VIII
El tema cambia siempre, se dijo varias veces. Vivimos en tiempos acelerados, y el tema cambia ahora más deprisa que nunca. Pero se le habían escapado siete años de vida, siete años a partir de los cuarenta, la mejor etapa en la vida de un hombre, siete años de la infancia de su hijo que ya nunca recuperaría, y el tema no había cambiado. Tenía que empezar a aceptar la posibilidad de que eso no fuera solo un periodo de su vida, de que tal vez el resto de sus días fuera igual. Eso era difícil de digerir.
Todos percibían la tensión. Zafar vivía con frustración el secretismo -¿No puedo traer a un par de amigos a casa?- y flojeaba en los estudios. Clarissa empezaba a labrarse cierto prestigio en el Arts Council e iba camino de convertirse en una de sus figuras más queridas, una especie de santa patrona de las revistas pequeñas de todo el país, y a él le complacía ver que encontraba su lugar en el mundo; pero la relación entre ambos se había agriado desde el conflicto por el dinero. No era una relación hostil, pero tampoco era ya amistosa, y eso era malo, triste. Elizabeth no se quedaba embarazada, y eso a menudo incidía en su humor. Fue a ver a un ginecólogo y descubrió que, por diversas razones internas, quizá le resultase difícil concebir. Así que había que superar ese problema además del de la translocación cromosómica simple, y cuando se concibiera un bebé, si es que llegaba a ocurrir, vendrían los problemas de seguridad. Ante este último aspecto ella cerró su mente y se desentendió.
Empezó un nuevo año. Caroline Michel telefoneó para anunciar que las ventas de El último suspiro del moro en tapa dura ya casi alcanzaban los 200.000 ejemplares. Sin embargo habían surgido conflictos en la India. En Bombay, el Shiv Sena se había ofendido al verse retratado en la novela como el «Eje de Mumbai». Algunos no le habían visto la gracia a que uno de los personajes de la novela tuviera un perro de peluche con ruedas llamado Jawaharlal, como el primer ministro del país. El novelista en urdu de sesenta y ocho años, Qurratulain Hyder, autor de la célebre novela sobre la partición Aag ka Darya (Río de fuego), declaró que esa obra de taxidermia narrativa era la prueba de que el autor nunca debía «ser perdonado». A causa de la «controversia», el gobierno indio, fiel a su tradicional compromiso con la libertad de expresión, bloqueó la importación del libro en la aduana amparándose en un pretexto absurdo. Él telefoneó a su representante legal indio, Vijay Shankardass, hombre de voz suave y elevados principios y uno de los abogados más competentes de la India, y este le dijo que si conseguían que las entidades indias vinculadas al comercio del libro aunaran fuerzas con la editorial india que publicaba el libro, Rupa, podían acudir sin demora a los tribunales con un «requerimiento por causa justificada» y obligar al gobierno a ceder. Hubo vacilaciones por parte del director de Rupa, Rajan Mehra, que al principio, tímidamente, temió que enfrentarse al gobierno pudiera tener repercusiones desagradables para su empresa, pero Vijay lo ayudó a reforzar su determinación y al final Mehra «hizo lo necesario». El día que se interpuso la demanda, el gobierno se echó atrás, se levantó el bloqueo y El último suspiro del moro entró en la India y se publicó libremente sin el menor problema. En la Feria del Libro de Delhi, la retirada de la prohibición sobre la novela fue un gran acontecimiento, una «gran victoria», dijo él al dar las gracias a Vijay. Pero Los versos satánicos siguió prohibido en la India, como también la entrada en el país del autor.
El otro conflicto indio tenía que ver con su casita de Solan, en los montes Shimla. Su abuelo paterno, Mohammed Din Khaliqi Dehlavi, a quien él no llegó a conocer, había adquirido la casa hacía mucho tiempo como lugar de veraneo para huir del calor de Delhi, un chalet de piedra de seis habitaciones en una pequeña parcela, pero con una amplia vista de las montañas. Se la había dejado en herencia a su único hijo, Anis, y Anis Rushdie, antes de morir, la había cedido a su único hijo varón. Había sido confiscada por el gobierno estatal de Himachal Pradesh conforme a la Ley de Propiedad de Evacuados, que permitía a la India adueñarse de las propiedades de cualquiera que se hubiese establecido en Pakistán. Pero él nunca había hecho eso, así que lo habían despojado de la casa ilegalmente. Vijay Shankardass también llevaba este caso en su nombre, pero si bien había conseguido determinar el derecho de Anis a la propiedad, no se había aceptado aún que él fuera el heredero, y el gobierno de Himachal había declarado, lacónicamente, que «no quería que se lo viera haciendo favores a Salman Rushdie».
Transcurriría otro año hasta que las diligentes pesquisas del equipo de Vijay sacaran a la luz el documento oculto con el que se ganó el caso: el documento en el que un alto funcionario del gobierno de Himachal había cometido perjurio en una declaración jurada afirmando que le constaba que Salman Rushdie se había convertido en súbdito paquistaní. Pero Salman Rushdie nunca había tenido más nacionalidades que la india y la británica. El perjurio era un delito grave, que implicaba una pena de prisión, y cuando supieron que Vijay Shankardass tenía en sus manos la declaración jurada con la afirmación falsa, las autoridades de Himachal se apresuraron a cooperar. En abril de 1997 la casa estaría otra vez a su nombre, abandonada en un estado razonable por el funcionario del gobierno que la había ocupado ilegalmente, y Vijay recogió las llaves.
Los comentarios sobre El último suspiro del moro que más le gustaron procedían de amigos indios que se pusieron en contacto con él después de leer el libro ahora no prohibido para preguntarle cómo había conseguido escribirlo sin visitar la India. «Entraste a escondidas, ¿no?», dijeron. «Viniste discretamente y te empapaste de todo. Si no, ¿cómo ibas a saber todas esas cosas?» Ante eso se dibujaba en su rostro una amplia sonrisa. Su mayor preocupación había sido que su «novela del exilio» se leyese como el libro de un extranjero, desconectado de la realidad india. Pensó en Nuruddin Farah, que llevaba Somalia en el corazón adondequiera que fuese, y se enorgulleció de haber conseguido escribir su libro desde la India privada que él llevaba consigo a todas partes.
La novela estaba recibiendo algunas de las mejores reseñas de su vida, confirmación de que el largo descarrilamiento no le había causado lesiones permanentes. Realizaron una pequeña gira promocional en Estados Unidos, pero salió muy cara. Fue necesario alquilar un pequeño avión. Las fuerzas policiales estadounidenses insistieron en la necesidad de medidas de seguridad, así que hubo que contratar una empresa de seguridad privada con un hombre muy experimentado al frente llamado Jerome H. Glazebrook. Sonny Mehta tuvo la generosidad de asumir casi todos esos costes, aunque los espacios que acogían los actos contribuyeron, y también él. Sonny lo acompañó en la gira y ofreció pródigas fiestas en Miami (donde todo el mundo parecía ser escritor de thrillers, y donde Carl Hiaasen, cuando él le pidió información sobre Miami, respiró hondo y no paró de hablar hasta pasadas dos horas, ofreciéndole una clase magistral acelerada sobre los tejemanejes políticos de Florida) y en San Francisco (donde se encontraban entre los invitados Czesław Miłosz, Robin Williams, Jerry Brown, Linda Ronstadt y Angela Davis). Estos fueron actos un tanto furtivos, en los que no se comunicaba a los invitados la verdadera identidad del autor ni el lugar de la fiesta hasta el último momento. Los guardias de seguridad cachearon a la flor y nata de Miami y San Francisco por si tenían la intención de ganarse un pequeño extra yendo a por la recompensa.
Sonny y él incluso tuvieron tiempo para pasar un fin de semana en Cayo Hueso, donde se reunió con ellos Gita Mehta, que tenía buen aspecto y volvía a ser la persona locuaz y optimista de siempre. Él interpretó esta insólita y costosa gira promocional como la muda disculpa de Sonny por los problemas que había causado con ocasión de Harún y el Mar de las Historias, y se alegró de que el pasado quedara atrás. Al día siguiente de su regreso a Londres, El último suspiro del moro le valió el British Book Award, un «Nibbie», al «autor del año». (El Nibbie al libro del año se concedió a la escritora de libros de cocina Delia Smith, quien, en su discurso de aceptación, se refirió a sí misma insólitamente en tercera persona: «Gracias por el honor otorgado a un libro de Delia Smith».) Cuando se anunció el premio otorgado a él, se produjo una gran ovación. No debo olvidar que hay una Inglaterra que está de mi lado, se dijo. Olvidarlo, por erróneo que fuera, le habría sido fácil, ya que, debido a los continuados ataques contra su persona en la prensa, había llegado a ver los periódicos colectivamente como el Daily Insult.
De vuelta en la casa de Bishop’s Avenue, fue difícil reacomodarse a la convivencia con la policía. Los agentes corrían el cerrojo de las puertas por la noche, pero nunca lo descorrían a la mañana siguiente. Compulsivamente, cerraban las cortinas, pero nunca volvían a abrirlas. Las sillas donde se sentaban se rompían bajo su peso y el suelo de madera del vestíbulo crujía bajo sus pesados pies. Se cumplía el séptimo aniversario de la fetua. Ningún periódico británico publicó una sola palabra de solidaridad o aprecio. Era una historia vieja y aburrida que no parecía ir a ninguna parte; en eso no había noticia. Escribió un artículo para The Times en el que intentó aducir que los objetivos de la fetua habían sido derrotados, pese a que la propia fetua siguiera vigente: el libro no se había suprimido, como tampoco a su autor. Recordó la época de miedo y autocensura que había generado la fetua en su día -Oxford University Press se había negado a publicar un fragmento de Hijos de la medianoche en un libro de texto de lengua inglesa basándose en que era «demasiado delicado»; el escritor egipcio Alaa Hamed (junto con su editor e impresor) había sido condenado a ocho años de cárcel por escribir una novela, Recorrido en el espíritu de un hombre, considerada una amenaza para la paz social y la unidad nacional; los editores occidentales plantearon abiertamente la posibilidad de evitar todo texto que pudiera verse como crítica del islam-, y él mismo no se creyó su propio artículo. Había alcanzado unos cuantos logros menores, pero la verdadera victoria no había llegado ni remotamente.
Siguió intentando plantear a Elizabeth la opción de Estados Unidos. Allí no se verían obligados a vivir con cuatro policías, ni con la permanente acusación de que costaban a la nación una fortuna sin haber realizado ningún servicio por ella. Habían catado esa libertad en los dos últimos veranos, y allí podrían disfrutarla más plenamente. Siempre que él sacaba el tema, ella fruncía el ceño en expresión de rebeldía y se cerraba en banda. Él empezó a ver que ella tenía cierto miedo a la libertad, o al menos a la libertad con él. Solo se sentía segura dentro de la burbuja de la protección. Si él insistía en dar un paso para salir de esa burbuja, muy probablemente ella no se prestaría a dar ese paso con él. Por primera vez (sorprendiéndose a sí mismo) empezó a imaginar una vida sin ella. Se marchó a París para promocionar la edición francesa de El último suspiro del moro; la tensión entre ellos no había desaparecido.
En París, les gentilhommes du RAID siguieron con sus estratagemas habituales. Cerraron toda la calle ante el Hôtel de l’Abbaye, cerca de Saint-Sulpice. Le denegaron el permiso para aparecer en lugares públicos. «Si a él eso no le gusta -habían dicho a la editorial-, que no venga.» Pero la buena noticia era que el libro estaba recibiendo una gran acogida, pugnando por el primer puesto en las listas de ventas con la última novela de Umberto Eco y El hombre que susurraba a los caballos. También se celebraron reuniones políticas con el ministro de Asuntos Exteriores, Hervé de Charrette, y el ministro de Cultura, Philippe DousteBlazy. Chez Bernard-Henri Lévy conoció al gran anciano del cine y el nouveau roman, Alain Robbe-Grillet, cuya novela La Jalousie y el guión para L’Année dernière à Marienbad él admiraba enormemente. Robbe-Grillet planeaba realizar una película en Camboya a finales de año, protagonizada por Jean-Louis Trintignant y la esposa de Bernard-Henri Lévy, Arielle Dombasle. Trintignant interpretaría el papel de un piloto que se estrellaba en la selva camboyana y luego, en su posterior delirio, veía a Arielle en su fantasía mientras lo cuidaba en una aldea de la selva un médécin assez sinistre. El papel del médico siniestro, dijo Robbe-Grillet con entusiasmo, es perfecto para ti, Salman. ¡Dos semanas en Camboya en diciembre! ¡Philippe Douste-Blazy lo organizará todo! (Douste-Blazy, presente en ese momento, asintió con condescendencia, y se disculpó además por la reacción excesiva del RAID. «En sus próximas visitas utilizaremos solo dos guardias de seguridad.») Preguntó a Robbe-Grillet si podía ver un guión y Robbe-Grillet asintió en un gesto de impaciencia, sí, claro, claro, ¡pero debes hacer el papel! ¡Será fantástico! ¡Ese médico eres tú!
No le enviaron ningún guión. La película no se hizo.
En París ocurrió otra cosa. Caroline Lang, la brillante y hermosa hija de Jack Lang, fue a hacerle compañía al Hôtel de l’Abbaye una tarde, y debido a su belleza, el vino y las dificultades con Elizabeth, tuvieron una aventura. Inmediatamente después decidieron que aquello no volvería a ocurrir, que seguirían siendo amigos. Después de las pocas horas que pasaron juntos, él tenía que aparecer en directo en la televisión, en el programa Bouillon de Culture de Bernard Pivot, y tuvo la sensación de que la agitación emocional provocada por su infidelidad lo llevaba a ofrecer una pobre imagen de sí mismo.
Andrew Wylie y Gillon habían llegado al final de su camino juntos y decidido poner fin a su relación comercial. Andrew se presentó en su casa, muy disgustado, un poco furioso, pero básicamente afligido. «Me di cuenta -dijo Andrew, indignado y pesaroso a la vez- de que Gillon nunca ha sido mi socio. Brian Stone es el socio de Gillon.» Brian era el socio de ambos, el agente que controlaba el patrimonio de Agatha Christie. «En la placa de la agencia de Londres -dijo Andrew con amargura- todavía pone AITKEN & STONE.» Su disputa se debía al dinero, pero también a la diferencia de puntos de vista. Andrew tenía grandes sueños expansionistas; Gillon era cauto y siempre muy prudente con los asuntos económicos. No había sido una escisión agradable; un divorcio feo, como casi todos los divorcios. Andrew parecía un amante despechado, desdeñoso y desesperado simultáneamente.
La escisión de sus agentes lo preocupó mucho. Gillon y Andrew habían sido dos pilares de fuerza en los últimos años, y él se había apoyado en ellos plenamente. Ninguno de los dos había flaqueado ni por un instante ante el ataque islámico, y gracias a su valor muchos editores, por vergüenza, se habían mostrado más valientes de lo que quizá se habrían mostrado en otras circunstancias. No concebía la posibilidad de prescindir de ninguno de ellos, pero ahora tendría que elegir. Aunque Gillon tuvo la elegancia de facilitarle la elección telefoneándolo al día siguiente para decirle: «Pero ¿cómo? Es evidente que tienes que quedarte con Andrew. Él era tu agente ya antes, él te trajo a mí, y lógicamente debes quedarte con él, eso es lo correcto sin lugar a dudas».
Habían pasado por muchas cosas juntos, hecho muchas cosas juntos. Su relación iba mucho más allá de la habitual cordialidad entre un autor y su agente. Ahora eran amigos íntimos. Y sin embargo tendría que perder a Gillon. Nunca había imaginado que llegaría ese día. Siempre había pensado que Gillon y Andrew se rían ambos sus agentes para siempre. «De acuerdo -dijo a Gillon-. Gracias. Pero por lo que a mí se refiere, nada ha cambiado entre nosotros.»
«Quedaremos a comer un día de estos», dijo Gillon, y ya no se habló más del asunto.
Italia había asumido la presidencia rotatoria de la Unión Europea e iniciado el proceso de convencer a todos los estados miembros de la comunidad de que aceptaran una carta, que firmarían conjuntamente la UE e Irán, reconociendo que la fetua sería válida eternamente a cambio de una breve declaración de Irán por la que se comprometería a no ejecutarla. Según las fuentes de Frances D’Souza, la troika de ministros de Asuntos Exteriores de la UE viajaría a Teherán para hablar de terrorismo, y se negaba a mencionar siquiera la fetua a menos que antes se aprobara ese texto, o lo que era lo mismo, dijo Frances, que lo aprobara él. El gobierno británico se mantenía al margen, pero le preocupaba su propio aislamiento. Él pidió a Frances que informara a sus fuentes de que no había luchado durante siete años para que ahora la Unión Europea aceptara la validez de una orden de asesinato extraterritorial. Nunca aprobaría una declaración como esa. «Que se jodan, esos cabrones oportunistas», dijo. No colaboraría en ese horrendo acto de amoralidad.
La «carta italiana» no llegó a firmarse ni enviarse.
Habló con Gail Rebuck de Random House para conseguir que asumiera la publicación en rústica de Los versos satánicos. Según Gail, ahora Alberto Vitale parecía «receptivo», pero ella necesitaba ciertas garantías en cuestión de seguridad. Él propuso a Gail y Caroline Michel que pidieran informes a todos los editores europeos de las versiones en rústica traducidas de Los versos, y a Central Books, los distribuidores del Consorcio en el Reino Unido, acerca de sus medidas de seguridad, si es que las había, y organizaran una reunión con Helen Hammington, Dick Wood y Rab Connolly para ver qué opinaban. Centímetro a centímetro, pensó. Lo conseguiremos, pero es de una lentitud desesperante.
Elizabeth se enteró de que Carol Knibb, la prima que la había criado al morir su madre, padecía de leucemia linfocítica crónica, la misma enfermedad contra la que combatía Edward Said en Nueva York. Elizabeth quedó abrumada por la noticia. Carol era lo más parecido que tenía a una familia. También él se entristeció profundamente. Carol era una mujer amable y bondadosa. «Es un cáncer contra el que se puede luchar -le dijo a Elizabeth-. Podemos ayudarla a luchar. Ella debería hablar con el médico de Edward en Long Island, el doctor Kanti Rai.»
La muerte llegaba indiscriminadamente a los amables y a los biliosos. Dos semanas después de enterarse del cáncer de Carol, conoció la noticia de una muerte que no podía lamentar. El malévolo gnomo Kalim Siddiqui había lanzado su última amenaza. Mientras asistía a un congreso en Pretoria, Sudáfrica, murió de un infarto. Se supo que recientemente se había sometido a un bypass, pero después había seguido despotricando y rabiando, cuando un hombre más sensato habría optado por una vida más tranquila. Así que bien podía decirse que había elegido su final. Eso no le habría pasado a un hombre más bondadoso, pensó, pero no hizo ningún comentario en público.
Michael Foot telefoneó, muy contento. «¿Cómo se llama el Dios de los musulmanes? Su Dios, ¿cómo se llama?» Alá, Michael. «Ah, sí, Alá, eso. Bueno, está claro que no está del lado del viejo Siddiqui, ¿eh que no?» Pase, doctor Siddiqui, su tiempo se ha agotado.
Elizabeth había ido a visitar a Carol en Derbyshire. Cuando volvió, se alegró al enterarse del último viaje de Siddiqui. También leyó la recién acabada sinopsis de veinte páginas de la nueva novela, El suelo bajo sus pies, y le gustó tanto que la brecha abierta entre ellos se cerró y quedó olvidada. Y al día siguiente -el universo prefería no tenerlo contento demasiado tiempo- lo llevaron a la Central de Espionaje para comunicarle una noticia francamente aterradora.
Nunca era reconfortante acercarse a la gran fortaleza de color arena a orillas del río, ni siquiera cuando estaba inverosímilmente decorada con árboles navideños; cuando iba allí, nunca era para que lo animaran. Ese día, en una sala de reuniones anónima, se encontró ante la tarde y la mañana, el señor P— M— y el señor A— M—, el jefe de contraterrorismo para el Próximo Oriente y el hombre a cargo de los asuntos de Irán. Rab Connolly y Dick Wood también estaban presentes, en «función de oyentes». «Los servicios de seguridad saben ahora -dijo AM- que Irán, o lo que es lo mismo, Jamenei, el jefe supremo, y el ministro de Inteligencia, Fallahian, han puesto en marcha un plan a largo plazo para localizarlo y asesinarlo. Están dispuestos a fijar un plazo largo y gastar mucho dinero. Puede que el plan ya esté en marcha desde hace dos años, pero no hemos conocido su existencia con certeza hasta hace unos meses.» «Es nuestra obligación avisarlo -añadió PM-. Por eso hoy nos reunimos con usted usando nuestros verdaderos nombres.»
Mientras recibía la mala noticia del señor Mañana y el señor Tarde, esperaba en tensión a que anunciaran que su casa había sido localizada por el enemigo, pero no era el caso. Aun así, si su paradero llegaba a conocerse, afirmó el señor Mañana, sería muy alarmante. Como mínimo implicaría la necesidad de disponer de protección policial durante el resto de su vida.
Expresó sus temores por Zafar, Elizabeth, Sameen, su madre en Karachi. «No hay pruebas de que ningún miembro de su familia o sus amigos sean objetivos -aseguró el señor Tarde-, ni siquiera como vía para acceder a usted. No obstante, usted sigue siendo el objetivo número uno.»
«Los iraníes consideran de vital importancia que todo sea desmentible -prosiguió el señor Mañana-. Eso se debe a las críticas políticas de las que Irán ha sido blanco por los atentados de los últimos años.» Shapur Bajtiar, los asesinatos del Mykonos. «Probablemente no recurrirían a personal iraní.» «Pero -dijo el señor Tarde con la idea de que se sintiera un poco mejor- para la fase de enviar armas por valija diplomática o introducir personas en el país aún faltan meses o incluso años.»
Ese era el mayor de sus temores, un atentado a largo plazo como el de Bajtiar. El señor Mañana y el señor Tarde no sabían qué efecto tendría un acuerdo político con Irán en esa trama. Creían que el Ministerio de Asuntos Exteriores iraní quizá no conociese su existencia. «La operación se ha restringido a un grupo muy pequeño en el seno del Ministerio de Inteligencia», explicó el señor Mañana. «Incluso es posible que otros elementos del ministerio desearan frustrar el plan -añadió el señor Tarde-, pero Fallahian y Jamenei parecen resueltos a conseguir la ejecución de la fetua, y Rafsanjani probablemente también lo sabe.»
La buena noticia era que no lo habían localizado y que, en opinión de Tarde y Mañana, la amenaza de la «comunidad en su conjunto» se había desvanecido. «Y ahora -dijo el señor Mañana, y se vislumbró un destello acerado bajo sus modales corteses- podemos hacer todo lo posible por desbaratar la trama, por descargar un enorme puñetazo en medio de todo eso. Desbaratarla con tan severas repercusiones políticas que sea imposible volver a planear algo así.»
Quizá solo pretende que me sienta mejor, pensó, pero surte efecto. Me gusta la idea del puñetazo.
Por lo que se refería al resto del mundo, la historia de la fetua seguía apagándose. Ya no se hacía eco en los periódicos, y a él se lo veía aquí y allá, visitando a sus amigos, comiendo en algún que otro restaurante, apareciendo en distintos países para promocionar su último libro. Para la mayoría de la gente era obvio que la amenaza había remitido, y para muchos comentaristas la protección continuaba solo porque él insistía en ello, insistía no porque fuera necesaria, sino para satisfacer su monumental egotismo. Y en ese momento, cuando el viento se llevaba la pizca de comprensión pública que aún quedaba, le decían que el peligro era mayor que nunca, la amenaza contra su vida más seria de lo que se sabía hasta entonces. Y él ni siquiera podía decirlo. Eso el señor Mañana y el señor Tarde lo habían dejado muy claro.
Andrew le había encontrado una casa de alquiler en Long Island, muy aislada, en Little Noyac Path, en los montes por encima de Bridgehampton. Se alquilaría a nombre de Elizabeth y podrían disponer de ella durante dos meses. Sí, dijo él, adelante. Había decidido continuar con el plan de recuperar su libertad trozo a trozo, comportarse como si no hubiera oído lo que había oído en la fortaleza adornada con árboles de Navidad. La única alternativa era volver a ser un prisionero, y a eso no estaba dispuesto. Por tanto: Sí, por favor, Andrew. Cerremos el trato. Al cabo de unos días Rab Connolly le dijo que, según creían ahora el señor Mañana y el señor Tarde, los asesinos habían decidido que en el Reino Unido estaba demasiado bien protegido, y por consiguiente quizá intentaran matarlo en uno de sus viajes al extranjero. Y él planeaba pasar dos meses en Long Island sin protección. Y se llevaba a Elizabeth y Zafar. Tuvo la sensación, una vez más, como el conductor de aquel Holden, de que se le echaba encima un cargamento de mierda y él iba derecho hacia un árbol, con las personas a quienes más amaba en el coche a su lado. Habló con Elizabeth. Ella quería ir de todos modos. Así pues, qué demonios, irían, y al hacerlo, quedaría demostrado que podía hacerse.
