II
-Dime, ¿por qué Margarita te llama maestro? -preguntó Woland. El hombre se echó a reír y contestó: -Una comprensible debilidad suya. Tiene una opinión demasiado elevada de una novela que yo he escrito. -¿Qué novela? -Una novela sobre Poncio Pilatos... -¿Sobre qué? ¿Sobre quién? -preguntó Woland, y dejó de reír-. ¡Pero eso es extraordinario! ¿En estos tiempos? ¿No podías haber elegido otro tema? Déjame echar un vistazo. Woland extendió la mano con la palma hacia arriba. -Por desgracia no puedo enseñártela -contestó el maestro-, porque la quemé en mi estufa. -Perdona, pero no te creo -dijo Woland-. No puedes haberlo hecho. Los manuscritos no arden. -Se volvió hacia Behemoth y dijo-: Vamos, Behemoth, dame la novela. El gato saltó de su silla, y allí donde había estado sentado apareció un montón de manuscritos. Con una inclinación de cabeza, el gato entregó el primero de la pila a Woland. Margarita se estremeció y, entre lágrimas, exclamó: -¡Ahí esta el manuscrito! ¡Ahí está!
El diablo, Woland, devuelve al maestro su novela destruida en El maestro y Margarita, de MIJAÍL BULGÁKOV
A altas horas de la madrugada del 15 de febrero de 1989, yacía inquieto en la cama junto a su mujer dormida. Por la mañana lo visitaría un oficial de alto rango de la Brigada «A», adscrita a la División Especial de la Policía Metropolitana, que se ocupaba de toda forma de protección personal en el Reino Unido (excepto la protección de la familia real, que recaía en la Brigada de Protección Real). La División Especial había sido en sus inicios la División Especial Irlandesa, creada en 1883 para combatir a la Hermandad Republicana Irlandesa, y hasta recientemente las principales amenazas contra las que protegía a los individuos -el primer ministro, el ministro de Defensa, el ministro de Exteriores, el ministro para Irlanda del Norte y varios miembros destacados del Parlamento- procedían de los descendientes de la Hermandad, el IRA Provisional. Pero el terrorismo se había diversificado, y sus adversarios tuvieron que asumir nuevos enemigos. Los líderes de la comunidad judía necesitaban protección de vez en cuando al recibir amenazas creíbles de integristas islámicos. Y ahora estaba también este novelista, insomne en la cama, a oscuras, en Lonsdale Square. Un mulá tendía su largo brazo de una parte a otra del mundo para arrebatarle la vida. Era un asunto para la policía.
El hombre de la División se presentaría acompañado de un miembro de los servicios de inteligencia, y le comunicarían qué decisiones de seguridad se habían tomado en lo relativo a la amenaza. «Amenaza» era un término técnico, y no significaba lo mismo que «riesgo». El «nivel de amenaza» era algo general, pero los «niveles de riesgo» eran específicos. El nivel de amenaza contra un individuo podía ser alto -y correspondía a los servicios de inteligencia determinarlo-, pero el nivel de riesgo atribuido a una acción concreta realizada por ese individuo podía ser mucho más bajo, por ejemplo, si nadie sabía qué planeaba hacer o cuándo. La evaluación del riesgo era tarea del equipo de protección policial. Estos eran conceptos que él tendría que llegar a dominar, porque las evaluaciones de amenaza y riesgo, en adelante, darían forma a su vida cotidiana. Entretanto, él pensaba en la isla Mauricio.
Diez días después de entregar él Los versos satánicos, Marianne acabó su nueva novela, John Dollar, obra que trataba del canibalismo entre unos personajes aislados en una isla desierta y que ella insistió -con poco acierto, en opinión de él- en definir como «un Señor de las moscas feminista». La noche de la cena para la entrega del premio Booker de 1988, cuando Los versos satánicos quedó como finalista por detrás de Oscar y Lucinda de Peter Carey, incluso la describió con esas palabras al mismísimo William Golding. Eso fue decididamente poco acertado. Dos días después de entregar ella su libro, se marcharon a Mauricio de vacaciones, junto con la hija de Marianne, Lara Porzak, estudiante de primero en Dartmouth y fotógrafa en ciernes. Aquello no era una isla desierta, por suerte, de modo que no había carne humana en el menú. Era su primera experiencia de unas vacaciones en una «isla paradisíaca» y estaba dispuesto a disfrutar de un poco de hedonismo perezoso. La novela lo había agotado más absolutamente que cualquier otra cosa que hubiera escrito antes. Mientras ellos descansaban en la playa, Andrew Wylie en Nueva York y Gillon Aitken en Londres distribuyeron copias de Los versos satánicos y los engranajes del negocio editorial empezaron a moverse. Nadó en aguas tan cálidas que cuando uno entraba en ellas no percibía cambio en la temperatura, y contempló puestas de sol tropicales, y tomó bebidas con fruta y sombrillas en la copa, y cenó sacréchien, un delicioso pescado local, y pensó en Sonny Mehta en Knopf, Peter Mayer en Viking, y los editores de Doubleday, Collins y demás leyendo su enorme y extraña novela. Se había llevado una pila de libros para leer o releer a fin de apartar de su pensamiento la inminente subasta. Estaba muy impaciente por conocer el resultado, pero durante esos días idílicos lamido por el océano Índico era imposible creer que algo pudiera salir mal.
Debería haber prestado atención a los pájaros. Las aves no voladoras muertas que no habían podido alzar el vuelo para escapar de sus depredadores, que las hicieron pedazos. Mauricio era la capital mundial -el campo de exterminio y fosa común- de las aves no voladoras extintas.
«L’île Maurice» no tuvo población humana hasta el siglo XVII, hecho insólito en una isla de su tamaño. Sin embargo, habían vivido allí cuarenta y cinco especies de aves, muchas de ellas incapaces de despegarse del suelo, incluidas el rascón rojo, el solitario y el dodo. Luego llegaron los holandeses, que solo estuvieron allí desde 1638 hasta 1710, pero cuando se marcharon todos los dodos habían muerto, exterminados, en su mayor parte, por los perros de los colonos. En total, veinticuatro de las cuarenta y cinco especies aviares de la isla fueron empujadas a la extinción, así como las anteriormente abundantes tortugas y otras criaturas. En el museo de Port Louis había un esqueleto de dodo. Su carne repugnaba a los seres humanos, pero los perros no tenían tantas manías. Los perros veían a una criatura indefensa y la hacían pedazos. Al fin y al cabo, eran perros adiestrados para la caza. Desconocían la misericordia.
Tanto los holandeses como los colonos franceses que los siguieron importaron esclavos de África para cultivar la caña de azúcar. Dichos esclavos no recibieron un trato benévolo. Entre los castigos se incluían la amputación y la ejecución. Los británicos conquistaron Mauricio en 1810, y en 1835 se abolió la esclavitud. Casi todos los esclavos huyeron de inmediato de la isla donde habían sido objeto de tal crueldad. Para sustituirlos, los británicos llevaron una nueva población de trabajadores indios contratados que se comprometían a un periodo de servicio en las colonias a cambio del pasaje y la manutención. La mayor parte de los indios que vivían en Mauricio en 1988 nunca habían visto la India, pero muchos aún hablaban un dialecto indio, el bopurí, que en un siglo y medio había experimentado cierto grado de criollización pero todavía era reconocible, y ellos aún eran hindúes y musulmanes. Conocer a un indio de la India, un indio que había paseado por calles indias reales y comido palometa india real en lugar del sacréchien mauriciano, que había recibido el calor del sol indio y se había empapado con las lluvias monzónicas y que había nadado en el verdadero mar Arábigo frente a la costa india, era una especie de milagro. Él era un visitante de una tierra antigua y mítica, y le abrieron sus casas. Uno de los principales poetas en hindi de Mauricio, que de hecho había estado recientemente en la India por primera vez en su vida para asistir a un congreso de poesía, le dijo que su lectura había desconcertado a los oyentes indios, porque leía para transmitir un significado, tal como era «normal» para él, en lugar de declamar rítmicamente a la manera habitual de los poetas indios en hindi. Era un pequeño desplazamiento cultural respecto a la «normalidad», un mínimo efecto secundario de la emigración de sus antepasados, los trabajadores contratados, pero tuvo un profundo impacto en el distinguido poeta, quien comprobó que, pese a su dominio de la lengua más hablada en la India, en realidad aquel no era su lugar. El autor indio emigrado a quien contaron esta anécdota comprendió que la sensación de arraigo era un tema importante e incómodo para los dos. Se veían obligados a responder a preguntas que no necesitaban plantearse los autores inmóviles en un lugar, una lengua, una cultura, y debían aceptar sus respuestas como ciertas. ¿Quiénes eran, y a qué y a quiénes pertenecían? ¿O acaso la idea de arraigo era una trampa en sí misma, una jaula de la que habían tenido la suerte de escapar? Él había llegado a la conclusión de que era necesario reformular esas preguntas. Las preguntas para las que él conocía la respuesta no atañían al lugar o las raíces, sino al amor. ¿A quién quieres? ¿Qué puedes dejar atrás, y a qué necesitas aferrarte? ¿Dónde se siente pleno tu corazón?
Una vez, en el Festival de Literatura de Cheltenham, en una cena para los numerosos escritores indios invitados ese año, la novelista india Githa Hariharan le dijo de buenas a primeras: «Desde luego, tu posición en la literatura india es sumamente problemática». Él quedó atónito y un poco dolido. «¿Ah, sí?», respondió como embobado. «Pues sí -recalcó ella-. Sumamente.»
En la playa, delante del hotel, conoció a un hombre de baja estatura, de complexión menuda, con un airoso sombrero de paja que vendía baratijas con desacostumbrado fervor a los turistas. «Hola, caballero, compre algo, caballero -dijo el hombre con una amplia sonrisa, y añadió-: Me llamo Body Building.» Fue como si Mickey Mouse se hubiese presentado como «Arnold Schwarzenegger». Él negó con la cabeza. «No, usted no se llama así -dijo, y empezó a hablar en hindi-. Debe de tener un nombre indio.» El efecto del cambio de idioma fue espectacular. «¿Es usted un indio de verdad, caballero? -preguntó Body Building, también en hindi-. ¿De la India de verdad?» Faltaban tres días para Holi, la fiesta de los colores de primavera, cuando por toda la India -y por lo visto también en Mauricio- la gente «jugaba al Holi», es decir, se empapaban mutuamente con agua de colores y se lanzaban mutuamente polvos de colores. «Tiene que venir a jugar al Holi a mi casa», insistió Body Building, y la risa de placer de los dos jugadores de Holi lo alivió un poco de la creciente tensión entre él y sus acompañantes. Fue un buen día para aquel matrimonio de cinco semanas en el que ya se observaban signos de tirantez. Saltaban chispas eléctricas entre Marianne y Lara, y entre él y Lara, y entre él y Marianne. Las olas del cálido océano Índico no podían llevarse ese hecho, como tampoco podían ocultarlo los intensos colores del Holi. «Vivo a tu sombra», le dijo Marianne, y él percibió el resentimiento en su cara. Andrew Wylie y Gillon Aitken también eran agentes de ella. Él se los había presentado, y ellos la habían aceptado. Pero ahora Los versos satánicos iba a salir a subasta y la novela de Marianne tenía que esperar en la cola.
Cuando regresaron de los festejos, calados y teñidos de rosa y verde, lo esperaba un mensaje de Andrew. Telefoneó a Nueva York desde el bar del hotel. Los colores exultantes de una puesta de sol estallaron en el cielo. Se había iniciado la puja. Era alta, casi asombrosamente alta, en opinión de él, más de diez veces superior a su mayor anticipo anterior. Pero las grandes sumas de dinero tuvieron un precio. Dos buenas amistades se vieron seriamente dañadas.
