–¡Vamos a algún sitio! – ordenó Vikki-. Salgamos al cine, a
una cafetería, a dar un paseo… -Dio un golpe en la mesa de la
cocina-. ¡Estoy harta! Llevas meses escuchando eso… ¡Puedes estar
segura de que nunca entrará un televisor en esta
casa!
Tatiana tenía la oreja pegada al aparato de radio, que
retransmitía la trascripción de las actas del proceso de
Nuremberg.
–No lo escucho porque esté aburrida… -se justificó Tatiana
mientras subía el volumen de la radio-. Lo escucho porque es
fascinante.
–¿Tú me ves fascinada? La guerra ya terminó, son todos
culpables y los van a ahorcar… ya está, ¿no? ¡Llevan meses
retransmitiéndolo! Los generales ya han sido juzgados y sólo quedan
los secundarios. No pueden estar mucho tiempo más.
–¿Por qué no te vas a dar un paseo? – dijo Tatiana, sin
apartar los ojos de la radio-. Vete a la calle, anda, y no vuelvas
hasta dentro de dos horas.
–¡Si me voy para siempre, te arrepentirás!
–Claro. Pero si son dos horitas, no hace falta que me
arrepienta.
Refunfuñando, Vikki se sentó en la silla contigua a la de
Tatiana.
–Me quedo. Quiero oír la radio yo también.
–Están hablando de Leningrado, mi ciudad -explicó Tatiana-.
Escucha.
La devastación de las capitales de la Unión Soviética ocupaba
un lugar destacado dentro del proyecto criminal de los
conspiradores fascistas. Y entre sus planes revestía una especial
importancia la destrucción de Moscú y de
Leningrado.
Los hitlerianos, embriagados por sus primeros éxitos milita
res, idearon un malévolo proyecto de destrucción de los principales
centros culturales e industriales del pueblo soviético. Organizaron
Sonderkommandos o escuadrones especiales
para este fin e incluso anunciaron previamente su
decisión.
Es importante señalar que expresiones frecuentemente
utilizadas por los conspiradores hitlerianos, como «arrasar» o
«barrer de la faz de la tierra» no eran meras amenazas sino
auténticos actos criminales.
Quiero presentar ahora dos documentos que demuestran las
intenciones de los conspiradores hitlerianos.
El primero es una orden secreta del estado mayor de la
Armada, fechada el 22 de septiembre de 1941 y titulada «El futuro
de la ciudad de Petersburgo». En este documento se dice lo
siguiente: «El Führer ha decidido borrar la ciudad de Petersburgo
de la faz de la tierra. El plan consiste en cercar la ciudad y
castigarla con fuego de artillería de todos los calibres y con un
permanente bombardeo desde el aire, hasta arrasarla por completo».
En esta orden se especificaba que, en caso de que los soviéticos
presentaran una oferta de capitulación, los alemanes deberían
rechazarla.
El segundo documento es otra orden secreta, emitida en este
caso por el Alto Mando de las Fuerzas Armadas, fechada el 7 de
octubre de 1941 y firmada por el acusado Alfred Jodl. Permítanme
que lea algunas frases:
«… El Führer ha llegado a la conclusión de que no debemos
aceptar una capitulación de Leningrado o de Moscú, ni siquiera si
es el propio enemigo quien la propone…»
Y más adelante, en el penúltimo párrafo de esta misma
página:
«… Por tanto, ningún soldado alemán entrará en estas dos
ciudades. Con la fuerza de nuestra artillería, obligaremos a
regresar a la ciudad a quienes intenten atravesar nuestras filas
para abandonarla. No podemos poner en peligro la vida de nuestros
soldados para garantizar la integridad de las ciudades rusas y
tampoco podemos alimentar a la población de estas ciudades a
expensas de nuestra patria alemana.»
Los conspiradores hitlerianos comenzaron a llevar a la
practica con una ferocidad sin precedentes sus criminales proyectos
sobre la destrucción de Leningrado.
