Regresa al cuarto con una valija. Resistente, forrada en cuero marrón, se apoya sobre cuatro ruedas y ofrece con elegancia su manija a la altura de las rodillas. No se arrepiente de sus acciones. Cree que las puñaladas sobre su mujer son justas y de quedar algo de vida en ese cuerpo terminaría el trabajo sin culpa. Lo que sabe Benavides, porque así es la vida, es que pocos comprenderían las razones del asesinato. Entonces opta por el siguiente plan: evitar que la sangre chorree envolviendo el cuerpo en bolsas de residuos. Abrir la valija junto a la cama y, con el trabajo que implica doblar el cuerpo de una mujer muerta tras veintinueve años de vida matrimonial, empujarlo hacia el piso para que caiga sobre la valija y, oprimiendo sin cariño dentro de los espacios libres la masa sobrante, acabar de encastrar el cuerpo. Al terminar, más por prolijidad que por precaución, recoger las sábanas ensangrentadas y guardarlas en el lavarropas. Envuelta en cuero sobre cuatro ruedas ahora vencidas, el peso de la mujer no disminuye en absoluto, y aunque Benavides es pequeño debe agacharse un poco para alcanzar la manija, postura que no ayuda en gracia ni en practicidad, y poco colabora en la aceleración del trámite. Pero él, hombre organizado, en pocas horas está en la calle, en la noche, avanzando, pasos cortos y valija atrás, hacia la casa del doctor Corrales.
El doctor Corrales no vive lejos de allí. Benavides toca el timbre de un gran portón cubierto por plantas sobre el cual pueden verse los pisos más altos de la residencia. Una voz femenina en el portero dice Diga. Y Benavides dice Benavides, necesito hablar con el señor Corrales. El aparato hace algunos ruidos propios de un portero eléctrico que lleva allí varios años, y luego permanece en silencio. Mientras espera, Benavides se coloca inútilmente en puntas de pie y cada tanto espía entre las tupidas plantas de la naturaleza que se asoma tras el muro de ladrillos, pero no logra ver nada. Al fin vuelve a tocar el timbre. La voz en el portero dice Diga y Benavides dice otra vez Benavides, que quiere hablar con el doctor Corrales. El aparato repite los mismos ruidos y luego vuelve a permanecer en silencio. Benavides espera unos cuantos minutos y después, quizá cansado por las tensiones del día, acuesta la valija en el piso y se sienta sobre ella. Esperar, piensa, y quizá ese pensamiento lo relaje, puesto que despierta más tarde, cuando el portón se abre y algunos hombres se despiden. Entonces Benavides se incorpora y mira a los hombres sin identificar, entre ellos, al doctor Corrales.
—Necesito hablar con el doctor Corrales —dice Benavides.
Uno de los hombres pregunta su nombre.
—Benavides. —El hombre le indica con amabilidad que aguarde un momento y vuelve a entrar a la casa. El resto de los hombres conversan frente al portón. Cuando Benavides se aleja un poco los hombres lo miran con curiosidad.
Minutos más tarde, el hombre que se había alejado regresa:
—El doctor lo espera —dice a Benavides, y Benavides vuelve por su valija y entra a la casa acompañado por el hombre.
No es extraño encontrar al doctor Corrales en pleno ejercicio de sus virtudes frente a sus discípulos. Erguido sobre el piano, rodeado de hermosos y jóvenes admiradores, se deja llevar por el tiempo que le demanda una sonata que lo obliga a duplicar su esfuerzo segundo a segundo. Benavides aguarda entre las columnas que recorren el centro de la sala hasta que la interpretación culmina y los hombres que antes rodeaban al doctor Corrales festejan y abren el semicírculo que formaban. El doctor Corrales recibe agradecido la copa de champagne que se le ofrece. Un hombre se acerca al doctor y le comenta algo al oído al tiempo que mira a Benavides. Corrales sonríe y hace a Benavides una seña. Benavides toma su valija y se acerca.
—Cómo le va, Benavides…
—Doctor, tengo que hablar con usted en privado.
—Dígame, Benavides, acá estamos en confianza…
—Decirle no es problema, Doctor. Lo que pasa es que… —Benavides mira su valija—, pasa que tengo que mostrarle algo.
El doctor Corrales enciende un cigarro y estudia la valija.
—Bueno, qué más da. Le doy cinco minutos, Benavides. Venga, sígame a mi consultorio.
Las escaleras que, seguido por Benavides, el doctor Corrales sube, conducen a las habitaciones del primer piso. Escalones largos y bajos, de liso mármol blanco, no dificultan demasiado el lento paso de Benavides, que carga con la inoportunidad de aquella valija demasiado grande. Pero la escalera que nace en el primer piso y que el doctor Corrales toma es diferente. Demasiado angosta, de altos escalones cortos y enmarcada por un corredor oscuro de paredes empapeladas con arabescos marrones, negros y bordó, hace del esfuerzo de Benavides una lucha desmesurada. Paso a paso, la carga de la valija va empapándolo de sudor a la vez que el cuerpo ágil y libre del doctor Corrales se aleja y se pierde escalones arriba. Y quizá sea esta soledad húmeda y oscura en la que Benavides se encuentra la que lo hace reflexionar y dudar del presente. No del presente inmediato, es decir, de la escalera, del esfuerzo y del sudor, pero sí sobre el asesinato. Quizá es aquí cuando se dice que todo podría ser un sueño, que otra vez ha estado fantaseando sobre la posibilidad de matar a su esposa y ahora sube las escaleras que lo llevan al consultorio del médico, a quien ha molestado a las dos y media de la mañana, arrancándolo de sus célebres y prestigiosos invitados, para decirle mire doctor, lo siento, pero todo ha sido una equivocación. ¿Qué hacer entonces? Mentir sería una insensatez y correr escaleras abajo sería inútil, puesto que en la próxima sesión debería decir la verdad de cualquier forma, y a esto habría que sumarle una excusa que justificara el haber escapado de su casa a las dos de la mañana con una pesada valija en la mano. Tras el último escalón, Benavides encuentra que el doctor Corrales lo espera junto a la pequeña puerta de su consultorio y lo invita a pasar. Dentro, el doctor enciende una pequeña lámpara cuya luz tenue apenas alcanza para iluminar el espacio que los rodea e invita a Benavides a sentarse del otro lado del escritorio. Sin soltar la manija de su equipaje, Benavides accede. El doctor se coloca un par de anteojos y busca en su fichero el apellido Benavides.