Fue a dar una charla a Barcelona. Viajó a Estados Unidos y pronunció el discurso en la ceremonia de graduación del Bard College. Nadie intentó matarlo. Sin embargo un disidente iraní en el exilio, Reza Mazlouman, un ex ministro de Educación de los tiempos del sha, que vivía discretamente en la zona residencial parisina de Créteil, fue hallado muerto. Dos tiros en la cabeza y uno en el pecho. El mundo, que se había iluminado brevemente con la publicación de El último suspiro del moro, volvió a ensombrecerse. En su imaginación seguía intentando escribir un final feliz para su propia historia, pero no se le ocurría ninguno. Quizá no lo hubiera. Dos tiros en la cabeza y uno en el pecho. Ese era otro posible final.
Elizabeth no se quedaba embarazada y la tensión entre ellos volvió a aumentar. Insistía en que, si no concebía pronto, probaría la fecundación in vitro pese a que el problema cromosómico de él reducía enormemente las probabilidades de éxito. Si ella quedaba embarazada, cabía la posibilidad de que perdiera el anonimato, tan celosamente protegido hasta entonces, y que las señas de Bishop’s Avenue pasaran a ser de dominio público. Eso convertiría el lugar en un campamento armado; y en todo caso, ¿cómo iban a criar a un hijo en medio de la pesadilla en la que se veían obligados a habitar? ¿Qué clase de vida tendría ese niño? Pero contra todo razonamiento lógico ella antepuso su abrumadora necesidad, y él su determinación de que debían ser capaces de llevar una vida real, y por tanto seguirían adelante, seguirían intentándolo, harían lo que fuera necesario.
Vijay Shankardass telefoneó desde la India para darle una noticia esperanzadora. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores del gobierno indio, Inder Gujral, era partidario de permitirle la entrada en la India, y el ministro del Interior coincidía con él. Por tanto cabía la posibilidad de que su largo exilio llegara pronto a su fin.
Andrew había hecho circular su sinopsis de El suelo bajo sus pies, que había despertado el interés de sus editores, pero aún debía resolverse el problema de la publicación a largo plazo de la edición en rústica de Los versos satánicos, y Andrew quería plantear como condición para cualquier acuerdo en lengua inglesa que la editorial se quedase también con Los versos. A esas alturas ya había ejemplares en rústica impresos en todas partes, y la edición del Consorcio estaba aún en las librerías en inglés, pero eso en esencia era una forma de autoedición y no podía ser la solución a largo plazo. En Inglaterra, Gail Rebuck y Random House Reino Unido avanzaban hacia un acuerdo para reeditar el libro en rústica como título de Vintage Books, pero en Estados Unidos el máximo responsable de Random House, Alberto Vitale, no estaba muy dispuesto a hacerlo. La solución, propuso Andrew, podría ser Holtzbrinck, cuya división alemana, Kindler Verlag, ya había publicado la edición en rústica alemana sin dificultades y cuya editorial en Estados Unidos, Henry Holt, bajo la dirección del exuberante editor Michael Naumann, parecía dispuesta a hacer lo mismo. Él dijo que le gustaría seguir con Random House en el Reino Unido, y Andrew comentó que había llegado a la misma conclusión, así que estaban «en la misma onda».
Al final de la última glaciación, los glaciares se retiraron de Long Island, dejando atrás la morrena terminal que creó los montes boscosos en los que Elizabeth y él pasaron ese verano. La casa blanca, baja y espaciosa era propiedad de una pareja de ancianos llamados Milton y Patricia Grobow, a quienes al principio él no pudo conocer dado que teóricamente no existía, y Elizabeth había ido allí a pasar el verano sola para «escribir y ver a sus amigos». Después, cuando los Grobow dedujeron lo que ocurría, se alegraron sinceramente de proporcionarle un refugio estival. Eran excelentes personas, progresistas y con sentido ético, que tenían una hija que trabajaba en The Nation y estaban orgullosos, dijeron, de poder ayudarlo. Pero incluso antes de que lo descubrieran, él se sentía feliz allí, en un lugar donde el mayor peligro al que debían enfrentarse era la enfermedad de Lyme. Comunicaron a sus amigos más íntimos dónde residían, se mantuvieron alejados del «ambiente» de los Hamptons, pasearon por la playa al ponerse el sol, y él sintió, como siempre en Estados Unidos, el lento renacer de su verdadero yo. Empezó a escribir su nueva novela y la casa de los Grobow, rodeada de campos y bosques, resultó ser un lugar idóneo para trabajar. El libro, que, como ya veía, sería largo, empezaba a desplegarse lentamente. Elizabeth era una jardinera entusiasta y dedicó horas felices a cuidar de las plantas de los Grobow. Zafar se fue a Grecia con su madre; luego se reunió con ellos y le encantó el sitio, y durante un tiempo pudieron ser simplemente una familia veraneando a la orilla del mar. Compraban en las tiendas y comían en los restaurantes, y si alguien lo reconocía, tenía la discreción de no entrometerse en su intimidad. Una tarde Andrew y Camie Wylie los llevaron a cenar al Nick & Toni’s, y el artista Eric Fischl, deteniéndose junto a su mesa de camino a la salida para saludar a Andrew, se volvió hacia él y preguntó: «¿Deberíamos asustarnos todos porque está usted aquí con nosotros?». Lo único que se le ocurrió contestar fue: «Bueno, usted no tiene necesidad, porque al fin y al cabo ya se va». Sabía que Fischl no lo decía con mala intención, era solo una broma, pero en aquellos meses especiales en que escapaba de la burbuja de su irreal vida real, no le gustaba que le recordasen que la burbuja seguía allí, aguardando su regreso.
Volvieron a Londres a primeros de septiembre y poco después el mayor deseo de Elizabeth se hizo realidad. Estaba embarazada. Él de inmediato empezó a temer lo peor. Si uno de sus cromosomas defectuosos había sido seleccionado, el feto no se formaría y ella pronto abortaría. Probablemente al final de su siguiente ciclo menstrual. Pero ella estaba gozosamente segura de que todo saldría bien. Y su intuición no falló. No hubo aborto, y pronto pudieron ver una ecografía de su niño vivo y sano.
«Vamos a tener un hijo varón», dijo él.
«Sí -dijo ella-, vamos a tener un hijo varón.»
Fue como si el mundo entero cantara.
El último suspiro del moro había recibido el premio Aristeion de la Unión Europea a una obra literaria, ex aequo con la novela Morbus Kitahara del novelista austriaco Christoph Ransmayr, pero el gobierno danés anunció que no se le permitiría asistir a la ceremonia de entrega en Copenhague el 14 de noviembre de 1996 por razones de seguridad. Afirmaron conocer una «amenaza específica» contra su vida, pero la División Especial le dijo que ellos no tenían conocimiento de tal amenaza, y si la hubiera, los daneses estaban obligados a informarlos. Así que era solo un pretexto. Como de costumbre, su primera sensación fue de humillación, pero la segunda fue de indignación, y decidió que esta vez no lo toleraría. Hizo pública una declaración a través de Artículo 19. «Es un escándalo que Copenhague, la actual “capital de la cultura” de la UE, se niegue a permitir que el ganador del premio literario de la propia UE asista a la ceremonia de entrega. Es una decisión cobarde, precisamente lo contrario de lo que debería hacerse ante amenazas tales como la fetua iraní. Si uno desea asegurarse de que tales amenazas no se repetirán, es importante demostrar que no son eficaces.» Los políticos daneses de todos los partidos, incluido el partido gobernante, arremetieron contra la decisión, y el gobierno danés cedió. El 13 de noviembre viajó en avión a Dinamarca, y la ceremonia de entrega del premio tuvo lugar en el nuevo Museo de Arte Moderno Arken, que estaba rodeado de policías armados y parecía un campo de prisioneros, salvo por el hecho de que todos los reclusos iban vestidos de gala.
Después de la ceremonia, su editor, Johannes Riis, propuso ir con unos amigos a tomar una copa en un agradable bar de Copenhague, y mientras estaban en el bar, llegó la «cerveza de Navidad». Entraron hombres con gorros rojos de Papá Noel cargando cajas de la tradicional bebida navideña y le entregaron una de las primeras botellas, así como un gorro de Papá Noel, que se puso. Alguien lo fotografió: el hombre al que habían considerado demasiado peligroso para permitirle la entrada en Dinamarca sentado como cualquier otro en un bar corriente, bebiendo una cerveza y con un sombrero de fiesta. Esa foto desafiantemente libre de amenazas casi le costó la continuidad al gobierno danés cuando apareció en la primera plana de todos los periódicos a la mañana siguiente. El primer ministro, Poul Nyrup Rasmussen, tuvo que disculparse públicamente por su anterior veto. Luego se celebró una reunión con Rasmussen, que lo felicitó por su pequeña victoria. «Sencillamente decidí luchar», le dijo al desconcertado primer ministro. «Sí -contestó Rasmussen, avergonzado-, y lo hizo muy bien.»
Deseaba pensar en otras cosas. Cuando inició el año en que cumpliría los cincuenta y sería padre por segunda vez, tomó conciencia de que estaba harto de luchar por un asiento en un avión, de alterarse por los insultos en los periódicos, de tener policías durmiendo en casa, de presionar a políticos y de oír hablar de asesinato a los encubiertos señores Mañana y Tarde. Su nuevo libro cobraba vida en su cabeza, y un nuevo ser se había agitado en el vientre de Elizabeth. Con vistas a escribir el libro, leía a Rilke, escuchaba a Gluck, veía una borrosa cinta de vídeo de la gran película brasileña Orfeo negro y hacía el feliz descubrimiento, en la mitología hindú, de un mito órfico a la inversa: el dios del amor, Kama, asesinado por Shiva en un momento de ira y devuelto a la vida solo gracias a las súplicas de su esposa Rati, Eurídice rescatando a Orfeo. Un triángulo rotaba lentamente en su imaginación, en cuyos tres vértices estaban el arte, el amor y la muerte. ¿Podía el arte, alimentado por el amor, trascender la muerte? ¿O debía la muerte, a pesar del arte, consumir inevitablemente el amor? O quizá el arte, meditando sobre el amor y la muerte, podía devenir en algo mayor que ambos. Tenía en el cerebro cantantes y compositores, porque en el mito de Orfeo las artes de la música y la poesía se hallaban unidas. Pero no era posible mantener a raya lo cotidiano. Preocupado, se preguntaba sin cesar qué clase de vida podría ofrecer al niño que venía a verlos, que entraba en este mundo procedente del vacío de no ser para encontrarse... ¿qué? ¿A Helen Hammington y sus efectivos siguiendo cada uno de sus movimientos? Era impensable. Y sin embargo tenía que pensarlo. Su imaginación deseaba volar, pero tenía lastres de plomo en los tobillos. Podría encerrarme en una cáscara de nuez y considerarme rey del espacio infinito, afirmó Hamlet, pero Hamlet no había intentado convivir con la División Especial. Si estuvieras encerrado en una cáscara de nuez junto con cuatro policías dormidos, seguro que tendrías pesadillas, oh, príncipe de Dinamarca.
En agosto de 1997 sería el quincuagésimo aniversario de la independencia de la India, y le habían pedido que recopilara una antología de textos indios para señalar la ocasión. Pidió a Elizabeth que lo ayudara. Sería algo que podrían hacer juntos, algo en que pensar juntos, aparte de las dificultades de sus vidas.
Había hablado con la policía de la posibilidad de cambiar el sistema de protección. Elizabeth y él necesitaban preparar una habitación para el bebé y tal vez buscar a una niñera que viviera en casa. Ya no podrían ofrecer alojamiento a cuatro agentes de policía por la noche y, en todo caso, ¿de qué servían si estaban todos dormidos? Por una vez encontró a Scotland Yard receptivo a sus ideas. Se acordó que los agentes de policía ya no dormirían en su residencia. Tendría un equipo durante el día y luego un turno de noche formado por dos agentes que se quedarían en la «sala de estar» de la policía, despiertos, controlando la batería de pantallas de vídeo. Con esta nueva organización, le dijeron, dispondría por fin de un «equipo dedicado», no compuesto por agentes a tiempo parcial procedentes de otros equipos, sino asignados solo a él, y eso le simplificaría la vida. El nuevo acuerdo se aplicó a principios de enero de 1997, y él notó alicaídos y malhumorados a todos los agentes de protección. Ah, pensó en un momento de lucidez, es por las horas extra.
Una de las grandes ventajas de intervenir en una «prote encubierta» como la Operación Malaquita y vivir con el principal las veinticuatro horas del día era el considerable número de horas extra. En todas las demás misiones de protección «no encubiertas», los equipos de protección volvían a casa por la noche y entonces unos agentes de uniforme protegían la residencia del principal. Ahora de pronto desaparecía el pago de horas extra nocturnas. No era de extrañar que estuvieran un poco molestos, para ser sinceros, Joe, y no era de extrañar que los mandamases de Scotland Yard se hubiesen apresurado a aceptar su propuesta. Les había ahorrado un montón de dinero.
Ese mismo fin de semana descubrió que la «ventaja adicional de un equipo dedicado» era ilusoria. Lo habían invitado a la casa de Ian McEwan en Oxford, pero de pronto el lugarteniente de Hammington, Dick Stark, cuya autocomplacencia había empezado a ser motivo de irritación continua, le informó repentinamente de que no había chóferes disponibles, así que tendría que quedarse en casa todo el fin de semana. Había «escasez de personal», aunque «obviamente» si Elizabeth necesitaba ir al hospital, encontrarían la manera. A partir de ese momento, «los fines de semana siempre habrá más dificultades». Él tendría que avisarlos antes del martes si deseaba algún «desplazamiento» el sábado o el domingo. El traslado a Oxford parecía exigir, le dijeron, «mucho personal para muy poca cosa».
Él intentó presentar argumentos en su favor. Ahora había tres agentes en su casa todo el día, así que si quería ir a un acto privado, como una cena en casa de un amigo, solo tenían que encontrar a un chófer más, ¿tan difícil era eso? Pero como de costumbre en Scotland Yard, el deseo de serle útiles era mínimo. Se avecinaban unas elecciones generales, pensó, y si ganaba el Partido Laborista, encontraría a personas más cordiales en altos cargos. Debía conseguir garantías de que lo ayudarían a llevar una vida vivible. No aceptaría un encarcelamiento donde las salidas fueran al arbitrio de la policía.
Entretanto Elizabeth se había obsesionado con el secretismo. No quería que nadie externo a su círculo más íntimo supiera que estaba embarazada hasta que el bebé naciera. Él ya no sabía cómo mantener esos secretos. Quería que se le permitiera llevar una vida franca con su familia. Incluso le habló de matrimonio, pero cuando mencionó un acuerdo prenupcial, la conversación degeneró en pelea. Él intentó convencerla de que vivir en Estados Unidos sería más fácil, y la pelea fue a más. Estaban enloqueciendo, pensó. Encerrados y dementes. Dos personas que se querían se veían aplastadas por las tensiones que les imponían la policía, el gobierno e Irán.
El Daily Insult publicó un artículo en su sección para mujeres sobre un psicólogo alemán según el cual los hombres feos tenían éxito entre las mujeres guapas porque eran más atentos. «Ese debe de ser un dato bien recibido en el escondrijo de Salman Rushdie», fue la hipótesis del Daily Insult.
Habló con Frances D’Souza de la posibilidad de crear un grupo de parlamentarios simpatizantes para que defendieran su causa, y tal vez incluso se sumaran un par de lores afines como Richard Rogers. (Él no tenía un parlamentario de su propio distrito electoral, porque no era posible revelar su dirección.) A ella le pareció una buena idea. Una semana después Mark Fisher, el portavoz de cultura del Partido Laborista, lo invitó a la Cámara de los Comunes a tomar una copa con Derek Fatchett, el ayudante de Robin Cook, el portavoz de asuntos exteriores laborista y el probable ministro de Asuntos Exteriores en un futuro gobierno laborista. Fatchett lo escuchó con creciente ira y dijo: «Le prometo que, cuando lleguemos al poder, resolver esto será un asunto de la máxima prioridad». Mark se comprometió a reflexionar acerca de todos los aspectos del caso. ¿Por qué, se preguntó al salir, dándose de cabezazos contra la pared, no se me había ocurrido antes el plan «adopta un parlamentario»?
Fue a la fiesta anual de la Brigada «A», irritado con los altos cargos, y se marchó lo antes posible dentro de los límites de la cortesía. Después se le permitió cenar con Caroline Michel y Susan Sontag en un restaurante. Anunció a Susan el embarazo, y ella le preguntó si iban a casarse. Mmm, contestó él con un titubeo, así ya nos va bien. Hoy día hay mucha gente que no se casa. «¡Cásate con ella, cabrón! -exclamó-. ¡Ella es lo mejor que te ha pasado en la vida!» Y Caroline coincidió. «¡Sí! ¿A qué esperas?» Elizabeth parecía muy interesada en su respuesta a esa pregunta. Cuando llegó a casa, apoyado en su cocina Aga, dijo irónicamente: «Mejor será que nos casemos, pues». A la mañana siguiente, nada más despertar, Elizabeth preguntó: «¿Recuerdas lo que dijiste anoche?». Él descubrió que se sentía a gusto con la idea, cosa que lo asombró. Después de la catástrofe Wiggins, había pensado que nunca se arriesgaría a otro matrimonio. Pero ahí estaba otra vez, arriesgándose con el amor, como decía la canción.
Ella no quería casarse con barriga de embarazada. Así que quizá lo hicieran en verano, después de llegar el bebé, en Estados Unidos. Pocas semanas antes les habían permitido, como una especie de regalo de Navidad, aceptar la invitación de Richard Eyre para ver su producción de Guys and Dolls en el Teatro Nacional, y ahora Elizabeth podía representar durante unos meses el papel de Adelaide, «la conocida prometida». Tan pronto como él hizo el chiste, la persona en cuestión cogió un resfriado.
La BBC TV intentaba adaptar Hijos de la medianoche a la pantalla en forma de miniserie de cinco episodios, pero el proyecto planteó dificultades a la hora de elaborar el guión. El escritor Ken Taylor, que con tanto éxito había adaptado La joya de la corona de Paul Scott, encontraba mucho más complicado Hijos de la medianoche, una obra muy distinta. Alan Yentob lo telefoneó para decirle: «Si quieres que se haga esta serie, me temo que vas a tener que intervenir». Kevin Loader, el productor de la serie, prometió dar a Ken Taylor la mala noticia, pero nunca lo hizo, y Ken, como es lógico, se enfureció al enterarse. Sin embargo se habían redactado ya los nuevos guiones y el director Tristram Powell le dijo que habían gustado mucho a Mark Thompson, el nuevo supervisor de BBC2, y que ahora este «apoyaba el proyecto en un ciento por ciento». Eso era bueno. Pero los verdaderos problemas a los que se enfrentaría este proyecto no procederían de la propia BBC.
Rab Connolly fue a verlo con actitud conciliadora. Negó que los parlamentarios laboristas hubieran presionado a Scotland Yard, pero parecía probable. «Creo que podemos decir que no volverá a tener problemas por cuestiones como la visita a McEwan.»
Era la semana del aniversario de la fetua y la información «supersecreta» que le habían dado el señor Mañana y el señor Tarde salía en todos los periódicos. Se había «aumentado la seguridad» en torno a él, informó The Guardian, cosa que no era verdad, «porque el MI5 sabe de una amenaza específica», cosa que sí lo era. Entretanto, Sanei del Bounty había aumentado el dinero de la recompensa en otro medio millón de dólares. The Times convirtió en principal titular el ofrecimiento de la recompensa, y en un editorial exigió que Gran Bretaña se pusiera al frente de la UE en la adopción de una nueva línea más dura ante Irán. Él personalmente escribió un artículo que fue muy difundido por todo el mundo y concedió entrevistas a la CNN y la BBC para respaldarlo; en él afirmaba que si un ataque así se hubiera dirigido contra alguien considerado «importante» -Margaret Thatcher, Rupert Murdoch, Jeffrey Archer-, la comunidad mundial no se habría quedado cruzada de brazos durante ocho años, emitiendo gemidos de impotencia. La falta de soluciones, por tanto, reflejaba la generalizada convicción de que la vida de algunas personas -la vida de escritores conflictivos, por ejemplo- era menos valiosa que la de otras.
Pero Zafar le preocupaba más que Irán. Se había sacado el carnet de conducir y le habían comprado un coche pequeño, pero la vida adulta parecía aún a cierta distancia. La emoción del coche lo indujo a ciertos comportamientos alocados. Además, rondaba por ahí una chica, Evie Dalton, y Zafar hizo novillos en el colegio. Salió de casa temprano diciendo que habían emplazado a todo su curso para clases extra de literatura: ¡qué bien había aprendido a mentir! Esos eran los efectos negativos de la fetua, y si resultaban ser efectos negativos a largo plazo, sería insoportable. Una chica había llamado al colegio haciéndose pasar por Clarissa para decir que él tenía hora con el médico y llegaría más tarde. El colegio, sospechando que allí había gato encerrado, telefoneó a Clarissa para confirmarlo, y se descubrió la mentira. Clarissa habló con la madre de Evie, Mehra, y, como es lógico, la amable mujer india se quedó hondamente consternada.
Zafar apareció en el colegio a la hora del almuerzo y se vio en un buen aprieto. Sus padres lo castigaron sin salir, y no podría usar el coche durante bastante tiempo. El hecho de que pudiera desaparecer sin más, sabiendo el pánico que eso desencadenaría en su padre por su seguridad, era indicio de lo mucho que estaba apartándose del buen camino. Siempre había sido un chico bondadoso y considerado. Pero ahora era un adolescente.
Se llevó a Zafar a cenar, los dos solos, y eso ayudó. Comprendió que era importante hacerlo con regularidad y se sintió como un imbécil por no haberse dado cuenta antes. Zafar estaba preocupado por su nuevo hermano, dijo. Tú eres un padre ya mayor, papá, y cuando él crezca, tendrá una vida muy extraña, como yo. Sentía un gran deseo de llevar a su Evie a la casa de Bishop’s Avenue. Pero dos semanas después tenía el corazón roto. Evie, a la que se sentía unido porque los dos eran medio indios, lo había abandonado por su mejor amigo, Tom. «Pero no puedo enfadarme con nadie más de unas horas», comentó Zafar conmovedoramente. Intentaba conservar la amistad de los dos (y lo consiguió; Evie y Tom siguieron siendo dos de sus amigos más íntimos). Pero la situación se cebó en su cabeza e incidió gravemente en su rendimiento escolar. Tenía que arrimar el hombro. Los exámenes de fin de curso estaban al caer.
Dos semanas después se dio permiso a Zafar para volver a usar el coche y casi de inmediato tuvo un accidente. Telefoneó a las nueve y cuarto de la mañana; el accidente había ocurrido a la vuelta de la esquina, en el cruce de Bishop’s Avenue con Winnington Road, pero a su padre, el pájaro enjaulado, no se le permitió hacer lo que cualquier padre haría: correr al lugar de la colisión y asegurarse de que su hijo estaba bien. En lugar de eso, tuvo que quedarse en su jaula, muerto de preocupación, mientras Elizabeth iba a buscar a Zafar. El jovencito había tenido suerte: una hemorragia nasal y un corte en el labio, ningún traumatismo cervical ni huesos rotos. El accidente había sido culpa suya. Había intentado adelantar a un coche que había señalado el giro a la derecha con el intermitente, y embistió al coche y luego derribó la tapia baja de un jardín. La policía local le dijo que habría podido matar a alguien y que podían procesarlo por conducción temeraria (aunque al final no fue así). Entretanto, en la casa de Bishop’s Avenue, los protectores de su padre decían muy útilmente: «Bueno, estaba excediéndose con la velocidad; ya se veía venir que iba a tener un accidente».
