Haida Mistery les dio a los chicos las últimas indicaciones y se despidió de ellos con decisión. Después desapareció con Patrick Lemonde entre los encendidos colores de la plantación conduciendo el Land Rover a gran velocidad.

Eran las dos de la tarde cuando sacaron del almacén el viejo biplano amarillo. Cordelia McDuff observaba las operaciones emocionada, repitiendo sin parar que estaba muy preocupada por su marido. El despegue, sin embargo, no resultó fácil.

—¿Arrancar el motor? —dijo Larry en tono burlón mientras mister Kent se acostumbraba a los mandos—. ¡Eso es un juego de niños, prima!

—¿Estás seguro de que podrás hacerlo solo? —preguntó Agatha.

—¡Claro que sí! —replicó él acercándose a las grandes hélices de madera del morro del avión—. ¡Fíjate bien!

El joven detective le hizo un gesto al mayordomo para que estuviera preparado, respiró profundamente y reunió todas sus fuerzas para empujar una de las palas hacia abajo. Larry no preveía que pesaría tanto y, sobre todo, no sabía que las hélices tenían un muelle en el mecanismo. El rebote le hizo saltar por los aires, entre las carcajadas de los trabajadores que había alrededor y los chillidos de Cordelia.

Fueron necesarios los músculos de acero de mister Kent para arrancar las hélices; después, el motor comenzó a chasquear y el biplano aprovechó la larga pradera de delante de la finca para levantar el vuelo.

El avión voló a baja altura y realizó un amplio giro sobre la cabeza de la señora McDuff, quien ondeaba un pañuelo.

—¡Sobre todo, no os olvidéis de las medicinas! —oyeron que chillaba.

En aquel momento, mister Kent movió la palanca de mando y dirigió la avioneta hacia el este, en dirección a las playas de Mombassa.

Bastante estrechos en el asiento de delante, Agatha y Larry estuvieron un rato observando el paisaje, que cada vez se volvía más pequeño. También Watson sacaba la cabeza para seguir con la mirada los imprevisibles trayectos de los animales de la sabana.

Vista desde allí arriba, Kenia era un continuo infinito de valles de tierra roja y altiplanos que parecían descender en picado sobre las praderas, lagos de superficie plateada y manchas de vegetación exuberante que se extendían durante kilómetros. Entre las nubes blancas como el algodón, siguiendo el perfil sombrío de las colinas, vieron de repente una cascada que caía desde una montaña con un chorro impetuoso.

Un espectáculo fantástico.

Los chicos gritaron de emoción ante aquel paisaje sensacional. También mister Kent, que normalmente no dejaba traslucir ningún sentimiento, tenía las pupilas dilatadas detrás de las gafas de aviador.

—Y ahora, primito, pongámonos manos a la obra —propuso Agatha al cabo de media hora. Había alzado la voz, gritándole al oído a su primo para que la oyese.

—¿Para hacer qué? —preguntó el joven detective.

—Tenemos que descubrir la identidad del príncipe H. F. S. —respondió la chica—. Él es el verdadero responsable del secuestro de la jirafa Hwanka.

En el rostro de Lany se perfiló una expresión de astucia.

—¿Qué sugieren tus cajones de la memoria? —preguntó—. ¿Conoces algunos reyes o altos dignatarios con estas iniciales?

—Tengo una ligera idea —contestó Agatha arreglándose el lazo de su sombrerito de aviador—, pero necesito que el EyeNet me la confirme.

—Eeeh… Entendido… Solo un momento… Aquí no hay mucho espacio —repuso Larry.

Mientras él metía una mano en el bolsillo de los pantalones para sacar el artefacto, Agatha continuó hablando:

—Mira, primito, los barcos que zarpan de Mombassa siguen su ruta por el océano índico, especialmente los países de la península Arábiga… Los estados más cercanos son Yemen y el sultanato de Omán, que forman la base de la península. Si no recuerdo mal, el primero es una república y el segundo, una monarquía. —Agatha seguía excavando en su prodigiosa memoria. De repente se detuvo cuando su primo, ofuscado por todo aquel viento, la miró desconcertado—, ¿me estabas escuchando? —preguntó con la voz ligeramente más baja.

—Eeeh… ¡Naturalmente! —mintió Larry, mientras sonreía con toda su dentadura—. Entonces, ¿qué tengo que buscar en el EyeNet?

Agatha juntó sus manos para concentrarse al máximo.

—Podría equivocarme, pero creo que en el sultanato de Omán se utilizan títulos honoríficos para los gobernadores de las regiones en que está dividido el país —reflexionó—. Comprueba si hay algún príncipe con las iniciales H. F. S., por favor.

No tuvo que repetírselo dos veces. Larry entró en el archivo del Eye International e introdujo los nuevos datos. Para su gran sorpresa, tuvo éxito a la primera.

—¡Hemos acertado, primita! —exclamó, triunfal—. ¡El príncipe Husam Fadil Sayad!

