Capítulo 15


Aparición de Ouspenski, 1943


En la retaguardia, Alexander recuperó su equipo, se vistió y subió al camión que lo llevó al lugar donde se alojaba un batallón disciplinario compuesto por cientos de soldados exhaustos, todos ellos presos comunes o políticos que se habían salvado de la ejecución. Los encontró sentados en el suelo embarrado, descansando, fumando y jugando a las cartas. Tres de ellos estaban enfrascados en una discusión cuando apareció Alexander. Uno de ellos era Nikolai Ouspenski.

–¡Oh, no! ¡Es usted! – exclamó Ouspenski al verlo.

–¿Qué demonios está haciendo aquí, soldado? – preguntó Alexander mientras le estrechaba la mano-. Sólo tiene un pulmón.

–¿Y qué está haciendo usted? Creía que lo habían ejecutado -respondió jovialmente Ouspenski-. Después del interrogatorio al que me sometieron, no creí que fueran a dejarlo vivo.

–¿Cuál es su categoría en este batallón? ¿Es usted cabo? – preguntó Alexander, ofreciéndole un cigarrillo.

–No -respondió Ouspenski con indignación. Luego, en voz más tranquila, añadió-: Me rebajaron de teniente a subteniente.

–Muy bien. Pues va a estar a mi mando. Elija a veinte hombres y llévelos a poner nuevas vías. Y no proteste por el cambio de categoría: si le oyen, pierde autoridad.

–Gracias por el consejo.

–Elija a sus hombres. ¿Quién era su mando antes de mi llegada?

–No hablará en serio… Nadie. En las dos últimas semanas han muerto tres capitanes. Después empezaron a enviar comandantes, y murieron dos. Esos idiotas no comprenden que si los alemanes pueden bombardear la línea desde sus posiciones, también pueden ver a los soldados que intentan repararla. Esta mañana hemos perdido a cinco hombres sin llegar a trazar ni un solo milímetro de vía.

–Veremos qué se puede hacer durante la noche.

De noche no les fue mucho mejor. Ouspenski partió con veinte hombres y volvieron trece, contándolo a él. Tres estaban gravemente heridos, dos habían recibido daños menores y uno se había queda do ciego.

El ciego se fugó por la noche, llegó hasta la orilla del Ladoga y murió allí mismo, acribillado por el NKGB.

La base militar instalada entre Siniavino y el Ladoga ocupaba una estrecha franja de tierra donde había varias tiendas de campaña y unos cuantos barracones de madera para los coroneles y los generales de brigada. En la base se alojaban dos batallones, compuestos por seis compañías, dieciocho secciones y 54 pelotones: 43 hombres en total. Dada la escasez de oficiales, Alexander tenía a su cargo un batallón entero: 216 hombres a los que enviar a la muerte.

Stepanov no era uno de ellos. Alexander no había vuelto a verlo después del consejo de guerra. Seguramente había regresado a la guarnición de Leningrado, que había sido su casa durante varios años. Al menos, Alexander así lo esperaba.


Aparición de Dasha Metanova, 1941

Alexander estaba acodado en la barra del local de Sadko, como de costumbre. En realidad hubiera preferido ir al club de oficiales, porque no le gustaba compartir los momentos de ocio con los soldados rasos. En aquellos momentos, la brecha que los separaba era demasiado grande.

Era un sábado de junio y Alexander charlaba con Dimitri cuando se les acercaron dos chicas. Alexander les dirigió una ojeada fugaz. La segunda vez que las miró, vio que una de ellas lo escrutaba con franco interés. Alexander le sonrió cortésmente. Dimitri se volvió, las miró de arriba abajo, alzó los ojos hacia su compañero y cambió de lugar en la barra para ponerse de cara a ellas.

–¿Queréis una cerveza, chicas? – les preguntó.

–Claro -dijo la morena, que era la más alta.

Era la que había mirado a Alexander con interés.

Dimitri comenzó a charlar con la más bajita y menos atractiva. Como en el local había mucho ruido, Alexander preguntó a la morena si quería dar un paseo.

–Claro -respondió ella, sonriendo.

Salieron a la noche cálida y clara. Era poco después de medianoche y aún había luz. La chica se puso a canturrear una canción y luego tomó la mano de Alexander y se rió.

–¿Me dirás cómo te llamas o voy a tener que adivinarlo? – preguntó.

–Alexander -respondió él, sin preguntarle a ella el suyo porque le costaba acordarse de los nombres.

–¿No me vas a preguntar cómo me llamo?

–¿Seguro que quieres que lo sepa? – dijo Alexander, sonriente.

–¿Que si quiero que lo sepas? – Ella lo miró con sorpresa-. ¿Tan groseros os habéis vuelto los soldados, que ya no preguntáis a las chicas cómo se llaman?

