11
En el futuro, seguro, no escucharán ya este tipo de emisión de radio. Oh, ¿sabes lo que pienso? Quizá la radio nos escuche a nosotros. Seremos el espectáculo y las máquinas serán el público y dueñas de la estación, y a todos nos gustará trabajar para ellas.
—Escuche. No sé qué mierda de ciencia ficción barata nos estaba largando ese Speedy González. Me suena como si hubiera alquilado Matrix demasiadas veces. Donde yo estoy, el futuro, sencillamente, no ha llegado. Todo parece igual. Quiero decir la misma mierda por todas partes. Todo el mundo tiene la misma habitación, recibe la misma educación, disfruta de la misma distracción y busca la misma… empleación. Compruébelo. Recibimos las mismas facturas, salimos con las mismas chicas, vamos a las mismas cárceles; nos pagan mal, follamos mal y acabamos mal, ¿no es cierto? Cor-recto, señor. ¿Y mi radio? Tiene un mando on-off, jefe, y apago a ese imbécil cada vez que quiero.
—Muchacho, no lo entiende. Ese tipo lo entiende tan poco que no lo verá hasta que se le siente encima. Será mejor que espabiles, mano. Ahora tienen máquinas que funcionan con comida, ¿lo oyes? Se acabó la gasolina. Comen comida humana como tú y como yo. Pizza, perritos con chile, pasta de atún, lo que sea. Muy pronto las máquinas irán a comer al restorán. Y dirán algo así como deme el mejor reservao. Y ahora dime cuál es la diferencia. Si come está viva, digo yo. El futuro está aquí, macho, ahora mismo, más te vale apretar el culo. Muy pronto, la máquina vendrá a por esa empleación de que tú hablas, y quizá también a por tu chica.
—Eh, eh, mi paranoico amigo latino, Ricky Ricardo, no he entendido el nombre, pero echa el freno, Desi, ¿okey? Esto no es la Cuba comunista de la que te escapaste en un bote de goma para encontrar refugio en el país de la libertad…
—No me insulte ahora, por favor. Y digo por favor porque estoy bien educado, ¿no? Este hermano de aquí, cómo se llama, Señor Cliff Huxtabol o Míster No Lo Queremos, quizá su madre nunca se lo dijo, pero, estamos en el aire en directo y hablamos a toda la región metropolitana, de manera que vamos a hablar limpio.
—¿Puedo intervenir? ¿Perdón? ¿Estoy oyendo todo esto?, ¿y estoy pensando que ahora tienen presentadores de televisión fabricados electrónicamente? ¿y que hay actores muertos vendiendo motocicletas? ¿Steve McQueen en ese coche?, ¿de manera que estoy más con nuestro amigo cubano?, ¿la tecnología me asusta?, ¿de manera que en el futuro?, ¿alguien pensará en nuestras pequeñas necesidades?, ¿soy actriz?, ¿trabajo principalmente en publicidad?, ¿y hay esa huelga del Sindicato de Actores de Cine?, ¿y desde hace meses no gano un dólar?, ¿y ni un solo spot deja de emitirse?, ¿porque pueden tener a Lara Croft?, ¿A Jar Jar Binks?, ¿pueden tener a Gable o Bogart o Marilyn o Max Headroom o HAL el de 2001?
—Voy a tener que interrumpirla, señora, porque se nos ha acabado el tiempo y sé que mucha gente tiene ideas firmes al respecto. No se puede culpar a la tecnología de punta del lío en que los ha metido su sindicato. Quisieron el socialismo, el sindicato les hizo la cama y ahora están metidos en ella. ¿Mi opinión personal del futuro? No se puede dar marcha atrás al reloj, de manera que hay que ir con la corriente y cabalgar sobre la ola. Estar al día. Aprovechar el momento. De costa a costa.
Sentado en los escalones del gran museo, capturado en un súbito estallido de luz dorada y sesgada de la tarde, y echando un vistazo al New York Times mientras esperaba a Neela, el profesor Malik Solanka se sentía más que nunca como un refugiado en una pequeña embarcación, atrapado entre mareas encontradas: razón y sinrazón, guerra y paz, el futuro y el pasado. O como un niño en un salvavidas que ha visto a su madre hundirse en el agua negra y ahogarse. Y, después del terror y la sed y las quemaduras del sol, estaba el ruido, el incesante y hostil zumbido de voces en la radio de un chófer de taxi, ahogando su propia voz interior, haciendo imposible el pensamiento, o la elección, o la paz. ¿Cómo derrotar a los demonios del pasado cuando los demonios del futuro lo rodeaban a grito pelado? El pasado se estaba alzando; no podía ser negado. Además de Sara Lear, en los programas de la tele estaba la pequeña Ms. Pinchaculo de Krysztof Waterford-Wajda, regresada de entre los muertos. Perry Pincus —debía de tener, cuántos, cuarenta ahora— había escrito un libro de revelaciones sobre sus años como grupi número uno de intelectuales: Hombres con pluma, y Charlie Rose la entrevistaba sobre el libro aquella misma noche. Pobre Tontón, pensó Malik Solanka. Esa es la chica con la que querías sentar la cabeza y ahora va a bailar sobre tu tumba. Si esta noche es Charlie —«Cuéntenos qué reparos tuvo ante ese proyecto, Perry; como intelectual que es, debe de haber tenido serias dudas. Díganos cómo superó esos escrúpulos»—, mañana será Howard Stern: «A las chicas les gustan los escritores. Pero la verdad es que a un montón de escritores les gustaba esta chica». Halloween, la Noche de Walpurgis, parecía llegar muy pronto este año. Las brujas se estaban congregando para su aquelarre.