—Muy bien, ¿qué nos apura a adelantar treinta y ocho horas su próxima sesión?
Benavides se reacomoda en el asiento.
—Doctor, todo esto es un gran malentendido, le debo disculpas, verá…
El doctor Corrales lo observa por sobre sus anteojos.
—Es un sueño, quiero decir… Estoy confundido, por un momento pensé que había matado a mi mujer y que la había enroscado en la valija y ahora entiendo que en realidad…
El doctor Corrales lo interrumpe:
—A ver si entiendo, Benavides… Usted irrumpe en mi casa, en mi reunión íntima, a las dos y media de la mañana, con una valija en la que dice llevar a su esposa, asesinada y enroscada, y encima pretende convencerme de que todo es un sueño para irse así nomás, sin más ni menos…
Benavides se aferra a la manija y con espanto mira al doctor que le dice:
—Usted cree que yo soy estúpido, Benavides.
—No, doctor.
—¡Levántese!
—Sí, doctor.
Benavides se incorpora sin soltar la manija, obstáculo que lo inclina levemente hacia su derecha.
—Mire, Benavides, es evidente que usted está sumamente exaltado y fatigado por este asunto. Vamos a tratar de calmarnos, ¿de acuerdo?
—Sí, doctor.
—Deje a su mujer acá y sígame.
Corrales se incorpora y avanza hacia la puerta, pero Benavides es incapaz de soltar la manija.
—Relájese, Benavides. Usted necesita descanso. Le doy una habitación, duerma un poco, y mientras tanto yo pienso qué hacemos con su mujer, ¿le parece?
—No, doctor, yo preferiría…
Corrales toma a Benavides del brazo y lo insta a salir del consultorio sin la valija. Avanzan por un pasillo alfombrado en el cual cada tantos metros hay dos puertas enfrentadas hasta que al fin Corrales se detiene ante el tercer par y abre la puerta de la derecha.
—Su cuarto —anuncia—, descanse que mañana solucionaremos su problema.
Despierta Benavides en la luz de un nuevo día y por un momento cree encontrarse en su cama, junto a su mujer, en una infeliz mañana cualquiera. Pronto comprende la situación y se incorpora. ¿Qué hacer con su desdicha? Qué nostalgia, pensar que a pocos cuartos de distancia su mujer lo espera enroscada en una valija. Piensa que prever la manera en que terminarán las cosas le evitaría tomar decisiones equivocadas, pero la vida, y en especial la suya, se adecúa a la repetición monótona de estúpidos hechos espontáneos, como los que ahora lo hacen permanecer en la cama a la espera atenta del llamado del doctor Corrales. Confía escuchar tras la puerta la voz del doctor, despierte Benavides, su problema ya está resuelto, o buenos días Benavides, aquí estoy con su mujer que ya se siente mejor, o simplemente despierte Benavides, todo fue un mal sueño, desayunemos juntos unas tostaditas con miel, porque al fin, concluye Benavides, el modo importa menos que la pronta resolución del problema.
Pero el tiempo transcurre y nada sucede. Todo objeto se compone de millones de partículas que se desplazan y aun así Benavides no logra percibir en el cuarto nada que pueda ser considerado movimiento. Al fin se incorpora. Qué tema éste el del sueño en la mañana, piensa Benavides, cómo cuesta. Se ha acostado vestido, de modo que ahora se limita a colocarse y anudar sus zapatos. Abre la puerta, la luz de los ventanales al final del pasillo le molesta en los ojos, pero aun así decide avanzar hasta el consultorio.
Lo que hay allí, o mejor aún, lo que no hay, es angustiante. Dentro de la habitación abierta, nada que se parezca a una valija. Así, la desdicha encuentra a Benavides incluso en casa ajena, puesto que alguien se ha llevado a su mujer. A paso rápido, corriendo por los largos pasillos con breves descansos al aminorar el paso en las esquinas, recorre el final del primer piso, baja las escaleras, cruza el hall central hacia otros pasillos y recorre partes de la casa para él desconocidas: más pasillos, nuevas habitaciones, jardines de invierno repartidos caprichosamente por toda la casa, una gran cocina en la que irrumpe exhausto para que tres cocineras uniformadas con pulcritud lo miren sin sorpresa unos pocos segundos. Pero en ningún sitio el doctor Corrales, en ningún rincón la valija o cualquier otra valija, y de ninguna manera su mujer de pie y hablando. En la cocina las mujeres regresan a los quehaceres culinarios.
—Busco al doctor Corrales.
—Desayuna —dice una de las mujeres.