Liz Calder, amiga íntima y su primera y única editora desde hacía quince años, había dejado de trabajar en Jonathan Cape poco antes ese mismo año para pasar a ser una de las fundadoras de la nueva editorial Bloomsbury. Por su amistad, se había dado por supuesto que él la seguiría. En esa época Andrew Wylie lo representaba solo en Estados Unidos; su agente británica era la muy respetada Deborah Rogers, también íntima amiga de Calder. Deborah enseguida acordó con Liz que «el nuevo Rushdie» iría a Bloomsbury a cambio de una cantidad módica, ya que la nueva editorial no podía permitirse grandes anticipos. Era la clase de pacto entre amigos en el mundo editorial británico, y a él no le gustó. Andrew Wylie le dijo que si aceptaba una cifra baja en el Reino Unido, echaría a perder las perspectivas del libro en Estados Unidos. Tras muchas vacilaciones, accedió a dejar su representación a nivel mundial en manos de Andrew y de su homólogo británico Gillon Aitken. El pacto entre amigos se canceló, Liz y Deborah se sintieron profundamente ofendidas, y la subasta siguió adelante. A él se le ocurrió señalar a Liz que, de hecho, había sido ella quien lo había abandonado a él al marcharse de Cape para ir a Bloomsbury, pero ella no tenía mucho interés en oír esa clase de razonamientos. En cuanto a Deb, no había mucho que decir. Ya no era su agente. No había forma de dorar esa píldora.
Para él, la amistad había tenido siempre mucha importancia. Había pasado la mayor parte de su vida físicamente alejado de su familia y también emocionalmente alejado de casi toda ella. Los amigos eran la familia que uno elegía. Goethe utilizó el término científico «afinidades electivas» para plantear que las conexiones de amor, matrimonio y amistad entre seres humanos eran similares a las reacciones químicas. Las personas se sentían atraídas entre sí químicamente para formar compuestos estables -matrimonios- o, al verse sometidas a otras influencias, se separaban; una parte del compuesto se veía desplazada por un nuevo elemento y, quizá, se formaba un nuevo compuesto. A él personalmente no le gustaba mucho el uso de la química como metáfora. Le parecía demasiado determinista y dejaba poco espacio a la acción de la voluntad humana. Para él, «electivo» significaba «escogido», no por la naturaleza bioquímica inconsciente de uno, sino por el yo consciente de uno. Su amor por sus amigos escogidos, y por aquellos que lo habían escogido a él, lo había sostenido y alimentado; y las heridas infligidas a otros por sus actos, pese a ser estos justificables en términos comerciales, le parecían humanamente incorrectas.
Había conocido a Liz por mediación de la mejor amiga de Clarissa, Rosanne Edge-Partington, a principios de los años setenta. La madre de Clarissa, Lavinia, había emigrado recientemente al pueblo de Mijas, al sur de España. El enclave andaluz preferido del general Franco por su belleza, un imán para los expatriados ultraconservadores de toda Europa y, con el paso del tiempo, el modelo para el pueblo ficticio pero no muy distinto de Benengeli en El último suspiro del moro. Ella vendió su enorme casa del número 35 de Lower Belgrave Street a los actores Michael Redgrave y Rachel Kempson, que más tarde la vendieron -curiosamente- a la esposa del dictador de Nicaragua, Hope Somoza; pero Lavinia conservó la casa más pequeña, la del número 37a, que originariamente había sido un anexo de la casa principal, para que la ocupara su hija. Clarissa y él vivieron allí durante tres años y medio hasta que compraron la casa del 19 de Raveley Street, en Kentish Town, en el norte de Londres, donde él escribió Hijos de la medianoche, soñando con calinosos horizontes indios mientras contemplaba los plomizos cielos de Inglaterra; y durante la mayor parte de esos tres años y medio, Liz Calder fue su inquilina. Su novio de entonces, Jason Spender, realizaba un doctorado en la Universidad de Manchester mientras ella trabajaba en el departamento de publicidad de la editorial Victor Gollancz en Londres, y viajaba continuamente entre Manchester y Londres, pasando tres o cuatro días por semana en la oficina y el resto en el norte.
Era una mujer guapísima, y a él le asignó, entre otras, la siguiente tarea: cuando algún hombre la acompañara a casa después de alguno de los muchos actos del mundo editorial, cosa que ocurría a menudo, él tenía que quedarse levantado y dar conversación alegremente al hombre en cuestión hasta que este se marchaba a su casa. «No me dejes nunca sola con ellos», le ordenó, como si ella no fuera perfectamente capaz de manejar cualquier cosa que un hombre pudiera intentar con ella. Uno de esos visitantes nocturnos fue el escritor Roald Dahl, un hombre alto y desagradable, con grandes manos de estrangulador, que no paró de lanzarle a él miradas de inquina, que lo indujeron a tomar la firme determinación de no ceder ni un centímetro. Finalmente Dahl salió airadamente a la noche, casi sin despedirse, ni siquiera de Liz. Otra de sus visitas masculinas fue John Coleman, crítico cinematográfico de la revista New Statesman, supuestamente un alcohólico rehabilitado, que abrió su maletín, sacó un par de botellas sumamente alcohólicas y anunció: «Estas son para mí». Coleman se quedó hasta tan tarde que al final él traicionó la confianza de Liz y se fue a la cama, y ella lo fulminó con la mirada al verlo marcharse. A la mañana siguiente reveló que Coleman se había arrancado la ropa en el salón y exclamado: «Tómame, soy tuyo». Ella, con delicadeza, había obligado al eminente crítico a vestirse de nuevo y lo había acompañado a la puerta.
Liz se había casado joven, se había trasladado de Nueva Zelanda a Brasil con su marido, Richard, había tenido dos hijos, un niño y una niña, trabajado como modelo, dejado a su marido y se había marchado a Londres. Brasil siguió siendo un gran amor, y en una ocasión, cuando una «gala benéfica brasileña» celebrada en Londres ofreció dos billetes de avión a Río como primer premio para el mejor disfraz de carnaval, ella se cubrió el cuerpo desnudo de crema limpiadora blanca, adoptó una pose y se dejó llevar por la sala de baile en un carrito con ruedas por su nuevo novio, Louis Baum, el director de la biblia semanal del sector editorial, The Bookseller, que vestía un blusón y boina de escultor y empuñaba un cincel. Naturalmente, ganó.
En Gollancz, la ascendieron y dejó el departamento de publicidad para convertirse en editora justo cuando él acababa Grimus. Ella dormía por la noche en la habitación donde él escribía durante el día y, sin él saberlo, había estado echando ojeadas furtivas al manuscrito en crecimiento. Una vez acabado, ella lo publicó y, por tanto, su primera novela como autor fue también la primera novela de ella como editora. Después del nacimiento de Zafar hicieron vacaciones todos juntos en Francia, con el hijo de Louis, Simon. Esta era la relación que él había roto, por dinero. ¿Qué decía eso de él?
La asociación con Deborah Rogers no era tan antigua como su amistad con Liz, pero era muy estrecha. Era una mujer amable, maternal, generosa y de una gran amplitud emocional, cuya relación con sus autores era tan afectuosa como profesional. Después de la publicación de Hijos de la medianoche, mucho antes de obtener el premio Booker y convertirse en un autor de éxito internacional, fue en su despacho donde él llegó a la conclusión de que, si andaba con pies de plomo, podía llegar a vivir de su pluma. El aliento de ella le dio fuerzas para volver a casa y decirle a Clarissa que «se preparara para ser pobre», y entonces la fe de Clarissa redobló la confianza de él y le permitió entrar en la agencia de publicidad y presentar su renuncia. Clarissa y él habían pasado momentos felices en Middle Pitts, la granja de Gales propiedad de Deb y su marido, el compositor Michael Berkeley. También esta ruptura dejó el dolor de la culpabilidad. Pero cuando estalló la tormenta sobre la cabeza de él, tanto Deborah como Liz dejaron de lado al instante sus agravios y le mostraron una lealtad y una generosidad espectaculares. Fueron el amor y la lealtad de sus amigos lo que le permitió sobrevivir durante esos años, y sí, también su perdón.
Y Liz llegó a sentir que había esquivado una bala. Si hubiese publicado Los versos satánicos, la posterior crisis, con sus amenazas de bomba, amenazas de muerte, gastos en seguridad, evacuaciones de edificios y miedo, probablemente habrían hundido su nueva aventura editorial de inmediato, y Bloomsbury no habría sobrevivido para descubrir a una desconocida e inédita autora de literatura infantil llamada Jo Rowling.
Hubo otra cosa. En la batalla de Los versos satánicos, ningún escritor habría podido desear aliados más valerosos, imperturbables y resueltos que Andrew Wylie y Gillon Aitken. Cuando él los nombró, no sabía que irían juntos a la guerra, ni ellos podían saber lo que se les venía encima. Pero cuando se declaró la guerra, él se alegró de tenerlos a su lado.
La oferta más alta para los derechos de publicación en lengua inglesa de Los versos satánicos no la hizo Viking. Había otra oferta que superaba a esa en cien mil dólares, pero Andrew y Gillon le aconsejaron encarecidamente que la rechazara. Él no estaba acostumbrado a cifras tan grandes, y menos aún a desecharlas, y le preguntó a Andrew: «¿Podrías explicarme otra vez por qué no debo acceder a recibir cien mil dólares más?». Andrew se mantuvo en sus trece. «No sería la editorial adecuada para ti.» Más tarde, tras desencadenarse la tormenta, The New Yorker publicó una entrevista con el señor Rupert Murdoch en la que este declaraba con énfasis: «Creo que uno no debe ofender las creencias religiosas de los demás. Por poner un ejemplo, quiero creer que nuestra gente nunca habría publicado el libro de Salman Rushdie». Es posible que Rupert Murdoch no supiera que algunos de quienes él consideraba «su gente» se habían entusiasmado tanto con la novela que habían rebasado la puja de la competencia en una cantidad considerable, pero parecía probable, a la luz de ese comentario incluido en la semblanza del New Yorker, que si Murdoch se hubiese visto en la situación de ser el editor de Los versos satánicos, hubiese retirado el libro tan pronto como empezaron los problemas. El consejo de Andrew Wylie había demostrado una presciencia insólita. Sin duda, Murdoch no era el editor adecuado.
No existía nada que pudiera llamarse «vida normal». Siempre le había gustado la idea de los surrealistas de que nuestra capacidad para experimentar el mundo como algo extraordinario se veía empañada por el hábito. Nos acostumbrábamos a las cosas tal como eran, a la cotidianidad de la vida, y entonces una especie de polvo o película nublaba nuestra visión, y la verdadera y milagrosa naturaleza de la vida en la tierra se nos escapaba. Correspondía al artista eliminar esa capa cegadora y renovar nuestra capacidad de asombro. Eso a él le parecía bien; pero no era solo un problema de hábito. La gente padecía asimismo de una forma de ceguera elegida. La gente simulaba que existía algo que podía llamarse «corriente», algo que podía llamarse «normal», y esa era la fantasía pública, mucho más escapista que la ficción más escapista, en la que todos se parapetaban. La gente se retiraba tras la puerta de su casa a la zona oculta de sus mundos familiares y privados, y cuando alguien de fuera les preguntaba cómo iban las cosas, ellos contestaban, ah, todo va sobre ruedas, no hay mucho que decir, situación normal. Pero en secreto todo el mundo sabía que detrás de la puerta las cosas rara vez eran tan monótonas. Más probablemente la vida era un desbarajuste total, y quien más quien menos se las veía con padres coléricos, madres alcohólicas, hermanos rencorosos, tías locas, tíos lascivos y abuelos en declive. La familia no eran los sólidos cimientos sobre los que se apoyaba la sociedad, sino que se encontraba en el núcleo caótico y oscuro de todos los males que nos aquejaban. No era normal, sino surrealista; no era monótona, sino accidentada; no era corriente, sino estrafalaria. Recordó el entusiasmo con que había escuchado, a los veinte años, las Conferencias de Reith pronunciadas en la BBC por Edmund Leach, el gran antropólogo e intérprete de Claude Lévi-Strauss, que un año antes había sustituido a Noel Annan como rector del King’s College. «Lejos de ser la base de la buena sociedad -había dicho Leach-, la familia, con su estrecha privacidad y sus escabrosos secretos, es la fuente de todas nuestras insatisfacciones.» ¡Sí!, pensó él. ¡Sí! Eso yo también lo sé. Las familias de las novelas que después escribió serían explosivas, operísticas, aspaventeras, exclamatorias, desenfrenadas. La gente a la que no le gustaban sus libros a veces criticaba esas familias ficticias tachándolas de irreales: no suficientemente «normales». No obstante, los lectores a quienes sí gustaban sus libros le decían: «Esas familias son exactamente como la mía».
Los derechos de publicación en lengua inglesa para Los versos satánicos se vendieron a Viking el 15 de marzo de 1988. El libro se publicó en Londres el 26 de septiembre. Fueron los últimos seis meses de su «vida normal», tras lo cual las pátinas del hábito y el autoengaño se vieron bruscamente arrancadas y lo que quedó a la vista no era la belleza surrealista del mundo, sino su monstruosidad brutal. Le correspondería a él, en los años posteriores, redescubrir, como hizo la Bella, la belleza de la Bestia.
