III
El agente de la División Especial era Wilson y el agente de los servicios de inteligencia era Wilton, y los dos respondían al nombre de Will. Will Wilson y Will Wilton: era como un chiste de cabaret, solo que aquel día allí no había nada gracioso. Le dijeron que, como la amenaza contra él se consideraba muy grave -era de «nivel dos», lo que equivalía a decir que estaba en mayor peligro que cualquier otra persona en el país, excepto, quizá, la reina-, y como la amenaza procedía de una potencia extranjera, tenía derecho a la protección del Estado británico. La protección se ofreció y aceptó formalmente. Le explicaron que le asignarían dos agentes de protección, dos chóferes y dos coches. El segundo coche era por si el primero se averiaba. Debía entender que a causa del carácter único de la misión y los riesgos imponderables implícitos, todos los agentes que lo protegerían eran voluntarios. En aquel trabajo no participaba nadie contra su voluntad. Le presentaron a su primer equipo de «prote»: Stanley Doll y Ben Winters. Stanley era uno de los mejores jugadores de tenis de la policía. Benny era uno de los pocos agentes negros de la División y lucía una elegante chaqueta de cuero de color tostado. Los dos eran asombrosamente apuestos e iban armados. Los miembros de la División eran las estrellas de la Policía Metropolitana, la élite doble cero. Hasta entonces él nunca había conocido a nadie que tuviera verdadera licencia para matar, y Stan y Benny en ese momento la tenían para matar por el bien de él.
Los dos llevaban las armas al cinto, prendidas del cinturón en la parte de atrás del pantalón. Los inspectores estadounidenses usaban pistoleras bajo la chaqueta pero, como demostraron Stan y Benny, eso era menos deseable, porque si había que desenfundar el arma de esa pistolera, la mano tenía que trazar un arco de quizá hasta noventa grados antes de apuntar al blanco. El riesgo de disparar un poco antes de tiempo o un poco después de tiempo y alcanzar por tanto a quien no correspondía era considerable. Si se desenfundaba desde la cadera, el arma quedaba alineada con el blanco y el nivel de precisión aumentaba. Pero existía un riesgo de otra clase: si uno apretaba el gatillo demasiado pronto, se pegaba un tiro en el trasero.
En cuanto al asunto en cuestión, Benny y Stan fueron tranquilizadores. «No puede permitirse -dijo Stan-, esto de amenazar a un ciudadano británico. No es de recibo. Se resolverá. Basta con que no se deje ver durante un par de días, y los políticos ya lo resolverán.» «No puede volver a casa, obviamente -añadió Benny-. Eso no sería muy prudente. ¿Hay algún sitio donde le gustaría pasar unos días?» «Elija un lugar bonito -sugirió Stan-, y nosotros lo llevaremos allí volando a pasar una temporada hasta que se despeje el panorama.» Él deseó creer en su optimismo. Quizá los Cotswolds, dijo. Quizá alguna parte de esa región, con sus colinas onduladas y sus casas de piedra dorada de postal. En los Cotswolds, en el pueblo de Broadway, había un famoso hotel rural llamado The Lygon Arms. Hacía tiempo que quería ir allí a pasar un fin de semana y nunca lo había hecho. ¿Sería The Lygon Arms una posibilidad? Stan y Benny cruzaron una mirada y se produjo entre ellos algún tipo de comunicación. «No veo por qué no -respondió Stan-. Lo estudiaremos.»
Durante gran parte de ese día Marianne y él permanecieron en el apartamento del sótano del número 38 de Lonsdale Square. Benny se quedó con ellos mientras Stan estudiaba las opciones. Él deseaba ver de nuevo a su hijo antes de ponerse a cubierto, dijo, y le gustaría ver también a su hermana, y pese a que le advirtieron que esos podían ser lugares donde los «malos» previesen su aparición, accedieron a «montarlo». Cuando anocheció, lo llevaron a Burma Road en un Jaguar blindado. Debido al grosor del blindaje, la altura dentro del habitáculo era muy inferior a la habitual. Para los políticos altos como Douglas Hurd esos coches eran de una incomodidad insufrible. Las puertas pesaban tanto que si se cerraban accidentalmente y lo atrapaban a uno podían causarle graves lesiones. Si el coche estaba aparcado cuesta abajo, era casi imposible tirar de la puerta hacia uno. El consumo de combustible de un Jaguar blindado era de casi cincuenta litros los cien kilómetros. Pesaba como un tanque pequeño. Esta información se la facilitó su primer chófer de la División Especial, Dennis Chevalier, alias «el Caballo», un hombre corpulento, alegre y carrilludo, de labios gruesos, «uno de los veteranos», dijo. «¿Sabe cómo se llama a los chóferes de la División Especial en lenguaje técnico?», le preguntó Dennis el Caballo. Él no lo sabía. «Nos llaman SCM -dijo Dennis-. Esos somos nosotros.» ¿Y qué significaba SCM? Dennis soltó una risotada potente, gutural y un poco resollante. «Simples Chóferes de Mierda», explicó. Él se acostumbraría al sentido del humor de la policía. A uno de sus otros chóferes se lo conocía en la División como el rey de España, porque una vez no cerró con llave el Jaguar mientras iba al estanco y, al volver, se encontró con que se lo habían robado. De ahí el apodo, porque el rey de España se llamaba -había que pronunciar el nombre despacio- Juan Car-los.1
Los malos no acechaban en Burma Road. Explicó a Zafar y Clarissa lo que había dicho el equipo de protección. «Será solo cuestión de días.» Zafar pareció muy aliviado. Al rostro de Clarissa asomaban todas las dudas que él hacía lo posible por disimular. Zafar le preguntó cuándo volverían a verse, y él no supo qué contestar. Clarissa dijo que tal vez pasarían el fin de semana en Oxfordshire, en casa de sus amigos los Hoffman. Él dijo: «De acuerdo, tal vez allí sí pueda ir». Estrechó a su hijo entre los brazos y se marchó.
(Ni Clarissa ni Zafar recibieron protección policial en ningún momento. No se consideró que estuvieran en peligro, dijo la policía. Eso no lo tranquilizó, y el miedo por ellos se cebaba en él a diario. Pero Clarissa y él decidieron que sería mejor que Zafar siguiera viviendo con la mayor normalidad posible. Ella puso todo su empeño en proporcionarle esa normalidad, lo cual fue no poco valiente por su parte.)
Él se dio cuenta de que no había comido en todo el día. De camino a Wembley para ver a Sameen pararon en un McAuto, y descubrió que las gruesas ventanillas del Jaguar no se abrían. Había otros automóviles blindados, Mercedes y BMW, que podían encargarse con apertura de ventanillas, pero como resultaban más caros y no eran británicos, no formaban parte de la flota de la policía. Stan, sentado en el asiento del acompañante, tuvo que salir a pedir y luego ir a pie a por la comida hasta el punto de recogida. Cuando acabaron de comer, el Jaguar no arrancaba. Tuvieron que dejar a Dennis el Caballo soltando sapos y culebras ante su vehículo averiado y montar en el coche de refuerzo, un Range Rover conocido como la Bestia, que conducía otro gigante afable y risueño llamado Mickey Crocker, también «veterano». La Bestia también era un automóvil muy viejo, y muy pesado, y se requería una fuerza bestial para mover el volante. Se atascaba en el barro y a veces era incapaz de subir por una cuesta con hielo en la calzada. Estábamos a mediados de febrero, la época más fría y con más hielo del año. «Lo siento, amigo -dijo Mick Crocker-. No es el mejor vehículo del garaje.» Se sentó en el asiento de atrás de la Bestia y confió en que los hombres que lo protegían dieran mejor resultado que sus coches.
Sameen, abogada titulada (aunque ya no ejercía; ahora se dedicaba a la educación de adultos), siempre había poseído una visión política perspicaz y tenía mucho que decir sobre lo que estaba ocurriendo. La Revolución iraní se tambaleaba desde que Jomeini había sido obligado, en sus propias palabras, a «tomar veneno» y aceptar el final sin victoria de su guerra contra Irak, que había dejado muertos o mutilados a los jóvenes iraníes de toda una generación. La fetua era su manera de recuperar el impulso político, de revitalizar a los fieles. El hermano de Sameen había tenido la mala suerte de ser la última batalla del viejo moribundo. En cuanto a los «líderes» musulmanes británicos, ¿a quién lideraban exactamente? Eran líderes sin seguidores, charlatanes que querían hacer carrera a costa del infortunio de su hermano. Durante una generación la política de las minorías étnicas en Gran Bretaña había sido secular y socialista. Ahora se recurría a este otro método para que las mezquitas aniquilaran ese proyecto y pusieran a la religión al timón. Los «asiáticos» británicos nunca antes se habían escindido en las facciones hindú, musulmana y sij (si bien había habido escisiones de otra índole; durante la guerra de Bangladesh, se había producido un enconado cisma entre los británico-paquistaníes y los británico-bangladesíes). Era necesario que alguien respondiera a esa gente que estaba abriendo una brecha comunitarista y sectaria en la comunidad, dijo Sameen, a esos mulás y supuestos líderes para presentarlos como los hipócritas y oportunistas que eran. Ella estaba dispuesta a ser esa persona, y él sabía que, siendo como era elocuente y ducha, sería una representante formidable.
Pero le pidió que no lo hiciera. Su hija Maya aún no había cumplido un año. Si ella se convertía en su portavoz público, los medios se instalarían frente a su casa y le sería imposible escapar de los focos de la publicidad; su vida privada, la joven vida de su hija, sería blanco de los reflectores y los micrófonos. Además, era imposible saber qué peligro podía representar eso para ella. No quería que se arriesgara por él. Y existía otro problema: si Sameen se identificaba muy públicamente como la «voz» de su hermano, según dijo el equipo de protección, sería mucho más difícil llevarlo a él de visita a casa de ella. Él comprendió que era necesario dividir a las personas que conocía en dos espacios, uno «privado» y otro «público». La necesitaba, dijo, más como apoyo privado que como defensora pública. A su pesar, ella accedió.
Una de las consecuencias imprevistas de esta decisión fue que mientras el «caso» siguiera en el candelero, él se vería obligado a ser casi invisible, porque la policía lo instó a abstenerse de hacer más declaraciones para no avivar el conflicto, consejo que él aceptó durante un tiempo, hasta que se negó a continuar en silencio; y en su ausencia, ninguna de las personas a quienes él quería habló en representación de él, ni su mujer, ni su hermana, ni sus amigos más íntimos: aquellos a quienes él deseaba seguir viendo. En los medios se convirtió en un hombre a quien nadie quería pero a quien muchos detestaban. «La muerte, quizá, sea demasiado fácil para él -declaró el señor Iqbal Sacranie del Comité de Acción sobre Asuntos Islámicos del Reino Unido-. Su espíritu debe ser atormentado durante el resto de su vida a menos que pida perdón al todopoderoso Alá.» En 2005 este mismo Sacranie fue nombrado caballero por recomendación del gobierno de Blair en consideración a los servicios prestados a las relaciones comunitarias.
De camino a los Cotswolds el coche paró para repostar. Él tenía que ir al lavabo y abrió la puerta y salió. Todas y cada una de las personas de la gasolinera volvieron la cabeza a la par para mirarlo. Aparecía en primera plana de todos los periódicos -Martin Amis dijo, memorablemente, que había «desaparecido sin dejar rastro en primera plana»- y se había convertido de la noche a la mañana en uno de los hombres más reconocibles del país. Las expresiones de aquellos rostros eran cordiales -un hombre lo saludó con la mano, otro levantó los pulgares-, pero resultaba alarmante ser tan intensamente visible en el preciso momento en que se le pedía que pasara inadvertido. Cuando puso los pies en las calles del pueblo de Broadway, la reacción fue la misma. Una mujer se le acercó y dijo: «Suerte». En el hotel el personal, pese a su profesionalidad, no podía evitar mirarlo boquiabierto. Se había convertido en un espectáculo de feria, y Marianne y él sintieron alivio al llegar a la intimidad de su bonita habitación del viejo mundo. Le entregaron un «botón de alarma» para que lo pulsara si lo inquietaba algo. Probó el botón: no funcionaba.
Les asignaron una pequeña sala privada donde comer. El hotel había prevenido a Stan y Benny de un posible contratiempo. Otro de sus huéspedes era un periodista del Daily Mirror, que había ocupado una habitación cercana durante unos días con una mujer que no era su esposa. Como se vio, eso no fue problema. La mujer sin duda poseía poderosos encantos, ya que el hombre del Mirror no salió de la habitación en varios días, y por tanto, mientras la prensa sensacionalista utilizaba equipos de fisgones para averiguar dónde se había escondido el autor de Los versos satánicos, el periodista sensacionalista de la habitación contigua se perdía la primicia.
El segundo día en The Lygon Arms, Stan y Benny fueron a verlo con un periódico en la mano. El presidente Alí Jamenei de Irán había insinuado que, si se disculpaba, «es posible que ese miserable aún pueda salvarse». «Se considera -informó Stanque debería usted hacer algo para bajar la temperatura.» «Sí -convino Benny-, eso piensan. Una declaración adecuada por su parte podría ser de cierta ayuda.» ¿Quién lo consideraba?, quiso saber él; ¿quién lo pensaba? «Es la opinión generalizada -contestó Stan misteriosamente-, entre los de arriba.» ¿Era una opinión de la policía o una opinión del gobierno? «Se han tomado la libertad de preparar un texto -dijo Stan-. Léalo, no faltaba más.» «Haga cambios si el estilo no le gusta, no faltaba más -añadió Ben-. El escritor es usted.» «Debo añadir, a decir verdad -dijo Stan-, que el texto ha sido aprobado.»
El texto que le entregaron era inaceptable: cobarde, autodegradante. Firmarlo sería una derrota. ¿De verdad podía ser ese el trato que le proponían: que solo recibiría apoyo del gobierno y protección de la policía si, abandonando sus principios y la defensa de su libro, se postraba de rodillas y se humillaba? Stan y Ben parecían en extremo incómodos. «Como he dicho -dijo Benny-, es usted muy libre de introducir cambios.» «Y ya veremos cómo reaccionan», agregó Stan. ¿Y si él optaba por no hacer ninguna declaración en ese momento? «Piensan que sería buena idea -respondió Stan-. Se llevan a cabo negociaciones en su nombre al más alto nivel. Y también hay que tener en cuenta a los rehenes del Líbano, y al señor Roger Cooper, encarcelado en Teherán. La situación de ellos es peor que la de usted. Se le pide que aporte su grano de arena.» (En la década de 1980 el grupo libanés Hezbolá, financiado enteramente por Teherán, utilizó diversos seudónimos para capturar a noventa y seis súbditos de veintiún países extranjeros, incluidos varios estadounidenses y británicos. Además, el señor Cooper, un hombre de negocios británico, había sido detenido y encarcelado en Irán.)
Era una tarea imposible: escribir algo que pudiera recibirse como una rama de olivo sin ceder en lo importante. La declaración que presentó le pareció en su mayor parte despreciable. «Como autor de Los versos satánicos reconozco que los musulmanes de muchas partes del mundo están verdaderamente afligidos por la publicación de mi novela. Lamento profundamente la aflicción que la publicación ha ocasionado a los seguidores sinceros del islam. Viviendo como vivimos en un mundo de muchos credos, esta experiencia ha servido para recordarnos que todos debemos ser conscientes de las sensibilidades de los demás.» Su voz privada, autojustificatoria, sostenía que se disculpaba por la aflicción -al fin y al cabo, nunca había querido causar aflicción-, pero no se disculpaba por el libro en sí. Y sí, debíamos ser conscientes de las sensibilidades de los demás, pero eso no significaba que debiéramos rendirnos a ellas. Ese era su subtexto combativo, tácito. Pero sabía que para que el texto fuera eficaz, debía leerse como una disculpa franca. La mera idea le hacía sentirse físicamente enfermo.
Fue un gesto inútil. Fue rechazado, luego medio aceptado, luego rechazado de nuevo, tanto por los musulmanes británicos como por los líderes iraníes. La posición fuerte habría sido negarse a negociar con la intolerancia. Él había adoptado la posición débil y, por tanto, recibía el trato de un débil. El Observer lo defendió -«ni Gran Bretaña ni el autor tienen nada de que disculparse»-, pero intuía que se había equivocado, que había dado un grave paso en falso, y esa sensación pronto se vio confirmada. «Incluso si Salman Rushdie se convierte en el hombre más devoto de todos los tiempos, atañe a todos los musulmanes emplear todo lo que tienen, su vida y su riqueza, para mandarlo al infierno», dijo el imán moribundo. Daba la sensación de que había tocado fondo. No era así. Tocaría fondo unos meses después.
Los agentes de protección dijeron que no debía pasar más de dos noches en The Lygon Arms. Tenía suerte de que los medios no lo hubieran encontrado aún, y sin duda no tardarían en encontrarlo más de uno o dos días. Fue entonces cuando le explicaron otra cruda verdad: le correspondía a él encontrar sitios donde alojarse. El consejo de la policía, más bien una orden, era que no podía volver a su casa, ya que allí sería imposible (lo que significaba «muy caro») protegerlo. Pero no se le proporcionarían «casas francas». Si tales lugares existían, él no llegó a verlos. El común de las personas, aleccionadas por las novelas de espías, creía firmemente en la existencia de casas francas, y daba por supuesto que se lo protegía en una de tales fortalezas a costa del dinero público. Con el paso de las semanas, las críticas a los gastos generados por su protección fueron cada vez más ruidosas: indicativo del cambio en la opinión pública. Pero en su segundo día en The Lygon Arms le dijeron que disponía de veinticuatro horas para buscar otro sitio adonde ir.
Hizo la llamada diaria a casa de Clarissa para hablar con Zafar y ella le ofreció una solución temporal. Por entonces trabajaba como agente literaria en la agencia A. P. Watt, cuya socia mayoritaria, Hilary Rubinstein, tenía un chalet en la aldea de Thame en Oxfordshire, y se lo ofrecía durante una o dos noches. Fue el primero de muchos actos de generosidad por parte de amigos y conocidos, sin cuya bondad él se habría quedado sin un techo bajo el que vivir. El chalet de Hilary era relativamente pequeño y no muy aislado, no una ubicación ideal, pero él lo necesitaba y lo agradeció. La llegada del Jaguar reparado, la Bestia, Stan el tenista, Benny el figurín, Dennis el Caballo y el gran Mickey C., más Marianne y el hombre invisible, no podía pasar inadvertida en un pueblo pequeño. Estaba seguro de que todo el mundo sabía qué ocurría exactamente en el chalet de Rubinstein. Pero nadie fue a husmear. Se mantuvieron las debidas reservas y distancias inglesas. Incluso fue posible que lo llevaran a ver a Zafar durante unas horas a la casa en el campo de los Hoffman. No tenía ni idea de adónde ir a continuación. Había telefoneado a todo aquel que se le ocurrió, pero fue en vano. Luego llamó a su contestador automático y encontró un mensaje de Deborah Rogers, la agente de la que había prescindido al nombrar a Andrew Wylie. «Llámame -decía el mensaje-. Creo que quizá podamos ayudarte.»
Deb y su marido, el compositor Michael Berkeley, le ofrecieron su granja de Gales. «Si la necesitas -dijo sin más-, tuya es.» Él se sintió profundamente conmovido. «Oye -dijo ella-, la verdad es que es perfecta, porque todo el mundo piensa que estamos peleados, así que nadie imaginará que estás aquí.» Al día siguiente, su pequeño y extraño circo llegó a Middle Pitts, aquella acogedora granja en la montañosa franja fronteriza de Gales. Nubes bajas y lluvia y la renovación de una amistad rota, dejando de lado todas las disputas debido a la presión de los acontecimientos y con ayuda de largos y afectuosos abrazos. «Quédate todo el tiempo que haga falta», dijo Deb, pero él sabía que no debía abusar de la hospitalidad de Michael y ella. Necesitaba encontrar un lugar suyo. Marianne accedió a ponerse en contacto con agencias inmobiliarias de la zona al día siguiente y empezar a buscar casas de alquiler. Debían confiar en que su cara no fuese tan inmediatamente reconocible como la de él.
En cuanto a él, no podía dejarse ver en la granja o su seguridad estaría «comprometida». Un granjero cuidaba de las ovejas de Michael y Deb, y en cierto momento bajó de la montaña para comentarle algo a Michael. Una situación corriente se convertía en una crisis cuando la invisibilidad se consideraba esencial. «Más vale que no estés a la vista», dijo Michael, y él tuvo que esconderse detrás de una encimera de la cocina. Allí agachado, escuchando a Michael mientras se quitaba de encima a ese hombre lo antes posible, experimentó una profunda vergüenza. Esconderse así era verse despojado de todo respeto de sí mismo. Que a uno le dijeran que debía esconderse era una humillación. Tal vez, pensó, vivir así sería peor que la muerte. En su novela Vergüenza había escrito sobre la mecánica de la «cultura del honor» musulmana, cuyo eje moral tenía en sus polos el honor y la vergüenza, muy distinto de la narrativa cristiana de la culpabilidad y la redención. Él procedía de esa cultura pese a no ser religioso, y había sido educado para sentir una honda preocupación por las cuestiones del orgullo. Actuar furtivamente y esconderse era llevar una vida deshonrosa. Se sintió, muy a menudo en todos esos años, profundamente avergonzado. Avergonzado y en una situación vergonzosa.
Era poco común que una noticia de ámbito internacional se apoyara tan exclusivamente en las acciones, las motivaciones, la personalidad y los supuestos delitos de un único individuo. El solo peso de los acontecimientos era una carga opresiva. Imaginó la Gran Pirámide de Guiza del revés con el vértice en su cuello. La noticia llegaba a sus oídos como un clamor. Daba la impresión de que todo el mundo en el planeta tenía una opinión. Hesham al-Essawy, el dentista «moderado» del programa de la BBC, lo definió como producto de la permisividad de los sesenta, «que ahora ha originado la crisis del sida». Los miembros del Parlamento paquistaní recomendaron el envío inmediato de asesinos al Reino Unido. En Irán, los clérigos más poderosos, Jamenei y Rafsanjani, respaldaron la decisión del imán. «Una flecha negra de represalia surca el aire hacia el corazón de ese malnacido blasfemo», declaró Jamenei durante una visita a Yugoslavia. Un ayatolá iraní llamado Hassan Sanei ofreció una recompensa de un millón de dólares por la cabeza del apóstata. No estaba claro si el ayatolá poseía ese millón de dólares, ni si sería fácil reclamar el pago de la recompensa, pero aquellos no eran tiempos dominados por la lógica. En la televisión aparecían continuamente hombres barbudos (y también afeitados) hablando a gritos sobre la muerte. Pusieron una bomba en la biblioteca del British Council en Karachi, un lugar agradable y plácido que él había visitado con frecuencia.
Por alguna razón, en esos atroces días de vocerío, su reputación literaria sobrevivió al varapalo. Gran parte de los comentarios en Gran Bretaña, Estados Unidos y la India seguían haciendo hincapié en la calidad de su arte y del libro víctima del ataque, pero se observaban indicios de que también eso podía cambiar. Vio un espantoso episodio del Late Show de la BBC en el que Ian McEwan, Aziz al-Azmeh y la valerosa novelista jordana Fadia Faqir, que había recibido también amenazas de muerte por su obra, intentaron defenderlo ante uno de los quemadores de libros de Bradford y el ubicuo dentista Essawy. El programa fue un desbarajuste, y salió un lenguaje tremendo de la boca de sus adversarios, individuos ignorantes, fanáticos y amenazadores. Lo que convirtió el episodio en algo especialmente terrible para él fue que el eminente intelectual George Steiner -la antítesis misma del fanático ignorante- lanzó un potente ataque literario contra su obra. Poco después otros conocidos personajes de los medios de comunicación británicos, Auberon Waugh, Richard Ingrams, Bernard Levin, sumaron sus comentarios hostiles. En otros periódicos lo defendieron Edward Said y Carlos Fuentes, pero él percibió que el clima empezaba a cambiar. La gira de presentación del libro en Estados Unidos se suspendió, como es natural. Se publicaron reseñas satisfactoriamente favorables en casi toda la prensa norteamericana, pero él ya no cruzaría el Atlántico hasta pasado mucho tiempo.
Los problemas editoriales se multiplicaron. En la sede de Viking de Londres, y ahora también en Nueva York, se recibían numerosas amenazas telefónicas. Mujeres jóvenes oían voces anónimas que decían: «Sabemos dónde vives. Sabemos a qué colegio van tus hijos». Hubo numerosas amenazas de bomba, aunque, por suerte, nunca pusieron una bomba en ninguna de las editoriales, si bien en la librería Cody’s de Berkeley, California, sí estalló una bomba de tubo. (Muchos años más tarde visitó Cody’s y le enseñaron con gran orgullo la zona dañada y quemada en las estanterías donde se había colocado la bomba, que Andy Ross y su personal decidieron no reparar, como insignia del valor de la librería.) Y en un hotel barato de Londres, en Sussex Gardens, cerca de la estación de Paddington, un terrorista con intenciones de poner una bomba cuyo objetivo quizá fuera las oficinas de Penguin -aunque también se rumoreó que planeaba un ataque contra la embajada israelí- voló en pedazos, anotándose lo que en la jerga de la División Especial se llamaba «un gol en propia meta». Después de eso apostaron en la valija de Penguin, el departamento por donde entraba toda la correspondencia, perros adiestrados para detectar explosivos.