Benavides vuelve un momento su mirada a los pasillos vacíos y luego regresa al umbral.
—¿Dónde?
—Desayuna —repite la mujer—, no se sabe dónde.
—Podría ser en cualquier parte de la casa —agrega otra de las mujeres—. ¿No es así, Carmen? —agrega otra de las mujeres y enseguida todas vuelven a su labor.
Benavides comprende que no habrá más palabras, de modo que vuelve al pasillo para, detrás de sí, encontrar al doctor Corrales, que en su mano derecha lleva una humeante taza de café y en la izquierda un pan de queso a medio terminar. Benavides va a preguntar qué hacía usted, dónde estaba, pero ya imagina a Corrales contestar desayunaba, aquí mismo.
Dice Corrales:
—Usted anoche llegó en muy malas condiciones, Benavides, mucho alcohol. Lo puse a dormir y le guardé la valija en el garaje, ¿le pido un coche?
—No, usted no entiende; anoche hubo un incidente, un problema, en mi casa, verá…
—Yo entiendo, Benavides, usted sabe que acá no tiene que explicar nada, vaya tranquilo nomás —dice Corrales a la vez que divide el resto de pan de queso en dos porciones para ofrecerle a Benavides la más chica.
—No, gracias —dice Benavides refiriéndose a la oferta, y pronto vuelve sobre el tema—, se trata de mi mujer.
—Sí, ya sé, casi todo se trata de eso, pero qué va a hacer…
—No, no entiende, mi mujer está muerta.
—¿Por qué insiste, Benavides? Si yo le digo que lo entiendo… La mía está muerta desde que nos casamos. Cada tanto habla: se empeña en la idea de que estoy gordo, pero no hay que darles importancia…
—No, mire, deme mi valija y le muestro.
—En el garaje, ya le dije. Yo ahora lo dejo que tengo pacientes, ¿le parece bien? Vaya a su casa, Benavides: se ducha y antes de acostarse me toma estas pastillitas, ya va a ver cómo duerme.
Benavides rechaza las pastillas que le ofrece Corrales para decir:
—Venga, se lo ruego, tengo que mostrarle lo que traigo en la valija.
Corrales estudia un momento el implorante rostro de Benavides y al fin, decepcionado, asiente. No es médico de andar acompañando pero cada paciente tiene sus manías y al fin y al cabo para eso está.
Durante el recorrido la cruda verdad trepa por las piernas de Benavides con un cosquilleo que intensifica sus nervios. Salen por la puerta principal, cruzan el jardín e ingresan al garaje por el frente. Adentro está oscuro. Corrales enciende la luz y las mesadas de herramientas, las cajas de viejos archivos, los ordenados grupos de utensilios y artefactos, y su propia valija, sola y de pie en medio de todo aquello, permanecen estáticos bajo una nueva luz azul y escasa.
—A ver, muéstreme Benavides.
Benavides se acerca a la valija, que rodea a paso lento. Al acostarla para sacar las trabas tiene la esperanza de encontrarse con el liviano peso de los equipajes vacíos. Entonces todo sería una equivocación, como el mismo Corrales le había explicado anoche, cuando él había llegado, como Corrales asegura, borracho. Disculpe, Corrales, le juro que esto no vuelve a pasar, deberá decir en caso de que eso suceda. O quizá, al abrir la valija y encontrarla vacía, descubra la mirada cómplice de Corrales, quizá Corrales diga ya está, Benavides, no me debe nada. Pero al tomar la manija, el peso de una mujer como la suya le recuerda que las acciones tienen consecuencias. Su rostro empalidece, se siente débil y la valija cae sobre uno de sus lados con un golpe seco que mancha el piso de un oscuro liquido ya espeso.
—¿Se siente bien, Benavides?
Benavides responde sí, claro. No puede pensar en nada más que en ese cuerpo enroscado y en que, tras la caída, aun antes de quitar las trabas y abrir la parte superior, la valija ya despide un olor putrefacto.
—¿Qué trae, Benavides?
Entonces Benavides descubre el error: confiar en el doctor Corrales, tener la esperanza de que aquel médico, un hombre que dedica su vida a la salud mental, lo rescatará de semejantes problemas. Así que dice nada y se aleja de la valija.
—¿Cómo que nada?
—No, mire Corrales, otro día lo hablamos, ahora vaya a atender que yo me arreglo.
—No, no, cómo que se arregla; venga, déjeme ver.
Corrales se acerca. Benavides se agacha y sostiene las trabas para que Corrales no pueda abrirlas, pero el médico se agacha junto a él y dice déjeme, a ver, córrase y con un simple empujón Benavides cae al piso. Corrales fuerza las trabas pero no logra abrirlas: exigidas por un contenido cuya masa es superior a la capacidad del equipaje, se muestran duras y resistentes.
—Ayúdeme —ordena Corrales.
—No, mire…
—Le digo que me ayude, Benavides, déjese de huevadas —dice Corrales indicándole que se siente sobre la valija. En la superficie de cuero irregular Benavides elige el sitio más propicio y así, con el peso de su cuerpo sobre el de su mujer y la fuerza ejercida por las manos de Corrales, logran al fin liberar las trabas.
Benavides se incorpora y se aleja de la valija que, aunque destrabada, aún no ha sido abierta. No quiere ver. Acelerados latidos comprimen su corazón. Corrales estudia la escena. Ya sabe, piensa Benavides al ver que el médico se incorpora y camina hacia él. Corrales se detiene y desde allí mira la valija. En voz baja, casi hipnotizado, le ordena a Benavides:
—Ábrala.
