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Estuvo fuera toda la noche, pero no podía encontrar paz, ni siquiera caminando a altas horas, ni mucho menos en la hora ya animada de después de amanecer. No había altas horas de la noche. No podía recordar su ruta exacta, tenía la impresión de haber cruzado la ciudad y vuelto a Broadway o sus alrededores, pero podía recordar el puro volumen de ruido blanco y de color. Podía recordar el ruido bailando en formas abstractas ante sus ojos ribeteados de rojo. La chaqueta de su traje de lino gravitaba pesada, húmedamente, sobre sus hombros, pero, en nombre de la rectitud, de cómo debían ser las cosas, no se la quitó; y tampoco se quitó el jipijapa. El ruido de la ciudad aumentaba casi diariamente. O quizá era su sensibilidad a ese ruido la que estaba llegando al borde del alarido. Los camiones de la basura, como cucarachas gigantes, se movían por la ciudad, rugiendo.
Pasaron las horas. Los personajes de Kieslowski siguieron con él. ¿Cuáles eran las raíces de nuestros actos? Dos hermanos, distanciados entre sí y de su padre fallecido, se volvían casi locos por obra de su colección de sellos, de valor incalculable. Decían a un hombre que era impotente y descubría que no podía soportar la idea de que su amante esposa tuviera un futuro sexual sin él. Los misterios nos gobiernan a todos. Solo vislumbramos sus rostros velados, pero su fuerza nos empuja hacia delante, hacia la oscuridad. O hacia la luz.
Cuando dobló para entrar en su calle, hasta los edificios comenzaron a hablarle al estilo sonoro de los supremamente seguros, de los que rigen el mundo. La Escuela del Santísimo Sacramento hacía proselitismo en latín grabado en la piedra. PARENTES CATHOLICOS HORTAMUR UT DILECTAE PROLI SUAE EDUCATIONEM CHRISTIANAM ET CATHOLICAM PROCURANT. El sentimiento no golpeó una cuerda sensible de Solanka. En el portal siguiente, un sentimiento más propio de galletita china, inscrito en letras doradas, destacaba en un imponente portal Cecil B. DeMille-asirio. SI UN AMOR FRATERNAL MANTUVIERA UNIDOS A TODOS LOS HOMBRES, QUÉ HERMOSO SERÍA EL MUNDO. Hacía tres cuartos de siglo, aquel edificio, espeluznantemente hermoso al estilo más chillón de la ciudad, había sido dedicado, en su piedra angular, «al Pitiantismo», sin ningún reparo por el choque entre la metáfora griega y la mesopotámica. Ese saqueo y mezcolanza de los almacenes del imperio de ayer, ese crisol o métissage de poderes pasados, era el verdadero indicador de su poderío actual.
Pytho era el antiguo nombre de Delfos, el hogar de Pitón, que luchó con Apolo; y, más famosamente, del Oráculo de Delfos, del que la Pitia era la sacerdotisa que profetizaba, una criatura de éxtasis y frenesíes. Solanka no podía imaginar que ese fuera el significado de «pitio» que pretendieron los constructores: dedicado a convulsiones y epilepsias. Tampoco una casa tan épica podía destinarse a la humilde —grandiosa, poderosamente grandiosa y humilde— práctica de la poesía. (Verso pitio es el escrito en hexámetros dáctilos.) Probablemente se quiso hacer alguna referencia apolínea a Apolo en su doble encarnación musical y atlética. Desde el siglo VI antes de la Era Común, los Juegos Píticos, uno de los festivales del gran cuarteto panhelénico, se habían celebrado en el tercer año del ciclo olímpico. Había competiciones musicales y deportivas y se recreaba también la gran batalla del dios y la serpiente. Tal vez algo de aquello debían haber conocido los que construyeron ese santuario al semiconocimiento, aquel templo dedicado a la creencia de que la ignorancia, respaldada por suficientes dólares, se convierte en sabiduría. El templo de Boobus Apolo.
