Las luces destellan un par de veces, señal de que todo va a terminar. Un aire espeso envuelve a la clientela en un hálito de feliz resaca. Pocos se han servido una sola vez, y casi todos levantan en el aire las copas ahora vacías. Es tiempo de una última vuelta. Se levantan de golpe, habrá que reponer el trago en una barra que cerrará en cualquier momento. No hay tiempo para la hermandad, para la charla, para elegir un acompañamiento sólido que ayude a la cerveza. Miradas de presuntos filtradores contienen la euforia y el tumulto. Es tiempo de reponer lo importante, lo imprescindible. Los cuerpos se acumulan apretados. Las palabras no son amables. Los que avanzan se abren camino a la posibilidad. Un nuevo destello intranquiliza a la clientela, los fuertes empujan en dirección a la barra, los bajos aprovechan las ventajas del avance entre piernas, los altos contemplan, evalúan y rezan por la distancia que los separa del final feliz. Todos parecen encontrar la ventaja adecuada y la suma de todos compacta la masa en un solo cuerpo desesperado que, frenético, copia la forma de la barra. Copas afortunadas, en orden sospechosamente lento, se llenan y retiran. No muchos parten llevando en sus manos el elixir de un alivio que durará poco. Entonces sucede. Las manos amigas que llenaban las copas traban la caja, tapan las botellas, las juntan y las guardan. Dejan desnuda la barra que segundos atrás exponía el néctar sagrado de cien modos distintos. La multitud permanece absorta. Clientes insatisfechos persiguen meseros que aún no logran ocultarse. Cuando el tumulto se desarma la vuelta a las mesas es lenta y triste. Pero algo ocurre: quienes en las mesas, pocos, aún demoran la última vuelta, ven la decepción de quienes vuelven sin nada y, sin olvidar la imagen de la bebida burbujeante, piensan en compartir y se miran entre sí a la espera de alguna señal. Otro destello se lleva las luces de la barra. Sonido a vajilla que se reúne, que se apila, se lava, que vuelve a apilarse, se enjuaga, se seca, se apila otra vez y al fin se ordena o se aparta. Oculta pero firme, una voz anuncia que el bar cerrará en unos minutos. Un escaso resto de bebidas repartidas entre todos incita risas burlonas y comentarios encontrados. Las últimas gotas de alcohol tienen su efecto en abrazos generosos, amistosas palmadas que se trasmiten de mesa en mesa, felicitaciones y halagos sinceros que reconocen nuevos rostros y anudan relaciones de último momento. Un brindis espontáneo se repite en un gesto general, el ruido de cientos de copas que suenan a un mismo tiempo concientiza a la masa de la importancia del evento. Los rostros sonríen y hay para todos buenos deseos. Se sabe que afuera hace frío, que las esposas esperan en las casas, que habrá que salir, acostarse, levantarse solos al amanecer. Con el último destello de luz, en el sonido de las copas han participado todos. Pero entonces las luces principales se encienden y los dejan al descubierto. El aire viciado que los protegía del viento se escapa al abrirse la puerta de salida. Se oyen golpes desde la cocina. La voz firme, pero aún oculta, reclama la retirada. «Habrá que levantarse», se oye. «Permaneceremos sentados», proponen, «con el cuerpo en las sillas no podrán acomodar las mesas.» Se repiten los ruidos que provienen de la cocina. Ruido de madera contra madera, de madera contra hierro, de hierro contra hierro. Ruido de armas que remiten a un disgusto ancestral y hace que mantengan, ahora más que antes, el cuerpo rígido en las sillas. En sus mentes las cruzadas de los guerreros, las órdenes de sus superiores, las risas de sus esposas. «Cuerpo en silla», se grita desde una mesa. «Cuerpo en silla», se responde desde las otras. Y en una sola frase, que se repite de boca en boca, la voz definitiva de una decisión conjunta. Pero algo sucede. Un acto inteligente del bando opuesto desactiva de una vez el sueño colectivo. Los han golpeado con sus propias armas, pues desde la cocina llega, gastado y desprolijo, de seguro emitido desde un parlante improvisado, el himno nacional. El enemigo ha sido audaz y no quedan alternativas. Guerreros, superiores y esposas han enseñado durante años la lección de incorporarse de inmediato ante las primeras notas del himno nacional. No es obediencia sino dolor lo que incorpora de uno en uno a la clientela derrotada. Permanecen en el lugar, alertas pero ya sin esperanzas. Personal contrario irrumpe con violencia y aparta las sillas que, invertidas, pronto son colocadas sobre las mesas en un acto que despoja al piso de su hospitalidad. Se bajan las