Benavides permanece en su sitio. Quizá piense que éste es el final, o quizá no piense en nada, pero al fin obedece y camina hasta la valija. Al abrirla olvida por un momento a Corrales: su mujer doblada como un feto, la cabeza torcida hacia adentro, las rodillas y los codos encastrados con esfuerzo dentro de la rígida estructura forrada en cuero, y la grasa que ocupa los espacios vacíos. Qué cosa la nostalgia, se dice Benavides, tantos años para verte así.
Hilos de sangre que avanzan desde la valija hacia los lados comienzan a manchar el piso. La voz de Corrales lo devuelve a la realidad:
—Benavides… —Y en la voz quebrada se vislumbra la angustia del médico—. Benavides… —Corrales, a paso lento, se acerca a la valija sin dejar de mirar su contenido. Los ojos llenos de lágrimas vuelven al fin su mirada a Benavides—, maravilloso —concluye.
Benavides revisa la valija con la mirada, como si verificara su contenido, y en la duda permanece en silencio, con la cabeza torcida y la mirada de quien no entiende las palabras y ha perdido el valor para exigir que sean repetidas. De todos modos, Corrales vuelve a decir:
—Maravilloso. —Y niega con la cabeza, como si no alcanzara a comprender cómo Benavides ha podido hacer algo semejante, para agregar—: Es usted un genio, pensar que yo lo menospreciaba, Benavides. Un genio.
Benavides vuelve a mirar el contenido de su valija, pero lo que encuentra allí es lo que hay: su mujer, morada, enroscada como un gusano en salsa de tomate.
—Un genio —insiste Corrales. Tras darle a Benavides cariñosas palmadas en el hombro, deja descansar con amigable entusiasmo su brazo sobre la espalda de Benavides—. Déjeme despabilarme, no es poco lo que plantea usted con esto —lo mira con cariño—, bueno, le invito a una copa. Aunque no lo crea, yo conozco a la persona que usted necesita.
Corrales suelta a Benavides y se dirige hacia la salida.
Un genio, realmente hermoso, repite en voz baja cuando se aleja. Benavides tarda en reaccionar, pero en cuanto entiende que Corrales dejará el garaje, y que si no hace algo quedará allí solo, contempla por última vez su valija y corre tras los pasos del médico.
Aceitunas, trocitos de queso y de salame, papas saladas, galletas pequeñas sabor queso, cebolla y jamón. Todo prolijamente dispuesto sobre una gran bandeja de madera, en la mesa ratonera del living principal, junto a tres copas finas en las cuales Corrales sirve vino blanco.
—Donorio llegará pronto y estará encantado en conocerlo.
Benavides asiente. Aunque no comprende algunas cosas, el buen aperitivo lo relaja. Cuando suena el timbre, una de las empleadas que antes amasaba en la cocina ingresa al living vestida de mucama y se dirige a la puerta. Aunque desde allí no puede ver nada, Benavides escucha la frase buenos días Señor Donorio, y espera oír una respuesta que no se produce. Le inquieta no saber si el hombre, tras el saludo, habrá o no sonreído, o mirado a la mujer, u omitido por completo la presencia femenina y colgado por sí mismo su sombrero y su abrigo. Benavides cree que son estas menudencias las que definen a las personas. Por eso mismo, la tardía aparición de Donorio le preocupa en exceso, al igual que la silenciosa actitud distraída de Corrales, o la de la mucama, que al fin reaparece para abandonar el living acomodándose la ropa, para dejar asomar al hombre alto y apuesto, ya sin sombrero ni abrigo.
—Donorio, le presento a mi amigo Benavides.
Donorio se acerca, estudia con curiosidad el cuerpo pequeño de Benavides y al fin estrecha su mano. Corrales sonríe, sirve más vino e invita a los hombres a comer algo.
—El señor no tiene idea de lo que está por ver —continúa Corrales, dirigiéndose a Benavides—; ojo, no quiero ser arrogante, eh: Donorio ya tiene experiencia con grandes artistas, pero aun así no creo que se imagine lo que le tenemos preparado, ¿no es cierto, Benavides?
Benavides acaba su vino con la prisa de quien desea concluir un trámite obligatorio. Aún no comprende el plan de Corrales y la intromisión de desconocidos lo incomoda.
—Quiero verlo —dice al fin Donorio.
Corrales sonríe ansioso.
—Vio, Benavides, no se aguanta. —Y Benavides, que ya adivina la siguiente acción, asiente consternado. Los tres se incorporan. Nerviosos, cada cual con sus razones y esperanzas, se miran entre sí y pronto abandonan la mesa.
Cruzan de la casa al garaje. Delante va Corrales, que disfruta a paso lento el camino que los llevará al éxito; lo sigue Donorio con prudente desconfianza, pero así y todo con curiosidad. Detrás, retrasado, presintiendo la proximidad de la valija, los frágiles nervios de Benavides se aglomeran en grandes y fibrosos nudos. Corrales hace pasar a los hombres a oscuras, puesto que prefiere el impacto de la imagen que surgirá repentina cuando encienda la luz.
—Benavides, guíe a Donorio hasta donde usted ya sabe y avise cuando esté listo.
¿Cuál era el plan de Corrales? ¿Qué podía hacer un hombre tan alto por otro tan pequeño como él? Benavides se detiene en el centro del garaje. A tientas en la oscuridad, guiado por los ruidos, Donorio comenta:
—Hay un olor extraño… como a…
—Ahí va la luz —dice Corrales y, en efecto, con la punta de los zapatos de Benavides y Donorio casi tocando el charco de sangre espesa, aparece frente a ellos, horrorosa, desafiante, auténticamente innovadora, la obra.