Al diablo con aquel batiburrillo clásico, exclamó en silencio el profesor Solanka. Porque una deidad mayor lo rodeaba por todas partes: América, en la hora más alta de su poder híbrido y omnívoro. América, adonde había venido para borrarse. Para estar libre de lazos y, de esa forma, también de ira, miedo y dolor. Trágame, rogó en silencio el profesor Solanka. Trágame, América, y dame la paz.
Al otro lado de la calle, enfrente del falso palacio asirio Pythia, el mejor simulacro de la ciudad de un Kaffeehaus vienés estaba abriendo sus puertas. Allí se podía encontrar el Times y el Herald Tribune metidos en un bastidor de madera. Solanka entró, se tomó un café fuerte y se dejó arrastrar al eterno juego de imitación de aquella ciudad, fugaz entre todas. Con su traje de lino, ahora alborotado, y su jipijapa, hubiera podido pasar por uno de los habitués más pobres del café Hawelka de la Dorotheergasse. En Nueva York nadie miraba demasiado atentamente, y pocos ojos estaban acostumbrados a las viejas sutilezas europeas. El cuello blando de la manchada camisa blanca de Banana Republic, las pardas sandalias polvorientas, la barba de tejón en desorden (ni cuidadosamente recortada ni delicadamente abrillantada) no llamaban la atención allí. Hasta su propio nombre, había tenido que reconocer siempre, sonaba vagamente centroeuropeo. Qué lugar, pensó. Una ciudad de semiverdades y ecos que, de algún modo, dominaba el mundo. Y sus ojos, de un verde esmeralda, te miraban al corazón.
Al acercarse al mostrador de la vitrina refrigerada de grandes tartas austriacas, pasó por alto una Sacher de aspecto excelente y pidió en cambio una ración de Linzertorte, recibiendo en respuesta una mirada de total incomprensión hispana, lo que lo obligó a señalarla con exasperación. Finalmente pudo sorber y leer.
Los periódicos de la mañana estaban llenos del informe sobre el genoma humano. Lo llamaban la mejor versión existente del «libro radiante de la vida», frase que se utiliza a veces para calificar a la Biblia y a veces a la Novela; aunque esta nueva radiancia no era en absoluto un libro sino un mensaje electrónico por la Internet, un código escrito en cuatro aminoácidos, y el profesor Solanka no era muy experto en códigos, nunca había conseguido aprender ni el inglés al revés elemental, por no hablar de semáforos ni del ahora difunto Morse, salvo lo que todo el mundo sabía. Punto punto punto raya raya raya punto punto punto. SOS. (Help, o sea, en gainglesajer, elp-hay.) Todo el mundo especulaba sobre los milagros que seguirían al triunfo genómico, por ejemplo los miembros suplementarios que podríamos decidir tener para resolver el problema de cómo sostener un plato y un vaso de vino y comer al mismo tiempo en un bufé; pero para Malik las únicas dos certidumbres eran, primera, que cualquier descubrimiento que se hiciera vendría demasiado tarde para serle de ninguna utilidad y, segunda, que ese libro —que lo cambiaba todo, que transformaba la naturaleza filosófica de nuestro ser, que contenía un cambio cuantitativo en nuestro autoconocimiento tan inmenso como para ser también un cambio cualitativo— era un libro que nunca podría leer.
Aunque los seres humanos habían sido excluidos de ese grado de comprensión, podían consolarse pensando que todos estaban sumidos en el mismo barrizal de ignorancia. Ahora que Solanka sabía que alguien, en alguna parte, conocía lo que él no conocería nunca, y además estaba muy consciente de que lo que se sabía era importante conocerlo, sentía la sorda irritación, la lenta cólera del necio. Se sentía como un zángano o como una hormiga obrera. Se sentía como uno de esos miles que arrastraban los pies en las antiguas películas de Chaplin o Fritz Lang, los seres anónimos condenados a romperse el cuerpo en la rueda social mientras el conocimiento ejercía su poder sobre ellos desde lo alto. La nueva era tenía nuevos emperadores, y él sería su esclavo.
