De Enrique Duvel sabía que era rico por herencia y que, aunque a veces se lo veía con algunas mujeres, todavía vivía con la madre. Los domingos daba vueltas a la plaza en su auto descapotable, sin mirar ni saludar a ningún vecino, y así desaparecía hasta el fin de semana siguiente. Yo tenía la juguetería que había heredado de mi padre, y un día lo sorprendí en la calle, mirando con recelo la vidriera de mi negocio. Se lo comenté a Mirta, mi mujer, que dijo que quizá yo lo había confundido con otra persona. Pero después ella misma lo vio. Se detenía algunas tardes frente a la juguetería y miraba la vidriera un rato. La primera vez que entró lo hizo sin la menor convicción, como avergonzado y no muy seguro de lo que buscaba. Se acercó hasta el mostrador y revisó desde ahí las estanterías. Esperé a que hablara. Jugó un momento con el llavero del auto y al fin pidió el modelo de un avión a escala para armar. Regresó varios días después por el modelo que le seguía. En visitas sucesivas incorporó a la colección coches, barcos y trenes. Comenzó a pasar todas las semanas, y cada vez se llevaba algo. Hasta que una noche, cuando yo cerraba las persianas del negocio, lo encontré afuera, solo frente a la vidriera. Temblaba, tenía la cara roja y los ojos húmedos, como si hubiera estado llorando, y parecía algo asustado. No vi su auto y por un momento pensé que se lo habían robado.

—¿Y el coche, Duvel?

Hizo un gesto confuso.

—Es mejor si me quedo acá —dijo.

—¿Acá? ¿Y su madre? —Me arrepentí de mi pregunta, temí haberlo ofendido, pero dijo:

—No quiere volver a verme. Se encerró en la casa con todas las llaves. Dice que no va a abrirme nunca más y que el auto también es de ella. Mejor si me quedo acá —repitió.

Pensé que Mirta no iba a estar de acuerdo, pero le debía a ese hombre casi el veinte por ciento de mis ganancias mensuales y no podía echarlo.

—Pero acá Duvel… Acá no hay dónde dormir.

—Le pago la noche —dijo. Revisó sus bolsillos—. No traigo plata… Pero puedo trabajar, seguro hay algo que yo pueda hacer.

Dejarlo que se quedara me parecía una mala decisión, pero lo hice pasar. Entramos a oscuras. Cuando encendí las luces, las vidrieras le iluminaron los ojos. Algo me decía que Duvel no dormiría en toda la noche y temí dejarlo solo. Se erguía entre las góndolas una gran pila de cajas que habían llegado a última hora y no había podido ordenar, y aunque encargárselas podía ser un problema, pensé que al menos lo mantendrían ocupado.

—¿Podría ordenar las cajas?

Asintió.

—Yo expongo todo mañana, sólo hay que separar los artículos por rubro. —Me acerqué a la mercadería y él me siguió—. Los rompecabezas con los rompecabezas, por ejemplo. Se fija dónde están y lo acomoda todo junto, ahí, detrás de los estantes. Y si…

—Entiendo perfectamente —me interrumpió Duvel.

Al día siguiente llegué a la juguetería unos minutos antes. Las persianas estaban levantadas, y las luces que ya no hacían falta, apagadas. Sólo cuando estuve adentro me di cuenta de que la decisión de dejar a Duvel solo había sido un tremendo error. Ya nada estaba en su lugar. Si en ese mismo instante un cliente entraba y pedía el muñeco de un superhéroe determinado, encontrar el pedido podía llevarme toda la mañana. Había reordenado la juguetería cromáticamente: modeladores de plastilina, juegos de cartas, bebés gateadores, carritos con pedales, todo estaba mezclado. Sobre las vidrieras, en las góndolas, en las repisas: los matices de colores se extendían de un extremo a otro del negocio. Pensé que siempre recordaría esa imagen como el principio del desastre. Y estaba decidido a pedirle que se fuera, totalmente decidido, cuando noté que una mujer y sus hijos miraban el interior del local como si algo maravilloso, que yo no alcanzaba a ver, estuviera moviéndose entre las góndolas. Se fueron sumando otros padres y otros chicos que no pudieron evitar detenerse frente a la vidriera, y más tarde, clientes a quienes otros clientes habían comentado el asunto. Antes del mediodía el local estaba lleno: nunca se vendió tanto como esa mañana. Era difícil localizar los pedidos, pero Duvel resultó tener excelente memoria y bastaba que yo nombrara el artículo para que él asintiera y corriera en su búsqueda.