Telefoneó a Clarissa, y ella llamó al colegio. Luego él llamó a Zafar, profundamente afectado, e intentó transmitirle amor y apoyo por teléfono, diciéndole las cosas habituales sobre la necesidad de aprender de lo ocurrido, aprender a conducir mejor como consecuencia de ello y demás. «Probablemente ya se habrá enterado todo el colegio cuando llegue allí -dijo Zafar sombríamente-. Han pasado unos en coche y me han visto.» Ese fin de semana su hijo fue un hombre mortificado, y escribió una amable carta a la mujer cuya tapia había derribado, y cuya reparación su padre, inevitablemente, pagaría.
Llegaron sus resultados en los exámenes preliminares a los finales, y su rendimiento en ese importante ensayo fue lamentable. Dos aprobados y un insuficiente en lengua y literatura. Furioso, le dijo a Zafar: «Si no haces algo al respecto ya mismo, no entrarás en ninguna universidad. Estás yéndote a pique».
La antología india estaba acabada. Él había escrito una introducción que, como bien sabía, suscitaría polémica en la India debido a su gran incorrección política; en ella sostenía que en la actualidad la literatura más interesante de escritores indios se escribía en inglés. Había pasado una velada con Anita y Kiran Desai preguntándose si eso era verdad. Habían estado buscando, dijeron ellos, un texto en hindi contemporáneo para traducirlo al inglés, y no habían encontrado nada digno. En cambio, otras personas con las que habló consideraban que sin duda había autores, Nirmal Verma, Mahasveta Devi, en el sur quizá O.V. Vijayan y Anantha Moorthy, pero en general no era un momento muy propicio para la literatura en las bhashas de la India. Por tanto, tal vez el argumento que él planteaba era válido, o al menos digno de ofrecerse como material de debate, pero sospechaba que sería atacado; y así fue.
Elizabeth y él entregaron la antología, y dos días después la policía estuvo a punto de matar a alguien.
Él estaba en su estudio, trabajando en la preparación de El suelo bajo sus pies, y de pronto oyó un ruido muy, muy fuerte. Cuando corrió escalera abajo, se encontró a todos los miembros del equipo de protección en el vestíbulo, sobresaltados y, debía decirse, con aire de culpabilidad. A uno de los agentes más amables del actual grupo de protección, un hombre flaco como un palo de escoba, canoso y bien hablado llamado Mike Merrill, se le había disparado el arma accidentalmente. Estaba limpiándola y no se había dado cuenta de que quedaba una bala en el cargador. La bala había cruzado la sala de estar de la policía, perforado la puerta cerrada, atravesado el vestíbulo y abierto un buen boquete en el otro extremo. Por pura suerte no había nadie allí en ese momento. Beryl, la mujer de la limpieza que contaba con el visto bueno de la División Especial (que además era amante, según descubrió él, de Dick Stark; también él estaba casado, naturalmente), no se hallaba allí; no era uno de sus días de trabajo. Y Elizabeth había salido, y Zafar estaba en el colegio. Así que nadie corrió peligro. Pero con ese incidente algo cambió para él. ¿Y si Elizabeth o Zafar hubiesen pasado por allí en ese momento? En pocos meses llegaría un bebé a la casa, una casa en la que volaban balas. Allí lo visitaban sus amigos. Eso podría haber ocurrido en cualquier momento. «Esas armas -dijo en voz alta- tienen que salir de mi casa.»
Mike, abochornado, se disculpó una y otra vez. Lo retiraron de la protección y ya nunca más volvió, y eso fue una pérdida. Uno de los otros agentes de protección nuevos, Mark Edwards, dijo en un intento de tranquilizarlo: «De ahora en adelante el procedimiento de limpieza y verificación se hará contra la pared del fondo de la casa, nunca cerca de la puerta interior. Lo que se hizo está prohibido por el reglamento». Ah, dijo él, ¿así que la próxima vez abrirán un agujero en la pared de la casa y quizá maten a un vecino? No, gracias. Confiaba tanto en ellos que jamás se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de un error así, pero ahora había ocurrido y difícilmente recuperaría la confianza. «La simple realidad es -admitió- que ya no puedo tener a hombres armados en la casa.» Había un nuevo mandamás al frente de su caso en Scotland Yard, el superintendente de investigación Frank Armstrong (que después sería el agente de protección personal de Tony Blair y luego comisario segundo provisional «a cargo de la cartera de operaciones», lo que significaba, en esencia, que sería el responsable de la Policía Metropolitana). Se había concertado una reunión con Armstrong al cabo de un mes. «No puedo esperar tanto -le dijo a su avergonzado equipo-. Quiero esa reunión ya.»
Consiguió ver a Rab Connolly, que fue a la casa para presentar su informe oficial. Dijo a Rab que no tenía intención de presentar una queja contra Mike ni contra nadie, pero el suceso le había planteado un nuevo imperativo. Las armas debían salir de la casa, y eso debía ocurrir de inmediato. Rab dejó caer el argumento habitual sobre lo que pasaría si se descubría la casa, la «operación con gran presencia de policías uniformados», la calle entera cerrada al tráfico, y ya no habría protección porque «todo el mundo se negaría a hacerlo». Añadió: «Si al principio hubiese estado al frente otra persona, y hubiese tomado la decisión adecuada, usted no habría tenido que esconderse en ningún momento, y ahora se encontraría en una situación totalmente distinta». En fin, con eso se sentía mucho mejor. Así era como le hablaba la policía. Si él quería tal cosa, ellos hacían tal otra. Si él quería tal otra, entonces ellos insistían en lo contrario. Ah, y si todo se hubiese hecho bien desde el principio, ahora no estaría mal hecho, pero como se había hecho mal ya no se podía corregir.
Él se sentía conmocionado. Un arma se había disparado dentro de su casa. Elizabeth no tardaría en volver. Tenía que serenarse antes de que ella llegara para poder hablarle del asunto debidamente. No serviría de nada si los dos se ponían histéricos. Tenía que controlarse.
Frank Armstrong, hombre de pobladas cejas y sonrisa profesionalmente alegre, fornido, acostumbrado a mandar, fue a la casa con Rab y Dick Stark.
Algo le preocupaba. Ronnie Harwood, allegado del señor Anton, era un viejo amigo del ministro del Interior, Michael Howard, y había solicitado una reunión para hablar sobre la protección de Rushdie. «¿Cuál es el problema?», quiso saber Frank Armstrong. «Imagino que tendrá que ver con la posibilidad de permitirme una vida un tanto más digna -contestó él-. Y con que necesitamos una estrategia por si esta casa llega a descubrirse. Eso tiene que ser una decisión política además de operativa. Necesito que todo el mundo se centre en eso y lo piense bien. Es lo que he estado diciendo a los dirigentes laboristas, y es lo que Ronnie va a decir a Michael Howard.»
Todo era política. Ahora que Armstrong veía que él disponía de cierta «influencia» política, se mostraba más dispuesto a cooperar, incluso deferente. La División comprendía su petición de que el personal armado se retirara de la vivienda, dijo. Tenía una propuesta que plantear. Si usted accediera a contratar a un agente o un chófer retirado de la División para que trabaje con usted, quizá incluso uno de los agentes que ya conoce, podríamos tal vez retirarnos de la casa y dejar que esa persona se quedase a cargo de todos sus desplazamientos privados, y ofrecerle protección solo cuando acceda a espacios públicos.
¡Sí!, pensó él de inmediato. Sí, por favor. «De acuerdo -dijo Armstrong-. Eso nos da una base de la que partir.»
Habló con Frank Bishop, Frank el Susurros, el entusiasta del críquet, el afable agente de protección con quien Elizabeth y él habían forjado la relación más estrecha. Frank estaba a punto de retirarse y mostró «interés» en el nuevo empleo. A Dennis el Caballo, también próximo al retiro, podía pagársele una cuota adicional como «hombre de respaldo», para sustituir a Frank cuando este estuviera enfermo o de vacaciones. «Tendré que consultarlo con mi mujer, claro», dijo Frank, y eso pareció razonable.
Frances D’Souza tenía un «colega en el MI6», y este le contó que los espías estaban enterados del embarazo de Elizabeth y sabían que, debido a ello, disponían de «un máximo de tres años para resolver el asunto». La idea de que su bebé estuviera haciendo política le arrancó una sonrisa. El MI6, decía el colega de Frances, había presentado al Foreign Office pruebas del alcance del terrorismo iraní, «diez veces mayor al de cualquier otro, al saudí, al nigeriano, a cualquiera», y por consiguiente el gobierno británico coincidía ahora en que no tenía sentido andarse con contemplaciones con Irán, el «diálogo crítico» era basura, y toda inversión o intercambio comercial con el país debía cesar. Los franceses y alemanes eran trabas, pero el MI6 creía que la nueva «línea dura subyugaría a los mulás en cuestión de un par de años». Lo creeré cuando lo vea, pensó él.
Y siempre las alas de ese enorme mirlo, el ángel exterminador, batiendo muy cerca. Andrew telefoneó para decir que Allen Ginsberg tenía un cáncer de hígado inoperable y que le quedaba un mes de vida. Y una noticia aún peor. Telefoneó Nigella. John Diamond tenía cáncer de garganta. Los médicos procuraban mostrarse tranquilizadores. Era «curable, como un cáncer de piel por dentro», con radioterapia. Sean Connery se había sometido con éxito a ese tratamiento siete años antes. «Me siento muy indefensa», dijo tristemente Nigella.
Indefensión: ese era un sentimiento que él conocía bien.
Isabel Fonseca había hablado con Elizabeth y ofrecido el hermoso jardín de su madre en East Hampton, con su deslumbrante campo de lilas rosadas, y los cosmos morados y blancos detrás, como entorno para celebrar la boda, y a ellos les pareció un sitio perfecto. Pero pocos días después Elizabeth hizo lo que hacía todo el mundo: leyó el diario de él cuando él no estaba y se enteró de su día en París con Caroline Lang. Luego mantuvieron la dolorosa conversación que tenía todo el mundo, y fue Elizabeth quien se sintió desdichada e indefensa, y la culpa era de él.
Hablaron durante los siguientes dos días y poco a poco, con alguna que otra recaída, ella empezó a apartarlo de su pensamiento. «Antes confiaba tanto en ti -dijo- que sentía que nada podía interponerse entre nosotros.» Y en otro momento: «No quiero más problemas en nuestra relación. Creo que eso acabaría conmigo». Y más adelante: «El hecho de casarnos se ha convertido en algo muy importante para mí, porque entonces no habrás sido infiel». «¿Quieres decir en nuestro matrimonio?» «Sí.»
Ella soñó con su infidelidad y él soñó que se encontraba con Marianne en un supermercado de alimentos biológicos y le pedía que le devolviera sus pertenencias. «Nunca te las devolveré», decía ella, y se alejaba con su carrito.
La consternación, el dolor, el llanto, la rabia llegaban en forma de olas y luego remitían. Le faltaba solo un mes para salir de cuentas. Decidió que el futuro era más importante que el pasado. Y lo perdonó, o al menos accedió a olvidarlo.
«¿Cómo era aquello que decías que tenía tu madre en lugar de memoria para ayudarla a soportar a tu padre?»
«Olvidoria.»
«También necesito eso.»
Se habían convocado elecciones generales y, salvo por una encuesta aislada, el Partido Laborista mantenía una ventaja del veinte por ciento ante los conservadores. Después de un largo y sombrío periodo conservador, se percibía euforia en el aire. En los días previos a la victoria de Blair, Zafar inició sus exámenes finales y sus padres cruzaron los dedos, y Rab Connolly anunció que lo habían asignado a la protección de la señora Thatcher y lo sustituiría Paul Topper, que parecía listo y simpático y entusiasta y un poco menos quisquilloso que Rab. Mientras tanto la Unión Europea proponía el envío de embajadores a Irán sin siquiera molestarse en recibir la menor garantía respecto a la fetua. Irán, como siempre el participante más cínico y hábil en el juego, respondió negándose a enviar a sus propios embajadores y prohibiendo la entrada al enviado alemán «de momento», sencillamente porque le daba la gana. Él apartó sus pensamientos de la política y fue a la primera y muy animada lectura en mesa de sus guiones de Hijos de la medianoche en la BBC.
Los periodistas andaban husmeando en torno a la noticia del bebé, muchos de ellos convencidos de que el niño ya había nacido. El Evening Standard telefoneó a Martin Amis. «¿Ha ido a verlo ya?» A él le pareció ridículo que le pidieran que mantuviera el secreto, pero en eso Elizabeth coincidía con la policía. Entretanto empezaba a asomar un nombre preferido, «Milan», como Kundera, sí, pero era también un nombre de etimología india, derivado del verbo milana, mezclar o combinar o fundir; así pues, Milan, una mezcla, una unión, una fusión. No era un mal nombre para un niño en el que se unían Inglaterra y la India.
Llegó el día de las elecciones, y nadie pensaba en su hijo. Él se quedó en casa y no pudo votar, porque, como no le era posible dar su domicilio, no podía empadronarse. Leyó en los periódicos que incluso a las personas sin techo se les había concedido una dispensa especial para echar sus papeletas en la urna; pero para él no hubo dispensa especial. Apartó los pensamientos amargos y asistió a las fiestas de la noche electoral de sus amigos. Melvyn Bragg y Michael Foot volvieron a organizar una, y esta vez no se produciría el horrendo anticlímax. La abogada Helena Kennedy y su marido cirujano, Iain Hutchinson, habían preparado otra. Se conocieron los resultados: era una gran victoria para el «Nuevo Laborismo» de Blair. Se dio rienda suelta al júbilo. Los invitados de las fiestas contaban anécdotas de desconocidos que entablaban conversación felizmente en el metro -¡y eso en Inglaterra!- y de taxistas que prorrumpían en canto. El cielo volvía a estar despejado, como decía la canción. Renacía el optimismo, una sensación de posibilidades infinitas. Ahora tendría lugar una muy necesaria reforma del Estado de bienestar, y se asignarían cinco mil millones de libras a la construcción de nuevas viviendas para sustituir las viviendas públicas que se habían vendido al sector privado durante los años del thatcherismo y por fin se incorporaría a la ley británica la Convención Europea de Derechos Humanos. Unos meses antes de las elecciones, en un acto de entrega de premios a las artes, él había desafiado a Blair -de quien se rumoreaba que no le interesaban las artes, y como él mismo había reconocido solo leía libros de economía y biografías políticas- a reconocer el valor de las artes para la sociedad británica, a comprender que las artes eran la «imaginación nacional». Blair, presente en esa ceremonia, respondió que la misión del Nuevo Laborismo era entusiasmar a la nación con su propia imaginación, y esa noche, en el fervor de esa victoria electoral, era posible no ver esa respuesta como una evasiva. Esa noche era para la celebración. La realidad podía esperar hasta la mañana siguiente. Años más tarde, en la noche de la elección de Barack Obama para la presidencia de Estados Unidos, él volvería a experimentar esos sentimientos.
Dos días después se cumplieron los tres mil días de la fetua. Elizabeth, excepcionalmente hermosa, estaba a punto de salir de cuentas. Abrieron el coche de Clarissa y le robaron el maletín con todas las tarjetas de crédito, junto con unas gafas de sol de Zafar de las que el ladrón obviamente se había encaprichado. Y esa noche fueron a una fiesta de la victoria ofrecida por The Observer en honor de Tony Blair en un lugar llamado Bleeding Heart Crypt, una reunión que Will Hutton, director del periódico, describió como «una imposición de manos». En la fiesta, la nueva élite blairiana lo recibió y lo trató como a un amigo: Gordon Brown, Peter Mandelson, Margaret Beckett, las dos Tessas, Blackstone y Jowell. Allí estaban Richard y Ruthie Rogers, y Neil y Glenys Kinnock. Neil lo atrajo hacia sí y le susurró al oído: «Ahora tenemos que conseguir que esos capullos lo hagan». Sí, desde luego. Ahora «su» bando estaba en el poder otra vez. Como Margaret Thatcher se complacía en decir: Regocijaos.
De camino a la fiesta de la victoria, Dick Stark le entregó una carta de Frank Armstrong en la que le pedía que «se replanteara» todos sus planes. No quería que la existencia de su nuevo hijo se conociera públicamente, no pensaba que la boda fuera una buena idea, no quería que el nombre de Elizabeth apareciera en el libro que habían recopilado juntos. El hecho de que la policía se sintiera autorizada a hablarle así era un aspecto vergonzoso de su vida. Envió una respuesta contenida a Armstrong. La estrategia policial, decía, debía basarse en lo que era humana y decentemente posible.
Cometió el error de acceder a salir en Q&A with Riz Khan, el programa de la CNN, y las preguntas fueron uniformemente hostiles. Desde Teherán le preguntaron por enésima vez si en su momento «sabía lo que hacía», y desde Suiza un hombre preguntó «Después de insultar a los británicos, Thatcher y la reina, ¿cómo puede seguir viviendo en Inglaterra?», y desde Arabia Saudí una mujer llamó para decir «Nadie debería hacerle caso, porque todos sabemos quién es Dios», y preguntaron repetidamente: «Pero ¿qué ha sacado usted de su libro? ¿Qué ha sacado?». Él intentó contestar a todas esas preguntas con desenfado, con humor. Ese era su destino, afrontar la hostilidad con una sonrisa.
Sonó su teléfono. Una mujer del Daily Express dijo: «Creo que corresponde darle la enhorabuena: su pareja espera un bebé». The Sunday Times le envió un fax. «¡Nos hemos enterado de que ha tenido un hijo! ¡Enhorabuena! ¡Una gran novedad! Por supuesto no daremos el nombre de la madre ni del hijo por razones de seguridad, pero (a) ¿cómo va a arreglárselas para ser padre?, (b) ¿ahora necesitará más seguridad?». El deseo de Armstrong de mantener en secreto el nacimiento del bebé era absurdo y lamentó que Elizabeth sintiera también esa necesidad de secretismo. Maldita sea, pensó, si no se andaran con tantos tapujos, la prensa no le daría tanta importancia. Cuando los periodistas creían que se les ocultaba algo, su avidez aumentaba. Al día siguiente el Express publicó la noticia, aunque omitió el nombre de Elizabeth. ¿Qué más da?, pensó él. Se alegró de que saliera a la luz, y el artículo era francamente agradable y bienintencionado. Un secreto menos. Bien. Pero Elizabeth se enfureció, y aumentó el nivel de estrés. Ninguno de los dos entendía las frases del otro, malinterpretaban el tono de voz, reñían por nimiedades. Él despertó a las cuatro de la madrugada y la encontró llorando. Ella temía por la salud de Carol. Estaba alarmada tras ver su nombre en los periódicos. La entristecía su infidelidad. Todo la preocupaba.
Y he aquí que, justo en el momento más oportuno, Helen Hammington salió con la cantinela de siempre. Si la casa quedaba al descubierto, el coste de la protección se triplicaría, dijo. «Pero en última instancia, y basándonos en que es a petición suya, Joe, siempre y cuando entienda que es irreversible, estamos dispuestos a aceptar su plan de retirar al equipo de protección, y la elección de Frank Bishop como su hombre ha sido aprobada.» Esa parte, al menos, era razonablemente constructiva. Pero a partir de ese momento las cosas fueron a peor. «No queremos que el nombre de Elizabeth salga en esa antología suya -dijo-. Eso, para serle franca, nos horroriza. ¿Puede cambiarse a estas alturas? ¿Puede borrarse?» Él contestó: si quieren un escándalo público, esa es la manera de crearlo. «Podrían seguirla -dijo Paul Topper, el nuevo responsable-. Si me dijeran que Elizabeth vivía con usted, yo lo localizaría en una o dos semanas usando solo uno o dos hombres.» Él intentó conservar la calma. Señaló que cuando empezó la protección, tenía una esposa, cuyo nombre era conocido, cuya foto había salido en las primeras planas de todos los diarios, y sin embargo se había movido libremente desde los diversos refugios de él, y la policía no había visto ningún problema. Y ahora tenía una prometida cuyo nombre no era apenas conocido, cuya fotografía nunca se había publicado. Era absurdo convertirla en un problema.
Luego dijo mucho más. Dijo: «Lo único que pido es que se permita a esta familia británica seguir con su vida y criar a su hijo». Y también dijo: «No pueden exigir a las personas que no sean las personas que son y no hagan el trabajo que hacen. No pueden esperar que Elizabeth no ponga el nombre en su propia obra, y deben aceptar el hecho de que nuestro hijo va a nacer, y a crecer, y a tener amigos, y a ir al colegio; tendrá derecho a una vida vivible».
«Todo esto -respondió Helen- está analizándose a los más altos niveles del Ministerio del Interior.»
El 24 de mayo de 1997 Ali Akbar Nateq-Nouri, el «candidato oficial» en las elecciones presidenciales iraníes, sufrió una aplastante derrota ante el candidato «moderado» y «reformista» Mohammad Jatami. En la CNN, jóvenes mujeres iraníes exigían libertad de pensamiento y un futuro mejor para sus hijos. ¿Lo conseguirían? ¿Lo conseguiría él? ¿Resolverían el problema por fin los nuevos líderes de Irán e Inglaterra? Jatami parecía erigirse en una figura a lo Gorbachov, capaz de proporcionar la reforma desde el seno del sistema existente. Eso podía ser insuficiente, como lo habían sido la glasnost y la perestroika. Le costaba entusiasmarse con Jatami. Ya había visto demasiados falsos amaneceres.
El martes 27 de mayo Elizabeth fue a ver a su ginecólogo, el doctor Smith, a las cuatro de la tarde. En cuanto llegó a casa, a eso de las seis y cuarto, empezó a tener contracciones muy seguidas. Él avisó al equipo de protección y cogió la maleta, preparada y lista en su dormitorio desde hacía más de una semana, y los llevaron al Ala Lindo del hospital St. Mary’s en Paddington, donde les dieron una habitación individual en un ángulo del edificio, la 407, que era, les dijeron, donde la princesa Diana había tenido a sus dos hijos. El parto se desarrolló rápidamente. Elizabeth quería intentarlo sin anestesia y, con su habitual determinación, lo consiguió, aunque con los esfuerzos de dar a luz se puso de un mal genio impropio de ella. Entre contracciones le ordenaba que le masajeara la espalda, pero en cuanto una empezaba no le permitía tocarla y no lo quería ante sus ojos. En un momento dado exclamó cómicamente a una comadrona llamada Eileen: «Ese perfume que lleva me da náuseas, ¡lo detesto!». Eileen, muy amablemente y sin quejarse, fue a lavarse y cambiarse de ropa.
Él miró el reloj y de pronto pensó: Nacerá a medianoche. Pero al final el niño llegó ocho minutos antes. A las doce menos ocho nació Milan Luca West Rushdie, con tres kilos cuatrocientos gramos, unos pies y unas manos enormes y mucho pelo en la cabeza. El parto había durado cinco horas y media, de principio a fin. Ese niño quería salir, y allí estaba, resbaladizo, sobre el vientre de su madre, con el cordón umbilical largo y grisáceo formando un amplio lazo en torno a su cuello y sus hombros. Su padre se quitó la camisa y lo sostuvo contra su pecho.
Bienvenido, Milan, le dijo a su hijo. Este es el mundo, con toda su alegría y su horror, y te espera. Sé feliz en él. Ten suerte. Eres nuestro nuevo amor.
Elizabeth telefoneó a Carol y él a Zafar. Al día siguiente, el primero en la vida de Milan, lo visitó su hermano, y sus «tíos extra», Alan Yentob (que anuló sus citas en la BBC para ir al hospital) y Martin Amis, que fue con Isabel, la hija de ambos, Fernanda, y el hijo de Martin, Jacob. Era un día soleado.
También los agentes de la División Especial estaban emocionados. «Es nuestro primer bebé», dijeron. Hasta la fecha nadie había sido padre hallándose bajo su protección. Esa fue la primera vez que Milan era el primero: era el Bebé de la Brigada «A».