—Señor. Señor.
Una mujer joven estaba sobre él, incómodamente próxima, con una falda de tubo azul marino por la rodilla y una elegante blusa blanca. Llevaba el cabello rubio tirantemente echado hacia atrás.
—Tengo que rogarle que se vaya, señor.
El personal del mostrador hispano estaba tenso, dispuesto a intervenir. El profesor Solanka se sintió sinceramente perplejo:
—¿Hay algún problema, señorita?
—Claro que hay un problema, señor. El problema es que está usted utilizando palabrotas, expresiones obscenas, y muy fuerte. Diciendo lo que no se puede decir, diría yo. Que ha estado gritando. Y ahora, sorprendentemente, pregunta cuál es el problema. Señor, el problema lo es usted. Váyase ahora, por favor.
Por fin, pensó Solanka aunque lo estaban echando a patadas, un momento de autenticidad. Por lo menos hay una austriaca aquí. Se levantó, se envolvió en su abrigo lleno de bultos y se fue, con el sombrero inclinado pero sin sentirse nada inclinado a dejar una propina. No había explicación para la extraordinaria afirmación de aquella mujer. Cuando todavía dormía con Eleanor, ella lo acusaba de roncar. Él se encontraba a mitad de camino entre la vigilia y el sueño y ella lo empujaba diciendo: date la vuelta. Sin embargo, estaba consciente, tenía que decir, podía oírla hablar y, por consiguiente, si hubiera estado haciendo alguna clase de ruido, lo habría oído también. Al cabo de algún tiempo, ella dejó de perseguirlo y él durmió profundamente. Hasta el momento en que, otra vez, no pudo. Aquello otra vez no, no ahora. Ahora cuando, otra vez, estaba consciente y tenía en los oídos toda clase de ruidos.
Cuando se acercaba a su apartamento, vio a un trabajador que colgaba en un andamio por fuera de sus ventanas, haciendo reparaciones en el exterior del edificio y, en punjabí sonoro y vibrante, gritaba instrucciones y chistes verdes a su compañero, que se estaba fumando un bidi abajo en la acera. Malik Solanka telefoneó enseguida a sus caseros los Jay, ricos granjeros orgánicos que se pasaban los veranos en el norte del Estado con su fruta y sus verduras, para quejarse enérgicamente. Aquel barullo brutal era intolerable. Su contrato de arrendamiento especificaba claramente que los trabajos serían no solo externos sino también silenciosos. Además, el retrete no funcionaba bien; trocitos de materia fecal volvían a aparecer flotando después de tirar de la cadena. Del humor que estaba, aquello le causaba un disgusto desproporcionado con el problema, y expresó con vehemencia sus sentimientos al señor Simon Jay, propietario amable y desconcertado de su apartamento, que había vivido allí felizmente durante treinta años con su esposa, Ada, había criado a sus hijos en aquellas habitaciones, los había enseñado a hacer sus necesidades en aquellos mismos retretes y había pasado cada día que ocupó el apartamento con un placer simple e ilimitado. Tirar de la cadena por segunda vez resolvía invariablemente el problema, admitió el profesor Solanka, pero aquello no era admisible. Debía venir un fontanero, y enseguida.
Sin embargo, el fontanero, como los trabajadores de la construcción punjabíes, era un hombre comunicativo, un octogenario llamado Joseph Schlink. Erguido, nervudo, con el pelo canoso de Albert Einstein y los incisivos de Bugs Bunny, Joseph entró por la puerta impulsado por una especie de altivez, para anticiparse en las represalias.