Qué es la violencia sino esto mismo que presenciamos ahora, piensa Donorio, y un escalofrío trepa por su vello rubio desde las piernas hasta la nuca, la violencia reproducida frente a sus ojos en su estado más salvaje y primitivo. Puede tocarse, olerse, fresca e intacta a la espera de una respuesta de sus espectadores.
Corrales se acerca a los hombres.
—Esto va a gustar —dice Donorio.
Corrales asiente. Junto a ellos, el cuerpo pequeño de Benavides tiembla. Su voz débil habla por primera vez en presencia de Donorio.
—No entienden —alcanza a decir.
—Cómo que no, Benavides —dice Corrales.
—¡Es extraordinaria! —dice Donorio—, ¡horror y belleza!, que combinación…
—Horror sí, pero… —balbucea Benavides mirando a su mujer—, me refiero a que…
—¡Va a hacerse rico, famoso! Frente a obras como ésta la competencia es nula, el público caerá rendido a sus pies.
—Usted confíe, Benavides, en este tema Donorio es el mejor.
—El mejor es Benavides —concluye Donorio—; yo soy sólo un curador, mi aporte es mínimo. Acá lo importante es la obra, «la violencia», ¿entiende?
—Mi mujer.
—No, Benavides, créame que yo sé de marketing y eso no funciona, el título es «la violencia».
Con angustia incontenible y llanto desesperado Benavides confiesa:
—Yo la maté, después sólo quería esconderla.
Corrales da unas palmadas cariñosas en la espalda de Benavides pero su atención se dirige pura y exclusivamente a las instrucciones de Donorio.
—Va a ser mejor conservarla en ambiente frío. ¿Tiene aire acondicionado en el garaje?
—Sí, sí, por supuesto.
—¡Yo la maté! —Benavides cae de rodillas al piso.
—Bien, entonces empecemos por refrigerar el lugar; yo voy a hacer un par de llamados. —Donorio da unos pasos hacia la salida pero pronto se detiene y con sinceridad se vuelve hacia Corrales—: Le agradezco que haya pensado en mí; la oportunidad es grande.
El llanto de Benavides obliga a los hombres a levantar la voz.
—Yo, yo la maté, así… —Benavides golpea el piso con los puños cerrados—, así la maté.
—Donorio, pida el teléfono y arregle lo que tenga que arreglar —dice Corrales mientras lo acompaña a la salida.
—Así la maté, así —arrastrándose por el piso, con el cuerpo abatido de quien hubiera corrido cientos de inútiles kilómetros, Benavides avanza sin dirección precisa y golpea contra el piso los objetos que va encontrando—. ¡Así!, ¡así!
—No se entretenga, Corrales —dice Donorio ya en la puerta—, ya habrá tiempo para la contemplación y el regocijo.
—No, claro, comprendo perfectamente, vaya tranquilo que ya lo alcanzamos.
Donorio asiente y sale al jardín. Cuando Corrales regresa, Benavides se encuentra golpeando, ya con desgano, el cuerpo de su mujer.
—Yo fui. Yo —musita Benavides. Corrales lo detiene.
—¡Déjela, Benavides! Así está perfecta, ya no insista.
—Es que yo la maté…
—Sí, Benavides, sí. Todos sabemos que fue usted, nadie le va a quitar lo hecho —dice Corrales al tiempo que ayuda a Benavides a incorporarse, y luego agrega—: Confíe, Benavides, ya va a ver cómo se nos va al estrellato.
—Sí, sí —dice Benavides, y su cuerpo, a pocos metros del de su mujer, se desploma en el piso.
En la luz de un nuevo día, Benavides abre los ojos y despierta. Por un momento cree encontrarse en su cama, junto a su esposa, en una infeliz mañana cualquiera. Pero pronto recuerda la verdad y se incorpora. ¿Dónde estará ahora su mujer?, ¿en el garaje?, ¿aún en la valija?, ¿se la habrá llevado Donorio?, ¿Corrales? Al fin se calza y sale de la habitación. Hace dos días que lleva la misma ropa y en la fuerte luz del pasillo comprueba que gran parte de las arrugas en saco y pantalón comienzan a adquirir tonalidades grisáceas. Aunque estima haber dormido una cantidad prudente de horas, aún no ha logrado descansar. Agotado y solo en el silencio de la casa, entiende que otra vez deberá recorrer las habitaciones en busca del doctor Corrales. Pasado un tiempo, tras haber revisado el consultorio, los ambientes del primer piso, el hall de entrada, el living, los pasillos que rodean los jardines de invierno, Benavides, de modo fortuito como el día anterior, encuentra la cocina y pregunta a las mujeres:
—¿Corrales?
Corrales desayuna y, como se sabe, eso puede suceder en cualquier sitio de la casa. Pero esta vez Benavides no irá a buscarlo, resolverá el problema solo. Con valentía, desanda camino desde el living a la cocina y pronto se encuentra en el jardín delantero. Mientras avanza hasta el garaje a paso firme piensa que en el mundo existen dos clases de hombres: los que aguardan impávidos la llegada casual de alguien que les dé indicaciones, y los hombres como él que, decididamente distinto, resolverá sus propios problemas sin la ayuda de nadie. Pedirá un taxi y volverá a casa con su mujer. A mitad de camino se detiene: frente al garaje, de puertas abiertas, se despliega activa una docena de hombres vestidos de azul. En sus espaldas, una publicidad reluce impresa sobre un rectángulo blanco: «Museo de Arte Moderno. Instalaciones y traslados». Ante Benavides el garaje es vaciado por completo, es decir, se retira de allí todo mueble, artículo u objeto que en algún momento formó parte del paisaje hogareño, para dejar ahora, en un espacio más grande y limpio, sola, única, original, la obra. Y allí están Corrales y Donorio, atentos, cordiales, dispuestos a acompañar los sentimientos del artista:
—¿Cómo durmió, Benavides?