A sus espaldas contaban a medias otra historia; otro cuento de hadas de una desconocida, vertido en sus oídos indefensos.
—Sí, todo ha ido fenomenal, cariño. No, ningún problema, voy de camino a la reunión del consejo de administración, por eso te llamo con el móvil. Todo el tiempo consciente, pero dopada, claro. Bueno, semiconsciente. Sí, el bisturí corta el globo ocular, pero con las drogas te parece una pluma. No, no deja huella, y es admirable lo que veo ahora. Gracia admirable, sí. Estaba ciega y ahora puedo ver. De veras. Mira todas esas cosas. Me estaba perdiendo tanto. Bueno, piénsatelo. Es realmente el rey del láser. Estuve preguntando por todas partes, como sabes, y siempre me daban el mismo nombre. Un poco de sequedad nada más, pero dice que desaparece en unas semanas. Muy bien, te quiero. Volveré a casa tarde. Qué le voy a hacer. No me esperes levantado.
Y naturalmente se dio la vuelta, naturalmente vio que la joven no estaba sola, un tipo la acariciaba ya mientras ella cerraba el móvil. Ella, dejando con mucho gusto que la acariciaran, tropezó con la mirada de Solanka; y, viéndose cogida en flagrante mentira, sonrió culpablemente y se encogió de hombros. Qué le voy a hacer, como había dicho por teléfono. El corazón tiene sus razones, y todos somos servidores del amor.
Las diez menos veinte en Londres. Asmaan estaría dormido. Cinco horas y media más en la India. Poned el reloj en Londres cabeza abajo y tendréis la hora en la ciudad en que nació Malik Solanka, la Ciudad Prohibida del Mar Arábigo. También aquello estaba volviendo. El pensamiento lo llenó de espanto: en qué podría convertirse, impulsado por su furia largo tiempo encerrada. Incluso después de todos aquellos años lo definía, no había perdido nada de su poder sobre él. ¿Y si acabara las frases de aquel relato no contado?… Tenía que dejar la cuestión para otro día. Sacudió la cabeza. Neela se retrasaba. Solanka dejó el periódico, sacó un trozo de madera y una navaja del ejército suizo de un bolsillo del abrigo, y empezó a tallar la madera con toda concentración.
—¿Quién es? —La sombra de Neela Mahendra cayó sobre él. Ella tenía el sol detrás y, en silueta, parecía más alta aún de lo que la recordaba.
—Un artista —respondió Solanka—. El hombre más peligroso del mundo.
Ella limpió el polvo de un escalón del museo y se sentó a su lado.
—No le creo —dijo—. Conozco a un montón de hombres peligrosos, y ninguno de ellos creó nunca una obra de arte plausible. Además, créame, ni uno de ellos era de madera.
Siguieron sentados un rato en silencio, él tallando, ella simplemente quieta, ofreciendo al mundo el regalo de estar allí. Luego Malik Solanka, recordando sus primeros momentos de intimidad, pensaría especialmente en aquel silencio y quietud, en lo fácil que había sido.
—Me enamoré de ti cuando no decías nada —le dijo—. ¿Cómo podía saber que eras la mujer más habladora del mundo? Conozco a un montón de mujeres habladoras pero, créeme, comparadas contigo todas son de madera.
Al cabo de unos minutos, se guardó la figura semiacabada y se disculpó por haber estado tan abstraído.
—No hay nada que disculpar —dijo ella—. El trabajo es el trabajo.
Se pusieron en pie para bajar por la gran escalinata hacia el parque y, cuando ella se levantaba, un hombre se resbaló en el escalón superior y rodó dolorosa y pesadamente una docena de escalones, tropezando casi con Neela en su caída; esta fue interrumpida por un grupo de colegialas que empezaron a gritar. El profesor Solanka reconoció en el hombre al que había estado acariciando con tanto entusiasmo a la embustera del teléfono. Miró a su alrededor buscando a la señorita Móvil y, un momento más tarde, la vio alejándose furiosa hacia el norte y llamando a taxis que no estaban de servicio y no hacían caso de su colérico brazo. Neela llevaba un vestido con pañuelo de seda, de color mostaza, que le llegaba a la rodilla. Tenía el negro pelo recogido en un moño alto y los largos brazos desnudos. Un taxi se detuvo y echó a su ocupante, por si acaso ella quería subir. Un vendedor de perritos calientes le ofreció, gratis, lo que quisiera: «Pero cómaselo aquí, señora, para que pueda mirarla». Al experimentar por primera vez el efecto del que Jack Rhinehart había hablado de forma tan vulgarmente efusiva, Solanka se sentía como si estuviera acompañando uno de los tesoros más importantes del Met por una Quinta Avenida sobrecogida. No: la obra maestra en que estaba pensando estaba en el Louvre. Con una ligera brisa que le pegaba el vestido al cuerpo, ella parecía la Victoria Alada de Samotracia, pero con cabeza.
—Niké —dijo en voz alta, dejándola perpleja—. Es lo que me recuerda.
Ella frunció el ceño.
—¿Le recuerdo ropa de deporte?