Cuando Marianne se instaló en la casa de St. Peter’s Street, buscó a un médico en el barrio. Él se ofreció a presentarle a su propio médico de cabecera. «No -dijo ella-. Quiero a una mujer.» Y él contestó que su médico de cabecera era una mujer. «Aun así -insistió ella-, necesito encontrar a alguien que entienda bien un tratamiento que recibí.» Había sobrevivido, explicó, a un cáncer de colon, superándolo mediante un tratamiento de vanguardia en Canadá. (Allí era legal, pero no en Estados Unidos, aclaró.) «Así que estoy indagando en el entorno del cáncer.» Al cabo de un par de días dijo haber encontrado a la doctora que quería.
En la primavera de 1988 Marianne y él pensaban en el futuro. En cierto momento se plantearon brevemente la posibilidad de comprar una casa en Nueva York y conservar solo un apartamento en Londres, pero Zafar aún no había cumplido los nueve años, así que enseguida descartaron la idea. Vieron casas en Hampstead, en Kemplay Road, y luego en Willow Road, al borde del Heath, e incluso hicieron una oferta por la casa de Willow Road, que fue aceptada. Pero él se echó atrás, aduciendo que en realidad no deseaba pasar por los trastornos de una mudanza. La verdad era más sombría: no quería comprar una casa con Marianne, porque no tenía la certeza de que la relación durase.
Ella empezó a quejarse, esa primavera, de que se sentía enferma otra vez. Después de una violenta disputa por la persistente «obsesión» de él con Robyn, que en realidad era la obsesión de Marianne, ella declaró que sentía una sombra dentro de sí, un profundo dolor en la sangre. Necesitaba ver a la doctora. Temía la aparición de un cáncer en el cuello del útero. Él advirtió la ironía de que esa crisis surgiera en el preciso momento en que ambos habían terminado sus libros y tenían tantas cosas con las que ilusionarse; la ironía de que una posible pérdida aterradora se cerniera sobre ellos para eclipsar su júbilo. «Siempre estás hablando de lo que has perdido -dijo ella-. Pero son evidentes las muchas cosas que has ganado.»
Luego Marianne se enteró de que no le habían concedido la Guggenheim que había solicitado, y su ánimo se vino abajo. Tuvo noticias de su doctora: no eran buenas, pero tampoco eran concluyentes. Sin embargo, al cabo de un par de semanas, la posibilidad del cáncer se descartó tan deprisa como se había introducido. Los negros nubarrones se disiparon. Estaba sana. El futuro volvía a existir.
¿Por qué intuyó él que fallaba algo en esta narración? No podía precisarlo. Quizá la confianza entre ellos ya se había erosionado demasiado. Ella no podía perdonarle el papel que había encontrado en su bolsillo. La decisión de no comprar la casa en Willow Road había representado otro golpe a la fe de ella en el matrimonio. También él tenía preguntas difíciles en la cabeza.
El padre de Clarissa se había tirado de lo alto de un edificio. La madre de Robyn Davidson se había ahorcado. Ahora descubría que también el padre de Marianne se había suicidado. ¿Qué significaba que todas las mujeres importantes de su vida fueran hijas de suicidas? Él no podía, o no quería, contestar a esa pregunta. Poco después de conocer a Elizabeth West, que sería su tercera esposa y madre de su segundo hijo, se sintió obligado a preguntar por sus padres. Para él, fue un alivio saber que no se había producido ningún suicidio en el entorno familiar de Elizabeth. Pero su madre había muerto cuando ella era niña, y su padre, mucho mayor que la madre, no había sido capaz de cuidar de ella, y la habían criado otros parientes. Allí estaba otra vez el vacío en forma de progenitor.
Intentaba activar su imaginación porque la eterna pregunta ¿Y ahora qué? ya empezaba a desazonarlo. Leyó El agente confidencial de Graham Greene y le impresionó la simplicidad de los efectos de Greene. Un hombre no se parece a la fotografía de su pasaporte, y a Greene eso le basta para concebir un mundo incierto e incluso siniestro. Leyó La pequeña Dorrit y le maravilló, como siempre, el talento de Dickens para animar lo inanimado: la ciudad de Marsella mirando el cielo, mirando a los forasteros, a uno y a todos, con una mirada tan feroz que había que cerrar persianas y postigos para resguardarse de ella. Leyó Herzog por enésima vez, y en esta ocasión la actitud del libro hacia las mujeres le resultó realmente chirriante. ¿Por qué eran tantos los personajes masculinos de Bellow con la fantasía de que tendrían un éxito mayor en el terreno sexual si fueran más violentos? Desde Moses Herzog hasta Kenneth Trachtenberg en Mueren más por desamor, siempre la misma fantasía. Señor B, se le ve el plumero, observó. Leyó La llave de Junichiro Tanizaki y disfrutó con su relato de diarios secretos y francachelas sexuales en el viejo Japón. Marianne dictaminó que era un libro malévolo. Él pensó que era un libro sobre el carácter manipulador del deseo erótico. El alma tenía muchos rincones oscuros, y a veces los libros los eliminaban. Pero ¿qué quería decir él, como ateo, cuando usaba la palabra «alma»? ¿Era pura poesía? ¿O había algo en nosotros no corpóreo, algo aparte de la carne, la sangre y el hueso, aquello que Koestler llamaba el espectro en la máquina? Jugueteó con la idea de que pudiera existir un alma mortal en lugar de una inmortal, un espíritu alojado en el cuerpo que moría cuando moría el cuerpo. Un espíritu que podía ser aquello a lo que nos referíamos cuando hablábamos de das Ich, el Yo.
Leer también era vivir. Leyó a William Kennedy, La jugada más grande, y con admiración escribió: «El fin del comportamiento no era la acción sino la comprensión en la que basar la acción». Leyó Brevísima historia del tiempo, de Hawking, y le dio dolor de cabeza, y pese a entender solo una pequeña parte del texto, sabía lo suficiente para discutir al gran hombre la afirmación de que nos acercábamos al punto en que todo se conocería. La totalidad del conocimiento: solo un científico podía estar tan loco o ser tan extraordinario como para imaginar que eso era posible.
Zia ul-Haq murió en un accidente aéreo: no fue una gran pérdida.
Un libro que, según pensó al principio, podría llegar a ser una obra de teatro, tal vez una reinvención de Otelo, empezó a germinar en él, aunque cuando lo escribió varios años después había crecido de maneras que en su día no entendió. Pensó que podía titularse El último suspiro del moro. Entretanto, en un sueño se le apareció una mujer india, conocida suya, que había leído Los versos satánicos, y le advirtió que habría «una factura que pagar» por la novela. Las partes del libro ambientadas en Londres no significaban nada para ella, y la historia sobre la separación de las aguas del mar Arábigo «solo me muestra tu interés en el cine». El sueño simbolizaba un temor de él: que la gente solo reaccionara a aquellas partes de la novela con las que sentía alguna conexión personal -positiva o negativa-, y pasara por alto lo demás. Como siempre tras la conclusión de un libro y antes de su publicación, empezaba a dudar de lo que había hecho. A veces le parecía un poco desmadejado, un «monstruo flojo, deforme», por usar la expresión de Henry James. En otros momentos pensaba que había conseguido controlarlo y darle forma hasta obtener algo excelente. Le preocupaban varias secuencias: el pasaje de «Rosa Diamond» con sus antecedentes argentinos y la transformación diabólica de su personaje Chamcha en un furgón policial y un hospital. Albergaba serias dudas acerca de la mecánica de la narración principal, y sobre las escenas de la transformación en particular. De pronto sus dudas se disiparon. El libro estaba acabado, y se sentía orgulloso de él.
En mayo pasó unos días en Lisboa. A finales de la década de los ochenta, la Fundación Wheatland -una empresa conjunta entre el editor británico George Weidenfeld y la estadounidense Ann Getty, «financiada», como lo expresó The New York Times, por su marido Gordon Getty- organizó durante un par de años una serie de espléndidos congresos literarios en distintas partes del mundo, un programa que se interrumpió en 1989 cuando la relación Getty-Weidenfeld se desmoronó bajo la presión de unas pérdidas calculadas por The New York Times en «al menos quince millones de dólares». Parte de esos millones se perdieron sin duda en el congreso celebrado en el palacio de Queluz en mayo de 1988, que reunió al más extraordinario grupo de escritores desde el Congreso del PEN Club de 1986 en Nueva York. Sontag, Walcott, Tabucchi, Enzensberger y demás. Él fue con Martin Amis y Ian McEwan, y después de su mesa redonda «británica», los italianos se quejaron de que habían hablado demasiado de política, en tanto que la literatura tenía que ver con «frases», y lord Weidenfeld se quejó de que se habían mostrado muy críticos con Margaret Thatcher, con quien estaban muy en deuda. Mientras él se hallaba en el escenario, el magnífico escritor montenegrino Danilo Kiš, que resultó ser un hábil caricaturista, dibujó un retrato de él en un cuaderno del congreso y se lo regaló al final de la sesión. En el Congreso del PEN Club de Nueva York, Danilo, escritor brillante e ingenioso, había defendido la idea de que el Estado podía tener imaginación. «De hecho -dijo-, el Estado también tiene sentido del humor, y les pondré un ejemplo de un chiste del Estado.» Vivía en París, y un día recibió una carta de un amigo yugoslavo. Cuando la abrió encontró un sello oficial en la primera hoja. Rezaba: ESTA CARTA NO HA SIDO CENSURADA. Kiš se parecía a Tom Baker en el papel de Doctor Who y no hablaba inglés. Como el serbocroata en realidad tampoco era una opción, entablaron amistad en francés. En el momento del congreso de Lisboa, Kiš estaba enfermo -murió de cáncer de pulmón en 1989- y tenía las cuerdas vocales gravemente afectadas, hasta el punto de que apenas podía hablar. Me ofreció la caricatura en lugar de conversación, y esta se convirtió para mí en una preciada posesión.
La pequeña discusión sobre los comentarios de la «mesa redonda británica» no fue más que un aperitivo. El acontecimiento principal fue el enconado enfrentamiento que tuvo lugar entre los escritores rusos y aquellos de la zona que, insistían ellos, debería conocerse como «Europa central»: el propio Kiš, los húngaros György Konrád y Péter Esterházy, el expatriado, checocanadiense Josef Škvorechý, y los grandes poetas polacos Adam Zagajewski y Czesław Miłosz. Corrían los tiempos del glasnost, y era la primera vez que los soviéticos permitían salir a los escritores «reales», no a figuras decorativas de la Unión de Escritores, sino a otros como Tatyana Tolstaya. Los principales autores de la emigración rusa, encabezados por Joseph Brodsky, también estaban allí, y por tanto el acto ofreció una especie de reunificación de la literatura rusa, y presenciarlo fue conmovedor (Brodsky se negó a hablar en inglés, deseando, dijo, ser un ruso entre rusos). Sin embargo, cuando los escritores de Europa central, indiferentes a la opinión postulada por los italianos de que la literatura tenía que ver con frases, manifestaron apasionadas denuncias contra la hegemonía rusa, los rusos reaccionaron mal. Varios de ellos afirmaron que desconocían la existencia de una cultura de Europa central independiente. Tolstaya añadió que, si a los escritores les preocupaba el Ejército Rojo, siempre podían refugiarse en su imaginación, como hacía ella, y allí serían totalmente libres. Esto no sentó bien. Brodsky aseguró, con una formulación de un imperialismo cultural casi cómico, que Rusia iba camino de resolver sus propios problemas, y que una vez llegados a ese punto, todos los problemas de Europa central se resolverían también. (Este fue el mismo Brodsky que, después de la fetua, se uniría al bando de quienes pensaban «Él sabía muy bien lo que hacía, lo hizo adrede».) Czesław Miłosz pidió la palabra para discrepar de Brodsky en términos estentóreos, y los setenta y pico escritores de la sala se vieron obsequiados con el espectáculo de los dos gigantes, ambos laureados con el Nobel (y viejos amigos), batiéndose en términos que dejaron muy claro a todos los presentes que se cocía un gran cambio en el Este. Fue como ver un avance de la caída del comunismo, la dialéctica de la historia cobrando vida, expresada y representada por los mayores intelectuales de la región en presencia de sus colegas internacionales: un momento inolvidable para los afortunados que estaban allí.