cortinas. Aunque seguridad entra a escena, la multitud se alimenta de ilusiones. En un gesto que aclara ser el último, la clientela es invitada, una vez más, una última vez, a retirarse. Marchar al compás del himno es la reacción gradual pero al fin la acción de todos. En la conciencia general otra vez esa idea milenaria, el recuerdo ausente en cada uno, aunque presente en la masa, de que el himno es lo que se escucha antes de la batalla. Muchos conservan en sus manos las copas vacías. Los dedos de esas manos se aferran al vidrio, y las manos libres, que también se cierran, forman puños que quizá no vuelvan a abrirse. Saben que el final podría no ser bueno, saben que sus esposas podrían enterarse de todo, pero la causa es justa y en el grupo hay confianza. Cuando los rociadores de agua contra incendios se activan, surge la incertidumbre. Pensar en qué sucederá mañana ya no es tan sencillo. Hay desilusión, muchos creen que todo ha terminado. Saldrán mojados a la calle y mañana, con la cabeza baja, regresarán al bar, volverán a pedir alcohol y volverán a luchar porque la salida se atrase lo más posible. Es entonces cuando se abren los pocos paraguas con los que cuenta la resistencia. Aumenta el calor. Respirar cuesta. El mal humor exaspera al grupo rebelde. Hombres uniformados empujan cuerpos hacia afuera. Movimientos bruscos golpean piernas que no quieren moverse, hay impotencia, disgusto, y una terrible sensación de derrota. El hombre que decide la suerte del local espera en la calle. Desde la vereda de enfrente memoriza sin esfuerzo los rostros que encabezan los cuerpos arrojados hacia el exterior. Y en la calle, donde no hay música, ni alcohol, ni calefacción, todo parece perdido. El grupo se dispersa. No hay remedio que incentive la alegría cuando todos se han rendido, cuando cada uno, borracho, recorre una calle diferente, sintiendo que de los hombros cuelgan brazos pesados y de las manos dedos cuyas puntas parecieran arrastrarse sobre el cemento áspero de una ciudad que ninguno de ellos ha elegido. En sus casas aguardan las esposas, que en la punta de la lengua contienen violentas las palabras que van a gritar. La palabra que quiere ser escupida, los labios que la retienen hasta que la expresión se libera y las bocas de esas mujeres demasiado delgadas, obesas, altas, bajas, jóvenes y viejas, pero todas ellas esposas al fin, parecen quedar más relajadas. Ya no hay fuerzas para cambiar el destino. Al final del día está la cama y en el sueño ellas nunca aparecen. Pero suceden otras cosas. No hace falta trabajar todo el día para regresar al bar. Se llega al cerrar los ojos. El hombre que abre y cierra el bar controla las acciones, reconoce los rostros desde la mirilla ubicada en la pared de la barra. Otra vez el recuerdo ancestral, el alcohol y la música antes de comenzar la guerra. Las luces no parpadean y aún faltan varias horas para que todo comience a desvanecerse. Pero algo ha cambiado. La barra queda vacía. Las manos que en la barra administran la bebida se mueven nerviosas, sospechan en la quietud aparente los primeros pasos de una conspiración. La clientela se estudia los rostros. En sus mentes la sospecha de que aquello no es un sueño, de que se han levantado, han ido a trabajar, y que por eso es real todo lo que ahora ocurre. La certeza de que sus ojos leen en los ojos de los demás una intención clara y aviesa. Y, tras la mirilla, el hombre lo ve todo: manos quietas que ahora se mueven al unísono, toman las copas y las arrojan al piso. La puerta de entrada se cierra, se cierran todas las puertas y se cierran los puños. Alguien llama a los guardias, pero nadie más se suma al conflicto. Las manos, apoyadas en el borde de las mesas, ayudan a los cuerpos a incorporarse con decisión. La música marca los pasos de la marcha. Las sillas han quedado vacías. En el ambiente, una sensación pegajosa de algo que crece. Al hombre le tiemblan las piernas, los cuerpos que avanzan hacia él se alimentan del alcohol que él mismo les ha ofrecido. Y hay una idea en la mente de todos. En el hombre la esperanza de que eso sea un sueño, y el deseo de pertenecer, alguna vez, a esa revolución de hombres valientes. En los otros la extraña certeza, cargada de angustia, de que todo lo que ocurre es, en efecto, real. Lejos de ellos, la posible imagen de manos ásperas de esposas o de jefes que los despierten sin piedad de sus sueños para reincorporarlos al trabajo, que los despierten sin piedad, como cada mañana, para que al fin dejen, sobre la almohada o sobre el escritorio, la baba pegajosa de un sueño de revolución.