–No sé si los demás soldados son groseros o no -dijo Alexander, dándole una palmadita en el brazo-, sólo sé que yo tiendo a olvidarme de los nombres.

–Bueno, a lo mejor después de esta noche ya no te olvidas del mío.

La joven sonrió sugestivamente.

Alexander meneó la cabeza con poca convicción. Quería decirle que necesitaría hacer algo extraordinario para que él no se olvidara de su nombre, pero sólo dijo:

–De acuerdo. ¿Cómo te llamas?

–Daria -dijo la chica-. Pero todo el mundo me llama Dasha.

–Muy bien, Daria-Dasha. ¿Tienes algún sitio adonde ir? ¿Hay alguien en tu casa?

–¿Que si hay alguien? Pero ¿tú dónde vives? No estoy sola ni un segundo. Todos están en mi casa: mi madre, mi padre, mi babushka, mi dedushka, mi hermano… Y mi hermanita, que comparte la cama conmigo. – Alzó las cejas y se rió-. Creo que incluso un oficial tendría problemas con dos hermanas a la vez.

–Depende -contestó Alexander, y la rodeó con el brazo-. ¿Qué aspecto tiene tu hermana?

–Parece una niña de doce años -contestó Dasha-. Y tú, ¿tienes algún sitio adonde llevarme?

Alexander la llevó al cuartel. Esa noche le tocaba a él.

Dasha le preguntó si quería que se desnudara.

–No quiero que nos sorprendan -dijo.

–Pues ya ves, esto es un cuartel, no el Hotel Europeo -repuso Alexander-. Si quieres desnúdate, Dasha. Tú misma.

–¿Y tú te vas a desnudar?

–A mí ya me han visto todos -comentó Alexander.

Dasha se desnudó y Alexander también.

Con Dasha disfrutó lo mismo que con tantas otras. Tenía el cuerpo voluptuoso de las rusas, con caderas anchas y pechos grandes ese tipo de cuerpo que volvía loco a hombres como Grinkov, el compañero de cuartel de Alexander. Pero lo que a Alexander más le gustaba de Dasha era una cualidad que le resultaba vagamente familiar: el hecho de que lo tratara con la actitud afable y relajada que normalmente sólo se adopta con las personas a las que uno conoce mucho. Además, la reacción de Dasha también había sido especial.

–Dios mío, Alexander, ¿de dónde has salido? – le dijo.

–¿De dónde he salido?

Alexander se incorporó para mirarla.

–Sí -añadió ella-. Me gusta cómo te mueves.

–Gracias -respondió Alexander.

Estuvieron juntos una hora, hasta que apareció Grinkov con una chica y con cara de no estar dispuesto a aceptar un «hoy no te toca a ti» como respuesta.

Después de vestirse, Alexander acompañó a Dasha hasta la salida del cuartel.

–Dime -le dijo Dasha-, cuando vuelva al local la próxima semana, ¿recordarás mi nombre?

–Claro… Dasha, ¿no?

Alexander sonrió.

A la semana siguiente, Dasha volvió al bar con la misma amiga. Por desgracia, Dimitri se había marchado con otra chica y Dasha no quería dejar sola a su amiga. Terminaron paseando los tres por la avenida Nevski. Al final, la amiga tomó el autobús de vuelta a su casa y Alexander se fue con Dasha al cuartel. Aquella noche no era su turno y ya había mucha gente en la habitación.

–Tienes dos opciones -propuso Alexander-. O te vas a tu casa, o entras conmigo y haces como si no hubiera nadie más.

Dasha lo miró con una expresión que él no supo interpretar.

–Bueno, ¿por qué no? – concluyó-. Mis padres hacen como si nosotros no estuviéramos y sus hijos nos hacemos los dormidos. ¿Tus compañeros estarán durmiendo?

–¡Ni mucho menos! – contestó Alexander.

–Ah. Me resultará un poco raro.

Alexander asintió.

–¿Quieres que te acompañe a tu casa?

–No, no pasa nada. Lo pasé muy bien la otra semana -dijo Dasha, acercándose.

–Y yo también -contestó Alexander después de una pausa-. Vamos a los jardines del Almirantazgo.

Al tercer sábado volvió a quedar con ella y se fueron a un rincón tranquilo bajo el parapeto del Moika, junto a los barcos atracados. Quedaba bastante retirado y Dasha estuvo muy silenciosa, y Alexander tenía ya práctica en controlar los gemidos. No había sitio para que Dasha se tumbara en el suelo, pero sí para que Alexander se sentara.

–Alex… ¿Te molesta si te llamo Alex? – preguntó Dasha.

–No -respondió él.

–Cuéntame algo de ti, Alex. – Dasha le sonrió-. Eres muy interesante.