—Llámeme por mi nombre —me dijo ese día— si le parece…

Los colores destacaban los artículos que nunca antes habían llamado la atención. Las patas de rana, verdes, seguían por ejemplo a los sapos con silbato que ocupaban las últimas filas del turquesa, mientras los rompecabezas de glaciares, que venían del marrón por la base de tierra de las fotografías, cerraban el círculo uniendo sus picos de nieve con pelotas de vóley entre peluches de leones albinos.

Ni ese día, ni ningún otro por ese entonces, se cerró el local a la hora de la siesta, y el momento del cierre comenzó a retrasarse cada vez un poco más. Enrique durmió en el local también esa noche y otras tantas noches que le siguieron. Mirta estuvo de acuerdo en armar para él un espacio en el depósito. Los primeros días tuvo que conformarse con un colchón tirado en el piso. Al poco tiempo conseguimos una cama y, más tarde, compramos para el cuarto una mesa con dos sillas y un juego de toallas para el baño en las que Mirta bordó la letra E en color oro. Una vez por semana, durante la noche, Enrique reorganizaba el local. Armaba escenarios utilizando las formas de los ladrillos gigantes; modificaba, moviendo los juguetes apilados contra el vidrio, la luz del interior del local; construía castillos que recorrían las góndolas; inventaba juegos, competencias, concursos que seducían a los chicos y retenían a los padres en la juguetería. Fue inútil insistir en un sueldo, no le interesaba.

—Es mejor si me quedo acá —decía—, mejor que el sueldo.

No salía del negocio, para nada. Comía lo que Mirta le mandaba por las noches: viandas que empezaron siendo algunas rodajas de pan con fiambre y terminaron en elaborados platos para todas las comidas del día.

Enrique nunca tocó los modelos para armar. Ocupaban las estanterías más altas del local y ahí permanecieron siempre. Fue lo único que conservó su lugar. Prefirió en cambio los rompecabezas y los juegos de mesa. En las mañanas, si yo llegaba antes de hora, encontraba a Enrique sentado a la mesa con su vaso de leche, jugando con los dos colores de las damas chinas o encastrando las últimas piezas de un gran paisaje otoñal. Se había vuelto silencioso, pero sin dejar de ser atento con los clientes, sobre todo con los chicos, con quienes tenía una comunicación especial. Se tomó la costumbre de armar su cama por las mañanas, de limpiar la mesa y barrer el piso después de comer. Al terminar, se acercaba hasta mí o hasta Mirta, que por el exceso de trabajo había empezado a atender el mostrador, y decía «Ya armé la cama» o «Acabo de terminar de barrer» o simplemente «Ya terminé» y era ese modo, obsecuente, decía Mirta, lo que de alguna manera empezaba a preocuparnos.

Una mañana descubrí que ya no jugaba con las mismas cosas. Había recreado sobre la mesa, con muñecos articulados, animales de granja y ladrillos para armar, un pequeño zoológico y desayunaba su vaso de leche mientras abría la verja de los caballos y los hacía galopar, uno por uno, hasta un pulóver oscuro que hacía de montaña. Lo saludé y volví al mostrador para empezar el trabajo. Cuando se acercó parecía avergonzado.

—Ya terminé con la cama —dijo—, y ordené también el resto del cuarto.

—Está bien —dije—, quiero decir… No importa si se arma o no la cama. Es tu cuarto, Enrique.

Pensé que estaba entendiendo, pero miró hacia el piso, aún más avergonzado y dijo:

—Perdón, no volverá a pasar. Gracias.

Enrique dejó de reordenar también los juegos de mesa. Colocó las cajas en los estantes superiores, junto a las réplicas para armar, y sólo subía por ellas si algún cliente reclamaba específicamente ese artículo.