Si la historia avanzaba dialécticamente, como propuso Hegel, la caída del comunismo y el surgimiento del islam revolucionario demostraron que el materialismo dialéctico, la reelaboración del pensamiento de Hegel y Fichte desarrollada por Karl Marx, que identificaba la dialéctica como lucha de clases, estaba equivocada de raíz. Las reflexiones de los intelectuales de Europa central en el palacio de Queluz, y también la muy distinta filosofía del islam radical cuyo poder crecía muy rápidamente, desdeñaban la idea marxista de que la economía era la base de todo, de que el conflicto económico, expresado en la lucha de clases, ofrecía la mejor explicación de la dinámica de las cosas. En este nuevo mundo, en la dialéctica del mundo más allá del enfrentamiento comunismo-capitalismo, quedaría claro que la cultura podía ser también la base de todo. La cultura de Europa central se reafirmaba contra la identidad rusa para desarmar a la Unión Soviética. Y la ideología, como insistían el ayatolá Jomeini y sus adláteres, sin duda podía ser la base de todo. Las guerras de la ideología y la cultura empezaban a ocupar el centro del escenario. Y su novela, por desgracia para él, se convertiría en un campo de batalla.
Le pidieron que fuera al programa radiofónico Desert Island Discs [«Discos para la isla desierta»], en Gran Bretaña un honor mayor que cualquier premio literario. Una de las ocho opciones musicales que se llevó consigo a su imaginaria isla desierta fue un gazal en urdu compuesto por Faiz Ahmed Faiz, un amigo íntimo de la familia que había sido el primer gran escritor a quien él conoció, poeta público cuyos versos sobre la partición de la India y Pakistán eran los mejores jamás escritos, y a la vez creador despechado de poemas de amor muy admirados. Había aprendido de Faiz que la tarea del escritor era simultáneamente pública y privada, que debía ser árbitro tanto de la sociedad como del corazón humano. Otra de sus elecciones fue la música que, quizá, sonaba bajo el texto de su nueva novela: «Sympathy for the Devil», de los Rolling Stones.
Bruce Chatwin estaba mortalmente enfermo, y él lo visitó varias veces. La enfermedad afectaba al equilibrio mental de Bruce. Hasta hacía poco se había negado a pronunciar las palabras «sida» y «VIH», pero ahora declaraba delirantemente haber encontrado la cura. Dijo que estaba telefoneando a sus amigos ricos, «como el Aga Khan», con el propósito de recaudar dinero para la investigación, y quería que sus amigos literatos aportaran algo también. Los «expertos» del hospital Radcliffe, en Oxford, estaban «muy entusiasmados» y seguros de que «iba por buen camino». Bruce también tenía la certeza de que él mismo se había enriquecido enormemente. Sus libros habían vendido «una cantidad inmensa de ejemplares». Un día llamó para decir que había comprado un óleo de Chagall. Esa no fue su única «adquisición» exorbitante. Su mujer, Elizabeth, se vio obligada a devolver discretamente sus compras y explicar que Bruce no era el de siempre. Al final, su padre tuvo que recurrir a los tribunales para asumir la responsabilidad sobre la economía de su hijo, y eso provocó una triste ruptura en la familia. También había un libro de Bruce a punto de salir, su última novela, Utz. Un día telefoneó para decir: «Si nos incluyen a los dos en la lista de nominados para el Booker, debemos anunciar sencillamente que nos proponemos compartirlo. Si gano yo, lo compartiré contigo, y tú debes decir lo mismo». Hasta entonces Bruce siempre había despreciado el premio Booker.
Le pidieron que reseñara Querida Mili, un cuento de Grimm ilustrado por Maurice Sendak, para The New York Times, y si bien procuró expresar su admiración por gran parte de la obra de Sendak, no pudo evitar decir que en esas ilustraciones el gran dibujante se repetía un tanto respecto a su trabajo anterior. Después de eso Sendak dijo a los entrevistadores que era la reseña más dolorosa que había recibido jamás y que «odiaba» a su autor. (Escribió otras dos reseñas de libros, para el Observer británico, en las que encontró el libro sometido a consideración menos prodigioso que la obra anterior del autor, y los autores de La casa Rusia y Hocus pocus, John le Carré y Kurt Vonnegut, hasta entonces personas con quienes mantenía una relación cordial, también se declararon enemigos suyos. Eso era lo que pasaba con las reseñas de libros. Si a uno le encantaba un libro, el autor pensaba que sus elogios no eran más que lo que se merecía, y si a uno no le gustaba, se creaba enemigos. Decidió dejar de hacerlo. Era una tarea ingrata.)
El día que recibió las pruebas encuadernadas de Los versos satánicos lo visitó en su casa de St. Peter’s Street una periodista a quien consideraba amiga, Madhu Jain, de India Today. Cuando ella vio la gruesa portada azul oscuro con el enorme título en rojo, mostró un gran entusiasmo y le suplicó que le diera un ejemplar para poder leerlo mientras estaba de vacaciones en Inglaterra con su marido. Y en cuanto lo leyó, le pidió que le permitiera entrevistarlo y publicar un fragmento en India Today. Una vez más, él accedió. Después, durante muchos años, pensó en la publicación de ese fragmento como la cerilla que prendió el fuego. Y sin duda la revista puso de relieve lo que acabó viéndose como los aspectos «controvertidos» del libro, utilizando el titular «Un ataque inequívoco contra el integrismo religioso», que fue la primera de las innumerables descripciones imprecisas del contenido del libro, y atribuyéndole, en otro titular, unas palabras textuales -«Mi tema es el fanatismo»-, que tergiversó aún más la obra. La última frase del artículo, «Los versos satánicos desencadenará por fuerza una avalancha de protestas...», era una invitación abierta al inicio de tales protestas. El artículo fue leído por el parlamentario indio y conservador islámico Syed Shahabuddin, que reaccionó escribiendo una «carta abierta» titulada «Señor Rushdie, ha hecho usted esto con premeditación satánica», y ahí se desencadenó todo. La manera más eficaz de atacar un libro es demonizar al autor, convertirlo en una criatura con motivos viles e intenciones malévolas. El «Satán Rushdy» que después exhibirían por las calles de todo el mundo los manifestantes indignados, ahorcado en forma de monigote con una lengua roja colgándole y vestido con un burdo esmoquin, estaba creándose: nacido en la India, como el Rushdie auténtico. Esa era la primera proposición de la agresión: que cualquiera que escribiese un libro con la palabra «satánico» en el título debía de ser también satánico. Como muchas falsas proposiciones que florecieron en la incipiente Era de la Información (o desinformación), se hizo verdad a fuerza de la repetición. Di una mentira sobre un hombre una vez y mucha gente no te creerá. Dila un millón de veces y es a ese hombre a quien ya no creerán.
Con el paso del tiempo llegó el perdón. Releyendo el artículo de India Today muchos años después, en una época más tranquila, pudo conceder que el artículo era más justo de lo que el titular de la revista daba a entender, más equilibrado que su última frase. Aquellos que deseaban ofenderse se habrían ofendido de todos modos. Aquellos que querían inflamarse habrían encontrado la chispa necesaria. Tal vez el acto más dañino de la revista fue, incumpliendo la tradicional prohibición en prensa, sacar a la luz su artículo nueve días antes de la publicación del libro, en un momento en que no había llegado a la India ni un solo ejemplar. Esto dio rienda suelta al señor Shahabuddin y su aliado, otro parlamentario de la oposición llamado Jurshid Alam Khan. Ellos podían decir lo que les viniera en gana acerca del libro, y nadie podía defenderlo porque no podía leerse. Un hombre que había leído un ejemplar de prepublicación, el periodista Jushwant Singh, exigió su prohibición en un artículo de The Illustrated Weekly of India como medida para prevenir conflictos. Se convirtió así, pues, en el primer miembro del pequeño grupo de escritores internacionales incorporados al lobby de la censura. Jushwant Singh afirmó más tarde que Viking le había pedido consejo, y él había advertido al autor y la editorial de las consecuencias de la publicación. El autor no tuvo noticia de dicha advertencia. Si alguna vez se hizo, él no la recibió.
Para decepción suya, el ataque a su persona no se limitó a los detractores musulmanes. En el recién creado periódico británico Independent, el escritor Mark Lawson citó a un coetáneo anónimo de Cambridge que lo calificó de «pomposo» y que, como «chico de colegio público», se sentía «distanciado de él por su educación». Con lo que el innombrado le echaba en cara sus desdichados años en Rugby. Otro «amigo íntimo», también anónimo, «entendía» por qué él ofrecía una imagen «hosca y arrogante». Y había más: era «esquizofrénico», estaba «totalmente chiflado», ¡corregía a las personas que pronunciaban mal su nombre!, y -lo peor de todo- una vez le quitó el taxi al señor Lawson y dejó al periodista allí plantado. Estas eran cosas insignificantes, reflejaban estrechez de miras, y hubo mucho más de lo mismo en otras partes, en otros periódicos. «Amigos íntimos a menudo admiten que en realidad él no es una persona agradable», escribió Bryan Appleyard en The Sunday Times. «Rushdie es de un egotismo descomunal.» (¿Qué clase de «amigos íntimos» hablaban así de sus amigos? Solo los anónimos desenterrados por articulistas.) Aunque en la «vida normal» todo ello habría sido doloroso, nada habría importado demasiado. Pero en el gran conflicto que siguió, la idea de que no era un hombre muy agradable resultaría muy dañina.
A lord Byron le desagradaba profundamente la obra del poeta laureado del siglo XVIII Robert Southey y lo atacó virulentamente en prensa. Southey contestó que Byron formaba parte de una «escuela satánica» de escritores, y que su poesía no era más que «versos satánicos».
La edición británica de Los versos satánicos apareció el lunes 26 de septiembre de 1988, y ahora él, en retrospectiva, sentía una profunda nostalgia por ese momento, la época en que los problemas aún parecían lejos. Ese otoño, por un breve periodo, la publicación de Los versos satánicos fue un acontecimiento literario, comentado en el lenguaje de los libros. ¿Era bueno? ¿Era, como Victoria Glendinning apuntaba en el Times de Londres, «mejor que Hijos de la medianoche, porque es más contenido, pero solo en el sentido en que son contenidas las cataratas del Niágara», o, como Angela Carter dijo en The Guardian, «una obra épica en la que se han perforado orificios para dejar entrar visiones [...] [una] novela populosa, locuaz, a veces cómica, extraordinaria, contemporánea»? ¿O era, como escribió Claire Tomalin en The Independent, «una rueda que no giraba», o una novela que «se precipitaba, con las alas derritiéndose -según la opinión aún más áspera de Hermione Lee en el Observer-, hacia la ilegibilidad»? ¿Era muy numeroso el apócrifo «Club Página 15» formado por lectores incapaces de pasar de ese punto en el libro?
Muy pronto el lenguaje de la literatura quedaría ahogado por la cacofonía de otros discursos, políticos, religiosos, sociológicos, poscoloniales, y el tema de la calidad, de la intención artística seria, llegaría a parecer casi frívolo. El libro sobre la emigración y transformación que había escrito estaba desvaneciéndose y siendo sustituido por otro que apenas existía en el que Rushdie alude al Profeta y sus Compañeros como «escoria y vagabundos» (no era así, pero sí permitió que esos personajes que perseguían a los adeptos a su Profeta ficticio emplearan un vocabulario soez), Rushdie llama rameras a las esposas del Profeta (no era así, aunque las prostitutas de un burdel en su imaginaria Jahilia adoptan los nombres de las esposas del Profeta para excitar a sus clientes; las esposas en sí se describen claramente como mujeres que llevan una vida casta en el harén), Rushdie usa la palabra «joder» demasiadas veces (bueno, vale, la usó bastante). Esta novela imaginaria era contra la que se dirigiría la cólera del islam, y después de eso pocas personas desearon hablar del libro real, salvo, a menudo, para coincidir con la valoración negativa de Hermione Lee.
