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Sus primeras muñecas, los pequeños personajes que fabricó, cuando era más joven, para poblar las casas que diseñaba, estaban minuciosamente talladas en madera blanca y blanda, incluida la ropa, y pintadas luego, los trajes de colores vivos y los rostros llenos de detalles diminutos pero significativos; aquí una mejilla de mujer hinchada para insinuar un dolor de muelas, allá unas patas de gallo en el rabillo del ojo de algún tipo alegre. Desde aquellos comienzos distantes, había perdido interés por las casas, mientras que los personajes que creaba habían ganado en estatura y complejidad psicológica. Ahora comenzaban como figuritas de arcilla. La arcilla, con la que Dios, que no existía, hizo al hombre, que existía. Esa era la paradoja de la vida humana: su creador era ficticio, pero la vida misma era un hecho.
Él las consideraba personas. Cuando las estaba creando, eran tan reales para él como cualquiera que conociera. Una vez creadas, sin embargo, una vez que conocía su historia, las dejaba de buena gana vivir su vida: otras manos podían manipularlas ante las cámaras de televisión, otros artesanos podían moldearlas y reproducirlas. Lo único que le importaba era el personaje y la historia. El resto no era más que jugar con juguetes.
La única de sus creaciones de la que se enamoró —la única que no quería que nadie más manipulara— le rompería el corazón. Fue, naturalmente, Cerebrito: primero una muñeca, luego una marioneta, después un dibujo animado y más tarde una actriz o, en diversas ocasiones, una animadora de televisión, gimnasta, bailarina o supermodelo vestida de Cerebrito. Su primera serie televisiva en programa de noche, de la que nadie esperaba gran cosa, se hizo más o menos exactamente como quería Malik Solanka. En aquel programa de búsqueda a través del tiempo, «CB» era la discípula, y los filósofos que encontraba los auténticos protagonistas. Cuando se trasladó a una hora de más audiencia, sin embargo, los ejecutivos del canal intervinieron pronto. El formato original se consideró demasiado intelectual. Se decidió que Cerebrito era la estrella y el nuevo show tenía que articularse a su alrededor. En lugar de viajar constantemente, ella necesitaba una ubicación y un elenco de personajes habituales con los que enfrentarse. Necesitaba un interés amoroso o, mejor aún, una serie de pretendientes, lo que permitiría que los actores jóvenes más de moda del momento aparecieran como invitados en el show, sin atarla a ella. Sobre todo, necesitaba comedia: comedia inteligente, comedia intelectual, sí, pero sin lugar a dudas tenía que haber muchas carcajadas. Probablemente incluso risas grabadas. Se podría facilitar, se facilitaría a Solanka guionistas que colaboraran con él a fin de desarrollar su buena idea para el gran público al que ahora llegaría. Eso era lo que quería él, ¿no? Llegar al público en general. Si una idea no se desarrollaba, moría. Esa era la realidad de la vida televisiva.
Así fue como Cerebrito se trasladó a la calle del Cerebro de Villacerebro, con toda una familia y una pandilla de vecinos cerebrales: tenía un hermano mayor llamado Cerebrón, había un laboratorio científico al cabo de la calle, llamado La Fuga de Cerebros, y hasta un lacónico vecino que era actor de cine y hacía películas de vaqueros (John Brayne). Resultaba penoso, pero, cuanto más bajaba el nivel del humor, mayores eran los índices de audiencia. La calle del Cerebro borró en un momento el recuerdo de Las aventuras de Cerebrito y tuvo una vida larga y lucrativa. En un momento dado, Malik Solanka aceptó lo inevitable y dejó el programa. Pero mantuvo su nombre en los títulos de crédito, se aseguró de que sus «derechos morales» sobre su creación quedaran protegidos, y negoció un porcentaje sustancial sobre los productos derivados. Ya no podía soportar el show. Sin embargo, Cerebrito pareció encantada de que se fuera.
