Agatha llamó a los demás para hacer un balance de la situación.
—Tenemos casquillos de proyectiles para dormir animales, huellas de cuatro o cinco personas, los rastros de un todoterreno y de una camioneta, cuerdas y redes abandonadas sobre el terreno —resumió—. Pero me parece que la pista más curiosa para nuestra investigación es este bote.
Pasó a Larry una pequeña lata de aluminio que había recogido cerca de las cenizas del fuego. Él la miró por todas partes.
—¿Qué tiene de especial, primita? —preguntó, sin sacar ninguna conclusión.
—Para empezar, ábrela —sugirió ella.
Larry la obedeció.
—¡Está vacía! —gritó—. Solo noto un aroma muy intenso de té…
—¡Excelente, Larry! —dijo la chica sonriendo—. Si no estoy equivocada, se trata de una refinada mezcla de té negro de Ceilán.
—¿Y cuáles son las otras pistas interesantes? —la interrumpió Patrick Lemonde.
—¿Os habéis fijado en la pequeña inscripción que hay grabada en el aluminio? —preguntó ella.
Haida observó con atención el bote y la leyó en voz alta:
—Título honorífico de la Condecorada Sociedad de los Caballeros Británicos.
Todos se quedaron sin habla.
—¿Cómo nos puede ayudar este detalle, señorita? —preguntó mister Kent, perplejo—. Hay miles de inscripciones como esta en Inglaterra.
—Sí, pero ahora estamos en Kenia —rebatió Agatha, y se sentó en un tronco partido—. Es el momento de utilizar el genial artefacto de Larry —anunció con una sonrisa—. Introduzcamos los datos que tenemos a nuestra disposición y a ver si el archivo de la Eye International nos sugiere algo…
—¡Muy buena idea! —le dijo su primo trayéndole el EyeNet. Después empezó a mirar el teclado dudoso, rascándose la mejilla—. ¿Qué tengo que hacer concretamente? ¿Cómo organizo la búsqueda?
Haida Mistery, que aprendía rápidamente los métodos de investigación, lo ayudó amablemente.
—Introduce la inscripción de la sociedad y a ver qué pasa…
—¡Ah, claro! —dijo él—. En un instante tendré los result… —Palideció de golpe—. ¡Por las barbas de la reina, no hay señal del satélite! —exclamó—. Tendré que subirme a una colina. ¡Esperadme aquí!
Empezó a correr como un poseso hacia una colina que no estaba muy lejos y cruzó un trozo de sabana con la hierba alta hasta las rodillas.
¡Era un escondite ideal para leones!
—¡Larry, detente, es peligroso! —gritaron los demás, paralizados de terror.
Los gritos quedaron ahogados por un repentino estruendo de pezuñas que se iba difundiendo por todo el valle. Eran tantas que el suelo se tambaleaba como si hubiera un terremoto. En ese momento, un rebaño de ñus invadió la llanura y separó a Larry de sus compañeros.
Entre aquella inmensa polvareda, saltó un felino minúsculo pero aguerrido.
Lo que sucedió a continuación lo explicó Larry tan pronto como aquel grupo de grandes animales lo sobrepasó. El chico estaba ileso, pero temblaba como una hoja.
—Si no hubiese sido por Watson, habría acabado bajo aquellas terribles pezuñas —dijo con la voz ahogada—. Se ha plantado delante de mí y los ñus lo deben de haber tomado por un cachorro de león, ¡porque han cambiado de dirección de golpe!
Todos se dieron la vuelta para mirar el gato, que se lamía una patita con indiferencia. El pelo, sucio de polvo, se había vuelto de color mostaza.
—¡Watson! ¡No pensaba que quisieses tanto a Larry! —dijo Agatha, alegre, acariciándolo por todas partes.
La barbilla cuadrada de mister Kent tembló de emoción.
—Propongo que esta noche nuestro valiente paladín tenga ración doble de bolitas, miss Agatha —comentó.
A Haida le hubiera gustado tirar a Larry de las orejas y abroncarlo a gritos, pero el chico había vuelto a subirse a la colina para introducir los datos en el EyeNet.
—¿Has descubierto algo? —le preguntó Patrick Lemonde un par de minutos después. Los otros también estaban impacientes.
Él meneó muy fuerte la cabeza, aturdido.
—La inscripción pertenecía a un exclusivo club que cerró sus puertas en los años sesenta, cuando finalizó la colonización inglesa —resopló—. Tengo una lista bastante larga de fotografías en las que aparecen alrededor de un centenar de personas.
—Debemos restringir la búsqueda —dijo Agatha—. ¿Alguna propuesta más, compañeros?