La ropa de deporte, desde luego, la recordaba a ella. Cuando entraron en el parque, un joven en ropa de jogging se acercó a ellos, francamente humilde por efecto de la belleza de Neela. Incapaz al principio de hablarle, se dirigió primero a Solanka:
—Señor —dijo—, no crea que estoy tratando de ligar con su hija, es decir, no quiero quedar con ella ni nada parecido, es solo que es la más, tengo que decírselo a ella… —y entonces se volvió por fin hacia Neela—, la más…
En el pecho de Malik Solanka se alzó un fuerte rugido. Sería estupendo arrancar a aquel joven la lengua de su repugnante boca carnosa. Sería estupendo ver qué aspecto tenían sus brazos musculosos separados de aquel torso de alta definición. ¿Cortados? ¿Arrancados? ¿Y si lo cortara y desgarrara en un millón de pedazos? ¿Y si me comiera su corazón de mierda?
Sintió cómo la mano de Neela Mahendra se posaba ligeramente en su brazo. La furia se aplacó tan rápidamente como había surgido. El fenómeno, el ascenso y descenso imprevisibles de su genio, había sido tan rápido que Malik Solanka se sintió aturdido y confuso. ¿Había ocurrido realmente? ¿Había estado realmente a punto de desgarrar miembro a miembro a aquel tipo súper en forma? Y si era así, ¿cómo había podido Neela disipar su cólera —la cólera que Solanka tenía que combatir a veces permaneciendo echado en cuartos oscuros durante horas, haciendo ejercicios respiratorios e imaginándose triangulitos rojos— simplemente con su contacto? Y si era así (el pensamiento se le ocurrió y no fue rechazado), ¿no era aquella una mujer que debía conservar a su lado y atesorar durante el resto de su atribulada vida?
Sacudió la cabeza para librarla de esas ideas y dirigió su atención hacia la escena que se desarrollaba. Neela estaba ofreciendo al joven corredor su sonrisa más deslumbrante, una sonrisa después de la cual lo mejor sería morirse, porque el resto de la vida sería seguramente una gran decepción.
—No es mi padre —dijo al portador de ropa de deporte, cegado por la sonrisa—. Es el hombre con que vivo. —Aquella información golpeó al pobre tipo como un martillazo; y entonces, para subrayar la cosa, Neela Mahendra plantó en la boca no preparada pero agradecida del todavía aturdido Solanka un beso largo y explícito—. ¿Y sabe qué? —jadeó, subiendo a tomar aire para asestar el golpe de gracia—. En la cama es absolutamente fantástico.
—¿Qué ha pasado…? —preguntó mareado el profesor Solanka, más halagado que, en cierto modo, abrumado, después de haberse ido el corredor con aspecto de ir a sacarse las tripas con un trozo de bambú poco afilado. Ella se rio, un ruido cacareante, enorme y perverso, que hacía parecer refinada hasta la risa ronca de Mila—. Me di cuenta de que estaba usted a punto de perder los estribos —dijo—. Y lo necesito ahora, para que me haga caso, y no en un hospital o en la cárcel.
Lo que explicaba alrededor del ochenta por ciento de la cosa, pensó Solanka mientras la cabeza dejaba de darle vueltas, pero no traducía totalmente el sentido de lo que ella había estado haciendo con su lengua.
¡Jack! ¡Jack!, se reprochó a sí mismo. El tema aquella tarde era Rhinehart, su compinche, su mejor compañero, y no la lengua de la amiga de su amigo, por muy larga y gimnástica que fuera. Se sentaron en un banco cerca del estanque, y a su alrededor los que paseaban perros chocaron con los árboles, los practicantes de tai chi perdieron el equilibrio, los patinadores chocaron unos con otros y la gente que paseaba se cayó sencillamente al estanque, como si hubiera olvidado dónde estaba. Neela Mahendra no parecía notar nada de aquello. Pasó un hombre con un cucurucho de helado que, debido a una súbita pero total falta de coordinación entre mano y boca, falló por completo su lengua para entrar en contacto, suciamente, con su oreja. Otro tipo joven, dando toda clase de muestras de auténtica emoción, se puso a llorar copiosamente mientras pasaba haciendo jogging. Solo la afroamericana de edad madura que se sentaba en el banco de al lado (¿a quién estoy llamando de edad madura? Probablemente es más joven que yo, pensó Solanka desalentado) parecía inmune al factor Neela mientras se abría paso a dentelladas por un largo bocadillo de ensalada de huevo, anunciando su disfrute de cada bocado con sonoros mmms y uh-huhs. Neela, entretanto, solo tenía ojos para el profesor Malik Solanka.
—Un beso sorprendentemente satisfactorio, por cierto —dijo—. De veras. De primera.
Apartó la vista de él, mirando las aguas centelleantes.
—Jack y yo hemos terminado —siguió diciendo rápidamente—. Quizá se lo haya dicho ya. Hace algún tiempo. Sé que es buen amigo suyo y que usted debería serlo en estos momentos, pero no puedo estar con un hombre al que he perdido el respeto.
Un silencio. Solanka no dijo nada. Estaba repasando la última llamada telefónica de Rhinehart y oyendo lo que no había percibido: el tono elegíaco por debajo de la fanfarronería sexual. La utilización de un tiempo verbal pasado. La pérdida. No presionó a Neela para que le contara la historia. Ya lo hará, pensó. Y muy pronto.
—¿Qué piensa de las elecciones? —preguntó ella, dando uno de los espectaculares virajes en la conversación a los que Solanka se acostumbraría muy pronto—. Le diré lo que pienso yo. Creo que, por respeto al resto del mundo, los votantes americanos no deben votar a Bush. Es su obligación. Le voy a decir lo que aborrezco —añadió—. Aborrezco que la gente diga que no hay diferencia entre los candidatos. Eso de Gush y Bore está tan gastado. Me saca de mis casillas.