Leo:
«Como resultado de las bárbaras actividades de los invasores
fascistas en Leningrado y sus inmediaciones, quedaron completamen
te destruidos 8.961 hogares junto con las
construcciones adyacentes (cobertizos, baños, etc.), con un volumen
total de 5.19x427 metros cúbicos, y quedaron parcialmente
destruidos 5.869 edificios, con un volumen total de 14.308.288
metros cúbicos. Por lo que respecta a los bloques de viviendas,
quedaron completamente destruidos 20.627, con un volumen total de
25.492.780 metros cúbicos, y parcialmente destruidos 8.788, con un
volumen total de 10.081.035 metros cúbicos. Por lo que respecta a
las construcciones de importancia cultural, quedaron totalmente
destruidos 295 edificios, con un volumen total de 844.162 metros
cúbicos, y parcialmente destruidos 1.629, con un volumen total de
4.798.644 metros cúbicos. Por lo que respecta a los lugares de
culto religioso, quedaron completamente destruidos seis, y
parcialmente destruidos, 66. Los perjuicios
causados por los hitlerianos a diferentes tipos de edificios se
estiman en más de 718 millones de rublos, y los prejuicios causados
a la maquinaria industrial y agrícola se calculan en más de 1.043
millones de rublos.»
Este documento demuestra que los hitlerianos bombardearon
metódicamente, de día y de noche y de acuerdo con un plan
establecido, tranvías, calles, viviendas, teatros, museos,
hospitales, guarderías, escuelas, institutos, hospitales militares,
además de reducir a ruinas los monumentos artísticos y culturales
más importantes. Los edificios históricos de Leningrado, sus
muelles, sus jardines y sus parques, fueron bombardeados con miles
de proyectiles. Las baterías de artillería apostadas alrededor de
la ciudad disponían de una reserva ilimitada de munición, en
cantidades muy superiores a las habituales. Los cañoneros sabían
que el bombardeo tenía como objetivo la devastación de la ciudad y
la aniquilación de toda la población civil.
–¿Sabías todo eso cuando vivías allá? – preguntó
Vikki.
–No tenía ni idea -contestó Tatiana-. Me limitaba a
sobrevivir.
General Raginski: Señoría, para terminar con la presentación
de las pruebas relacionadas con el objeto de mi intervención,
solicito su permiso para interrogar al testigo Iosif Abgarovich
Orbeli…
La taza de té resbaló de entre las manos de Tatiana, cayó al
suelo y se hizo añicos, y Tatiana se resbaló de la silla, cayó al
suelo de rodillas y comenzó a recoger los trocitos de cerámica.
Sollozaba con tal desconsuelo, que Vikki no pudo evitar levantarse
de la silla y preguntarle, desconcertada:
–¿Qué te pasa?
Tatiana agitó una mano en un gesto displicente, mientras se
tapaba la boca con la otra y trataba de escuchar el eco borroso en
el que se había convertido la emisión radiofónica. Cuando dos
vehículos colisionan en la carretera, la radio no deja de emitir
música, por incongruente que resulte que el oído siga captándola o
que el cerebro siga procesando los sonidos…
–He convocado al señor Orbeli para que aporte su testimonio
sobre la destrucción de los tesoros artísticos y culturales de
Leningrado
Pregunta: ¿Cuál es su nombre?
Respuesta: Iosif Abgarovich Orbeli.
P: ¿Puede decirnos qué cargo ocupaba en
Leningrado?
R: Era el director del Museo del Hermitage.
Tatiana emitió un gemido de dolor.
–¿Qué pasa? – dijo Vikki, alarmada.
–Shh…
P: ¿Estaba usted en Leningrado durante el asedio
alemán?
R: Sí, estaba en Leningrado.
P: ¿Tiene conocimiento de la destrucción de monumentos
artísticos y culturales en la ciudad?
R: Así es.
P: ¿Podría describir con sus propias palabras los hechos de
los que tiene conocimiento?