Peter Mayer, el director de la empresa, encargó un informe de seguridad a Control Risks Information Services Limited de Londres, para analizar el «gol en propia meta» y las persistentes amenazas a la editorial. Se enviaron copias a Andrew Wylie y Gillon Aitken. En dicho informe los protagonistas de la historia, supuestamente por razones de seguridad, no eran mencionados por sus nombres. En lugar de eso, les asignaron nombres de pájaros. El documento recibió el magnífico título de Evaluación de la fortaleza y potencial de la protesta del Caradrino contra la Limosa de la Paloma del Charrán Ártico e implicaciones para el Chorlito Dorado. Quizá no fuera muy difícil interpretar que Caradrino significaba «musulmanes», Limosa significaba «editorial» o «Viking», Paloma era Los versos Satánicos y Chorlito Dorado era la compañía matriz de Penguin, el Pearson Group. El autor de Paloma era Charrán Ártico.
Peter Mayer (que carecía de identidad ornitológica, aunque en los periódicos aparecía a menudo como «Rey Pingüino»), prohibió a todo «el personal relacionado con Paloma», so pena de despido inmediato, hablar con la prensa sobre Paloma o Charrán Ártico. Las únicas declaraciones públicas que surgirían de Limosa las haría su abogado, Martin Garbus, o un portavoz oficial llamado Bob Gregory. Dichas declaraciones fueron cautamente defensivas. Todo esto era comprensible (salvo por los absurdos nombres de pájaros, quizá), pero una consecuencia de este decreto del Rey Pingüino fue que en el preciso momento en que el asediado autor de la casa necesitaba que su editorial hablara en su nombre, los editores fueron amordazados y acallados. Ese silencio creó una brecha entre editorial y autor. Sin embargo, de momento las grietas en la relación eran menores, porque la empresa mostraba gran valor y elevados principios. Las voces musulmanas amenazaban a Penguin con serias represalias contra sus oficinas en todo el mundo, y amenazaban asimismo con una prohibición mundial contra Penguin Books y todas las actividades comerciales de Pearson, un conglomerado con grandes intereses en el mundo musulmán. Ante estas amenazas, la dirección de Pearson no cedió.
El libro siguió imprimiéndose, y grandes cantidades de ejemplares se fletaron y vendieron. Cuando se situó en el número uno de la lista de libros más vendidos de The New York Times, John Irving, que estaba acostumbrado a ocupar él esa posición pero esta vez quedó atascado en el número dos, comentó en broma que si eso era lo que se requería para llegar a la primera posición, él se conformaba con quedar segundo. Él mismo sabía, como lo sabía Irving, que ese no era un «verdadero» número uno en ventas; que el escándalo, y no el mérito literario o la popularidad, impulsaba las ventas. Sabía asimismo, y lo agradecía mucho, que un gran número de personas compraba un ejemplar de Los versos satánicos en muestra de solidaridad. John Irving era amigo suyo desde que Liz Calder los presentó en 1980. Ese comentario en broma fue la manera de John de hacerle llegar un gesto cordial.
El día que la novela se publicó en Estados Unidos, el 22 de febrero de 1989, apareció un anuncio a toda plana en The New York Times pagado por la Asociación de Editores de Estados Unidos, la Asociación de Libreros de Estados Unidos y la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos. «La gente libre escribe libros -decía-. La gente libre publica libros. La gente libre vende libros. La gente libre compra libros. La gente libre lee libros. Ateniéndonos al compromiso de Estados Unidos con la libertad de expresión, informamos al público de que este libro estará a la disposición de los lectores en las librerías y bibliotecas de todo el país.» El Centro PEN de Estados Unidos, bajo la apasionada dirección de su querida amiga Susan Sontag, organizó lecturas de la novela. Sontag, Don DeLillo, Norman Mailer, Claire Bloom y Larry McMurtry se contaron entre los lectores. Le enviaron una grabación del acontecimiento. Se le hizo un nudo en la garganta. Mucho tiempo después le dijeron que algunos veteranos escritores norteamericanos al principio se habían escabullido. Incluso Arthur Miller había dado una excusa: su origen judío podía ser un factor contraproducente. Pero al cabo de unos días, metidos en vereda por Susan, casi todos ellos habían dejado asomar su lado bueno y habían dado la cara.
El miedo que se propagó por la industria editorial era real porque la amenaza era real. La fetua también amenazó a editoriales extranjeras y traductores. Y sin embargo el mundo del libro, en el que la gente libre tomaba decisiones libres, debía defenderse. Con frecuencia pensaba que la crisis era como una luz intensa que iluminaba las decisiones y actos de todos, creando un mundo sin sombras, un lugar inequívoco y descarnado de acciones correctas e incorrectas, decisiones buenas y malas, sí y no, fortaleza y debilidad. En ese áspero resplandor, algunos editores ofrecieron una imagen heroica mientras otros ofrecieron una imagen timorata. Quizá el más timorato de todos fue el director de una editorial europea, a quien sería poco amable nombrar, que mandó instalar cristales blindados en las ventanas de su despacho en la segunda planta, pero no en las ventanas de la primera planta, tras las cuales se veía a sus empleados; y un día llevó un destornillador al trabajo para retirar la placa con el nombre de la empresa de la puerta de entrada del bloque de oficinas. La editorial alemana, el distinguido sello Kiepenheuer und Witsch, rescindió sumariamente su contrato e intentó cobrarle los costes de seguridad. (Al final sacó la edición alemana un amplio consorcio de editores e individuos eminentes, método que se utilizó también en España.) El editor francés Christian Bourgois al principio fue reacio a sacar a la luz la edición y aplazó varias veces la publicación, pero al final se dejó persuadir por las críticas cada vez más estridentes dirigidas contra él en los medios franceses. Andrew Wylie y Gillon Aitken estuvieron increíbles. Fueron de país en país decididos a convencer, engatusar, amenazar y adular a los editores para que hicieran su trabajo. En muchos países el libro se publicó solo por la resuelta presión de ellos dos sobre editores nerviosos.
En Italia, en cambio, hubo héroes locales. La editorial italiana, Mondadori, sacó su edición un par de días después de la fetua. Los dueños -el holding Fininvest de Silvio Berlusconi, el grupo CIR de Carlo de Benedetti y los herederos de Arnoldo Mondadori- fueron menos firmes que los de Viking y expresaron sus dudas sobre la sensatez de publicar el libro, pero se impuso la determinación del director editorial, Giancarlo Bonacina, y de su equipo. El libro se publicó según lo previsto.
Mientras ocurría todo esto y mucho más, el autor de Los versos satánicos se escondía avergonzado detrás de una encimera de cocina para que no lo viera un pastor de ovejas.
Sí, además de los estridentes titulares, estaban las crisis privadas, el nudo en el estómago creado por la continua necesidad de encontrar el siguiente lugar donde vivir, el miedo por su familia (su madre había llegado a Londres para quedarse con Sameen, y así podría estar más cerca de él, pero aún pasaría un tiempo hasta que él pudiera verla), y también estaba Marianne, por supuesto, cuya hija, Lara, en varias llamadas telefónicas acaloradas, dijo a su madre que «ningún amigo suyo entendía» por qué su madre se exponía a semejante peligro. Eso era un argumento razonable, un argumento que plantearía cualquier hija. Marianne había encontrado una casa de alquiler, y dispondrían de ella al cabo de una semana. Había sido toda una ayuda por su parte, pero para sus adentros él tenía la certeza de que ella lo abandonaría si la crisis se prolongaba mucho tiempo. A Marianne le resultaba muy difícil sobrellevar esa nueva vida. La gira para la presentación de su propio libro se había suspendido, y si él hubiese estado en su posición, probablemente también lo habría abandonado. Entretanto, ella se sumió en algo parecido a su proceso de trabajo normal, tomando abundantes notas acerca del lugar donde estaban, copiando frases en galés en su cuaderno, y empezando, casi de inmediato, a escribir relatos que en realidad no eran ficción, sino dramatizaciones de las experiencias que vivían. Uno de esos relatos se tituló «Croeso i Gymru», que significaba «Bienvenido a Gales», y empezaba diciendo «Éramos prófugos en Gales», frase que lo irritó, porque ser prófugo equivalía a estar huyendo de la justicia. No eran delincuentes, quiso decir él, pero se abstuvo. Ella no estaba de humor para críticas. En ese momento escribía un relato titulado «Aprender urdu».
El ministro de Asuntos Exteriores salió por televisión diciendo mentiras sobre él. El pueblo británico, declaró sir Geoffrey Howe, no sentía el menor aprecio por ese libro. Trataba a Gran Bretaña con extrema desconsideración. Comparaba a Gran Bretaña, según él, con la Alemania de Hitler. El autor del libro poco apreciado no pudo menos que gritar ante el televisor: «¿Dónde? ¿En qué página? Enséñeme dónde he dicho yo eso». El televisor no contestó. El rostro insípido de sir Geoffrey, extrañamente dócil, con expresión de suficiencia, lo miró con un impasible parpadeo. Recordó que una vez Denis Healey, ex ministro del gabinete laborista, comparó un ataque de Howe con recibir «la brutal agresión de una oveja muerta», y durante un cuarto de minuto él se planteó la posibilidad de demandar a la oveja muerta por difamación. Pero eso habría sido una estupidez, claro está. A ojos del mundo, él mismo era el gran Difamador y, como consecuencia de ello, era aceptable difamarlo también a él.
La oveja muerta tenía compañía. El gigante enorme y desagradable, Roald Dahl, apareció en los periódicos declarando: «Rushdie es un oportunista peligroso». Un par de días antes el arzobispo de Canterbury, Robert Runcie, había dicho que «comprendía los sentimientos de los musulmanes». Pronto el papa comprendería también esos sentimientos, y el rabino jefe británico, y el cardenal de Nueva York. El escuadrón de Dios ponía a sus tropas en formación. Pero Nadine Gordimer escribió en su defensa. Y el día que Marianne y él se marcharon de la granja de Deb y Michael para instalarse en la casa de alquiler, se publicó la llamada Declaración de los Escritores del Mundo en apoyo a él, firmada por miles de autores. Gran Bretaña e Irán habían roto relaciones diplomáticas. Asombrosamente, fue Irán quien dio el paso, no el gobierno de Thatcher. Por lo visto, la protección británica ofrecida al renegado apóstata resultaba más molesta para los ayatolás de lo que lo era la agresión extraterritorial contra un súbdito británico para Gran Bretaña. O tal vez simplemente los iraníes habían sido los primeros en tomar represalias.
El modesto chalet de paredes blancas y tejado de pizarra negra se llamaba Tyn-y-Coed, «la casa del bosque», un nombre corriente para una casa en aquella zona. Se hallaba cerca del pueblo de Pentrefelin, en Brecon, no lejos de las Montañas Negras y los Brecon Beacons. Llovía mucho. Cuando llegaron, hacía frío. Los agentes de policía intentaron encender la estufa y, después de muchos golpes y juramentos, lo consiguieron. Él logró dar con una pequeña habitación en el piso de arriba donde podía cerrar la puerta y simular que trabajaba. La casa producía una sensación de crudeza, como el tiempo. Margaret Thatcher, en televisión, se mostró comprensiva en cuanto a la ofensa al islam y se solidarizó con los ofendidos. Él habló con Gillon Aitken y Bill Buford, quienes lo previnieron de que durante un tiempo se produciría en la opinión pública una reacción contra él. Leyó las declaraciones de apoyo publicadas por los grandes escritores del mundo en The New York Times Book Review, y ahí encontró cierto consuelo. Habló con Michael Foot por teléfono, y lo animaron sus declaraciones exclamatorias y entrecortadas de solidaridad absoluta. Imaginó el pelo largo y blanco de Michael ondeando con vehemencia, y a su mujer, Jill Craigie, serenamente feroz. «Indignante. Todo ello. Eso pensamos Jill y yo. Sí, desde luego.»
Hubo un cambio en el equipo de protección. Stan, Benny, Dennis y Mick habían vuelto con sus familias, y ahora él estaba bajo los cuidados de Dev Stonehouse, un «personaje» con un rostro teñido del color de lo que parecía un problema con la bebida, que no paraba de contar insidiosas indiscreciones sobre otros «principales» que había tenido bajo su vigilancia: la noche que el político irlandés Gerry Fitt se bebió dieciséis gin-tonics, la actitud intolerablemente arrogante del ministro Tom King hacia su equipo de protección («Ese tipo un día acabará con un tiro en la espalda») y, en contraste, la caballerosa conducta del activista del Ulster Ian Paisley, que recordaba los nombres de todos, se interesaba por sus familias y rezaba con sus agentes de protección al inicio de cada nuevo día. El equipo de Dev incluía a otros dos chóferes risueños y afables, Alex y Phil, que hacían oídos sordos a las «tonterías que soltaba» Dev, y un segundo agente de protección, Peter Huddle, quien a todas luces aborrecía al sargento Stonehouse. «Es como las hemorroides -dijo en voz alta en la cocina-, un auténtico dolor en el culo.»
Lo llevaron a dar un paseo por las Montañas Negras -el paisaje en el que Bruce Chatwin había ambientado su mejor libro, Colina negra- y, viéndose por una vez al aire libre, teniendo ante los ojos la campiña y el horizonte en lugar de las paredes interiores de una casa, se sintió más animado. A este equipo le gustaba charlar. «No puedo comprar regalos a mi mujer -lamentó Alex, un escocés de las tierras llanas-. No le gusta nada de lo que le doy.» Phil se había quedado para vigilar los coches. «Estará bien -dijo Alex-. A los SCM les gusta quedarse sentados en sus vehículos.» Y sin venir a cuento, Dev anunció que la noche anterior se había tirado a alguien. Alex y Peter adoptaron expresiones de disgusto. Y de pronto él sintió un intenso dolor en la mandíbula. Eran sus muelas del juicio, que volvían a molestarlo. El dolor pasó al cabo de un rato, pero era un aviso. Quizá tuviera que ir al dentista.
Le habían dicho que no les gustaba la idea de que fuera a Londres muy a menudo, pero también se hacían cargo de que necesitaba ver a su hijo. Sus amigos ponían sus casas a disposición de él y los agentes lo llevaban allí para reunirse con Zafar, en la casa en Archway de su vieja amiga de Cambridge Teresa Gleadowe y su marido, el galerista Tony Stokes, en cuya pequeña galería de Covent Garden se había celebrado la fiesta de presentación de Hijos de la medianoche en otra vida, o en la casa en Kentish Town de Sue Moylan y Gurmukh Singh, que se habían conocido y enamorado en la boda de él con Clarissa y ya no volverían a separarse. Formaban una extraña pareja, perfectos el uno para el otro: ella, hija de juez y mujer inglesa clásica; él, un alto y apuesto sij de Singapur, pionero en la naciente ciencia del software informático. (Cuando Gurmukh decidió aprender jardinería, elaboró un programa de ordenador que le indicaba qué hacer exactamente cada día del año. Su jardín, plantado y mantenido con arreglo a las instrucciones del programa, creció vigorosamente.) Harold Pinter y Antonia Fraser, así como muchos otros amigos, le abrieron sus puertas. Bill Buford le dijo: «Tus amigos van a cerrarse en torno a ti como un círculo de hierro, y dentro de ese anillo podrás seguir con tu vida». Eso fue exactamente lo que hicieron. Su código de silencio fue inquebrantable. Ni uno solo de ellos dejó escapar nunca sin querer el menor detalle de sus movimientos, ni una sola vez. Sin ellos, no habría sobrevivido ni seis meses. Después de muchos recelos iniciales, la División Especial acabó confiando también en sus amigos, dándose cuenta de que eran personas serias que entendían las necesidades de la situación.
Esto era lo que había que hacer para ver a su hijo: el «quinto hombre» del equipo, instalado en Scotland Yard, visitaba el «lugar de encuentro» por adelantado para evaluar la seguridad, dar instrucciones a los dueños de la casa sobre lo que debían hacer, cerrar con llave tales puertas, correr tales cortinas. A continuación lo trasladaban a él en coche al lugar en cuestión, siempre por el camino más tortuoso, empleándose muchos de los trucos de la contravigilancia, un proceso conocido como «limpieza en seco», para asegurarse de que no los seguían. (Los desplazamientos en coche de contravigilancia implicaban en parte conducir de la manera más extraña posible. En una autopista a veces conducían a una velocidad descabelladamente variable, porque si alguien hacía lo mismo, significaba que los seguían. A veces Alex tomaba por un carril de salida y aceleraba. Si alguien lo seguía, no sabría si se disponía a abandonar la autopista o no y tendría que acelerar también detrás de él, revelando así su presencia.) Mientras tanto, otro coche recogía a Zafar y lo llevaba al lugar de encuentro, también después de una «limpieza en seco». Aquello era todo un esfuerzo, pero al final veía la alegría en los ojos de su hijo y eso le decía todo lo que necesitaba saber.
Vio a Zafar durante una hora en casa de los Stokes. Pasó otra hora con su madre y Sameen en casa de los Pinter en Campden Hill Square, y en el autocontrol férreo de su madre volvió a ver a la mujer que había sido en los días anteriores y posteriores a la muerte de su padre. Escondía su miedo y su preocupación bajo una sonrisa tensa pero afectuosa, aunque a menudo apretaba los puños. Luego, como era muy tarde para volver en coche a Gales, lo llevaron al chalet de Ian McEwan en el pueblo de Chedworth, en Gloucestershire, y pudo pasar una noche en compañía de buenos y afectuosos amigos: Alan Yentob y su pareja, Philippa Walker, además de Ian. En una entrevista concedida a The New Yorker, Ian dijo tiempo después: «Nunca lo olvidaré: a la mañana siguiente nos levantamos temprano. Él tenía que ponerse en marcha. Un momento terrible para él. Estábamos ante la encimera de la cocina preparando tostadas y café mientras escuchábamos las noticias de las ocho en la BBC. Él estaba justo a mi lado y era la noticia de cabecera. Hezbolá había aplicado su sagacidad y peso en el proyecto de matarlo». A Ian le falló un poco la memoria. La amenaza mencionada en el noticiario de ese día no procedía del grupo Hezbolá del Líbano, financiado por Irán, sino de Ahmad Jibril, líder del Frente Popular para la Liberación de Palestina-Comando General.
El comandante John Howley de la División Especial -el policía de alto rango a cargo de la Brigada «A», ascendido más tarde al puesto de subcomisario y convertido en jefe de la División Especial y de la lucha antiterrorista de Scotland Yard- fue a verlo a Gales, acompañado por Bill Greenup, el agente a quien Marianne, en su relato galés, había puesto el nombre de «señor Browndown». La actitud del señor Greenup hacia él fue poco cordial. Saltaba a la vista que, a juicio de Greenup, se las veían con un individuo conflictivo a quien le había salido el tiro por la culata, y ahora buenos agentes de policía tenían que arriesgar el cuello para salvar el suyo, para rescatarlo de las consecuencias de sus propias acciones. Y para colmo el individuo conflictivo era votante laborista y había criticado al mismo gobierno, la administración Thatcher, que ahora se veía obligado a autorizar su protección. El señor Greenup insinuó que la División Especial estaba planteándose dejar su protección en manos de policías de uniforme corrientes, y él tendría que correr sus propios riesgos. Empezaba a dar la impresión de que su vida correría peligro durante un tiempo considerable, y eso no era lo que había previsto, ni deseaba, la División Especial. Esa era la mala noticia por la que el comandante Howley, un hombre parco en palabras, había viajado hasta Gales. Ya no se trataba de pasar inadvertido durante unos días mientras los políticos encontraban una solución. No había perspectiva de que se le permitiera (¿permitiera?) seguir con su vida normal en un futuro previsible. No podía decidir volver a casa y jugársela sin más. Hacer eso implicaría poner en peligro a sus vecinos e imponer una carga intolerable a los recursos de la policía, porque sería necesario cerrar y proteger toda una calle, o más de una calle. Debía esperar hasta que se produjera un «cambio político importante». ¿Qué significaba eso?, preguntó. ¿Hasta la muerte de Jomeini? ¿O nunca? Howley no tenía opinión al respecto. Era imposible para él calcular cuánto tiempo pasaría.
Llevaba un mes conviviendo con la amenaza de muerte. Se habían celebrado otras concentraciones contra Los versos satánicos en París, Nueva York, Oslo, Cachemira, Bangladesh, Turquía, Alemania, Tailandia, los Países Bajos, Suecia, Australia y West Yorkshire. El número de heridos y muertos había seguido en aumento. Para entonces la novela se había prohibido también en Siria, Líbano, Kenia, Brunei, Tailandia, Tanzania, Indonesia y en todo el mundo árabe. Un «líder» musulmán llamado Abdul Hussain Chowdhury pidió al magistrado metropolitano jefe de Londres una orden de comparecencia para Salman Rushdie y sus editores, alegando «libelo blasfemo y libelo sedicioso», pero no se concedió el mandato. Fue necesario acordonar la Quinta Avenida de Nueva York por una amenaza de bomba en una librería. En aquellos tiempos aún había librerías en toda la Quinta Avenida.
El frente unido del mundo literario se resquebrajó, y para él fue muy doloroso ver fracturarse su propio mundo bajo la presión de esos acontecimientos. Primero la Academia de las Artes de Berlín Oeste se negó a autorizar una concentración de solidaridad «pro-Rushdie» en su local por razones de seguridad. Eso llevó al más importante escritor de Alemania, Günter Grass, y al filósofo Günther Anders, a abandonar la Academia en señal de protesta. Luego, en Estocolmo, la Academia Sueca, que concede el Premio Nobel de Literatura, decidió no publicar una declaración formal de condena a la fetua. La eminente novelista Kerstin Ekman renunció a su sillón a la mesa de dieciocho académicos. Lars Gyllensten se retiró también de las deliberaciones de la academia.
Él se sentía muy mal. «No lo hagáis, Günter, Günther, Kerstin, Lars -deseó gritar-. No lo hagáis por mí.» No quería provocar escisiones en las academias, perjudicar el mundo de los libros. Eso era todo lo contrario de lo que él deseaba. Pretendía defender el libro de los quemadores de libros. Esas pequeñas batallas entre los amantes de los libros se le antojaban tragedias en una época en que la propia libertad literaria se veía atacada de manera tan violenta.
En los idus de marzo se vio arrojado sin previo aviso al círculo más bajo del infierno orwelliano. «Me preguntaste una vez -dijo O’Brien- qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.» Lo peor del mundo es distinto para cada individuo. Para Winston Smith en 1984 de Orwell eran las ratas. Para él, en un frío chalet galés, era una llamada telefónica sin contestar.
Había establecido una rutina diaria con Clarissa. A las siete de cada tarde, sin falta, él llamaría para saludar a Zafar. Hablaba con su hijo de la manera más franca posible respecto a lo que sucedía, procurando darle un sesgo optimista, para mantener a raya a los monstruos en la imaginación de su hijo, pero sin dejar de informarlo. No había tardado en descubrir que siempre y cuando Zafar recibiera las noticias primero a través de él, el niño era capaz de manejar la situación. Si por desgracia no conseguían hablar y Zafar se enteraba de algo inquietante a través de sus amigos en el patio del colegio, se alteraba mucho. La comunicación era vital. Por eso la llamada diaria. Había acordado con Clarissa que si por alguna razón no podía estar en casa con Zafar a las siete, ella dejaría un mensaje en el contestador de St. Peter’s Street para decirle cuándo volverían. Telefoneó a la casa de Burma Road. No hubo respuesta. Dejó un mensaje en el contestador de Clarissa y luego interrogó al suyo. Ella no había dejado mensaje. Bueno, pensó, se han retrasado un poco. Al cabo de quince minutos volvió a llamar. Nadie descolgó. Telefoneó de nuevo a su propio contestador: nada. Diez minutos después hizo una tercera llamada. Todavía nada. Para entonces había empezado a preocuparse. Eran casi las 19.45 de un día de colegio. No era normal que no estuvieran en casa a esa hora. Llamó otras dos veces en los siguientes diez minutos. No hubo respuesta. Empezaba ya a sucumbir al pánico.
Los acontecimientos del día pasaron a segundo plano. La Organización de la Conferencia Islámica lo había llamado apóstata pero se había negado a dar apoyo a la sentencia de muerte iraní. Los musulmanes planeaban una marcha en Cardiff. Marianne estaba alterada porque su novela recién publicada, John Dollar, había vendido exactamente veinticuatro ejemplares la semana anterior. Nada de eso tenía importancia. Telefoneó repetidamente a Burma Road, marcando y volviendo a marcar como un poseso, y empezaron a temblarle las manos. Estaba sentado en el suelo, encogido contra una pared, con el teléfono en el regazo, marcando y volviendo a marcar. El equipo de protección había cambiado una vez más; Stan y Benny habían vuelto con dos nuevos chóferes, un buen tipo un tanto lenguaraz llamado Keith, alias «Retaco», y un pelirrojo galés llamado Alan Owen. Stan advirtió la desenfrenada actividad telefónica de su «principal» y se acercó para preguntar si pasaba algo.
Él contestó que sí, que eso parecía. Clarissa y Zafar llevaban una hora y cuarto de retraso en su cita telefónica con él y no habían dado ninguna explicación. Stan se puso muy serio. «¿Esto es un cambio en la rutina? -preguntó-. Esa es una de las cosas por las que hay que preocuparse, cualquier cambio imprevisto.» Sí, contestó él, era un cambio en la rutina. «Vale -dijo Stan-, déjelo en mis manos. Ya indagaré yo.» Pocos minutos después volvió para decir que había hablado con la «Metpol» -la Policía Metropolitana de Londres- e iban a enviar un coche al domicilio para hacer una «pasada». Después de eso, los minutos avanzaron tan despacio y tan fríamente como el hielo glacial, y cuando llegó el parte se le heló el corazón. «El coche acaba de pasar por delante del lugar -dijo Stan-, y el parte, lamento decir, es que la puerta de la calle está abierta y todas las luces encendidas.» Él fue incapaz de contestar. «Obviamente, los agentes no han intentado acercarse a la casa ni entrar -añadió Stan-. En una situación como esta, no saben qué podrían encontrarse.»