Cuando sus amigos le preguntaban qué podían hacer para ayudar, él a menudo suplicaba: «Defended el texto». El ataque era muy concreto, y sin embargo la defensa a menudo era general, basándose en el poderoso principio de la libertad de expresión. Tenía la esperanza de recibir, y muchas veces sentía que necesitaba, una defensa más específica, como la defensa de la calidad realizada en los casos de otros libros atacados, El amante de lady Chatterley, Ulises, Lolita; porque ese era un ataque violento no contra la novela en general ni contra la libertad de expresión en sí, sino contra una acumulación concreta de palabras (componiéndose la literatura, como le habían recordado los italianos en el palacio de Queluz, de frases), y contra las intenciones y la integridad y la capacidad del escritor que había juntado esas palabras. Lo ha hecho por dinero. Lo ha hecho por la fama. Los judíos lo han inducido a hacerlo. Nadie habría comprado este libro ilegible si él no hubiera vilipendiado el islam. Esa fue la esencia del ataque, y por consiguiente, durante muchos años, se negó a Los versos satánicos la vida corriente de una novela. Se convirtió en algo más pequeño y feo: un insulto. Había algo de surrealistamente cómico en esta metamorfosis de una novela sobre metamorfosis angélicas y satánicas en una versión-demonio de sí misma, y se le ocurrieron unos cuantos chistes de humor negro al respecto. (Muy pronto correrían chistes sobre él. ¿Has oído hablar de la nueva novela de Rushdie? Se titula «Buda, pedazo de cabrón».) Pero, para él, el humor estaba fuera de lugar en este nuevo mundo, un comentario cómico sería una nota chirriante, el desenfado era del todo inapropiado. Como su libro se convirtió simplemente en un insulto, él se convirtió en el Insultador; no solo a ojos de los musulmanes, sino en opinión del público en general. Encuestas realizadas después del «caso Rushdie» empezaron a demostrar que una gran mayoría del público británico consideraba que el autor debía presentar una disculpa por su libro «ofensivo». Esa no sería una disputa fácil de ganar.
Pero durante esas escasas semanas del otoño de 1988 el libro seguía siendo «solo una novela» y él todavía era él. Viking del Reino Unido organizó una fiesta para la presentación de su catálogo de otoño y allí conoció a Robertson Davies y Elmore Leonard. Se apretujó en un rincón con los dos magníficos ancianos mientras Elmore Leonard contaba la historia de cómo un día, después de la devastación experimentada a raíz de la muerte de su mujer, estaba preguntándose cómo llegaría a encontrar a otra compañera de vida, cuando de pronto miró por la ventana de su casa en Bloomfield Township, a las afueras de Detroit, y vio allí de pie a una mujer. Se llamaba Christine y era miembro del cuerpo de jardineros voluntarios e iba a Bloomfield con regularidad para atender el jardín de Leonard. Se casaron al cabo de un año. «No sabía dónde encontraría una esposa -dijo-, y de pronto la encontré justo delante de mi ventana, regando mis plantas.»
Siguió la habitual ronda de lecturas y firma de ejemplares por toda Gran Bretaña. Viajó a Toronto para hablar en el Festival Internacional de Autores en Harbourfront. Los versos satánicos fue seleccionada para el premio Booker junto con novelas de Peter Carey, Bruce Chatwin, Marina Warner, David Lodge y Penelope Fitzgerald. (Evitó telefonear a Bruce para reabrir el tema de compartir el premio.) La única nube en el horizonte era Syed Shahabuddin, el parlamentario indio, que exigía que se tomaran medidas en la India contra ese libro «blasfemo», a la vez que declaraba que no lo había leído, aduciendo: «No tengo que atravesar una cloaca inmunda para saber qué es la inmundicia», lo cual era un buen argumento, en relación con las cloacas. Durante un breve periodo fue posible hacer caso omiso de esa nube y disfrutar de la publicación (aunque, para ser absolutamente sincero, la publicación de un libro siempre despertaba en una gran parte de él el deseo de esconderse detrás de los muebles). Al final, el jueves 6 de octubre de 1988, la nube tapó el sol. Su amigo Salman Haidar, cuya familia había mantenido con la de él una estrecha relación durante generaciones, y que era segundo embajador de la India en Londres, asumió la difícil tarea de llamarlo para comunicarle formalmente en nombre de su gobierno que Los versos satánicos se había prohibido en la India.
Pese al tan cacareado secularismo de la India, los gobiernos indios desde mediados de los años setenta -a partir de la época de Indira y Sanjay Gandhi- habían cedido en numerosas ocasiones a la presión de los grupos de interés religiosos, sobre todo aquellos que se atribuían el control de grandes sectores del electorado. Hacia 1988, el débil gobierno de Rajiv Gandhi, con las elecciones previstas para el mes de noviembre, se rindió cobardemente a las amenazas de dos parlamentarios musulmanes de la oposición que se resistían a «entregar» los votos del electorado musulmán al Partido del Congreso. El libro no fue examinado por ninguna institución con la debida autoridad, ni hubo proceso judicial ni nada parecido. La prohibición llegó, por inverosímil que sea, del Ministerio de Economía, que, en aplicación de la Sección 11 de la Ley de Aduanas, impidió la importación del libro. Extrañamente, el Ministerio de Economía afirmó que la prohibición «no restaba valor literario o artístico» a la obra. Muchas gracias, pensó él.
Por curioso que parezca, él -inocente, ingenuo, incluso ignorante- no lo había previsto. En los años posteriores, los ataques a la libertad artística se multiplicarían en la India, y ni siquiera los personajes más eminentes se librarían: entre otros muchos, se verían afectados el pintor Maqbool Fida Husain, el novelista Rohinton Mistry, la cineasta Deepa Mehta. Pero en 1988 era posible creer en la India como país libre donde se respetaba y defendía la expresión artística. Él lo creía. La prohibición de libros era algo que ocurría con excesiva frecuencia al otro lado de la frontera, en Paquistán. No era propio de la India. Jawaharlal Nehru había escrito en 1929: «Es un poder peligroso en manos de un gobierno, el derecho a decidir qué debe leerse y qué no [...] En la India es muy probable que se dé un mal uso a ese poder». En ese momento el joven Nehru escribía contra la censura de libros por parte de los caciques británicos de la India. Era triste pensar que sus palabras podían utilizarse, casi sesenta años después, como crítica a la propia India.
Para ser libre, uno tenía que partir de la presunción de libertad. Y de otra presunción: que el trabajo de uno se trataría como algo creado con integridad. Él siempre había escrito partiendo del supuesto de que tenía derecho a escribir como quisiera, y del supuesto de que su obra al menos sería tratada como un trabajo serio; y sabiendo, además, que los países cuyos escritores no podían partir de esos supuestos tendían, o ya habían llegado, al autoritarismo y la tiranía. Los escritores prohibidos en las zonas no libres del mundo no solo estaban proscritos: eran también vilipendiados. En la India, no obstante, la presunción de libertad y respeto intelectuales siempre había estado presente excepto durante los años dictatoriales del «estado de emergencia» impuesto por Indira Gandhi entre 1974 y 1977 después de ser declarada culpable de fraude electoral. Él se había enorgullecido de ese talante abierto y alardeaba de él ante otras personas en Occidente. La India estaba rodeada de sociedades no libres -Pakistán, China, Birmania-, pero seguía siendo una democracia abierta; con defectos, sin duda, quizá incluso con graves defectos, pero libre.
Desde la entusiasta acogida que recibió Hijos de la medianoche, la respuesta india a su obra había sido para él motivo de gran orgullo, y por tanto la prohibición de la importación de Los versos satánicos fue un golpe doloroso. Movido por ese dolor, publicó una carta abierta al primer ministro Rajiv Gandhi, nieto de Nehru, carta que, según algunos comentaristas, fue en exceso agresiva. Se quejó de las declaraciones oficiales según las cuales el libro había sido prohibido como una medida preventiva. «Se identificaron ciertos fragmentos como susceptibles de tergiversación y uso indebido, presuntamente por parte de fanáticos religiosos con pocos escrúpulos y demás. La orden de prohibición se había promulgado para prevenir ese uso indebido. Por lo visto, mi libro no se considera blasfemo ni objetable en sí mismo, pero se proscribe por, digamos, ¡su propio bien! [...] Es como si después de identificar a una persona inocente como posible víctima de una agresión por parte de asaltantes o violadores, hubiese que meter a esa persona en la cárcel para su protección. Ese, señor Gandhi, no es comportamiento propio de una sociedad libre.» Tampoco era ese al parecer el comportamiento propio de un novelista: reñir a un primer ministro. Eso era... arrogante. Eso era descaro. La prensa india calificaba la prohibición de «decisión ignorante», y una muestra de «control del pensamiento», pero teóricamente él debía vigilar sus palabras.
Y no lo había hecho. «¿Qué clase de India desea usted gobernar? ¿Ha de ser una sociedad abierta o una sociedad represiva? Su actuación en el asunto de Los versos satánicos será un indicador importante para muchas personas en todo el mundo.» Sin duda con poco acierto, había acusado a Rajiv Gandhi de llevar a cabo una venganza familiar. «Quizá considere que al prohibir mi cuarta novela se resarce por fin del trato que di a su madre en la segunda, pero ¿puede estar usted seguro de que el buen nombre de Indira Gandhi resistirá mejor y por más tiempo que Hijos de la medianoche?» Sí, desde luego, eso era arrogante. También había indignación y dolor, pero la arrogancia estaba presente de manera innegable. Muy bien. Así era. Él estaba defendiendo algo que veneraba por encima de casi todas las cosas, el arte de la literatura, frente a un acto de flagrante oportunismo político. Quizá se requería un poco de arrogancia intelectual. No era una defensa práctica, desde luego; no era una defensa concebida para modificar la actitud del adversario. Era un intento de situarse en una posición de autoridad cultural, y concluía con un llamamiento retórico a esa posteridad cuyo juicio no podían conocerlo ni Rajiv Gandhi ni él mismo. «El presente es suyo, señor primer ministro, pero los siglos pertenecen al arte.»
La carta se difundió ampliamente el domingo 19 de octubre de 1988. Al día siguiente se recibió la primera amenaza de muerte en las oficinas de Viking. Al otro día se suspendió una lectura programada en Cambridge porque el local donde iba a celebrarse también había recibido amenazas. La nube se espesó.
El jurado del premio Booker de 1988 falló sin grandes dilaciones. El presidente del jurado, Michael Foot, parlamentario, antiguo líder del Partido Laborista y ferviente admirador de Hazlitt y Swift, defendió apasionadamente Los versos satánicos. Los otros cuatro miembros del jurado estaban firmemente convencidos de los méritos superiores de la excelente novela Oscar y Lucinda de Peter Carey. Hubo una votación después de una breve discusión, y ahí quedó todo. Tres años antes el jurado había llegado a un punto muerto con la magnífica obra cómico-picaresca de Carey El embaucador y la excelente novela sobre el IRA de Doris Lessing La buena terrorista, y al final, en una decisión de compromiso, el premio había recaído en la obra épica maorí The Bone People de Keri Hulme. Él había cenado con Peter Carey la noche después de conocerse ese resultado y le había dicho que debería haber ganado su libro. Carey habló de la novela que había empezado a escribir. Una de las razones por las que estaba en Inglaterra era para llevar a cabo ciertas investigaciones. Había una playa en Devon que quería visitar. Él se ofreció a llevar a Peter en coche al sudoeste, y pasaron un magnífico día viajando por Inglaterra hasta el «Hennacombe» donde vivirían el niño Oscar Hopkins y su feroz padre Theophilus en su novela, tal como sus modelos en la vida real, el escritor Edmund Gosse y su padre Philip (al igual que Theophilus, naturalista, viudo y miembro de los Hermanos de Plymouth) habían vivido a mediados del siglo XIX. Encontraron la playa a cuatrocientos peldaños de lo alto del acantilado. Recogieron unas cuantas conchas y muchos peculiares guijarros rosa y grises. Comieron un pesado almuerzo de pub a base de cerveza tibia y carne en salsa oscura. Hablaron del amor todo el día. Él por aquel entonces estaba aún con Robyn, y además ella era australiana, como Carey, claro; y Peter se había casado recientemente con Alison Summers, directora teatral de Sidney, y rebosaba pasión y alegría. Para cuando regresaron a Londres, eran ya amigos. Él rompió con Robyn poco después, y con el tiempo el matrimonio de Peter con Alison acabó en una agria separación, pero que el amor pudiera morir no significaba que no hubiera vivido. Cuando se anunció el resultado del Booker, él se apresuró a atravesar el Guildhall para abrazar a Peter y darle la enhorabuena, y para susurrarle irónicamente que la moraleja de esa historia era que el escritor A nunca debía ayudar al escritor B en sus indagaciones, porque entonces el escritor B usaría esas investigaciones para imponerse al escritor A en el Booker.