Ya habían terminado y él tenía ganas de volver al cuartel para dormir. Los domingos tenía que levantarse a las siete, por mucho que trasnochara.

–¿Por qué no me cuentas tú algo de ti?

–¿Qué quieres saber?

–¿Muchos soldados antes que yo?

–No muchos. – Dasha sonrió-. Alexander, no creo que quieras hablar de eso. Porque de ser así, yo también tengo algo que preguntarte.

–Pregunta.

–¿Muchas mujeres antes que yo?

–No muchas.

Alexander sonrió.

Dasha se echó a reír, y Alexander también.

–¿Sabes una cosa, Alex? Cuando te conocí hace tres semanas, no podía dejar de pensar en ti.

–Ah, ¿sí?

–Sí. Y no he estado con ningún hombre desde entonces. – Dasha hizo una pausa-. ¿Tú puedes decir lo mismo?

–Claro. Yo tampoco he estado con ningún hombre desde entonces.

–Calla… -dijo Dasha, dándole una palmadita en el brazo-. Tienes tiempo de echar otro?

–No. – Alexander no quería decirle que ya no le quedaban condones-. Ven a verme la semana próxima. Tendré más tiempo.

–Anda, te prometo que acabaré rápido -insistió Dasha, metiéndole mano.

–No, Dasha. La semana que viene.

De vuelta al cuartel, Alexander se cruzó en el corredor con una chica que había salido con él en mayo, una chica simpática, borracha y atractiva y que no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo hasta que se desabrochara la bragueta de los pantalones. Alexander se desabrochó la bragueta.

Y la semana fue larga, y durante la semana Alexander tuvo turno de guardia, y cuando tenía turno aparecieron dos chicas que Dimitri había traído para los dos. Cuando llegó la noche del sábado, Alexander volvió al local de Sadko con un interés marginal en conocer a alguna chica, sólo porque era sábado y había ocasión. Coincidió con una a la que llevaba tiempo sin ver y, después de tomarse un par de copas y de invitarla a ella a otro par, se la llevó al callejón de atrás y lo hicieron contra la pared, y cuando la chica le preguntó «¿No escupes el cigarrillo?», él se dio cuenta con sorpresa de que aún llevaba el pitillo en la boca. Mandó a la chica a casa y volvió a entrar en el bar de Sadko.

Allá, alguien se le acercó desde atrás, le tapó los ojos con las manos y dijo: «Adivina quién soy».

Al darse la vuelta, Alexander vio a Dasha y le sonrió. Esta vez, Dasha no iba acompañada.

Alexander ya había dado por terminada la noche, pero como para Dasha estaba empezando, se sintió obligado a invitarla a unas cervezas y a darle conversación. Se fumaron unos cigarrillos, se rieron un rato, y luego ella lo sacó del bar.

–Es tarde, Dasha -protestó Alexander-. Mañana tengo que levantarme a las siete.

–Ya lo sé -contestó ella, y le acarició el brazo-. Siempre parece que vas huyendo de algo. ¿Por qué tanta prisa, Alex?

Alexander suspiró.

–¿Qué propones? – preguntó, dedicándole una mirada divertida y fatigada a la vez.

–No lo sé. – Dasha sonrió-. ¿Lo mismo que la semana pasada?

Alexander intentó recordar, pero el fin de semana anterior se le había borrado de la memoria. Tenía que responder algo si no quería que Dasha se molestara. Pero entre el fin de semana anterior y el actual había habido… Trató de concentrarse. Había habido muchos rumores sobre la inminencia de la guerra.

–¿No te acuerdas? Estuvimos bajo el parapeto del Moika.

Ahora lo recordaba. Había bajado con ella a la orilla del canal.

–¿Quieres que vayamos allá otra vez?

–No deseo otra cosa.

–Vamos.

Cuando terminaron, era casi la una.

–Alexander -dijo Dasha con voz jadeante, sentada sobre él-. Tienes tanta energía que me dejas extenuada… y no es algo que me suceda a menudo.

–Gracias.

–¿Lo estás pasando bien?

–Mucho.

–No eres muy hablador, ¿verdad?

–¿De qué quieres que hablemos?

–¿Crees que ya hemos hablado de todo? – dijo Dasha, riendo.

–Hemos hablado de todo lo que necesito saber.

–¿Quieres que nos veamos la semana que viene?

–Claro.

–¿Tienes algún día libre? ¿Quieres venir a cenar a casa? Vivo cerca de aquí, en la calle del Quinto Soviet. Te presentaría a mi familia.

–No tengo muchos días libres.

–¿Qué te parece el lunes o el martes?

–¿Quieres decir el lunes o el martes de la semana próxima?

–Sí.

–Ya veremos. No, espera… tengo que… Oye, será mejor que to dejemos para otra semana.