—¡Perfecto! —replicó Agatha con una sonrisita. Acarició el pelo enredado de Watson, que se había refugiado en el fondo del fuselaje para resguardarse del frío—. ¿Y qué relación existe entre Husam Fadil Sayad y nuestra jirafa blanca? —continuó preguntando la chica—. ¡Necesitamos pruebas para atraparlo!

Él examinó en profundidad los expedientes y, unos minutos más tarde, enseñó a Agatha una captura de pantalla que proporcionaba detalles irrefutables.

—Coleccionista de animales muy rico —leyó ella—. En el jardín colgante de su palacio construido en medio del desierto viven ejemplares de mamíferos y reptiles únicos en el mundo, incluidas algunas especies declaradas oficialmente extinguidas.

—Será difícil incriminarlo —añadió Larry, abatido—. En otros documentos se habla de las denuncias que han presentado contra él WWF y Greenpeace, pero que no han servido para liberar a los animales.

Agatha le guiñó un ojo.

—Limitémonos a nuestro trabajo, de momento —propuso—. Debemos encargarnos del secuestro de Hwanka y devolvérsela a los masáis. ¡Ya pensaremos después en todo lo demás!

El razonamiento no admitía ninguna clase de réplica.

En los siguientes minutos, Larry halló información sobre el Estrella deslumbrante. Era un barco de mercancías que iba de Kenia al sultanato de Omán semanalmente y transportaba cientos de contenedores.

Agatha transcribió sus descubrimientos en la libreta, arrancó la hoja y alargó el brazo por la cabina del biplano para pasársela a mister Kent. Era la única manera que tenían de comunicarse, ya que el estruendo de los motores no permitía la comunicación entre las dos posiciones.

El mayordomo asintió con el rostro preocupado. Garabateó algo y la chica recuperó la hoja. Decía lo siguiente:

Con todos los problemas que habían tenido que afrontar, ¡ahora solo les faltaba eso!

Los chicos sacaron la cabeza fuera y vieron una grietecita en el depósito y las gotitas de carburante dispersándose por el aire. ¿Cómo no se habían dado cuenta antes?

La preocupación empezó a asaltarlos y durante un buen rato no dijeron ni una palabra. En ese momento, cuando en el horizonte empezaba a distinguirse la línea azul de la costa, el biplano perdió altura de forma inesperada.

Las alas temblaron y se ondularon. Un silbido agudo inundó sus oídos. La avioneta comenzaba a emprender una trayectoria descendente.

—¿Podremos planear hasta la playa? —preguntó Larry preso del terror.

Agatha miraba la costa en busca de un trozo de arena donde aterrizar.

—Si nos quedamos cortos, nos estrellaremos contra las palmeras; si nos pasamos, ¡acabaremos en el agua! —le contestó—, ¡Pásame los prismáticos, rápido!

Después de observar atentamente la costa, descubrió una playa amplia y se la señaló a mister Kent.

Fueron unos minutos dramáticos.

El motor del biplano se apagó y, entonces, solo las cuatro alas combinadas los aguantaban en el aire. Tuvieron la sensación de que caían por una montaña rusa, pero se trataba de una maniobra de mister Kent para recuperar el equilibrio. A partir de aquel momento, se oyó un gran estrépito, mientras el avión corría sobre sus ruedas, traqueteaba en la arena y zigzagueaba entre hamacas, parasoles y mesitas.

Cuando finalmente se detuvieron, los tres londinenses salieron del biplano, sacudiéndose la ropa, mientras Watson miraba a la multitud de curiosos que los había empezado a rodear. Por suerte, ninguno de ellos se había hecho daño.

Las personas que habían presenciado la escena les dedicaron un fuerte aplauso bajo el cegador sol. Larry levantó los brazos como si fuese una estrella de cine hasta que Agatha le tiró de la chaqueta.

—¡Vamos! —dijo la chica—. No tenemos tiempo que perder.

—El embarque de transbordadores está muy lejos, señorita —afirmó el mayordomo observando la ciudad de Mombassa.

—¡Cogeremos un bote hinchable de motor! —exclamó la chica.

Salieron al instante hacia el pequeño muelle. Allí encontraron uno de los numerosos beach boys que se apretujaban en las playas de Mombassa y ofrecían a los turistas excursiones en barca. El chico dijo que estaba disponible para acompañarlos.

Poco después, ya corrían como una flecha por el mar plano y limpio. Eran las siete en punto y sus esperanzas eran cada vez más escasas. Agatha y Larry estaban de pie en la proa para mirar el perfil de la costa; mister Kent los vigilaba, mientras el chico conducía el bote a toda velocidad.

Pero, al llegar al embarque, tuvieron una desagradable sorpresa.

—¡El Estrella deslumbrante ha zarpado ya! —exclamó Larry—. ¡Hemos perdido la jirafa para siempre!

—No —afirmó Agatha, decidida—. Todavía hay una esperanza.

Los otros tres la miraron fijamente sin entender sus palabras.

—¡Abordaremos el barco! —añadió la chica, seria.