Él vio cuerpos desmadejados en la escalera del vestíbulo. Vio los cadáveres como muñecas de trapo de su hijo y su primera esposa empapados en sangre y vivamente iluminados. La vida había terminado. Él había huido y se había escondido como un conejo asustado, y sus seres queridos habían pagado el precio. «Solo por informarle de lo que estamos haciendo -dijo Stan-: vamos a entrar allí, pero tendrá que darnos unos cuarenta minutos. Necesitan reunir un ejército.»
Quizá no estaban los dos muertos. Quizá su hijo seguía vivo y lo habían tomado como rehén. «Comprenda -dijo a Stanque si lo tienen a él y quieren un rescate, querrán intercambiarlo por mí, y pienso hacerlo, y ustedes no podrán impedírmelo. Solo quiero que eso quede claro.»
Stan hizo una pausa larga y misteriosa, como un personaje en una obra de Pinter. Luego dijo: «El problema con el intercambio de rehenes es que solo pasa en las películas. Lamento decirle que en la vida real, si esto es una intervención hostil, seguramente ya están los dos muertos. La pregunta que tiene que hacerse es si quiere morir usted también».
Los policías presentes en la cocina se habían quedado callados. Marianne, sentada frente a él, lo miraba fijamente, incapaz de ofrecerle consuelo. Él no tenía nada más que decir. Solo podía marcar enloquecidamente, cada treinta segundos, marcar, dejar sonar el timbre y luego oír la voz de Clarissa pidiéndole que dejara un mensaje. Aquella muchacha hermosa, alta, de ojos verdes. La madre de su querido hijo, un niño vital y tierno. No había mensaje digno de dejarse. Lo siento no servía ni para empezar. Colgaba y volvía a marcar, y allí estaba su voz otra vez. Y otra vez.
Después de mucho tiempo se acercó Stan y dijo en voz baja: «Ya no tardarán. Están casi listos». Él asintió y aguardó a que la realidad le asestara lo que sería un golpe fatal. No tenía conciencia de haber llorado, pero se notaba la cara húmeda. Siguió marcando el número de Zafar. Como si el teléfono tuviera poderes ocultos, como si fuera un tablero de la güija que le permitiría ponerse en contacto con los muertos.
Inesperadamente se oyó un chasquido. Alguien había descolgado el auricular al otro lado de la línea. «¿Sí? -dijo con voz vacilante-. ¿Papá? -Era la voz de Zafar-. ¿Qué pasa, papá? Hay un policía en la puerta y dice que vienen otros quince de camino.» Él sintió una oleada de alivio y por un momento se le trabó la lengua. «¿Papá? ¿Estás ahí?» «Sí -dijo él-, estoy aquí. ¿Está bien tu madre? ¿Dónde estabais?» Habían ido a una función en el colegio, y se había alargado muchísimo. Clarissa se puso al aparato y se disculpó. «Lo siento, tenía que haberte dejado un mensaje. Se me ha olvidado. Lo siento.»
Corrieron por sus venas las habituales sustancias bioquímicas posteriores a un shock, y no supo si sentía felicidad o rabia. «Pero ¿y la puerta? -preguntó-. ¿Por qué estaba la puerta de la calle abierta y todas las luces encendidas?» Volvió a sonar la voz de Zafar al otro lado de la línea. «No ha sido así, papá -explicó-. Acabábamos de llegar y abrir la puerta y encender las luces, y entonces ha aparecido el policía.»
«Según parece -dijo el sargento Stan-, ha habido un lamentable error. El coche que hemos enviado a echar un vistazo se ha equivocado de casa.»
Se había equivocado de casa. Un error policial. Sencillamente un absurdo error. Todo estaba en orden. Los monstruos habían vuelto al armario de las escobas y bajo las tablas del entarimado. El mundo no había estallado. Su hijo seguía vivo. La puerta de la habitación 101 se abrió. A diferencia de Winston Smith, él había escapado.
Ese había sido el peor día de su vida.
El mensaje en su contestador era de la novelista Margaret Drabble. «Llama si puedes.» Y cuando pudo llamar, ella, con su estilo enérgico, eficaz, práctico, le hizo un ofrecimiento de una generosidad tan extraordinaria, a su modo, como lo había sido el de Deborah Rogers. Ella y su marido, Michael Holroyd, el biógrafo de Lytton Strachey, Augustus John y George Bernard Shaw, habían estado rehabilitando un chalet en Porlock Weir, en la costa de Somerset. «Ya está acabado -dijo-, y nos disponíamos a instalarnos, y de pronto se me ocurrió decirle a Michael que tal vez le gustaría a Salman. Puedes vivir allí con toda tranquilidad durante un mes o así.» El regalo de un mes, la posibilidad de quedarse en un solo sitio durante todo ese tiempo, tenía para él un valor que no podía expresarse con palabras. Durante un mes sería una persona de Porlock. «Gracias», dijo, en insuficiente demostración de agradecimiento.
Porlock Weir se hallaba un poco al oeste del pueblo de Porlock propiamente dicho, una pequeña excrecencia del pueblo desarrollada en torno al puerto. El chalet, con el tejado de paja, era precioso y amplísimo. Un periodista de The New York Times, entrevistando allí a Drabble una década después, lo describió como «una especie de visión bloomsburyana de fantasía y refinamiento, con habitaciones pintadas de distintos colores -verde menta, rosa, lila y amarillo toscano-, y alfombras desvaídas, libros y cuadros dondequiera que uno mirara». Producía una sensación magnífica volver a entrar en una casa de libros. Marianne y él eran escritores a quienes se ofrecía el obsequio de la casa de otros dos escritores, y había en eso algo sumamente reconfortante. El espacio permitía también alojar a los dos agentes de protección; los chóferes se hospedaron en una pensión del pueblo y se hicieron pasar por amigos que recorrían a pie la región. Tenía un hermoso jardín, y estaba tan aislada como podía desear cualquier hombre invisible. Llegó allí la última semana de marzo y, casi al borde de la felicidad, se instaló.
«La llama de la Ilustración se apaga», le dijo un periodista a Günter Grass. «Pero no hay otra fuente de luz», contestó él. El debate público siguió al rojo vivo. En privado, pocos días después de su llegada a Porlock Weir, se enfrentó a una crisis muy distinta. El fuego intervino también en cierto modo.
Marianne fue a Londres durante un par de días (sus movimientos no estaban restringidos) y vio a unas amigas mutuas: Dale, una norteamericana que trabajaba en Wylie, Aitken & Stone, y la vieja amiga de él, Pauline Melville. Él telefoneó a Pauline para ver cómo iban las cosas y la encontró en un estado de consternación y horror. «Oye -empezó ella-, este asunto me parece tan grave que voy a contarte lo que dijo Marianne, y lo oímos las dos, Dale y yo, y las dos nos quedamos tan atónitas que estamos dispuestas a repetir sus palabras delante de ella.» Marianne les había contado que ella y él se peleaban a todas horas y que ella, Marianne, en palabras de Pauline, «le había dado una paliza». Luego dijo, asombrosamente, que él le había dicho a la División Especial: «Tráiganme a Isabelle Adjani». Él no conocía personalmente a la actriz francesa ni había hablado con ella nunca, pero en fecha reciente ella había expresado su apoyo, que él se lo había agradecido mucho. En la entrega de los premios César en París -los «Oscar franceses»- ella fue a recoger el César a la mejor actriz por su interpretación en el papel principal de La pasión de Camille Claudel, y leyó un breve texto al final del cual reveló que se trataba de una cita textual de «Les versets sataniques, de Salman Rushdie». Su padre era argelino de origen musulmán, así que no fue un detalle menor. Él le había escrito para darle las gracias. El resto -la acusación de Marianne- era pura invención, y aún vendrían cosas peores. «Me tortura -le dijo ella a Pauline-, quemándome con cigarrillos encendidos.» Cuando Pauline se lo contó por teléfono, el horror de él fue tal que soltó una carcajada. «¡Pero si yo no tengo cigarrillos! -exclamó-. ¡Ni siquiera fumo!»
Cuando Marianne regresó a Porlock desde Londres, él se encaró con ella en el hermoso salón con papel pintado rosa y unos ventanales con vistas a las resplandecientes aguas del canal de Bristol. Al principio ella negó rotundamente haber dicho eso. Él la puso entre la espada y la pared. «Telefoneemos a Pauline y Dale, y a ver qué dicen.» Ante esto, ella se vino abajo y reconoció que sí, que lo había dicho. Él la interrogó concretamente acerca de la peor acusación, la de la tortura con cigarrillos. «¿Por qué has dicho una cosa así -preguntó-, si sabes que no es verdad?» Ella lo miró descaradamente a los ojos. «Era una metáfora de lo infeliz que me sentía», respondió. Eso fue, a su manera, brillante. Demencial, pero brillante. Merecía un aplauso. «Marianne, eso no es una metáfora; es una mentira -dijo él-. Si no puedes distinguir lo uno de lo otro, tienes un problema grave.» Ella no tuvo nada más que decir. Se fue a la habitación donde trabajaba y cerró la puerta.
He aquí la disyuntiva ante la que se hallaba: quedarse con ella, a pesar de que era capaz de semejantes falsedades, o separarse y afrontar lo que tenía por delante él solo.
Necesitaba un nombre, le dijo la policía. Necesitaba elegir un nombre «muy pronto» y luego hablar con el director de su banco para que la entidad le entregara talonarios con seudónimo o sin nombre, y accediera a aceptar cheques firmados con el nombre falso, de modo que pudiera realizar pagos sin ser identificado. Pero el nuevo nombre elegido también atañía a sus protectores. Necesitaban acostumbrarse a él, llamarlo así en todo momento, cuando estaban con él y cuando no estaban con él, para que no se les escapara sin querer su nombre verdadero cuando iban de paseo o a correr o al gimnasio o al supermercado de su barrio y echaran a perder la identidad encubierta.
La «prote» tenía un nombre: Operación Malaquita. No sabía por qué habían asignado a la misión el nombre de una piedra verde; tampoco ellos lo sabían. No eran escritores y las razones de esa elección les traían sin cuidado. Era solo un nombre. Ahora le tocaba a él ponerse otro nombre. El suyo era peor que inútil; era un nombre que no podía pronunciarse, como el de Voldemort en los libros de Harry Potter, por entonces aún no escritos. No podía alquilar una casa con ese nombre, ni empadronarse para votar, porque para votar era necesario dar un domicilio y eso, lógicamente, era imposible. Para proteger su derecho democrático a la libertad de expresión tenía que renunciar a su derecho democrático a elegir a su gobierno. «Da igual un nombre que otro -dijo Stan-, pero sería útil tener uno a mano, y rapidito.»
Pedirle a uno que se despoje de su nombre no es poca cosa. «No conviene, diría yo, que sea un nombre asiático -dijo Stan-. A veces la gente ata cabos.» Así que también debía despojarse de su raza. Sería un hombre invisible con un rostro blanco a modo de máscara.
En un cuaderno tenía un fragmento de la descripción de un personaje, llamado señor Mamouli. El señor Mamouli era la representación del hombre corriente, sumido en la ignorancia e incluso maldito, cuyos parientes literarios eran el señor Cogito de Zbigniew Herbert y el señor Palomar de Italo Calvino. Su nombre completo era Ajeeb Mamouli: Ajeeb, como el concejal de Bradford, cuyo nombre significaba «extraño». Mamouli significaba «común». Era el señor Extraño Común, el señor Raro Normal, el señor Peculiar Corriente: un oxímoron, un contrasentido. Había escrito un fragmento en el que el señor Mamouli se veía obligado a acarrear una pirámide invertida sobre la cabeza, con la punta apoyada en la calva, irritándole seriamente el cuero cabelludo.
El señor Mamouli había cobrado vida la primera vez que tuvo la sensación de que le habían robado el nombre, o al menos medio nombre, cuando Rushdie se desprendió de Salman y, trazando una espiral, voló hasta los titulares, la letra impresa, el éter colmado de imágenes, convirtiéndose en un lema, una consigna de manifestantes, un insulto o cualquier cosa que la gente quisiese que fuera. Había perdido el control de su nombre, pues, y por tanto le parecía mejor ponerse en la piel del señor Mamouli. El señor Ajeeb Mamouli era también novelista, siendo su propio nombre una contradicción, como correspondía al nombre de un novelista. El señor Mamouli se consideraba un hombre corriente, pero su vida era decididamente extraña. Cuando dibujaba el rostro de Mamouli, se parecía al famoso Hombre Común creado por el caricaturista R. K. Laxman en The Times of India: inocente, perplejo, calvo, con mechones de pelo gris asomando por encima de las orejas.
En Los versos satánicos aparecía un personaje llamado Mimi Mamoulian, una oronda actriz obsesionada con la adquisición de propiedades inmobiliarias. El señor Mamouli era pariente suyo, o quizá su antítesis, un anti-Mimi cuyo problema era todo lo contrario al de ella: no tenía una casa que pudiera considerar suya. Ese era también, como él sabía, el destino del caído Lucifer. Así que el señor Ajeeb Mamouli era el nombre del diablo en el que los demás lo habían convertido, un ser metamórfico con cuernos como su Saladin Chamcha, a quien su transformación demoníaca se explica así: «Tienen el poder de la descripción, y nosotros sucumbimos».
No les gustó el nombre. Mamouli, Ajeeb: esas palabras eran un trabalenguas, difíciles de recordar y demasiado «asiáticas». Le pidieron que buscara otro. El señor Mamouli retrocedió, luego se desvaneció y finalmente encontró una habitación en la ruinosa pensión reservada a las ideas no utilizadas, el hotel California de la imaginación, y se perdió.
Pensó en los escritores que veneraba y probó combinaciones con sus nombres. Valdimir Joyce. Marcel Beckett. Franz Sterne. Elaboró listas de combinaciones como esas, y todas le parecieron ridículas. Por fin encontró una que no se lo parecía. Anotó, uno al lado del otro, los nombres de pila de Conrad y Chéjov, y allí estaba, su nombre para los siguientes once años.
«Joseph Anton.»
«Estupendo -dijo Stan-. No le importará que lo llamemos Joe.»
En realidad sí le importaba. No tardó en descubrir que aborrecía la abreviatura por razones que no acababa de entender: al fin y al cabo, ¿por qué Joe era mucho peor que Joseph? Él no era ni el uno ni el otro, y los dos debían sonarle igual de falsos o igual de adecuados. Pero «Joe» le chirrió casi desde el principio. No obstante, ese monosílabo fue lo que los agentes de protección consideraron más fácil de dominar, y recordar, y óptimo para evitar posibles errores en lugares públicos. Así que, por lo que a ellos se refería, tenía que ser Joe.
«Joseph Anton.» Intentaba acostumbrarse a lo que se había inventado. Se había pasado la vida poniendo nombre a personajes ficticios. Ahora, poniéndose nombre a sí mismo, se había convertido también él en una especie de personaje ficticio. «Conrad Chéjov» no habría servido. Pero «Joseph Anton» era alguien que podía existir. Que ahora existía.
Conrad, el creador translingüe de personajes errantes, perdidos y no perdidos, de viajeros al corazón de las tinieblas, de agentes secretos en un mundo de asesinos y bombas, y de al menos un cobarde inmortal, ocultándose de su vergüenza. Y Chéjov, el maestro de la soledad y la melancolía, de la belleza de un viejo mundo destruido, como los árboles en el jardín de los cerezos, por la brutalidad de lo nuevo; Chéjov, cuyas Tres hermanas creían que la vida real estaba en otra parte y anhelaban perpetuamente un Moscú al que no podían volver: esos eran ahora sus padrinos. Fue Conrad quien le proporcionó el lema al que se agarró como a una cuerda de salvación en los largos años que seguirían. En su ahora inaceptablemente titulada El negro del «Narciso»,2 el personaje que da título a la obra, un marinero llamado James Wait, que queda postrado por la tuberculosis durante una larga travesía, cuando otro marinero le pregunta por qué se ha embarcado, sabiendo, como debía de saber, que ya antes estaba enfermo, contesta: «Debo vivir hasta que muera, ¿no?». Como debemos hacer todos, había pensado él al leer el libro. Pero en sus actuales circunstancias, la fuerza de esa frase se le antojó una orden.
«Joseph Anton -se dijo-, debes vivir hasta que mueras.»
Antes del ataque nunca se le había ocurrido dejar de escribir, ser otra cosa, pasar a ser no escritor. Llegar a ser escritor -descubrir que era capaz de hacer una cosa que era su mayor deseo- había sido una de sus grandes alegrías. La acogida de Los versos satánicos lo había privado, al menos por el momento, de esa alegría, no por el miedo, sino debido a una profunda decepción. Si uno pasaba cinco años de su vida batallando con un proyecto grande y complejo, forcejeando con él hasta someterlo, controlándolo y dándole toda la belleza formal que le permitía su talento, y si, cuando el proyecto salía a la luz, era recibido de esa manera fea y distorsionada, tal vez no merecía la pena el esfuerzo. Si eso era lo que obtenía a cambio de su mayor esfuerzo, quizá debía probar con otra cosa. Debería ser conductor de autobús, botones, un artista callejero que baila claqué en un túnel del metro en invierno a cambio de unas monedas. Todas esas profesiones le parecían más nobles que la suya.
Para apartar esos pensamientos de su mente, empezó a escribir reseñas de libros. Antes de la fetua, su amigo Blake Morrison, en la sección de libros del Observer, le había pedido que reseñara las memorias de Philip Roth, Los hechos. Escribió el texto y lo envió. No podía echarse al buzón en ningún lugar cerca de allí, y no tenía fax, así que un agente de protección accedió a mandarlo desde Londres cuando no estuviera de servicio. Añadió una nota adjunta disculpándose por el retraso en la entrega de la reseña. Cuando el semanario la publicó, añadió un facsímil de su nota escrita a mano en la primera página. Se había vuelto tan irreal para tanta gente en tan poco tiempo que esa prueba de su existencia se trató como noticia de primera plana.
Preguntó a Blake si podía seguir escribiendo reseñas para él y a partir de ese momento, cada pocas semanas, consiguió entregar unas ochocientas palabras. No le salían con facilidad -como arrancar dientes, pensó, pareciéndole el tópico especialmente apto porque para entonces las muelas del juicio le dolían muy a menudo, y el equipo de protección buscaba una «solución»-, pero representaron sus primeros torpes pasos de regreso a sí mismo, apartándose de Rushdie y volviendo hacia Salman, hacia la literatura, cada vez más lejos de la idea derrotista y lúgubre de pasar a ser un no escritor.
Fue Zafar quien finalmente lo guió de regreso a sí mismo, Zafar, a quien procuraba ver con frecuencia -la policía llevaba a padre e hijo de aquí para allá, con sus «limpiezas en seco», haciendo posibles esos encuentros intermitentes- en Londres, en la casa de Sue y Gurmukh en Patshull Road, Kentish Town, en la de los Pinter en Campden Hill Square, en la de Liz Calder en Archway, y una vez, prodigiosamente, durante un fin de semana en Cornualles, en la casa de la más vieja amiga de Clarissa, Rosanne, una granja con cabras y pollos y ocas en lo más hondo de un valle próximo a Liskeard. Jugaron al fútbol -el niño prometía como portero, lanzándose con entusiasmo a un lado y al otro- y a juegos de ordenador. Montaron maquetas de trenes y de coches. Hicieron las cosas habituales y corrientes entre un padre y un hijo, y a él le pareció un milagro. Entretanto, la hija pequeña de Rosanne, Georgie, convenció a los policías para que se pusieran coronas de princesa y boas de plumas de su caja de disfraces.
Marianne no había ido a pasar el fin de semana, así que Zafar y él compartieron habitación. Y fue Zafar quien le recordó su promesa: «Papá, ¿y mi libro?».
Fue la primera vez en su vida profesional que supo casi toda la trama desde el principio. La historia surgió en su cabeza como un regalo. Antes contaba cuentos a Zafar mientras este se bañaba al final del día, cuentos de la hora del baño en lugar de cuentos de la hora de acostarse. Había pequeños animales de sándalo y shikaras, las tradicionales embarcaciones de Cachemira, flotando en el agua de la bañera, y allí nació, o quizá renació, el mar de las historias. El mar original se encontraba en el título de un viejo libro en sánscrito. En Cachemira, en el siglo XI, un brahmán shivaísta llamado Somadeva había reunido un colosal compendio de cuentos titulado el Kathasaritsagara. Katha significaba «historia», sarit era «corrientes», y sagara era el «mar» u «océano»; así pues, Kathasaritsagara, el mar de las corrientes de historias, normalmente traducido como el Océano de las Corrientes de la Historia. En el enorme libro de Somadeva en realidad no había un mar. Pero supongamos que existiera un mar así, donde todas las historias alguna vez inventadas fluyeran en corrientes entrecruzadas. Mientras Zafar se bañaba, su padre cogía un tazón y lo hundía en el agua del baño de su hijo y simulaba tomar un sorbo, y encontrar una historia que contar, una corriente de historias que fluía a través de la bañera de las historias.
Y ahora en el libro de Zafar él mismo visitaría ese océano. En esa historia habría un cuentista que perdía la facultad del habla después de ser abandonado por su mujer, y su hijo viajaba al origen de todas las historias para averiguar cómo restaurar la facultad de su padre. La única parte de su idea original que cambió en la narración definitiva fue el final. Al principio había pensado que podía ser un libro «moderno», en el que la familia rota permanecía rota, y el niño se acostumbraba a eso, hacía frente a eso, como tenían que hacer los niños en el mundo real, como hacía su propio hijo. Pero la estructura de la narración exigía que lo que se rompía al principio se recompusiera al final. Había que encontrar un final feliz, y él acordó consigo mismo que estaba dispuesto a encontrarlo. Últimamente había desarrollado un gran interés en los finales felices.
Muchos años antes, después de leer A través del Islam, de Ibn Battuta, había escrito un relato titulado «La princesa Jamosh». Ibn Battuta era un erudito marroquí del siglo XIV, un hombre de pies inquietos que viajó durante un cuarto de siglo por todo el mundo árabe y más allá, hasta la India, el sudeste asiático y China, narrando su experiencia, y a su lado Marco Polo parecería un holgazán sedentario. «La princesa Jamosh» era un fragmento imaginario de A través del Islam, unas páginas perdidas del manuscrito del libro de Battuta. En él, el viajero marroquí llega a un país dividido donde hay dos tribus en guerra, los gupíes, un pueblo parlanchín, y los chupwalas, entre quienes se ha establecido un culto de silencio y que veneran a una deidad de piedra llamada Bezaban, es decir, sin lengua. Cuando los chupwalas capturan a la princesa gupí y la amenazan con coserle los labios en ofrenda a su dios, estalla la guerra entre los países de Gup y Chup.
Se había quedado descontento del relato cuando lo escribió; el recurso de las páginas perdidas no acabó de cuajar, y lo había aparcado y olvidado. Ahora comprendía que a ese pequeño cuento sobre una guerra entre el lenguaje y el silencio podía dársele un significado que no fuera solo lingüístico; que oculta en su interior contenía una parábola sobre la libertad y la tiranía cuyas posibilidades vio por fin. El relato se le había anticipado, por así decirlo, y ahora su vida lo había alcanzado. Milagrosamente, recordó en qué cajón había guardado la carpeta con el relato, y pidió a Pauline que entrara en la casa de St. Peter’s Street y la cogiera. A esas alturas ya no había periodistas vigilando el edificio, así que ella pudo entrar discretamente y sacar las páginas. Cuando él las releyó, se entusiasmó. Remodeladas, despojadas del elemento redundante de Battuta, proporcionarían el corazón dramático a su libro.
Al principio, el libro se tituló «Zafar y el Mar de las Historias», pero pronto sintió la necesidad de poner cierta distancia ficticia entre el niño del libro y el de la bañera. Harún era el segundo nombre de Zafar. El cambio le pareció una mejora en cuanto lo introdujo. En un primer momento Zafar se llevó una desilusión: era su libro, dijo, así que debía tratar sobre él. Pero también él cambió de idea. Comprendió que Harún era él y a la vez no lo era, y eso era mejor.
Tras ese feliz fin de semana con Zafar en Cornualles, regresaron a Porlock Weir, y cuando se acercaban a la puerta oyeron ruidos dentro de la casa. Los agentes de policía enseguida se colocaron ante él y desenfundaron sus armas; luego uno abrió la puerta. Había claros indicios de desorden: papeles esparcidos, un jarrón caído. Luego otro ruido: como un aleteo temeroso. «Es un pájaro -dijo él, su voz muy sonora a causa del alivio-. Ahí dentro hay un pájaro.» Los miembros del equipo se distendieron también. El pánico había pasado. Un pájaro había caído por la chimenea y ahora estaba posado en el riel de la cortina del salón, aterrorizado. Un mirlo, pensó. Ristle-te, rostle-te, mo, mo, mo. Abrieron una ventana, y el pájaro voló hacia la libertad. Mientras ponía en orden la casa desfilaron por su cabeza canciones sobre pájaros. Take these broken wings and learn to fly [«Coge estas alas rotas y aprende a volar»]. Y la vieja canción caribeña sobre el pájaro «en lo alto del bananero». You can fly away / in the sky away / you more lucky than me [«Puedes irte volando / volando por el cielo / tienes más suerte que yo»].