–No podemos continuar encontrándonos así.

–Ah, ¿no?

–Bueno, sí que podemos -contestó Dasha con una gran sonrisa-. Pero también podríamos ir a algún sitio, ¿no?

–¿Adónde te gustaría ir?

–No lo sé. A algún sitio bonito. A Tsarkoie Selo o a Peterhof…

–Ya veremos… -respondió Alexander sin comprometerse. La aparto, se incorporó y se desperezó-. Es tarde, Dash. Tengo que volver.

Regresó al cuartel y se sentó con el sargento Iván Petrenko, que estaba de centinela, para charlar un momento, fumarse un pitillo y compartir un vaso de vodka antes de volver a su habitación.

–¿Cree que los rumores son ciertos, teniente? ¿Vamos a entrar en guerra contra Hitler?

–Creo que es inevitable, sargento.

–Pero ¿cómo puede ser? Es como si Inglaterra declarara la guerra a Francia. Alemania y la Unión Soviética son aliadas desde hace casi dos años. Firmamos un pacto de no agresión.

–Y nos repartimos Polonia como dos buenos amigos. – Alexander sonrió-. Petrenko, ¿se fía usted de Hitler?

–No lo sé. No creo que cometa la estupidez de invadirnos.

–Ojalá tenga razón -concluyó Alexander, y apagó la colilla-. Buenas noches.

Lo único que quería era dormir. ¿Era pedir mucho? Pero Marazov y Grinkov estaban con mujeres, tapados hasta la cabeza con las sábanas. Alexander captó una mirada de Grinkov cuando subía a la litera, antes de taparse la cara con una almohada y cerrar los ojos.

–Eres un cabrón, Alexander -declaró una estridente voz femenina.

Alexander soltó un suspiro, apartó la almohada y abrió los ojos. La chica que un momento antes estaba con Grinkov, ahora estaba de pie frente a su litera. Alexander oyó la risita ahogada de Grinkov detrás de él.

–¿Qué he hecho? – preguntó Alexander con voz fatigada.

Reconoció la cara un poco abotargada y muy ebria de la chica.

–¿No te acuerdas? La semana pasada me dijiste que viniera a verte hoy al cuartel. ¡Te he estado esperando tres horas en la puta puerta! Al final me he hartado, he ido al bar de Sadko y he visto que te lo estabas montando con una mujer que no era yo.

Alexander no tenía ganas de levantarse, pero pensó que de un momento a otro iba a recibir una bofetada y no quería que le pegaran mientras estaba tumbado.

–Lo siento mucho -se disculpó. Se sentó y dejó las piernas colgando fuera de la litera. Recordaba vagamente a la chica-. No quería molestarte.

–Ah, ¿no? – exclamó ella, en voz muy alta.

Grinkov se había tapado la cara con la almohada y se estaba riendo. Marazov y su amiga seguían en lo suyo, aparentemente ajenos a lo que pasaba. Como Alexander.

No recordaba el nombre de la chica. Quería decirle que se fuera, pero no quería avergonzarla más aún delante de los demás soldados de la litera de un salto, y ella apretó el puño para pegarle. Alexander le sujetó la muñeca.

–No estoy de humor para escenas -anunció.

–Todos sois iguales -protestó la chica-. Unos misóginos y unos puteros, y ninguna de nosotras os importa una mierda.

–No somos misóginos -opinó Alexander, sorprendido-. Al menos yo no. Pero… -(Por Dios, ¿cómo se llamaba esa mujer?)- si somos puteros, ¿en qué te convierte a ti eso?

La chica soltó un gritito de protesta.

–Estoy muy cansado… -añadió Alexander-. ¿Qué quieres de mí?

–Un poco de respeto, Alexander. Nada más. Sólo un poco de consideración.

Alexander se frotó los ojos. Era una conversación absurda.

–Oye, lo siento… -empezó.

–Ni siquiera recuerdas mi nombre, ¿verdad? – lo interrumpió la chica.

Volvió a apretar el puño. Esta vez, a Alexander le costó parar el golpe.

Pero lo paró. Odiaba que le pegaran. Se le erizó todo el vello del cuerpo.

–¡Qué pena me dará la que se enamore de ti, cabrón! ¡Porque le vas a arruinar la vida, cerdo asqueroso! – gritó la chica.

Y giró en redondo para dirigirse hacia el pasillo y la escalera, mientras Alexander soltaba un suspiro.

–Ya me acuerdo… -gritó Alexander a sus espaldas-. ¡Eres Elena!

–Vete a la mierda -contestó Elena, y desapareció pasillo abajo.