Habría sido agradable ganar, pero él se alegró por Peter y, a decir verdad, le preocupaba más la creciente polémica pública sobre su libro. Una victoria de Los versos satánicos habría sido útil; habría situado en el centro de la escena la «defensa de la calidad». Pero reclamaban su atención temas más importantes. Cuando llegó a casa, a eso de las once de la noche, encontró un mensaje en el contestador automático en el que se le pedía que telefoneara con urgencia a un clérigo musulmán de Sudáfrica, por tarde que fuera. Había sido invitado a Johannesburgo por la publicación antiapartheid Weekly Mail para pronunciar el discurso central de un congreso sobre el apartheid y la censura -invitación presentada con el consenso del «amplio movimiento democrático» de Sudáfrica, en otras palabras, con el apoyo implícito del Congreso Nacional Africano-, y tenía previsto marcharse de Londres al cabo de cuatro días. «Debo hablar con usted antes de que suba al avión», decía el mensaje. Él estaba de un ánimo extraño, causado por una combinación de problemas conyugales y los acontecimientos de la velada (esa fue la noche en que Marianne le dijo a William Golding que había escrito un Señor de las moscas feminista), y al final decidió hacer la llamada. Sentado en el salón a oscuras, escuchó una voz de otro mundo decirle que no debía ir a hablar en el congreso del Weekly Mail. La voz se describía como una persona moderna y progresista, cuya preocupación tenía dos vertientes: temía por su seguridad, así como por el bien del movimiento antiapartheid. Si él visitaba Johannesburgo en el actual clima, la reacción musulmana sería amplia y hostil. Eso entrañaría peligros tanto a niveles personales como políticos. Una disputa dentro de la coalición antiapartheid tendría efectos catastróficos y beneficiaría solo los intereses del régimen supremacista blanco. Era preferible que él no viajara para no convertirse en catalizador de una disputa así.
A la mañana siguiente telefoneó a Nadine Gordimer, quien, como patrocinadora del Congreso de Escritores Sudafricanos (COSAW, por su sigla en inglés), era la otra promotora de su invitación a hablar. Esa mujer menuda e indómita era una vieja amiga, y una de las personas a quien él más respetaba y admiraba. La encontró en extremo agitada y angustiada. Los musulmanes de Sudáfrica, por lo general ruidosos en su oposición a las restricciones del apartheid, amenazaban con declarar una guerra santa al autor blasfemo y su libro. Lo matarían y colocarían bombas en sus actos públicos y atacarían a quienes lo habían invitado. La policía parecía no poder o no querer garantizar la seguridad de aquellos que recibían amenazas. Existía el riesgo de una escisión en el seno del COSAW, en el que los miembros musulmanes amenazaban con dimitir en bloque, y la consiguiente pérdida de financiación a raíz de esa ruptura sería un desastre para la organización. La redacción del Weekly Mail se componía predominantemente de judíos, y en la virulencia musulmana se advertía un desagradable antisemitismo. Nadine Gordimer había intentado reunirse con los líderes musulmanes para solventar el problema, y muchas figuras sumamente respetadas del movimiento apartheid habían solicitado a los extremistas musulmanes que se retractaran, pero estos no lo habían hecho. La profesora Fatima Meer, destacada intelectual musulmana, había declarado: «En última instancia, es el Tercer Mundo lo que Rushdie ataca». Pese a toda una vida de anticolonialismo, estaban transformándolo en un opresor, que había dirigido un «malévolo ataque contra su propio pasado étnico». Ante esta crisis, el Congreso Nacional Africano, asombrosamente, se mantuvo en silencio. Fueron muchas las voces que se alzaron contra la agresión musulmana, incluidas las de J.M. Coetzee, Athol Fugard y André Brink, pero las amenazas de los fundamentalistas islámicos eran más estridentes cada día. Gordimer se mostró claramente alterada y, como amiga, protectora. «No puedo hacer que corras un peligro así», dijo.
Esa semana el gobierno sudafricano prohibió también Los versos satánicos. El edicto de prohibición, con sumo desprecio, calificó la novela de «texto tenuemente disfrazado de obra literaria». Criticó su «vocabulario soez» y dictaminó que era «repulsiva no solo para los musulmanes, sino para cualquier lector que tenga claros valores de decencia y cultura». Lo interesante fue que esa misma terminología aparecía en la carta a los «Hermanos en el islam» -evidentemente no consideraban a las «Hermanas en el islam» dignas de dirigirse a ellas-, publicada por el Comité de Acción sobre Asuntos Islámicos del Reino Unido unos días antes, el 28 de octubre. En ese documento, la descripción de texto «tenuemente disfrazado de obra literaria» se incluía también, así como muchas de las acusaciones de improperios, inmundicia y demás. Los racistas blancos de Sudáfrica por lo visto escribían al dictado del señor Mughram al-Ghamdi, el firmante de la carta del Comité de Acción del Reino Unido.
Después de muchas conversaciones telefónicas con Nadine y con Anton Harber, el codirector del Weekly Mail, le dijeron que el COSAW, pese a su radicalismo político, recomendaba al periódico que retirase la invitación. Lo entristeció saber que eso había precipitado un enfrentamiento público entre los dos escritores más grandes de Sudáfrica. J. M. Coetzee se opuso a la retirada de la invitación, aduciendo que la decisión de acudir o no correspondía solo a Rushdie. Nadine Gordimer, lamentándolo enormemente, declaró que la cuestión de la seguridad era prioritaria. Los dos tenían razón, pero él no quería que sus colegas escritores discutieran por él. Aceptó la decisión de retirar la invitación. Ese mismo día Tony Lacey, su director editorial en Viking, lo telefoneó para anunciarle en confianza que Los versos satánicos había ganado el premio Whitbread a la mejor novela. A todas luces su «tenue disfraz de obra literaria» había surtido efecto.
El primer anónimo por correo llegó a su casa de Londres. El Evening Standard informó de una amenaza islámica mundial para «acabar con Penguin». El famoso abogado David Napley exigió que se lo procesara conforme a la Ley de Orden Público. Mientras tanto, Clarissa y él llevaron a Zafar a ver los fuegos artificiales de la Noche de Guy Fawkes en Highbury Fields. Marianne cumplió cuarenta y un años, y al mediodía él fue a la ceremonia de entrega del premio Whitbread para recibir su galardón. Por la tarde, ella discutió con él. Vivía oculta bajo su sombra, dijo, y eso no le gustaba. Esa noche, todavía irritados el uno con el otro, fueron al Teatro Nacional a ver la obra de Harold Pinter El lenguaje de la montaña. Salió de allí con la sensación de que, al igual que los personajes de la obra, también a él se le prohibía usar su lenguaje. Su lenguaje era indebido, incluso delictivo. Deberían someterlo a juicio, expulsarlo de la sociedad, incluso matarlo. Todo eso era legítimo debido a su lenguaje. Era el lenguaje de la literatura lo que constituía el delito.
Había transcurrido un año desde la muerte de su padre. Él se alegraba de que Anis no estuviera allí para ver lo que le pasaba a su hijo. Telefoneó a su madre. Negin lo apoyó incondicionalmente, esa gente espantosa, pero, curiosamente, defendió a su Dios. «No culpes a Alá por lo que esa gente dice.» Discutió con ella. ¿Qué clase de Dios podía ser disculpado de las acciones de sus seguidores? ¿No infantilizaba, en cierto modo, a la deidad afirmar que era incapaz de actuar contra los fieles? Ella se mantuvo en sus trece. «Alá no tiene la culpa.» Dijo que rezaría por él. Él se quedó atónito. Esa no era la clase de familia que había sido en otro tiempo. Su padre había muerto hacía menos de un año, ¿y ahora de pronto su madre rezaba? «No reces por mí -dijo él-. ¿Es que no te das cuenta? Ese no es nuestro equipo.» Ella se echó a reír, siguiéndole la corriente, pero no lo entendió.
Se encontró algo así como una solución para el problema de Sudáfrica. Accedió a hablar en el congreso del Weekly Mail por vía telefónica desde Londres. Su voz llegó a Sudáfrica, sus ideas se oyeron en un salón de Johannesburgo que él no veía, pero él se quedó en casa. No fue satisfactorio, pero le pareció mejor que nada.
El gran jeque de al-Azhar, Gad el-Haq Ali Gad el-Haq: el nombre le sonaba increíblemente anticuado, un nombre de Las mil y una noches que pertenecía a la era de las alfombras voladoras y las lámparas maravillosas. Este gran jeque, una de las mayores eminencias en teología islámica, un sacerdote conservador a ultranza que actuaba desde la Universidad al-Azhar en El Cairo, pronunció, el 22 de noviembre de 1988, una declaración contra el libro blasfemo. Condenó la manera en que «mentiras y productos de la imaginación» se hacían pasar por datos reales. Hizo un llamamiento a los musulmanes británicos para que emprendieran acciones legales contra el autor. Instaba a la acción a los cuarenta y seis miembros de la Organización de la Conferencia Islámica. Los versos satánicos no era el único libro que lo había disgustado. Renovó, además, sus objeciones contra la novela del gran autor egipcio y premio Nobel Naguib Mahfuz, Hijos de nuestro barrio, también acusada de blasfemia porque su narración contemporánea era una alegoría de la vida de los profetas desde Abraham hasta Mahoma. «No se puede permitir que circule una novela solo porque su autor ha ganado el premio Nobel de literatura -declaró-. Ese galardón no justifica la propagación de ideas erróneas.»
Gad el-Haq Ali Gad el-Haq tampoco fue el único jeque egipcio al que ofendieron estos libros y sus autores. El llamado Jeque Ciego, Omar Abdel-Rahman, después encarcelado por su implicación en el primer atentado contra el World Trade Center de Nueva York, anunció que si Mahfuz hubiese sido debidamente castigado por Hijos de nuestro barrio, Rushdie no se habría atrevido a publicar Los versos satánicos. En 1994, uno de sus seguidores, interpretando esa declaración como una fetua, acuchilló a Naguib Mahfuz en el cuello. Afortunadamente el anciano novelista sobrevivió. Después de la fetua de Jomeini, Mahfuz salió inicialmente en defensa de Los versos satánicos, denunciando el acto de Jomeini como «terrorismo intelectual», pero posteriormente se decantó hacia el bando opuesto, declarando que «Rushdie no tenía derecho a dirigir sus insultos contra nada, y menos contra un profeta o cualquier cosa considerada sagrada».
Ahora nombres cuasi mitológicos se le echaban encima, grandes jeques y jeques ciegos, los seminaristas de Darul Uloom en la India, los mulás wahabíes de Arabia Saudí (donde también se había prohibido el libro) y, en el futuro cercano, los teólogos iraníes con turbante de Qom. Nunca había prestado mucha atención a esos augustos personajes, pero desde luego ellos sí se la prestaban a él. Rápidamente, sin compasión, el mundo de la religión fijaba los términos del debate. El mundo seglar, menos organizado, menos unido, y en esencia menos preocupado, se quedó muy a la zaga; y se cedió mucho terreno vital sin luchar.
A medida que las manifestaciones de los fieles crecían en número, tamaño y clamor, el escritor sudafricano Paul Trewhela, en un audaz artículo defendiéndolo a él y su novela desde una posición de izquierdas, y en términos inexorablemente secularistas, describió la campaña islámica como una «irrupción de masivo irracionalismo popular», una formulación que implicaba una interesante pregunta, y una pregunta difícil para la izquierda: ¿cómo debía reaccionar uno cuando las masas actuaban de una manera irracional? ¿Podía «el pueblo» sencillamente equivocarse alguna vez? Trewhela sostuvo que era «la tendencia secularizante de la novela lo que estaba en tela de juicio [...] su intención (dice Rushdie) de “hablar de Mahoma como si fuera humano”», y comparaba este proyecto con el de los Jóvenes Hegelianos en Alemania en las décadas de 1830 y 1840, y su crítica del cristianismo, su convicción de que -en palabras de Marx «el hombre crea la religión, la religión no crea al hombre». Trewhela defendió que Los versos satánicos pertenecía a la tradición literaria antirreligiosa de Boccaccio, Chaucer, Rabelais, Aretino y Balzac, y propuso una contundente respuesta secularista al ataque religioso. «El libro no será acallado -escribió-. Estamos en el parto, doloroso, sangriento y difícil, de un nuevo periodo de ilustración revolucionaria.»