Había crecido más que su creador —literalmente; ahora era de tamaño natural y varias pulgadas más alta que Solanka— y se estaba buscando la vida. Como Ojo de Halcón, o Sherlock Holmes, o Jeeves, había ido más allá de la obra que lo creó, alcanzando la versión de libertad que existe en la ficción. Ahora promocionaba productos en la televisión, inauguraba supermercados, pronunciaba discursos de sobremesa, presentaba concursos de aficionados. Para cuando Calle del Cerebro terminó, era una personalidad televisiva hecha y derecha. Tuvo su propio programa de entrevistas, actuaba como artista invitada en nuevas comedias de éxito, desfilaba por la pasarela para Vivienne Westwood, y era atacada, por rebajar a la mujer, por Andrea Dworkin —«las mujeres inteligentes no tienen que ser muñecas»— y, por castrar a los hombres, por Karl Lagerfeld (¿«Qué verdadero hombre necesita una mujer con un, digamos, vocabulario mayor que el suyo»?). Ambos críticos accedieron inmediatamente, previos altos honorarios de consultor, a incorporarse al grupo de reflexión que había detrás de «CB», un equipo conocido en la BBC como Consorcio de Cerebritos. La primera película de chicle y palomitas de Cerebrito, Cerebración, fue un raro paso en falso y fracasó lamentablemente, pero el primer tomo de sus memorias (¡!) se encaramó a lo alto de las listas de éxitos de Amazon en cuanto fue anunciado, meses antes incluso de su publicación, apuntándose más de un cuarto de millón de ventas solo en compras anticipadas de fans histéricos decididos a ser los primeros. Después de su publicación batió todos los récords; siguieron un segundo, tercer y cuarto tomos, uno por año y, según la estimación más prudente, se vendieron más de cincuenta millones de ejemplares en todo el mundo.
Se había convertido en la Maya Angelou del mundo de las muñecas, tan implacablemente autobiográfica como ese otro pájaro enjaulado, y su vida, en modelo para millones de jóvenes —sus humildes comienzos, sus años de lucha, sus arrolladoras victorias; y ¡oh, su intrepidez ante la pobreza y la crueldad! ¡Oh, su alegría cuando el Destino hizo de ella una de las Elegidas!—, entre las que la mismísima emperadora del cool de la calle Setenta Oeste, Mila Milo, se enorgullecía de contarse. ¡Su vida no vivida!, pensaba Solanka. Su historia imaginaria, en parte cuento de hadas de Dragones y Mazmorras, y en parte saga de gueto miserable, ¡y todo ello escrito para ella por «negros» de talento oscuro! Aquella no era la vida que él le había imaginado; no tenía nada que ver con la historia anterior que había ideado para su propio orgullo y placer. Aquella CB era una impostora, con una historia equivocada, diálogos equivocados, una personalidad equivocada, un guardarropa equivocado y un cerebro equivocado. En alguna parte del país de los medios de comunicación había un Castillo de If en el que la Cerebrito real estaba cautiva. En alguna parte había una Muñeca de la Máscara de Hierro.
Lo extraordinario de sus fans era su universalidad: a los chicos les gustaba tanto como a las chicas, a los adultos tanto como a los niños. Traspasaba todas las barreras de idioma, raza y clase. Se convertía, variadamente, en amante o confidente o modelo de sus admiradores. Los de Amazon situaron al principio su libro de memorias en las listas de No ficción. Tanto los lectores como el personal se resistieron a la decisión de trasladarlo, lo mismo que los siguientes volúmenes, al mundo de la fantasía. Cerebrito, alegaban, no era ya un simulacro. Era un fenómeno. La varita mágica del hada la había tocado, y era real.
Malik Solanka presenciaba todo aquello desde cierta distancia, con horror creciente. Aquella criatura de su propia imaginación, nacida de lo mejor de sí mismo y de su esfuerzo más puro, se estaba convirtiendo ante sus ojos en la clase de monstruo de celebridad hortera que más profundamente detestaba. La Cerebrito original y ahora destruida había sido realmente inteligente y capaz de plantar cara a Erasmo o Schopenhauer. Había sido bella y de lengua afilada, pero nadaba en el mar de las ideas y vivía la vida del espíritu. Aquella edición revisada, sobre la que hacía tiempo había perdido el control creativo, tenía la inteligencia de un chimpancé algo superior a la media. Día a día, se convertía en una criatura del microverso del espectáculo, sus vídeos musicales —¡sí, ahora era una artista que grababa!— eran más atrevidos que los de Madonna, sus apariciones en los estrenos, más hurleyantes que las de cualquier starlet que jamás pisara la alfombra roja llevando un vestido vertiginoso. Era una chica de videojuego y una cover girl y, al menos cuando se presentaba en persona (hay que recordarlo), esencialmente una mujer cuya cabeza quedaba completamente oculta tras la de la icónica muñeca. Sin embargo, muchas aspirantes al estrellato competían por hacer su papel, aunque el Consorcio de Cerebritos —que se había vuelto demasiado importante para que la BBC lo retuviera y se había convertido en una empresa independiente en auge, que rompería cualquier día la barrera de los mil millones de dólares— insistiera en la mayor reserva; los nombres de las mujeres que daban vida a Cerebrito no se revelaban nunca, aunque los rumores abundaban, y los paparazzi de Europa y América, recurriendo a sus propias experiencias, pretendían poder identificar a esta actriz o a aquella modelo por los atributos, no faciales, que Cerebrito exhibía con tanto orgullo.