«Si esto no es una despedida oficial, no sé qué es», pensó Alexander, y volvió a su litera. Lo único que le apetecía era fumarse un cigarrillo tras otro entre aquellas paredes carcelarias, y tener un momento de silencio y tranquilidad en la habitación para reponer su orgullo herido y pensar en sí mismo y en el punto al que había llegado, tan lejos de Krasnodar y de la joven Larisa, que le había regalado un poco de su dulzura antes de morir; tan lejos de la camarada Svetlana Viselskaia, la amiga de su madre, que le había dicho: «Alexander, tienes unas capacidades excepcionales; no las malgastes». Pensó que cualquiera de las chicas a las que había dejado sin pensarlo dos veces aparecería de un momento a otro por el cuartel dispuesta a volarle la cabeza de un tiro, y en su epitafio pondría: «Aquí yace Alexander, incapaz de recordar el nombre de ninguna de las mujeres a las que se tiró».

Sintiendo un poco de desprecio por sí mismo, intentó dormir. Eran las tres de la madrugada del 22 de Junio de 1941.


Capítulo 16


La línea férrea de Siniavino, 1943


Alexander quiso que Ouspenski fuera a verlo a su tienda.

–¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente? – le preguntó.

–No sé a qué se refiere, señor.

–Esta mañana me ha traído su ración de café y una parte de la ración de gachas. No toda entera, afortunadamente…

–Así es, capitán.

–Dígame, teniente: ¿por qué me trae gachas Verenkov? ¿Por qué me ofrece condones el sargento Telikov? ¿Para qué quiero yo los profilácticos del sargento? ¿Qué está pasando aquí?

–Es usted nuestro mando, señor.

–Pero yo no les mando que me traigan condones o gachas…

–Verenkov quiere mostrarse amable.

–¿Por qué?

–No lo sé, señor.

–Terminará diciéndome la verdad, teniente.

La base quedaba a un kilómetro del Ladoga y todas las mañanas Alexander andaba hasta la orilla para asearse. En los días plácidos y cálidos del comienzo del verano, el lago olía a aquello en lo que se había convertido: la sepultura de miles de soldados soviéticos.

Una mañana, cuando volvía del lago y pasaba junto al comedor de campaña, Alexander oyó la voz de Ouspenski al otro lado de la lona. En circunstancias normales habría seguido caminando, pero oyó mencionar su nombre en tono conspiratorio y redujo el paso. Ouspenski hablaba con el sargento Verenkov, un joven preso político que hasta entonces nunca había estado en el ejército, y con el sargento Telikov, militar de carrera desde hacía diez años.

–Manténganse alejados de nuestro superior, sargentos -dijo Ouspenski-. No hablen con él y no lo miren a los ojos. Si tienen que pedirle algo, pídanmelo a mí. Y avisen a todos sus hombres. Yo haré de intercesor.

Alexander sonrió.

–¿Es que necesitamos intercesores?

El que había hablado era Telikov. Era un hombre prudente.

–Los necesitan, se lo aseguro -respondió Ouspenski-. El capitán Belov parece un hombre razonable, pero si no llevan cuidado es capaz de estrangularlos con sus propias manos.

–Cállese, no dice más que tonterías -protestó Verenkov, escéptico.

–¿No sabían que le arrancó el brazo a un tal Dimitri Chernenko, del servicio de suministros? – añadió Ouspenski, sin inmutarse pero bajando el tono-. Le retorció el brazo hasta dejarle un muñón ensangrentado. Y lo peor es que por poco lo mata de un puñetazo en la cara. ¡De un puñetazo, Verenkov! Piénsenlo.

Alexander se rió en silencio. Ojalá fuera verdad.

–Y como no lo había matado, desde el hospital donde convalecía ordenó que ejecutaran a Chernenko en la frontera finlandesa.

–¡No hablará en serio!

–Ya les digo que no le teme a nada. Ni a los compañeros del servicio de suministros, ni a los alemanes, ni a la muerte, ni siquiera al NKGB. Escuchen bien lo que les voy a decir y no se lo cuenten a nadie… -Ouspenski bajó la voz y siguió hablando en un susurro-: Cuando lo encerraron en el calabozo de Morozovo, fue a interrogarlo un agente…

–¿Por qué estaba arrestado?

–Por espionaje.

–¡Anda ya!

–Es verdad.

–¿Para quién espiaba?

–Creo que para los japoneses… en fin, no importa. Como les digo, fue a interrogarlo un agente. Nuestro superior iba desarmado, pero ¿saben qué pasó?

–¿Lo mató?

–¡Exacto! ¡Se lo cargó!

–¿Cómo?

–Nadie lo sabe.

–¿Le dio un puñetazo?

–No tenía marcas.

–¿Lo estranguló?

–No tenía marcas, se lo acabo de decir.

–¿Cómo, pues? ¿Con veneno?