El libro no empezó a fluir de inmediato, a pesar de tener ya la historia. El ruido de la tormenta al otro lado de las ventanas del chalet era demasiado estruendoso, y le dolían las muelas del juicio, y se demostró que no era fácil encontrar el lenguaje del libro. Tuvo varios falsos comienzos -demasiado infantiles, demasiado adultos-, y no alcanzaba a dar con el tono de voz necesario. Tardó unos meses en escribir las palabras que destrabaron el misterio. «Érase una vez, en el país de Alifbay, una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que incluso había olvidado su nombre. Estaba junto a un mar lúgubre lleno de peces taciturnos...» En cierta ocasión Joseph Heller le había dicho que sus libros crecían a partir de frases. Las frases «Se me ponen los pelos de punta cuando veo puertas cerradas» y «En la oficina donde trabajo hay cinco personas que me dan miedo» habían sido la génesis de su gran novela Algo ha pasado, y también Trampa 22 surgió de sus frases iniciales. Él entendía a qué se refería Heller. Había frases que, cuando uno las escribía, sabía ya que contenían o hacían posibles docenas y quizá incluso centenares de otras frases. Hijos de la medianoche había revelado sus secretos, después de mucho forcejeo, solo cuando un día se sentó y escribió: «Nací en la ciudad de Bombay... hace mucho tiempo». Y lo mismo pasó con Harún. En cuanto tuvo la ciudad triste y los peces taciturnos supo cómo tenía que ser el libro. Es posible que incluso se levantase de un salto y batiese palmas. Pero aún faltaban meses para eso. De momento solo había forcejeo y tormenta.
En Gran Bretaña, un hatajo de «líderes» y «portavoces» autodesignados seguía aupándose a la fama a fuerza de clavarle puñales en la espalda, formando con ellos los peldaños de una escalera por la que luego trepaban. El más efusivo y peligroso de estos era un gnomo de jardín de barba plateada llamado Kalim Siddiqui, que defendió y justificó categóricamente la fetua en varios programas de televisión, y que, en una serie de mítines (incluidos algunos a los que asistieron miembros del Parlamento), pidió votaciones a mano alzada para demostrar el deseo unánime de la comunidad de que aquel blasfemo y apóstata pagara con su vida. Todos los presentes levantaron la mano. Nadie fue procesado. El Instituto Musulmán de Siddiqui era un centro de poca monta, pero los ayatolás de Irán lo recibían a bombo y platillo en sus frecuentes visitas para reunirse con las principales figuras y exigirles que mantuvieran la presión. En un programa de la televisión británica, Siddiqui explicó cómo creía que eran los musulmanes. «Devolvemos el golpe -dijo-. A veces devolvemos el golpe antes de recibirlo.»
Ardieron más librerías por efecto de las bombas incendiarias: Collet’s y Dillons en Londres, Abbey’s en Sidney, Australia. Más bibliotecas se negaron a tener el libro en las estanterías, más cadenas se negaron a venderlo, más de diez imprentas en Francia se negaron a imprimir la edición francesa, y se renovaron las amenazas contra los editores, por ejemplo, contra el editor noruego, William Nygaard, de H. Aschehoug & Co., a quien se asignó protección policial. Pero la mayoría de las personas que trabajaban en las editoriales que habían publicado su novela en todo el mundo no recibieron protección. Podía imaginar fácilmente la tensión que sentían en el trabajo y en casa, por sus familias y por ellos mismos. No se prestó atención suficiente al valor con que esas «personas corrientes», que demostraron a diario ser extraordinarias, seguían haciendo su trabajo, defendiendo los principios de la libertad, permaneciendo en primera línea.
Los musulmanes empezaron a ser asesinados por otros musulmanes si expresaban opiniones no sanguinarias. En Bélgica, el mulá que, según se decía, era el «líder espiritual» de los musulmanes del país, el súbdito saudí Abdullah Ahdal, y su ayudante tunecino Salim Bahri murieron por decir que, al margen de lo que hubiera dicho Jomeini para consumo iraní, en Europa existía la libertad de expresión.
«Estoy amordazado y encarcelado -escribió en su diario personal-, ni siquiera puedo hablar. Quiero chutar un balón en un parque con mi hijo. La vida corriente y banal: mi sueño imposible.» Los amigos que lo vieron por entonces se quedaban atónitos al advertir su deterioro físico, su aumento de peso, la manera en que se había dejado crecer la barba en una masa fea y bulbosa, su postura encorvada. Parecía un hombre derrotado.
En muy poco tiempo había desarrollado un gran afecto por sus protectores, pero Marianne tenía más dificultades para aceptar la invasión de su espacio y se mantenía a distancia. Él agradecía los esfuerzos de ellos por mostrarse continuamente animados y alegres en su compañía para levantarle la moral, y también el empeño que ponían en pasar inadvertidos. Sabían que para los «principales» era molesto tener policías en la cocina, dejando sus huellas en la mantequilla. Hacían cuanto podían y sin el menor resentimiento por cederle el mayor espacio posible. Y a casi todos ellos, comprendió él enseguida, la reclusión implícita en esa misión de protección les resultaba en cierto modo más difícil que a él. Aquellos eran hombres de acción, y sus necesidades eran todo lo contrario de las de un novelista sedentario que intentaba aferrarse a lo que le quedaba de vida anterior, la vida del espíritu. Él aún podía quedarse sentado en una habitación y pensar durante horas y sentirse a gusto. Ellos enloquecían si tenían que quedarse entre cuatro paredes durante cualquier periodo de tiempo. Por otro lado, podían volver a casa después de dos semanas y tomarse un descanso. Varios de ellos le dijeron, con preocupado respeto, «Nosotros no podríamos hacer lo que usted está haciendo», y por eso se granjeó su compasión.
Muchos decían que así no se organizaba una misión de protección. Todos los demás «principales» tenían un «equipo en exclusiva» que se ocupaba de ese único individuo. Él no podía tener un equipo en exclusiva porque el trabajo encubierto era excesivo para que los agentes pudieran llevarlo a cabo las veinticuatro horas del día. Así que su equipo era el resultado de unir varios equipos. Eso no estaba bien, decían sus protectores. Las demás personas a quienes protegían seguían con su vida normal y profesional, y entonces eran ellos quienes se ocupaban de la protección; después, cuando el principal estaba en su casa, lo protegían por turnos policías de uniforme. Por la noche los agentes de la División Especial llevaban al principal a su casa y ellos volvían a su propia casa, dejando allí de guardia a los policías de uniforme. «Lo que tenemos que hacer en Malaquita no es protección en sentido estricto -le dijeron-. No nos han adiestrado para mantener escondidas a personas. Ese no es nuestro trabajo.» Pero una protección normal salía más cara, porque los turnos de los policías de uniforme costaban mucho dinero. Y si el principal tenía más de una casa, el coste aumentaba. Los mandamases de Scotland Yard no estaban dispuestos a gastar semejante suma en la Operación Malaquita. Salía más a cuenta esconder al principal y pagar horas extra a los equipos de protección para que se quedaran con él día y noche. Él empezaba a entender que entre los oficiales de alto rango corría la opinión de que el principal de Malaquita no «merecía» un servicio de protección total por parte de la policía británica.
Pronto descubrió que existía una amplia brecha entre los agentes in situ y los mandamases de Scotland Yard. Pocos mandamases se habían ganado el respeto de los muchachos. En los años posteriores él rara vez tuvo problemas con los miembros de los equipos destinados a su vigilancia, y muchos de ellos acabaron siendo amigos. Los oficiales de alto rango -no era exacto, le explicaron, llamarlos «superiores», porque «puede que tengan un rango por encima del nuestro, pero no son superiores»- eran otro cantar. En días venideros se encontraría con la actitud crítica de más de un señor Greenup.
Rompían las normas para ayudarlo. En una época en que les habían prohibido llevarlo a cualquier lugar público lo llevaban al cine, entrando después de que se hubiesen apagado las luces, sacándolo antes de que volvieran a encenderse, y no hubo ningún problema. En una época en que los oficiales de alto rango dijeron que no debían llevarlo a Londres, lo llevaban a las casas de sus amigos para que viera a su hijo. Y hacían cuanto podían para ayudarlo en su labor de padre. Los acompañaban a Zafar y a él a los campos de deporte de la policía e improvisaban equipos de rugby para que él pudiera correr con ellos y pasar el balón. Cuando había un fin de semana largo, a veces los llevaban a parques de atracciones. Un día, en uno de esos parques, Zafar vio un peluche ofrecido como premio en una caseta de tiro y decidió que lo quería. Uno de los agentes de protección, conocido por todos como Jack el Gordo, lo oyó. «Eso te gusta, ¿a que sí? -dijo, y apretó los labios-. Mmm...» Se acercó a la caseta y puso dinero en el mostrador. El encargado le entregó la habitual pistola con las miras deformadas y Jack el Gordo movió la cabeza en un grave gesto de asentimiento. «Mmm... -repitió mientras inspeccionaba el arma-, bien, pues...» Empezó a disparar. Pum pum pum pum, los blancos cayeron uno tras otro ante la mirada atónita del encargado, boquiabierto y con los dientes de oro a la vista. «Sí, eso de ahí estaría bien -dijo Jack el Gordo, dejando la pistola y señalando el peluche-. Nos quedaremos con eso. Gracias.» Pocos meses después Zafar veía por la televisión las felices escenas de Nelson Mandela llegando al estadio de Wembley para saludar en el concierto de rock organizado allí en celebración de su libertad. Cuando Zafar vio a Mandela recorrer el túnel de vestuarios en dirección al campo, señaló con el dedo y dijo: «Mira, papá, ese es Jack el Gordo». Y allí estaba, en efecto, Jack el Gordo, justo detrás del hombro izquierdo de Mandela, apretando los labios y probablemente murmurando «Mmm...».
Aprendió mucho sobre seguridad gracias a aquellos hombres: por ejemplo, cómo entrar en una habitación, dónde mirar, qué buscar. «A los policías y los delincuentes siempre se los distingue -comentó Dev Stonehouse-. Se quedan en la puerta y recorren el lugar con la mirada antes de entrar, viendo cuántas salidas hay, quién está dónde, todo eso.» Aprendió asimismo que las fuerzas de policía en definitiva no eran más que otro departamento del funcionariado. Era un organismo público, y, como tal, tenía su propia política. La División era blanco de celos y envidias, y había quienes querían eliminarla. A veces acudían a él en busca de ayuda, pidiéndole que les escribiera cartas de apoyo a la labor realizada por la Brigada «A», y él se alegraba de poder hacer un poco a cambio de todo lo que ellos hacían por él. Y se alegraba especialmente de que ninguno de los hombres allí destinados porque estaban dispuestos a recibir un balazo por él tuviera que pasar nunca por ello.
No había muchas mujeres en la Brigada «A», a lo sumo seis o siete, y en todos los años de protección solo dos formaron parte de su equipo: una mujer alta y atractiva llamada Rachel Clooney que acabó perteneciendo al equipo en exclusiva de Margaret Thatcher, y una rubia de baja estatura, robusta y formal, llamada Julie Remmick, que al final tuvo que abandonar el equipo porque no dio el nivel en las pruebas de tiro. En los servicios de protección, todos debían someterse con regularidad a pruebas de puntería en un pabellón de tiro de la policía, disparando en posturas desequilibradas, contra blancos en movimiento, en condiciones de mala visibilidad, y la puntuación aceptable debía superar el noventa por ciento. Si no alcanzaban esa marca, tenían que entregar su arma de inmediato y pasar al trabajo burocrático. Le dijeron que podían organizarlo para que él recibiera clases de tiro. Le enseñarían los mejores instructores y tal vez fuese una habilidad que le convenía adquirir. Reflexionó al respecto largamente y contestó que no, que gracias, pero no. Sabía que si tenía una pistola y los malos atacaban, se la quitarían y la volverían contra él. Mejor vivir sin eso y confiar en que los malos no se acercaran tanto.
A veces le preparaban la comida, pero en general cada cual se ocupaba de su propia organización doméstica. Le hacían la compra en el supermercado cuando compraban para ellos. Empleaban la cocina a horas distintas, previamente acordadas. Por la noche los policías se quedaban en una habitación y veían la televisión, atletas obligados por las circunstancias a quedarse tirados en un sofá. ¡Qué mal debían de sentirse!
Estaban en forma y eran apuestos y gustaban a las chicas. Muchos de ellos entablaron amistad con mujeres del mundo editorial a quienes conocieron por mediación de él. A los miembros de un equipo en particular, Rob y Ernie, se los consideraba auténticos sex symbols. Otro agente tuvo una aventura con la niñera de una amiga, luego la abandonó y le rompió el corazón. Y muchos tenían aventuras extraconyugales, ya que la obligada reserva de su trabajo les ofrecía el camuflaje perfecto. Uno de ellos, un tal Sammy, un joven de cabello dorado, resultó ser bígamo: tenía dos esposas con quienes usaba el mismo apelativo cariñoso, y dos series de hijos a quienes también había puesto nombres idénticos. Lo descubrieron porque el coste de la bigamia era demasiado alto para el salario de un policía y se endeudó hasta las cejas. Eran tipos interesantes.
Dev Stonehouse, como se vio, tenía en efecto un problema con la bebida, y al final lo retiraron del equipo después de emborracharse y comportarse de forma indebida en una taberna, y lo mandaron a trabajar a Siberia, también conocida como aeropuerto de Heathrow. Un par de agentes de protección quisieron hacer el papel de abogado del diablo y, poniéndose del lado de los musulmanes, hablaron en favor del «respeto», pero sus colegas los apartaron de ese camino con delicadeza y consideración.
Hubo un agente prepotente que lo trató más como un prisionero que como un principal, y él se quejó. Y estuvo Siegfried, el muchacho angloalemán con la complexión de un tanque que solo una vez, cuando él pidió que lo llevaran a dar un paseo por el parque, se enfrentó a él y le dijo que ponía en peligro al equipo. Vio que Siegfried cerraba los puños, pero él se mantuvo firme y lo obligó a bajar la mirada. Siegfried fue trasladado a otro sitio y nunca volvió. El miedo inducía a actuar mal a hombres buenos.
Esos fueron todos los problemas que tuvo con los equipos de protección. Muchos años después, un chófer desafecto, Ron Evans, despedido de las fuerzas de policía por malversación, publicó escabrosas falsedades en un diario sensacionalista británico, afirmando, entre otras cosas, que los equipos de protección sentían tal aversión por ese principal en particular que lo encerraban en un armario y se iban de copas. En cuanto salieron a la luz las declaraciones, varios miembros de sus antiguos equipos se pusieron en contacto con él. Dichos agentes sentían repugnancia por tales mentiras, por el hecho de que los oficiales de alto rango no lo defendieran, y quizá sobre todo por el incumplimiento por parte del chófer despedido del código de omertà, de silencio casi siciliano, de la División. Se enorgullecían de que en la División nadie filtraba información, ni chismorreaba, ni hacía llegar historias reales o inventadas a los medios -a diferencia, como decían muchos, de esos individuos indiscretos de la Brigada de Protección Real (independiente)-, y ese orgullo había sufrido un duro revés. Muchos de ellos le dijeron que estaban dispuestos a atestiguar en su defensa. Cuando el chófer se disculpó ante el Tribunal Superior de Justicia y reconoció sus mentiras, el viejo equipo de protección lo celebró, enviando triunfales mensajes de enhorabuena por correo electrónico al hombre a quien supuestamente aborrecían.
El chófer no fue el único embustero. Quizá la más injusta de las difamaciones fue que «no agradecía» todo lo que se hacía por él. Ese era uno de los rasgos del personaje «arrogante» y «desagradable» que gran parte de la prensa sensacionalista construyó meticulosamente para él, a fin de deteriorar su imagen pública y dañar su credibilidad. La realidad es que claro que lo agradecía, lo agradeció todos los días durante nueve años, y así se lo repitió una y otra vez a cuantos quisieron escucharlo. Los hombres que lo custodiaron y acabaron siendo amigos suyos, así como aquellos de sus amigos que estaban «dentro del círculo», sabían la verdad.
Por televisión pasaron un documental sobre Ronald Reagan, y él, sentado con el equipo, vio a John Hinckley, Jr., disparar contra el presidente. «Fíjese en el equipo de seguridad -dijo Stan-. Todos están en el sitio correcto. Nadie está fuera de su posición. Los tiempos de reacción de todos son extraordinarios. Nadie falló. Todos hicieron su trabajo al más alto nivel. Y aun así, el presidente resultó herido.» La zona más peligrosa, la zona en la que nunca podía conseguirse una asepsia al cien por cien, era el espacio entre la puerta de salida de un edificio y la puerta del coche. «El israelí, eso lo tiene claro -dijo Benny, refiriéndose al embajador-. Agacha la cabeza y corre.» Esa fue la zona en la que Hinckley alcanzó al presidente. Pero de ese episodio podía extraerse una verdad más general: los mejores agentes de protección de Estados Unidos, todos con mucha experiencia y armados hasta los dientes, habían actuado al máximo de sus capacidades y, aun así, el pistolero había conseguido su objetivo. El presidente de Estados Unidos había sido abatido. La seguridad absoluta no existía. Había distintos grados de inseguridad. Tendría que aprender a convivir con eso.
Le ofrecieron chalecos antibalas de Kevlar. Los rechazó. Y cuando iba desde la puerta de un coche hasta la puerta de un edificio, o viceversa, aminoraba el paso deliberadamente. Se negaba a escabullirse. Intentaba caminar con la cabeza bien alta.
«Si sucumbes a la descripción de seguridad del mundo -se dijo-, serás su títere para siempre, su prisionero.» La visión del mundo de la seguridad se basaba en el análisis del teórico peor caso posible. Pero el análisis del peor caso posible ante la necesidad de cruzar una calle es que existe la posibilidad de que te atropelle un camión, y por tanto no debes cruzar. No obstante, la gente cruzaba la calle todos los días y no era atropellada por camiones. Eso era algo que debía recordar. Había distintos grados de inseguridad. Tenía que seguir cruzando calles.
«La historia es una pesadilla de la que intento despertar», dijo el Dedalus de Joyce, pero ¿qué sabía acerca de las pesadillas Stephen el héroe? Lo más pesadillesco que le había sucedido era emborracharse en Nighttown y volver a casa con Poldy para construir la Nueva Bloomusalén y quizá ser inducido por el cornudo Bloom a atender a la rijosa Molly. Esto otro sí era una pesadilla -sacerdotes sanguinarios arrojando flechas de venganza y un monigote de él en una manifestación con la cabeza traspasada por una de esas flechas-, y él ya estaba despierto. En Pakistán un tío suyo, casado con la hermana de su madre, puso un anuncio en el periódico que en esencia declaraba: No nos echéis la culpa a nosotros, en todo caso nunca nos cayó bien, mientras que esa hermana le decía a mi madre, que seguía en Wembley con Sameen, que los paquistaníes no la querían en el país. Eso no era verdad. Probablemente eran los tíos de él quienes se avergonzaban de su parentesco y no querían tenerla cerca. Ella fue allí de todos modos y nadie la atacó. A veces en el bazar, la gente se interesaba por su hijo y le expresaba su solidaridad: Qué situación tan espantosa. Así pues, quedaba algo de urbanidad entre tantos disturbios sangrientos. Mientras tanto, él estaba bajo la custodia de policías apodados Cerdito y Retaco y Jack el Gordo y Caballo -empezaba a acostumbrarse a los apodos y la rotación del personal- e intentaba encontrar una casa a la que trasladarse cuando tuviera que abandonar Porlock Weir (los Holroyd, generosamente, le habían permitido quedarse allí otras seis semanas, pero se acababa el tiempo). Resultaba difícil encontrar casas adecuadas, sobre todo porque debía buscarlas a través de intermediarios. Él no existía. Solo existía Joseph Anton; y no podía dejarse ver.
El mundo de los libros siguió mandándole mensajes. Bharati Mukherjee y Clark Blaise escribieron desde Estados Unidos para decirle que la gente encargaba pins con el texto SOY SALMAN RUSHDIE y los lucía orgullosamente en señal de solidaridad. Él quiso uno de esos pins. Tal vez Joseph Anton podía llevar un pin en solidaridad con la persona que era y no era. Gita Mehta le dijo por teléfono, un poco cáusticamente, que «Los versos satánicos no es tu Lear. Vergüenza es tu Lear». Blake Morrison dijo: «Muchos escritores se sienten paralizados por este asunto. Da la sensación de que escribir es como tocar la lira mientras arde Roma». Tariq Ali lo describió cruelmente como «un muerto de permiso» y le envió un texto de una obra que había escrito en colaboración con Howard Brenton y que se representaría en el Royal Court Theater. Noches iraníes. A él le pareció una astracanada chapucera y precipitada, que incluía las pullas contra su obra que empezaban a ser convencionales. La frase «Era un libro que nadie podía leer» se había convertido en una especie de leitmotiv. Entre los temas que la obra no exploraba se incluían: la religión como represión política y como terrorismo internacional; la necesidad de la blasfemia (los escritores de la Ilustración francesa esgrimieron intencionadamente la blasfemia como arma, negándose a aceptar que el poder de la Iglesia fijara límites al pensamiento); la religión como enemigo del intelecto. Esos eran los asuntos que quizá él habría tratado si aquella hubiera sido su obra, pero no lo era. Él era solo el tema, el autor del libro ilegible.
Cuando podía ir de visita a casa de alguien, advertía que la gente se alteraba más por las medidas de seguridad -la limpieza en seco, las cortinas corridas, la exploración de sus viviendas por parte de apuestos hombres armados- que por su visita. En el futuro, los recuerdos más vívidos que sus amigos conservarían de aquellos tiempos serían invariablemente de la División Especial. Entre el mundo editorial londinense y la policía secreta británica se forjaba una inverosímil amistad cada vez más profunda. A los agentes de protección les caían bien aquellos amigos suyos que les brindaban una buena acogida, que se aseguraban de que estuvieran cómodos y les daban de comer. «No se imagina usted -le dijeron- cómo nos tratan en otros sitios.» Los grandes personajes de la política y sus esposas a menudo trataban a esos hombres como a criados.
A veces la gente se alteraba demasiado. Una vez Edward Said, que estaba en Londres alojado en la casa de Mayfair de un amigo kuwaití, lo invitó a visitarlo. Cuando llegó, la sirvienta india, reconociéndolo de inmediato, abrió los ojos de par en par y entró en un estado de gran nerviosismo. Telefoneó a la casa del anfitrión de Said en Kuwait y empezó a gritar incoherentemente por el aparato: «¡Rushdie aquí, Rushdie aquí!». En Kuwait nadie entendió por qué el hombre invisible había aparecido en su residencia londinense: ¿por qué se había refugiado allí? Edward tuvo que explicar que simplemente había invitado a su amigo a cenar. No se contemplaba la posibilidad de una estancia prolongada.
Poco a poco fue entendiendo que la protección se veía como algo glamouroso. Unos hombres llegaban antes de presentarse él, se preparaba todo, un lustroso Jaguar se detenía ante la puerta, seguía el momento de máximo riesgo entre la puerta del coche y la puerta de la casa, y entonces lo entraban rápidamente. Parecía tratamiento VIP. Parecía excesivo. Inducía a la gente a preguntar: ¿Quién se ha creído que es? ¿Por qué merece ser tratado como un rey? Sus amigos no se lo decían, pero tal vez uno o dos se preguntaban: ¿De verdad era todo eso necesario? Cuanto más tiempo duraba aquello, más tiempo pasaba sin ser asesinado, y más fácil era que la gente creyese que nadie intentaba matarlo, que él quería la protección para satisfacer su vanidad, su insufrible engreimiento. Costaba convencer a la gente de que desde su posición uno no sentía la protección como el estrellato cinematográfico. La sentía como una cárcel.
Entretanto, en la prensa se arremolinaban los rumores. La organización Abu Nidal estaba adiestrando a un equipo de sicarios que entrarían en el Reino Unido «vestidos de hombres de negocios, con ropa occidental». En la República Centroafricana estaban preparando supuestamente otro escuadrón de asesinos. Y además de estas letales murmuraciones, la fealdad sonaba aún a todo volumen en todas las radios, las televisiones y las primeras páginas de los periódicos. El ministro conservador John Patten se enfrentó elocuentemente en un debate televisado con el parlamentario promusulmán Keith Vaz. Kalim Siddiqui apareció en televisión justo después de volver de Irán y dijo amenazadoramente «No morirá en Gran Bretaña», con lo que insinuaba que se había urdido un plan de secuestro. El antiguo cantante pop Cat Stevens, recientemente reencarnado como el renacido «líder» musulmán Yusuf Islam, salió también por televisión, deseando su muerte y declarando que estaba dispuesto a avisar a los escuadrones de sicarios si llegaba a descubrir el paradero del blasfemo.
Telefoneó a Jatinder Verma, del grupo teatral Tara Arts, quien le habló de «la severa intimidación [a los musulmanes británicos por parte de los organizadores de la campaña] que estaba produciéndose a nivel de las bases» y «la presión política por parte del Consejo de Mezquitas». Tan deprimentes como la campaña islámica fueron los ataques de la izquierda. John Berger lo denunció en The Guardian. Y el eminente intelectual Paul Gilroy, autor de There Ain’t No Black in the Union Jack, lo más parecido en el Reino Unido a una figura como Cornel West en Estados Unidos, lo acusó de haber «juzgado mal a la gente» y haberse creado así su propia tragedia. En una ocurrencia surrealista, Gilroy lo comparó con el boxeador Frank Bruno, quien evidentemente sabía cómo «no juzgar mal a la gente» y por tanto era querido. No era posible, en la mente de intelectuales socialistas como Berger y Gilroy, que el pueblo lo hubiera juzgado mal a él. El pueblo no podía equivocarse.
El problema de la casa empezaba a ser acuciante. De pronto Deborah Rogers acudió en su rescate por segunda vez y le ofreció una solución: una casa espaciosa que ella conocía en el pueblo de Bucknell, en Shropshire, quedaba disponible durante un año. La policía la examinó. Sí, era una posibilidad. Eso le levantó el ánimo. Una casa para todo un año se le antojaba un lujo inconcebible. Accedió: Joseph Anton la alquilaría.
Un día preguntó al agente de protección apodado Cerdito: «¿Qué habrían hecho si Los versos satánicos hubiese sido, pongamos, un poema o una obra radiofónica, y no hubiese generado los ingresos que me permiten alquilar sitios así? ¿Qué habrían hecho si yo hubiese sido pobre?». Cerdito se encogió de hombros. «Por suerte -contestó-, resulta que no es necesario contestar a esa pregunta, ¿verdad que no?»
