamente preparada, con papeles arrugados, teas y unos buenos trozos de carbón, por si la señorita quería encender la chimenea por la noche. Pues el que acaba de mudarse se siente siempre un poco destemplado al principio, y, aunque el otoño se estaba portando maravillosamente, con un tiempo casi tan agradable como en primavera, ella notaba el invierno en el aire.