–¡Con nada! – respondió Ouspenski muy exaltado-. ¡Ahí está la cuestión! Nadie lo sabe. Pero no olviden que es capaz de matar a un hombre en una celda minúscula sólo con la fuerza de la voluntad. Manténganse alejados de él, si no quieren que a unos alfeñiques como ustedes se los coma con patatas.

–¡Teniente! – exclamó Alexander, irrumpiendo en la tienda.

Ouspenski, Verenkov y Telikov se levantaron de un salto.

–Sí, señor…

–Teniente, no me asuste a los sargentos. Y no me gusta que vaya difundiendo mentiras. Para su información: no soy espía de los japoneses. ¿Queda claro?

–Sí, señor -dijeron tras una pausa tres voces temblorosas.

–Y ahora vuelvan a sus ocupaciones. ¡Todos!

–Sí, señor.

Sus subordinados salieron apresuradamente de la tienda, desviando la mirada. Alexander apenas podía disimular la sonrisa que pugnaba por asomarle a los labios.

Al cabo de unas semanas, era obvio que se repetía siempre la misma situación: Alexander enviaba a la línea férrea a dos o tres pelotones, a una o dos secciones, a cincuenta hombres, y no volvían. Y no había suficientes vendas, antibióticos, sangre ni morfina para los pocos que sí lo hacían. Los alemanes se habían apostado entre los árboles de los altos de Siniavino y desde su posición gozaban de una excelente perspectiva sobre el tramo averiado de la línea férrea. Sin embargo, había que hacer llegar provisiones a Leningrado fuera como fuera, de modo que Alexander tenía que seguir enviando soldados a las vías. Aunque el tramo averiado no llegaba a cinco kilómetros, sus hombres no conseguían reparar ni cien metros sin que les cayera una lluvia de proyectiles desde las colinas. Era junio y no hacía demasiado frío. Todas las tardes, Alexander mandaba retirar los cadáveres. Los llevaban al campo que se extendía detrás de los álamos y los echaban en una fosa común sin molestarse en cubrirlos de tierra. Habían aprovechado los cráteres abiertos por las minas unas semanas antes y los cuerpos amontonados no llegaban aún al borde. Todo el campo olía a tierra removida, a barro y a muerte. A guerra.

Llegó el 22 de junio de 1943, el día en que se cumplían dos años del comienzo de la guerra. Dos años del comienzo de todo.


Orbeli y su arte, 1941

A Alexander lo despertaron a las cuatro de la madrugada, cuando llevaba apenas una hora durmiendo. Su único consuelo fue comprobar que todos sus compañeros habían recibido la orden de salir al patio.

Era el domingo 22 de junio, solsticio de verano, el día más largo del año 1941. El patio estaba bañado en la luz rosada del amanecer. El coronel Mijaíl Stepanov se dirigió a sus tropas:

–Hace una hora, Hitler ha destruido la flota soviética destacada en el mar Negro. Ha acabado con nuestros aviones, nuestros barcos y nuestros hombres y sus soldados han entrado en territorio soviético. Además, han atravesado la frontera por el norte de Ucrania, desde Prusia. El ministro de Defensa, Molotov, hará una proclama oficial este mediodía.

Un clamor recorrió las filas de soldados medio dormidos. Alexander se mantuvo en silencio. La noticia no le había sorprendido porque los oficiales del Ejército Rojo venían hablando de la guerra desde hacía algún tiempo y el invierno anterior habían empezado a circular rumores sobre las fortificaciones que Hitler estaba instalando en la frontera. Lo primero que pensó fue: «¡La guerra! Otra oportunidad para escapar…».

Alexander aguantó a base de café y cigarrillos las cuatro horas de reunión sobre los nuevos planes defensivos. Después lo mandaron a hacer la ronda por la ciudad hasta las seis de la tarde, momento en que debía volver al cuartel para el turno de guardia. A las once de la mañana se alegró de poder salir a la calle.

Cruzó animadamente la plaza del Heno y bajó por la avenida Nevski, donde tuvo que interceder en una pelea entre una mujer y un hombre bastante más corpulento que ella, al que la mujer estaba arreando bolsazos e insultando a gritos. Alexander tardó unos minutos en comprender que estaba tan enfadada porque el otro había intentado colarse.

–¿El camarada no sabe que ha estallado la guerra? ¿Qué cree que estamos haciendo aquí? Ya pueden mandarme el Ejército Rojo al completo, que no pienso dejarlo pasar.

–Ya la ha oído -dijo Alexander, enarcando las cejas-. No piensa dejarlo pasar.

Frente a la tienda de comestibles Elisei había ocho mujeres enfrascadas en una trifulca. A una se le había caído una salchicha, otra se había apresurado a quedársela y, mientras las dos primeras discutían una tercera había aprovechado para birlarle un paquete de harina a otra clienta. Alexander no se sentía con ánimos para ejercer de rey Salomón con ocho mujeres airadas y no se quedó mucho tiempo tratando de apaciguarlas, pero nada más irse tuvo que apaciguar otra pelea entre los pasajeros que esperaban un autobús.