Michael Foot y su mujer, Jill Craigie, habían invitado a su sucesor al frente de la oposición, Neil Kinnock, y su esposa, Glenys, a cenar en su casa de Pilgrims Lane, en Hampstead, para presentárselo. El escritor y abogado John Mortimer, creador de la serie de televisión Rumpole of the Bailey, y su mujer, Penny, estarían también allí. Lo llevaron en coche a Londres y se encontraron detenidos en un atasco justo delante de la mezquita del Regent’s Park cuando los fieles salían después de sus oraciones del viernes, tras haber escuchado un sermón en el que se lo vilipendiaba. Tuvo que abrir el Daily Telegraph para esconder la cara. Al cabo de un rato preguntó: «Supongo que el seguro de las puertas está puesto, ¿verdad?». Se oyó un chasquido y un carraspeo, y Retaco dijo: «Ahora sí». No pudo evitar sentir lo espantoso que era verse segregado de los «suyos». Cuando se lo dijo a Sameen, ella lo reprendió.
«Esa turba incitada por los mulás nunca ha sido de los tuyos -dijo-. Tú siempre te has opuesto a ellos, y ellos se han opuesto a ti, en la India y en Pakistán.»
En casa de los Foot, Neil Kinnock, increíblemente cordial y solidario, le concedió todo su apoyo. Pero también le preocupaba que «se supiera» que él había estado allí y eso le causara problemas políticos. No podía haber sido más amable, pero era una amabilidad secreta. Kinnock desaprobaba, dijo en determinado momento, la concesión de subsidios públicos a los colegios musulmanes segregados, pero qué podía hacer él, exclamó, al fin y al cabo esa era la política del Partido Laborista. No era posible imaginar a su adversaria, la formidable primera ministra conservadora Margaret Thatcher, rindiéndose tan débilmente.
Michael, por su parte, se había convertido en un apasionado aliado y amigo. Su única discrepancia era respecto a Indira Gandhi, a quien Michael había conocido bien, y cuyos años de semidictadura durante el «estado de emergencia» de mediados de la década de los setenta tendía a disculpar. Cuando Michael adoptaba a una persona como amigo, pasaba a pensar que esa persona no podía hacer nada mal.
También asistió a la cena el poeta Tony Harrison, que había realizado un poema cinematográfico para la BBC titulado El banquete de los blasfemos, en el que cenaba en un restaurante de Bradford con Voltaire, Molière, Omar Khaiame y Byron. Una silla quedaba vacía. «Esa es la silla de Salman Rushdie.» El diálogo giraba en torno a la blasfemia, postulando que se hallaba en la raíz misma de la cultura occidental. Los juicios a Sócrates, Jesucristo y Galileo habían sido todos juicios por blasfemias, y sin embargo la historia de la filosofía, el cristianismo y la ciencia estaban muy en deuda con ellos. «Te guardo la silla para mandártela -dijo Harrison-. Tú avisa cuándo puedes recibirla.»
Acompañado por su escolta, salió de nuevo a la noche. Sus muelas del juicio habían estallado. Habían elegido un hospital cerca de Bristol y lo tenían todo organizado. Lo entraron a escondidas para el reconocimiento médico y las radiografías y tuvo que pasar la noche allí antes de la operación, que se realizaría a la mañana siguiente. Tenía impactadas las dos muelas del juicio inferiores y habría que administrar anestesia general. A la policía le preocupaba que si llegaba a conocerse su presencia allí, se congregara frente al hospital una muchedumbre hostil. Habían concebido un plan para esa eventualidad. Tenían un coche fúnebre esperando a corta distancia de allí y lo acercarían a una de las áreas de estacionamiento del hospital, y a él lo sacarían anestesiado y dentro de una bolsa para cadáveres. Al final esta estratagema resultó innecesaria.
Cuando recobró el conocimiento, Marianne le cogía la mano. Se encontraba en un feliz estado de aturdimiento por la morfina y no sentía demasiado el dolor de cabeza, el dolor de mandíbula y el dolor de cuello. Le habían puesto una almohada caliente bajo el cuello, y Marianne lo trataba con mucha dulzura. En el Hyde Park se desarrollaba en ese momento una concentración de veinte mil o treinta mil musulmanes para reclamar lo que fuera que estuvieran reclamando, pero gracias a la morfina eso no lo inquietaba. Habían amenazado con organizar la mayor manifestación jamás habida en Gran Bretaña, quinientas mil personas, así que veinte mil parecía una insignificancia. La morfina era maravillosa. Si pudiese estar siempre bajo sus efectos, se sentiría de perlas.
Después discutió con Clarissa porque había dejado ver a Zafar la manifestación por televisión. «¿Cómo has podido hacer una cosa así?», preguntó él. «Ha pasado y ya está», contestó ella, añadiendo que él obviamente estaba alterado por la manifestación y no debía emprenderla con ella. Zafar se puso al aparato y dijo que había visto un monigote con la cabeza traspasada por una flecha, y a veinte mil hombres y niños marchar por las calles, no en Teherán, sino en su propia ciudad, exigiendo la muerte de su padre. Él le dijo a Zafar: «La gente alardea mucho delante de la televisión, creen que así pasan por listos». «Pero no pasan por listos -dijo Zafar-. Quedan como tontos.» A veces era un niño asombroso.
Habló con su amigo Gurmukh Singh, el genio de la informática, que tuvo una idea brillante: ¿por qué no se hacía con un «teléfono móvil»? Ahora existían los «teléfonos móviles». Cargabas la batería y lo llevabas encima a dondequiera que fueras y nadie sabía desde dónde llamabas. Si él tuviera uno de esos teléfonos nuevos, podría dar un número a los familiares y amigos y a los contactos profesionales sin arriesgarse a revelar su ubicación. Es una idea genial, dijo él, me parece magnífico, casi increíble. «Voy a investigarlo», dijo Gurmukh.
El teléfono móvil -absurdamente voluminoso, un ladrillo con una antena- llegó no mucho tiempo después, y su entusiasmo no conoció límites. Llamó a la gente y dio su número, y ellos empezaron a llamarlo continuamente: Sameen, Pauline y, varias veces, su amigo Michael Herr, autor del clásico sobre Vietnam Despachos de guerra, que vivía en Londres y venía obsesionándose con él más que nadie, y que estaba, si cabía, más asustado y paranoico por su situación que él mismo. Kazuo Ishiguro, cuya novela Los restos del día acababa de publicarse y disfrutaba de gran éxito, telefoneó para decirle que, en su opinión, Los versos satánicos debía volver a ser reseñado en todas partes, esta vez por novelistas, para centrar nuevamente la atención en la propia literatura. Clarissa lo llamó para hacer las paces. Un autor irlandés representado por la agencia A. P. Watt, donde ella trabajaba, le había contado una anécdota sobre unos albañiles irlandeses a los que él conocía en Birmingham: habían plantado los cimientos de una gran mezquita nueva y, cuando nadie los veía, habían colocado un ejemplar de Los versos satánicos en el cemento húmedo. «Así que la mezquita se está construyendo sobre tu libro», concluyó Clarissa.
Michael Holroyd telefoneó para decir que, a su juicio, la gran manifestación había tenido el efecto de producir un gran viraje en la opinión pública contra los manifestantes. La gente que hasta entonces no había tomado partido comenzaba a decantarse, asqueada por lo que veía en televisión, por las pancartas que rezaban MATAD A ESE PERRO, MUERTE AL CANALLA DE RUSHDIE y PREFERIMOS LA MUERTE A VERLO VIVO, y por el niño de doce años explicando a las cámaras que estaba dispuesto a matar personalmente al canalla. Las apariciones de Kalim Siddiqui y Cat Stevens también habían contribuido. En todos estos acontecimientos la prensa se puso en gran medida del lado de él. «Detesto ver a un hombre en inferioridad numérica», afirmó un comentarista en el Times de Londres.
Lo habían visto por todas partes a lo largo de ese calurosísimo mes de mayo: en Ginebra y Cornualles y en distintas partes de Londres, y en una cena en Oxford, adonde acudieron piquetes de musulmanes. El escritor sudafricano Christopher Hope le contó a Caradoc King, compañero de Clarissa, que había estado en una recepción en Oxford a la que también había asistido el hombre invisible. Tariq Ali sostenía haber cenado con él en un lugar remoto. Nada de eso era exacto, a menos que anduviera suelto por ahí un fantasma de Rushdie, una sombra fugitiva como la del gran cuento de terror de Hans Christian Andersen, gastando bromas mientras Joseph Anton se quedaba en casa. La sombra fugitiva vislumbrada por primera vez en el escenario del Royal Court en Noches iraníes asomó otra vez en el título de una segunda obra de teatro, de Brian Clark, autor de El derecho a escoger. Esta nueva obra recibió el elegante título de ¿Quién mató a Salman Rushdie? Telefoneó a Clark para señalar que la respuesta a la pregunta era «Nadie, o al menos todavía no, y esperemos que no ocurra», y Clark se ofreció a ponerle el título ¿Quién mató al escritor?, pero la premisa seguiría siendo la misma: un escritor moría a manos de sicarios iraníes debido a un libro que había escrito. «¿Ficción?» Desde luego. Podía ser cualquiera. Clark le dijo que estaba decidido a ofrecer la obra para su producción. Su vida y su muerte empezaban a convertirse en propiedad de otros. Ahora era pieza de caza y se había levantado la veda.
Todo el mundo en Inglaterra tomaba el sol, menos él, que permanecía entre sus cuatro paredes, cada vez más pálido y peludo. Le propusieron formar parte de la «lista» para el Parlamento Europeo presentada por los partidos centristas italianos: el Partido Republicano, el Partido Liberal y el Partido Radical de un tal Marco Pannella, que era quien hacía el ofrecimiento, transmitido por mediación de la oficina de Paddy Ashdown, el líder del Partido Liberal Demócrata británico. Gillon dijo: «No lo hagas; parece una treta publicitaria». Pero Pannella afirmó que, en su opinión, Europa debía hacer un gesto de solidaridad concreto para con él, y si él pasaba a ser miembro del Parlamento Europeo, cualquier ataque contra su persona se consideraría un ataque contra el propio Parlamento Europeo, lo que quizá disuadiera a algunos agresores potenciales. Scotland Yard, cuyos oficiales de alto rango parecían decididos a mantenerlo incomunicado, temían que tal maniobra de hecho aumentara el riesgo para él, interpretándose como una provocación entre algunos musulmanes; y también podía poner en peligro a otros. ¿Cómo se sentiría si, por su decisión, algunos «objetivos fáciles» en Estrasburgo fueran atacados? Al final decidió no aceptar la invitación del signor Pannella. Él no era político. Era escritor. Era en calidad de escritor como deseaba ser defendido, en calidad de escritor como deseaba defenderse. Pensó en Hester Prynne exhibiendo con orgullo su letra escarlata. También a él lo habían marcado a fuego con una A escarlata, en su caso no de Adúltera sino de Apóstata. También él, como la gran heroína de Hawthorne, debía exhibir la letra escarlata como insignia de honor, pese al dolor.
Le mandaron un ejemplar de la revista estadounidense NPQ, en la que se alegró de encontrar a un erudito islámico que escribía que Los versos satánicos encajaba en la arraigada tradición musulmana de dudar del arte, la poesía y la filosofía. Una discreta voz en representación de la cordura pugnando por hacerse oír en medio de los aullidos de niños asesinos.
Hubo una segunda reunión con el comandante Howley, que tuvo lugar en Thornhill Crescent, Islington, la casa de su amiga Kathy Lette, la picante novelista cómica australiana, y su marido, el abogado de él, Geoffrey Robertson. Howley le recordaba a un cascanueces con forma de cabeza y brazos humanos que usaba su padre para romper las nueces. Había que colocar la nuez entre los maxilares del hombre y juntar los brazos, y la nuez se rompía con un satisfactorio chasquido. Aquel hombre tenía una mandíbula temible que Dick Tracy habría envidiado y, cuando el cascanueces se cerraba, una boca fina y adusta. Cualquier nuez, viendo al comandante Howley, habría temblado en su cáscara. Era un hombre serio y severo. Pero en esta ocasión se reunía con él para proporcionarle cierta esperanza. Sencillamente era poco razonable, admitió, obligar a alguien a llevar una vida en continua itinerancia, exigiéndole que alquilara o pidiera prestadas casas a perpetuidad. Por lo tanto, se había decidido -los policías eran aficionados a la pasiva refleja- que se le permitiría (ahí estaba otra vez, ese extraño «se») empezar a buscar una casa permanente a la que mudarse «a mediados del año siguiente, poco más o menos». Para mediados del año siguiente faltaba un año, lo cual era desalentador, pero la idea de disponer otra vez de una casa, y ser protegido en ella como cualquier otro «principal» lo animó y le devolvió el amor propio. ¡Cuánto más digno sería eso que esta agitada existencia, con incesantes idas y venidas! Dio las gracias al comandante Howley y añadió que esperaba que no lo obligaran a permanecer enterrado en alguna zona rural, lejos de su familia y amigos. «No», respondió Howley. Sería más fácil para todos si la casa se encontraba dentro de la «zona del GPD». El GPD era el Grupo de Protección Diplomática, que podía ofrecer un servicio de respuesta rápida en caso de necesidad. Tendría que incluir una habitación de seguridad reforzada y un sistema de botones de alarma, pero cabía suponer que eso era aceptable para él. Sí, contestó, claro. «Bien, pues -dijo Howley-. Ese será nuestro objetivo.» Los maxilares del cascanueces se cerraron firmemente.
No pudo compartir la buena nueva con nadie, ni siquiera con sus anfitriones de ese día. Había conocido a Kathy Lette en Sidney hacía cinco años, mientras paseaba cerca de Bondi Beach con Robyn Davidson. Los sonidos de una fiesta flotaban desde un apartamento en una cuarta planta, y cuando alzaron la vista vieron a una mujer sentada en la barandilla del balcón de espaldas al mar. «Reconocería ese culo en cualquier sitio», dijo Robyn. Así fue como se inició su amistad con Kathy: a partir del culo. Robyn desapareció de su vida pero Kathy permaneció. Ella llegó a Inglaterra después de enamorarse de Geoffrey, que rompió con Nigella Lawson para estar con ella, decisión que mejoró las vidas de todos los interesados, incluida la de Nigella. En la casa de Thornhill Crescent, después de marcharse la policía, Geoff se explayó sobre los ataques jurídicos contra Los versos satánicos y las razones por las que fracasarían. Tanto su convicción como la firmeza de sus sentimientos fueron tranquilizadoras. Era un aliado valioso.
Marianne regresó de una visita a la ciudad. Dijo que se había encontrado casualmente con Richard Eyre, el director del Teatro Nacional, en un andén de metro, y cuando la vio rompió a llorar.
Era mucha la gente que hablaba y muchas las cosas que se decían, pero la policía le pidió que se abstuviera de hacer más declaraciones incendiarias, presuponiendo que cualquier declaración suya sería incendiaria por el mero hecho de ser él quien la hacía. Cayó en la cuenta de que componía un millar de cartas en su cabeza y las lanzaba al éter, como las discusiones del Herzog de Bellow con el mundo, medio delirantes y obsesivas, cartas que en realidad no podía enviar.
Apreciado Sunday Telegraph: El plan de ustedes para mí es que busque un refugio seguro y secreto en, quizá, Canadá, o en una parte remota de Escocia donde los lugareños, siempre alertas a la presencia de forasteros, vean venir a los malos; y en cuanto haya encontrado mi nuevo hogar debo mantener la boca cerrada hasta el fin de mis días. La idea de que no he hecho nada malo y, como hombre inocente, merezco vivir mi vida tal como yo decida obviamente se ha contemplado y eliminado de su gama de opciones. Aun así, curiosamente, esa es la absurda idea a la que me aferro. Como niño de gran ciudad que fui, la verdad es que nunca me ha gustado el campo (excepto en breves ráfagas), y el frío es otra de las cosas que me disgustan desde hace tiempo, lo que descarta tanto Escocia como Canadá. Tampoco se me da bien mantener la boca cerrada. Si alguien intenta amordazar a un escritor, señores, ¿no coinciden ustedes -como periodistas que son- en que la mejor respuesta es no dejarse amordazar? ¿Hablar, si cabe, más alto y más audazmente que antes? ¿Cantar (si uno es capaz de cantar, y confieso que no es mi caso) con voz más hermosa y mayor atrevimiento? ¿Estar, si cabe, más presente? Si no lo ven así, les presento mis disculpas de antemano. Ya que ese es mi plan.
Apreciado Brian Clark: ¿Acaso no tengo derecho a elegir?
Apreciado rabino jefe Immanuel Jakobovits: He visitado al menos una universidad en la que a los jóvenes judíos se les enseñaban, rigurosa y sensatamente, los principios y las prácticas del pensamiento sensato y riguroso. Las suyas eran algunas de las mentes jóvenes más impresionantes y afiladas con las que me he encontrado, y me consta que ellos comprenderían lo peligroso e impropio que es establecer equivalencias morales falsas. Es una lástima que un hombre a quien ellos podrían ver como un líder haya acabado siendo tan descuidado respecto al debido proceso de la mente. «Tanto el señor Rushdie como el ayatolá han abusado de la libertad de expresión», dice usted. Así, una novela que, guste o no guste, es, en opinión de al menos unos cuantos críticos y miembros de jurados, una obra de arte seria, se equipara con un descarnado llamamiento al asesinato. Esto debería denunciarse, tachándose de comentario manifiestamente ridículo; en cambio, rabino jefe, sus colegas el arzobispo de Canterbury y el papa de Roma han afirmado en esencia lo mismo. Todos han exigido la prohibición de toda ofensa a las sensibilidades de cualquier religión. Ahora bien, a una persona ajena, una persona sin religión, podría parecerle que las distintas reivindicaciones de autoridad y autenticidad expresadas por el judaísmo, el catolicismo y la Iglesia de Inglaterra se contradicen entre sí, y entran en conflicto también con las reivindicaciones expresadas por el islam y en nombre del islam. Si el catolicismo es «verdadero», la Iglesia de Inglaterra debe ser «falsa», y de hecho se han librado guerras porque muchos hombres -y reyes, y papas- creían precisamente eso. El islam niega categóricamente que Jesucristo sea el hijo de Dios, y muchos sacerdotes y políticos musulmanes exhiben abiertamente sus posturas antisemitas. ¿Por qué, pues, esta extraña unanimidad entre polos aparentemente irreconciliables? Piense, rabino jefe, en la Roma de los césares. Lo mismo que ocurrió con ese gran clan quizá ocurra ahora con las grandes religiones del mundo. Por más que se detesten entre sí y pretendan hundirse mutuamente, todos ustedes son miembros de una misma familia, ocupantes de la única Casa de Dios. Cuando tienen la impresión de que la propia Casa se halla amenazada por simples personas ajenas, por legiones de irreligiosos condenados al infierno, o incluso por un novelista de ficción, cierran ustedes filas con impresionante presteza y celo. Los soldados romanos, al entrar en combate en formación cerrada, formaban un testudo, o tortuga, creando los soldados del contorno muros con sus escudos mientras los del centro levantaban los escudos por encima de la cabeza para crear un tejado. Análogamente usted y sus colegas, rabino jefe Jakobovits, han formado una tortuga de la fe. Les da igual lo absurda que sea la imagen que ofrecen. Lo que les preocupa es que el muro de la tortuga sea lo bastante sólido para resistir.
Apreciado Robinson Crusoe: Supongamos que tuvieras cuatro Viernes para hacerte compañía, y todos ellos estuvieran fuertemente armados. ¿Te sentirías más seguro, o menos seguro?
Apreciado Bernie Grant, parlamentario: «Quemar libros -dijo usted en la Cámara de los Comunes exactamente un día después de la fetua- no es una gran preocupación para los negros.» Las objeciones a semejantes prácticas, afirmó, daban prueba de que «los blancos querían imponer sus valores al mundo». Recuerdo que muchos líderes negros -el doctor Martin Luther King, por ejemplo- fueron asesinados por sus ideas. El perplejo observador externo pensaría, por tanto, que eso de exigir el asesinato de un hombre por sus ideas sería para un parlamentario negro algo aterrador. No obstante, usted no plantea ninguna objeción. Usted representa, señor mío, la cara inaceptable del multiculturalismo, su deformación en una ideología de relativismo cultural. El relativismo cultural es la muerte del pensamiento ético, es dar apoyo al derecho de los sacerdotes tiránicos a tiranizar, de los padres despóticos a mutilar a sus hijas, de los fanáticos a odiar a los homosexuales y los judíos, porque hacerlo forma parte de su «cultura». El fanatismo, los prejuicios y la violencia o la amenaza de violencia no son «valores» humanos. Son prueba de la ausencia de dichos valores. No son las manifestaciones de la «cultura» de una persona. Son indicativos de la falta de cultura de una persona. En asuntos tan vitales, señor mío, por citar al gran filósofo monocromo Michael Jackson, da igual si eres blanco o negro.
En la plaza de Tiananmen un hombre cargado con bolsas de la compra se plantó delante de una columna de tanques y detuvo su avance. Media hora antes, en el supermercado, no debía de estar pensando en el heroísmo. El heroísmo surgió en él espontáneamente. Eso ocurrió el 5 de junio de 1989, el tercer día de la masacre, así que debía de saber el peligro que corría. Y sin embargo se quedó allí hasta que otros civiles fueron a apartarlo. Hay quien dice que después de ese gesto se lo llevaron y lo mataron. Nunca se reveló el número de muertos en Tiananmen, y sigue sin conocerse. En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, la compañía bananera -encabezada por Mr. Brown, nombre que bien podría salir en una película de Tarantino- masacró a tres mil huelguistas en la plaza mayor de Macondo. Después de la matanza, se llevó a cabo una limpieza tan perfecta que el incidente pudo negarse rotundamente. Nunca ocurrió, salvo en la memoria de José Arcadio Segundo, que lo vio todo. Contra la brutalidad, recordar es la única defensa. La cúpula china lo sabía: la memoria era el enemigo. No bastaba con matar a los manifestantes. Tenían que ser falsamente recordados como desviados y malhechores, no como valientes estudiantes que dieron su vida por la libertad. Las autoridades chinas trabajaron denodadamente en esta versión falsa del pasado y al final arraigó. El año que se inició con el pequeño horror de la fetua había adquirido un mayor horror ante el que temblar, cuya atrocidad crecería con el paso de los años, al sumarse a las inútiles muertes de los manifestantes la derrota de la memoria a base de mentiras.
Había llegado la hora de abandonar Porlock Weir. La policía le había encontrado un chalet de alquiler, otra vez en Brecon, en un lugar llamado Talybont. Maggie Drabble y Michael Holroyd fueron a recuperar su casa y celebrar allí el cincuenta cumpleaños de Maggie. Marianne no iría a Talybont; se marchaba a Estados Unidos. Lara se licenciaba en Dartmouth y, lógicamente, ella quería estar presente en la ceremonia de graduación. Su marcha sería un alivio para los dos. Él se daba cuenta de que ella estaba al límite de su tolerancia, con la mirada más extraviada que de costumbre, y que la tensión rezumaba de ella como el sudor de un corredor maratoniano. Necesitaba al menos un descanso, probablemente una escapatoria. Él eso lo entendía. Ella no había contado con una situación así, y no era su lucha. El tópico, permanece al lado de tu hombre, insistía en que debía quedarse, pero todo en ella clamaba: Márchate. Tal vez las cosas habrían sido distintas si hubieran estado más enamorados. Pero ella permanecía al lado de un hombre con el que no era feliz. Sí, debía ir a la graduación de su hija.
Fue una extraña cena, la de los cuatro, mitad celebración de los cincuenta años de Maggie, mitad conmoción por la historia. Michael contó anécdotas divertidas de su insólita infancia: su madre reclamando su ayuda para abandonar a sus muchos maridos, y al menos uno de esos maridos pidiéndole que le escribiera las notas de súplica que tal vez la convencieran de que no se fuera. Se sentían inquietos por las noticias. Tiananmen estaba en boca de todos. Y de pronto el ayatolá Jomeini había muerto y lo llevaban por las calles de Teherán hacia su sepultura. En una habitación contigua, los policías, haciendo chistes de policías, esperaban el cambio de turno. Hoy es el día de IPMES: Irse Pronto, Mañana Es Sábado. O, más filosóficamente: La vida es un sándwich de mierda. Cuanto más pan tienes, menos mierda comes. Pero los cuatro observaban las escenas de un lugar lejano, la inmensa muchedumbre agitando los brazos en torno a las andas fúnebres, el incontenible vaivén del monstruo multicéfalo, hasta el momento en que las andas se ladearon, se rompió la mortaja, y de repente la pierna blanca y frágil del muerto quedó a la vista de todos. Supo, mientras lo veía, que eso era algo que él no entendía. No bastaba con decir que tales multitudes eran trasladadas allí en autobuses y camiones, ni que les pagaban para llorar la muerte efusivamente, ni que muchos de ellos se hallaban en esa especie de delirio semejante a un trance propio de algunos chiíes extasiados el día de Ashura, el décimo del mes de Muharram, que se fustigaban y se herían para conmemorar la muerte del nieto del Profeta, Hussein ibn-Ali, en la batalla de Karbala en el año 680. No servía de nada preguntarse por qué una nación cuyos hijos habían perecido por orden del imán muerto en una guerra inútil contra Irak sentía un dolor tan estridente por su fallecimiento, ni desestimar la escena por considerarla una actuación impostada, representada por un pueblo oprimido y temeroso cuyo miedo al tirano no había disminuido siquiera después de su muerte: todo eso no bastaba para desestimar aquello por considerarlo terror disfrazado de amor. El imán, para esa gente, había sido un vínculo directo con su Dios. El vínculo se había roto. ¿Quién intercedería por ellos ahora?
