El macizo transbordador avanzaba lento como un caracol y consiguieron atraparlo antes de que entrara en aguas internacionales. Se pusieron junto al lateral, de diez metros de altura. ¿Cómo podían subir a cubierta?
—¡Necesitamos una cuerda y un gancho! —gritó Larry volviéndose hacia mister Kent.
—¡Aquí no hay ninguno! —respondió el mayordomo.
—¡Pues una bengala de señalización! —pidió con insistencia el chico.
Mister Kent revolvió la caja de herramientas y abrió los brazos en señal de rendición.
—Tengo una idea —intervino Agatha mordiéndose el labio con nerviosismo—. ¡Pero debemos darnos prisa!
Ordenó al guía que adelantase al transbordador y se colocase ante él manteniendo una distancia de seguridad. Después pidió a Larry que consultara el EyeNet para buscar un número de teléfono.
—¿Caerán en la trampa? —preguntó el primo.
—¡Estoy segura! —sonrió Agatha.
Cuando el bote hinchable se puso delante del Estrella deslumbrante para cortarle el paso, retumbó el estrépito de la sirena de a bordo.
¡TUUUUU!
Algunos marineros sacaron la cabeza por la proa del barco y les hicieron un gesto para que se apartasen del camino. Otros que estaban trabajando en los contenedores hicieron lo mismo, pero sus gritos se perdían con la brisa marina.
¡TUUUUUT!
En un momento dado, Agatha reconoció la figura de John McDuff, quien, aunque todavía no era la hora del té, sostenía una tacita humeante y una galleta con calma.
—¡Es él! —gritó Agatha a su primo.
El joven detective llamó con el EyeNet al capitán del Estrella deslumbrante, al número que había encontrado en el archivo. Le avisó de que el viejo cazador se había olvidado sus medicinas y de que corría un grave peligro.
¡TUUUUUT!
—¡Sí, nos envía su mujer, Cordelia! —exclamó Larry—. ¡Pregúnteselo usted mismo, si no me cree!
Pasó un minuto y un oficial de a bordo fue en busca de McDuff. Empezaron a hablar, y el cazador observó el bote hinchable con curiosidad. Hizo un gesto afirmativo al oficial, que miró a la cabina de mando y dijo algo a través de una pequeña radio.
El capitán no envió ninguna comunicación a Larry, pero, unos momentos más tarde, el Estrella deslumbrante apagó los motores y lanzó una escalera de cuerda hasta el agua. Agatha y sus compañeros subieron hasta el castillo del barco y enseguida estuvieron rodeados por media tripulación.
El bote hinchable volvió al muelle conducido por el joven beach boy.
—¡Qué poca consideración! —se enfadó el capitán mirando al grupito—. ¿No podían habernos avisado antes de salir?
Entonces apareció John McDuff, con el sombrero de safari en las manos.
—Estos señores son mis amigos —dijo con maneras de caballero—. Si han actuado de esta forma, solo es culpa mía.
—Muy bien, McDuff —replicó el capitán—, entonces acabe rápido, debemos irnos.
—Me temo que más bien deberemos volver —dijo Larry en tono burlón.
Agatha le golpeó ligeramente en las costillas para que dejase de sonreír. Entonces, cuando la tripulación se hubo dispersado, entregó las medicinas a John McDuff y lo riñó bruscamente:
—Su mujer está muy enfadada con usted. ¡Le había prometido que no participaría en ninguna cacería más!
—Lo sé, lo sé, hacía años que me resistía a esta tentación —se excusó él—, pero me llegó una petición muy golosa y no pude evitar responder a la llamada de la aventura.
—Conocemos su misión en nombre del príncipe —dijo Larry—. ¿Dónde está la jirafa blanca?
Pareció que el caballero inglés caía de las nubes en aquel momento.
—Pero entonces… —balbuceó—, Cordelia…
—Le hemos traído sus medicinas para el corazón —intervino Agatha—. A cambio de ello le pedimos que libere a la jirafa.
Ante el desconcierto del hombre, Agatha le explicó lo que había pasado hasta el más mínimo detalle, desde el encuentro con los masáis hasta la persecución del barco. Cuando la chica acabó su relato, McDuff se recostó en la pared, visiblemente afectado.
—Debemos remediar esta vergonzosa situación —afirmó, solemne.
Llamó a sus ayudantes, pronunció unas cuantas frases en suajili y les mandó que llevaran un mensaje al capitán. Después condujo a la comitiva a la bodega, donde habían embarcado a Hwanka. Mientras descendían, el viejo cazador añadió, alisándose el bigote:
—Acepté el encargo con la condición de que llevasen a la jirafa a un lugar seguro y que nadie le hiciese el menor rasguño.
Agatha se alegró de oírle decir estas palabras; se había dado cuenta de que, en el fondo, John McDuff tenía un buen corazón. Su única debilidad era la pasión incontenible por la caza mayor, heredada de los tiempos en que no estaba prohibida. Ahora, sin embargo, parecía arrepentido de sus actos, sobre todo por el daño que había causado a la tribu masái.