Había estado ayudando a Bill Buford a recopilar un «especial India» para The New Yorker, y decidieron tomar una fotografía en grupo de varios escritores indios. En un estudio de Islington se vio entre Vikram Seth, Vikram Chandra, Anita Desai, Kiran Desai, Arundhati Roy, Ardashir Vakil, Rohinton Mistry, Amit Chaudhuri, Amitav Ghosh y Romesh Gunesekera (nadie sabía por qué se había incluido a un escritor de Sri Lanka, pero daba igual: Romesh era buena persona y buen escritor). El fotógrafo era Max Vadukul, y para él no era una fotografía fácil. Como Bill escribió después, Vadukul había intentado por todos los medios «englobar al crispado grupo en su encuadre. Los resultados son esclarecedores. En el montón de imágenes [que tomó Vadukul] hay diversas variaciones sobre un mismo tema de pánico mudo. Se observan miradas de afectación, de curiosidad, de vértigo». Él por su parte recordaba al grupo, en general, de bastante buen humor, pese a que Rohinton Mistry (delicadamente) y Ardu Vakil (con mayor estridencia) llamaron a Amit Chaudhuri a capítulo por las opiniones estereotípicas sobre la comunidad parsi que había expresado en una reseña de un libro de Rohinton. Amit era el único de los once escritores que después no fue al almuerzo, en el restaurante Granita de Upper Street, escenario del legendario pacto de dirección entre Blair y Brown. Después dijo a Bill: «Me he dado cuenta de que mi sitio no está en ese grupo. No son la clase de gente a la que pertenezco». Años después, en una entrevista con Amitava Kumar, Arundhati Roy afirmó que tampoco era la clase de gente a la que pertenecía ella. Al recordar ese día, le contó a Kumar, se «reía»: «Creo que todo el mundo estaba un poco susceptible. Hubo discusiones mudas, enfurruñamientos y cuchicheos. Hubo cortesía erizada. Todo el mundo estaba un poco incómodo. [...] En fin, dudo que alguien en esa fotografía tuviera la sensación de pertenecer realmente al mismo “grupo” que la persona de al lado». Él recordaba que ese día Arundhati Roy se había mostrado muy cordial y contenta de estar allí con los demás. Pero probablemente fue una percepción errónea.
Pocos días después de la sesión fotográfica asistió a la fiesta de presentación de El dios de las pequeñas cosas, porque su autora le inspiraba simpatía y deseaba ayudarla a celebrar su gran momento. Encontró a la señorita Roy de un ánimo más frío. Esa mañana había aparecido en The New Yorker una reseña de su novela, escrita por John Updike, y era básicamente una reseña favorable, no un diez sobre diez, pero sí quizá un ocho y medio. En cualquier caso, era una excelente reseña para una primera novela en una publicación importante, escrita por un coloso de las letras estadounidenses. «¿La has visto? -le preguntó él-. Debes de estar muy contenta.» La señorita Roy se encogió de hombros afectadamente. «Sí, la he visto -contestó-. ¿Y qué?» Eso fue sorprendente y, en cierto modo, impresionante. Pero él le dijo: «No, Arundhati, ¿qué frialdad es esa? Está sucediéndote algo maravilloso. Tu primera novela tiene un éxito extraordinario. No hay nada como el primer éxito. Deberías disfrutarlo. No seas tan fría». Ella lo miró a los ojos. «Soy bastante fría», contestó, y se dio media vuelta.
Después de una efusiva presentación de Stuart Proffitt, su editor, la señorita Roy ofreció una larga y lúgubre lectura, y Robert McCrum, que afortunadamente se recobraba de su embolia, susurró: «Cinco sobre diez». En el coche, en el camino de vuelta, el agente de protección Paul Topper comentó: «Después de oír al editor, estaba planteándome comprar el libro, pero luego, cuando ha salido ella a leer un trozo, he pensado, mejor no».
Elizabeth y Milan volvieron a casa del hospital y Caroline Michel los visitó para entregarle «tu segundo bebé», el ejemplar acabado de la antología Vintage Book of Indian Writing (más adelante publicada en Estados Unidos con el título Mirrorwork). Fuera de la burbuja de protección, se propagaba la noticia del nacimiento de Milan. El Evening Standard la publicó incluyendo el nombre de Milan. La policía seguía muy preocupada por la posibilidad de que el nombre de Elizabeth llegara a los periódicos e intentaba impedirlo por todos los medios. De momento su nombre no apareció. A él lo llevaron de nuevo a la fortaleza del espionaje, donde el señor Tarde y el señor Mañana también expresaron su preocupación por Elizabeth y Milan. Pero, dijeron, se había «desbaratado» una «amenaza específica». Sin más detalles. Recordó el enorme puñetazo, esperando que hubiera surtido efecto. ¿No debía temer ya, pues, el plan de asesinato? «No hemos dicho eso», objetó el señor Tarde. «Todavía hay poderosas razones para seguir alertas», confirmó el señor Mañana. ¿Puede decirme cuáles son esas razones? «No», respondió el señor Tarde. Ya veo. No, dice usted. «Exacto», dijo el señor Mañana. «Pero en cuanto a la amenaza específica de la que tuvimos conocimiento en el momento de su viaje a Dinamarca... -explicó el señor Tarde-, esa amenaza se ha frustrado.» Ah, ¿quiere usted decir que realmente había una amenaza específica en Copenhague? «La había», afirmó el señor Tarde. ¿Y por qué no me lo dijeron? «Protección de las fuentes -contestó el señor Mañana-. No podíamos permitir que usted dijera a los medios que lo sabía.» Ante la alternativa de protegerlo a él o a la fuente, los espías habían optado por la fuente.
Entretanto, el Daily Insult se preparaba para publicar diversos artículos sobre el aumento del coste para la nación que conllevaba el nacimiento de Milan. (No hubo tal aumento.) Se dispuso a soportar titulares como EL BEBÉ RUSHDIE CUESTA UNA FORTUNA A LOS CONTRIBUYENTES. Y sin embargo el titular fue: RUSHDIE CHANTAJEA A LA BBC. Según decían, estaba obstaculizando el proyecto Hijos de la medianoche con unas pretensiones económicas exorbitantes. Las cifras mencionadas eran más del doble de lo que en realidad le pagaban. Dio instrucciones a sus abogados para entablar demanda contra el Insult, y al cabo de unas semanas los directores se echaron atrás y presentaron una disculpa en la propia prensa.
Fueron a la oficina del registro civil de Marylebone y en cuanto inscribieron el nacimiento y el nombre de Milan, Elizabeth se descompuso totalmente porque no incluía los dos apellidos, no era West-Rushdie, sino simplemente Rushdie. Precisamente el día anterior ella le había comentado lo mucho que le complacía decir a todos que el niño se llamaba Milan Rushdie, así que a él esa escena lo cogió del todo desprevenido. Habían tratado la cuestión del apellido muchas veces y llegado a un acuerdo, pensaba él, hacía meses. Y ahora ella sostenía que había reprimido sus verdaderos sentimientos porque «a ti no te habría gustado». Pasó el resto del día atribulada e inconsolable. Al día siguiente era viernes 13, y ella seguía enfadada, abatida, en actitud acusadora. «Con qué eficacia estamos destruyendo la gran felicidad que nos ha sido concedida», escribió él en su diario. Se sentía alterado y profundamente disgustado. El hecho de que una mujer tan ecuánime hubiera entrado en un descalabro emocional tan absoluto inducía a pensar que en el fondo el conflicto era mucho mayor de lo que parecía. Esa Elizabeth al borde de la histeria no era la mujer que él conocía desde hacía siete años. Daba la impresión de que brotaba ahora de su interior toda la incertidumbre, el miedo y la angustia acumulados. La cuestión del doble apellido no era más que un MacGuffin: el pretexto que había desatado la trama real y oculta de cómo se sentía Elizabeth.
Ella tuvo un pinzamiento y la asaltó de pronto un intenso dolor. Él le suplicó que fuera a ver a un médico, pero ella se negó hasta que el dolor se agravó tanto que quedó literalmente inmovilizada. La tensión crepitaba entre ambos, y él dijo, con excesiva aspereza: «Así es como te enfrentas al dolor. Dices a todos los que quieren ayudarte que callen y desaparezcan de tu vista». Ella, furiosa, contestó a gritos: «¿Vas a criticar la manera en que di a luz?». Oh, no, no, no, pensó él. No, esto no debería estar pasando. Una gran brecha se había abierto entre ellos precisamente cuando deberían haber estado más unidos que nunca.
El día del Padre recibió una tarjeta: un contorno de la mano de Zafar, de dieciocho años y, dentro, un contorno de la mano de Milan, de dieciocho días. Se convirtió en una de sus más preciadas posesiones. Después de eso Elizabeth y él hicieron las paces.
Zafar cumpliría dieciocho años. «Mi orgullo por este muchacho es absoluto -escribió en su diario-. Se ha convertido en un joven excelente, sincero y valiente. La dulzura esencial que le era innata, su delicadeza, su calma, todo eso sigue presente, intacto. Posee un auténtico don para la vida. Ha recibido el nacimiento de Milan con elegancia y, según parece, sincero interés. Y conservamos una buena relación que permite que él me confíe sus sentimientos íntimos, una proximidad que no existió nunca entre mi padre y yo. ¿Conseguirá plaza en la universidad? Su destino está en sus propias manos. Pero al menos sabe, siempre ha sabido, que es muy querido. Mi hijo adulto.»
El cumpleañero vino a casa por la mañana y recibió su regalo -una radio para el coche- y una carta donde su padre le expresaba el orgullo que sentía por él, por su valor y por su gentileza. Zafar la leyó y, conmovido, dijo: «Me ha gustado mucho».
Él escribió y habló, discutió y luchó. Nada cambió. Bueno, sí cambió el gobierno. Tuvo una excelente reunión con Derek Fatchett, el segundo de Robin Cook en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y el ambiente fue muy distinto del que se respiraba en los viejos tiempos del Partido Conservador. «Presionaremos», prometió Fatchett, y se comprometió a echar una mano en el asunto de la prohibición de viajar a la India, a echar una mano con lo de British Airways, a echar una mano en general. De pronto tuvo la sensación de que el gobierno estaba de su lado. A saber si eso incidiría de alguna manera. El nuevo régimen iraní no daba señales muy prometedoras. Llegó un mensaje de cumpleaños del nuevo presidente «moderado», Jatami: «Salman Rushdie pronto morirá».
Laurie Anderson había telefoneado para preguntarle si tenía algún texto acerca del fuego. Estaba preparando una velada a base de performances a fin de recaudar dinero con el que construir un hospital pediátrico para la organización benéfica War Child. Contaba ya con un vídeo espectacular sobre el fuego, y necesitaba un texto para acompañarlo. Él reunió fragmentos de la parte del incendio en Londres de Los versos satánicos. Laurie había convencido a Brian Eno para que grabara varios bucles de sonido, que ella mezclaría desde una pequeña mesa entre bastidores mientras él leía. No había tiempo para ensayar, así que él salió al escenario sin más y empezó a leer, con el vídeo de las llamas a sus espaldas, mientras Laurie mezclaba la música de Eno, aumentando y disminuyendo el volumen sin previo aviso, olas de sonido por las que él tuvo que deslizarse como un surfista o un temerario skater, subiendo y bajando la voz, salvando los muebles. Fue una de las cosas más divertidas que había hecho en la vida. Zafar asistió a la velada en compañía de una chica llamada Melissa: era la primera vez que iba a una lectura de su padre. Después comentó: «Has tartamudeado un par de veces y te mueves demasiado; eso distrae un poco»; pero al parecer, en conjunto, le gustó.
Cenaron en casa de Antonia Fraser y Harold Pinter, y Harold tuvo a Milan en su regazo largo rato. Finalmente se lo devolvió a Elizabeth y dijo: «Cuando crezca dile que a su tío Harold le gustó tenerlo en brazos».
El máximo responsable de British Airways, Robert Ayling, fue a dar una charla al colegio de Zafar, y Zafar le preguntó por la negativa de la compañía aérea a admitir a su padre como pasajero, y lo criticó y reprendió durante varios minutos. Después, cuando por fin British Airways cambió de política respecto a la prohibición, Ayling comentó lo mucho que lo había conmovido la intervención de Zafar. Fue Zafar quien ablandó el corazón del responsable de las aerolíneas.
¡El verano en Estados Unidos! En cuanto Milan tuvo edad para viajar en avión, emprendieron sus semanas anuales de libertad veraniega... ¡esta vez en un avión británico, un vuelo directo, y los tres juntos! Virgin Atlantic había accedido a llevarlo, ofreciéndole una ruta directa a Estados Unidos. No más viajes a Viena, Oslo o París para coger un avión amigo. Había caído uno de los ladrillos del muro de la cárcel.
La casa de los Grobow los recibió acogedoramente, los rodearon sus amigos -Martin e Isabel estaban en East Hampton, Ian McEwan y Annalena McAfee habían alquilado una casa en Sag Harbor, muchas otras buenas personas iban a verlos desde la ciudad-, y tenían un hijo recién nacido y un proyecto de boda. Esa era su inyección anual en el brazo, el tiempo que les daba fuerzas para sobrevivir el resto del tiempo. Había pájaros en los árboles y ciervos en los bosques, el mar era cálido, y Milan, a sus dos meses, con expresión traviesa, era tan dulce y risueño y milagroso como podía serlo. Todo era perfecto salvo por un detalle. Cuatro días después de su llegada se enteró por Tristram Powell de que el gobierno indio había denegado el permiso a la BBC para rodar Hijos de la medianoche en territorio indio. «Nos parece prudente evitar el posible malentendido -explicaba el gobierno en una declaración- de que damos algún tipo de apoyo al autor.» Esa declaración quedó grabada en su corazón. «El productor, Chris Hall, va de camino a Sri Lanka para ver si podemos rodar allí -añadió Tristram con su delicadeza habitual-. Todo el mundo en la BBC opina que, después de todo el esfuerzo que ha representado y lo buenos que son los guiones, hay que intentar salvar el proyecto.» Pero él se sintió profundamente angustiado. La India, su gran amor, lo había mandado a la mierda porque no quería darle ningún tipo de apoyo. Hijos de la medianoche, su carta de amor a la India, no se había considerado digno de rodarse en ninguna parte del país. Ese verano trabajaría en El suelo bajo sus pies, una novela sobre gente sin raíces, gente que soñaba con marcharse, no con su tierra. El alimento para ese libro sería cómo se sentía él mismo en ese momento: fatal, desconectado, rechazado.
La noticia llegó a la prensa británica, pero él no quiso saber nada. Estaba rodeado de amigos y escribía su libro y pronto se casaría con la mujer que amaba desde hacía siete años. Bill Buford fue a pasar unos días en compañía de su novia Mary Johnson, una dicharachera réplica de Betty Boop de Tennessee, y los Wylie y Martin e Isabel fueron a disfrutar de una potente barbacoa preparada por Bill, que se había convertido en todo un cocinero. Llevó a Elizabeth a una cita prenupcial en el hotel American de Sag Harbor. El director vanguardista Robert Wilson lo invitó a ver los ensayos de una nueva obra que estaba preparando y quería que le proporcionara un texto. Él escuchó a Bob explicarle la obra durante más de media hora y luego tuvo que admitir que no había entendido una sola palabra de lo que el gran hombre le había dicho. Robert McCrum fue a la casa a pasar una noche. Elizabeth se puso en contacto con Loaves & Fishes, el escandalosamente caro servicio de catering, para encargar la comida y la bebida de la boda. Fueron al Ayuntamiento de East Hampton y consiguieron una licencia matrimonial. Él se compró un traje nuevo. Zafar telefoneó desde Londres con una noticia excelente: los resultados de sus exámenes le permitían acceder a una plaza en la Universidad de Exeter. La felicidad y los planes de boda amortiguaron el golpe de la India.
Luego, un segundo rechazo de la India. Bill Buford había sido invitado a la gran celebración en Nueva York del quincuagésimo aniversario de la independencia india, que tendría lugar en el consulado indio de Manhattan el día de la independencia, el 15 de agosto de 1997. Bill notificó a la gente del consulado que el señor Rushdie se hallaba en la ciudad, y ellos retrocedieron como si acabaran de encontrarse con una serpiente de cascabel. Una mujer telefoneó a Bill y le ofreció una balbuceante explicación. «En vista de todo lo que rodea [al señor Rushdie]... nos ha parecido... que no le conviene... un gran acontecimiento... mucha publicidad... el cónsul general no puede... a nosotros no nos conviene...» El día del quincuagésimo aniversario de la India, el día del cumpleaños de Saleem Sinai, el creador de Saleem, convertido ahora en Cenicienta, no iría al baile. No permitiría que su amor por el país y su gente se echara a perder por culpa de la India Oficial, se prometió. Aun cuando la India Oficial no le permitiera jamás volver a poner los pies en su tierra natal.
De nuevo se refugió en las cosas buenas. Fue a pasar unos días en la ciudad y encontró un regalo de boda para Elizabeth en Tiffany. Se dejó entrevistar con motivo de la antología Mirrorwork y fue a escuchar a David Byrne cantar «Psycho Killer» en Roseland. Cenó con Paul Auster y Siri Hustvedt. Paul dirigía una película titulada Lulu on the Bridge de la que también era guionista y quería que él interpretara el papel de un siniestro interrogador que sometería a Harvey Keitel al tercer grado. (Un interrogador siniestro después del ofrecimiento de un médécin assez sinistre de Robbe-Grillet: ¿estaban encasillándolo?) Zafar fue a reunirse con él y volvieron a Bridgehampton en microbús con una temperatura de treinta y ocho grados. Cuando llegó a Little Noyac Path, advirtió una actitud recelosa y desconfiada en Elizabeth. ¿Qué había ido a hacer a Nueva York? ¿A quién había visto? El daño causado por su breve infidelidad era aún palpable. Él no sabía qué hacer salvo decirle que la quería. Empezó a temer por su matrimonio. Pero cinco minutos después ella restó importancia a sus dudas y aseguró que estaba bien.
Ian McEwan y él fueron a buscar comida tailandesa para la cena. En el restaurante, el Chinda’s, la mujer tailandesa dijo con marcado acento: «¿Sabe a quién se parece? Se parece a ese hombre que escribió ese libro». Sí, admitió él, ese soy yo. «Ah, qué bien -respondió ella-. Yo leí ese libro, me gustó, después usted escribió otro libro, pero no lo leí. Cuando ha telefoneado para hacer su encargo y ha pedido ternera, hemos pensado que sería Billy Joel, pero no, Billy Joel viene los martes». Durante la cena Martin comentó que iría a ver a Saul Bellow. Él envidiaba eso a Martin: su estrecha relación con el mayor novelista estadounidense de sus tiempos. Pero tenía cosas más importantes en que pensar. Iba a casarse al cabo de cuatro días, y el fin del mundo estaba a punto de llegar, o al menos el mundo según Arnold Schwarzenegger. El día posterior a su boda, el 29 de agosto de 1997, se utilizó en Terminator 2 como fecha del «Día del Juicio», el día en que las máquinas, guiadas por el superordenador Skynet, desencadenaban su holocausto nuclear contra el género humano. Así que iban a casarse el último día de la historia del mundo tal como lo conocían.
Hacía un tiempo excelente y el campo de cosmos azules resplandecía tanto como el cielo. Sus amigos se congregaron en el recinto residencial de la familia de Isabel y él fue a buscar al juez. Luego formaron un círculo Paul y Siri y también la pequeña Sophie Auster, y Bill y Mary, y Martin e Isabel y los dos chicos Amis y la hija de Martin, Delilah Seale, y la hermana de Isabel, Quina, e Ian y Annalena y los dos chicos McEwan, y Andrew y Camie y su hija Erica Wylie, y Hitch y Carol y su hija, la «ahijada sin religión» de él, Laura Antonia Blue Hitchens, y la madre de Isabel, Betty Fonseca, y el marido de Betty, Dick Cornuelle, en cuyo jardín estaban, y Milan en los brazos de Siri, y Zafar, y Elizabeth con rosas y azucenas en el pelo. Hubo lecturas: Bill leyó un soneto de Shakespeare, el de costumbre, y Paul, contra la costumbre pero consideradamente, leyó «La corona de hiedra», de William Carlos Williams, sobre el amor que llegaba avanzada la vida:
A nuestra edad la imaginación por encima de los pesarosos hechos nos eleva para anteponer las rosas a las espinas. Sí el amor es cruel y egoísta y del todo obtuso... o al menos, cegado está por la luz el amor juvenil. Pero nosotros somos ya mayores, yo para amar y tú para ser amada, hemos, a saber cómo, sobrevivido a fuerza de voluntad para conservar el inestimable premio siempre al alcance de nuestros dedos. Tal es nuestra voluntad de que así sea que así es más allá de todo azar.
Esa noche se regocijaron en sus siete años de inverosímil felicidad, esos dos seres que se habían conocido en medio de un huracán y se habían aferrado el uno al otro, no por miedo a la tormenta, sino por el placer del hallazgo. La sonrisa de Elizabeth había iluminado los días de él, y su amor, las noches, y su valor y atenciones le habían infundido fuerzas, y, claro, como él confesó ante ella y ante todos sus amigos en la alocución de la noche de la boda, fue él quien se abalanzó a los brazos de ella, y no al revés. (Cuando él admitió este hecho después de siete años de insistir en lo contrario, ella soltó una carcajada de asombro.) Y el mundo no acabó, sino que volvió a empezar al día siguiente, revigorizado, renovado, más allá de todo azar. Solo somos mortales, dijo el poeta, pero, siendo mortales, / podemos desafiar a nuestro destino.
El asunto del amor es la crueldad que, a fuerza de voluntad, transformamos para vivir juntos.
Y el día en que el mundo continuó, Ian y Annalena se casaron también, en el Ayuntamiento de East Hampton. Habían planeado una fiesta en la playa, pero el viento no les fue propicio, así que todos se trasladaron a Little Noyac Path y hubo más festejos nupciales durante toda la tarde y la noche. El día se despejó y jugaron al béisbol, de manera inepta y muy poco americana, en el campo situado detrás de la casa, y luego Ian y él volvieron al Chinda’s a por comida tailandesa y él seguía sin ser Billy Joel.
Los periódicos británicos enseguida se enteraron de la noticia de la boda -los empleados del Ayuntamiento de East Hampton filtraron la noticia nada más acabar la ceremonia-, y todos la publicaron, con el nombre completo de Elizabeth. Así que allí estaba ella, por fin visible. Al principio ella flaqueó notablemente; luego se recuperó y se acostumbró a la idea, con su habitual determinación y optimismo. Él, por su parte, sintió alivio. Estaba muy cansado de «esconderse».
Esa noche, después de una barbacoa en Gibson Beach, cuando se hallaban en casa de John Avedon, telefoneó David Rieff para comunicar que se había producido un accidente de circulación en París como consecuencia del cual la princesa Diana había resultado gravemente herida y su amante Dodi al-Fayed había muerto. La noticia apareció en todos los canales de televisión, pero no se dijo nada concluyente sobre la princesa. Más tarde, cuando se acostaban, él comentó a Elizabeth: «Si estuviera viva, nos lo habrían dicho. Si no informan sobre su estado, es porque ha muerto». Y a la mañana siguiente se publicó la confirmación en primera plana de The New York Times y Elizabeth lloró. A lo largo del día fueron conociéndose los detalles del hecho. La persecución de los paparazzi en sus motos. El coche a gran velocidad, el chófer borracho conduciendo a casi doscientos por hora. Esa pobre chica no tuvo suerte, pensó él. Su desdichado final llegó justo cuando comienzos más felices eran ya posibles. Pero morir porque uno no quería que lo fotografiaran era un disparate. Si se hubiesen detenido por un momento en la entrada del Ritz y hubiesen dejado que los paparazzi hicieran su trabajo, tal vez no los habrían perseguido y no habría sido necesario huir a esa velocidad delirante y morir en un paso subterráneo de hormigón, malgastando la vida por nada.
Se acordó de la gran novela de J.G. Ballard, Crash, sobre la letal combinación de amor, muerte y automóviles, y pensó, quizá todos seamos responsables, nuestra avidez por su imagen la ha asesinado, y al final, en el momento de la muerte, lo último que ella vio debió de ser el morro fálico de las cámaras acercándose a través de los cristales rotos de las ventanillas, disparando, disparando. Le pidieron que escribiera un texto para The New Yorker sobre el suceso y él les escribió algo de este tenor, y en Inglaterra el Daily Insult lo consideró una «versión satánica», de mal gusto, como si el Insult no hubiera estado dispuesto a pagar una fortuna para hacerse con las fotografías por las que los paparazzi la perseguían, como si el Insult hubiera tenido el buen gusto de no publicar las imágenes del accidente.
Milton y Patricia Grobow ya lo sabían todo; se habían enterado de la boda a través de los periódicos locales. Estaban encantados, y «orgullosos», y deseosos de mantener el acuerdo en años futuros. Patricia había sido la niñera de los Kennedy, dijo, y estaba «acostumbrada a ser discreta». Milton tenía casi ochenta años y una salud muy frágil. Los Grobow comentaron que quizá se plantearan vender la casa a los Rushdie.
Pocos días después de volver a Londres, él viajó a Italia para participar en el festival literario de Mantua, pero al parecer nadie había solicitado autorización para la visita a la policía local, que lo incomunicó en su hotel y no le permitió asistir a las sesiones del festival. Finalmente, con muchos de los otros escritores a modo de guardia de honor, intentó repetir su estratagema chilena, saliendo a la calle sin más, y lo trasladaron a la comisaría, donde lo retuvieron durante varias horas en una «sala de espera» hasta que el alcalde y el jefe de policía decidieron permitirle hacer lo que había ido a hacer para evitar el escándalo. Después de varias semanas de vida normal en Estados Unidos, esa vuelta a las arbitrariedades europeas era descorazonadora.