Benavides tiembla y dice:
—Ésa es mi mujer.
Corrales mira a Donorio y en su voz se lee la lenta tonada de la desilusión progresiva:
—Le dije, Donorio, la exposición local no es del gusto del artista; tendríamos que haber llevado la obra al museo.
—Ésa es mi mujer.
—Señores. —Donorio acompaña sus palabras con cortos gestos de manos—. Trabajo en esto desde hace años, les digo que el público lo prefiere así.
—Pero es mi mujer.
—Pero Benavides, usted no es artista del pueblo, no es artista de la gente de todos los días. Su obra apunta a un público seleccionado, intelectuales, ¿entiende? Seres que desprecian incluso las novedades de museo, hombres que admiran lo otro, el más allá de la simpleza de una obra, es decir…
Donorio abre un gesto hacia el garaje, Benavides y Corrales esperan la conclusión:
—… el contexto.
—Hermoso, preciso, qué absurdo poner en duda su táctica —dice Corrales.
—Pero es mi mujer.
—Pero Benavides, por favor, ese tema ya está hablado: no es «ésa es mi mujer» sino «la violencia»… El contexto, decía, de todos modos vamos a agregar algunos elementos. Salimos del museo es una opción novedosa, pero hay que mantener el nivel, el ambiente.
—Sí, claro… —dice Corrales.
Morado por la angustia anudada al cuello, Benavides repite una vez más lo que ya ha dicho cuatro veces y transformado por los nervios camina firme hacia la valija. Con una seña, Donorio alerta a los hombres de azul, Benavides corre. Corrales grita ¡que no la toque!, y todos dejan lo que hacían para ir tras los cortos pasos de Benavides que apenas alcanza a tocar la manija cuando la docena de pesados cuerpos azules se abalanza sobre él. Qué desgracia su desgracia, en la oscuridad del peso de otros hombres concluye que la muerte ha de semejarse a situaciones como ésta. De lejos, llega la voz de Donorio: instrucciones precisas a ejecutar sobre su persona, y ése es el fin de aquel corto tercer día.
Despierta Benavides en la luz de un nuevo día, pero lejos de su cama y de su mujer, y esta vez descalzo. Sin siquiera cuidar su cuerpo del frío, se incorpora para sin más salir de la habitación, recorrer a paso rápido el pasillo, bajar la escalera que lo conduce al hall, salir de la casa y atravesar el jardín para llegar al garaje cuyas puertas hoy encuentra abiertas. Los hombres de azul ya no están, en el techo han colocado potentes luces, y allí, en el centro, la valija abierta enmarca el cuerpo enroscado de su abandonada mujer. El golpe es fuerte, quizá en la nuca, y allí acaba el cuarto día.
Despierta Benavides en la noche del cuarto día y sin dudarlo calza sus pies en los zapatos y sale de la habitación. La luz de la noche entra por las ventanas de los pasillos para guiarlo en el tenebroso recorrido. ¿Qué lleva a un hombre como él a escapar de la casa de su médico a esas horas de la noche? ¿Puede un profesional como Corrales, seguramente bajo órdenes estrictas de Donorio, negarle ver a su esposa? ¿Acaso las restricciones eran parte de un tratamiento de suma rigurosidad, una estrategia para curarlo de una enfermedad que, seguramente venérea, lo llevaba incluso a alucinar extraños asesinatos o a dudar de su propio médico? ¿O realmente ocurría lo que ocurría tal cual se iban sumando los hechos? Mientras con suma precaución baja las escaleras principales, Benavides se pregunta si querrán de su mujer algo en especial, si por alguna razón habrán visto en ella cosas que no encuentran en otras mujeres. Las noches de verano siempre le inspiran amor y romanticismo y los buenos recuerdos pronto le llegan como una ola de celos y deseos, puesto que al fin su mujer es su mujer y la de ningún otro.
En la oscuridad le cuesta encontrar la salida al jardín, donde los carteles intermitentes iluminan por segundos los alrededores. El avance cauteloso muestra a Benavides entre oscuridad y oscuridad bajo formas insospechadas: Benavides tras un árbol de flores, Benavides bajo una mesa de jardín, Benavides junto a un arbusto disciplinado. Pronto llegará al garaje, sacará de allí a su mujer, y regresará a casa en taxi, piensa Benavides, antes de descubrir que la gloria será corta, es decir, antes de abrir el portón y recibir, por segunda vez, pero un poco más a la izquierda, el segundo golpe de ese día.
—El hombre está mal, Corrales.
—Es la presión, el éxito no se asimila fácil en los cuerpos pequeños, habrá que darle tiempo.
—Pero mañana inauguramos.
—¿Y es necesario, Donorio?
—Sí. Si el artista falta al acto inaugural la obra pierde sentimiento. Lo que le hablaba del contexto, ¿se acuerda, Corrales?
—Sí, claro.