Sorprendentemente, la transformación en chica glamurosa no hizo perder admiradores a la Cerebrito de cabeza de látex, pero le reportó una nueva legión de admiradores adultos. Se había vuelto imparable, dando conferencias de prensa en las que hablaba de establecer su propia productora cinematográfica, lanzando su propia revista, en la que los consejos de belleza, el asesoramiento sobre formas de vida y la cultura contemporánea de vanguardia serían tratados al estilo Cerebrito, e incluso apareciendo a escala nacional, en los Estados Unidos, en la televisión por cable. Habría un espectáculo en Broadway —estaba en tratos con los principales intérpretes del mundo musical, el querido Tim y el querido Elton y la querida Cameron y, desde luego, el querido, queridísimo Andrew— y se preparaba una nueva película de gran presupuesto. Esta no repetiría los errores sentimentales y quinceañeros de la primera, sino que crecería «orgánicamente» de sus memorias vendidas en tropecientos ejemplares.
—Cerebrito no es una Barbie Spice plástico-fantástica —dijo al mundo (había empezado a hablar de sí misma en tercera persona)— y la nueva película será muy humana y tendrá calidad a tope. Marty, Bobby, Brad, Gwynnie, Meg, Julia, Tom y Nic están todos interesados; y también Jenny, Puffy, Maddy, Robbie y Mick: creo que en estos tiempos todo el mundo quiere una Cerebrito.
El triunfo rápidamente ascendente de Cerebrito provocó inevitablemente muchos comentarios y análisis. Se hizo burla de sus admiradores, por tener una obsesión tan poco intelectual, pero enseguida apareció eminente gente de teatro para hablar de la antigua tradición del teatro de máscaras y de sus orígenes en Grecia y el Japón. «El actor con máscara se libera de su normalidad, de su cotidianidad. Su cuerpo adquiere libertades nuevas y notables. La máscara lo dicta. La máscara actúa.» El profesor Solanka se mantenía distante, rehusando todas las invitaciones para debatir sobre su incontrolada creación. Sin embargo, no podía rehusar el dinero. Los derechos de autor seguían afluyendo a su cuenta bancaria. La avaricia lo comprometía, y ese compromiso le tapaba la boca. Obligado por contrato a no atacar a la gallina de los huevos de oro, tenía que tragarse lo que pensaba y, al guardarse su opinión, se llenaba de la amarga bilis de sus muchos descontentos. A cada nueva iniciativa de los medios encabezada por el personaje que en otro tiempo había dibujado con tanta vivacidad y cuidado, su impotente furia aumentaba.
En la revista Hello!, Cerebrito —seguramente por unos honorarios de siete cifras— permitía a los lectores echar una ojeada íntima a su bella casa de campo, que, al parecer, era una antigua mole de estilo Reina Ana, no lejos del Príncipe de Gales en Gloucestershire, y Malika Solanka, cuya inspiración original habían sido las casas de muñecas del Rijksmuseum, se quedó atónito ante la desfachatez de aquella última inversión. ¿Así que, ahora, las grandes mansiones pertenecían a muñecas con ínfulas, mientras la mayor parte de la raza humana seguía viviendo en alojamientos insuficientes? La injusticia —en su opinión, la quiebra moral— de aquel fenómeno específico lo alarmó profundamente; sin embargo, estando él mismo muy lejos de la quiebra, se contuvo y aceptó el sucio dinero. Durante diez años, como hubiera podido decir «Art Garfunkel» en su teléfono, había acumulado un montón de odio a sí mismo y de rabia. La furia se alzaba sobre él como una ola de Hokusai rompiendo. Cerebrito era su hija delincuente transformada ahora en una giganta devastadora, que representaba todo lo que él despreciaba y pisoteaba con sus gigantescos pies todos los altos principios que él le había enseñado a ensalzar; incluidos, evidentemente, los suyos propios.