R: Fui testigo ocular de las medidas adoptadas por el enemigo
para la destrucción del Museo del Hermitage. Durante largos meses,
los edificios del museo fueron sometidos a un bombardeo sistemático
por parte de la aviación y la artillería. El Hermitage sufrió el
impacto de dos obuses aéreos y de unos treinta proyectiles de
artillería. Las bombas de artillería causaron considerables
destrozos en el edificio y en las zonas adyacentes y las bombas de
aviación destruyeron las conducciones de agua.
P: ¿En qué parte de Leningrado se encontraban los edificios
del museo? ¿En la zona sur, norte, sudoeste o
sudeste?
R: El Palacio de Invierno y el Hermitage están en pleno
centro de Leningrado, a la orilla del Neva.
P: ¿Puede decirnos si en las cercanías del Hermitage y del
Palacio de Invierno hay alguna industria, en especial alguna
fabrica de armamento?
R: Que yo sepa, en las cercanías del Hermitage no hay
instalaciones de interés bélico. Si se refiere a la comandancia
militar, su sede se encuentra al otro lado de la plaza del Palacio,
que fue menos bombardeada que el propio Palacio de Invierno. Que yo
sepa, la sede de la comandancia militar sólo recibió el impacto de
dos proyectiles.
P: ¿Sabe usted si había instalada alguna batería de
artillería cerca de los edificios mencionados?
R: En la plaza situada frente al Palacio de Invierno y el
Hermitage no se instaló ni una sola batería de artillería, para
evitar que las vibraciones perjudicaran los valiosos tesoros
custodiados en el museo.
P: ¿Sabe si las fábricas de armamento siguieron funcionando
durante el asedio?
R: No entiendo la pregunta. ¿A qué fábricas se refiere? ¿A
las que existían en Leningrado en general?
P: Me refiero a las fábricas de armamento de Leningrado.
¿Siguieron funcionando durante el asedio?
R: En el perímetro del Hermitage, el Palacio de Invierno y
sus inmediaciones no había ningún elemento de interés militar.
Nunca lo hubo, y tampoco se instaló ninguna fábrica de armamento
durante el asedio. Ahora bien, sé que en Leningrado se fabricaba
armamento, y sé que este armamento se utilizó con
éxito.
P: El Palacio de Invierno se encuentra situado a la orilla
del Neva. ¿Puede decirnos a qué distancia del palacio se encuentra
el puente más próximo?
R: El puente más próximo, conocido como Puente del Palacio,
está a unos cincuenta metros; no obstante, como ya he dicho, este
puente sólo recibió el impacto de un proyectil. Por ello estoy
convencido de que los bombardeos apuntaban específicamente al
Palacio de Invierno. De haber querido destruir el puente, no se
entiende que éste sólo recibiera un proyectil y en cambio cayeran
treinta proyectiles en el edificio cercano.
P: Ésa es su conclusión personal, testigo. ¿Tiene
conocimientos de artillería que le permitan concluir que el
objetivo era el palacio en lugar del puente?
R: No soy artillero, pero insisto en que si el único objetivo
de los alemanes hubiera sido el puente, es absurdo que sólo
acertaran una vez y en cambio cayeran treinta proyectiles sobre el
palacio. Mis escasos conocimientos me permiten llegar a esta
conclusión.
(Rumores en la sala.)
P: Una última pregunta. ¿Permaneció usted en Leningrado
durante todo el asedio?
R: Estuve en Leningrado desde el día en que comenzó la guerra
hasta el 31 de marzo de 1942. Y regresé a la ciudad más tarde,
cuando las tropas alemanas fueron expulsadas de la
periferia.
General Raginski: No tengo más preguntas.
Presidente del tribunal: El testigo puede
retirarse.
(El testigo abandona la sala.)
Tatiana, sentada en el suelo, alzó la cara hacia Vikki. Se
incorporó, volvió a sentarse en la silla, bajó la cabeza y cerró
los ojos. Vikki le dio unas palmadas de consuelo en la
espalda.
–Estoy bien -pronunció casi sin voz Tatiana-. Sólo necesito
un minuto.
Alexander, hasta el fin.
Orbeli fuera del museo, despidiéndose de las cajas de
embalaje.
A Tatiana le había impresionado mucho su rostro y no lo había
olvidado.