Al final optó por alejarse de la Nevski, que le parecía peor que la guerra; al menos, en la guerra uno podía disparar contra el enemigo. Se encaminó hacia San Isaac, donde reinaba un ambiente mucho más tranquilo, y se paró a fumar delante de la estatua del Jinete de Bronce. Hacía semanas que no había ido a la biblioteca a comprobar si el libro seguía allí. Pensó que ahora que había empezado la guerra sería más prudente recuperarlo, porque las bibliotecas y los museos tratarían de poner a buen recaudo sus fondos más valiosos. Parado frente a la estatua, Alexander rememoró su poema preferido: «Y por la luna pálida alumbrado, con el brazo tendido hacia la altura, el jinete de bronce lo persigue montado en su caballo retumbante». Sonrió al ver que aún recordaba unos versos que llevaba años sin leer, encendió otro cigarrillo y echó a andar por la orilla del río, dejando atrás los jardines del Almirantazgo y el puente del Palacio. Al llegar a la altura del Hermitage vio a un caballero alto y bien vestido que contemplaba el río desde el parapeto. Con el rostro serio, el hombre saco un cigarrillo y le hizo un gesto. Alexander contestó con otro gesto y redujo el paso.

–¿Tiene fuego? – le preguntó el hombre.

Alexander se paró y sacó el mechero.

–Gracias, me he dejado las cerillas en el museo -explicó rápidamente el hombre.

–No hay de qué -respondió Alexander.

El hombre le tendió la mano.

–Me llamo Josif Abgarovich Orbeli -se presentó, sacudiéndose una mota de ceniza de la barba canosa y descuidada.

–Soy el teniente Alexander Belov -respondió Alexander, estrechándole la mano.

–Ajá -dijo Orbeli, y se volvió otra vez hacia el río-. Dígame teniente: ¿es verdad que ha estallado la guerra?

–Es verdad, ciudadano. ¿Dónde lo ha oído?

Orbeli, sin mirarlo, señaló el Hermitage.

–En el trabajo. Soy el conservador del museo. Dígame, ¿usted qué opina? ¿Cree que los alemanes llegarán hasta Leningrado?

–¿Por qué no? – respondió Alexander-. Han entrado en Checoslovaquia, Austria, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y Polonia. Toda Europa está en manos de Hitler. ¿Qué más le falta por conquistar? No puede ir a Inglaterra porque le asusta el agua; por eso ha venido hacia aquí. Ése era su plan desde el principio. Y sí, llegará hasta Leningrado.

«Con la ayuda de los finlandeses», quiso añadir, pero no lo dijo para no preocupar aún más al conservador.

-Bozhe moil Koshmar! -exclamó Orbeli-. ¿Qué va a pasar? ¿Qué será de mi Hermitage? Lo bombardearán tal como han hecho con Londres. No quedará ninguna iglesia y ningún monumento en nuestra ciudad… Destruirán todo nuestro arte -dijo con voz desfalleciente.

–La catedral de San Pablo sigue en pie -le recordó Alexander para animarlo-. Y la abadía de Westminster, y el Big Ben, y el puente de Londres… Los alemanes no se atrevieron a tocar los monumentos británicos. Aunque es cierto que murieron cuarenta mil londinenses…

–Sí, sí -reconoció Orbeli, con un gesto de impaciencia-. En las guerras siempre muere gente. Pero ¿qué será de mis obras de arte?

–Bueno, no podemos sacar de Leningrado la catedral de San Isaac o la estatua del Jinete de Bronce, pero sí que podemos evacuar a sus habitantes. Y también podremos evacuar sus obras de arte… -dijo Alexander, haciendo ademán de marcharse.

–¿Y adónde las mandaremos? – exclamó Orbeli, elevando la voz-. ¿Quién cuidará de ellas? ¿Dónde estarán a salvo?

–El arte tendrá que cuidarse solo -respondió Alexander-. Da igual adónde envíe las obras del museo, en cualquier sitio estarán más seguras que en Leningrado.

–¿Mis tamerlane? ¿Mis renoir? ¿Mis rembrandt? ¿Mis fabergé? ¿Tendré que dejar solos a mis valiosos tesoros?

–Estarán más seguros en otro sitio, y un día u otro se acabará la guerra. Que tenga un buen día, ciudadano.

Alexander se descubrió para despedirse.

–El día de hoy no tiene nada de bueno -rezongó Orbeli, y se dio la vuelta para regresar al museo.