El fenómeno Cerebrito había despedido los noventa y no había indicios de que se le fuera a acabar el vapor en el nuevo milenio. Malik Solanka tuvo que admitir la terrible verdad. Odiaba a Cerebrito.
Entretanto, nada de aquello en que ponía su mano daba mucho resultado. Seguía abordando a las nuevas y exitosas compañías británicas de animación plástica, con personajes y guiones, pero le decían, amable o menos amablemente, que sus ideas no eran de actualidad. Para una empresa de jóvenes, se había convertido en algo mucho peor que simplemente más viejo: estaba pasado de moda. En una reunión para examinar su propuesta de un largometraje de animación sobre la vida de Nicolás Maquiavelo, se esforzó cuanto pudo por hablar el nuevo lenguaje de los negocios. La película, naturalmente, utilizaría animales antropomórficos para representar a sus modelos humanos.
—Realmente hay de todo —dijo torpemente entusiasmado—. ¡La edad de oro de Florencia! Los Médicis en todo su esplendor… ¡Aristogatos de plastilina de lo más cool! Siminina Vespucio, la gata más bella del mundo, inmortalizada por el pintor Bochuchelli, amigo del Perrugino y discípulo del Perrochio. ¡El Nacimiento de la Venus Feliniana! ¡La Alejauría de la Primavera! Mientras tanto, Amérigo Vespucio, el viejo lobo de mar, tío de Siminina, ¡zarpa para descubrir América! ¡Jabonarrola, rata de sacristía, enciende la Hoguera de las Vanidades! Puede aparecer también algún dogo de Venecia. Y, en el centro de todo, un ratón. Pero no cualquier viejo personaje disneyano: es el ratón que inventó la realpolitik, el brillante autor de teatro, el distinguido roedor público, el ratón republicano que sobrevivió a la tortura del cruel príncipe gato y sueña en el exilio con el día de su glorioso retorno…
Lo interrumpió sin ceremonias un ejecutivo de la gente de la pasta, un joven regordete que no podía tener más de veintitrés años.
—Florencia es fenomenal —dijo—. No hay duda. Me encanta. Y Nicolás, ¿cómo lo ha llamado? Mickeyavelo parece… posible. Pero lo que tiene usted aquí —este tratamiento—, déjeme que se lo diga. Sencillamente, no se merece Florencia. Quizá, ¿eh?, no sea este el momento para un Renacimiento de plastilina.
Podría volver a escribir libros, pensó, pero pronto descubrió que no sentía ningún entusiasmo. La inexorabilidad del azar, la forma que tienen los acontecimientos de apartarte de tu rumbo, lo habían viciado, dejándolo inservible. Su antigua vida lo había abandonado para siempre y el nuevo mundo que había creado se le había escurrido entre los dedos. Era James Mason, una estrella en decadencia que bebía mucho y se ahogaba en fracasos, mientras aquella maldita muñeca volaba muy alto en el papel de Judy Garland. En el caso de Pinocho, los problemas de Gepetto terminaron cuando la condenada marioneta se convirtió en un niño vivo, real; en el de Cerebrito, como en el de Galatea, ese era el momento en que comenzaban. El profesor Solanka, ebrio de cólera, lanzó anatemas contra la ingrata Frankengirl: ¡Fuera de mi vista, que se vaya! Vete, hija desnaturalizada. Ve, no te conozco. No llevarás mi nombre. Nunca envíes a buscarme y nunca pidas mi bendición. Y no me llames padre nunca más.
Ella se fue de su casa en todas sus formas: dibujos, maquetas, cuadros, la infinita proliferación de Cerebrito en sus miríadas de versiones, papel, trapo, madera, plástico, célula animada, vídeo, película; y con ella, inevitablemente, se fue una versión, en otro tiempo preciosa, de él mismo. No había sido capaz de realizar la expulsión personalmente. Eleanor, que podía ver cómo aumentaba la crisis —las rojas fisuras en los ojos del hombre al que amaba, el alcohol, el vagar sin rumbo— dijo, a su estilo amable y eficiente: «Vete un día y déjamelo a mí». Su propia carrera en el mundo de la edición estaba en suspenso, Asmaan era toda la carrera que de momento necesitaba, pero había sido una mujer prometedora y la solicitaban mucho. También eso se lo ocultaba a él, pero no era tonto y sabía lo que significaba que Morgen Franz y los otros llamaran para hablar con ella y permanecieran al teléfono, persuasivamente, treinta minutos largos. La querían, él lo entendía, querían a todo el mundo excepto a él, pero al menos tendría su mezquina venganza; también él podía no querer algo, aunque solo fuera a aquella criatura falsa, aquella traidora, a aquella, aquella muñeca.