—No me diga nada, ¿eh? Quizá piense que soy demasiado fiejo, o quizá no, no pretendo leer el pensamiento, pero no encontrará un fontanero mejor en la zona de los tres Estados, y además tenso como un fiolín, como me llamo Schlink. —El acento espeso, imposible de mejorar, del judío alemán trasplantado—. ¿Le difierte mi nombre? Pues ríase. Ese caballero, el señor Simon, me llama Kozina Schlink, para la señora Ada soy también Kuarto de Banyo Schlink, que me llamen Schlink el Bismarck, no me molesta, estamos en un país libre, pero en mi officio no tengo sentido del humor. En latín, el humor es una humedad del ojo. Por citar a Heinrich Böll, premio Nobel mil nofecientos setenta y dos. En su tipo de trabajo, él dice que es útil, pero en mi chapuza induce a error. Nada de ojos húmedos para mí, ¿eh?, ni de soffocos en mi bolsa de herramientas. Me justa hacer el trabajo ráppido, y cobrarlo también ráppido, me sigue. Como decía el shvartzer de la película, ensényeme la pasta. Después de pasarme una guerra taponando agujeros en un submarino nazi, ¿cree que no puedo arreglar esa pequenya bobada?
Un fontanero instruido con una historia que contar, comprendió Solanka, hundido. (Como un submarino, estuvo a punto de decirse.) Y aquello cuando estaba casi demasiado cansado para permanecer derecho. La ciudad le estaba enseñando una lección. No había escapatoria de las intrusiones, del ruido. Había atravesado el océano para separar su vida de la vida. Había venido buscando silencio y encontraba un estrépito mayor que el que había dejado atrás. El ruido estaba ahora dentro de él. Tenía miedo de ir al cuarto en donde estaban las muñecas. Quizá empezaran a hablarle también. Quizá cobrasen vida y parloteasen y chismorreasen y gorjeasen hasta que las hiciera callar de una vez para siempre, hasta que se viera obligado por la ubicuidad de la vida, por su empecinada negativa a retirarse, por el simple maldito insoportable y estallante volumen del tercer milenio, a arrancarles aquellas cabezas de mierda.
Respirar. Hizo un lento ejercicio de respiración circular. Muy bien. Aceptaría la verborrea del fontanero como una penitencia. Lidiar con ella sería un ejercicio de humildad y autocontrol. Era un fontanero judío que había escapado a los campos de exterminio sumergiéndose. Sus habilidades como fontanero hicieron que la tripulación lo protegiera, dependieron de él hasta el día en que se rindieron, y entonces fue libre y vino a América, dejando atrás o, por decirlo de otro modo, trayendo consigo sus fantasmas.
Schlink había contado la historia mil veces antes, miles de miles. Brotaba de él en frases y cadencias hechas.
—Solo tiene que imaginárselo. Un fontanero en un submarino es ya un poco cómico, pero además está la ironía, la psychologische complejidad. No tengo que explicárselo. Aquí estoy. He fifido mi fida. Y he respetado mi cita, ¿eh?
Una vida novelística, tuvo que admitir Solanka. Cinematográfica también. Una vida que podría ser un largometraje de presupuesto medio. Dustin Hoffman quizá como fontanero, y el capitán del submarino, ¿quién? Klaus Maria Brandauer, Rutger Hauer. Pero probablemente ambos papeles irían a parar a actores más jóvenes cuyos nombres no conocía Malik. Incluso aquello se iba desvaneciendo con los años, los conocimientos cinematográficos de los que siempre se había enorgullecido tanto.
—Debería escribirlo y registrarlo —le dijo a Schlink, hablando demasiado alto—. Es, como suele decirse, una gran idea. U-571 encuentra a La lista de Schindler. Quizá una comedia de dos filos como las de Benigni. No, más dura que las de Benigni. Llámela El judío submarino.
Schlink se puso rígido; y, antes de prestar toda su ofendida atención al retrete, volvió hacia Solanka su mirada triste y disgustada:
—Nada de humor —dijo—. Como le dije. Siento decirle que es usted un hombre poco respetuoso.