—Hay que hablar con él —decía Mirta—; la gente va a creer que ya no trabajamos rompecabezas…

Pero no le dije nada. Se vendía bien y no quería lastimarlo.

Con el tiempo empezó a rechazar algunas comidas. Le gustaba la carne, el puré, y las pastas con salsas simples. Si le llevábamos otra cosa, no comía, así que Mirta empezó a cocinar sólo las cosas que a él le gustaban.

Alguna que otra vez los clientes le dejaban monedas, y cuando juntó lo suficiente compró en la juguetería un tazón de plástico azul que traía en el frente un auto deportivo en relieve. Lo usaba para desayunar, y a la mañana, al reportar el estado de la cama y el cuarto, empezó a agregar:

—También lavé mi taza.

Mirta me contó con preocupación que una tarde en que Enrique jugaba con un chico, se aferró de pronto a un superhéroe en miniatura y se negó a compartirlo. Cuando el chico se echó a llorar, Enrique se alejó furioso y se encerró en el depósito.

—Sabés cuánto cariño le tengo a Enrique —dijo esa noche mi mujer—, pero esas son cosas que no deberíamos permitirle.

Aunque mantenía su ingenio a la hora de reorganizar la mercadería, había dejado también de jugar con los muñequitos articulados y los ladrillos y los había archivado junto con los juegos de mesa y las réplicas para armar, en las atiborradas estanterías superiores. Los juguetes que aún se reordenaban y estaban al alcance de clientes conformaban ya una franja demasiado pequeña y monótona que apenas atraía a los chicos de menor edad. Poco a poco, las ventas volvieron a bajar y el local comenzó otra vez a vaciarse. Ya no hizo falta la ayuda de Mirta, que dejó de atender el mostrador y, otra vez, él y yo estábamos solos.

Recuerdo la última tarde que vi a Enrique. No había querido almorzar y caminaba entre las góndolas con su tazón vacío. Lo vi triste y solo. Sentía, a pesar de todo, que Mirta y yo le debíamos mucho, y quise animarlo: trepé la escalera corrediza, que no usaba desde el último día en que había estado solo en el negocio, y subí hasta las estanterías más altas. Elegí para él una locomotora antigua, importada. Era la mejor réplica en miniatura que tenía. El paquete decía que se armaba con más de mil piezas y, si se le agregaban pilas, funcionaban las luces. Bajé con el regalo y lo llamé desde el mostrador. Caminaba cabizbajo entre las góndolas. Cuando volví a llamarlo se agachó de golpe, como asustado, y ahí se quedó.

—Enrique…

Dejé la caja y me acerqué despacio. Lloraba en cuclillas, abrazándose las piernas.

—Enrique, quiero darte…

—No quiero que nadie vuelva a pegarme —dijo. Tomó aire y siguió llorando en silencio.

—Pero Enrique, nadie…

Me arrodillé cerca. Quería tener la caja ahí mismo, darle algo, algo especial, pero no podía dejarlo solo. Mirta hubiera sabido qué hacer, cómo calmarlo. Entonces la puerta se abrió con violencia. Desde el suelo vimos, por debajo de las góndolas, dos tacones altos avanzar entre los pasillos.

—¡Enrique…! —era una voz fuerte, autoritaria.

Los tacones se detuvieron y Enrique me miró asustado. Parecía querer decirme algo.

—¡Enrique!

Los tacones volvieron a moverse, ahora directo hacia nosotros, y una mujer nos encontró a la vuelta de la góndola.

—¡Enrique! —se acercó furiosa—. ¡Cómo te estuve buscando, estúpido! —gritó, y le dio una cachetada que le hizo perder el equilibrio. Luego lo agarró de la mano y lo levantó de un tirón. La mujer me insultó, pateó el tazón que había caído al piso y se llevó a Enrique casi a rastras. Lo vi tropezar y caerse frente a la puerta. De rodillas, se volvió para mirarme. Después hizo una mueca, como si fuera a echarse a llorar. Al verlo estirar la mano me pareció que sus dedos pequeños trataban de desprenderse de los de la madre que, furiosa, se inclinaba para alzarlo.