En Londres Jack Straw, el ministro del Interior laborista, siempre deseoso de congraciarse con su electorado islámico, anunció nuevas leyes que ampliarían la ley contra la blasfemia, arcaica, obsoleta y digna de ser revocada, para abarcar otras religiones aparte de la Iglesia anglicana, lo que posibilitaría, entre otras cosas, reabrir el proceso contra Los versos satánicos y probablemente prohibir el libro. Eso lo decía todo del acceso al poder del «gobierno de sus amigos», pensó. Al final, el intento de Straw fracasaría, pero durante varios años el gobierno de Blair siguió buscando maneras de ilegalizar las críticas a la religión, es decir, al islam. En cierta ocasión, él fue al Ministerio del Interior para protestar al respecto, acompañado de Rowan Atkinson («Mister Bean va a Whitehall»). Rowan, que en la vida real es un hombre pensativo y callado, preguntó a los hombres sin rostro y al subsecretario qué pasaba con la sátira. Todos eran admiradores suyos, naturalmente, y deseaban que él a su vez también los apreciara, así que dijeron: Ah, el humor, nos encanta, la sátira, eso no supone ningún problema. Rowan asintió con expresión lúgubre y dijo que recientemente, en un sketch televisivo, había utilizado imágenes de musulmanes arrodillados durante las oraciones del viernes en, creía, Teherán, junto con una voz en off que decía: «Y sigue la búsqueda de la lentilla del ayatolá». ¿Eso sería aceptable con arreglo a la nueva ley -deseó saber- o iría a la cárcel? Ah, no, no pasaría nada, le contestaron, nada en absoluto, ningún problema. Mmm, musitó Rowan, pero ¿cómo sería posible asegurarse de eso? Es fácil, contestaron, bastaría con que presentara usted el guión a un departamento del gobierno para su aprobación, y por supuesto se la darían, y así lo sabría. «¿Por qué será que eso no acaba de tranquilizarme?, me pregunto», dijo Rowan sin inmutarse. El día que se presentó esa horrenda ley en la Cámara de los Comunes para la votación definitiva, los responsables de la disciplina del Partido Laborista, pensando que el rechazo a la ley era tan grande que estaba perdida, dijeron a Tony Blair que no hacía falta que se quedara hasta el recuento de votos. Así que el primer ministro se marchó a casa y la ley no se aprobó por solo un voto. Si se hubiera quedado, se habría producido un empate en la votación, y el presidente de la Cámara habría tenido que votar a favor del gobierno como era su obligación, y el proyecto de ley se habría convertido en ley. El margen fue así de estrecho.
La vida avanzaba a pequeños pasos. Barry Moss, el jefe de la División Especial, fue a verlo para comunicarle que se había aprobado el nuevo acuerdo, por el cual él contrataría a Frank Bishop y, como respaldo, a Dennis Le Chevalier, y la policía se retiraría por completo de la casa de Bishop’s Avenue. A partir del 1 de enero de 1998 su casa sería su casa, y él podría llevar a cabo todos sus «desplazamientos privados» solo, con la ayuda de Frank. Sintió que se quitaba un gran peso de encima. Elizabeth, Milan y él estaban a punto de disfrutar de una vida privada en Inglaterra por primera vez.
Frances D’Souza telefoneó para decirle que el temido ministro iraní de Inteligencia, Fallahian, había sido sustituido por un tal Najaf-Abadi, un supuesto «progresista, pragmático». Ya veremos, contestó él.
Gail Rebuck accedió a que Random House Reino Unido guardara en su almacén inmediatamente la edición en rústica de Los versos satánicos publicada por el Consorcio y pusiera el logotipo de Vintage en la siguiente reimpresión, que probablemente se necesitaría por Navidad. Ese fue ciertamente un paso de gigante: la tan ansiada «normalización» de la situación de la novela en el Reino Unido, nueve años después de su aparición.
La señorita Arundhati Roy ganó el premio Booker, como estaba previsto -había partido como clara favorita-, y al día siguiente declaró a The Times que la literatura de él era simplemente «exótica», mientras que la de ella era veraz. Eso fue interesante, pero él decidió no responder. Luego llegó de Alemania la noticia de que ella había hecho declaraciones similares a un periodista de allí. Él llamó a David Godwin, el agente de Arundhati Roy, para decirle que, a su juicio, no era bueno que dos ganadores indios del Booker se atacaran mutuamente en público. Él nunca había expresado públicamente su opinión sobre El dios de las pequeñas cosas, pero si ella quería guerra desde luego la tendría. No, no, dijo David, estoy seguro de que se han reproducido mal sus palabras. Poco después recibió un mensaje apaciguador de la señorita Roy en la misma línea. Dejémoslo estar, pensó él, y siguió con lo suyo.
Günter Grass tenía setenta años, y el teatro Thalia de Hamburgo planeaba una gran celebración de su vida y su obra. Voló a Hamburgo en un avión de sus nuevos íntimos amigos, Lufthansa, y participó en el acto junto con Nadine Gordimer y prácticamente todos los escritores importantes de Alemania. Cuando acabó la parte pública de la velada, hubo música y baile, y él descubrió que Grass era un excelente bailarín. Todas las jóvenes presentes en la fiesta posterior quisieron dar unos pasos con él, y Günter bailó incansablemente el vals, la gavota, la polka y el foxtrot durante toda la noche. Así que él ya tenía dos razones para envidiar al gran hombre. Siempre había envidiado la destreza de Grass como artista. ¡Qué liberador debía de ser poner fin a una jornada de escritor, irse a un taller de arte y empezar a trabajar de una manera totalmente distinta sobre los mismos temas! ¡Qué maravilloso crear uno las imágenes de las sobrecubiertas de sus propios libros! Los bronces y grabados de Grass -ratas, sapos, platijas, anguilas y niños con tambores de hojalata- eran objetos de gran belleza. Pero ahora también tenía que admirar su aptitud para el baile. Era realmente demasiado.
Las autoridades de Sri Lanka se mostraban favorables al proyecto Hijos de la medianoche de la BBC, pero -según Ruth Caleb, una de las productoras de la cadena- ponían como condición que él no asistiera al rodaje. Muy bien, dijo él, es agradable ser tan popular, y al cabo de unos días Tristram envió un fax desde Sri Lanka. «Tengo el permiso en la mano.» Ese fue un momento feliz. Pero al final resultó ser uno más en la larga serie de falsos amaneceres.
Milan empezaba a decir, con gran énfasis, «¡Ja! ¡Ja! JA». Cuando sus padres se lo repetían a él, se quedaba encantado y volvía a decirlo. ¿Era esa su primera palabra, la palabra que representaba la risa, y no simplemente la risa en sí misma? Parecía sentir el desesperado deseo de hablar. Pero desde luego era aún demasiado pronto.
Elizabeth se iba a pasar unos días con Carol, y no habían hecho el amor desde su boda, hacía muchos, muchos meses. «Estoy cansada», aducía ella, y luego se quedaba despierta hasta las dos de la mañana pegando fotos de la boda en el álbum. Pero las cosas entre ellos iban bien, en general muy bien, y pronto también esa cuestión dejó de ser algo que en realidad no estaba bien. El asunto del amor es la crueldad que, a fuerza de voluntad, transformamos para vivir juntos.
Cuando releía el registro que había llevado de su vida, se daba cuenta de que era más fácil plasmar en el papel algo desagradable que un momento de felicidad; más fácil consignar una pelea que una palabra afectuosa. La verdad era que durante muchos años Elizabeth y él habían mantenido una relación fluida y cariñosa la mayor parte del tiempo. Pero no mucho después de la boda esa fluidez y esa dicha fueron en disminución y aparecieron las grietas. «Los problemas en el matrimonio -escribió más tarde- son como el agua del monzón acumulada en una azotea: no te das cuenta de que está ahí, pero cada vez pesa más, hasta que un día, con gran estrépito, el tejado entero cae sobre tu cabeza.»
A pesar de que Flora Botsford trabajaba para la BBC, como corresponsal en Colombo, fueron sus fechorías lo que, en opinión del productor, Chris Hall, «echó por tierra nuestro proyecto». A veces era fácil creer que la gente de los medios prefería que las cosas salieran mal, porque TODO VA BIEN no era un titular con mucho gancho. La predisposición de Botsford, como empleada de la BBC, a causar problemas a una importante producción de la BBC era sorprendente o, más deprimente aún, no era sorprendente. Esa mujer se tomó la molestia de telefonear a unos cuantos parlamentarios musulmanes de Sri Lanka en busca de declaraciones hostiles, y encontró una, y con una bastó. En un artículo publicado en The Guardian, Botsford empezaba así: «A riesgo de ofender a los musulmanes locales, la BBC se dispone a rodar en Sri Lanka una controvertida serie en cinco episodios basada en el libro de Salman Rushdie Hijos de la medianoche, según confirmaron la semana pasada responsables de la cadena». A continuación el afanosamente localizado parlamentario tuvo su momento de gloria. «Hay, como mínimo, un político musulmán de Sri Lanka que, dispuesto a hacer lo posible por detener el proyecto, ha planteado la cuestión en el Parlamento.“Salman Rushdie es una figura muy controvertida -declaró A. H. M. Azwar, parlamentario de la oposición-. Ha profanado y difamado al Santo Profeta, lo cual es imperdonable. Los musulmanes de todo el mundo detestan la sola mención de su nombre. En la India debe de existir una razón de peso para prohibir el rodaje, y deberíamos cuidarnos de suscitar aquí sentimientos comunales.”»
Las ondas se propagaron deprisa. En la India aparecieron numerosas columnas considerando un escándalo que la India hubiera negado el permiso, pero en Teherán el ministro de Asuntos Exteriores iraní telefoneó al embajador de Sri Lanka para expresar su protesta. Chris Hall tenía permiso por escrito para rodar de la propia presidenta, Chandrika Bandaranaike Kumaratunga, y por un momento pareció que la presidenta mantendría su palabra. Pero de pronto un grupo de parlamentarios musulmanes de Sri Lanka le exigió que se echara atrás en su decisión. Se lanzaron ataques no poco emponzoñados contra el autor de Hijos de la medianoche en los medios de Sri Lanka: era un cobarde y un traidor a la raza, e Hijos de la medianoche era un libro que insultaba y ridiculizaba a su propio pueblo. Un subsecretario anunció que el permiso para rodar se había revocado, pero sus superiores lo contradijeron. El viceministro de Asuntos Exteriores dijo: «Adelante». El viceministro de Defensa garantizó «el total apoyo del ejército». Sin embargo la espiral descendente se había iniciado. Él se olió la catástrofe que se avecinaba, pese a que el ministro de Asuntos Exteriores de Sri Lanka y el consejo de producción de la película confirmaron que se había dado permiso para el rodaje. Se celebró lo que Chris Hall describió como una reunión etílica de intelectuales locales en las oficinas de producción de la BBC, y todos ellos manifestaron su apoyo. También la prensa de Sri Lanka estaba casi uniformemente a favor de la producción. Pero persistió el presentimiento de inminente desastre. Al cabo de una semana se revocó el permiso para el rodaje sin explicación alguna, solo seis semanas después de que la presidenta concediera el permiso por escrito. El gobierno intentaba conseguir la aprobación de espinosas leyes en relación con el traspaso de poderes a organismos regionales y necesitaba el apoyo del puñado de parlamentarios musulmanes. Entre bastidores, Irán y Arabia Saudí habían amenazado con expulsar a los obreros de srilanqueses si la producción se llevaba a cabo.
No había habido protestas públicas contra la producción ni en la India ni en Sri Lanka. Pero el proyecto se había frustrado en los dos países. Se sintió como si alguien le hubiera dado un golpe brutal. No debo venirme abajo, pensó, pero estaba abatido.
Chris Hall seguía convencido de que el artículo de Flora Botsford había prendido la llama. «La BBC no te ha hecho un gran servicio», dijo. La presidenta Kumaratunga le escribió una carta para disculparse personalmente por la anulación. «He leído el libro titulado Hijos de la medianoche y me ha gustado mucho. Me habría gustado verlo en forma de película. A veces, sin embargo, las consideraciones políticas pesan más que causas quizá más valiosas. Espero que pronto llegue el momento en Sri Lanka en que la gente vuelva una vez más a pensar racionalmente y en que prevalezcan los verdaderos y más profundos valores de la vida. Entonces mi país será una vez más el “Serendib” que merece ser.» En 1999 la presidenta sobrevivió a un atentado de los Tigres Tamiles, pero perdió la vista de un ojo.
El último acto de la historia del rodaje de Hijos de la medianoche, el acto con final feliz, empezó once años más tarde. En otoño de 2008 él estaba en Toronto con motivo de la publicación de su novela La encantadora de Florencia, y una noche que no tenía ningún compromiso relacionado con la promoción del libro, cenó con su amiga la directora de cine Deepa Mehta, que le dijo: «Entre tus libros, el que realmente me gustaría llevar al cine es Hijos de la medianoche. ¿Quién tiene los derechos?». «Da la casualidad -contestó él- de que los tengo yo.» «¿Puedo hacerla, pues?», preguntó ella. «Sí», respondió él. Le dio una opción de compra por un dólar y durante los dos años siguientes se dedicaron a recaudar el dinero y escribir el guión. Después de tanto tiempo los guiones que él había escrito para la BBC le parecían rígidos y poco naturales, y la verdad era que se alegraba de que no hubieran llegado a rodarse. El nuevo guión se le antojaba verdaderamente cinematográfico y las intuiciones de Deepa respecto a la película eran muy afines a las de él. En enero de 2011 Hijos de la medianoche, ahora en forma de largometraje, no de serie televisiva, volvió a la India y Sri Lanka para su rodaje, y treinta años después de la publicación de la novela, catorce años después de abandonarse el proyecto de la serie para la BBC, el filme se realizó por fin. El día que se acabó el rodaje en Colombo se sintió como si se hubiera retirado una maldición. Había llegado a la cima de otra montaña.
A medio rodaje los iraníes intentaron una vez más interrumpirlo. El embajador de Sri Lanka fue emplazado en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Teherán para transmitirle el malestar de Irán ante el proyecto. Durante dos días el permiso para la realización de la película se revocó de nuevo. También en esta ocasión disponían de una carta del presidente concediéndoles permiso, pero él temió que también este presidente se amedrentara ante las presiones. Sin embargo esta vez el resultado fue distinto. El presidente dijo a Deepa: «Siga y acabe su película».
La película se terminó, y el estreno se programó para 2012. Qué cascada de emociones ocultaba esa frase desnuda. Per ardua ad astra, pensó. Aquello se había conseguido.
A mediados de noviembre de 1997 John le Carré, uno de los pocos escritores que se había pronunciado contra él cuando se inició el ataque a Los versos satánicos, se quejó en The Guardian de que había sido injustamente «difamado» y «embreado con la brocha antisemita» por Norman Rush en The New York Times Book Review, y describió «el opresivo peso de la corrección política como una especie de movimiento macarthista en sentido inverso».
Él podría haberse callado sus opiniones, claro, pero no pudo contenerse y respondió. «Sería más fácil solidarizarse con él -escribió en una carta al periódico- si no hubiese estado tan dispuesto a sumarse a una anterior campaña de vilipendio contra un colega escritor. En 1989, durante los peores días del ataque islámico contra Los versos satánicos, Le Carré, muy ampulosamente, hizo causa común con mis agresores. Sería un detalle por su parte si admitiera que comprende el carácter de la Policía del Pensamiento ahora que, al menos en su propia opinión, es él quien está en la línea de fuego.»
Le Carré mordió el anzuelo de pleno. «La actitud de Rushdie respecto a la verdad es tan interesada como siempre -repuso-. Yo no me uní a sus agresores. Tampoco tomé el camino fácil de declararlo inmaculadamente inocente. Mi postura fue que no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad. Escribí que en ninguna sociedad existe un modelo absoluto de libertad de expresión. Escribí que la tolerancia no llega al mismo tiempo, y de la misma forma, a todas las religiones y culturas, y que también la sociedad cristiana, hasta muy recientemente, definió los límites a la libertad con relación a lo que era sagrado. Escribí, y volvería a escribir hoy, que en lo tocante a la posterior explotación de la obra de Rushdie en rústica, me preocupaba más la chica de Penguin Books a la que podían volarle las manos en la valija de la editorial que el cobro de derechos de Rushdie. Para entonces cualquiera que deseara leer el libro tenía sobrado acceso a él. Mi intención no era justificar la persecución de Rushdie, cosa que, como cualquier persona decente, deploro, sino presentar un matiz menos arrogante, menos colonialista y menos moralista que el que percibíamos en la seguridad del bando de sus admiradores.»
Para entonces The Guardian estaba disfrutando tanto con la pelea que publicaba las cartas en primera plana. Su respuesta a Le Carré apareció al día siguiente: «John le Carré [...] afirma no haberse unido al ataque contra mí, pero también afirma que “no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad”. Un somero análisis de esta altanera formulación revela que (1) adopta el argumento islámico radical reduccionista y zafio de que Los versos satánicos no fue más que un “insulto”, y (2) sostiene que todo aquel a quien desagrade la gente islámica radical reduccionista y zafia pierde su derecho a una vida segura. [...] Dice que le interesa más salvaguardar al personal de una editorial que el cobro de mis derechos. Pero son precisamente esas personas, los editores de mi novela en unos treinta países, junto con los empleados en las librerías, quienes más apasionadamente han apoyado y defendido mi derecho a publicar. Es innoble por parte de Le Carré utilizarlos a ellos como argumento para la censura cuando ellos han salido en defensa de la libertad tan valerosamente. John le Carré tiene razón al decir que la libertad de expresión no es un absoluto. Tenemos las libertades por las que luchamos, y perdemos aquellas que no defendemos. Siempre había pensado que eso George Smiley lo sabía. Su creador parece haberlo olvidado».
En este punto Christopher Hitchens intervino en la refriega sin ser invitado, y su respuesta llevó al autor de novelas de espías a grados aún más altos de ira. «La conducta de John le Carré en sus páginas no podría parecerse más a la de un hombre que, tras orinar en su propio sombrero, se apresura a encasquetarse el rebosante chapeau en la cabeza -opinó Hitch con su habitual contención-. En su día se mostraba evasivo y eufemístico ante la petición manifiesta de asesinato, a cambio de una recompensa, basándose en la idea de que los ayatolás también tenían sentimientos. Ahora nos dice que su mayor preocupación era la seguridad de las chicas en la valija. Para curarse en salud, contrapone arbitrariamente la seguridad de ellas y los derechos de Rushdie. ¿Podemos presuponer, pues, que él no habría planteado objeción alguna si Los versos satánicos se hubiesen escrito y publicado gratuitamente y distribuido de balde desde puestos no atendidos por nadie? Eso al menos habría complacido a aquellos que parecen creer que la defensa de la libertad de expresión debería estar exenta de costes y de riesgos. Da la casualidad de que ninguna chica en ninguna valija ha resultado herida a lo largo de ocho años de desafío a la fetua. Y cuando las nerviosas cadenas de librerías de Norteamérica retiraron brevemente Los versos satánicos por dudosas razones de “seguridad”, fueron sus sindicatos los que protestaron y se ofrecieron voluntariamente a colocarse junto a los escaparates de cristal cilindrado para defender el derecho del lector a comprar y leer cualquier libro. A ojos de Le Carré, ¡esa valiente decisión se tomó desde la “seguridad” y además era blasfema para una gran religión! ¿No habría podido ahorrarnos esta revelación del contenido de su sombrero... quiero decir, de su cabeza?»
Al día siguiente le tocó a Le Carré: «Cualquiera que haya leído las cartas de Salman Rushdie y Christopher Hitchens publicadas ayer quizá se pregunte en qué manos ha caído la gran causa de la libertad de expresión. Proceda del trono de Rushdie o de la alcantarilla de Hitchens, el mensaje es el mismo:“Nuestra causa es absoluta, no admite disensión ni salvedad alguna; todo aquel que la ponga en tela de juicio es por definición una no persona zafia, ampulosa y semianalfabeta”. Rushdie se burla de mi lenguaje y pone por los suelos un discurso reflexivo y bien acogido que pronuncié ante la Asociación Anglo-Israelí, y que The Guardian consideró oportuno publicar. Hitchens me retrata como un bufón que se vierte en la cabeza su propia orina. Dos ayatolás rabiosos no podrían haberlo hecho mejor. Pero ¿perdurará la amistad? Me asombra que Hitchens haya soportado durante tanto tiempo la autocanonización de Rushdie. Rushdie, por lo que alcanzo a deducir, no niega el hecho de que insultara a una gran religión. En lugar de eso me acusa -obsérvese su lenguaje absurdo para variar- de adoptar el argumento islámico radical reduccionista y zafio. No sabía que yo fuera tan listo. Lo que sí sé es que Rushdie se enfrentó a un enemigo conocido y luego, cuando este actuó como era propio de él, gritó “falta”. El dolor que ha tenido que padecer es espantoso, pero no lo convierte en mártir, ni -por más que ese fuera su deseo- borra toda argumentación sobre las ambigüedades de su participación en su propia caída».
De perdidos, al río, pensó. «Es verdad que lo llamé ampuloso [a Le Carré], epíteto que me pareció bastante suave dadas las circunstancias.“Ignorante” y “semianalfabeto” son orejas de burro que él se coloca hábilmente en su propia cabeza. [...] Esa costumbre que Le Carré tiene de concederse buenas reseñas (“discurso reflexivo y bien acogido”) se debe a que..., en fin, alguien ha de escribirlas. [...] No es mi intención repetir una vez más mis numerosas explicaciones de Los versos satánicos, novela de la que sigo sintiéndome en extremo orgulloso. Novela, señor Le Carré, no pulla. Ya sabes lo que es una novela, ¿no, John?»
Y así sucesivamente. Sus cartas, dijo Le Carré, deberían ser lectura obligatoria para todos los alumnos de secundaria británicos, como modelo de «intolerancia cultural disfrazada de libertad de expresión». Él quería acabar con la pelea, pero se sintió obligado a contestar a la acusación de enfrentarse a un enemigo conocido y gritar «falta». «Supongo que nuestro héroe de Hampstead diría lo mismo a los muchos escritores, periodistas e intelectuales en y de Irán, Argelia, Turquía y demás lugares, que luchan también contra el fundamentalismo islámico, y en favor de una sociedad secularizada; en pocas palabras, en favor de la libertad ante la opresión de las Grandes Religiones del Mundo. Por mi parte, he intentado, en estos malos años, dirigir la atención del público hacia la difícil situación de todas esas personas. Algunas de las mejores -Farag Fouda, Tahar Djaout, Ugur Mumcu- han sido asesinadas por su predisposición a “enfrentarse a un enemigo conocido”. [...] Da la casualidad de que no considero que los sacerdotes y los mulás, y menos aún los terroristas y los asesinos, sean las personas más idóneas para imponer límites a lo que se puede pensar.»
Le Carré se sumió en el silencio, pero entonces saltó a la palestra su amigo William Shawcross. «Las afirmaciones de Rushdie son indignantes y [...] despiden el hedor del moralismo triunfalista.» Esto resultó en extremo violento, porque Shawcross era el presidente saliente de Artículo 19, y la organización después tuvo que escribir una carta distanciándose de sus acusaciones. The Guardian era reacio a dejar que la polémica se apagase, y su director, Alan Rusbridger, lo telefoneó para preguntarle si le apetecía contestar a la carta de Shawcross. «No -respondió a Rusbridger-. Si Le Carré quiere que sus amigos gimoteen en su nombre, allá él. Yo ya he dicho lo que tenía que decir.»
Varios periodistas, buscando la causa de la hostilidad de Le Carré, se remontaron a la antigua reseña desfavorable de La casa Rusia, pero a él lo invadió una profunda tristeza por lo sucedido. El Le Carré de El topo y El espía que llegó del frío era un autor que admiraba desde hacía mucho tiempo. En tiempos más felices incluso habían compartido escenario como buenos camaradas en favor de la Campaña de Solidaridad por Nicaragua. Se preguntó si Le Carré respondería positivamente en caso de que llegara a tenderle la mano en son de paz. Pero Charlotte Cornwell, la hermana de Le Carré, había expresado su ira a Pauline Melville, con quien se encontró en una calle del norte de Londres -«¡Vaya! ¡Hay que ver con tu amigo!»-, así que quizá los ánimos estaban un poco demasiado enardecidos en el bando de los Cornwell para que en ese momento triunfara una iniciativa de paz. Pero él lamentó la pelea, y tuvo la sensación de que nadie había «ganado» la discusión. Los dos habían perdido.