No era el momento, pensó Solanka, de confesarle sus culpables secretos. Sin embargo, Neela no esperaba realmente una respuesta.
—¿Que no hay diferencia? —exclamó ella—. ¿Y qué pasa, por ejemplo, con la geografía? ¿Con saber, por ejemplo, dónde está mi pequeño país natal en el maldito mapa del mundo?
Malik Solanka recordó que un periodista había tendido una trampa a George W. Bush con una pregunta capciosa durante una mesa redonda sobre política exterior, un mes antes de la Convención republicana: «Dada la creciente inestabilidad de la situación étnica en Liliput-Blefuscu, ¿podría señalarnos ese país en el mapa? ¿Y cómo dice que se llama la capital?». Dos pelotas curvas, dos strikes.
—Le diré lo que piensa Jack de las elecciones. —Neela volvió a su tema, mientras el color aumentaba en su rostro al mismo tiempo que su voz—. El nuevo Jack (lista A, Baile Blanco y Negro, Truman Capote) Rhinehart piensa lo que quieren que piense sus «Césares» en sus «Palacios». Salta, Jack, y saltará hasta las nubes. Baila para nosotros, Jack, eres un bailarín tan fantástico, y él les mostrará todos los bailes de hace treinta años que encantan a los hombres blancos de edad, bailará el swim y el hitchhike y el walk the dog, hará el mash, el funky chicken y la locomotion toda la noche. Haznos reír, Jack, y les contará chistes como un bufón de la corte. Probablemente conoce usted sus favoritos: «Después de haber hecho analizar el FBI el vestido de Monica, dijeron que no podían identificar a nadie por la mancha, porque todo el mundo tiene en Arkansas el mismo ADN». Sí, a los Césares les gusta ese. Vota republicano, Jack, sé antiabortista, Jack, léeles la Biblia a los homosexuales, Jack, y no son las armas las que matan a la gente, ¿verdad, Jack?, y él dice, sí señora, es la gente la que mata a la gente. Buen perro, Jack. Échate. Busca. Siéntate y da la jodía patita. La patita, Jack, no te vamos a dar nada, pero nos gusta ver a un negro de rodillas. Buen perro, Jack, vete a dormir en la perrera de atrás. Ah, cariño, ¿te importaría echarle a Jack un hueso? Ha sido tan bueno. Sí, ella se encargará, viene del Sur.
De manera que Rhinehart había sido malo, pensó Solanka, y supuso que Neela no estaba acostumbrada a que la engañaran. Estaba acostumbrada a ser el flautista de Hamelín, con filas de chicos que la seguían a donde quisiera.
Ella se calmó, echándose hacia atrás en el banco y cerrando un momento los ojos. La mujer del banco de al lado terminó su bocadillo, se inclinó hacia Neela y le dijo:
—Larga a ese chico, cariño. Dale a él la patada hoy. No necesitas tener una relación con el caniche de nadie.
Neela se volvió hacia ella como si saludara a una vieja amiga:
—Señora —dijo seriamente—, tiene usted leche en la nevera que va a durar más que esa relación.
—Vamos a andar un poco —ordenó, y Solanka se puso en pie. Cuando estuvo segura de que no los oían, dijo—: Mire, estoy cabreada con Jack, eso es una cosa, pero tengo miedo también por él. Necesita realmente un verdadero amigo, Malik. Está en un buen lío.
Como había adivinado Solanka por su llamada telefónica, Rhinehart estaba deprimido, y no solo por la fecha de caducidad del cartón de leche de su amor. El encuentro con Sara Lear, que había comenzado como una entrevista para un artículo sobre los divorcios importantes de la época, había tenido repercusiones desagradables para él. Sara se había revuelto contra él, y su enemistad lo había afectado grandemente. Después de haber cedido a Bronislawa su casa de Springs, él se había buscado una diminuta caja de zapatos en medio de un campo de golf, hacia Montauk Point.
—Ya conoce su admiración por Tiger Woods —dijo Neela—. Jack es competitivo. No será feliz hasta que Nike, quiero decir la otra Nike —dijo, ruborizándose de placer no disimulado—, la Nike a la que todavía no ha indignado, empiece a patrocinarlo también, incluido el logotipo en la gorra.
Después de haber aceptado el vendedor la oferta de Rhinehart por la casita, ocurrieron dos cosas en rápida sucesión. En la tercera visita de Rhinehart al lugar, para la que el corredor de fincas le había dado la llave, la policía se presentó menos de diez minutos después y lo invitó a explicarse. Unos vecinos habían comunicado que había un intruso en la finca, y ese era él. Tardó casi una hora en convencer a los polis de que no era un ladrón sino un comprador con todas las de la ley. Una semana más tarde, el club de golf rechazó su solicitud de admisión. Sara tenía el brazo largo. Rhinehart, para quien, como decía, «ser negro no es ya un problema», había vuelto a descubrir, por las malas, que seguía siéndolo.
—Acaban de inaugurar un club allí para que los judíos puedan jugar al golf —dijo Neela desdeñosamente—. Esos viejos wasps saben defenderse. Jack hubiera debido conocer la situación. Quiero decir que Tiger Woods podrá ser mestizo, pero sabe que tiene los cojones negros.