A la mañana siguiente Marianne se marchó a Estados Unidos. A él lo llevaron a Talybont. El chalet era minúsculo y hacía un tiempo espantoso. Allí era imposible preservar la intimidad. Él y sus protectores -el afable Jack el Gordo y un individuo nuevo, muy elocuente, a todas luces un agente con un gran futuro, llamado Bob Major- tendrían que vivir apretujados. Peor aún, el teléfono móvil no funcionaba. No llegaba la señal. Sería necesario trasladarlo una vez al día a una cabina a varios kilómetros de allí, en un rincón perdido de aquella zona, para hacer llamadas. Lo asaltó una intensa claustrofobia. «Todo es INÚTIL, INÚTIL», escribió en su diario, y luego telefoneó a Marianne, en Boston, y las cosas empeoraron considerablemente.
Estaba en una cabina roja en una ladera de Gales bajo la lluvia, con una bolsa de monedas en la mano y la voz de Marianne en el oído. Ella había cenado con Derek Walcott y Joseph Brodsky, y los dos premios Nobel le dijeron que ellos no habrían accedido a cambiar su vida como había hecho él. «Yo me quedaría en casa y seguiría haciendo exactamente lo mismo de siempre -había declarado Brodsky-, y a ver qué me hacían.» «Yo se lo expliqué -continuó ella por teléfono-. Les dije: “El pobre teme por su vida”.» Vaya, Marianne, muchas gracias, pensó él. Joseph Brodsky le había hecho un masaje en los pies, añadió ella. Al oír eso, él se sintió aún mejor. Su mujer estaba con los dos machos alfa de la poesía mundial recibiendo friegas en los pies y diciéndoles que su marido estaba demasiado asustado para vivir como vivirían ellos, sin esconderse, valerosamente. Ella iba en sari a todas partes, añadió. No pasaba inadvertida precisamente, pues. Él se disponía a decir que quizá los saris eran un tanto llamativos cuando ella dejó caer la bomba. En el vestíbulo de su hotel de Boston la había abordado un agente de la CIA que se hacía llamar Stanley Howard. Le había preguntado si tenía un momento para hablar con él y habían tomado un café juntos. «Saben dónde estábamos -dijo ella, elevando la voz-. Estuvieron dentro de la casa. Cogieron papeles de tu mesa y tu papelera. Me los enseñaron como prueba de que habían entrado y echado un vistazo. La fuente y la configuración de la página y el texto eran sin duda tuyos. La gente con la que vives ni siquiera se enteró de que habían estado allí. No puedes confiar en la gente con la que estás ahora. Tienes que marcharte de inmediato. Tienes que venir a Estados Unidos. El señor Howard Stanley quería saber si nuestro matrimonio era real, o si simplemente tú querías utilizarlo como medio para entrar en Estados Unidos. Yo salí en tu defensa, y entonces él dijo que vale, que se te permitiría entrar. Podrías vivir en Estados Unidos como un hombre libre.»
El señor Stanley Howard. El señor Howard Stanley. Bueno, la gente recordaba mal y confundía los nombres, eso no demostraba nada. El desliz incluso podría significar que ella decía la verdad. A ver si lo he entendido bien, dijo él. Estás diciéndome que la CIA fue a verte y te contó que se habían introducido en una importante operación de seguridad británica y habían entrado furtivamente en la casa franca y retirado material sin que nadie se enterara. «Sí -contestó, y repitió-: No estás a salvo, tienes que marcharte, no confíes en la gente que tienes alrededor ahora.» Qué vas a hacer, preguntó él. Ella iría a Dartmouth para la ceremonia de graduación y luego viajaría al sur para visitar a su hermana Johanne en Virginia. De acuerdo, dijo él, volveré a llamarte mañana. Pero al día siguiente, cuando él la telefoneó, ella no contestó.
Bob Major y Jack el Gordo escucharon muy serios mientras él les repetía la historia de ella. A continuación le hicieron unas cuantas preguntas. Finalmente Bob concluyó: «Yo a eso no le veo ningún sentido». Ninguno de los chóferes había informado de posibles seguimientos, y eran todos hombres muy bien preparados. Ninguno de los sensores que habían colocado fuera y dentro de la casa de Porlock Weir se había activado. No existía la menor prueba de una entrada indebida. «No cuadra. -Pero añadió-: El problema es que es su mujer quien lo dice. Así que debemos tomárnoslo en serio. Es su mujer.» Tendrían que informar del asunto a los de arriba, a los altos mandos de Scotland Yard, y ya se tomarían las decisiones pertinentes. Entretanto, dijo: «Me temo que no puede seguir aquí. Debemos actuar como si la operación se hubiera descubierto. Eso significa que no puede ir a ninguno de los sitios donde ya ha estado o donde planeaba ir. Tenemos que cambiarlo todo. No puede quedarse aquí».
«Tengo que ir a Londres -dijo-. Mi hijo cumple diez años dentro de unos días.»
«Tendrá que buscar un sitio», repuso Jack el Gordo.
Después la gente a veces le preguntaba: ¿No perdiste amigos en esa época? ¿No tenía miedo la gente de que los vieran contigo? Y él contestaba invariablemente: No, de hecho ocurrió todo lo contrario. Sus buenos amigos demostraron ser auténticos amigos en los momentos difíciles, y personas que no habían tenido una relación cercana a él antes se acercaron, deseando ayudarlo, y actuaron con una generosidad, un desinterés y un valor asombrosos. Conservaría ese recuerdo, la nobleza de seres humanos dando lo mejor de sí mismos, mucho más vívidamente que el odio -aunque el recuerdo del odio desde luego era vívido-, y siempre daría gracias por haber sido objeto de tal munificencia.
Había estrechado su relación con Jane Wellesley cuando ella producía el documental The Riddle of Midnight en 1987, y desde entonces su amistad se había hecho más profunda. En la India, el apellido de ella había abierto muchas puertas hasta entonces cerradas a cal y canto -«¿Esa Wellesley?», preguntaba la gente, y de pronto empezaba a actuar lisonjeramente al saberse en presencia de una descendiente de Arthur Wellesley, que combatió en la batalla de Seringapatam y después, como vencedor ante Bonaparte, se convirtió en el primer duque de Wellington, y también de su hermano Richard Wellesley, que había sido gobernador general de la India hacía ciento noventa años- y eso más que hacerle gracia la abochornaba. Era una mujer profundamente reservada, que compartía sus secretos con muy poca gente, y si uno le contaba un secreto, ella se lo llevaría a la tumba. Era también una mujer de profundos sentimientos, ocultos bajo esa circunspección británica. Cuando él la telefoneó, ella se ofreció al instante a marcharse de su propia casa, un ático en Notting Hill, «durante tanto tiempo como lo necesites, si crees que servirá». Era la clase de lugar que desagradaba a la División Especial, un apartamento, no una casa, con una sola vía de entrada y salida, y en el último piso de un edificio con una sola escalera y sin ascensor. A ojos de la policía, parecía una trampa. Pero tenía que estar en algún sitio y, con tan poco tiempo de antelación, no había ningún otro disponible. Se instaló allí.
El señor Greenup fue a verlo y afirmó que Marianne se lo había inventado todo. «¿Sabe usted lo que se requeriría para filtrarse en una operación como esta? -preguntó-. Es posible que los americanos sean los únicos que tengan los recursos necesarios, e incluso para ellos sería difícil. Para seguir el coche en el que va usted sin ser descubiertos tendrían que cambiar el vehículo de seguimiento quizá cada veinte kilómetros poco más o menos, y serían necesarios más de una docena de coches para confundir a sus conductores. También podrían verse obligados a utilizar helicópteros y satélites. Y entrar en su casa sin que se disparen las trampas de seguridad sería francamente imposible. Y aun en el supuesto de que hicieran todo eso, que averiguaran dónde estaba usted y entraran en la casa y volvieran a salir, llevándose papeles de su despacho, y sortearan todas las trampas... ¿por qué iban a abordar a su mujer y enseñarle las pruebas? Sabrían que ella se lo diría a usted, y que usted nos lo diría a nosotros, y que en cuanto nosotros supiéramos que ellos lo sabían, lo cambiaríamos todo, de manera que todo su trabajo y sus gastos se echarían a perder, y volverían a estar en el punto de partida. También sabrían que si la CIA se infiltraba en una operación británica sumamente sensible como esta, aquí se consideraría un acto hostil, algo muy parecido a un acto de guerra contra una nación amiga. ¿Por qué habrían de decírselo a ella? No tiene sentido.»
El señor Greenup dijo además que ahora el teléfono móvil se consideraba un riesgo para la seguridad, y al menos por un tiempo no podía utilizarlo.
Lo sacaron furtivamente del edificio para telefonear a Marianne desde una cabina en Hampstead. Ella reaccionó con consternación. La negativa de él a aceptar que no podía confiar en sus agentes de protección la molestó. No sabía si volvería ni, en caso de volver, cuándo.
El día antes de su décimo cumpleaños, Zafar fue a casa de su padre para quedarse allí. Este le había pedido a Clarissa que le comprara un tren eléctrico, pero por alguna razón ella se olvidó de enviárselo, aunque sí se acordó de mandarle la factura. Daba igual. Tenía a su hijo en casa una noche por primera vez desde hacía meses, y eso en sí mismo era muy importante. Los policías fueron a comprar una tarta y el 17 de junio de 1989 lo celebraron lo mejor que pudieron. La cara sonriente de su hijo fue el sustento más fortalecedor del mundo. Esa noche llevaron a Zafar de vuelta a casa de su madre, y a la mañana siguiente regresó Marianne.
La recibieron en Heathrow el dúo imperturbable formado por Will Wilson y Will Wilton, los altos cargos de la División y los servicios de inteligencia británicos, y se la llevaron para interrogarla durante varias horas. Cuando por fin llegó al apartamento de Jane, estaba pálida y a todas luces asustada. Esa noche apenas cruzaron palabra. Él no sabía cómo hablar con ella, ni qué pensar.
No se le permitió seguir más tiempo en la ciudad. La policía había encontrado un sitio: una pensión llamada Dyke House en el pueblo de Gladestry, en Powys. De vuelta a las Marcas Galesas. Dyke House era una antigua rectoría eduardiana, una modesta construcción con tejado de dos aguas y un bonito jardín a corta distancia de un pequeño y rumoroso riachuelo, cerca de la Muralla de Offa en la falda del Hergest Ridge. Estaba a cargo de un policía retirado, Geoff Tutt, y su mujer, Christine, y por tanto se consideraba segura. Mientras, en el mundo más amplio, la demanda musulmana solicitando que se lo procesara por blasfemia ganó un recurso, y tuvo lugar otra manifestación contra él en Bradford y se practicaron cuarenta y cuatro detenciones. El obispo de Bradford pidió que cesaran las protestas. No parecía probable que eso fuera a ocurrir.
Will Wilson y Will Wilton fueron a visitarlo a Gladestry y le pidieron que Marianne no estuviera presente en la reunión, cosa que a ella la enfureció. Se marchó airadamente para dar un largo paseo, y ellos le contaron que la información proporcionada por ella se había tomado realmente muy en serio, que el asunto había llegado a los despachos de la primera ministra británica y el presidente de Estados Unidos, y que después de amplias investigaciones, los agentes a cargo del caso llegaron a la conclusión de que las afirmaciones de su mujer eran absolutamente falsas. «Entiendo que esto es difícil para usted -dijo Wilson-, porque como esposa suya que es, usted desearía creer en su palabra.» Le explicaron cómo la habían interrogado. No se parecía en nada al tercer grado tan valorado en el cine. En lugar de eso se apoyaban básicamente en la repetición y los detalles. ¿Cómo sabía ella que el señor Stanley Howard o Howard Stanley era agente de la CIA? ¿Se identificó? ¿Cómo era el carnet? ¿Incluía una fotografía o no? ¿Estaba firmado? ¿Parecía una tarjeta de crédito o se plegaba? «Muchas cosas así -añadió Will Wilton-. Lo que ayuda son los pormenores.» La obligaron a repetir su versión muchas veces y, dijeron, «cuando no hay variaciones en la versión estamos totalmente seguros de que es falsa». Los seres humanos, cuando cuentan la verdad, nunca reproducen la historia exactamente igual dos veces.
«No ocurrió -aseguró Will Wilson-. Estamos tan convencidos como es posible estarlo.»
Estaban pidiéndole que creyera que su mujer se había inventado la existencia de una trama de la CIA contra él. ¿Por qué habría hecho algo así? ¿Acaso su deseo de escapar de la vida clandestina británica era tan intenso que había sentido la necesidad de socavar la fe de él en sus protectores para que abandonara Inglaterra y se fuera a Estados Unidos, permitiéndole a ella hacer lo mismo? Pero ¿cómo era posible que ella no se diera cuenta de que si él llegaba a creerse que la CIA se había tomado tantas molestias para encontrarlo, quizá los considerara aún menos dignos de confianza que a la División Especial? Al fin y al cabo, ¿por qué iba a hacer la CIA una cosa así? ¿Podían planear intercambiarlo por rehenes norteamericanos retenidos en Líbano? Y en tal caso, ¿no correría él un peligro mayor en suelo estadounidense que en Gran Bretaña? La cabeza le daba vueltas. Aquello era una locura. Ciertamente aquello era una locura.
«No ocurrió -repitió Will Wilton con delicadeza-. No sucedió nada semejante.»
Ella habló durante largo rato para convencerlo de que los embusteros eran los policías, no ella. Utilizó sus considerables encantos físicos para intentar persuadirlo de que había dicho la verdad. Se indignó y lloró y calló y luego volvió a mostrarse voluble. Esta interpretación, su extraordinario acto de resistencia final, se prolongó durante casi toda la noche. Pero él ya había tomado una decisión. No podía demostrar la verdad ni la falsedad de su versión, pero las probabilidades pesaban en contra. Ya no podía confiar en ella. Era mejor estar solo que dejar que se quedara. Le pidió que se fuera.
Muchas de sus pertenencias continuaban en Porlock Weir, y uno de los chóferes la llevó allí a recogerlas. Ella telefoneó a Sameen y a los amigos de él, y todo lo que les contó era mentira. Él empezaba a temerla, a temer lo que ella pudiera hacer o decir en cuanto saliera de la burbuja de la protección. Unos meses después, cuando ella decidió dar su versión de la separación a un periódico dominical, afirmó que la policía la había llevado a un rincón perdido y la había dejado ante una cabina de teléfono para que se las arreglara por sí sola. Eso fue pura invención. En realidad ella tenía el coche de él y las llaves de la casa de Bucknell, y ahora que se la consideraba un riesgo para la seguridad, él ya no podía utilizar ninguna de las propiedades que ella conocía. Así que en realidad fue él, no ella, quien se quedó sin techo una vez más a causa de la separación.
Hubo más atentados con bomba -otro en la librería Collet’s, y después en la calle frente a los grandes almacenes Liberty’s, y luego en librerías de Penguin de cuatro ciudades británicas-, más manifestaciones, más vistas judiciales, más acusaciones musulmanas de «maldad», más vocerío espeluznante procedente de Irán (el presidente Rafsanjani dijo que la sentencia de muerte era irrevocable y contaba con el apoyo de «todo el mundo musulmán») y de la boca del ponzoñoso gnomo de jardín Siddiqui en Gran Bretaña, más alentadores gestos de solidaridad de amigos y simpatizantes en Inglaterra, Estados Unidos y Europa -una lectura por aquí, una representación de una obra de teatro por allá-, y doce mil personas firmaron la «declaración mundial» de la campaña de defensa Escritores y lectores en apoyo de Salman Rushdie. La campaña de defensa fue promovida por la respetable organización pro derechos humanos Artículo 19, así llamada por el artículo referente a la libertad de expresión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión -declaraba el artículo-; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.» Qué sencillo y claro era eso. No añadía «a menos que disgustes a alguien, sobre todo a alguien dispuesto a recurrir a la violencia». No decía «a menos que los líderes religiosos decidan lo contrario y ordenen asesinatos». Volvió a pensar en Bellow, en las famosas frases de Bellow al principio de Las aventuras de Augie March: «Todo el mundo sabe que no hay sutileza ni precisión en la eliminación. Si reprimes una cosa, reprimes la contigua». John Kennedy, menos locuaz que el Augie de Bellow, dijo lo mismo con cuatro palabras: «La libertad es indivisible».
Esas eran las ideas que habían regido su vida, casi sin saberlo. La libertad artística había sido el aire que respiraba, y como antes abundaba, no se había visto en la necesidad de conceder importancia al hecho de tener aire que respirar. Luego algunos empezaron a intentar cortarle el suministro de aire y de inmediato pasó a ser urgente insistir en que eso no debía hacerse.
Ahora mismo, sin embargo, dedicaba gran parte del tiempo a solventar un problema más básico: ¿dónde iba a pasar la siguiente semana de su vida? Una vez más acudió en su rescate Jane Wellesley. Tenía una casita en Ayrshire y se la ofreció con la misma inmediata elegancia que antes. Los Jaguar enfilaron hacia al norte a toda velocidad. En lo más profundo de la campiña escocesa surgió un problema que entorpecía la protección a dondequiera que iban: esconder al hombre invisible era fácil; explicar por qué había dos Jaguar aparcados en el cobertizo junto a la casa de Jane no era tan fácil. ¿Y quiénes eran esos cuatro hombres corpulentos que merodeaban por las inmediaciones? Pronto se despertaron los recelos de los lugareños y costó disiparlos. Además, la División Especial escocesa, en cuya jurisdicción estaba el pueblo, no se sentía cómoda dejando ese delicado asunto en manos de sus homólogos ingleses invasores. Así que también ellos enviaron a un equipo, y ahora había cuatro coches enormes en el cobertizo de Jane y alrededor, y ocho hombres enormes gesticulando y discutiendo, varios de ellos sentados allí fuera en sus coches toda la noche. «El problema -dijo a sus protectores- es cómo esconderlos a ustedes.»
Jane se acercó allí a cuidar de él y llegó acompañada de Bill Buford; Buford, que estaba no poco enamorado de ella, parecía un ávido cachorro norteamericano tras sus pasos, y ella lo trataba con humor afectuoso y aristocrático. Él brincaba por la casa, aquel feliz Bufón en la Corte de Jane; solo le faltaban el traje arlequinado, el gorro y las campanillas de payaso. Ayrshire, con el sol asomando en el cielo, fue por un breve tiempo una isla feliz en medio de la tempestad. Bill dijo: «Necesitas un sitio agradable, un sitio donde puedas estar durante un tiempo y sentirte a gusto. Yo te lo buscaré».
Era todo un Personaje, ese Bill, siendo la mayúscula una manifestación necesaria de su amplitud. Era aspaventero, abrazador, un hombre que hablaba a fuerza de exclamaciones y énfasis, un chef autodidacta, un ex jugador de fútbol americano, un lector sesudo con profundo conocimiento de los isabelinos, un animador, medio intelectual, medio artista circense. Se había hecho con una revista estudiantil semiextinta de Cambridge, Granta, y la reinventó como boletín informativo de su talentosa generación. Amis hijo, McEwan, Barnes, Chatwin, Ishiguro, Fenton y Angela Carter florecieron todos en sus páginas; a George Steiner le permitió publicar toda su novela corta sobre Hitler, El traslado de A. H. a San Cristóbal; él dio el nombre de «realismo sucio» a la obra de los norteamericanos Carver, Ford, Wolff y Joy Williams; su primer número sobre viajes fue más o menos el punto de partida de la fiebre de la literatura de viajes; todo ello pagando a sus colaboradores asombrosamente mal, indignando a muchos de ellos por no leer o por tardar meses en tomar una decisión sobre los textos entregados, indignando a muchos otros con un estilo de revisión de los artículos tan agresivamente intrusivo que necesitaba todo su legendario encanto para convencer a la gente de que no le pegara; y vendiendo suscripciones de una revista trimestral que ni una sola vez, durante sus dieciséis años al timón, consiguió sacar más de tres números en un año. Llevaba consigo excelente vino allí donde iba y cocinaba diversos manjares que incluían suculentas reducciones y mucha carne de caza de olor fuerte -comida de infarto-, y en las salas donde él estaba por lo general resonaban las carcajadas. También era un gran cuentista y un chismoso, y parecía el último hombre sobre la faz de la tierra a quien convenía confiar el sanctasanctórum del mundo secreto de Joseph Anton. Y sin embargo guardaba todos los secretos. Pese a su talante dicharachero y su extroversión, Bill Buford era un hombre a quien podía confiársele la vida.
«Enseguida me pongo con ello -dijo Bill-. Esto lo vamos a resolver.»
Dos mujeres a quienes no conocía estaban a punto de convertirse en personajes importantes de su historia: Frances D’Souza y Carmel Bedford. Carmel, una enorme irlandesa de opiniones vehementes, fue nombrada por Artículo 19 secretaria de la campaña de defensa, o, para darle su título completo, Comité Internacional de Defensa de Rushdie, y Frances, la nueva responsable de Artículo 19, era su jefa. El comité se había fundado muy independientemente de la persona a la que defendía, para luchar contra la «censura armada», con el apoyo del Consejo de las Artes, el PEN Club, la Unión Nacional de Periodistas, la Sociedad de Autores y el Gremio de Escritores, y muchos otros organismos. Él no tenía nada que ver con los orígenes del comité; pero conforme pasaron los años, se estrechó cada vez más su colaboración con Frances y Carmel, y ellas se convirtieron en sus aliadas políticas indispensables.
Lo vieron en los más diversos estados de ánimo: deprimido, agresivo, sensato, autocompasivo, controlado, débil, solipsista, fuerte, mezquino y resuelto, y permanecieron a su lado en todos ellos. Frances -de huesos delicados, elegante, morena, seria en su concentración y chillonamente alegre en momentos de júbilo- era una mujer formidable. Había trabajado en las selvas de Borneo y las montañas afganas con los muyahidines. Tenía una mente rápida y perspicaz y un gran corazón maternal. Él tuvo suerte de contar con estas compañeras. Había mucho que hacer.
Se le permitió otra vez el uso del teléfono móvil, y ellas lo llamaron a ese número, preocupadas. Marianne se había presentado sin previo aviso en las oficinas de Artículo 19 y había anunciado su intención, como esposa de él, de desempeñar un papel destacado en la campaña de defensa. Él necesitaba a alguien que hablara en su nombre, afirmó Marianne, y ella sería esa persona. «Solo queríamos asegurarnos -explicó Frances a su manera cauta- de que esto cuenta con tu respaldo, de que es lo que quieres.» No, casi chilló. Era todo lo contrario de lo que él quería y bajo ningún concepto Marianne debía tener relación alguna con la campaña ni debía permitírsele hablar en nombre del comité ni de él. «Sí -dijo Frances pensativamente-. Ya me lo figuraba.»
Marianne le dejaba mensajes coléricos: la parte banal de una crisis conyugal resultó grotescamente melodramática en medio de aquella vida de novela de espías. ¿Por qué no me llamas? Voy a hablar con la prensa. Él la llamó, y por un momento ella cedió. Pero luego declaró a The Independent que incluso si «uno goza de una salud mental perfecta, uno vive la vida de un esquizofrénico paranoico». No especificó quién era ese «uno».
Y él también habló por teléfono con Clarissa. Ella quería que le comprara una casa nueva. Tenía la sensación de que debía mudarse, y eso era por él, y por tanto él debía pagar el coste adicional de la nueva casa. Se lo debía a ella y a su hijo.
A eso siguieron otras estancias en pensiones a cargo de agentes de policía retirados (parecía haber un buen surtido): en Easton, Dorset, y luego en Salcombe, Devon. En Devon, la vista era magnífica: la bahía de Salcombe a sus pies a pleno sol, surcada por los veleros y sobrevolada en círculo por las gaviotas. Bill buscaba alguna vivienda de alquiler en Essex. «Dame unos días», dijo.
Su amigo Nuruddin Farah se había ofrecido a mediar con el intelectual islámico Ali Mazrui como vía para salir del punto muerto respecto a la fetua. «De acuerdo -le dijo a Nuruddin-, pero no voy a pedir disculpas ni a retirar el libro.» Al cabo de un tiempo Nuruddin admitió su fracaso. «Quieren más de lo que estás dispuesto a dar.» Durante los años de la fetua, de vez en cuando alguien se dirigía a él afirmando poseer los contactos «extraoficiales» que podían resolver el problema, y ofreciéndose para actuar como intermediario. Hubo un caballero paquistaní llamado Sheikh Matin que abordó a Andrew en Nueva York, un hombre de negocios británico-iraní llamado sir David Alliance en Londres, y varios más. Todos estos acercamientos fueron infructuosos.
Telefoneó Bill, entre divertido e indignado. «Tu poema -dijo-. El Concilio de Mezquitas de Bradford quiere prohibirlo.» En su número más reciente de Granta, faltando a su tradición antipoesía, había publicado un poema escrito por él, bajo el título «Seis de marzo de 1989», donde explicaba cómo se sentía. Terminaba con unos versos en los que reafirmaba su determinación
de no callar. De seguir cantando pese a los ataques, cantando (mientras mis sueños sucumben bajo los hechos) alabanzas a mariposas quebrantadas en el potro.
«No quieres vivir conmigo porque soy escritora -decía Marianne en su último mensaje-. No tienes el monopolio de la genialidad.» Quería publicar su «historia de los prófugos en Gales», Croeso i Gymru. Y escribir sobre la bomba en Liberty’s.
Vivía pegado al teléfono, pero por ese canal también podían llegarle malas noticias. En Delhi, Anita Desai estaba muy angustiada por lo «encerrada en sí misma» que se veía ahora a la gente. Había ido a visitar a su amiga la productora Shama Habibullah, y allí estaba la madre de Shama, Attia Hosain, la eminente autora de Sunlight on a Broken Column, en otro tiempo amiga de la madre de él, y ahora una anciana de setenta y seis años. Attia se quejaba de que las secuelas de Los versos satánicos le habían creado muchas complicaciones. «Y a mi edad eso no es justo.»