De forma que se fue de casa el día convenido, recorriendo Hampstead Heath a gran velocidad —vivían en una casa espaciosa, de dos fachadas, en Willow Road, y siempre se habían alegrado de tener el Heath, ese tesoro del norte de Londres, su pulmón, delante mismo de la puerta— y en su ausencia Eleanor lo embaló todo debidamente e hizo que lo llevaran a un guardamuebles. Él hubiera preferido que absolutamente todo fuera a parar al vertedero de basura de Highbury, pero también en eso transigió. Eleanor había insistido. Tenía un gran instinto archivero y, como él quería que ella se hiciera cargo del asunto, agitó la mano ante sus críticas como ante un mosquito, y no discutió. Anduvo durante horas, dejando que la música cool del Heath calmara su pecho agitado, las tranquilas palpitaciones de sus lentos senderos y árboles, y, más tarde ese día, las dulces cuerdas de un concierto de verano en los terrenos de Iveagh Bequest. Cuando volvió, Cerebrito se había ido. O casi. Porque, sin saberlo Eleanor, había una muñeca encerrada con llave en un armario del estudio de Solanka. Y allí se quedó.
La casa parecía vacía cuando volvió, vaciada, como parece una casa tras la muerte de un niño. Solanka se sentía como si de pronto hubiera envejecido veinte o treinta años; separado de la mejor obra de sus entusiasmos juveniles, se encontraba al fin cara a cara con el tiempo implacable. Waterford-Wajda había hablado de ese sentimiento en Addenbrooke, años antes.
—La vida se convierte en muy, no sé, finita. Te das cuenta de que no tienes nada, no eres de ninguna parte, solo estás utilizando cosas durante cierto tiempo. El mundo inanimado se ríe de ti: tú te irás pronto, pero él se quedará. No es muy profundo, Solly, es filosofía de Winnie the Pooh, lo sé, pero te destroza igual.
Aquello no era solo la muerte de un niño, pensaba Solanka: más bien un asesinato. Cronos devorando a su propia hija. Él era el asesino de su vástago ficticio: no carne de su carne sino sueño de su sueño. Sin embargo, había un niño vivo todavía despierto, sobreexcitado por los acontecimientos del día: la llegada de la furgoneta de la mudanza, los embaladores, el continuo ir y venir de cajas.
—He estado ayudando, papá —saludó Asmaan ansioso a su padre—. He ayudado a despachar a Cerebrito. —Tenía dificultades con las erres: Celebrito. Eso está bien, pensó Solanka. Yo también lo celebro.
—Sí —respondió distraído—. Bien hecho.
Pero Asmaan tenía más cosas que decir.
—¿Por qué ha tenido que marcharse, papá? Mamá dijo que tú querías que se fuera.
Ah, mamá lo dijo. Gracias, mamá. Fulminó a Eleanor, que se encogió de hombros.
—Realmente, no sabía qué decirle. Eso te corresponde.
En la televisión infantil, los cómics y las grabaciones sonoras de sus legendarias memorias, la personalidad proteica de Cerebrito habían llegado y cautivado a niños menores aún que Asmaan Solanka. A los tres años no se era demasiado joven para enamorarse del más universalmente atractivo de los iconos contemporáneos. Se podía echar a CB de la casa de Willow Road, pero ¿se la podía expulsar de la imaginación del hijo de su creador?
—Quiero que vuelva —dijo Asmaan categóricamente. Que vuelva era que güelva—. Quiero a Celebrito.
La sinfonía pastoral de Hampstead Heath cedía paso a las disonantes discordias de la vida familiar. Solanka sintió que las nubes se cerraban a su alrededor otra vez.
—Había llegado el momento de que se fuera —dijo cogiendo en brazos a Asmaan, que se resistió con fuerza, reaccionando inconscientemente, como hacen los niños, al mal humor de su padre.