»Eso no es lo peor. —Habían llegado a la fuente de Bethesda. Las reacciones tardías y demás trucos cómicos de película muda continuaban rodeándolos; siguieron andando hasta llegar a un talud de hierba—. Siéntese —dijo Neela. Él se sentó. Neela bajó la voz—. Se ha mezclado con algunos locos, Malik. Dios sabe por qué, pero realmente quiere estar con ellos, y son los muchachos blancos más tontos y más salvajes que se pueda imaginar. ¿Ha oído hablar de una sociedad secreta, no se supone siquiera que exista, llamada S&M? Ya el nombre es un chiste malo. “Soltero y Macho.” Sí, exacto. Esos chicos están muy, muy lanzados. ¿Es como esa Calavera y Tibias Cruzadas que tienen en Yale?, ¿que compran cosas como el bigote de Hitler y la polla de Casanova?… Solo que esta no está vinculada a un centro, ni colecciona objetos. Colecciona chicas, jóvenes de determinados intereses y talentos. Le sorprendería cuántas son, especialmente si supiera los juegos a los que deben jugar, y no estoy hablando de strip poker. Cremalleras, pellizcos, clips. Sillas de montar, riendas, arneses, probablemente acaban pareciendo un coche de caballos con flecos. O bien, ya sabe, azótame con azotes y átame con ataduras, esas son algunas de las cosas menos duras. Chicas ricas. Palabra. Tu familia tiene caballos y ¿por eso te excita que te traten como a un caballo? No sabría decirlo. Hay cosas tan deseables que les resultan tan fáciles a esos chicos —Neela no podía ser más de cinco años mayor que la muchachas muertas, pensó Solanka—, que nada los excita. Tienen que ir cada vez más lejos en busca de estímulos, lejos de casa, lejos de lo seguro. Los lugares más salvajes del mundo, las sustancias químicas más salvajes, el más salvaje de los sexos. Ese es mi psicoanálisis de Lucy por cinco centavos. Niñas ricas aburridas dejan que chicos ricos y tontos les hagan cosas raras. Los chicos ricos y tontos no pueden creerse su suerte.
Solanka reflexionó sobre el uso por Neela de la palabra «chicos» para describir a los que, después de todo, pertenecían a su misma generación. La palabra parecía sincera en sus labios. Comparada con, digamos, Mila —Mila, su propio secreto culpable—, aquella era una mujer adulta. Mila tenía sus encantos, pero tenían sus raíces en una indecencia infantil, un capricho ansioso nacido de esa misma crisis de respuesta amortiguada, esa misma necesidad de llegar a los extremos, más allá de los extremos, a fin de encontrar lo que necesitaba como excitación. Cuando el fruto prohibido ha sido tu alimento diario, ¿qué puede emocionarte? Afortunada Mila, pensó Solanka. Su novio rico no había comprendido lo que hubiera podido hacer con ella, y la había dejado ir. Si esos otros chicos ricos hubieran sabido de Mila, de lo lejos que estaba dispuesta a llegar, de los tabúes que estaba dispuesta a desconocer, habría podido ser su diosa, la mujer-niña de su culto oculto. Y habría podido terminar en el Midtown Tunnel, con el cráneo aplastado.
—La falta de afecto en acción —dijo Solanka en alta voz—. Una tragedia de aislamiento. La vida no analizada de la gente que tiene su «unidad». —Tuvo que explicarlo y se sintió feliz al oírla reír de nuevo.
—No es de extrañar que todos esos gorilas salidos, esos Paquetes, Sementales y Cachiporras, quieran formar parte, ¿no? —Neela suspiró—. La cuestión es, ¿por qué Jack?
El profesor Malik Solanka sintió que el estómago se le contraía.
—¿Es Jack miembro de esos S&M? —preguntó—. Pero ¿no son ellos los que…?
—No es miembro aún —le interrumpió ella, impulsada por la necesidad de compartir su terrible carga—. Pero está aporreando su puerta, rogándoles que le dejen entrar, el muy estúpido. Y eso después de toda esa mierda asquerosa en la prensa. Cuando lo supe, no pude seguir con él. Le voy a decir algo que no dijeron los periódicos —añadió, bajando la voz todavía más—. ¿Esas tres chicas muertas? No fueron violadas, ni siquiera robadas, ¿no? Pero les hicieron algo, y eso es realmente lo que relaciona los tres delitos, aunque la policía no quiere que se publique, por el efecto de imitación.
Solanka estaba empezando a estar sinceramente asustado.
—¿Qué les ocurrió? —preguntó débilmente. Neela se tapó los ojos con las manos.
—Les arrancaron la cabellera —susurró, y se echó a llorar.
Ser despojado del cuero cabelludo es seguir siendo un trofeo incluso muerto. Y como la rareza creaba valor, la cabellera de una chica muerta en el bolsillo —¡oh misterio sumamente horrible!— podía suponer realmente una distinción mayor que la que daría tener a esa misma chica, vivita y coleando, colgada del brazo en algún baile elegante o incluso como compañera bien dispuesta a cualquier extravagancia sexual que se te ocurriera imaginar. El cuero cabelludo significaba dominio, y arrebatarlo, considerar deseable esa reliquia, significaba valorar más el significante que lo significado. Las muchachas, comenzó Solanka a comprender con escandalizado horror, habían tenido realmente más valor para sus asesinos muertas que vivas.
Neela estaba convencida de la culpabilidad de los tres galanes; convencida también de que Jack sabía mucho más de lo que decía a nadie, ni siquiera a ella.