—¿Y si solicitásemos ayuda a las autoridades de la reserva? —preguntó mister Kent—. Puede que reconozcan alguno de los rostros si se trata de un cazador furtivo.
Agatha le hizo ver que entre las autoridades podría haber un cómplice, un informador o alguien que quisiera despistarlos.
Haida asintió con un gesto de abatimiento: la corrupción era muy habitual entre los guardas de los parques.
Luego, decidieron volver al Land Rover y calentaron una sopa de verduras en el fuego. El cielo se iba nublando con el atardecer.
En un momento dado, Agatha se levantó, miró las huellas de neumáticos que habían dejado los furtivos y después miró el horizonte.
—¿Tú crees que llevan a alguna parte? —preguntó a Haida.
Ella miró el mapa.
—A menudo, las pistas secundarias no están señalizadas —murmuró—. Pero podemos seguir el rastro mientras sea visible y después valorar la situación.
A todos les pareció buena idea y emprendieron el camino mientras del cielo empezaban a caer las primeras y gruesas gotas de lluvia.
Y con el chaparrón llegaron los problemas.
Para empezar, la puerta de atrás se abrió de par en par cuando el todoterreno se encontró un cambio de rasante. Algunas de las cosas que llevaban cayeron al fango; todos bajaron a recogerlas y quedaron completamente empapados. Para rematar, un kilómetro después se les pinchó una rueda y tuvieron que detenerse y salir a cambiarla.
La operación fue más larga de lo previsto a causa de la intensa lluvia. Trabajaban con dificultad, y a menudo resbalaban en el suelo, que se estaba volviendo pantanoso. Como remate final, el temporal amainó justo en el instante en que volvieron a arrancar. Habían perdido casi tres horas y el cielo estaba ya tan oscuro como la boca del lobo.
—Los cazadores furtivos nos llevan un par de días de ventaja —pensó Agatha en voz alta—. Pero supongo que transportar una jirafa es lento y complicado.
Haida hizo un rápido cálculo mental.
—Si no tenemos ningún contratiempo más, iremos el doble de rápido que ellos —valoró—. El problema es saber hacia dónde se dirigían después de que la tormenta haya borrado el rastro.
—¿Qué es un lodge? —intervino de golpe Larry, quien estaba leyendo el mapa empapado de lluvia.
—Es un centro con tiendas de campaña, servicios y restaurantes para turistas que se aventuran a realizar safaris —respondió Agatha con discreción. Entonces se le iluminaron los ojos como dos centellas—. ¡Primito, eres un genio! —exclamó.
—¿Yo? —preguntó el aprendiz de detective, sorprendido.
—Podemos solicitar información en el lodge —continuó Agatha con rapidez—. Quizá los furtivos hayan parado allí, o alguien los ha visto pasar. ¿Está muy lejos?
—No lo parece —repuso él, desorientado—, ¿Haida?
Ella le echó un vistazo al mapa y, sin decir una palabra, lanzó el Land Rover a la máxima velocidad que le permitían la oscuridad y las condiciones del terreno.
Cuando finalmente llegaron a la carretera asfaltada, todos suspiraron aliviados.
Fueron directos al lodge, que se llamaba Big Sea en honor al infinito mar herbáceo del Masái Mara. Había bungalows de turistas, todoterrenos aparcados bajo unos inestables cañizos y un continuo movimiento de personas.
Mientras Haida, mister Kent y Larry esperaban en el Land Rover, Agatha corrió para interrogar a los encargados del centro turístico. Tal como sospechaba, el cocinero del lodge había visto pasar un todoterreno y una camioneta. Se habían detenido allí para reponer provisiones de gasolina, agua y comida, y después habían vuelto a meterse en la sabana.
—¿Recuerda sus caras? —insistió, con aire inocente—. Hemos perdido a nuestros amigos y no los encontramos por teléfono. No sabemos si son ellos —mintió, decidida.
El cocinero le dio una descripción precisa; al frente del grupo iba un distinguido señor de origen inglés, con un largo bigote que le llegaba hasta debajo de la barbilla y un sombrero de cazador; iba acompañado de tres ayudantes que llevaban la típica indumentaria de las plantaciones de tabaco.
Con esto tuvo suficiente.
Agatha volvió con sus compañeros y le pidió a Larry que le enseñase las fotos en el EyeNet. Solo encontró a una persona con un largo bigote.
—¡Te he cazado, John McDuff! —exclamó, contentísima.
—¿Y ese quién es? —refunfuñó su primo.
—¡Nuestro misterioso cazador furtivo, Larry! —sonrió ella.