—Aquí tenéis a nuestra preciosa amiga —dijo con los ojos deslumbrantes de alegría. Había dispuesto una enorme jaula en la bodega: la jirafa podía moverse con tranquilidad, beber de un gran cuenco y alimentarse de hojas de acacia enredadas en una especie de tronco.
Agatha y Larry se acercaron para acariciar el increíble pelo del color de la leche de Hwanka y le explicaron a McDuff que la tenían que dejar en libertad lo más pronto posible en el Masái Mara. Él les informó de que el barco ya estaba dando la vuelta hacia el puerto.
Con un gran suspiro, los chicos y mister Kent se apoyaron contra la jaula, mientras McDuff iba a llamar por teléfono a su mujer, Cordelia.
¡Hecho!
—¿Por que no nos hemos puesto en contacto directamente con el barco antes de que zarpara? —se preguntó Larry—, ¡Nos podríamos haber evitado toda esta carrera!
—Corríamos el riesgo de que se pusiesen en alerta y cambiasen de planes —aclaró Agatha.
En aquel mismo instante oyeron que la sirena sonaba y comprendieron que el Estrella deslumbrante estaba entrando en el puerto de Mombassa.
McDuff los guio a cubierta, donde admiraron aquella encantadora costa, formada por playas blancas y aguas cristalinas. Antes de atracar, intentaron llamar a Haida a su móvil.
Como pasaba a menudo en Kenia, el teléfono no tenía cobertura y aplazaron el anuncio de la buena noticia.
—Yo he montado todo este lío y ahora tengo que solucionarlo —afirmó McDuff mientras una grúa agarraba la jaula de la jirafa para colocarla en el muelle—. Saldremos hacia el Masái Mara y, en unos días, nuestra amiga Hwanka podrá reunirse con su familia.
—¿Y quién se lo explicará ahora al príncipe Husam Fadil Sayad? —rio Larry.
—¡De eso también me encargaré yo! —prometió el viejo cazador golpeándose el pecho.
En aquel preciso instante, Patrick Lemonde irrumpió en escena apuntándolos con un fusil.
—¡No creo, McDuff! —exclamó, amenazador.
Los marineros huyeron a la carrera y en el muelle solo quedaron el grupo de londinenses, el viejo cazador y el antropólogo. ¿Qué estaba sucediendo?
La explicación llegó bien pronto, de la boca del mismo Patrick Lemonde.
—Quiero que volváis a subir la jirafa al barco —ordenó—, ¡Vale millones de dólares y no estoy dispuesto a perderlos por vuestros ingenuos ideales de ecologistas!
—¿Quién es usted? —preguntó McDuff, pasmado.
Agatha cerró los puños.
—Sospecho que es la persona que avisó al príncipe de que esta jirafa existía, además de traicionar a la tribu masái y a su compañera Annette, y que finalmente ha intentado, de todas las maneras posibles, sabotear nuestra intervención —dijo de una tirada—. ¿Verdad, Patrick?
—Has acertado, mocosa —rio él.
—Me di cuenta de que alguien había aflojado la puerta del vehículo antes del chaparrón —continuó Agatha—. Después, en medio de la confusión, agujereó los neumáticos del Land Rover con un clavo y, más tarde, perforó el fuselaje del biplano.
—Una reconstrucción excelente —confirmó Patrick, desdeñoso—. ¡Pero te olvidas de un detalle!
—¿Cuál? —preguntó la chica.
—¿No lo has reconocido? Este es el fusil de Haida, que ahora mismo está atada al Land Rover —rugió—. No tendréis ganas de que esto acabe mal, ¿verdad?
Los chicos se prepararon para la intervención de mister Kent, exboxeador con un poderoso directo de derecha, pero fue otro quien puso fin a las amenazas de Lemonde.
Hwanka bajó silenciosamente su largo cuello y arrebató el fusil de las manos del hombre con su rugosa lengua. Una vez desarmado, Patrick quedó inmovilizado por los fuertes brazos del mayordomo.
—Y ahora pasemos cuentas —se mofó Larry.
Poco después llegaron los policías y Lemonde tuvo que aceptar la derrota. Explicó dónde había dejado aparcado el Land Rover y liberaron a Haida.
Agatha les pidió a todos que se calmaran y quiso que Lemonde aclarase sus motivaciones.
—Cuando supe que el príncipe Husam Eadil Sayad era coleccionista de animales raros, no pude resistir la tentación y le pedí mucho dinero a cambio de la jirafa. Hice de intermediario para McDuff sin que él conociese mi identidad. Sabía que respondería a la llamada de la caza y me aproveché de sus debilidades…
—No fue por dinero —intervino el cazador, antes de que Agatha lo hiciese callar.
—Cuando el señor McDuff capturó a Hwanka, dejé que Annette convenciese al sabio oloibon para llamar a la Eye International y que esta se encargara de conducir las investigaciones. ¡Pero no me imaginaba que me encontraría a estos metomentodo!
Agatha sonrió levemente con astucia.
—Fue un grave error menospreciar las capacidades del agente LM14 —dijo, contenta—, ¡El caso está cerrado, señores!