—Es como la heroína —dijo, secándose los ojos—. Está tan metido que no sabe cómo salir, no quiere salir, aunque quedarse lo destruirá. Mi preocupación es saber ¿qué está dispuesto a hacer, y con quién está dispuesto a hacerlo? ¿Estaba yo seleccionada para deleite de esos gilipollas, o qué? En cuanto a los asesinatos, ¿quién sabe? Quizá sus jueguecitos sexuales fueran demasiado lejos. Quizá esos chicos ricos tengan una combinación de sexo demente y poder. Una especie de mierda de hermandad de sangre. Fóllate a la chica y mátala, y hazlo de forma tan condenadamente inteligente que no te pase nada. No sé. Quizá solo esté expresando resentimientos de clase. Quizá sea solo que he visto demasiadas películas. Impulso criminal. La soga. ¿Recuerda? «¿Por qué hacen eso?» «Porque podemos». Porque quieren probar que son pequeños Césares. Que están por encima y más allá, exaltados, semejantes a los dioses. La ley no puede hacerles nada. Es una mierda tan asesina, pero Mr. Rhinehart, el Perrito Faldero, sigue siéndoles leal. «No sabes un carajo de ellos, Neela, son tíos legales». Gilipolleces. Está tan ciego que no se da cuenta de que lo arrastrarán cuando caigan o, peor aún, de que le están tendiendo una trampa. Será él quien caiga, e irá a la silla eléctrica cantando sus alabanzas. Jackarajo. Un buen nombre para ese pobre pendejo. En estos momentos, es más o menos lo que significa para mí.
—¿Por qué está tan segura? —le preguntó Solanka—. Lo siento, pero usted misma suena un poco desquiciada. Han interrogado a esos tres hombres, pero no los han detenido. Y, por lo que yo sé, cada uno de ello tenía una sólida coartada para la hora en que murió su novia. Testigos y demás. A uno lo vieron en un bar y así sucesivamente, lo he olvidado.
Le palpitaba fuertemente el corazón. Por lo que le parecía una eternidad, se había acusado a sí mismo de esos crímenes. Sabiendo el desorden que había en su propio corazón, la tormenta incoherente y burbujeante, lo había relacionado con el desorden de la ciudad y había estado a punto de declararse culpable. Ahora, parecía, su exculpación estaba al alcance de la mano, pero el precio de su inocencia podía ser muy bien la culpabilidad de su buen amigo. En su estómago se agitaba una gran turbulencia que le daba náuseas.
—Y la historia de las cabelleras —se forzó a preguntar—. ¿Dónde demonios oyó nada parecido?
—Dios —gimió ella, dejando que lo peor saliera por fin—. Estaba limpiando su armario de mierda. Dios sabe por qué. Nunca hago trabajos así para un hombre. Búscate un ama de llaves, ¿sabes? Yo no estoy para eso. Realmente le quería, y creo que por cinco minutos me dejé… bueno, en cualquier caso, estaba limpiando para él, y encontré, encontré. —Otra vez lágrimas. Solanka le puso entonces la mano en el brazo, y ella se estrechó contra él, lo abrazó fuertemente y sollozó—. Goofy —dijo—. Los encontré a los tres. Los tres jodíos disfraces de tamaño natural. Goofy y Robin Hood y Buzz.
Ella se había enfrentado con Rhinehart y él había bravuconeado, de mala manera. Sí, por broma, Marsalis, Andriessen y Medford se ponían esos trajes y espiaban a sus amigas a distancia. Muy bien, sí, quizá fuera una broma de mal gusto, pero eso no los convertía en asesinos. Y no llevaban los disfraces las noches de los asesinatos, eso eran tonterías: información tergiversada. Pero tenían miedo, ¿no lo tendrías tú?, y habían pedido a Jack que los ayudara.
—Siguió así y protestando de su inocencia, negando que su precioso club fuera una tapadera para las prácticas libidinosas de la clase privilegiada. —Neela se había negado a cambiar de tema—. Saqué a relucir todo lo que sabía, sabía a medias, suponía, intuía y sospechaba, lo puse todo delante de él y le dije que no iba a cejar hasta que él dijera lo que había que decir.
Finalmente, Rhinehart había entrado en pánico y había gritado:
—¿Te crees que soy el tipo de hombre que sale de noche a arrancar el cuero cabelludo a las mujeres?
Cuando ella le había preguntado qué significaba eso, había parecido mortalmente asustado y había pretendido haberlo leído en los periódicos. El silbido del tomahawk. El botín del guerrero victorioso. Pero ella había consultado en la internet los archivos de todos los periódicos de la zona de Manhattan y lo sabía:
—Nunca lo publicaron.
Neela se había vestido para estar bella, no abrigada, y la tarde había perdido su esplendor. Solanka se quitó el abrigo y se lo echó por los temblorosos hombros. A su alrededor, en el parque, los colores palidecían. El mundo se convertía en un lugar de negros y grises. Los vestidos de las mujeres —insólitamente para Nueva York, había sido una temporada de colores vivos— se convertían en monocromos. Bajo un cielo plomizo, el verde se filtraba de los árboles esparcidos. Neela necesitaba dejar aquel ambiente repentinamente espectral.
—Vamos a echar un trago —propuso, levantándose y yéndose enseguida a grandes zancadas—. Hay un bar de hotel que está bien en la setenta y siete —y Solanka se apresuró a seguirla, haciendo caso omiso de los choques y catástrofes ahora familiares que ella iba dejando en su estela, como los daños de un huracán.