—¡No! ¡Suéltame! ¡Suéltame!
Estaba exhausto y enfadado, como lo estaba Solanka.
—Quiero ver un vídeo —pidió. Vírdeo—. Quiero ver un vírdeo de Celebrito.
Malik Solanka, desestabilizado por el impacto de la falta del archivo de Cerebrito, de su exilio a alguna Elba para muñecas, a alguna ciudad del Mar Negro, como la desolada Tomis de Ovidio, para juguetes indeseados y viejos, se había visto hundido de forma inesperada en un estado parecido al duelo, y estimó que el mal genio de su hijo a aquella hora tardía era una provocación inaceptable.
—Es demasiado tarde. Pórtate bien —dijo bruscamente, y Asmaan, a su vez, se acurrucó en la alfombra del cuarto de estar y utilizó su truco más reciente: un estallido de lágrimas de cocodrilo impresionantemente convincentes. Solanka, tan infantil como su hijo y sin la excusa de tener tres años, se revolvió contra Eleanor.
—Supongo que esta es tu forma de castigarme —dijo—. Si no querías deshacerte de esas cosas, por qué no lo dijiste. Por qué utilizarlo a él. Hubiera tenido que darme cuenta de que tropezaría otra vez con problemas. Con alguna manipulación de mierda como esta.
—Por favor, no me hables así delante de él —dijo ella, cogiendo a Asmaan en sus brazos—. Lo entiende todo. —Solanka se dio cuenta de que el niño dejaba que su madre se lo llevara a la cama sin defenderse en absoluto, hundiendo la nariz en el largo cuello de Eleanor—. De hecho —siguió diciendo desapasionadamente—, después de trabajar todo el día para ti, pensé, tontamente como se ve, que podríamos aprovechar la ocasión para empezar de nuevo. Saqué una pata de cordero del congelador y la froté con comino, llamé a la floristería, Dios qué idiota, para que nos mandaran capuchinas. Y encontrarás tres botellas de Tignatello en la mesa de la cocina. Una para disfrutar, dos para tener una de más y tres para amar. Quizá lo recuerdes. Solías decirlo. Pero estoy segura de que ya no se te puede molestar con una cena romántica a la luz de las velas con una esposa aburrida y ya no tan joven.
Se habían estado alejando; ella hacia la experiencia envolvente y a jornada completa de su primera maternidad, que la colmaba plenamente y estaba ansiosa de repetir, y él hacia aquella niebla de fracaso y asco de sí mismo que la bebida hacía cada vez más densa. Sin embargo, su matrimonio no se había roto, gracias en gran parte al alma generosa de Eleanor, y a Asmaan. Asmaan, que adoraba los libros y a quien se podía leer durante horas; Asmaan en su columpio del jardín, pidiendo a Malik que le diera vueltas y más vueltas para poder darlas luego en sentido contrario, convertido en un borrón vertiginoso; Asmaan a horcajadas en los hombros de su padre, agachando la cabeza bajo el dintel de las puertas («¡Tengo mucho cuidado, papá!»); Asmaan persiguiendo y siendo perseguido, Asmaan escondiéndose bajo sábanas y montones de almohadas; Asmaan tratando de cantar «Rock around the clock» —rot around the tot— y, quizá más que nada, saltando. Le encantaba dar saltos en la cama de sus padres, mientras sus muñecos de peluche lo jaleaban.
—Mírame —gritaba (mídame)—. ¡Salto muy bien! ¡Salto cada vez más alto!
Era la joven encarnación de su antiguo amor siempre retozón. Cuando su hijo llenaba sus vidas de alegría, Eleanor y Malik Solanka podían refugiarse en la fantasía de una felicidad familiar intacta. En otras ocasiones, sin embargo, las resquebrajaduras se hacían cada vez más evidentes. Ella encontraba la infelicidad absorta en sí misma de él, sus constantes recriminaciones por supuestos desaires, más tediosos y estresantes de lo que ella tenía la crueldad de dejar ver; él, atrapado en su espiral descendente, la acusaba de no hacer caso de él ni de sus preocupaciones. En la cama, susurrando para no despertar a Asmaan, que dormía en un colchón en el suelo a su lado, ella se quejaba de que Malik nunca tomara la iniciativa; él replicaba que ella había perdido todo interés por el sexo, salvo cuando podía quedarse embarazada. Y era entonces cuando, habitualmente, se peleaban: sí, no, por favor, no puedo, por qué no, porque no quiero, pero es que tengo tantas ganas, bueno, yo no tengo ninguna, pero es que no quiero que ese niño encantador sea hijo único como yo, y yo no quiero ser padre otra vez a mi edad, tendré ya más de setenta para cuando Asmaan cumpla los veinte. Y entonces lágrimas y enojos, y la mitad de las veces Solanka pasaba la noche en la habitación de invitados. Consejo a los maridos, pensaba amargamente: aseguraos de que el cuarto de huéspedes sea cómodo, porque, antes o después, muchachos, será el vuestro.