Y, en la cocina de abajo, la limpiadora polaca Wislawa había llegado. Iba incluida en el subarriendo, se negaba a planchar, dejaba intactas las telarañas en los rincones y, después de marcharse, se podía trazar una línea con el dedo en el polvo del mantel. En el aspecto positivo, tenía un carácter agradable y una gran sonrisa, llena de encías. Sin embargo, si se le daba media oportunidad, y hasta si no se le daba, también ella se lanzaba a la narrativa. El poder peligroso e irreprimible del cuento. Wislawa, católica devota, había visto su fe profundamente trastornada por una historia aparentemente cierta que le contó su marido, que la había sabido de su tío que la había sabido de un amigo de confianza que conocía a la persona interesada, un tal Ryszard, el cual, durante muchos años había sido el conductor personal del Papa, naturalmente antes de que fuera elegido para la Santa Sede. Cuando llegó el momento de esa elección, Ryszard, el chófer, llevó al futuro Papa a través de Europa, una Europa que estaba en el gozne mismo de la Historia, en el vértice de grandes cambios. Ah, ¡qué camaradería la de aquellos dos hombres, los sencillos placeres y molestias humanos de un viaje tan largo! Y, cuando llegaron a la Ciudad Santa, el eclesiástico fue tapiado con sus iguales y el conductor lo esperó. Finalmente se vio el humo blanco, se alzó el grito de habemus papam, y entonces vino un cardenal todo vestido de rojo, descendiendo por una escalera enorme y ancha de escalones de piedra amarilla, despacio y a estilo cangrejo, como un personaje de Fellini, y al final de las escaleras aguardaban el cochecito humeante y su excitado conductor. El cardenal llegó secándose la frente y resoplando hasta la ventanilla del conductor, que Ryszard había bajado en espera de la noticia. Y por eso el cardenal pudo comunicarle el mensaje personal del nuevo Papa polaco:
—Estás despedido.
Solanka, que no era católico, no era creyente, no estaba muy interesado en la anécdota aunque fuera cierta, no estaba ni remotamente convencido de que lo fuera, no estaba ansioso de arbitrar el combate de la limpiadora con el diablillo de la duda que había echado una llave de grecorromana al cuello del alma inmortal de ella, hubiera preferido no hablar en absoluto con Wislawa y que ella se deslizara por el apartamento dejándolo sin mancha y habitable, con la ropa lavada, planchada y plegada. Sin embargo, a pesar del desembolso de más de ocho mil dólares mensuales de alquiler, incluida limpiadora, el destino le había servido una mano muy difícil de jugar. Sobre el tema del puesto reservado a Wislawa en el cielo, ahora en peligro, sinceramente no deseaba hacer comentarios; sin embargo, ella volvía sobre él continuamente.
—Cómo besar el anillo de un Santo Padre como ese, es de mi propio pueblo pero, Dios, enviar a un cardenal y así, tan frívolamente, darle la patada. Y, si no hay Santo Padre, qué pasa con sus sacerdotes, y si no hay sacerdotes, qué pasa con la confesión y absolución, y a mis pies se abren las puertas de hierro del Infierno.
El profesor Solanka, al que se le acababa la paciencia, se sentía cada día más tentado de decir algo poco amable. El Paraíso, pensaba en decirle a Wislawa, era un lugar del que solo los más famosos y altos de Nueva York tenían el número secreto. Como gesto de espíritu democrático, a algunos mortales ordinarios se les dejaba entrar también; llegaban con expresión debidamente reverencial, la expresión de quien sabía que realmente, solo por aquella vez, había tenido suerte. El contento de ojos como platos de aquella multitud de precarios aumentaba la hastiada satisfacción de la camarilla y, naturalmente, del Amo en persona. Era sumamente improbable, sin embargo, siendo lo que eran las leyes de la oferta y la demanda, que Wislawa resultara uno de los escasos afortunados de los asientos para el público general, las tribunas descubiertas, bañadas por el sol, de la eternidad.
Eso y mucho más se abstenía de decir Solanka. En lugar de ello, señalaba las telarañas y el polvo, y era respondido solo por aquella sonrisa llena de encías y un gesto de incomprensión cracoviana.
—Trabajo para la señora Jay mucho tiempo.