Estaba en contacto permanente con Andrew y Gillon. La relación con Viking se deterioraba rápidamente. Se había planteado la publicación del libro en rústica y, al parecer, Peter Mayer buscaba la manera de impedirlo. Andrew y Gillon le habían pedido una reunión y él había contestado que quería que asistiera a dicha reunión el abogado de Penguin, Martin Garbus. Eso era una novedad: que una reunión entre el autor y su editor, entre este autor y este editor, solo pudiera desarrollarse en presencia de un abogado. Indicaba lo grande que era la brecha abierta entre ellos.
Telefoneó a Tony Lacey, el editor jefe en Viking del Reino Unido, y Tony intentó tranquilizarlo asegurándole que todo saldría bien. Telefoneó a Peter Mayer y no recibió del editor ese mismo mensaje tranquilizador. Explicó a Peter que había hablado con la División Especial y, según ellos, la manera de proceder más segura -la más segura- era actuar con normalidad. Los adversarios del libro interpretarían cualquier desviación de la norma como muestra de debilidad y eso los incitaría a redoblar sus ataques. Si la publicación en rústica entre nueve meses y un año después de la aparición del libro en tapa dura era la práctica editorial normal, era eso lo que debía hacerse. «Ese no es el consejo de seguridad que nos han dado a nosotros», contestó Peter Mayer.
Ambos sabían que era esencial que un libro saliese en rústica para que permaneciese en prensa. Si no se publicaba, llegaría el momento en que la edición en tapa dura dejaría de venderse y desaparecería de las librerías. En ausencia de ejemplares en rústica, la novela dejaría de venderse de facto. La campaña contra el libro habría surtido efecto. «Ya sabes por qué estamos luchando -le dijo a Mayer-. Todo se reduce al resultado a largo plazo. Así que, en resumidas cuentas, ¿lo publicaréis o no? ¿Sí o no?» «Esa es una actitud brutal -contestó Mayer-. No puedo pensar en esos términos.»
Poco después de esta conversación llegó misteriosamente una filtración al Observer, una versión muy precisa de las discusiones en torno a la edición en rústica, decantada del lado del planteamiento cauto de Penguin. Los directivos de Penguin negaron cualquier colaboración con el dominical. Sin embargo, Blake Morrison, que era el director de la sección literaria del periódico, le dijo que el Observer tenía un «informante dentro de Penguin» y creía que el objetivo del artículo era «echar por tierra la edición en rústica». Al parecer se había iniciado una guerra sucia.
Peter Mayer, un grandullón entrañable, de pelo alborotado, con mucho éxito entre las mujeres, de voz dulce y mirada tierna, muy admirado por otros editores, y ahora atrapado de pleno en lo que empezaba a conocerse como el «caso Rushdie», parecía cada vez más un conejo sorprendido bajo la luz de unos faros. La historia se precipitaba hacia él como un camión, y en su interior pugnaban dos discursos totalmente contradictorios, llevándolo a un estado de parálisis: el discurso de los principios y el discurso del miedo. Su sentido de la obligación era incuestionable. «Nuestra reacción a la controversia generada por Los versos satánicos incidiría en el futuro de la libertad de pensamiento, sin la cual no existiría el mundo de la edición tal como lo conocemos, pero tampoco, por extensión, la sociedad civil tal como la conocemos», dijo años más tarde a un periodista. Y cuando mayor era el peligro, cuando más intenso era el fuego, se mantuvo firme. Recibió amenazas contra su persona y contra su hija de corta edad. Le llegaron cartas escritas con sangre. Con los perros rastreadores y la maquinaria de detección de explosivos de la valija de la editorial y la presencia de guardias de seguridad en todas partes, las sedes de Londres y Nueva York ofrecían un aspecto que nunca había presentado una editorial; parecían una zona en guerra. Hubo avisos de bomba, evacuaciones de edificios, amenazas e insultos. Y sin embargo no hubo retirada. Eso se recordaría como uno de los grandes capítulos en la historia de la edición, una de las mayores defensas de la libertad basadas en los principios, y Mayer sería recordado como el líder de ese equipo heroico.
Casi.
Los meses de presiones hicieron mella en Mayer, erosionando su voluntad. Él empezó a convencerse, por lo visto, de que había hecho lo que debía hacerse. El libro se había publicado y seguía en prensa, y él incluso estaba dispuesto a garantizar que la edición en tapa dura permaneciera en prensa indefinidamente, y la edición en rústica podía sacarse en algún momento en el futuro, en una fecha hipotética, cuando pasara el peligro. De momento no era necesario hacer nada más, porque hacer cualquier otra cosa reavivaría el riesgo para sí mismo, su familia y el personal de la editorial. Los sindicatos empezaban a crearle problemas. Le preocupaba, explicó, la seguridad del hombre con quien coincidía en los urinarios del almacén. ¿Qué diría él a la familia de ese hombre si recaía una desgracia en su compañero de lavabo? Andrew, Gillon, Mayer y el autor del asediado libro empezaron a cruzarse cartas. En las cartas de Mayer se podía observar un creciente enrevesamiento sintáctico que era reflejo de un estado interior aparentemente confuso. La ceremonial lectura en voz alta de las cartas de Mayer -en llamadas telefónicas o, muy esporádicamente, cuando podían reunirse- se convirtió en un ritual de humor negro para Andrew, Gillon y Joseph Anton, alias Charrán Ártico. Fue una época en la que el humor aparecía en lugares oscuros.
Mayer intentaba explicar por qué deseaba la presencia de su abogado y amigo Martin Garbus en la reunión sin reconocer que lo quería allí por razones jurídicas propias de un abogado: «Es más importante para mí reunirme contigo que insistir en cualquier aspecto de una reunión por cualquiera que sea la razón, sin ser las personales las menos importantes [...] Sé que a veces la gente se ve atrapada en sus propias posturas, y no digo eso de ti en sentido exclusivo; lo digo también en igual medida por mí o por nosotros. He pensado, como pasa a veces, que si nos quedáramos atascados (con la mejor de las intenciones por parte de todos), a veces un tercero comprensivo puede proponer una salida hacia delante, después de oír a ambas partes, proponer una idea provechosa para todos. No siempre sale así, lo sé, pero lo último que deseo hacer es privarnos de esa oportunidad, sobre todo cuando tenemos a mano a un intermediario tan apto como este [...] De momento, por tanto, voy a pedir a Marty que viaje a Londres, ya que, si él no está aquí, no es posible que asista». Para entonces se desternillaban de risa y era difícil completar la lectura ceremonial. «Como podrás deducir fácilmente de lo antedicho -concluía Mayer a modo de remate-, estoy deseando verte.»
Él, el autor al que Peter Mayer estaba deseoso de ver, había pedido que la edición en rústica se publicara a finales de 1989, porque mientras no se diese por concluido el ciclo de publicación, el tumulto relacionado con la propia edición no se extinguiría. Parlamentarios laboristas como Roy Hattersley y Max Madden se habían centrado en impedir la aparición de la edición en rústica para apaciguar a los electores musulmanes, y esa era una razón más para seguir adelante. No empezaría a restablecerse la paz hasta que ese ciclo de publicación se completara. Tampoco había ya ninguna razón comercial para la postergación. La edición en tapa dura, después de venderse bien, prácticamente había dejado de venderse, había desaparecido de todas las listas de libros más vendidos en lengua inglesa, y la mayoría de los libreros no la tenían ya en existencias por falta de demanda. Conforme a los plazos habituales de edición, ese era el momento idóneo para sacar a la calle una edición barata.
Había otros argumentos. En esos momentos se publicaban por toda Europa las traducciones de la novela, por ejemplo en Francia, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Holanda, Portugal y Alemania. La publicación en rústica en el Reino Unido y Estados Unidos se vería como parte de ese proceso «natural» y, como había aconsejado la policía, esa sería la manera de actuar más segura. En Alemania, después de que Kiepenheuer und Witsch rescindiera el contrato, se había constituido, bajo el nombre Artikel 19, un consorcio de editores, libreros, destacados escritores y personalidades públicas para sacar la novela, y esa edición iba a salir a la luz después de la Feria del Libro de Frankfurt. Si Peter Mayer quería crear un consorcio de esas características para repartir el riesgo, por así decirlo, esa era una solución posible. Lo que más deseaba decir a Mayer, y lo que en efecto le dijo cuando por fin se celebró la reunión, fue esto: «Has hecho la parte difícil, Peter. Con gran firmeza, tú, junto con todo el personal de Viking, habéis llevado las riendas de esta publicación por una pista erizada de peligros. Por favor, no te caigas en el último obstáculo. Si saltas ese obstáculo, tu legado será glorioso. Si no, siempre será imperfecto».
Se celebró la reunión. Lo llevaron furtivamente a la casa de Alan Yentob en Notting Hill, y Andrew, Gillon, Peter Mayer y Martin Garbus estaban ya allí. No se llegó a ningún acuerdo. Mayer dijo que se comprometía a «intentar convencer a su gente de que sacara la edición en rústica en el primer semestre de 1990». Se resistió a dar una fecha. Aparte de eso, no se dijo nada ni remotamente constructivo. Garbus, el «intermediario apto», resultó ser una verdadera molestia, una persona de una autosuficiencia colosal y de utilidad imperceptible. Había sido una pérdida de tiempo.
Gran parte de lo que tenía que decir Mayer en otras cartas no era ni remotamente gracioso. Algunos comentarios eran insultantes. Andrew y Gillon le habían dicho que Harún y el Mar de las Historias, dedicado a Zafar Rushdie, de diez años, como regalo de su padre, seguía escribiéndose cuando las inestables circunstancias del autor se lo permitían. Mayer contestó que su editorial no estaba dispuesta a plantearse la publicación de ningún nuevo libro de Rushdie hasta que la versión acabada se sometiera a un examen interno, por si acaso también ese texto daba pie a la controversia. Nadie en su editorial, dijo Mayer, sabía gran cosa del «Corán» al adquirirse Los versos satánicos. No podían contratar ninguna obra más del autor de esa novela y luego, cuando empezaran los problemas, admitir que no habían leído el manuscrito completo. El autor de esa novela cayó en la cuenta de que Mayer empezaba a considerarlo una persona que causaba problemas, que era la causa de los problemas que habían surgido, y que tal vez volviera a causar problemas.
Esa imagen de él se hizo pública cuando apareció una semblanza de Mayer en The Independent. El autor anónimo de la semblanza, que había tenido amplio acceso a Mayer, escribió: «Mayer, un ávido lector que en una ocasión dijo que “todo libro tiene un alma”, pasó por alto la bomba de relojería religiosa cuyo tictac sonaba entre sus tapas. A Rushdie se le preguntó dos veces, una antes de adquirir Penguin el libro y otra después, qué significaba el tristemente famoso capítulo de “Mahound”. Él se mostró curiosamente reacio a explicarlo.“No se preocupen -dijo en cierto momento-. No tiene gran importancia para la trama.” “Dios mío, esto ha vuelto para pasarnos cuentas”, dijo más adelante un hombre de Penguin».
Apreciado escritor anónimo de la semblanza: Si le concedo el cumplido de presuponer que entiende el significado de sus frases, debo presuponer que quería dar a entender que «la bomba de relojería religiosa» de mi novela es el «alma» que Peter Mayer pasó por alto. El resto de este párrafo insinúa claramente que yo puse ahí la bomba de relojería intencionadamente y luego, intencionadamente, desorienté a Penguin al respecto. Eso no solo es mentira, querido Anónimo, sino que es una mentira difamatoria. No obstante, sé de sobra cómo son los periodistas, o, digamos, cómo son los periodistas de la llamada prensa «de calidad», para entender que si bien pueden ustedes exagerar o distorsionar lo que descubren, rara vez publican algo de lo que no tienen ninguna prueba en la que apoyarse. Lo suyo no es la ficción pura. Concluyo por tanto que usted informa, con razonable exactitud, de la impresión que extrajo de sus conversaciones con Peter Mayer y otros «hombres de Penguin» y, posiblemente, mujeres. ¿Consideró verosímil, Anónimo, que un escritor, después de trabajar durante casi cinco años en un libro, dijera acerca de un capítulo de cuarenta páginas que no tenía «gran importancia para la trama»? ¿No se le ocurrió preguntarme, por una cuestión de imparcialidad, a través de mis agentes, si de verdad se me había preguntado -¡dos veces!- sobre ese capítulo «sin importancia» y yo me había mostrado «curiosamente reacio a explicarlo»? Su omisión induce a pensar, solo puede inducir a pensar, que esa es la historia que usted quería escribir, una historia en la cual yo soy el villano embustero y Peter Mayer el héroe con principios, defendiendo un libro cuyo autor lo llevó a creer que no contenía una bomba de relojería. Yo me metí en un lío y ahora los demás deben apechugar con las consecuencias: esa es la narración que se ha construido para mí, una prisión moral que añadir a mis restricciones más cotidianas. Sepa, caballero, que es una prisión que no estoy dispuesto a ocupar.
Telefoneó a Mayer, que negó tener nada que ver con las insinuaciones del periódico, y creía que ninguna otra persona de Penguin había hablado con el periodista. «Si averiguas quién ha hecho esos comentarios -dijo-, házmelo saber, y despediré a esa persona.» Él tenía sus propias fuentes en el periódico, y una de ellas confirmó que el directivo que había hablado extraoficialmente era el director gerente de Penguin en el Reino Unido, Trevor Glover. Transmitió esta información a Peter Mayer, que dijo que no se lo creía. Trevor Glover no fue despedido, y Mayer siguió negándose a hablar de Harún y el Mar de las Historias hasta que el libro se hubiese leído y declarado libre de bombas de relojería. En esencia, la relación entre autor y editor había terminado. Cuando un autor tenía la convicción de que su editorial pasaba información a los medios contraria a él, no había mucho más que decir.
Bill Buford había localizado la casa en Essex. Se hallaba en un pueblo llamado Little Bardfield. Era cara, pero también lo habían sido todas las demás. «Te gustará -dijo-. Es lo que necesitas.» Bill sería el «testaferro», alquilando la vivienda en su nombre durante seis meses, con la posibilidad de una prórroga. El dueño se había «ido al extranjero». Era una antigua rectoría de principios del siglo XIX, declarada patrimonio histórico, de estilo Reina Ana con toques modernos. A la policía le gustó porque tenía un acceso aislado, lo que simplificaría las entradas y salidas, y porque se alzaba en medio de su propio terreno y no se veía desde otras posiciones elevadas. Tenía un jardín crecido con árboles grandes y frondosos, y una pendiente cubierta de césped que descendía hasta un hermoso estanque en el que una garza falsa se erguía sobre una pata. Después de las apreturas en tantos chalets y pensiones, parecía decididamente palaciega. Bill se pasaría por allí siempre que pudiera, para dar credibilidad a su «inquilinato». Y Essex estaba mucho más cerca de Londres que Escocia, o Powys, o Devon. Sería más fácil ver a Zafar; aunque la policía siguió negándose a llevar a su hijo a esa «ubicación». Tenía diez años y temían que él pudiera irse de la lengua en el colegio. Lo infravaloraban. Era un niño con un notable dominio de sí mismo y entendía que la seguridad de su padre estaba en juego. En todos los años de protección, nunca cometió una indiscreción.
Una cárcel era una cárcel por cómoda que fuera. En el salón había cuadros antiguos, uno de una dama de honor en la corte de Isabel I, otro de cierta señorita Bastard, que le gustó de inmediato. Eran ventanas a otro mundo, pero él no podía escapar a través de ellas. No tenía en el bolsillo la llave de la casa llena de muebles antiguos reproducidos cuyo alquiler le costaba una fortuna, y no podía salir por la verja a la calle del pueblo. Tenía que hacer listas de la compra que un agente se llevaba a un supermercado a varios kilómetros de allí para no despertar sospechas. Tenía que esconderse en un lavabo y encerrarse allí cada vez que iba la mujer de la limpieza, o ser sacado a escondidas de la vivienda previamente. La marea de vergüenza subía dentro de él cada vez que se veía obligado a esas cosas. Un día la mujer de la limpieza dejó el empleo, quejándose de que en la rectoría vivían «hombres extraños». Aquello era preocupante, claro está. Una vez más resultaba más difícil explicar la presencia policial que ocultar la suya. Después de marcharse la mujer de la limpieza, se ocuparon ellos mismos de quitar el polvo y pasar la aspiradora. Los policías limpiaban sus propias habitaciones y él se encargaba de su parte de la casa. Prefería eso a la otra opción.
En aquellos años tomó conciencia de que la gente se lo imaginaba viviendo en una especie de pabellón de aislamiento, o dentro de una cámara acorazada gigantesca con una mirilla a través de la cual lo observaban sus protectores, solo, siempre solo; en ese solitario confinamiento, se preguntaba la gente, ¿no perdería inevitablemente el contacto con la realidad, el talento literario, la cordura, ese hombre, el más gregario de los escritores? La verdad era que en esos momentos estaba menos solo que nunca. Al igual que todos los escritores, conocía bien la soledad, solía pasar solo varias horas al día. La gente que había vivido con él se había acostumbrado a su necesidad de silencio. Pero ahora vivía con cuatro hombres armados enormes, hombres no habituados a la inactividad, el polo opuesto de las personas aficionadas a los libros y la vida entre cuatro paredes. Hacían ruido y armaban jaleo y se reían a carcajadas, y a él le costaba permanecer ajeno al estrépito de su presencia. Él cerraba las puertas; ellos las dejaban abiertas. Él retrocedía; ellos avanzaban. No tenían la culpa. Suponían que a él le gustaría un poco de compañía, y que la necesitaría. Así pues, lo que le requirió mayor esfuerzo fue recrear el aislamiento en torno a él, para poder oírse pensar, para poder trabajar.
Los equipos de protección siguieron cambiando y cada agente tenía su propio estilo. Había un tal Phil Pitt, un gigante entusiasta de las armas e, incluso para lo que corría en la División, un tirador de primera, lo cual lo convertía en un individuo valioso en un posible tiroteo pero resultaba un tanto aterrador convivir con él en una casa parroquial. Su apodo en la División era «Rambo». También estaba Dick Billington, el polo opuesto de Phil, con gafas y una sonrisa tierna y amable. Era el párroco rural que uno esperaba encontrar en una rectoría, solo que este iba armado. Y estaban asimismo los Simples Chóferes de Mierda. Se quedaban en su zona de la casa de Essex y se preparaban salchichas y jugaban a las cartas y se morían de aburrimiento. «Mis amigos son los que de verdad me protegen -les dijo a Dick Billington y Phil Pitt en un momento de frustración-, prestándome sus casas, alquilando inmuebles para mí, guardando mis secretos. Y yo hago el trabajo sucio escondiéndome en cuartos de baño y demás.» Dick Billington adoptaba un aire avergonzado cuando lo oía decir esas cosas en tanto que Phil Pitt se subía por las paredes; era un hombre de pocas palabras, Phil, y dada su envergadura y su pasión por las armas de fuego, probablemente no era buena idea ponerle en ese estado. Con actitud tolerante, le explicaron que su trabajo podía interpretarse como una forma de inactividad, pero eso era porque la necesidad de acción sería prueba de que habían cometido un grave error. La seguridad era el arte de conseguir que no ocurriera nada. El agente de seguridad experimentado aceptaba el aburrimiento como parte del oficio. El aburrimiento era bueno. Uno no quería que las cosas se pusieran interesantes. Lo interesante era peligroso. Todo consistía en mantener la monotonía.
Se enorgullecían enormemente de su trabajo. Muchos le decían, usando siempre las mismas palabras, «Nunca hemos perdido a nadie», lo cual era obviamente un mantra de la Brigada «A». Era un mantra reconfortante, y él a menudo lo repetía para sus adentros. Lo impresionante era que ninguna de las personas que habían estado bajo la protección de la Brigada «A» hubiera sido blanco de ningún ataque en la larga historia de la División Especial. «Los americanos no pueden decir lo mismo.» No les gustaba la manera de hacer las cosas de los estadounidenses. «Les gusta echarle cuerpos al problema», decían, dando a entender que un destacamento de seguridad norteamericano solía ser muy numeroso, docenas de personas o más, y cada vez que un dignatario estadounidense visitaba Reino Unido, las fuerzas de seguridad de los dos países tenían las mismas discusiones sobre metodología. «Nosotros podríamos llevar a la reina en un Ford Cortina sin distintivos por Oxford Street en hora punta y nadie se enteraría de que estaba ahí», decían. «Con los yanquis, todo es bombo y platillo. Pero perdieron a un presidente, ¿no? Y por poco perdieron a otro.» Cada país, descubriría él, tenía su propia manera de hacer las cosas, su propia «cultura de la protección». En los años venideros, no solo experimentaría el sistema norteamericano, basado en la cantidad de efectivos, sino también el aterrador comportamiento del RAID francés. RAID era «Recherche Assistance Intervention Dissuasion». Dissuasion, como descripción de la manera de actuar de los chicos del RAID, era todo un eufemismo. A sus parientes italianos les gustaba conducir a gran velocidad en medio del tráfico urbano dando bocinazos y asomando sus armas por las ventanillas. Así las cosas, se alegraba de tener a Phil y Dick, con su método de la cautela.
No eran perfectos. Se cometían errores. Como la vez que lo llevaron a la casa de Hanif Kureishi. Al final de esa velada con Hanif, cuando estaban a punto de llevárselo, su amigo salió corriendo a la calle, muy ufano, agitando una enorme pistola en su funda de piel por encima de la cabeza. «Eh -gritó Hanif, encantado-. Un momento. Se olvidan la pipa.»
Empezó a escribir. Una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que incluso había olvidado su nombre. También él era un hombre que había perdido su nombre. Sabía cómo se sentía la ciudad triste. «¡Por fin!», escribió en su diario a principios de octubre. Y unos días después: «¡He acabado el capítulo uno!». Cuando hubo escrito treinta o cuarenta páginas se las enseñó a Zafar para asegurarse de que iba por buen camino. «Gracias -dijo Zafar-. Me gusta, papá.» Lo que detectó en la voz de su hijo no era precisamente un entusiasmo desenfrenado. «¿Ah, sí? -sondeó-. ¿Estás seguro?» «Sí -dijo Zafar. Y después, tras una pausa-: Podría aburrir a algunas personas.» «¿Aburrir?» Esto fue un grito de angustia, y Zafar intentó apaciguarlo. «No, si yo lo leería, claro, papá. Solo quiero decir que podría aburrir a algunas personas...» «¿Por qué aburrir? -quiso saber él-. ¿Cuál es la parte aburrida?» «Es solo -dijo Zafar- que no tiene suficiente impulso.» Eso fue una crítica asombrosamente precisa. Él lo entendió de inmediato. «¿Impulso? -repitió-. Yo puedo darle impulso. Trae aquí.» Y casi arrancó el manuscrito de las manos de su preocupado hijo. A continuación tuvo que tranquilizarlo, no, no lo había molestado, de hecho había sido de gran ayuda, de hecho ningún editor le había dado nunca un consejo tan bueno. Varias semanas después le dio a Zafar los primeros capítulos reescritos y preguntó: «¿Y ahora qué tal?». El niño desplegó una sonrisa radiante. «Ahora está bien», contestó.
Herbert Read (1893-1968) fue un crítico de arte inglés -defensor de Henry Moore, Ben Nicholson y Barbara Hepworth- y un poeta de la Primera Guerra Mundial, existencialista y anarquista. Durante muchos años el Instituto de Artes Contemporáneas del Mall, en Londres, celebró una conferencia anual conmemorativa con el nombre de Read. En otoño de 1989 el Instituto envió una carta al despacho de Gillon para preguntarle si Salman Rushdie estaría dispuesto a pronunciar la charla de 1990.
El correo no le llegaba con facilidad. La policía lo recogía en la agencia y en la editorial, lo sometía a una prueba de explosivos y lo abría. Aunque siempre le aseguraban que no retenían ningún envío, el número relativamente pequeño de cartas ofensivas que recibía lo llevaba a pensar que se había establecido algún tipo de proceso de filtración. En Scotland Yard temían por su salud mental -¿soportaría la presión?, ¿estaba a punto de venirse abajo por completo?-, y sin duda se consideró preferible ahorrarle las embestidas literarias de los fieles musulmanes. La carta del Instituto superó la criba, y él contestó, aceptando la invitación. Supo de inmediato que deseaba escribir sobre la iconoclasia, decir que en una sociedad abierta ninguna idea ni creencia podía atrincherarse y recibir inmunidad ante toda clase de desafíos, filosóficos, satíricos, profundos, superficiales, jubilosos, irreverentes o perspicaces. Lo único que exigía la libertad era que se protegiese el espacio del propio discurso. La libertad residía en la discusión misma, no en la resolución de esa discusión, en la capacidad de discrepar incluso de las creencias más preciadas de los demás; una sociedad libre no era plácida sino turbulenta. El bazar de los puntos de vista en conflicto era el lugar donde resonaba la libertad. Esto lo desarrollaría en el artículo-conferencia «¿Nada es sagrado?», y esa conferencia, en cuanto se programó y anunció, daría lugar al primer enfrentamiento serio con la policía británica. El hombre invisible intentaba ser visible otra vez, y a Scotland Yard no le gustó.