Eleanor aguardaba tensa junto a la escalera su respuesta a la invitación a una noche de paz y amor. El tiempo pasaba a ritmo lento, acercándose al momento decisivo. Si estaba de humor y quería, él podría aceptar la invitación de ella y entonces, sí, seguiría una agradable velada: comida riquísima y, si a su edad tres botellas de Tignanello no lo hacían dormirse enseguida, los dos harían sin duda el amor como en los viejos tiempos. Pero había un gusano en el Paraíso, y él no pasó la prueba.
—Supongo que estás ovulando —dijo, y ella apartó bruscamente la cara, como si la hubiera abofeteado.
—No —mintió, y luego, aceptando lo inevitable—: Muy bien, sí. Pero ¿no podríamos simplemente…? Me gustaría que comprendieras lo desesperada que…, al diablo, es inútil.
Se fue con Asmaan, incapaz de contener las lágrimas.
—Me iré a la cama también cuando lo meta a él, ¿sabes? —dijo, llorando furiosa—. Haz lo que quieras. Pero no dejes el cordero en ese maldito horno. Sácalo y tíralo a ese cubo de mierda.
Cuando Asmaan subía las escaleras en brazos de su madre, Solanka oyó la preocupación en su vocecita cansada:
—Papá no está enfadado —dijo Asmaan, tranquilizándose a sí mismo, queriendo que lo tranquilizaran. Enfadado era fadado—. Papá no quiere echarme.
Solo en la cocina, el profesor Malik Solanka comenzó a beber. El vino era tan bueno y convincente como siempre, pero él no bebía para disfrutar. Sin aflojar el ritmo, se fue cepillando las botellas y, mientras lo hacía, los demonios salieron arrastrándose por los diversos orificios de su cuerpo, deslizándose por su nariz y saliendo por sus orejas, regateando y metiéndose por todas las aberturas que podían encontrar. Al llegar al fondo de la primera botella, le bailaban en los globos oculares, las uñas, habían arrollado su lengua áspera y lamedora en torno a su garganta, le pinchaban con lanzas en los genitales, y lo único que podía oír era su canto escarlata de un odio estridente y sumamente horrible. Había superado ahora la autocompasión y entrado en una cólera terrible y acusadora y, al terminar la segunda botella, cuando su cabeza se movía de un lado a otro sobre su cuello, los demonios lo besaron con sus lenguas bífidas y enrollaron la cola en torno a su pene, frotándolo y apretándolo y, mientras escuchaba su charla obscena, la culpa imperdonable de lo que él había llegado a ser había empezado a depositarse en la mujer de arriba, la que estaba más próxima, la traidora que se había negado a destruir a su enemiga, su némesis, la muñeca, la que había vertido el veneno de Cerebrito en el cerebro de su hijo, volviendo al hijo contra el padre, que había destruido la paz de su vida familiar, al preferir el niño no engendrado que la obsesionaba a un marido realmente existente, ella su mujer, la que lo traicionaba, su único gran enemigo. Cayó la tercera botella, semiacabada, sobre la mesa de la cocina que ella había puesto con tanto amor para la cena à deux, utilizando el antiguo mantel de encaje de su madre y sus mejores cubiertos, y un par de copas de vino rojas de Bohemia, de largo pie y, mientras el líquido rojo se derramaba por el encaje antiguo, recordó que se había olvidado del maldito cordero y, cuando abrió la puerta del horno, el humo brotó, disparando el detector del techo, y el alarido de la alarma fue la risa de los demonios, y para pararlo, PARARLO, tuvo que coger el taburete y subirse sobre las inseguras patas, oscuras de vino, para quitar las pilas a aquel maldito trasto estúpido, muy bien, muy bien, pero incluso cuando lo había hecho sin partirse el maldito cuello, los demonios siguieron riéndose a risotadas, y la habitación continuaba llena de humo, maldita fuera, no hubiera podido hacer ella aquella menudencia y qué haría falta para detener aquel alarido que había dentro de su cabeza, aquel alarido como un cuchillo, como un cuchillo en su cerebro en su oído en su ojo en su estómago en su corazón en su alma, no hubiera podido aquella furcia sacar sencillamente la carne y dejarla allí mismo, sobre la tabla de trinchar, junto al acero de afilar, el largo tenedor y el cuchillo, el cuchillo de trinchar, el cuchillo.