No mucho después de esta rencilla lo invitaron a la Central de Espionaje para dar una charla ante un grupo de jefes de delegación de los servicios de inteligencia británicos, y la temible Eliza Manningham-Buller, del MI5, una mujer a quien le cuadraba perfectamente su nombre, a medio camino entre la tía Dahlia de Bertie Wooster y la reina, estaba furiosa con Le Carré. «¿Qué se ha creído? -preguntó-. ¿Es que no entiende nada? ¿Es que es un idiota redomado?» «Pero -preguntó él a Eliza-, ¿no fue de los suyos en su día?» Eliza Manningham-Buller era una de esas mujeres valiosas y poco comunes capaces de resoplar de verdad. «¡Ja! -dijo con un resoplido, como una auténtica tía en un libro de Wodehouse-. Supongo que sí trabajó para nosotros en alguna función menor durante unos cinco minutos, pero jamás, querido, accedió a los niveles de las personas con quienes ha estado hablando usted esta noche, y permítame decirle que, después de este asunto, nunca accederá.»
Once años más tarde, en 2008, leyó una entrevista con John le Carré en la que su antiguo adversario decía de su viejo contratiempo: «Quizá me equivoqué. Si fue así, me equivoqué por buenas razones».
Cuando llevaba escritas casi doscientas páginas de El suelo bajo sus pies, las esperanzas de Paul Auster de incluirlo en el reparto de su película Lulu on the Bridge se truncaron. El Sindicato de Camioneros -«¿Te lo puedes creer, esos camioneros tan grandes y fuertes?», se lamentó él- sostenía que le daba miedo que el señor Rushdie interviniera en la película. Querían más dinero, claro, dinero por peligrosidad, pero esa era una producción de bajo presupuesto y no había más dinero. Paul y su productor, Peter Newman, hicieron todo lo posible por conseguirlo, pero al final tuvieron que aceptar la derrota. «El día que me di cuenta de que no podríamos hacerlo -dijo Paul-, me encerré en mi habitación y lloré.»
Su papel se asignó casi sin previo aviso a Willem Dafoe. Lo cual, al menos, fue halagador.
Fue a escuchar a Edward Said en la redacción del London Review of Books, y un joven llamado Asad se acercó a él y confesó que en 1989 estaba al frente de la Sociedad Islámica de Coventry y había sido el «enlace en West Midlands» de las manifestaciones contra Los versos satánicos. «Pero no se preocupe -dijo de pronto, abochornado-; ahora soy ateo.» En fin, eso era un avance, comentó él, pero el joven tenía algo más que decir. «Y hace poco leí su libro -exclamó Asad- y no entendí a qué había venido tanto jaleo.» «Eso está bien -contestó él-, pero debo señalar que usted, que no había leído el libro, fue quien organizó el jaleo.» Recordó el viejo proverbio chino, atribuido a veces a Confucio: Si te quedas sentado a orillas del río el tiempo suficiente, verás pasar flotando el cadáver de tu enemigo.
Milan tenía siete meses, sonreía a todo el mundo, gorjeaba continuamente, alerta, bueno, precioso. Una semana antes de Navidad empezó a gatear. La policía desmontaba su equipo de vigilancia y se marchaba. El día de Año Nuevo Frank Bishop empezó a trabajar para él, y después de unas semanas de «transición» tendrían la casa para ellos solos. Solo por eso, tanto Elizabeth como él tuvieron la sensación de que, pese a todas las decepciones del año, este había acabado bien.
Al principio del año del principio del fin, cuando despidió por última vez a los cuatro policías que habían vivido con él bajo muchos nombres distintos y en muchos lugares distintos durante los nueve años anteriores, y con eso puso fin al periodo de protección las veinticuatro horas del día que Will Wilson y Will Wilton le habían ofrecido en Lonsdale Square al final de una vida anterior, se preguntó si estaba recuperando la libertad para sí mismo y para su familia o si estaba firmando la sentencia de muerte de todos. ¿Era él el más irresponsable de los hombres, o un realista con buena intuición que quería reconstruir en privado una vida privada real? La respuesta solo podría obtenerse en retrospectiva. Pasados diez o veinte años sabría si su intuición había sido acertada o no. La vida se vivía hacia delante pero se juzgaba en sentido inverso.
Así pues, al principio del año del principio del fin; y sin conocer el futuro; y con un bebé que prestaba atención a las cosas a las que los bebés prestan atención, cosas como sentarse sin ayuda por primera vez, erguidos, cosas como intentar ponerse de pie en su cuna, y no conseguirlo, y volver a intentarlo, hasta que llegaba el día en que dejaban de ser seres reptantes y se convertían en Homo erectus, ya camino de sapiens; y mientras el hermano mayor del bebé, tomándose un año sabático, se iba a la aventura a México, donde lo detendría la policía y vería jugar y nadar a las ballenas en charcas bajo altas cascadas en Taxco y vería a los picadistas provistos de antorchas lanzarse desde los acantilados de Acapulco y leería a Bukowski y a Kerouac y se reuniría con su madre e iría con ella a Chichén Itzá y Oaxaca y asustaría a su padre no poniéndose en contacto durante periodos alarmantemente largos, su padre que no podía evitar temer lo peor, que había temido en silencio por la seguridad de su hijo desde el día de las llamadas de teléfono no atendidas y la casa con la puerta delantera identificada erróneamente nueve años atrás; un viaje del que el chico de dieciocho años volvería tan esbelto, tan bronceado, tan apuesto, que cuando llamó a la puerta y su padre lo vio por la pantalla del monitor del interfono, no lo reconoció, ¿Quién es?, exclamó asombrado, y de pronto cayó en la cuenta de que ese joven dios era su propio hijo; mientras proseguía la cotidianidad de la vida cotidiana, como era bueno que prosiguiese, incluso en medio de otra existencia absorbente que seguía siendo extraordinaria, llegó el día, un lunes 26 de enero de 1998, en que durmieron solos en su casa, y en lugar de sentir miedo por el silencio que los rodeaba, por la ausencia de tecnología de seguridad y de corpulentos policías dormidos, no podían dejar de sonreír y se acostaron temprano y durmieron como los muertos; no, no los muertos, como los vivos felices y sin preocupaciones. Y de pronto, a las cuatro menos cuarto de la madrugada se despertó y ya no pudo volver a dormirse.
Pero la falta de bondad del mundo nunca andaba lejos. «No hay ninguna posibilidad de que se permita a Rushdie visitar la India en un futuro previsible», dijo un funcionario del gobierno indio. El mundo se había convertido en un lugar donde su llegada a un país que amaba podía provocar una crisis política. Pensó en el pequeño Kay de «La reina de las nieves», el cuento de Hans Christian Andersen, que tiene frías esquirlas de un espejo del diablo en el ojo y el corazón. Su tristeza era esa esquirla, y temía que eso cambiara su personalidad y lo llevara a ver el mundo como un sitio lleno de odio y de gente a quien despreciar y aborrecer. A veces conocía a personas así. En la fiesta de cumpleaños de su amiga Nigella, nada más enterarse de la insoportable noticia de que al marido de ella, John, le habían detectado un nuevo tumor, y de que la cosa pintaba mal, de pronto lo abordó un periodista cuyo nombre no podía obligarse a escribir siquiera una docena de años después, y dicho periodista, que quizá había tomado una copa de vino de más, empezó a insultarlo con un vocabulario tan extremo que al final él tuvo que marcharse de la fiesta de Nigella. Después de ese encuentro fue incapaz de hacer nada durante varios días, incapaz de escribir, incapaz de entrar en un lugar donde un hombre pudiera acercarse a él e increparlo, y anuló compromisos y se quedó en casa y sintió la esquirla del espejo frío en su corazón. Dos de sus amigos periodistas, Jon Snow y Francis Wheen, le contaron que ese mismo periodista los había insultado también a ellos, y con vocabulario muy similar, y como mal de muchos consuelo de tontos, él se animó al oírlo. Pero fue incapaz de trabajar durante una semana más.
Tal vez porque estaba perdiendo la fe en el mundo en el que se veía obligado a vivir, o en su propia capacidad para encontrar alegría en él, introdujo en su novela la idea de un mundo paralelo, un mundo donde la ficción era real mientras que sus creadores no existían, donde Alexander Portnoy era real y Philip Roth no, donde don Quijote había vivido en otro tiempo pero Cervantes no; y de una variante de ese mundo donde Jesse Presley había sido el gemelo que vivió en tanto que Elvis moría; donde Lou Reed era una mujer y Laurie Anderson un hombre. Mientras escribía la novela, el hecho de habitar en un mundo imaginado por alguna razón le pareció más noble que el chabacano asunto de vivir en el mundo real. Pero por ese camino se llegaba a la locura de don Quijote. Nunca había creído en la novela como sitio al que escapar. No debía empezar a creer en la literatura escapista en ese momento. No, escribiría sobre mundos en colisión, sobre realidades en conflicto que pugnaban por el mismo segmento del espacio-tiempo. Esa era una época en que con frecuencia realidades incompatibles chocaban entre sí, tal como había dicho Otto Cone en Los versos satánicos. Israel y Palestina, por ejemplo. Igualmente, la realidad en la que él era un hombre honorable y decente y un buen escritor había chocado con otra realidad en la que él era una criatura diabólica y un escritorzuelo. No estaba claro que ambas realidades pudieran coexistir. Quizá una de ellas expulsaría a la otra.
Era la noche de la fiesta de la Brigada «A» en Peelers, el Baile de la Policía Secreta, y ese año estaba allí Tony Blair y los policías los juntaron. Él habló con el primer ministro y le soltó su rollo, y Blair estuvo cordial pero no se comprometió a nada. Después de eso Francis Wheen le hizo un gran favor en The Guardian atacando a Blair por su pasividad en el caso Rushdie, su negativa a ponerse del lado del escritor y mostrar su apoyo. Casi de inmediato recibió una llamada de Fiona Millar, la mano derecha de Cherie Blair, que adoptó un tono de disculpa y los invitó a Elizabeth y a él a cenar en Chequers el día del noveno aniversario de la fetua, y no, no había inconveniente en que llevaran a Milan, sería una ocasión informal entre familiares y amigos. Milan, para celebrar su invitación, aprendió a saludar con la mano.
Querido señor Blair: Gracias por la cena. ¡Y en Chequers! Gracias por dejarnos ver la residencia. El diario de Nelson, la mascarilla de Cromwell; yo estudié historia, así que me gustó todo eso. Elizabeth adora los jardines, así que le encantaron las hayas, etcétera. Para mí, todos los árboles son «árboles» y todas las flores son «flores», pero sí, me gustaron las flores y los árboles. También me gustó que los elementos de la decoración estuvieran un tanto descoloridos, que fueran de un refinamiento ligeramente insípido; eso confería al lugar el aspecto de una casa en la que de verdad vivían personas, y no el de un pequeño hotel rural. Me gustó que el servicio vistiera con mucha más elegancia que los invitados. Seguro que Margaret Thatcher nunca recibió a sus visitas en vaqueros. Recuerdo que coincidí con usted y Cherie en una cena ofrecida por Geoffrey Robertson en su casa no mucho después de convertirse usted en líder del partido. ¡Dios mío, qué tenso se lo veía! Pensé: He aquí un hombre que sabe que todo su partido se irá al garete si la pifia en las próximas elecciones. Mientras, Cherie se mostraba relajada, segura de sí misma, culta, toda una abogada de éxito con amplios intereses artísticos. (Esa fue la noche que usted admitió que no iba al teatro ni leía por placer.) ¡Cómo cambia uno cuando consigue el cargo! En Chequers su sonrisa era casi natural, su lenguaje corporal cómodo, todo usted desenvuelto. Cherie, por el contrario, estaba hecha un manojo de nervios. Mientras nos enseñaba la casa -«y este, claro, es el famoso Salón Alargado, y aquí, echen un vistazo, está el famoso bla bla, y colgado de esa pared está el famoso bla bla bla»-, tuvimos la sensación de que ella habría preferido colgarse a desempeñar el papel de castellana de Chequers y buena esposa a la sombra de su marido durante los siguientes cinco o diez años. Era como si hubieran intercambiado ustedes los personajes. Muy interesante. Y en la cena su familia estuvo encantadora, y Gordon Brown y su Sarah, y Alastair Campbell y su Fiona, estuvieron ciertamente muy agradables. ¡Y Cameron Mackintosh! ¡Y Mick Hucknall! Y la despampanante novia de Mick, como se llame. No habríamos podido pedir más. Nos animó lo indecible, se lo aseguro, porque habíamos tenido un mal día, Elizabeth y yo, obligados a digerir las felices ocurrencias que nos llegaron de Irán. Sanei del Bounty ofreció una bonificación si me mataban en Estados Unidos, «porque todo el mundo odia a Estados Unidos». Y el fiscal general Morteza Moqtadaie declaró que «el derramamiento de la sangre de ese hombre es obligatorio», y una emisora de radio de Teherán bajo control estatal especuló con la idea de que «la aniquilación de la inútil vida de ese hombre insuflaría nueva vida al islam». Un poco perturbador, ¿sabe? Estoy seguro de que se hace usted cargo si me vio un poco alicaído. Pero estoy cogiéndoles mucho aprecio, debo admitir, a Robin Cook y Derek Fatchett. Significó mucho para mí en ese aniversario no deseado oír al ministro de Asuntos Exteriores exigir el final de la fetua, exigir que Irán inicie un diálogo sobre su anulación. Permítame decirle que ha habido ministros de Asuntos Exteriores que..., pero es mejor no recrearse en el pasado. Solo quería decir que me sentí agradecido por la nueva gestión política y la voluntad de combatir el fanatismo religioso. Ah, por cierto, ha llegado a mis oídos que son los dos, Cherie y usted, fervientemente religiosos. Enhorabuena por lo bien que lo disimulan. Recuerdo un momento sorprendente en la cena. Bueno, dos. Recuerdo que usted meció al pequeño Milan en su rodilla. Eso fue muy amable. Y luego, si la memoria no me engaña, empezó a hablar de la libertad, y yo pensé, eso me interesa, así que le di la espalda a la despampanante novia de Mick Hucknall para escucharlo a usted, y allí estaba, hablando de la libertad de mercado como si fuera eso a lo que se refería al hablar de libertad, cosa que no podía ser, porque usted es un primer ministro laborista, ¿no? Así que debí de entenderlo mal, o quizá fuera una de esas cosas del Nuevo Laborismo, libertad = libertad de mercado, un nuevo concepto, tal vez. En todo caso, una auténtica sorpresa. Y luego, cuando nos íbamos, los miembros del servicio se despidieron embobados de Milan y dijeron que para ellos era muy agradable tener niños pequeños en la casa, porque los primeros ministros tendían a ser mayores y a tener hijos ya crecidos, pero ahora oían los pasitos de los Blair menores, y eso daba vida a la vieja casa. Ese detalle nos gustó, a Elizabeth y a mí, y nos gustó ver el enorme oso de peluche en el vestíbulo, obsequio de un jefe de Estado extranjero, el presidente, quizá, del Perú Más Oscuro. «¿Cómo se llama?», pregunté, y Cherie contestó que todavía no había pensado en un nombre, y sin detenerme a pensar, dije: «Deberían llamarlo Tony Bear».5 Broma que, admito, acaso no fuera brillante, pero al menos estuve rápido, así que quizá merecía una mínima sonrisa. Pero no, usted se quedó inexpresivo y dijo: «No, me parece que ese no es en absoluto un buen nombre». Y me fui pensando: Vaya por Dios, el primer ministro no tiene sentido del humor. Pero me dio igual. Su gobierno estaba de mi lado y eso significaba que podían pasarse por alto las pequeñas notas chirriantes, e incluso más tarde en su mandato, cuando las notas chirriantes fueron más sonoras y más discordantes, y fue realmente difícil no prestarles atención, yo siempre sentí cierta debilidad por usted, no podría odiarlo nunca como empezaron a odiarle muchos, porque se propusieron ustedes sinceramente, o al menos el señor Cook y el señor Fatchett, cambiar mi vida para mejor. Y al final lo consiguieron. Lo cual quizá no sea descargo suficiente por la invasión de Irak, pero tuvo su peso en mi balanza personal, eso desde luego. Gracias de nuevo por una grata velada.
Al día siguiente de la cena en Chequers -el día en que se dio a conocer la noticia de que esta había tenido lugar-, Irán anunció su «sorpresa» ante la solicitud de Robin Cook de poner fin a la fetua. «Durará diez mil años», afirmaba la declaración iraní, y él pensó: Bueno, si consigo vivir diez mil años, ya me parecerá bien.
Y al otro día, en la Sala de Espera de los Embajadores del Foreign Office, Robin Cook y él aparecieron juntos ante la prensa y los fotógrafos, y Cook hizo una serie de comentarios severos e inflexibles, y ese fue otro mensaje alto y claro para el gobierno de Jatami en Irán. Cuando salieron del edificio, su agente de protección, Keith Williams, le dijo en un susurro: «Lo han tratado con todos los honores».
La nueva postura enérgica del gobierno británico parecía surtir cierto efecto.
Mary Robinson, la ex presidenta de Irlanda y nueva comisaria de derechos humanos de la ONU, visitó Teherán y se reunió con funcionarios de alto rango y, después, anunció que Irán «en modo alguno daba apoyo» a la ejecución de la fetua. Al informador especial de la ONU sobre Irán le dijeron que «existía la posibilidad de ciertos progresos respecto a la fetua». Y el ministro de Asuntos Exteriores italiano, Lamberto Dini, se reunió con su homólogo iraní Kamal Jarrazi, quien le dijo que Irán estaba «totalmente dispuesto a cooperar con Europa para resolver los problemas políticos existentes».
Ahora tenían un hogar para la vida en familia. Uno de los dormitorios de los policías estaba convirtiéndose en la habitación de Milan, y la «sala de estar» de los agentes, con los muebles muy gastados, podía ser una sala de juegos, y había otros dos dormitorios libres. «Si la casa queda al descubierto, sería un gran problema», les decían continuamente, pero la verdad fue esta: La casa nunca quedó al descubierto. Nunca llegó a conocerse, nunca apareció en los periódicos, nunca se convirtió en un problema de seguridad, nunca exigió el «colosal» gasto en equipo de seguridad y horas de trabajo de los agentes con que los habían amenazado. Eso no sucedió, y una de las razones, llegó a creer él, fue la bondad natural de la gente corriente. Seguía convencido de que los operarios que habían participado en la reforma sabían de quién era la casa en la que trabajaban, y no se tragaron la historia de «Joseph Anton»; y no mucho después de marcharse la policía y empezar a trabajar Frank para él, surgió un problema con la puerta del garaje -una puerta de madera sospechosamente pesada con blindaje de acero oculto en el interior, cuyo enorme peso provocaba frecuentes averías en el mecanismo de apertura-, y la empresa que la había instalado envió a un mecánico, quien con toda naturalidad comentó a Frank al ponerse manos a la obra: «Usted sabe de quién era esta casa, ¿verdad? Era de ese tal Rushdie, ese pobre cabrón». Así que la gente sabía lo que «no debía» saber. Pero nadie se fue de la lengua, nadie acudió a la prensa. Todo el mundo sabía que era un asunto grave. Nadie habló.
Y por primera vez en nueve años dispuso de un «equipo dedicado» de agentes de protección para sus aventuras «en público» (comidas en restaurantes, paseos por Hampstead Heath, alguna que otra película en el cine, y muy de vez en cuando un acto literario: una lectura, una firma de libros, una charla). Bob Lowe y Bernie Lindsey, los apuestos demonios que se convirtieron en ídolos del ambiente literario londinense, alternándose con Charles Richards y Keith Williams, que no llegaron a tanto. Y los SCM, Russell y Nigel alternándose con Ian y Paul. Estos agentes no solo eran «dedicados» en el sentido de que trabajaban en Malaquita y en ninguna otra misión de protección; además, se sentían comprometidos con su causa, totalmente de su lado, dispuestos a librar las batallas de él. «Todos admiramos su aguante -le dijo Bob-. De verdad que sí.» Consideraban que no existía ninguna razón para que él no pudiera llevar una vida tan plena como quisiera, y que su cometido consistía en que eso fuera posible. Convencieron a los jefes de seguridad de varias compañías aéreas reacias, influidas por la permanente negativa de British Airways a aceptarlo en sus vuelos, de que no siguieran el ejemplo de BA. Ellos le deseaban una vida mejor y tenían la firme determinación de ayudarlo. Él nunca olvidaría, ni dejaría de valorar, su amistad y su apoyo.
Permanecieron en guardia. Paul Topper, el supervisor del equipo en Scotland Yard, dijo que los informes de los servicios de inteligencia señalaban «actividad». No era momento para descuidos.
Llegaron noticias tristes: Phil Pitt -el agente a quien sus compañeros llamaban «Rambo»- se había visto obligado a retirarse a causa de una enfermedad degenerativa en la columna vertebral y podía acabar en silla de ruedas. La caída de uno de esos hombres grandes, fuertes, activos y en buena forma tenía algo de desconcertante. Y eran protectores profesionales. Su trabajo consistía en asegurarse de que otras personas estuvieran bien. Teóricamente no tenían que desmoronarse. Eso era lo contrario de lo que debía ser.
Elizabeth quería otro hijo, y lo quería de inmediato. A él se le cayó el alma a los pies. Milan era todo un regalo, toda una alegría, pero él no sentía el menor deseo de dar más vueltas a la ruleta de la genética. Tenía dos hijos hermosos, y con eso le bastaba y le sobraba. Pero Elizabeth era una mujer resuelta cuando deseaba algo de verdad -incluso podría calificársela de testaruda-, y él temía perderla, y con ella a Milan, si se negaba. Él personalmente no necesitaba otro hijo. Lo que necesitaba era libertad, y eso quizá nunca lo encontrara.
En esta ocasión concibió enseguida, cuando todavía amamantaba a Milan. Pero esta vez no hubo suerte. Dos semanas después de confirmarse el embarazo se produjo la tragedia cromosómica del aborto.
Tras el aborto Elizabeth se apartó de él y se concentró exclusivamente en el pequeño Milan. Encontraron a una niñera, Susan, la hija de un agente de la División Especial, pero Elizabeth se resistió a contratarla. «Yo solo quiero a alguien para una hora o dos al día -dijo-. Solo un poco de ayuda en los cuidados del niño.»
Sus vidas se distanciaron mucho. Ella ni siquiera quería viajar en el mismo vehículo que él, prefiriendo ir en su propio coche con el bebé. Él rara vez la veía durante el día y, en aquella casa grande y vacía, empezaba a sentir que su vida también se vaciaba. A veces comían una tortilla juntos a eso de las diez de la noche y después ella estaba «demasiado cansada para quedarse despierta», en tanto que él estaba demasiado despejado para irse a dormir. Ella no quería ir a ningún sitio con él, no quería hacer nada con él, ni pasar una velada con él, y le molestaba que él le anunciara que iba a salir sin ella. Así que continuó el encarcelamiento por el bebé. «Quiero otros dos hijos», afirmó ella categóricamente. A eso, o poco más, se reducían sus conversaciones.
Sus amigos empezaron a advertir la creciente distancia entre ellos. «Ella ya nunca te mira -comentó Caroline Michel, preocupada-. Nunca te toca. ¿Qué pasa?» Pero él no quería contar qué pasaba.
Milan dio sus primeros pasos. Tenía diez meses y medio.