Las cajas de embalaje de las que se
despedía con expresión angustiada, como si se llevaran a su primer
amor.
-¿Quién es ese hombre? – pregunta
Tatiana.
-El conservador del Hermitage.
-¿Por qué mira así las
cajas?
-Contienen la pasión de su vida y no sabe
si volverá a verlas.
Tatiana observa al hombre con
atención.
-Debería tener más fe, ¿no te
parece?
-Es cierto, Tatiana. Debería tener más
fe. Cuando termine la guerra, volverá a
verlas.
-Por la forma en que las mira, parece que
vaya a tener que traerlas de vuelta él solo, sin
ayuda.
Tatiasha… Acuérdate de Orbeli.
Orbeli estaba en los ojos de Alexander cuando Tatiana lo dejo
en el lecho del hospital de Morozovo y se alejó sin mirar atrás,
«Adiós Shura, que te vaya bien, la próxima vez que nos veamos me
cuentas qué es eso de Orbeli…». Cuando llegó a la altura de la
puerta, Tatiana se volvió por última vez, miró sonriente a
Alexander y en sus ojos vio a Iosif Abgarovich Orbeli. En ese
momento no supo interpretar su expresión, y ahora acababa de
descubrir qué significaba.
Todos los días estoy por última vez junto a tu cama, te
saludo y te digo: «Hasta la próxima, comandante. Buenas noches». Y
tu me dices: «Hasta la próxima, Tania».
Y me alejo. Me llamas, me vuelvo, te miro con expresión
confiada, feliz, llena de esperanza.
Y tú, con una voz valiente, con una voz serena y profunda,
conuna voz estoica, me dices: «Tatiasha, acuérdate de
Orbeli».
Frunzo un momento el ceño, pero no digo nada porque pareces
muy sereno y yo tengo muchas cosas que hacer y el doctor Sayers me
está llamando. Impaciente y sin dejar de mirarte, te digo: «Shura,
cariño, tengo que irme, ya me lo explicarás mañana»… Y ahora sé de
qué se trataba, pero tú no puedes explicármelo… Inclinas la cabeza
sin decir nada, y yo me alejo despreocupadamente entre las camas y
cuando llego a la puerta de la sala me doy la vuelta por última vez
y me detengo.
Y allá sigo todavía.
Orbeli.
En el silencio frío y acuático de la noche de febrero,
Tatiana, sentada en la escalera de incendios y envuelta en la manta
de cachemira que había comprado para Alexander, respiraba la brisa
del océano mientras contemplaba las trémulas luces de Manhattan a
sus pies.
Descubrirás la manera de vivir sin mí, de
vivir por los dos, le había dicho una vez
Alexander.
Y ahora tenía la seguridad de que era cierto aquello que
durante tanto tiempo había temido y sospechado: Alexander le había
entregado su vida, le había dicho: «Toma, es para ti. Yo no puedo
salvarme, sólo puedo salvarte a ti, pero tú tienes que seguir
adelante y vivir tu vida, la única vida que tienes. Tendrás que ser
fuerte y ser feliz, tendrás que querer a nuestro hijo, y al final
tendrás que amar. Tendrás que aprender a amar de nuevo, a sonreír
de nuevo, a alejarme de ti, tendrás que aprender a acariciar la
mano y besar la boca de otro hombre, tendrás que casarte de nuevo y
tener más hijos. Tienes que vivir tu vida: debes hacerlo, por mí y
por ti. Tienes que vivirla como la habríamos vivido nosotros dos».
Alexander le había dicho todo eso con una sola palabra:
«Orbeli».
En la guerra todo estaba más claro: era fácil definir lo
correcto y lo incorrecto, era fácil también distorsionarlo. El
peligro, la absolución, la privación. La
emoción, la angustia, la pasión.
A él, sigo viéndolo siempre, incluso en tiempos de
paz.
Y sin embargo, ¡cuánta vida tengo que
ocultarle!
Cuántas tradiciones, cuántas fiestas… Navidad, Acción de
Gracias, Pascua, el Día del Trabajo, el Día de la Independencia,
los cumpleaños de todo el mundo, incluido el mío, mi maldito,
angustioso, dorado cumpleaños. Fiestas, comida, amaneceres, calor.