—Si el público se reconoce en el artista, el efecto de la obra se magnifica. Haga usted mismo la prueba, piense qué hubiera pasado si la noche del domingo, en lugar de Benavides, la obra se la hubiera traído un atlético fisicoculturista de pelo largo y zapatos a la moda…
—No, no, claro. Tampoco me tome por estúpido, la diferencia es… abismal.
—Violenta, Corrales, como la obra.
Desde la cama, al abrir los ojos, Benavides encuentra a los dos hombres sentados en los sillones de la habitación.
—¿Cómo se siente, Benavides?
Benavides cierra los ojos.
—Parece que ha recobrado la conciencia…
Benavides abre los ojos. En el interín el doctor Corrales se ha incorporado para sostenerle los párpados y estudiar su ojo izquierdo.
—Mmmm… ¿Se siente bien, Benavides?
Benavides grita:
—¡Yo mismo por mi cuenta y solo maté a mi mujer! —Y sin apartar la vista de los hombres se aferra a las sábanas transpiradas.
Corrales ensaya un gesto admonitorio. En los pensamientos de ambos hay dudas dispersas y algo que podría ser definido como un principio de desilusión.
La instalación terminada inspira a los medios a anunciar el evento. La gente formula expectativas y reclama entradas anticipadas. El aire se contamina del murmullo de un público ansioso y llega a las ventanas de la habitación de Benavides que, por quinta vez en esa casa, despierta. ¿Qué hace un hombre como él en ese sitio, tan lejos de su hogar y de su mujer? ¿Puede un médico como Corrales entrar con un traje de noche doblado sobre el brazo derecho y un juego de ropa interior limpia en la mano izquierda, y decir los zoquetes le van a ir holgados, pero el traje es justo para un hombre como usted? Corrales se sienta a los pies de la cama, da unas palmadas en las piernas del paciente, quizá en nombre de un cariño que se ha formado hace tiempo pero del que Benavides no tiene memoria, y al fin sonríe y enuncia frases como qué buen aspecto tiene usted, Benavides o cómo lo envidio, Benavides, un artista como usted, en un día como hoy, con el público ansioso y el periodismo enardecido o todo parece indicar que la inauguración será un éxito. Pero Benavides no es feliz: personal nocturno, quizá el mismo Donorio, controla la entrada del garaje donde su esposa aguarda. La zona permanece iluminada, incluso en la penumbra de la noche, con dos potentes faros a cada lado del portón y carteles luminosos que, sin pudor, dan crédito del secuestro. Tanto es así que no puede Benavides distinguir la maldad de la bondad ni evaluar con certeza las actitudes de su médico. Aunque mira a Corrales estirar la planta de los zoquetes que le ha traído para comprobar que son de talla adecuada, sus pensamientos no se esclarecen, sino que, turbios, merodean por su mente y le dan al resto de su cuerpo una sensación de repentino malestar.
Horas más tarde, médico y paciente estudian frente al espejo sus cuerpos trajeados.
—¿Vio que era su talla, Benavides? Usted siempre preocupándose…
Benavides permanece inmóvil mientras Corrales le ajusta la corbata.
—Ya está, perfecto —señala en el espejo sus cuerpos—; va a ver cómo se ponen las mujeres cuando lo vean así.
Tras respetuosos golpes a la puerta se escucha la voz de una de las mujeres:
—El señor Donorio manda a decir que ya está todo listo, pero que si el artista necesita, él espera.
—De ninguna manera, avise que el artista ya baja.
La sala es grande, pero pequeña en relación con la multitud que ha concurrido. Gran cantidad de gente aguarda en el jardín delantero, espiando por las ventanas del salón o en fila tras el portón custodiado por los hombres de azul. Dentro, con la obra aún oculta tras la cortina de terciopelo rojo, el fervor del público se acrecienta.
Donorio toma el micrófono.
—Señoras, señores…
El público atiende al orador.
—Hoy es un día muy especial, para mí, para ustedes…
En la multitud los comentarios escapan tímidos y se pierden en la espesura de un silencio que crece.
—El arte es memorioso, querido público, y en las moléculas menos esperadas de ésta, nuestra sociedad, surgen, majestuosos, los verdaderos artistas. Señoras, señores, intelectuales, quiero presentarles a un soñador, a un amigo, pero por sobre todo lo demás, a un artista a quien el mundo no podrá darle la espalda… Benavides, por favor…
En medio de los estruendosos aplausos de la multitud, Benavides se abre paso hacia el gesto de bienvenida con que Donorio acompaña las últimas palabras. Cuando el artista sube a la tarima y descubre al público, el público descubre en él los cándidos rasgos humildes de la creación pura y sincera, dedicándole así una enérgica ovación que se calma en cuanto Donorio retoma el micrófono.
—Decía, señores, que el arte es memorioso. Se preguntarán ustedes adónde se quiere llegar con semejante afirmación…
Aunque el monólogo de Donorio continúa, el público no abandona la visión del artista.
—Éstos, nuestros días, son tiempos de gloria, y estamos agradecidos por ello.
El artista, en tanto, estudia el techo y las paredes. El público sigue expectante el recorrido creativo de ese hombre tan ajeno a los elogios.
—Pero algo queda del pasado en la memoria colectiva, en las brillantes mentes de nuestros artistas. El horror, el odio, la muerte, laten con fuerza en sus pensamientos hostigados.
El artista descubre a un lado del escenario la gran cortina de terciopelo rojo tras la cual, se supone, aguarda la obra. Pero ¿qué es lo que inquieta al artista de tal forma? ¿Por qué en su rostro sencillo y genial se dibujan de pronto los pálidos rasgos del espanto?