En la izquierda había muchos -Germaine Greer, John Berger, John le Carré- para quienes la idea de que las masas pudieran equivocarse era difícil de aceptar. Y si bien la opinión progresista titubeaba y se andaba con evasivas, el movimiento de irracionalismo popular y masivo fue, día tras día en su irracionalidad, y también en su popularidad.
Él fue uno de los firmantes de la Carta 88, cuyo título (que algunos comentaristas conservadores consideraron «jactancioso») era un homenaje a la gran carta de libertades, la Carta 77, publicada por los intelectuales disidentes checos once años antes. La Carta 88 fue un llamamiento a la reforma constitucional británica, y se presentó en una rueda de prensa en la Cámara de los Comunes a finales de noviembre. El único británico de primera línea que se presentó en la reunión fue el futuro ministro de Asuntos Exteriores laborista Robin Cook. Esa fue una etapa de máximo thatcherismo, y el líder laborista, Neil Kinnock, había quitado importancia en privado al grupo, considerándolo un puñado de «tarados, quejicas y llorones». En aquellos tiempos, antes de que los grandes debates sobre la devolución de poderes cambiaran tan drásticamente la política británica, la reforma constitucional no se sometía a votación. Cook estaba presente por su compromiso con la devolución de poderes a Escocia.
Once años más tarde, la relación amistosa forjada ese día llevaría de manera indirecta a la resolución de la crisis internacional en torno a Los versos satánicos. Sería Robin Cook quien, como ministro de Asuntos Exteriores del gobierno Blair, pusiese todo su empeño en solucionar el problema; quien, con su subsecretario el parlamentario Derek Fatchett, luchó por dar el gran paso al frente, y lo consiguió.
El año acabó mal. El 2 de diciembre tuvo lugar una manifestación contra Los versos satánicos en Bradford, la ciudad de Yorkshire con la mayor población musulmana de toda Gran Bretaña. El 3 de diciembre Clarissa recibió su primera amenaza telefónica. El 4 de diciembre, día en que ella cumplía cuarenta años, le llegó otra. Una voz dijo: «Iremos a por ti esta noche, Salman Rushdie, al 60 de Burma Road». Esa era la dirección de ella. Avisó a la policía, y unos agentes se quedaron en su casa toda la noche.
No pasó nada. La tensión aumentó un grado más.
El 28 de diciembre llegó otra amenaza de bomba a la sede de Viking. Andrew Wylie le llamó para decírselo. «El miedo empieza a ser un factor», comentó Andrew.
Luego vino 1989, el año en que cambió el mundo.
El día que quemaron su libro él llevó a su mujer norteamericana a ver Stonehenge. Se había enterado de que en Bradford tenían prevista la quema y algo dentro de él se rebeló violentamente. No quería quedarse todo el día de brazos cruzados a ver qué ocurría y después hacer frente a las inevitables indagaciones de la prensa, como si no tuviera nada mejor que hacer que estar al servicio de la fealdad del día. Bajo un cielo plomizo, partieron hacia las antiquísimas piedras. Según Geoffrey de Monmouth, fue Merlín quien construyó Stonehenge. Geoffrey era una fuente poco fiable, claro está, pero eso presentaba Stonehenge como algo más atractivo que un antiguo lugar de enterramiento, según la versión de los arqueólogos, o un altar de un culto druídico. Mientras conducía hacia allí a toda velocidad, no estaba de humor para druidas. Los cultos religiosos, grandes o pequeños, pertenecían a la papelera de la historia y deseaba que alguien los tirara allí junto con el resto de las obras de juventud del género humano, por ejemplo, la idea de que la tierra era plana o de que la luna era de queso.
Marianne estaba resplandeciente como pocas veces. Había días en que su rostro irradiaba un resplandor casi aterrador, su intensidad habitual potenciada casi en exceso. Era de Lancaster, Pensilvania, pero no tenía nada de amish. Poseía un estilo personal exuberante. Los habían invitado a una fiesta de la realeza en el jardín del palacio de Buckingham y ella se había puesto una combinación negra reluciente en lugar de un vestido, acompañada de una elegante torera y un pequeño casquete. Aun animándola su hija a ponerse un sujetador, se negó. Él se paseó por los jardines del palacio con su mujer en ropa interior y sin sujetador. La realeza, vestida con prendas de colores primarios, estaba allí rodeada de hordas de invitados, como caballos de carreras, cada uno en su paddock particular. La multitud agolpada en torno al combinado que formaban la reina y Carlos-Diana era de lejos la más numerosa. El club de fans de la princesa Margarita era casi bochornosamente reducido. «Me pregunto -dijo Marianne- qué lleva la reina en el bolso.» Esa fue una pregunta graciosa y pasaron unos momentos felices imaginando el contenido. Spray de gas pimienta, tal vez. O tampones. Dinero no, obviamente. Nada en lo que apareciera su cara.
Cuando Marianne se animaba, era divertido estar con ella. Su inteligencia, su ingenio, eran innegables. Tomaba notas allí adonde iba y tenía una caligrafía tan exuberante como ella. A él a veces lo alarmaba la prontitud con que transformaba experiencia en ficción. Casi no daba tiempo a la reflexión. Las anécdotas salían a borbotones de ella, convirtiéndose los incidentes de ayer en las frases de hoy. Y cuando su rostro irradiaba resplandor, se la veía extraordinariamente atractiva, o chiflada, o lo uno y lo otro. Ella le dijo que todas las mujeres de su obra narrativa cuyo nombre empezaba por la letra M eran versiones de sí misma. En la novela que publicó antes de John Dollar, una novela titulada Separate Checks que a él le había gustado, el personaje principal se apellidaba McQueen: Ellery McQueen, nombre inspirado en el del autor de suspense. El escritor Ellery Queen era en realidad dos escritores de Brooklyn, primos, llamados Frederic Dannay y Manfred Bennington Lee, solo que esos eran también alias, y sus verdaderos nombres eran Daniel Nathan y Emanuel Lepofsky. El personaje de Marianne era un alias cuyo nombre jugaba con el seudónimo de un par de escritores con el yo escindido que usaban ese alias para camuflar nombres que eran en sí mismos alias de otros nombres. Ellery McQueen, en Separate Checks, era una paciente de una clínica psiquiátrica privada. Tenía trastocado el equilibrio mental.
En Bradford se congregaba una muchedumbre ante la comisaría de policía en The Tyrls, una plaza donde también se alzaban el Ayuntamiento de estilo italiano y el juzgado. Había un estanque con un surtidor y una zona destinada al «rincón del orador» para que la gente perorara sobre lo que le viniera en gana. Sin embargo, a los manifestantes musulmanes no les interesaba la oratoria melodramática. The Tyrls era un espacio más modesto que la plaza de la Ópera de Berlín el 10 de mayo de 1933, y en Bradford solo había un libro en litigio, no veinticinco mil o más; muy pocos de los allí reunidos debían de saber gran cosa sobre los acontecimientos presididos hacia más de cincuenta y cinco años por Joseph Goebbels, que exclamó: «¡No a la decadencia y la corrupción moral! ¡Sí a la decencia y la moralidad en la familia y el Estado! Encomiendo a las llamas los textos de Heinrich Mann, Ernst Gläser, Erich Kästner». Ese día ardieron también las obras de Bertolt Brecht, Karl Marx, Thomas Mann e incluso Ernest Hemingway. No, los manifestantes no sabían nada de esa hoguera, ni del deseo de los nazis de «purgar» y «purificar» la cultura alemana de ideas «degeneradas». Quizá tampoco conocieran el término auto de fe, ni las actividades de la Inquisición católica, pero por más que carecieran de sentido de la historia, formaban parte de ella. También ellos habían ido allí a destruir un texto herético mediante el fuego.
Se paseó entre las piedras de lo que quería ver como el monumento megalítico de Merlín y durante una hora el presente se escabulló. Incluso es posible que cogiera a su mujer de la mano. En el camino de vuelta pasaron por Runnymede, la vega junto al Támesis donde los nobles del rey Juan obligaron al monarca a firmar la Carta Magna. Fue allí donde los británicos empezaron a conquistar su libertad de manos de soberanos tiránicos hacía 774 años. El monumento conmemorativo británico a John F. Kennedy se encontraba también allí y las palabras del presidente caído, grabadas en piedra, tuvieron un gran significado para él ese día. Todas las naciones han de saber, sean o no amigas, que pagaremos cualquier precio, sobrellevaremos cualquier carga, afrontaremos cualquier dificultad, apoyaremos a cualquier amigo y nos opondremos a cualquier enemigo para garantizar la supervivencia y el triunfo de la libertad.
Encendió la radio del coche y la quema de Bradford encabezaba las noticias. Cuando llegaron a casa, el presente lo engulló. Vio por televisión aquello que había intentado eludir durante todo el día. En la manifestación participaba quizá un millar de personas, y todas ellas eran hombres. Sus rostros mostraban expresiones de ira o, para ser más exactos, sus rostros simulaban expresiones de ira para las cámaras. Él veía en sus ojos la excitación que sentían ante la presencia de la prensa internacional. Era la excitación de la celebridad, de lo que Saul Bellow había llamado el «glamour del acontecimiento». Verse bañado en los destellos de los flashes era una experiencia gloriosa, casi erótica. Ese era su instante en la alfombra roja de la historia. Portaban pancartas en las que se leía RUSHDIE APESTA y RUSHDIE, CÓMETE TUS PALABRAS. Estaban preparados para su primer plano.
Había un ejemplar de la novela clavado a un trozo de madera y luego le prendieron fuego: crucificado y después inmolado. Fue una imagen que no podría olvidar: las caras felizmente coléricas, regodeándose en su cólera, convencidas de que su identidad surgía de su rabia. Y en primer plano un hombre muy pagado de sí mismo, con un sombrero de fieltro y un pequeño bigote a lo Poirot. Ese era un concejal de Bradford, Mohammed Ajeeb -la palabra ajeeb, extrañamente, significaba «extraño» en urdu-, que decía a la muchedumbre: «Islam es paz».
Vio arder su libro y naturalmente pensó en Heine. Para los hombres y muchachos muy pagados de sí mismos presentes en Bradford, Heinrich Heine no significaba nada. Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen. (Allí donde queman libros, al final queman a las personas). La frase de Almanzor, escrita proféticamente un siglo antes de las hogueras nazis, y grabada más tarde en el suelo de la plaza de la Ópera de Berlín, el mismo lugar de la antigua quema de libros nazi: ¿se inscribiría también algún día en la acera de The Tyrls para conmemorar ese hecho mucho menor y aun así vergonzoso? No, pensó. Probablemente no. Pese a que el libro quemado en Almanzor era el Corán, y quienes lo quemaban pertenecían a la Inquisición.
Heine fue un judío que se convirtió al luteranismo. Un apóstata, podría decirse, si ese fuese un lenguaje que a uno le gustase usar. También a él lo acusaron de apostasía, entre muchos otros delitos: blasfemia, agravios, ofensas. Los judíos lo han inducido a hacerlo, dijeron. Su editor era judío y le pagó por hacerlo. Su mujer, judía, lo empujó a ello. Eso era tristemente cómico. Marianne no era judía; y tal como iban las cosas entre ellos la mayor parte del tiempo, ella no podría haberlo convencido ni de que esperara a que cambiara el semáforo antes de cruzar una calle muy transitada. Pero aquel día, el 14 de enero de 1989, los dos dejaron de lado sus diferencias y se cogieron de la mano.
Un admirador desconocido le había mandado una camiseta. LA BLASFEMIA ES UN CRIMEN SIN VÍCTIMAS. Pero ahora la victoria de la Ilustración parecía pasajera, reversible. El lenguaje antiguo se había renovado; ideas derrotadas estaban otra vez en marcha. En Yorkshire habían quemado su libro.
Ahora también él estaba enfadado.
«¡Qué frágil es la civilización -escribió en el Observer-, qué fácilmente, qué alegremente arde un libro! Dentro de mi novela, los personajes aspiran a volverse plenamente humanos afrontando los grandes hechos del amor, la muerte y (con o sin Dios) la vida del alma. Fuera de ella, las fuerzas de la inhumanidad están en marcha.“Hoy mismo, en la India, se están estableciendo líneas de combate”, comenta uno de mis personajes.“Secularismo contra religiosidad, la luz contra la oscuridad. Vale más que decidas de qué lado estás.” Ahora que esa batalla se ha extendido a Gran Bretaña, solo confío en que no se pierda por incomparecencia. Ha llegado la hora de que decidamos.»