Del alba al anochecer, llenaré de vida mi vida.
La llenaré de todas las cosas que él quiso que
tuviera.
Mis cimientos están sepultados bajo el alto edificio de
ventanales y vigas que llegan hasta el cielo… cimientos tapizados
de árboles y arbustos, de macizos de pensamientos en invierno y de
tulipanes en verano, y mi corazón también está tapizado, oculto,
cicatrizado. A veces me llevo la mano al pecho y noto un bulto a la
altura del corazón, un punto donde los nervios doloridos están a
flor de piel y emiten una pequeña sacudida que se transmite por
todo mi cuerpo y llega hasta el cerebro, en un temblor que dura
poco más que una inspiración prolongada. Inspirar, exhalar,
contener el aliento. Pronunciar:
Alexander.
Perdóname por dejarte entre las garras de la guerra, por
haber estado tan dispuesta a creer en tu muerte. ¡Cuánto tardé en
amarte y cuan poco en abandonarte!
¿Dónde está? Dónde está el espléndido jinete, mi anillo de
oro y mi cadena, mi mochila negra y mi día más
luminoso?
Tatiana estaba sentada junto a la bahía, deseando que su vida
comenzara, o que terminara, cuando ella misma no había empezado ni
había terminado.
En realidad, no estaba en ninguna parte.
¿Cuánto se demoraba aquella fase? ¿Llegaría el momento en que
dejaría de estar en medio de alguna fase? ¿Cuándo se limitaría a
vivir?
¿Antes de encontrar la medalla de Héroe de la Unión
Soviética? No.
¿Después de encontrar la medalla de Héroe de la Unión
Soviética? No.
¿Después de saber lo de Paul Markey? No.
¿Después de saber quién era Orbeli? ¡Nunca!
Su alma estaba en guerra.
¿Deseaba que Alexander le diera una palabra, una clave? Esa
palabra era Orbeli.
«Intento enviarte a un lugar donde estarás a salvo -le había
dicho-. No desesperes, ten fe.»
Pero ¿por qué ahora? Y ¿qué iba a hacer Tatiana a partir de
ahora? Había que hacer algo, pero ¿qué?
Fuera cual fuera su decisión, Tatiana tenía que abandonar a
su hiio ¿No era una locura, una insensatez, una muestra de
demencia?
Era todas esas cosas.
¿Irse y dejar a su hijo? ¿Qué diría Alexander si se enteraba
de que Tatiana había abandonado a su niño para buscarlo a él en los
escaparates del horror del mundo?
Tatiana seguía sentada en la escalera de incendios, sin
moverse, sintiendo el olor del aire, del agua y del cielo, buscando
a Perseo en el firmamento sin encontrarlo, buscando la luna llena
sin verla. Era tarde y la luna estaba oculta tras las
nubes.
Su bebé necesitaba a su madre.
¿La necesitaba más de lo que Alexander necesitaba a su
esposa?
¿Era ésa la alternativa?
¿Había que elegir entre el padre y el hijo?
¿Tenía que abandonar a uno para ir en busca del
otro?
Además, existía la posibilidad de no regresar nunca. ¿Era ésa
la vida que quería ofrecer a su hijo?
Lo único que tenía que hacer era quedarse donde estaba,
seguir adelante tal como había estado haciendo.
Pero allá no estaba Tatiana. Tatiana estaba junto a
Alexander, abrazando su cuerpo en el Ladoga, inclinándose sobre él
todas las noches. Sus brazos sostenían el cuerpo de Alexander, que
se desangraba sobre la superficie helada del Ladoga. Tatiana podría
haberlo dejado en manos de Dios, porque era obvio que en ese
momento Dios lo estaba llamando.
Pero no lo había hecho.
Y como no lo había hecho, ahora estaba en Estados Unidos,
sentada hasta el fin de sus días en la escalera de incendios. Así
se sentía en el instante crucial en que comprendió que su vida,
fuera cual fuera su decisión, debía tomar una dirección o la
dirección opuesta.