—Ustedes se preguntarán entonces cómo se libera el artista de ese horror cotidiano. Pues bien, señores, lo que están por ver escapa a los sentimientos superfluos del arte común. En la obra que verán a continuación encontrarán la respuesta. Benavides, lo escuchamos —dice Donorio, y al fin se aleja del micrófono para ceder el lugar al artista.
Benavides mira el micrófono como quien estudia el grosor de una condena hasta que al fin sus propios pies pequeños, quizá arrastrados por su orgullo pero jamás por él mismo, lo encaminan hacia él. Donorio busca la mirada cómplice de Corrales, que permanece atento al artista como se reconoce a un hijo que ha crecido. El público espera. Benavides, inquieto, estudia las expresiones en los rostros que lo observan, volviéndose cada tanto hacia la cortina. Hay nervios, ansiedad, pero más que eso lo que hay es un silencio excitante. Al fin Benavides, con la mirada perdida y un sudor frío que le recorre el cuerpo, toma el micrófono para decir:
—Yo la maté.
El público demora en recibir el mensaje, pero cuando los más entendidos comprenden el significado de aquellas palabras y comienzan a aplaudir, el resto se une a la euforia que pronto se desata. Dice que él la mató, comentan entre sí, El hombre es un poeta, e incluso entre las expresiones de admiración y encanto se desprenden emocionadas las primeras lágrimas de la noche. Desde un costado del escenario, Corrales asiente complacido al murmullo general. Entonces llega el momento en que Donorio hace a un lado al artista para retomar el uso del micrófono. Dos hombres de azul suben al escenario para colocarse uno a cada lado del telón rojo. Y Donorio dice:
—Señores, la obra…
Y como el sol nos trae la luz, o como el artista descubre las verdades humanas, la cortina que antes cubría la creación ahora, lenta ante la ansiedad colectiva, cae al piso. Y allí está la obra: violenta, real, carnalmente viva. La voz de un Donorio que ha perdido toda la atención de un público estupefacto dice:
—«La violencia».
La euforia es incontenible. El público empuja, intenta subir al escenario. Más de una docena de hombres de azul forman una barrera que impide el avance. Pero el público quiere ver. Excitación, conmoción, nada se compara a los sentimientos que surgen de las emanaciones de aquella obra, de la imagen soberana de la muerte a pocos metros. No pierden detalle alguno: la carne humana, la piel humana, los muslos gigantes de una mujer enroscada en una valija de cuero. El mismo artista, impresionado ante su obra, mira cómo el público se abalanza hacia ella. Pero su rostro único se distingue entre la gente: todos saben que él es el artista y pronto es alzado por la multitud, pasado de mano en mano, llevado en andas de un lado a otro de la sala. Cuando Corrales grita ¡El artista!, ¡el artista!, algunos hombres de azul abandonan la barrera humana para rescatar a Benavides. El público, tras oír los gritos de Corrales, suelta a Benavides para que se pierda entre la gente como una perla en el agua turbia. Para él, hombre acostumbrado a la soledad y la quietud de la vida matrimonial, la experiencia es inédita. Escondido en la multitud, y de esa forma oculto hasta de la multitud misma, avanza entre los cuerpos eufóricos hacia el núcleo del disturbio. Hay gritos, empujones, gente que pelea por lograr una mejor perspectiva. Y entre cabezas y hombros ajenos, Benavides alcanza a distinguir, como un recuerdo que se esconde en el olvido, a la que alguna vez fue su mujer. Pero como ha sucedido ya varias veces, a pocos metros de la valija la suerte priva a Benavides del encuentro. Cuatro manos grandes lo toman de los hombros y lo apartan de la gente. Los hombres devuelven a Benavides al escenario. Sumamente irritado, el artista trata de zafarse de los custodios a la vez que grita ¡yo la maté!, ¡yo la maté! Entre la multitud, un par de personas estudian la extraña actitud del artista. No son las palabras del creador las que los desconciertan, sino la actitud bruscamente violenta de un hombre que hasta hace pocos minutos parecía llevar en su interior la calma de quien ha vivido en la desgracia desde siempre. ¡Yo la maté!, grita Benavides con lágrimas en los ojos, y entonces ya son varios quienes se detienen a mirarlo. Pero Donorio actúa rápido, y sin dudarlo presenta al médico del artista. Entre los gritos de Benavides y el estrépito general, Corrales sube al escenario y toma el micrófono. Gran parte del público son pacientes suyos, de modo que tras el primer pedido de silencio el alboroto disminuye sensiblemente. Los hombres de azul, bajo órdenes de Donorio, intiman a un Benavides ya por completo desquiciado a bajar de la tarima, acallar y mantenerse en un rincón, apartado de la vista del público.
—Señores, señoras. En nombre de Benavides les ruego que nos disculpen. El artista es muy sensible a algunos hechos, y ha sufrido una descompensación —anuncia Corrales.
El público, quizá por respeto al artista, se deja ganar por la calma y en silencio abre paso a los hombres de azul. Tras las anchas espaldas de los custodios, el pequeño cuerpo de Benavides tiembla mientras sus ojos logran enfocar, por algún resquicio de la masa que lo aprisiona, la curiosa mirada de algún espectador. Sobre el escenario, Donorio se acerca a Corrales para decirle al oído:
—¿Se acuerda del «contexto»? —hace un gesto hacia al público—, ¿vio que yo tenía razón?
Por la puerta principal se retira un Benavides sujetado por la custodia y todos reciben con creciente entusiasmo sonrientes mucamas con champagne. La inauguración ha sido un éxito.