Era una casa grande y la alarma de incendio no había despertado a Eleanor ni a Asmaan, que estaba ya en la cama de ella, la cama de Malik. Pues sí que había sido resultado útil aquel sistema de alarma, eh. Y allí estaba él, de pie sobre ellos en la oscuridad, y allí en su mano estaba el cuchillo de trinchar, y no había sistema de alarma que los advirtiera contra él, ninguno, Eleanor echada sobre la espalda con la boca ligeramente abierta y un bajo runruneo de ronquido resonando en su nariz, Asmaan a su lado, hecho un ovillo contra ella, durmiendo el sueño profundo y puro de la inocencia y la confianza. Asmaan murmuraba inaudiblemente en sueños y el sonido de su débil voz atravesó los chillidos de los demonios y devolvió a su padre el sentido. Ante él estaba su único hijo, el único ser vivo bajo su techo que sabía aún que el mundo era un lugar maravilloso y la vida era bonita y el momento actual lo era todo y el futuro infinito y no hacía falta pensar en él, mientras que el pasado era inútil y por fortuna había desaparecido para siempre, y él, un niño envuelto en la suave capa de mago de la infancia, era más querido de lo que se podía expresar con palabras, y estaba seguro. Malik Solanka entró en pánico. Qué hacía allí de pie sobre aquellos dos durmientes con un, con un, cuchillo, no era la clase de persona que hace una cosa así, todos los días se lee algo de esas personas en la prensa sensacionalista, hombres toscos y mujeres taimadas que asesinaban a sus bebés y se comían a sus abuelas, fríos asesinos en serie y pedófilos atormentados y desvergonzados que cometían abusos deshonestos y padrastros perversos y monos de Neanderthal violentos y estúpidos y todos los brutos primitivos y sin educar del mundo, y eran otras personas completamente distintas, en aquella casa no había de esas personas, luego él, Malik Solanka, en otro tiempo profesor del King’s College de la Universidad de Cambridge, él, menos que nadie, podía estar allí sosteniendo en su mano borracha un salvaje instrumento de muerte. Q.E.D. Y, de todas formas, nunca fui bueno con la carne, Eleanor. Siempre eras tú la que trinchabas.
La muñeca, pensó con un sobresalto eructante y vinoso. ¡Claro! La culpa era de aquella muñeca satánica. Él había expulsado de la casa a todos los avatares de la diablesa, pero quedaba uno. Aquello había sido un error. Ella había salido arrastrándose de su armario y bajado por su nariz y le había dado el cuchillo de trinchar y lo había enviado a hacer su sangriento trabajo. Pero él sabía dónde se escondía. No podía escapársele. El profesor Solanka se volvió y salió de la alcoba, con el cuchillo en la mano, farfullando y, si Eleanor abrió los ojos cuando se fue, no lo supo; si ella lo vio retirarse y supo y lo juzgó, debería decirlo ella.
Se había hecho oscuro fuera, en la calle Setenta Oeste. Cerebrito estaba sobre sus rodillas cuando él terminó de hablar. Tenía la ropa acuchillada y desgarrada, y se podía ver dónde había hecho el cuchillo profundas incisiones en su cuerpo.
—Incluso después de haberla apuñalado, como puede ver, no pude dejarla atrás. Durante todo el viaje a América tuve su cuerpo entre mis brazos.
La muñeca de Mila interrogaba en silencio a su gemela maltratada.
—Ahora lo sabe ya todo, que es mucho más de lo que quería —dijo Solanka—. Sabe cómo esa cosa maldita ha destrozado mi vida.
Los ojos verdes de Mila Milo ardían. Se acercó y le cogió las manos entre las suyas.
—No lo creo —dijo—. Su vida no está destrozada. Y esas, ¡vamos, profesor!, no son más que muñecas.