Random House trasladó los ejemplares de la edición en rústica de Los versos satánicos a su almacén, y de inmediato la prensa británica intentó armar revuelo. The Guardian publicó un provocador artículo en primera plana insinuando que la decisión de Random House «reavivaría» el conflicto, y en efecto lo reavivó. El Evening Standard amenazó con publicar un artículo declarando que Random House había actuado sin consultar con la policía. Dick Stark los telefoneó para decirles que eso no era así, y entonces el periódico amenazó con publicar un artículo afirmando que Random House había aceptado la distribución del libro a pesar de los consejos de la policía. Dick Stark habló con los hombres de la fortaleza adornada con árboles de Navidad y le dijeron que el riesgo era «mínimo», lo cual tranquilizó a Gail Rebuck. Andrew, Gillon y él tenían en prensa la edición en rústica del Consorcio desde hacía ya cinco años, por lo que este cambio de almacén ni siquiera debería haber sido noticia. La publicación en rústica estaba «normalizada» en toda Europa, en Canadá e incluso en Estados Unidos, donde el sello Owl de Henry Holt se había encargado de la distribución sin ningún problema. Pero unos cuantos artículos hostiles podían dar un cariz muy distinto a la experiencia británica. Random House y la División Especial hicieron todo lo posible por tranquilizar al Standard y al final el artículo no apareció. Y en The Telegraph apareció un texto equilibrado, comedido y, en conjunto, sensato. El riesgo disminuyó. No obstante, Random House introdujo escáneres de explosivos en su valija y puso sobre aviso a su personal. Los directivos seguían preocupados ante la posibilidad de que la prensa suscitara una gran reacción entre los sectores fundamentalistas islámicos. Pero justo es reconocer que estaban preparándose para reimprimir y sacar la edición de Vintage. «Estoy seguro de que lo peor que podemos hacer es flaquear o retrasarnos -dijo Simon Master-. Si tenemos un buen fin de semana, imprimiremos.» En Rusia, los editores de Los versos satánicos recibían amenazas de los musulmanes locales. Eso fue alarmante. Pero, como pudo verse, no ocurrió nada en Inglaterra, y por fin la publicación en rústica de Los versos satánicos fue asumida por Vintage Books, y se reanudaron los servicios normales. El Consorcio se disolvió.
Ocurrieron otras cosas buenas de menor trascendencia. Gloria B. Anderson, de la agencia de distribución de The New York Times, volvió a dar señales de vida cuatro años después de vetar sus jefes el anterior ofrecimiento de una columna para la agencia y le dijo que esta vez todo el mundo estaba muy interesado en que escribiera para el periódico. No ganaba nada alimentando rencores. Se trataba de The New York Times, y le proporcionaría una tribuna mensual en todo el mundo. Y seguramente serviría para cubrir los gastos de Frank el Susurros y Beryl, la mujer de la limpieza, y quizá también una niñera.
Su sobrina Mishka, una niña pálida y flaca de seis años, había manifestado un asombroso talento para la música en una familia en general sin oído musical. Ahora los colegios Purcell y Menuhin se la disputaban. Sameen eligió el Purcell porque Mishka no era solo una virtuosa de la música, sino que también aventajaba académicamente en varios años a su grupo de edad, y el Purcell proporcionaba una educación general mejor a sus alumnos. El Menuhin era un semillero orientado exclusivamente a la música. La extraordinaria precocidad musical de Mishka tuvo su precio. Era demasiado brillante para sus coétaneos y demasiado joven para sus iguales en el plano académico, así que la suya era y sería una infancia solitaria. Pero los había dejado a todos atónitos tanto en el Purcell como en el Menuhin, y ya a su tierna edad era evidente que eso, una vida en la música, era lo que deseaba. Un día, en el coche de la familia, cuando los padres hablaban de los pros y los contras de ambos colegios, la pequeña Mishka terció desde el asiento de atrás con su aflautada voz: «¿Eso no debería ser decisión mía?».
El colegio Purcell dijo a Sameen que Mishka poseía un talento excepcional, y sería para ellos un privilegio tenerla como alumna. Podía empezar en septiembre, porque su seguro no cubría la enseñanza a niños menores de esa edad, y ella sería la persona más joven que habría recibido una beca integral en el colegio. ¡Un entusiasmo absoluto! Una rutilante nueva estrella surgía en la familia y tendrían que protegerla y guiarla hasta que tuviera edad para resplandecer por sí sola.
A él le concedieron el Gran Premio de Budapest a una Obra Literaria y fue a recogerlo. En Budapest, el alcalde, Gábor Demszky, que había sido un importante editor de textos samizdat en la era soviética, abrió la vitrina de su despacho para enseñar los pre ciados libros, antes ilegales, que eran ahora los emblemas de su mayor orgullo. Se habían impreso en una prensa portátil de Huddersfield que trasladaban en secreto de un apartamento a otro por la noche para impedir que cayera en malas manos; una máquina tan importante que nunca la mencionaban por su nombre en sus conversaciones, usando en su lugar un nombre de mujer. «La Huddersfield desempeñó un papel importante en la lucha contra el comunismo», dijo Demszky. Luego subieron a la motora del alcalde y navegaron a toda velocidad Danubio arriba, Danubio abajo. El gran premio en sí mismo fue una sorpresa: una pequeña caja metálica grabada que, como vio al abrirla, estaba llena de dólares estadounidenses en billetes nuevos. Muy útil.
Zafar fue a Florencia a hacer un curso de italiano, y estaba muy contento. Había varias chicas nuevas en su vida, una cantante de ópera con la que rompió «porque de pronto empezó a recordarme a mi madre», y una rubia alta, un tanto mayor que él. Evie era ahora su mejor amiga, y él había entablado una relación tan estrecha con su familia, los Dalton, que a veces la madre y el padre de él casi sentían celos. Pero Zafar se lo pasaba en grande, planeando excursiones a Siena, Pisa y Fiesole. No había tenido la más fácil de las infancias, y era bueno verlo madurar y convertirse en ese gran chico, tan seguro de sí mismo.
Harold Pinter y Antonia Fraser fueron a cenar a Bishop’s Avenue. Robert McCrum, un poco más lento que antes, con una sonrisa dulce y difusa en el rostro, y su esposa, Sarah Lyall, eran los otros invitados, y cuando Harold se enteró de que Robert trabajaba para el Observer, publicación con la que él había mantenido una disputa política poco memorable, y de que Sarah trabajaba para el detestado -por ser estadounidense- The New York Times, se dejó llevar por uno de sus arrebatos de pintereo más estridentes, más largos y menos atractivos.
Querido Harold: Ya sabes, espero, lo mucho que te admiro y que valoro nuestra amistad; pero no puedo pasar por alto las circunstancias de anoche sin un comentario. Robert, un buen hombre que lucha valientemente por recuperarse de una embolia, no es capaz de hablar y debatir con la misma libertad que antes, y ante tu ataque se refugió en un triste silencio. Sarah, por quien siento una gran simpatía, acabó al borde del llanto y, peor aún, asombrada de verse en la situación de defender el sionismo-imperialismo de Estados Unidos tal como lo encarna The New York Times. Elizabeth y yo tuvimos la impresión de que se había abusado de nuestra hospitalidad y echado a perder la velada. De hecho, todo un éxito. No puedo evitar decir que estas cosas me preocupan. Ocurren continuamente, y como amigo tuyo debo pedirte que PARES YA. Hablando de Cuba, hablando de Timor Oriental, hablando de muchos temas, hay más de cierto que de falso en tus palabras, pero esas diatribas -cuando pareces dar por supuesto que los otros son incapaces de advertir las ofensas que a ti te indignan- son sencillamente tediosas. Creo que nos debes a todos una disculpa. Con todo mi afecto, Salman
Querido Salman: Leer tu carta fue para mí muy doloroso, pero te la agradezco. Me escribes como un verdadero amigo. Lo que dices es totalmente cierto, y en este caso la verdad es amarga. Mi comportamiento es injustificable y no admite defensa. Solo puedo decir esto: me oigo a mí mismo intimidando y aburriendo pero es como el baile de san Vito, una fiebre, una caída espantosa y nauseabunda -y sin duda fruto de la ebriedad- en la incoherencia y el insulto. Lamentable. Tu carta fue ciertamente un cubo de agua helada y tuvo un profundo efecto en mí. Debo creer que aún no es tarde para que madure. Os presento mis más sinceras disculpas a ti y a Elizabeth. Os aprecio muchísimo. Ya he escrito a los McCrum. Con afecto, Harold
Querido Harold: Gracias por tu carta. Te queremos mucho. Agua pasada.
Salman
Al día siguiente del primer cumpleaños de Milan viajaron a Estados Unidos para pasar tres meses -¡tres meses!, ese sería su periodo más largo de libertad- en la casa de Little Noyac Path. Había transcurrido un año desde que, estando en casa de John Avedon, se enteraron de la muerte de Diana, y a eso siguió el fenómeno mundial de esa muerte y el milagro de las flores y demás, y ahora él volvía a estar en Bridgehampton con sus imaginarios Ormus y Vina, y el suelo se abría bajo los pies de Vina y la tierra se la tragaba y también ella se convertía en un fenómeno mundial. Se acercaba el final de su novela, concluía el capítulo «Bajo sus pies» y escribía el capítulo «Vina Divina» y, naturalmente, la muerte de Diana incidió en la de Vina, y le pareció oportuno escribir ese pasaje en el mismo lugar donde había oído la noticia. Compuso una canción para Ormus, la canción que Ormus compuso para ella, su himno órfico al amor perdido, lo que yo amaba robó a mi amor: el suelo bajo sus pies, y siguió adelante hacia el final lennonesco de su libro interminable.
En los meses posteriores terminó, revisó, pulió e imprimió el libro, y se lo dio a leer a otros. El día que lo acabó, en el pequeño estudio al que se accedía por una escalera independiente y que había sido su aguilera durante el verano, se hizo una promesa. El suelo bajo sus pies era uno de sus tres libros muy largos, junto con Los versos satánicos e Hijos de la medianoche. «No más monstruos de 250.000 palabras -se dijo-. Libros más cortos, más a menudo.» Durante más de una década mantuvo esa promesa, escribiendo dos novelas cortas y dos de extensión media entre 2000 y 2009. Entonces empezó a trabajar en sus memorias, y se dio cuenta de que había reincidido.
Era el Verano de Monica y no estaba claro que el presidente Clinton sobreviviera al impeachment. Circulaban espantosos chistes de humor negro.
Las manchas del vestido no podían proporcionar una identificación inequívoca porque en Arkansas todos tienen el mismo ADN.
«La felicidad escribe con tinta blanca -escribió Henry de Montherlant-. No se ve en la página.» Ese verano la felicidad fue una casa blanca y baja rodeada de campos verdes en medio de montes y bosques, y paseó con Elizabeth y sus hijos por la playa a última hora del día mientras el sol descendía en el cielo y una bruma oscurecía el horizonte. Fue la visita a la copistería de Bridgehampton Commons y la espera mientras fotocopiaban su novela. «Puede volver más tarde», dijo la mujer de la tienda, pero él aguardó. Fue una cena para celebrar su primer aniversario de boda en el hotel American de Sag Harbor. Fue un viaje al Yankee Stadium con Don DeLillo para ver jugar a los Yanks contra los Angels, pese a que perdieron el partido. Y fue una carta de su nuevo editor, Michael Naumann de Henry Holt, quien habló de El suelo bajo sus pies con un lenguaje tan exaltado que él no pudo reproducir sus palabras ante nadie. Sin embargo, solo seis días después de la llegada de esa carta, Michael Naumann dimitió de su cargo en Holt y pasó a ser el nuevo ministro alemán de Cultura. Vaya, pensó él. Aun así, era una carta maravillosa.
Nigella telefoneó desde Londres. John definitivamente había recaído en el cáncer. Tuvieron que extirparle una amplia sección de la lengua. John Diamond, uno de los hombres que mejor se expresaba, con un extraordinario don de la palabra, de ingenio vivo y gran sentido del humor, se veía privado del habla. Eso fue algo muy triste, muy malo.
Y Susan Sontag también tenía cáncer.
Regresaron a Londres y, como de costumbre, fue igual que entrar en una habitación cerrada. En el Teatro Nacional estaban ensayando la producción de Harún y el Mar de las Historias, pero, según la policía, sería demasiado peligroso que él asistiera la noche del estreno porque «el enemigo prevería su presencia allí», y se requeriría una operación policial de una magnitud y un coste inmensos. Así que volvió a declarar la guerra de inmediato. Lo llevaron a la fortaleza del espionaje adornada con árboles de Navidad y el señor Mañana y el señor Tarde le dijeron que no, no había pruebas de ninguna actividad específica, pero sí, el nivel de amenaza evaluado seguía tan alto como siempre. El 22 de septiembre de 1998 mantuvo una esclarecedora reunión con el sucesor de Helen Hammington, Bob Blake, quien admitió que su deseo de asistir al estreno de Harún era lógico, y que el riesgo implícito en realidad no era muy grande.
El máximo responsable de British Airways, Bob Ayling, había accedido por fin a recibirlo. Le habló de su encuentro con Zafar y de lo mucho que lo había conmovido. Apareció un resquicio en la puerta cerrada. Visitó la casa de Clarissa en Burma Road por primera vez en mucho tiempo. Zafar ofrecía una fiesta para celebrar el inminente inicio de su vida universitaria en Exeter. Complació mucho a su hijo oír lo que había dicho Ayling, tener la sensación de que había ayudado a su padre. Y de pronto, esa noche, la televisión, la radio y el teléfono enloquecieron.
Dio la noticia la CNN. El presidente Jatami de Irán había dado por «concluida» la amenaza de muerte. Después de eso él se pasó toda la noche al teléfono. Christiane Amanpour le dijo que tenía «la certeza de que está ocurriendo», y que le habían llegado declaraciones no oficiales de Jatami en la línea de que pronto habría más novedades y de que había llegado a un «acuerdo» con Jamenei al respecto. A las nueve y media de la noche, «su» nuevo hombre en el Foreign Office, Neil Crompton, llamó y lo citó a las diez y media de la mañana siguiente. «Está claro que algo ocurre -dijo-. Probablemente sea una buena noticia. Pensemos en esto juntos.»
En el Foreign Office se respiraba un ambiente de creciente excitación. «De acuerdo -dijo él-, pero debemos emplear un lenguaje inequívoco sobre la fetua y la recompensa. El gobierno británico debe estar en condiciones de anunciar con toda claridad que esto ha terminado. De lo contrario, sería como permitir que Irán escurriera el bulto y posibilitar un atentado desmentible por parte del ala dura o de Hezbolá. Si es una buena noticia, debería decirlo el señor Blair. Ha hablado el máximo representante de ellos, y también debe hablar el nuestro.» En Nueva York estaba reunida la Asamblea General de la ONU. Esa tarde se celebraría un encuentro entre funcionarios británicos e iraníes para hablar del asunto. Los dos ministros de Asuntos Exteriores, Robin Cook y Kamal Jarrazi, se verían a la mañana siguiente. Daba la impresión de que Irán deseaba en efecto llegar a un acuerdo.
Robin Cook lo telefoneó a las nueve de la mañana del día 24 -¡las cuatro de la madrugada en Nueva York!- y le explicó lo que, en su opinión, podía obtenerse. «Conseguiremos una garantía, pero la fetua no se revocará formalmente, porque, dicen ellos, eso ya no es posible hacerse ahora que Jomeini ha muerto. No parece haber actividad de la línea dura en Irán. Ese es seguramente el mejor acuerdo que podemos conseguir. Este es el lenguaje más firme que les hemos oído hasta ahora.» Así que allí estaba él, entre la espada y la pared. La recompensa y la fetua seguirían, pero el gobierno iraní «se disociaría» de ellas, y «no alentaría ni permitiría» a nadie llevar a cabo la amenaza. Robert Fisk, de The Independent, decía que eso no era ya asunto de interés en Irán. ¿Era eso verdad? En el mejor de los casos imaginables, Cook tenía razón, los iraníes se comprometían sinceramente y deseaban de verdad dejar todo eso atrás, poner el punto final, y por otro lado el gobierno británico, aceptando el acuerdo, se jugaba su propio prestigio, y cualquier incumplimiento de dicho acuerdo pondría en ridículo a ambas partes. La mayor amenaza contra su vida había procedido siempre del Ministerio de Inteligencia y Seguridad iraní, y si a este lo estaban «retirando del juego», cabía suponer que el señor Tarde y el señor Mañana podrían confirmarlo. Y un acuerdo público muy visible crearía la sensación generalizada de que el problema se había acabado. De facto conduciría a de jure.
Y en el peor de los casos imaginables, la línea dura seguiría intentando matarlo y, una vez retirada la protección, lo conseguiría.
Esa tarde, a las cuatro, se reunió con Frances D’Souza y Carmel Bedford en las oficinas de Artículo 19, en Islington, y los tres estaban muy preocupados. El acuerdo parecía insuficiente, lo que se ofrecía no bastaba, pero si él no reaccionaba favorablemente, podían acusarlo de obstruccionista, en tanto que si accedía, la campaña de defensa perdería todo poder negociador. Su única esperanza, dijo a Frances y Carmel, era que la credibilidad de los dos gobiernos dependiera del acuerdo.
A las cinco y veinte de esa tarde los tres fueron al Foreign Office para reunirse con Derek Fatchett. Este, un hombre decente y claro, siempre le había caído bien, y ahora, mirándolo a los ojos, le decía: «El acuerdo es auténtico, los iraníes se han comprometido, todos los segmentos de la cúpula coinciden. Voy a pedirle que confíe en el gobierno británico. Debe saber que Neil Crompton y sus colegas aquí en el Foreign Office llevan negociando esto desde hace meses, con toda la dureza posible. Tienen la certeza de que Irán va en serio». «¿Por qué habría de creérmelo? -preguntó él a Fatchett-. Si no están anulando nada, ¿por qué no he de sacar la conclusión de que todo esto no son más que tonterías?» «Porque -contestó Fatchett- en Irán nadie se anda con tonterías al hablar del caso Rushdie. Esos políticos arriesgan su carrera. No lo harían a menos que estuvieran seguros de contar con apoyo al más alto nivel.» Jatami acababa de regresar a Teherán tras la asamblea general, donde había declarado que «el caso de Salman Rushdie se daba por zanjado definitivamente», y lo recibió y abrazó en el aeropuerto el representante personal de Jamenei. Eso fue un gesto significativo.
Preguntó por la información respecto a la seguridad que acababa de recibir del señor Mañana y el señor Tarde, quienes le habían comunicado que el nivel de amenaza contra su vida seguía siendo el mismo. «Eso está desfasado», afirmó Fatchett. Preguntó por Hezbolá en el Líbano, y Fatchett respondió: «No tienen nada que ver». Continuó formulando preguntas durante un rato y de pronto algo se abrió dentro de él, una gran emoción lo invadió y dijo: «De acuerdo». Dijo: «En ese caso, hurra, y gracias, gracias a todos, desde el fondo de mi corazón». Las lágrimas asomaron a sus ojos y la emoción lo obligó a callar. Abrazó a Frances y Carmel. La televisión estaba encendida, y en la pantalla vio a Cook y Jarrazi, uno al lado del otro, en Nueva York, en directo por Sky News, anunciando el fin de la fetua. Permaneció en el despacho de Fatchett en el Foreign Office y vio al gobierno hacer cuanto estaba en sus manos para salvarle la vida. Luego salió con Derek Fatchett. Las cámaras los esperaban. Él se acercó a ellas y declaró: «Parece que se ha acabado». «¿Qué significa eso para usted?», preguntó la agradable joven que sostenía el micrófono. «Lo significa todo -dijo él, conteniendo las lágrimas-. Significa libertad.»
Cuando estaba ya en el coche, llamó Robin Cook desde Nueva York, y también a él le dio las gracias. Hasta los policías se conmovieron. «Esto es muy emocionante -dijo Bob Lowe-. Un momento histórico.»
En casa, Elizabeth tardó en creérselo, pero gradualmente el ánimo de júbilo fue en aumento. Martin Bache, amigo de Elizabeth de sus tiempos en la universidad, estaba allí, y Pauline Melville llegó apresuradamente, así que cada uno tenía a uno de sus amigos más íntimos presente, cosa que les pareció oportuna. Y allí estaba Zafar, más visiblemente conmovido de lo que nunca lo había visto su padre. Y estaba el teléfono, el teléfono. Tantos amigos y gente llena de buenos deseos. Llamó William Nygaard, quizá la llamada más importante de todas. Andrew, llorando. Él telefoneó a Gillon para darle también las gracias. Telefoneó a Clarissa para darle las gracias por haber cuidado de Zafar durante esos años largos y difíciles. Sus amigos llamaron uno tras otro. Las ceremonias de la alegría, pensó. El día que creía que nunca llegaría había llegado. Y sí, fue una victoria: tenía que ver con algo importante, no solo con su vida. Había sido una lucha por cosas esenciales, y ellos se habían impuesto, todos ellos, juntos.
Telefoneó a Christiane Amanpour e hizo una declaración. Todos los demás tendrían que esperar a la rueda de prensa del día siguiente.
Y si hubiera vivido en un cuento de hadas, se habría ido a dormir y habría despertado siendo un hombre libre y las nubes habrían desaparecido del cielo y él y su mujer y sus hijos habrían sido felices para siempre.
No vivía en un cuento de hadas.
Para algunas personas, este no puede ser un gran día. Me gustaría pensar en especial en la familia del profesor Hitoshi Igarashi, el traductor japonés de Los versos satánicos, que fue asesinado. Me gustaría pensar en el traductor italiano, el doctor Ettore Capriolo, que fue apuñalado y afortunadamente se recuperó. Y en mi distinguido editor noruego, William Nygaard, que recibió varios balazos en la espalda y por suerte se restableció plenamente. No olvidemos que este ha sido un suceso espantoso, un suceso espantoso, y me gustaría expresar también lo mucho que lo siento por todos aquellos que murieron en manifestaciones, especialmente en el subcontinente indio. Como se ha visto, en muchos casos ni siquiera sabían contra quién o por qué se manifestaban, y eso fue un derroche de vida terrible y espeluznante, y lamento eso tanto como todo lo demás que ha ocurrido.
Estamos aquí para reconocer el final de una amenaza terrorista por parte del gobierno de un país contra ciudadanos de otros países, y ese es un gran momento y deberíamos identificarlo como tal. La razón por la que hemos podido librar esta campaña, por la que mucha gente ha creado comités de defensa en todo el mundo, la razón por la que este conflicto se ha mantenido vivo, no ha sido solo que la vida de alguien estuviera en peligro -ya que el mundo está lleno de personas cuya vida está en peligro-, la razón ha sido que aquí se luchaba por cosas muy importantes: el arte de la novela y, por encima de eso, la libertad de la imaginación y el tema abrumador y amplísimo de la libertad de expresión, y el derecho de los seres humanos a pasear por las calles de sus propios países sin miedo. Muchos de nosotros que no somos políticos por inclinación hemos estado dispuestos a convertirnos en animales políticos y librar esta lucha porque merecía la pena lucharla, no solo por mí, no solo para salvar mi pellejo, sino porque representaba muchas de las cosas de este mundo que más nos importan.
No creo que este sea momento para sentir nada aparte de una satisfacción seria y circunspecta por el hecho de que se haya defendido uno de los grandes principios de las sociedades libres.
Me gustaría dar las gracias a todos aquellos que han contribuido a esa lucha. Frances y Carmel y Artículo 19 y los comités de defensa de Estados Unidos, Escandinavia, Holanda, Francia, Alemania y demás han sido esenciales. Esta es una lucha que ha librado gente corriente. Al final, se ha producido una negociación política cuyo resultado ha sido este final feliz. Pero la lucha ha triunfado gracias a personas corrientes: lectores, escritores, libreros, editores, traductores y ciudadanos. Este no es solo mi día, sino el día de todos. Pienso que simplemente debemos reconocer que, detrás de las cuestiones del terrorismo y la seguridad y la protección de la División Especial y cuál es su coste y todo eso, está este principio fundamental que hemos intentado defender, y ha sido un privilegio que se nos permita defenderlo.
Habló sin notas, de manera improvisada, ante la prensa que abarrotaba las oficinas de Artículo 19, y también dio las gracias a Elizabeth y Zafar por su amor y su apoyo. Lo filmaron caminando solo por Upper Street, en Islington, un «hombre libre», y levantó un puño tímido y vacilante. Luego siguió un día entero de entrevistas. Llegó a casa pensando que la jornada había ido bien y se encontró con un editorial del Evening Standard describiéndolo como un elemento desagradable e irritante para la sociedad. Y en los noticiarios de la BBC y la ITN, el enfoque era: «Ninguna disculpa». Así fue como los medios británicos presentaron los acontecimientos del día. Este elemento desagradable e irritante para la sociedad se había negado, después de todo lo sucedido, a pedir disculpas por su horrible libro.
Ese domingo llevó a Zafar a la Universidad de Exeter, y Elizabeth y Clarissa los acompañaron. Cuando Zafar entró en su habitación de Lopes Hall, el desánimo se reflejó en su rostro y la tristeza se adueñó de él. Intentaron ofrecerle consuelo y apoyo pero pronto llegó la hora de marcharse. Fue un momento difícil para Clarissa. «Ya no nos necesita», dijo, y tuvo que agachar la cabeza para esconder las lágrimas. «Sí que nos necesita -afirmó él-. No va a ir a ninguna parte. Nos quiere a los dos y se quedará cerca. Simplemente está haciéndose mayor.»