Una dirección era vulgar y vivida.
La otra era oscura y asolada por las dudas."
Quedarse significaba aceptar lo bueno.
Irse significaba abrazar lo incognoscible.
Quedarse significaba que el sacrificio de Alexander no había
sido en vano.
Irse significaba adentrarse en la muerte.
Sin embargo, ¿podía aceptar una vida sin él?
¿Podía imaginar una vida sin Alexander? No ahora, pero ¿podía
imaginarse a sí misma diez, veinte, cincuenta años después? ¿Podía
imaginarse sexagenaria y sin él, casada con Edward y madre de sus
hijos, sentada al lado de Edward frente a una mesa antigua y
alargada? Tatiana tenía la impresión de que el Jinete de Bronce la
perseguiría hasta la tumba. Oiría su caballo retumbante hasta la
eternidad, de día y de noche, en las horas de tristeza, en los
minutos de debilidad, en la oscuridad y en la luz… aunque viajara
por todo Estados Unidos, el jinete no dejaría de perseguirla como
la había perseguido en los últimos mil cien días y en las últimas
mil cien noches empujándola hacia la nube de la locura. ¿Hasta
cuándo?
¿Cuánto tiempo seguiría persiguiéndola?
¿No era Orbeli la prueba de que Alexander, desde la oscura
noche en la que se encontraba, la estaba llamando?
Tatiana no podía creer que él estaba vivo y no salir en su
busca… Hacerlo sería darle la espalda.
¿Qué significaba todo aquello?
Tal vez podría cerrar la ventana negra que daba a la noche y
dejar de oírlo. Tal vez podría convencerse de que Alexander la
perdonaría aunque le diera la espalda, aunque mostrara un corazón
indiferente.
Las palabras y los pensamientos del pasado resonaban en el
interior de Tatiana.
-Mira las cajas como si tuviera que
traerlas de vuelta él solo cuando acabe la guerra
-dice.
«Ve a buscar a tu soldado», piensa en el
autobús, el día en que se han
conocido.
Hazte tres preguntas, Tatiana, y sabrás quién
eres.
¿Qué esperas?
¿En qué crees?
Y la más importante: ¿qué es lo que amas?
Tatiana volvió a entrar en la casa, cerró la ventana y se
acostó al lado de su hijo.
–Tengo que hablar contigo, Vikki -dijo Tatiana a la mañana
siguiente, mientras tomaban café y cruasanes en la cocina, antes de
salir corriendo hacia el trabajo.
–¿No puedes esperar a la noche? Es tarde, Anthony ya tendría
que estar en el colegio.
Tatiana le cogió la mano. Vikki tenía miguitas de cruasán en
los labios. Se la veía muy delgada y muy atractiva y muy morena
junto a la encimera, mientras observaba a Tatiana con exasperación
y ternura.
–¡Te quiero mucho! – exclamó Tatiana, abrazándola-. Siéntate
un momento, tengo que hablar contigo.
Vikki se sentó.
–Vik, sabes que llevo casi tres años trabajando en Ellis, que
colaboro en el hospital de la Cruz Roja para veteranos de guerra y
que examino todos los barcos de refugiados que llegan a Nueva York.
Sabes que llamo todos los meses a Sam Gulotta en Washington y que
hace tiempo me puse en contacto con Esther… y todo esto lo he hecho
por un único motivo.
–¿Qué motivo? – dijo Vikki, masticando un pedazo de
cruasán.
–Averiguar qué le pasó a Alexander.
–Pero hasta ahora no he averiguado nada.
Vikki le dio una palmadita en la mano. – Por eso tengo que
intentar algo más.
–¿Más que ir hasta Iowa? – dijo Vikki,
sonriendo.
–Y necesito tu ayuda.
–¡Oh, no! – protestó Vikki, poniendo los ojos en blanco-.
¿Adónde vamos esta vez?
–Nada me gustaría más que contar con tu compañía -aseguró
Tatiana-, pero te necesito para algo más
importante.