Había nacido «a mitad de los setenta» en Mildendo, la capital de Liliput-Blefuscu, en donde vivía aún su familia. Eran girmityas, descendientes de uno de los primeros trabajadores extranjeros —su abuelo—, que había firmado un contrato de cumplimiento forzoso, un girmit, en 1834, el año siguiente a la abolición de la esclavitud. Biju Mahendra, del pequeño pueblo indio de Titlipur, había viajado con sus hermanos hasta aquella doble manchita del remoto Pacífico Meridional. Los Mahendra habían ido a trabajar a Blefuscu, la más fértil de las dos islas y centro de la industria azucarera.
—Como indo-lili —dijo ella ante su segundo cosmopolitan—, el coco de mi niñez era el Coolumber, que era grande y blanco y no hablaba con palabras sino con números y se comía a las niñas de noche si no hacían sus tareas ni se lavaban las partes pudendas. Cuando crecí, supe que los «coolumbers» eran los capataces de los trabajadores de la caña de azúcar. El de la historia de mi familia era un hombre blanco llamado el señor Jugo —Hughes en realidad, supongo—, que era un «diablo de Tasmania» y para el que mi abuelo y mis tíos abuelos no eran más que números de una lista que leía todas las mañanas. Mis antepasados eran números, hijos de números. Solo a los elebés indígenas los llamaban por su verdadero nombre. Hicieron falta tres generaciones para que pudiéramos rescatar nuestros nombres de esa tiranía numérica. Para entonces, evidentemente, las cosas entre los elebés y nosotros habían ido muy mal. «Nosotros comemos verduras —solía decir mi abuela—, pero esos guatones de elebés comen carne humana.» De hecho, hay una historia de canibalismo en Liliput-Blefuscu. Se ofenden cuando se les dice, pero es así. Y para nosotros la simple presencia de carne en la cocina era una profanación. El llamado «puerco largo», el ser humano, sonaba a plato favorito del propio diablo.
Los términos para bebidas desempeñaban un papel penosamente importante en la historia de Neela. En materia de grog, yaqona, kava y cerveza, como en pocas otras cosas, los indo-liliputienses y los elebés era idénticos; ambas comunidades padecían el alcoholismo y los problemas que lo acompañan. El propio padre de Neela era un gran bebedor, y ella estaba contenta de haber escapado de él. Había pocas becas para América en Liliput-Blefuscu, pero ella consiguió una, y se enamoró enseguida de Nueva York, como todo el que necesitaba, y encontraba aquí, un hogar lejos del hogar entre otros trotamundos que necesitaban exactamente lo mismo: un refugio donde desplegar las alas. Sin embargo, sus raíces le tiraban, y sufría mucho por lo que llamaba «alivio culpable». Se había escapado del borracho de su padre, pero su madre y sus hermanas no. Y también seguía apasionadamente unida a la causa de su comunidad.
—Los desfiles son los domingos —dijo, encargando un tercer cosmopolitan—. ¿Vendrá conmigo?
Y Solanka —era jueves ya— dijo inevitablemente que sí.
—Los elebés dicen que somos codiciosos y lo queremos todo, y que los echaremos de su propio país. Nosotros decimos que son vagos y, si no fuera por nosotros, se quedarían sentados sin dar golpe y se morirían de hambre. Ellos dicen que la única forma de cascar un huevo pasado por agua es por el extremo fino. Mientras que nosotros —o al menos aquellos de nosotros que comen huevos— somos partidarios del extremo grueso, del gran end, de la Gran Endia. —Se partió de risa, al hacerle gracia su propio chiste—. Pronto habrá jaleo.
Era un problema, como tantas otras veces, de tierras. Aunque los indo-liliputienses de Blefuscu se ocupaban ahora de toda la agricultura, realizaban la mayoría de las exportaciones del país y, por consiguiente, obtenían la mayoría de las divisas, y aunque habían prosperado y se cuidaban de sí mismos, construyendo sus propias escuelas y hospitales, la tierra en que estaba todo aquello era propiedad de los elebés «indígenas».
—Odio la palabra «indígena» —exclamó Neela—. Soy indo-lili de cuarta generación. De manera que también soy indígena.
Los elebés temían un golpe de Estado: que los indo-lilis, a los que la Constitución elebé seguía negando el derecho a tener propiedades inmobiliarias en cualquiera de las dos islas, se apoderaran revolucionariamente de la tierra; los grandes endios, por su parte, temían lo mismo a la inversa. Tenían miedo de que, cuando sus arrendamientos por cien años expiraran, en el siguiente decenio, los elebés recuperasen sencillamente las tierras agrícolas, ahora valiosas, dejando sin nada a los endios, que las habían cultivado.
Sin embargo, había una complicación, que Neela, a pesar de su lealtad étnica y sus tres rápidos cosmopolitan, tenía la honradez de admitir.