Esa respuesta, desde el punto de vista de Wislawa, limpiaba todas las quejas. Después de la segunda semana, Solanka renunció a preguntar, limpiaba él mismo los manteles, se deshacía de las telarañas y llevaba sus camisas a la excelente lavandería china que había en la esquina misma de Columbus. Pero el alma de ella, su inexistente alma, seguía insistiendo intermitentemente en su descuidado cuidado pastoral.
La cabeza de Solanka comenzó a dar vueltas levemente. Privado de sueño, salvaje de pensamiento, se dirigió a su alcoba. Detrás de él, a través del aire húmedo y espeso, podía oír a sus muñecas, vivas ahora y farfullando tras su puerta cerrada, cada una de ellas contando a las otras en voz alta su «historia anterior», relatándoles cómo llegó a ser. El relato imaginario que él, Solanka, había inventado para cada una de ellas. Si una muñeca no tenía una historia, su valor en el mercado era escaso. Y lo mismo que con las muñecas pasaba con los seres humanos. Eso fue lo que trajimos en nuestro viaje a través del océano, cruzando fronteras, por la vida: nuestro pequeño almacén de anécdotas y de lo que ocurrió después, nuestro érase una vez privado. Éramos nuestras historias y, cuando moríamos, si teníamos suerte, nuestra inmortalidad estaría en alguno de esos relatos.
Esa era la gran verdad a la que Malik Solanka había plantado cara. Era precisamente su historia anterior la que quería destruir. No importaba de dónde venía, ni quién, cuando el pequeño Malik apenas sabía andar, había abandonado a su madre, dándole así autorización para, años más tarde, hacer él lo mismo. Al diablo los padrastros y los empujoncitos en la coronilla de un niño y el ponerse elegante y las madres débiles y las Desdémonas culpables y todo el equipaje inútil de la sangre y de la tribu. Había venido a América, como tantos antes que él, para recibir la bendición de ser Ellis Islandado. Dame un nombre, América, haz de mí un Buzz, Chip o Spike. Báñame en amnesia y vísteme de tu poderosa ignorancia. ¡Alístame en tu tripulación, en tu J. Crew, y dame mis orejas de ratón! Déjame que no sea ya un historiador sino un hombre sin historias. Me arrancaré de la garganta mi mentirosa lengua materna y hablaré en cambio tu mal inglés. Escanéame, digitalízame, irrádiame. Si el pasado es la vieja Tierra enferma, entonces, América, sé mi platillo volante. Llévame al confín del espacio. La Luna no está suficientemente lejos.
Sin embargo, a través de la ventana de la alcoba, que ajustaba mal, seguían entrando las historias. ¿Qué harían Saul y Gayfryd —«ella se convirtió en la Copa Stanley de las mujeres-trofeo cuando las mujeres-trofeo eran tan corrientes como los Porsches»— ahora que solo les quedaban los últimos 40 o 50 millones de dólares?… Y ¡hurra, Muffie Potter Ashton está embarazada!… ¿Y no era Paloma Huffington de Woody quien se llevaba tan bien con S. J. «Yitzhak» Perelman en Gibson’s Beach, Sagaponack?… Y ¿has oído lo de Griffin y su Dahl grande y bella?… ¿Cómo? ¿Nina intenta lanzar un parfum? Pero, querida, si está acabada, ha empezado a oler a animal atropellado… Y Meg y Dennis, que acaban de mudarse a Sepárateville, se están peleando no solo por la colección de CD sino también por el gurú… ¿Qué actriz de renombre de Hollywood ha estado murmurando que la elevación de una nueva estrella joven tiene orígenes sáficos que implican a la jefa de unos estudios importantes?… ¿Y habéis leído lo último de Karen, Muslos finos para toda la vida?… ¡Y que Lotus, el club nocturno más cool, rechazó el jolgorio de cumpleaños de O. J. Simpson! ¡Solo en América, chicos, solo en América!
Con las manos en los oídos, y llevando puesto todavía su estropeado traje de lino, el profesor Solanka se durmió.