–¿Para qué? ¿Y adonde piensas irte?
–Me voy en busca de Alexander.
Un trocho de cruasán cayó de la boca de
Vikki.
–¿Ir a buscarlo adonde? – preguntó con
perplejidad.
–Empezaré por Alemania y luego iré a Polonia y a la Unión
Soviética.
–¿Que te vas adónde…?
–Escúchame…
Vikki apoyó los brazos en la mesa, golpeó varias veces la
frente contra el tablero, volvió a incorporarse y meneó la cabeza a
un lado y a otro.
–Para, Vikki…
–¡Caramba, creo que esto es lo mejor que te he oído decir! Lo
de Massachusetts estuvo bien, lo de Iowa aún mejor, con Arizona
rozaste la perfección… ¡pero acabas de superarte a ti
misma!
–En fin, esperaré a que estés dispuesta a
escucharme…
–¿De qué estás hablando? – exclamó Vikki, que terminó de
engullir el cruasán y dio un puñetazo en la mesa-. ¡No puedes
decirlo en serio! Nadie viaja a Alemania.
–La Cruz Roja Internacional sí, y yo me voy con
ellos.
–¡La Cruz Roja no va a Alemania!
–Lo cierto es que sí, y yo me voy con la Cruz
Roja.
–¡No puedes viajar a los territorios ocupados! Anthony y yo
no podremos acompañarte…
–Ya lo sé, pero no quiero que vengáis conmigo. Quiero que
Anthony siga aquí, sano y salvo.
Vikki la miró boquiabierta. Esta vez no tenía migas de
cruasán.
–Quiero que se quede contigo. – Cogió las manos de Vikki y
repitió-: Contigo. Porque quieres a mi niño y él te quiere a ti,
porque sé que lo cuidarás como si fuera tu hijo, lo harás por su
padre y por mí…
–Estás loca, Tania. No puedes irte -susurró Vikki con voz
ronca.
Tatiana le oprimió las manos.
–Escúchame, Vik. Cuando creía que Alexander estaba muerto, yo
también estaba muerta. Y gracias a Iosif Orbeli y a Paul Markey he
resucitado. Mi marido me necesita, me está llamando. Créeme cuando
te digo que necesita mi ayuda. Paul Markey lo vio vivo en abril del
año pasado, en Sajonia, cuando supuestamente estaba muerto en el
Ladoga, cerca de Leningrado, a mil kilómetros de Alemania. En 1944,
Edward me disuadió diciendo que no tenía ninguna prueba, y tenía
razón. Pero ahora ya la tengo, y he decidido salir en su busca. Y
te necesito para que, con la ayuda de tus abuelos, te ocupes de mi
hijo. – Tatiana hizo una pausa-. Pase lo que pase.
Vikki agitó la cabeza con desesperación.
–No puedo disfrutar de una vida llena de comodidades, dejando
que Alexander se pudra en la Unión Soviética. ¿No comprendes que
eso es imposible?
Vikki siguió meneando la cabeza.
–Me necesita, Vikki. ¿Qué clase de esposa seré si no acudo en
su ayuda? En Ellis ayudo a personas a las que no conozco de nada.
¿Qué esposa seré si no ayudo a mi propio marido?
–¿Una esposa prudente? – susurró Vikki.
–Una mala esposa -contestó Tatiana.
Aquel mismo día, Tatiana se fue a Washington en
tren.
Sam Gulotta hizo salir a las tres personas a las que estaba
atendiendo y cerró la puerta del despacho:
–¿Qué tal, Sam? Necesito tu ayuda.
–Estoy realmente cansado de oír esta frase, Tatiana -protestó
Sam-. ¿Piensas que no te entiendo? Te aseguro que sacrificaría lo
que hiciera falta para volver a tener a Carol a mi lado. Por eso he
intentado apoyarte cada vez que me lo has pedido. Pero ya no puedo
ayudarte más…
–Sí que puedes -insistió serenamente Tatiana-. Necesito que
hagas un pasaporte para Alexander.
–¿Cómo voy a hacerle un pasaporte? ¿Basándome en qué? –
exclamó Sam.