Querido señor Shabbir Ajtar: Ignoro por qué el Consejo de Mezquitas de Bradford, al que usted pertenece, se cree capaz de erigirse en árbitro cultural, crítico literario y censor. Sí sé que la «inquisición liberal», el término acuñado por usted y del que a todas luces se enorgullece desmedidamente, es un término sin significado real. La Inquisición, recordemos, fue un tribunal creado por el papa Gregorio IX allá por el año 1232; su finalidad era erradicar la herejía en el norte de Italia y el sur de Francia, y debe su triste fama al uso de la tortura. Es evidente que el mundo literario, que es un hervidero de lo que usted y sus colegas llamarían herejes y apóstatas, tiene poco interés en erradicar la herejía. La herejía, quizá diga usted, es la herramienta de trabajo de muchos de los miembros de ese mundo. Quizá tuviera usted en mente, por la reputación antiislámica de este tribunal, la Inquisición española, otro hatajo de torturadores, fundada dos siglos y medio más tarde, en 1478. En realidad, sin embargo, persiguió con especial vigor a los conversos del islam. Ah, y también a los del judaísmo. La tortura de ex judíos y ex musulmanes es relativamente infrecuente en el mundo literario moderno. Yo personalmente he dado poco uso a mis empulgueras y mi potro durante, uy, muchísimo tiempo... En cambio, ustedes -y aquí me refiero al Consejo de Mezquitas, los fieles a quienes afirma representar y todos sus aliados en el clero del Reino Unido y el extranjero-, en considerable proporción, han estado dispuestos a levantar la mano ante la pregunta de si creían en la ejecución de un escritor a causa de su obra. (Se ha dicho que esa fue la respuesta de 300.000 hombres musulmanes en mezquitas de toda Gran Bretaña el viernes pasado.) Cuatro de cada cinco musulmanes británicos, según una reciente encuesta Gallup, cree que debe emprenderse algún tipo de acción contra ese escritor (yo). La erradicación de la herejía, y el uso de la violencia con ese fin, forma parte del proyecto de ustedes, no del nuestro. Es usted, señor mío, quien celebra «el fanatismo en nombre de Dios». Afirma que la tolerancia cristiana es motivo para que los cristianos sientan «vergüenza». Está usted a favor de la «cólera militante». Y sin embargo me llama a mí «terrorista literario». Esto tendría gracia salvo por el hecho de que no pretende usted hacer gracia y de hecho, si me paro a pensarlo, no tiene nada de gracioso. Declara usted en The Independent que obras como Los versos satánicos y La vida de Brian deberían «retirarse del dominio público» porque sus métodos son «erróneos». Quizá encuentre a personas que coincidan con usted en que mi novela carece de todo mérito; pero mete la pata a fondo, como diría Bertie Wooster, cuando arremete contra el Flying Circus de los Monty Python. Ese extravagante circo y sus números son muy apreciados por muchos, y cualquier intento de retirarlos del dominio público se enfrentará a un ejército de adversarios armados con loros muertos, avanzando con andar absurdo y cantando su himno sobre la conveniencia de ver siempre el lado alegre de la vida. Empieza a ser evidente para mí, señor Shabbir Ajtar, que la mejor manera de describir la disputa sobre Los versos satánicos podría ser decir que se trata de una disputa entre quienes (como los admiradores de La vida de Brian) tienen sentido del humor y quienes (como, sospecho, usted) no lo tienen.
Había empezado a escribir otro largo artículo. Durante gran parte de un año no solo había sido invisible, sino que, además, había permanecido mudo, redactando en la cabeza cartas no enviadas, publicando solo unas cuantas reseñas de libros y un breve poema cuya aparición en Granta no solo había desagradado al Consejo de Mezquitas de Bradford, sino también, según Peter Mayer, a los empleados de Viking, algunos de los cuales empezaban a pensar, como el señor Shabbir Ajtar, que debía «ser retirado del dominio público». Ahora tomaría la palabra. Habló con Andrew y Gillon. Sería inevitablemente un artículo largo, y necesitaba saber cuál era la extensión máxima aceptable para la prensa. En opinión de ellos, la prensa publicaría cualquier cosa que él quisiera escribir. Coincidieron en que el mejor momento para la aparición de un texto así sería el primer aniversario de la fetua o una fecha cercana. Obviamente sería importante que el contexto del artículo fuese el adecuado, por lo que la elección del medio era vital. Gillon y Andrew empezaron a hacer indagaciones. Él comenzó a pensar en el artículo que se titularía «De buena fe», una defensa de su obra en siete mil palabras, y al concebirlo cometió un error vital.
Había caído en la trampa de pensar que el ataque contra su obra se debía a que unas personas sin escrúpulos, buscando ventaja política, la habían tergiversado, y que habían puesto en entredicho su propia integridad por esa misma razón. Si él fuese una persona de escasa moralidad, y su obra careciese de calidad, no sería necesario interesarse en ella intelectualmente. Pero, se convenció, si conseguía demostrar que la obra se había llevado a cabo con toda seriedad y que podía defenderse honradamente, la gente -los musulmanes- cambiaría de idea sobre ella, y sobre él. En otras palabras, quería ser popular. El chico poco popular del internado quería poder decir: «Eh, vosotros, mirad, os habéis equivocado con mi libro, y conmigo. No es un libro malvado, y yo soy buena persona. Leed este texto y os daréis cuenta». Eso era un disparate. Y sin embargo, en su aislamiento, se convenció de que era viable. Las palabras lo habían metido en un lío, y las palabras lo sacarían de él.
Los héroes de la Antigüedad griega y romana, Ulises, Jasón y Eneas, tarde o temprano se veían obligados a dirigir sus naves entre los dos monstruos marinos Escila y Caribdis, a sabiendas de que caer en las garras de cualquiera de ellos conllevaría la destrucción total. Se dijo con firmeza que tanto si decidía escribir en ficción como en no ficción, necesitaba dirigir su nave entre sus Escila y Caribdis particulares: los monstruos del miedo y la venganza. Si recurría a palabras tímidas y apocadas, o palabras iracundas y vengativas, su arte se vería irreparablemente dañado. Se convertiría en una creación de la fetua, y nada más. Para sobrevivir, necesitaba dejar de lado la rabia y el terror, por difícil que eso fuera, y procurar seguir siendo el escritor que siempre había intentado ser, continuar el camino que se había fijado. Hacer eso sería todo un éxito. Hacer cualquier otra cosa sería un fracaso penoso. Eso lo sabía.
Se olvidó de que existía una tercera trampa: la de aspirar a la aprobación, la de querer, en su debilidad, ser amado. Estaba demasiado ciego para darse cuenta de que corría derecho hacia ese foso; y esa era la trampa en la que cayó, y casi lo destruyó para siempre.
Encontraron el Globe Theater, la gloriosa O de madera de Shakespeare, debajo de un aparcamiento en Southwark. Al oír la noticia, se le empañaron los ojos. En ese momento estaba jugando contra un ajedrez electrónico, y había llegado al nivel cinco, pero cuando encontraron el Globe ya no pudo mover ni un peón. El pasado había tendido la mano y tocado el presente, y el presente se había enriquecido gracias a eso. Pensó en que las más grandes palabras en lengua inglesa se habían pronunciado por primera vez en Anchor Terrace, en Park Street, o Maiden Lane, como se llamó esa calle en tiempos isabelinos. El lugar de nacimiento de Hamlet y Otelo y Lear. Se le formó un nudo en la garganta. El amor por el arte de la literatura era algo imposible de explicar a sus adversarios, que amaban un solo libro, cuyo texto era inmutable e inmune a la interpretación, siendo la palabra de Dios no creada.
Era imposible convencer a los literalistas coránicos de que contestaran a una sencilla pregunta: ¿Sabían que después de la muerte del Profeta, durante un tiempo considerable, no existió un texto canónico? Las inscripciones omeyas de la Cúpula de la Roca entraban en contradicción con lo que ahora se insistía en presentar como sagradas escrituras, un texto que se estandarizó por primera vez en los tiempos del tercer califa, Otmán. Las paredes mismas de uno de los santuarios más sagrados del islam proclamaban que la falibilidad humana había estado presente en la génesis del Libro. En la tierra nada que dependiese de los seres humanos era perfecto. El Libro se transmitió oralmente por todo el mundo musulmán, y a principios del siglo X existían más de siete variantes del texto. El texto preparado y autorizado por al-Azhar en la década de 1920 seguía una de esas siete variaciones. La idea de que existía un Ur-texto, la palabra de Dios perfecta e inmutable, era sencillamente inexacta. La historia y la arquitectura no mentían, aunque los novelistas sí pudieran hacerlo.
Doris Lessing, una autora muy influenciada por el misticismo sufí, lo telefoneó para decirle que su defensa se había «llevado a cabo equivocadamente». Jomeini debería haber sido aislado considerándolo una «figura a lo Pol Pot», antiislámica. «Además -añadió, como persona que no se andaba con rodeos-, debo decirte que no me gustó tu libro.» Todo el mundo tenía una opinión. Todo el mundo sabía qué debería haberse hecho.
El miedo se propagaba por la industria editorial. El miedo de Peter Mayer a futuros libros escritos por él se había extendido a otras editoriales -él se preguntaba si los directivos de Penguin intentaban reunir apoyo para avalar su postura, a fin de no ofrecer una imagen de cobardía-, y ahora los editores franceses y alemanes decían lo mismo. Publisher’s Weekly se declaró en contra de la publicación de una edición en rústica, y aquello de nuevo le olió a cuerno quemado, o a pingüino. Mayer, por su parte, siguió negándose a fijar una fecha para la publicación en rústica, mencionando el hallazgo de bombas cerca de su casa. Resultó que estas habían sido colocadas por nacionalistas galeses y no tenían nada que ver con Los versos satánicos. No por ello Mayer cambió de postura. Tony Lacey le dijo a Gillon que Peter acababa de recibir una amenaza de muerte en su casa. Bill Buford fue a Essex y prepararon pato para la cena. «No te hagas mala sangre», aconsejó Bill.
Gillon y Andrew habían empezado a hablar con representantes de Random House -Anthony Cheetham, Si Newhouse- para ver si les interesaba publicar Harún y el Mar de las Historias. Contestaron que sí. Pero ni ellos ni Mayer presentaron una oferta. Tony Lacey dijo que Penguin «enviaría una carta». Sonny Mehta telefoneó y dijo que «hacía lo posible» para conseguir que fraguara el acuerdo con Random House.
A principios de noviembre llegó la carta de Penguin. No prometía ninguna fecha para la publicación en rústica de Los versos satánicos ni hacía una oferta por la nueva obra. Mayer quería «meses» de calma total antes de contemplar la publicación en rústica. Eso parecía poco probable justo en la misma semana en que la BBC acababa de emitir un documental sobre la continuada «ira» musulmana. Random House, en cambio, dijo que deseaban negociar en serio los futuros libros, y las negociaciones se iniciaron.
Conoció a Isabel Fonseca en el congreso del PEN Club de Nueva York de 1986. Era inteligente y hermosa, y se hicieron amigos. Cuando ella se instaló en Londres, empezaron a verse de vez en cuando, aunque nunca existió el menor asomo de relación amorosa. A principios de noviembre de 1989 ella lo invitó a cenar en su apartamento de Londres, y se decidió que podía ir. Después de las habituales escenas de novela de espías, allí estaba él ante su puerta, con una botella de burdeos, y luego tuvo lugar la ilusión de una agradable velada con una amiga, escuchando sus anécdotas del Londres literario y de John Malkovich y bebiendo buen vino tinto. De pronto, a una hora ya avanzada, se produjo la calamidad. Un agente de protección -el tímido Dick Billington, con su aspecto de párroco- llamó incómodamente a la puerta y le pidió que le concediera un momento. El apartamento era pequeño -una sala de estar, un dormitorio-, así que el equipo tuvo que entrar. Cabía la posibilidad de que la vieja rectoría hubiera quedado al descubierto, dijo con un rápido parpadeo tras las gafas. No estaban seguros de si era así, ni sabían cómo había ocurrido, pero empezaban a correr rumores en el pueblo, y el nombre de él había empezado a mencionarse. «Hasta que no lo hayamos investigado -dijo Dick-, no puede volver allí, me temo.» Él sintió una punzada en la boca del estómago, y lo invadió una sensación de gran impotencia. «¿Cómo? -exclamó-. ¿Quiere decir que no puedo volver allí esta noche? Pero, por el amor de Dios, si son ya las diez.» «Lo sé -respondió Dick-. Pero preferiríamos que no volviera. Para ir sobre seguro.» Él miraba a Isabel. Ella reaccionó de inmediato: «Bueno, puedes quedarte aquí, claro». «Eso es imposible -le dijo él a Dick-. ¿No podemos volver y resolver esto por la mañana?» Dick expresó su malestar con inequívoco lenguaje corporal y contestó: «Tengo instrucciones de que no vuelva».
Había solo una cama, de matrimonio. Durmieron lo más separados posible, y cuando su cuerpo inquieto chocó sin querer con el de ella, se apresuró a disculparse. Parecía una comedia sexual de humor negro: dos amigos obligados por las circunstancias a acostarse juntos y fingir que eso era de lo más normal. En una película habrían dejado de fingir en algún punto y hecho el amor, y a la mañana siguiente vendría la comedia del bochorno, y quizá, después de mucha confusión, el amor. Pero esto era la vida real, y él acababa de quedarse sin casa y ella le ofrecía un techo para esa noche y él no sabía qué le depararía el día siguiente y todo eso no tenía nada de erótico. Él se sentía agradecido y pesaroso, y sí, la deseaba un poco y se preguntaba qué pasaría si se volvía hacia ella, pero sabía o creía que ese paso, dadas las circunstancias, sería aprovecharse groseramente de su amabilidad. Le volvió la espalda y apenas durmió. Por la mañana encontró al señor Greenup en la sala de estar de Isabel. «No puede volver», dijo.
Dev Stonehouse no formaba parte del equipo desde hacía un tiempo, pero en fecha reciente había visitado Little Bardfield y, quizá inevitablemente, había bebido demasiado en la taberna del pueblo. Llegado un punto -le pareció casi imposible creerlo cuando Bob Major se lo contó más tarde-, sacó su pistola y empezó a exhibirla ante los demás bebedores. El tabernero, resultó, había estado antes al frente de otra taberna, Blind Beggar en Whitechapel, el local preferido de los tristemente famosos gemelos Kray, donde el gángster Ronnie Kray había asesinado una vez a un hombre. Un tabernero que había trabajado en un establecimiento como ese, explicó Bob Major, «reconocía a la pasma a un kilómetro de distancia». Era una taberna que debía evitarse; pero Deb fue allí a celebrar su cumpleaños, y después la gente ató cabos y alguien pronunció el nombre Salman Rushdie. Y bastó con eso.
«Es intolerable -protestó él ante el señor Greenup-. He pagado mucho dinero por el alquiler de esa vivienda, ¿y ahora me dice que no puedo volver porque uno de sus agentes se ha emborrachado? ¿Y ahora qué voy a hacer? No puedo quedarme aquí y no tengo más opciones.» «Tendrá que buscar otro sitio», contestó el señor Greenup. «Así de fácil -dijo él, un poco enloquecido, chasqueando los dedos-. Abracadabra, y aparece de la nada otro sitio donde vivir.» «Mucha gente diría -contestó el señor Greenup sin inmutarse- que esto se lo ha buscado usted.»
Un día de actividad telefónica delirante. Sameen tenía un amigo paquistaní, un industrial dueño de un apartamento en Chelsea, cerca del río. Quizá ella pudiera conseguir las llaves. Jane Wellesley le ofreció de nuevo su apartamento en Notting Hill. Y Gillon Aitken le ofreció los servicios de lady Cosima Somerset, que por entonces trabajaba en la oficina de Londres. Cosima era de total confianza y muy discreta, aseguró él, y sabría muy bien cómo encontrar una casa y organizar la cuestión del alquiler. Todo podía llevarse a cabo por mediación de la agencia. Él habló con Cosima por teléfono, y ella contestó enérgicamente. «De acuerdo, me pongo manos a la obra en el acto.» Él comprendió al instante que, en efecto, Cosima era la intermediaria perfecta. Inteligente y de buen carácter, y nadie sospecharía que esa glamourosa mujer de sangre azul pudiera estar implicada en algo tan turbio como el caso Rushdie.
Sameen fue a casa de Isabel más tarde con las llaves del apartamento de su amigo, así que, durante al menos unos días, tenía casa. Los policías -Benny había vuelto- lo entraron furtivamente en el bloque de apartamentos de Chelsea y le dijeron que lo llevarían a la vieja rectoría en plena noche para recoger sus cosas. En cuanto al dinero perdido con el alquiler, no había nada que hacer. Benny expresó también la opinión no solicitada de que debía detener la publicación en rústica de Los versos satánicos. Contó que agentes de la policía local habían estado visitando librerías para pedir a los libreros que dijeran a Penguin que no lo publicara. Eso contradecía lo que le habían dicho otros agentes de la División Especial. Todo aquello era increíble.
Después de marcharse Greenup e irse Isabel a trabajar, él cometió un error. En su estado de desequilibrio, telefoneó a su mujer y fue a verla. Y luego cometió un error aún mayor: hicieron el amor.
Se instaló en el apartamento de Chelsea de la mejor manera posible en medio de aquella vida caótica -sin morada permanente, sin acuerdos editoriales, con crecientes dificultades entre la policía y él, ¿y qué pasaría ahora con Marianne?-, pero cuando encendió el televisor vio un gran prodigio, al lado del cual lo que le ocurría a él era insignificante. El Muro de Berlín estaba cayendo, y los jóvenes bailaban sobre sus escombros.
Ese año, que empezó con horrores -a pequeña escala, la fetua; en una escala mucho mayor, Tiananmen-, también contuvo grandes prodigios. La magnificencia de la invención del protocolo de transferencia de hipertextos, el http:// que cambiaría el mundo, no fue evidente de una manera inmediata. Pero la caída del comunismo sí lo fue. Él había llegado a Inglaterra siendo un adolescente criado tras la sangrienta partición de India y Pakistán, y el primer acontecimiento político que tenía lugar en Europa después de su llegada fue la construcción del Muro de Berlín en agosto de 1961. Oh, no, había pensado entonces, ¿ahora están dividiendo Europa? Años más tarde, cuando visitó Berlín para participar en un debate televisado con Günter Grass, atravesó el Muro en el S-Bahn y le pareció poderoso, imponente, eterno. El lado oeste del Muro estaba cubierto de pintadas, pero la cara este ofrecía un aspecto amenazadoramente limpio. No había sido capaz de concebir que el colosal aparato represivo del que aquel Muro era icono se desmoronaría algún día. Y sin embargo llegó el día en que se demostró que el estado de terror soviético se había podrido por dentro, y se lo llevó el viento, casi de la noche a la mañana, como si fuera arena. Sic semper tyrannis. La alegría de los jóvenes bailando le insufló renovadas fuerzas.
Había momentos en que la precipitación de los acontecimientos lo abrumaba. Hanif Kureishi participó en un debate con Shabbir Ajtar en el Instituto de Artes Contemporáneas y después telefoneó para decirle que Ajtar había sido un adversario flojo e incompetente. Su amigo Anthony Barnett, escritor y fundador de Carta 88, participó en otro debate con Max Madden, parlamentario, sobre la ley de blasfemia, y Madden también resultó un rival débil y cobarde. Anthony Cheetham y Sonny Mehta de Random House y Knopf dijeron que querían consultar con el señor Greenup antes de hablar de cualquier contrato sobre futuros libros. Esa era una perspectiva deprimente, pero, para sorpresa suya, Greenup dijo que no veía problemas respecto al futuro y así se lo diría a Cheetham y Sonny cuando hablase con ellos. Entretanto, Penguin despidió a Tim Binding, el joven editor que más entusiasmo había mostrado con Los versos satánicos. Mayer se negaba a devolver las llamadas a Andrew Wylie. Fred Halliday, el especialista en Irán, telefoneó para informar de que se había reunido con Abbas Maliki, el viceministro de Asuntos Exteriores iraní (y, casualmente, uno de los hombres que había irrumpido en la embajada estadounidense de Teherán en 1979). Maliki dijo a Fred que en Irán nadie podía oponerse a Jomeini, pero si los musulmanes británicos ponían fin a su campaña, Irán podría desentenderse. «Por cierto -añadió Fred-, ¿sabías que las emisoras de radio piratas en farsi están emitiendo continuamente en Irán lecturas de Los versos en versión traducida?»
Marianne seguía hablando de la publicación de los relatos «Croeso i Gymru» y «Aprender urdu», pero de pronto decidió que no estaban «listos». Su fragilidad emocional lo asustaba. Jane lo reprendía por haber renovado el contacto con Marianne, y lo mismo hacían Pauline Melville y Sameen. ¿Cómo se le ocurría? La respuesta era que no pensaba con claridad. Había sucedido, y eso era todo.
Los últimos comentarios escalofriantes de Kalim Siddiqui estaban siendo sometidos a examen por la Fiscalía Real y el abogado Geoff Robertson dijo que era probable que se presentaran cargos contra él. Sin embargo, no fue así, aduciéndose «falta de pruebas». La grabación en vídeo de Siddiqui solicitando la muerte de un hombre no bastaba.
Había una casa en el norte de Londres, en el 15 de Hermitage Lane, que gustó a la policía porque tenía un «garaje integrado» que facilitaría sus entradas y salidas sin ser visto. John Howley y el señor Greenup fueron a reunirse con él en el apartamento de Chelsea. Estaban abochornados por los «errores» en Little Bardfield y le aseguraron que no se repetirían, y que Dev Stonehouse quedaría apartado definitivamente. Debido tal vez al bochorno que sentían empezaron a hacer concesiones. Eran conscientes del dinero perdido en el alquiler de la antigua rectoría y de que ahora tendría que gastar una suma considerable en otro alquiler. Le permitieron utilizar la antigua rectoría como lugar «ocasional» hasta que venciera el contrato de alquiler. Estaban dispuestos a «permitirle» salir un poco más para ver a sus amigos. Y -este fue el gran avance- accedieron a que Zafar lo visitara y se quedara con él. Sí, y también Marianne, si él se empeñaba. Al fin y al cabo, era su mujer.
A principios de diciembre fue con Bill, su novia polaca Alicja, Zafar y Marianne a Little Bardfield a pasar el fin de semana. Zafar estaba entusiasmado, y él también. Marianne, en cambio, estaba de un humor extraño. Pocos días antes incluso se había disculpado por «mentir», pero ahora se advertía otra vez un brillo de locura en su mirada, y esa noche dejó caer otra de sus bombas. Bill y ella, dijo, eran amantes. Él le dijo a Bill si podían hablar un momento a solas y fueron a la pequeña sala del televisor de la rectoría. Bill admitió que así era, que había ocurrido una vez, y que él de inmediato se había sentido como un idiota, y no había sabido cómo confesar la verdad. Hablaron durante una hora y media, conscientes los dos de que su amistad pendía de un hilo. Dijeron todo lo que había que decir, en voz alta y en voz baja, con rabia y finalmente entre risas. A la postre acordaron dejar el asunto de lado y no hablar más de ello. También él se sentía como un idiota, que una vez más se veía obligado a tomar una decisión respecto a su matrimonio. Era como dejar de fumar y luego recaer. Eso también lo había hecho. Después de cinco años sin fumar, había vuelto a la droga. Estaba furioso consigo mismo. Tenía que acabar con esos dos malos hábitos cuanto antes.
El número 15 de Hermitage Lane era un pequeño edificio con aspecto de fortaleza situado en una esquina anónima. Era feo y casi no había muebles. Cosima presionó a los caseros para que proporcionaran un mobiliario básico, una mesa de trabajo y una silla, un par de sillones, enseres de cocina. Pero mientras él vivió allí, siguió pareciendo un espacio deshabitado. Fue allí donde encontró la manera de volver a trabajar, y Harún y el Mar de las Historias empezó, por fin, a avanzar.
El 15 de diciembre de 1989 fueron detenidos en Manchester cuatro iraníes sospechosos de pertenecer a un escuadrón de sicarios. Uno de ellos, Mehrdad Kokabi, fue acusado de conspiración para provocar un incendio y causar explosiones en librerías. Después de eso fue aún más difícil inducir a Peter Mayer a comprometerse en una fecha de publicación para la edición en rústica de Los versos satánicos. «Quizá a mediados del año que viene», le dijo a Andrew y a Gillon. Y de pronto, catastróficamente, Random House se amilanó ante la idea de contratar sus futuros libros. Alberto Vitale, presidente de Random House, Inc., declaró que habían «subestimado el peligro», y el 8 de diciembre Random se echó definitivamente atrás. Ahora no tenía edición en rústica ni editor. ¿Debía simplemente dejar de escribir? La respuesta estaba en su mesa de trabajo, donde Harún insistía en ser escrito. Y Bill le habló con gran ternura. La revista Granta estaba poniendo en marcha una nueva iniciativa editorial, Granta Books. «Hagámoslo -dijo-. Te demostraré que es mejor que lo hagamos nosotros en lugar de un gran grupo.»
La puerta de Brandenburgo estaba abierta y los dos Berlines se convirtieron en una sola ciudad. En Rumanía cayó Ceausescu. Accedió a escribir una reseña para The New York Times sobre Vineland, la novela con la que Thomas Pynchon rompía su silencio. Murió Samuel Beckett. Pasó otro fin de semana con Zafar en la vieja rectoría, y el amor de su hijo le levantó el ánimo como no podía conseguirlo ninguna otra cosa. Llegó la Navidad, y el novelista Graham Swift insistió en que la pasara con él y su compañera, Candice Rodd, en su casa del sur de Londres. También pasó el Año Nuevo con unos amigos, Michael Herr y su mujer, Valerie, que habían adquirido la irresistible costumbre de llamarse «Jim» mutuamente. Nada de «cariño» ni «querido» ni «nena». Él con su arrastrado acento norteamericano y ella con su vibrante gorjeo inglés, despidieron el Año Viejo con su Jim esto, Jim lo otro: «Eh, Jim». «¿Sí, Jim?» «Feliz Año Nuevo, Jim.» «Feliz Año Nuevo a ti también, Jim.» «Te quiero, Jim.» «Yo también te quiero, Jim.» El año 1990 empezó con una sonrisa en compañía de Jim y Jim.
Y también estaba allí Marianne. Sí, Marianne.