No todo el mundo lo vio así. Hubo muchos subterfugios, sobre todo por parte de parlamentarios con un número significativo de electores musulmanes. Uno de los parlamentarios de Bradford, Max Madden, junto con Jack Straw, ambos miembros del Parlamento con un sólido historial en la defensa de la libertad de expresión, se situaron mansamente del lado musulmán, junto con otras belicosas eminencias del Partido Laborista como Roy Hattersley y Brian Sedgemore. En defensa de la obra Perdition, Straw había escrito en septiembre de 1988: «Su idea [...] me resulta ofensiva [...] pero la democracia consiste en otorgar derechos de libre expresión a aquellos de quienes uno discrepa profundamente». Esta vez, en cambio, Straw decidió dar apoyo a quienes exigían una ampliación de la ley contra la blasfemia para abarcar todas las religiones (la ley contra el libelo blasfemo del Reino Unido solo protegía a la Iglesia de Inglaterra establecida), y declarar ilegal un material que «ofendía el sentimiento religioso». (La ley contra la blasfemia se abolió definitivamente en 2008, pese al señor Straw.) Max Madden «lamentaba» que «Rushdie hubiera agravado las protestas por Los versos satánicos negándose a conceder a los musulmanes todo derecho a réplica (sugerí la inserción de un breve encarte [en la novela] donde se permitiera a los musulmanes explicar por qué consideraban ofensivo el libro)». Bob Cryer, también parlamentario por Bradford, se opuso vigorosamente a los manifestantes musulmanes y no perdió el escaño.
Max Madden acusó al autor de mostrarse «tibio» ante el enfrentamiento con sus adversarios. Él fue en tren a Birmingham para salir en el programa del mediodía de la BBC Daytime Live, donde entablaría un debate con el líder musulmán Hesham el-Essawy, un empalagoso dentista de Harley Street que se presentaba como moderado con la única intención de apaciguar la exaltación. Mientras estaban en el aire, se concentró una manifestación frente a los estudios de la BBC y a sus espaldas, a través de los ventanales de cristal cilindrado, se vio al gentío vociferar amenazadoramente. La exaltación no se aplacó ni calmó.
Al día siguiente de la quema del libro en Bradford, la principal cadena de librerías británica, W. H. Smith, retiró el libro de las estanterías en sus 430 tiendas. Su gerente, Malcolm Field, dijo: «En modo alguno deseamos que se nos considere censores. Es nuestro deseo proporcionar al público lo que quiere».
La brecha entre el «Salman» privado que él creía ser y el «Rushdie» público que él apenas reconocía se agrandaba día a día. Uno de ellos, Salman o Rushdie, él no sabía bien cuál, vio con consternación la cantidad de parlamentarios laboristas que se subían al carro musulmán -al fin y al cabo, él había apoyado al laborismo toda su vida- y observó lúgubremente que «los verdaderos conservadores de Gran Bretaña están ahora en el Partido Laborista, en tanto que los radicales están en el lado conservador».
Era difícil no admirar la eficiencia de sus adversarios. Los faxes y los télex iban de un país a otro, documentos de una sola página con puntos a modo de agenda circularon por las mezquitas y otras organizaciones religiosas, y pronto todos cantaban con la misma partitura. La moderna tecnología de la información se utilizaba al servicio de ideas retrógradas. Lo moderno se volvía contra sí mismo por obra de lo medieval, al servicio de una visión del mundo que sentía aversión por la propia modernidad: la modernidad racional, razonable, innovadora, secular, escéptica, desafiante, creativa, la antítesis de la fe mística, estática, intolerante, anquilosante. La creciente marea de radicalismo islámico fue descrita por sus propios ideólogos como «revuelta contra la historia». La historia, el avance de los pueblos a lo largo del tiempo, era en sí misma el enemigo, más que cualquier simple infiel o blasfemo. Pero lo nuevo, que era la creación supuestamente despreciada de la historia, podía utilizarse para resucitar el poder de lo antiguo.
Dieron un paso al frente tanto aliados como adversarios. Comió con Aziz al-Azmeh, el profesor sirio de estudios islámicos de la Universidad de Exeter, que escribiría, en los años siguientes, algunas de las críticas más mordaces contra el ataque a Los versos satánicos, así como algunas de las defensas más eruditas de la novela desde el seno de la tradición islámica. Conoció a Gita Sahgal, una autora y activista en pro de los derechos de la mujer y los derechos humanos cuya madre fue la destacada novelista india Nayantara Sahgal, y cuyo tío abuelo fue el mismísimo Jawaharlal Nehru. Gita fue una de las fundadoras de Mujeres Contra el Fundamentalismo, un grupo que intentó, con no poco valor, oponerse a los manifestantes musulmanes. El 28 de enero de 1989 unos ocho mil musulmanes se manifestaron por las calles de Londres para concentrarse en Hyde Park. Gita y sus colegas organizaron una contramanifestación para desafiarlos, y fueron físicamente agredidas e incluso derribadas a golpes. Eso no mermó su determinación.
El 18 de enero Bruce Chatwin murió en Niza en casa de su amiga Shirley Conran.
La novela estaba a punto de publicarse en Estados Unidos -la edición estadounidense acabada llegó a su casa con un aspecto hermoso-, y había ya amenazas de «asesinato y caos» por parte de los musulmanes de Estados Unidos. Corrían rumores de que se habían ofrecido cincuenta mil dólares por su cabeza. Prosiguió la enconada polémica en la prensa, pero de momento la mayor parte de los editoriales se decantaban de su lado. «Estoy librando la batalla de mi vida -escribió en su diario personal-, y esta última semana he empezado a tener la sensación de que estoy ganando, pero aún me da miedo la violencia.» Cuando leyó esta entrada más adelante, se maravilló de su optimismo. Ni siquiera estando ya tan cerca del mazazo de Irán, había sido capaz de prever el futuro. No habría sido gran cosa como profeta.
Había empezado a llevar dos vidas: la vida pública de la controversia, y lo que quedaba de su antigua vida privada. El 23 de enero de 1989 era el primer aniversario de boda de Marianne y él. Ella lo llevó a la ópera para ver Madame Butterfly. Había comprado excelentes entradas en primera fila de platea, y cuando las luces se apagaron, entró la princesa Diana y se sentó al lado de él. Se preguntó qué debió de pensar ella de la trama de la ópera, sobre una mujer a quien un hombre prometía amor y luego la abandonaba y al final volvía, casado con otra mujer, para partirle el corazón.
Al día siguiente, en la ceremonia de entrega del premio Whitbread al Mejor Libro del Año, su novela, ganadora en la categoría «Mejor Novela», se enfrentaba a las ganadoras de las otras cuatro categorías, que incluían una biografía de Tolstói de A. N. Wilson y una primera novela de un antiguo enfermero de un psiquiátrico, Paul Sayer, Los consuelos de la locura. Se encontró con Sayer en el lavabo de hombres. El joven se sentía físicamente enfermo por el nerviosismo, y él intentó reconfortarlo. Al cabo de una hora Sayer ganó el premio. Cuando se filtró la noticia sobre las deliberaciones del jurado, quedó claro que dos de los miembros, el conservador Douglas Hurd, ministro de Interior, y el periodista conservador Max Hastings, habían echado por tierra Los versos satánicos por razones que no eran del todo literarias. El ruido de las manifestaciones había llegado, por así decirlo, a la sala del jurado, y conseguido su objetivo.
Tuvo su primera discusión con Peter Mayer y Peter Carson en Viking, porque no estaban dispuestos a impugnar la prohibición india de su novela en los tribunales.
Lo invitó a comer Graham Greene, que estaba interesado en conocer a escritores residentes en Londres de origen no británico. Fue al Reform Club a almorzar junto con Michael Ondaatje, Ben Okri, Hanan al-Shaykh, Wally Mongane Serote y unos cuantos más, incluida Marianne. Cuando llegó, la alargada silueta de Greene estaba hundida en un mullido sillón, pero el gran hombre se levantó de un brinco y exclamó: «¡Rushdie! ¡Venga a sentarse aquí y cuénteme cómo ha conseguido causar tantos problemas! ¡Yo nunca he causado tantos problemas, ni remotamente!». Eso resultó extrañamente reconfortante. Se dio cuenta entonces del peso que llevaba en el corazón y de lo mucho que necesitaba un momento de ligereza y apoyo. Se sentó junto al gran hombre y le contó todo lo que pudo, y Greene escuchó con gran atención, y luego, sin ofrecer opinión alguna, dio una palmada y exclamó: «Bien. Comamos». En el almuerzo, Greene apenas probó bocado, pero bebió generosas cantidades de vino. «Solo como -explicó- porque me permite beber un poco más.» Después del almuerzo, se tomó una fotografía de todos los presentes en la escalinata del club, Greene radiante en el centro de la imagen con un abrigo marrón corto, como Gulliver en Lilliput.
Unas semanas más tarde, él le enseñó esta fotografía a uno de los agentes de su equipo de protección de la División Especial. «Este es Graham Greene -dijo-, el gran novelista británico.» «Ah, sí -dijo el policía pensativamente-. Era de los nuestros.»
El libro recibía excelentes críticas en Estados Unidos, pero el 8 de febrero él recibió una de otra índole por parte de su mujer, que le comunicó que lo abandonaba; sin embargo, aún quería que asistiese a la presentación de su novela, John Dollar. Al cabo de cuatro días, el extraño interregno entre la publicación y la calamidad llegó a su fin.
En Pakistán dos mil manifestantes era una multitud pequeña. Incluso un político moderadamente poderoso podía sacar a muchos más miles a las calles solo con dar una palmada. El hecho de que solo hubiera dos mil «integristas» para irrumpir en el Centro de Información estadounidense en el núcleo de Islamabad era, en cierto modo, un buen indicio. Significaba que en realidad las protestas no habían cundido. La primera ministra Benazir Bhutto no estaba en el país en ese momento, ausente por una visita oficial a China, y se especuló con la posibilidad de que el verdadero objetivo de los manifestantes fuese desestabilizar su administración. Para los extremistas religiosos, ella era sospechosa desde hacía tiempo del delito de secularismo, y querían ponerla en un aprieto. No por última vez, se utilizaba Los versos satánicos como balón en un juego político que tenía poco o nada que ver con el libro.
Se lanzaron objetos a las fuerzas de seguridad, ladrillos y piedras, y se oyeron los gritos de «perros americanos» y «Salman Rushdie a la horca», lo de costumbre. Nada de esto explicó plenamente la respuesta policial, que consistió en abrir fuego, pese a lo cual no impidió que algunos de los manifestantes irrumpieran en el edificio. En cuanto la primera bala alcanzó un objetivo humano, la historia cambió. La policía utilizó fusiles, semiautomáticas y escopetas, y el enfrentamiento se prolongó durante tres horas, y a pesar de todo ese armamento los manifestantes llegaron a la azotea del edificio y quemaron la bandera estadounidense, así como los monigotes de «Estados Unidos» y de él. Otro día habría podido preguntar dónde estaba la fábrica que suministraba las miles de banderas estadounidenses que se quemaban cada año en todo el mundo. Ese día todo lo demás que ocurrió quedó eclipsado por un solo hecho.
Cinco personas murieron a causa de los disparos.
Rushdie, eres hombre muerto, vociferaban los manifestantes, y por primera vez pensó que quizá tuvieran razón. La violencia engendraba violencia. Al día siguiente hubo más disturbios en Cachemira -su querida Cachemira, la tierra originaria de su familia- y otro hombre resultó muerto.
La sangre traerá sangre, pensó.
Allí estaba aquel viejo mortalmente enfermo, tendido en una habitación a oscuras. Allí estaba su hijo, hablándole de musulmanes muertos a tiros en la India y Pakistán. Es un libro lo que ha causado todo eso, le dijo el hijo al viejo, un libro contra el islam. Horas más tarde el hijo llegó a los estudios de la televisión iraní con un documento en la mano. Una fetua o edicto era normalmente un documento formal, firmado ante testigos y sellado, pero aquel era solo un papel con un texto mecanografiado. Nadie vio jamás el documento formal, si es que existía, pero el hijo del viejo mortalmente enfermo afirmó que ese era el edicto de su padre y no hubo nadie dispuesto a discutírselo. El papel fue entregado al locutor de la emisora, que empezó a leer.
Era el día de San Valentín.