Cuando volvieron a Londres, ya tarde, se encontraron con que la noticia de las televisiones británicas con el encabezamiento «ninguna disculpa» se había traducido en Irán como «comentarios insultantes», y he aquí al embajador electo iraní Muhammadi reafirmando la fetua, y a los periódicos iraníes exigiendo su asesinato y afirmando que si él se creía a salvo, sería más fácil matarlo. ¿Lo habían vendido?, se preguntó, y al mismo tiempo supo que tendría que seguir liberándose de los grilletes de la seguridad, aun si así era más fácil asesinarlo.
Dos días después volvía a visitar la Central de Espionaje para una reunión conjunta entre el señor Mañana y el señor Tarde en representación de los servicios de seguridad, un tal Michael Axworthy en representación del Foreign Office, y él. Para su horror, el señor Tarde y el señor Mañana dijeron ambos que no podían garantizar su seguridad ante la Guardia Revolucionaria iraní (los temidos pasdaran, los implacables «protectores» de la revolución islámica), o los asesinos enviados en nombre de Hezbolá del Líbano, y por consiguiente se negaban a reducir la valoración del nivel dos de amenaza. Esas eran cuestiones sobre las que él había insistido expresamente a Derek Fatchett y le habían dado garantías categóricas, llegando Fatchett a decir incluso que la información de los servicios de seguridad estaba desfasada. Era evidente que los servicios de seguridad, así como Scotland Yard, se habían enfurecido con el Foreign Office por cerrar un acuerdo precipitadamente. Dijeron que necesitarían como mínimo hasta Navidad para verificar la postura iraní, y no existían garantías de que el resultado fuera positivo.
Fue en ese momento cuando él levantó la voz a Michael Axworthy, que empezó a sudar y temblar. Le habían mentido, gritó, le habían mentido descaradamente, y el Foreign Office estaba lleno de embaucadores y astutos canallas. Axworthy abandonó la sala para hacer una llamada y a su regreso dijo, con encomiable dominio de sí mismo, que Robin Cook lo telefonearía al día siguiente exactamente a las 11.40 horas.
Siguió una reunión en Scotland Yard durante la cual la policía comprendió su cólera. Richard Bones, el agente de la División Especial que había asistido a la reunión con los servicios de inteligencia, sentado discretamente en el fondo de la sala, comentó: «Lo han tratado muy mal. Su análisis es impecable. Presentaré testimonio a favor de usted si alguna vez lo necesita». La policía acordó continuar con la protección como antes hasta que la situación se esclareciese. Y él, cuando se tranquilizó, concibió la posibilidad de que en Irán las cosas se calmaran después de la conmoción inicial provocada por el acuerdo. De momento los principales mulás no habían condenado el acuerdo. Quizá bastaba con dejar pasar el tiempo, quizá en Navidad sería ya libre.
Por la mañana Robin Cook lo telefoneó para asegurarle que el gobierno se comprometía a resolver el problema. «Me decepciona ese análisis de seguridad que le han dado -dijo-. He pedido una lectura a los servicios de inteligencia para antes del fin de semana.» Cook coincidió con él en que podía haber, debía haber, un resultado positivo antes de Navidad: en menos de tres meses.
Pasarían más de tres años hasta que el señor Mañana y el señor Tarde empezaran a mostrar una actitud positiva.
La reacción a la declaración Cook-Jarrazi se volvió cada vez más violenta. La mitad del Majlis iraní firmó una petición para que se ejecutara la fetua. Un misterioso grupo nuevo de «estudiantes radicales» ofreció otra recompensa de 190.000 libras por su muerte. (Al final resultó ser un error; la cifra real era 19.000 libras.) La bonyad, o fundación, Jordad, dirigida por Sanei del Bounty, aumentó su oferta en unos 300.000 dólares. El encargado de negocios iraní, Ansari, fue emplazado en el Foreign Office para escuchar la protesta británica, y culpó a la información aparecida en la prensa británica, así como a las declaraciones de los ministros británicos y de Rushdie, que habían «sometido a una gran presión al Ministerio de Asuntos Exteriores de Teherán: no se esperaban que la noticia tuviera tanta repercusión». Pero renovó el compromiso de Irán con el acuerdo de Nueva York. Y a saber qué quería decir con eso.
Clarissa estaba preocupada. Dos «hombres de aspecto musulmán» se habían presentado en su casa preguntando por Zafar, pero su hijo estaba en Exeter, naturalmente. Clarissa pensó que tal vez fuera porque ahora Zafar constaba en el censo electoral.
Alun Evans, el directivo de British Airways a quien se había pedido que actuara de enlace con él, y que estaba muy «de su lado», telefoneó para anunciar que, a su juicio, BA iba «camino de cambiar de postura» y que, una vez resueltos ciertos detalles «comparativamente menores», deberían estar en situación de tomar una decisión favorable. «Dentro de unas semanas.» Y así fue. Al cabo de unas semanas, después de nueve años y medio sin poder volar en un aparato de la compañía nacional, fue bienvenido a bordo de nuevo.
Se estrenó la versión teatral de Harún y el Mar de las Historias, y era una producción excepcional, en la que se creaba una atmósfera muy adecuadamente mágica a un coste mínimo, con el mar hecho de ondulantes pañuelos de seda, todos los actores realizando pequeños trucos de magia mientras interpretaban sus papeles; y en el clímax, cuando Harún descubría el origen de todas las historias, un foco iluminaba los rostros del público y lo identificaba: el propio público era el preciado origen. Como había ocurrido en la firma de libros de Hampstead ante la que el comandante Howley había armado tal revuelo, tampoco en esta ocasión hubo manifestaciones ni problemas de seguridad. Fue solo una buena noche de teatro.
Él había enviado a Bono el manuscrito de El suelo bajo sus pies para saber qué opinaba, y para que le señalara cualquier error muy visible sobre la industria musical que requiriese corrección. Lo que ocurrió fue totalmente inesperado. Bono telefoneó para decir que había cogido alguna de las letras del texto de El suelo bajo sus pies y compuesto «un par de melodías». «Una de ellas es muy bonita -dijo-. El tema del título. Es una de las más bonitas que hemos hecho nunca.» Él sonrió. Ni siquiera había pensado en ella como «tema del título», dijo, pero sí, sabía a qué canción se refería Bono. Toda mi vida yo la adoré: / su voz dorada, su suave piel. Bono quería que fuese a Dublín para poder tocarla ante él. Aquella era una novela sobre la frontera permeable entre los mundos imaginario y real, y allí estaba una de sus canciones imaginarias cruzando esa frontera y convirtiéndose en una canción real. Unas semanas más tarde fue a Irlanda y, en la casa de Paul McGuinness en Annamoe, County Wicklow, Bono lo llevó a su coche y, allí sentados, le puso el cedé de la maqueta. El equipo de sonido del coche de Bono no era como el equipo de sonido del coche de ninguna otra persona. Aquello eran palabras mayores. Bono reprodujo el tema tres veces. A él le gustó ya la primera. No se parecía en nada a la melodía que él había imaginado en su cabeza, pero era una balada evocadora, y a U2 se le daban bien las baladas evocadoras. Dijo que le gustaba, pero Bono volvía a ponerla una y otra vez para asegurarse de que no hablaba por hablar, y cuando por fin se quedó convencido, dijo: «Vamos a la casa y que la oigan los demás».
La India anunció que retiraba la prohibición a sus visitas. Salió en el informativo de las seis de la BBC. Vijay Shankardass habló con tono triunfal. «Muy pronto -dijo- tendrás tu visado.» Cuando recibió la noticia, al principio su sensación de tristeza fue mayor que su alegría. «Nunca pensé -escribió en su diario que no esperaría con placer ir a la India; sin embargo ahora es así. Casi lo temo. Pero iré. Iré para reivindicar mi derecho a ir. Debo mantener el vínculo por el bien de mis hijos. Para poder enseñarles aquello que amé y que les pertenece también a ellos.» Y sí, fue un gobierno nacionalista hindú del BJP (Partido Bharatiya Janata) el que le permitió la entrada, e inevitablemente se diría que otorgarle un visado era un acto antimusulmán, pero él se negó a desempeñar el papel de demonio que se había construido para él. Era un hombre que aún amaba su país natal pese al largo exilio y la prohibición de su libro. Era un escritor para quien la India había sido el más profundo manantial de inspiración, y aceptaría el visado de cinco años cuando se le ofreciese.
Su melancólica reacción inicial se desvaneció. Habló felizmente, con entusiasmo, del regreso a la India durante una cena entre un grupo de escritores con quienes había participado en una lectura benéfica organizada por Julian Barnes. Louis de Bernières se sintió en la obligación de indicar a su feliz y entusiasta colega que no fuera allí bajo ninguna circunstancia, porque dejándose ver en el país volvería a ofender gravemente a los musulmanes de la India. A continuación De Bernières soltó una breve charla sobre la historia de la política musulmana-hindú a un escritor cuya vida creativa e intelectual se había centrado por completo en ese tema y que, solo posiblemente, sabía más sobre eso que el autor de una novela que, como todo el mundo sabía, había distorsionado la historia de la resistencia comunista griega ante las fuerzas invasoras italianas durante la Segunda Guerra Mundial en la isla de Cefalonia. Nunca había estado tan cerca de dar un puñetazo en la nariz a otro novelista. Helen Fielding, también presente en la cena, vio teñirse de sangre sus ojos y se puso en pie de un salto, desplegando una sonrisa lo más alegre posible. «¡En fin! Una velada encantadora. Realmente encantadora. ¡Me voy!», exclamó, y eso salvó la situación, permitiéndole a él levantarse y marcharse también, y la nariz del señor De Bernières permaneció petulantemente indemne.
Tuvo una reunión privada con Derek Fatchett, que repitió: Confíe en mí. Toda la información procedente de Irán era uniformemente positiva. Todas las partes se habían adherido al acuerdo, todos los perros habían sido retirados. Sanei era un elemento peligroso, pero en todo caso no disponía del dinero. «Seguiremos tirando de todos los hilos -explicó-. Ahora lo importante es mantener la calma.» Fatchett añadió que su propia declaración en la que describía el acuerdo como un «éxito diplomático para Gran Bretaña» había creado un problema en Irán. «Como lo creó su declaración “Significa libertad”.»
Se le pidió que hiciera algo difícil: que se mordiera la lengua. Si lo hacía, las voces airadas poco a poco se acallarían, y la fetua se apagaría.
Mientras tanto, en Teherán, mil estudiantes de Hezbolá se manifestaban por las calles, afirmando que estaban dispuestos a atentar contra el autor y sus editores, dispuestos a prenderse bombas al cuerpo, y todo eso, entonando la triste y vieja canción de los terroristas.
Fue a reunirse con Robin Cook en la Cámara de los Comunes. Cook dijo que le habían confirmado que Jamenei y todo el Consejo de Discernimiento se habían «adherido al acuerdo de Nueva York». Por lo tanto, se deducía que todos los asesinos habían sido retirados. No cabía la menor duda, agregó, en cuanto al Ministerio de Inteligencia y Seguridad y Hezbolá en el Líbano. Sus asesinos habían sido apartados del juego. Por lo que se refería a la Guardia Revolucionaria, era un caso de «información secreta negativa»: no había señales de que estuviese preparándose ningún ataque por ese lado. «Se ha recibido la garantía del gobierno iraní de que se impedirá abandonar el país a cualquiera con intención de atentar contra usted. Saben que ahora su prestigio depende de eso.» El significado simbólico de la aparición «hombro con hombro» de Cook y Jarrazi se había sopesado cuidadosamente y se había difundido a través de las televisiones de todos los países musulmanes del mundo, «y si lo asesinan a usted, francamente, la credibilidad de ellos se vendrá abajo». Añadió: «Para nosotros, el asunto no acaba aquí. Ejerceremos mayor presión y esperaremos mayores resultados».
Luego el ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido formuló una pregunta que no era fácil de contestar. «¿Por qué necesita una campaña de defensa contra mí? -deseaba saber Robin Cook-. Estoy dispuesto a ofrecerle acceso a mí y reuniones informativas regulares. Lucho en interés suyo.»
Él contestó: «Porque mucha gente piensa que ustedes me están vendiendo, que un acuerdo débil se presenta como un acuerdo sólido, y que están dejándome de lado por razones comerciales y geopolíticas».
«Ah -respondió Cook con desdén-. Piensan que Peter Mandelson está diciéndome qué debo hacer.» (Mandelson era el ministro de Comercio e Industria.) «No es así -afirmó, y luego, reproduciendo las palabras de Derek Fatchett, añadió-: Va a tener que confiar en mí.»
Él permaneció callado por un largo momento, y Cook no intentó obligarlo a apresurarse en su decisión. ¿Estaban embaucándolo?, se preguntó. Solo habían pasado unos días desde que levantó la voz a Michael Axworthy para acusarlos de traición. Pero aquellos eran dos políticos que le inspiraban simpatía y que habían luchado por él con más denuedo que ningún otro a lo largo de una década, y le pedían que tuviera fe, que conservara la calma, y sobre todo que, durante un tiempo, guardara silencio. «Si arremete contra la fundación Jordad, será una noticia excelente para ellos, porque así el gobierno iraní no podrá proceder contra ellos sin dar la impresión de que usted lo manipula.»
Pensó y pensó. La campaña de defensa se había iniciado para combatir la inercia de los gobiernos. Ahora su propio gobierno le prometía trabajar enérgicamente en su nombre. Quizá esa era una nueva fase. Trabajar en colaboración con el gobierno y no contra él.
«De acuerdo -dijo-, lo haré.»
Fue a las oficinas de Artículo 19 a ver a Frances D’Souza y le pidió que disolviera la campaña de defensa. Carmel Bedford asistía en Oslo a una reunión de representantes de varios comités de defensa, y cuando él la llamó para comunicarle su decisión, ella montó en cólera, culpando a Frances de ello. «¡Ha sido preseleccionada para un cargo en el Foreign Office! ¡Es a ella a quien le interesa acabar con esto!» Frances y Carmel ya no se llevaban bien. Él comprendió que había tomado la decisión adecuada.
Así que la Campaña de Defensa Rushdie terminó. «Esperemos -escribió en su diario- que mi decisión esté justificada. Pero en cualquier caso es mía. No puedo culpar a nadie más.»
ALDEANOS IRANÍES OFRECEN UNA RECOMPENSA POR RUSHDIE Los vecinos de una aldea iraní próxima al mar Caspio han ofrecido una nueva recompensa por Salman Rushdie, que incluye tierras, una casa y alfombras. «La aldea de Kiyapay entregará 4.500 metros cuadrados de tierra de labranza, 1.500 metros cuadrados de vergeles, una casa y diez alfombras como recompensa», declaró un funcionario de la aldea. Además, los dos mil vecinos han abierto una cuenta bancaria para recaudar donaciones.
No siempre era fácil mantener la calma, guardar silencio, no perder la compostura.
Fue a Nueva York para la realización de un telefilme sobre El suelo bajo sus pies para la televisión francesa. El mundo se abrió de inmediato. Paseó solo por las calles de la ciudad y no se sintió en peligro. En Londres se veía atrapado por la cautela de los servicios de inteligencia británicos; allí en Nueva York, en cambio, su vida estaba en sus propias manos: podía decidir por sí mismo qué era sensato y qué arriesgado. En Estados Unidos podía recuperar su libertad antes de que los británicos aceptaran que era hora de devolvérsela. La libertad se toma, nunca se da. Él bien lo sabía. Tenía que actuar conforme a eso.
Bill Buford, disfrazado con una cabeza de Mars Attacks, lo llevó a una cena de Halloween en la parte alta de la ciudad. Él se puso un kufiya, cogió un sonajero en una mano y un panecillo crujiente en la otra, y fue de «Sheikh, Rattle and Roll».6
Ya otra vez en Londres, Jeanne Moreau cumplía setenta años, y lo invitaron a un almuerzo en su honor en la residencia del embajador francés. Él se sentó entre Moreau, todavía glamourosa e incluso sexy a sus setenta, y la gran bailarina Sylvie Guillem, que quería ir a ver la versión teatral de Harún. Resultó que Moreau era una extraordinaria raconteuse. Otro de los comensales era un funcionario de la embajada cuya misión consistía en lanzarle preguntas ligeras para hacerla hablar, por ejemplo: «Ahora cuente cómo conoció a nuestro gran cineasta francés François Truffaut», y ella enseguida se embalaba. «Ah, François. Fue en Cannes, sabe usted, y yo estaba allí con Louis.» «Se refiere a nuestro también gran director francés, Louis Malle...» «Sí, ese Louis, y estamos en el Palais du Cinéma, y François se acerca y saluda a Louis, y durante un rato ellos caminan juntos y yo me rezago con otro hombre, y luego yo voy al lado de François, y resulta muy extraño porque él no me mira a la cara, siempre mira al suelo y a veces, por un momento, levanta la vista, y luego mira otra vez al suelo, hasta que al final me mira a mí y dice: “¿Puede darme su número de teléfono?”.» «Y usted se lo dio», dijo el funcionario. Él asumió personalmente el interrogatorio y le preguntó por su trabajo con Luis Buñuel en Diario de una camarera. «Ah, don Luis -respondió ella con su voz profunda y gutural de fumadora-. Lo adoro. Un día le digo: “¡Ay, don Luis, ojalá fuera su hija!”. Y él me contesta:“No, querida, no te conviene desear eso, porque si fueras hija mía, te tendría encerrada y no trabajarías en el cine”.»
«Siempre me ha encantado esa canción que usted canta en Jules et Jim -comentó él mientras tomaban su Château Beychevelle-.“Le Tourbillon.” ¿Es una canción antigua o se compuso para la película?» «No -contestó ella-. Se compuso para mí. Verá, era de un antiguo amante, y cuando rompimos, él compuso esa canción. Y luego, cuando François va y me dice que quiere que cante, le propongo esa canción y él accede.» «Y ahora -preguntó él-, ahora que es una famosa escena del cine, ¿aún piensa en ella como la canción que compuso para usted su antiguo amante, o es “la canción de Jules et Jim”?» «Ah -dijo ella encogiéndose de hombros-. Ahora es la canción de la película.»
Antes de marcharse de la résidence, el embajador lo llevó aparte y le comunicó que se le había otorgado el más alto rango, commandeur, en la Ordre des Arts et des Lettres, un inmenso honor. La decisión se tomó varios años antes, explicó el embajador, pero el anterior gobierno francés la mantuvo oculta. Sin embargo ahora se celebraría una fiesta en su honor en la résidence y él recibiría su medalla y su cinta. Eso era una noticia magnífica, dijo él, pero al cabo de pocos días se inició la marcha atrás. La responsable de enviar las invitaciones explicó que estaba «en compás de espera», porque «aguardaba la aprobación de París», y luego, curiosamente, ni el embajador ni el agregado de cultura Olivier Poivre d’Arvor se ponían al teléfono. Después de varios días de evasivas, llamó a Jack Lang, que le informó de que al cabo de diez días llegaría el presidente iraní en visita oficial y por eso el Quai d’Orsay estaba retrasándolo. Lang hizo unas cuantas llamadas, y surtieron efecto. Olivier volvió a telefonearlo. ¿Sería posible elegir una fecha en la que el propio monsieur Lang pudiera asistir y rendir los honores? Sí, contestó. Por supuesto.
Zafar planeaba una fiesta y quería que él asistiera. El equipo de protección lo metió apresuradamente en el club nocturno y luego procuró hacer la vista gorda a las cosas que solían ocurrir en tales clubes. Se encontró en una mesa con Damon Albarn y Alex James del grupo Blur, que habían oído hablar de su colaboración con U2 y también querían grabar una canción con él. De pronto sus servicios como letrista estaban muy solicitados. Alex se había bebido la mayor parte de una botella de absenta, lo cual quizá no fue muy sensato. «Se me ha ocurrido una idea cojonuda -dijo-. Yo escribo la letra y tú compones la música.» «Pero, Alex -dijo él con gentileza-, yo no compongo música ni sé tocar un instrumento musical.» «No tiene mayor misterio -contestó Alex-. Ya te enseñaré yo a tocar la puta guitarra. No nos llevará más de media hora. No tiene mayor misterio. Luego tú compones la música y yo escribo la letra. Será una pasada.» La colaboración con Blur no se llevó a cabo.
Se reunió con Bob Blake, ahora jefe de la Brigada «A», en Scotland Yard para hablar del futuro. Iba a publicarse una nueva novela en el nuevo año, anunció él, y quería gozar de libertad para promocionarla debidamente, con los correspondientes anuncios previos a las apariciones y las firmas de ejemplares. Para entonces ya habían celebrado actos más que suficientes para tener la certeza de que no habría problemas. Por otra parte, deseaba reducir el nivel de protección aún más. Entendía que las compañías aéreas aún se sentirían más cómodas si el equipo de protección lo acompañaba hasta el avión, y que los locales públicos también agradecían la presencia policial en sus apariciones, pero, aparte de eso, Frank y él podían ocuparse de casi todo. Curiosamente, Blake parecía abierto a todas estas propuestas, lo que indicaba que la valoración del nivel de amenaza estaba disminuyendo, por más que aún no se le hubiese notificado el cambio. «Muy bien -dijo Blake-, veamos qué puede hacerse.» No obstante, estaba preocupado por la India. En opinión del señor Mañana y el señor Tarde, si llegara a viajar a la India en enero o a principios de febrero existía el riesgo de un atentado iraní. ¿Podía saber él en qué se basaban sus temores? «No.» «Bueno, de todos modos no tenía pensado ir a la India por esas fechas.» Cuando lo dijo, el policía se relajó perceptiblemente.
Llegó al despacho del ministro de Asuntos Exteriores en la Cámara de los Comunes y se encontró con que allí lo esperaba Stephen Lander, el director general del MI5, junto con Robin Cook, que tenía una mala noticia que darle. Habían recibido informes de los servicios de inteligencia, comunicó Cook, referentes a una reunión del Consejo Supremo de Seguridad Nacional iraní -la sola mención de ese nombre le valió a Cook una mirada de desaprobación de Lander, pero lo mencionó de todos modos- en la que Jatami y Jarrazi no habían conseguido apaciguar a los representantes de la línea dura. Jamenei «no estaba en situación» de retirar a la Guardia Revolucionaria o a Hezbolá. Así que su vida aún corría peligro. Pero, dijo Cook, él «personalmente» y el Foreign Office se comprometían a resolver los problemas, y no existían pruebas de ningún plan de atentado, salvo por la preocupación respecto a la India. Eran ya muy pocas las probabilidades de que se produjera un atentado en un país occidental, añadió Lander. Muy pocas probabilidades era un pobre consuelo, pero eso era lo único que iba a conseguir. «Hice saber a Jarrazi -dijo Cook- que estamos al corriente de la reunión del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, y él se llevó una gran sorpresa. Intentó convencerme de que el acuerdo seguía en pie. Sabe que su reputación, y la de Jatami, están en juego.»
Mantén la calma.
Nunca nada era perfecto, pero ese era un nivel de imperfección que resultaba difícil de aceptar. Aun así, se mantuvo firme en su determinación. Tenía que volver a coger las riendas de su vida. No podía seguir esperando que el «factor de imperfección» descendiera a un nivel más asumible. Pero cuando hablaba con Elizabeth sobre Estados Unidos, ella se negaba a escuchar. Prefería escuchar a Isabel Fonseca: «Estados Unidos es un país peligroso, y allí todo el mundo va armado». El antagonismo de ella frente al sueño neoyorquino de él arreciaba. A veces incluso le parecía ver un desgarrón irregular entre ellos, cada vez más ancho, como si el tejido del mundo fuera una hoja de papel y ellos estuvieran en mitades opuestas, alejándose el uno del otro, como si fuera inevitable que tarde o temprano sus historias se separaran, pese a los años de amor, porque cuando la vida empezaba a hablar en imperativos los vivos no tenían más opción que obedecer. Para él, el mayor imperativo era la libertad, y para ella era la maternidad, y sin duda que una vida en Estados Unidos sin protección policial se le antojara insegura e irresponsable se debía en parte al hecho de que era madre, y en parte a que era inglesa y no quería que su hijo se criara como norteamericano, y en parte a que apenas conocía Estados Unidos, porque su Estados Unidos no era mucho mayor que Bridgehampton, y temía quedarse aislada y sola en Nueva York. Él comprendía todos sus temores y dudas, pero sus propias necesidades eran como mandatos, y sabía que haría lo que debía hacerse.
A veces el amor no bastaba.
Su madre cumplía ochenta y dos años. Cuando él le dijo por teléfono que iba a aparecer un nuevo libro suyo en 1999, ella dijo, en urdu: Is dafa koi achchhi si kitab likhna. «Esta vez escribe un libro agradable.»