—No es solo una cuestión de antagonismo étnico, ni siquiera de quién es dueño de qué —dijo—. La cultura elebé es realmente diferente, y comprendo que tengan miedo. Ellos son colectivistas. La tierra no pertenece a propietarios individuales sino que es administrada por los jefes elebés en nombre de todo el pueblo elebé. Y entonces venimos los de la Gran Endia, con nuestras buenas prácticas comerciales, visión para los negocios, mercantilismo de mercado libre y mentalidad lucrativa. El mundo habla ahora nuestro idioma, no el suyo. Es la era de los números, ¿no? Y nosotros somos números y los elebés palabras. Nosotros somos matemáticas y ellos poesía. Estamos ganando y ellos perdiendo: y por eso, naturalmente, tienen miedo de nosotros, es como la lucha en el interior del alma humana, entre lo que hay en nosotros de mecánico y utilitario y la parte que ama y que sueña. Todos tememos que lo que hay de frío y maquinal en la naturaleza humana destruya nuestra magia y nuestra canción. De manera que la lucha entre los indo-lilis y los elebés es también la lucha del espíritu humano y, maldita sea, con el corazón estoy probablemente en el otro bando. Pero mi gente es mi gente y lo que es justo es justo y después, de haberte partido el culo durante cuatro generaciones y ser tratado aún como ciudadano de segunda, tienes derecho a enfurecerte. Si llega el caso, volveré. Lucharé con ellos si hay que hacerlo, hombro con hombro. No bromeo, lo haré realmente.
Él la creyó. Y pensó: ¿cómo es que, en compañía de esta mujer apasionada a la que apenas conozco, me siento tan a gusto?
La cicatriz era el legado de un grave accidente de coche en la interestatal, cerca de Albany; casi había perdido el brazo. Neela, como ella misma admitía, conducía «como una maharani». Los otros usuarios de la carretera tenían que apartarse de su camino imperioso y por encima de la ley. En las zonas en que ella y su coche llegaban a ser conocidos —Blefuscu, o los alrededores de su elegante universidad de Nueva Inglaterra—, los automovilistas, al ver venir a Neela Mahendra, abandonaban sus vehículos y huían. Después de una serie de pequeños daños y porpocos, tuvo el nada divertido Gran Accidente. Su supervivencia fue un milagro (y de mucha suerte); y la conservación de su belleza rompecorazones un asombro todavía mayor.
—Acepto mi cicatriz —dijo—. Es una suerte tenerla. Y un recordatorio de algo que no debo olvidar.
En Nueva York, afortunadamente, no tenía necesidad de conducir. Su regia actitud —«mi madre me dijo siempre que yo era una reina, y la creí»— hacía que prefiriese ser conducida, aunque era también una pésima conductora de asiento trasero, llena de gritos y sobresaltos. Su rápido éxito en la producción televisiva le permitía utilizar un servicio de automóviles, cuyos conductores se acostumbraron pronto a sus frecuentes gritos de miedo. Tampoco tenía sentido de la orientación, y por eso —lo que era notable en una neoyorquina— nunca sabía dónde estaba nada. Sus almacenes favoritos, sus restaurantes y clubes nocturnos preferidos, los estudios de grabación y las salas de montaje que utilizaba regularmente: hubieran podido estar en cualquier parte.
—Están donde el coche se para —dijo a Solanka ante el cuarto cóctel, con cara de inocencia—. Es sorprendente. Siempre están allí. Enfrente mismo de la puerta.
El placer es la droga más dulce. Neela Mahendra se inclinó hacia él en el reservado de cuero negro y le dijo:
—Lo estoy pasando tan bien. No me di cuenta de lo fácil que sería estar contigo, parecías tan estirado en casa de Jack, viendo aquel partido estúpido.
La cabeza de ella se inclinó hacia el hombro de él. Tenía el pelo suelto ahora y, desde donde él estaba sentado, el pelo le tapaba la mayor parte de la cara. Ella dejó que el dorso de su mano derecha se moviera lentamente contra el dorso de la mano izquierda de él.
—A veces, cuando bebo demasiado, la otra sale a jugar, y no puedo hacer nada. Ella se hace cargo y se acabó.
Solanka estaba perdido. Ella le cogió la mano entre las suyas y le besó las puntas de los dedos, sellando su pacto no expresado.
—También tú tienes cicatrices —dijo ella—, pero nunca hablas de ellas. Yo te cuento todos mis secretos y tú no dices una sola palabra. Pienso: ¿por qué no habla nunca este hombre de su hijo? Sí, claro que me lo dijo Jack, ¿te crees que no le pregunté? Asmaan, Eleanor, eso lo sé. Si yo tuviera un niño, hablaría de él todo el tiempo. Al parecer, tú no llevas siquiera su fotografía. Pienso: ese hombre ha dejado a su mujer de muchos años, la madre de su chico, y ni siquiera su hijo sabe por qué. Pienso: parece un hombre bueno, amable, no un bruto, de manera que debe de haber una buena razón, quizá si me abro a él me la dirá, pero, baba, no dices ni pío. Y entonces pienso: aquí está este indio, indio de la India, no indo-lili como yo, hijo de la madre patria, pero al parecer ese es también un tema prohibido. Nacido en Bombay, pero guarda silencio sobre su lugar de nacimiento. ¿Cuáles son sus circunstancias familiares? ¿Hermanos, hermanas? ¿Padres vivos o muertos? Nadie lo sabe. ¿Vuelve alguna vez a visitarlos? Al parecer no. No le interesa. ¿Por qué? La respuesta debe ser: más cicatrices. Malik, creo que has tenido más accidentes que yo, y quizá resultaras incluso peor herido en algún momento. Pero, si no hablas, ¿qué puedo hacer? No tengo nada que decirte. Lo único que puedo decir es que estoy aquí, y si los seres humanos no pueden salvarte nada podrá. Es lo único que digo. Habla o no hables, es cosa tuya. Lo estoy pasando bien y, de todas formas, la otra está aquí, de manera que cállate, no sé por qué tienen que hablar tanto los hombres cuando es evidente que no son palabras lo que hace falta. Ahora no hacen falta en absoluto.