–En que es ciudadano estadounidense y necesita pasaporte para
volver.
–¿Volver de dónde? ¿Cuántas veces tengo que decirte
que…?
–No hace falta que lo repitas. El Departamento de Estado dice
que Alexander no ha perdido la nacionalidad
norteamericana.
–No dicen eso.
–Sí. Te cito la normativa federal sobre doble nacionalidad
-Tatiana sacó un papel y empezó a leer-: «De acuerdo con la ley,
los ciudadanos estadounidenses que deseen adoptar la nacionalidad
de otro país deberán solicitarlo voluntariamente». – Tatiana puso
énfasis en la palabra «voluntariamente», y por si acaso, la
repitió-: «Voluntariamente».
Dicho esto, se sentó con una expresión
satisfecha.
–¿Por qué me miras con esa cara?
–Repito por tercera vez: «voluntariamente».
–Te he oído la primera vez.
–Cito otra frase -Tatiana volvió a acercarse el papel a la
cara-: «Para renunciar a la nacionalidad estadounidense, deberán
solicitar libremente la nacionalidad extranjera».
–Aunque la normativa que has leído diga eso, ¿a dónde quieres
ir a parar?
Sam se frotó los ojos.
–En la Unión Soviética, los chicos deben cumplir
obligatoriamente el servicio militar en cuanto cumplen dieciséis
años. – Por si Sam no la había entendido, Tatiana repitió-:
«Obligatoriamente»
–¡Por Dios! ¿Acaso estamos en un colegio? Te he entendido la
primera vez que lo has dicho.
–«Voluntariamente», «obligatoriamente»… ¿No ves que son dos
palabras de significados opuestos?
–Gracias por enseñarme inglés, Tania.
–Lo que quiero decir es que Alexander no renunció libremente
a la nacionalidad estadounidense, no fue un acto voluntario… No
tuvo más remedio que ingresar en el Ejército Rojo al cumplir los
dieciséis años.
–¿No dijiste una vez que había ingresado en la escuela de
oficiales a los dieciocho? Eso sí parece un acto
voluntario.
–Sí, pero tuvo dieciséis años antes que dieciocho, y a los
dieciséis tuvo que alistarse obligatoriamente en el ejército y lo
convencieron de que ya no tenía ningún derecho como ciudadano
norteamericano. – Tatiana hizo una pausa-. Pero sí los tiene, y por
eso necesito tu ayuda.
Sam le dirigió una mirada inexpresiva.
–¿Has averiguado algo sobre su paradero? – preguntó al
final.
–No sé nada. Ojalá pudieras ayudarme también en eso… En
cualquier caso, necesitará pasaporte.
–¿Pasaporte? ¡Está en manos de los soviéticos! ¿No lo
entiendes, Tania? ¿Por qué no asumes que es imposible salvarlo de
las garras de un sistema capaz de enviar a millones de jóvenes a
morir bajo las balas alemanas?
Tatiana no dijo nada, pero el labio inferior empezó a
temblarle.
–Además, no puedo hacerle un pasaporte sin una foto. Necesito
una foto de identidad en blanco y negro, de la cara solamente, sin
sombrero ni gorra. Supongo que no tienes una foto
así.
–Así no.
–Entonces no puedo ayudarte.
Tatiana se puso de pie.
–Alexander es un ciudadano estadounidense que se encuentra al
otro lado del Telón de Acero. Te necesita.
Sam también se puso de pie.
–Los soviéticos se niegan a proporcionarnos información sobre
nuestros militares desaparecidos en combate. ¿Crees que estarán
dispuestos a decirnos algo sobre una persona a la que llevan diez
años buscando?
–Sea como sea, lo harán -aseguró Tatiana-. Tengo que irme. Te
enviaré un telegrama cuando te necesite.
–¡No lo dudo!
Libro tercero
La rosa roja grita: «Se
acerca…»,
la rosa blanca solloza: «Se
retrasa»,
la espuela de caballero escucha: «La
oigo»
y el lirio susurra: «La
espero».
Lord Alfred Tennyson
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