Con una sonrisa, Alexander siguió caminando junto al Neva hasta dejar atrás el Palacio de Invierno y el canal Moika. Aquella tarde de domingo la orilla del río estaba muy poco concurrida, no como la Nevski, donde las filas de compradores llegaban hasta la calle y todo el mundo se insultaba a gritos. Alexander prefería caminar por la orilla del río, donde había mucho menos bullicio. Con el fusil al hombro, dejó atrás el Jardín de Verano y siguió andando en dirección al monasterio de Smolni.

Se paró un momento al llegar a la esquina de la calle Ulitsa Saltykov-Schedrin. A su derecha, a dos manzanas de distancia, comenzaba la apacible extensión del parque de Táuride, donde tanto le gustaba pasear en verano. Pero en los alrededores de Smolni podía haber alguna trifulca que reclamara su intervención. ¿Qué camino debía tomar? ¿Continuar hacia Smolni y bordear después el parque de Táuride, o acercarse a la entrada del parque y seguir después hacia el monasterio?

Encendió un cigarrillo y se detuvo un momento a mirar el reloj.

Tenía tiempo. ¿Qué necesidad había de correr? Si se había formado algún altercado en Smolni, daba lo mismo que tardara quince minutos o media hora en llegar. Iba solo y no podía estar en todos los sitios a la vez. De manera que dobló a la derecha y entró en Ulitsa Saltykov-Schedrin.

La calle estaba desierta y la brisa agitaba las ramas de los árboles. Alexander pensó en los bosques de Barrington; recordó cuando Teddy y él se tumbaban en el suelo y escuchaban el rumor de las hojas sobre sus cabezas. Era un sonido agradable.

Pero esta vez el sonido era diferente. Era la voz de alguien que cantaba.

La voz era apenas audible. Alexander miró hacia el final de la calle pero no vio a nadie.

Luego se volvió hacia la acera opuesta y vio a una muchacha sentada en un banco.

Lo primero en lo que se fijó fue en la melena larga y rubia que le ocultaba la cara, y después en su vestido blanco bordado con rosas rojas. Sentada bajo el dosel de hojas verdes, con su pelo muy claro, su vestido blanco y sus rosas color sangre, la muchacha era como un soplo de aire fresco. Se estaba comiendo un helado y canturreaba en voz baja. Alexander reconoció la melodía de «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…», una canción de moda. La chica se las arreglaba para cantar, lamer el cucurucho, balancear una pierna desnuda y un pie ataviado con una sandalia roja y apartarse el pelo de la cara, todo al mismo tiempo. Estaba totalmente ensimismada, ajena no sólo a la presencia de Alexander, que la miraba embobado desde el otro lado de la calle, sino también a la guerra al mundo, a todas las cosas que regían la actividad de aquella tarde de domingo en Leningrado. Estaba inmersa en un instante donde sólo existían ella, su resplandeciente cabellera, su magnífico vestido, su helado y su melodiosa voz. Se encontraba en un lugar que Alexander no había visto nunca hasta entonces, sumergida en el mar lunar de la tranquilidad. Alexander era incapaz de apartarse del punto donde se había detenido a contemplarla.

Y ahora, años después, seguía viéndola por primera vez, sin poder alejarse del punto al que lo había llevado aquel domingo. Alexander sabía muy bien que si ese día hubiera seguido andando en línea recta en lugar de doblar a la derecha, su vida presente sería muy distinta. O si hubiera seguido caminando y no se hubiera detenido al verla. Podría haber sido precavido y no cruzar la calle. Podría haberla mirado embobado un momento para retomar enseguida su camino… ¿o no?

Sin embargo, aquella luminosa tarde de domingo, Alexander no sabía nada, no pensaba en nada, no imaginaba nada. Se olvidó de Dimitri y de la guerra y de la Unión Soviética y de sus planes de fuga, se olvidó incluso de Estados Unidos, y cruzó la calle para encontrarse con Tatiana Metanova.

Más tarde observó cómo movía ella las manos al hablar. Sus dedos eran finos y bien formados y las uñas estaban muy cuidadas. Le preguntó por qué tenía aquellas manos tan impecables y ella le dijo que una vez había conocido a una chica que llevaba las uñas sucias y era bastante problemática, y siempre lo había tenido en cuenta.

–¿Piensas que era problemática porque llevaba las uñas sucias.

–Estoy bastante convencida.

Alexander deseó que las impecables manos de la muchacha lo acariciaran.

–¿Dónde vives, Tania?

–En la calle del Quinto Soviet. ¿Sabes dónde está?

Alexander hacía la ronda por esa zona.

–Cerca de la avenida Gresheski. No muy lejos hay una iglesia.

–Sí, justo enfrente -explicó Tatiana.

–Aunque me parece que llamarla «iglesia» no es del todo correcto. Es un archivo de documentos.

Ella se echó a reír.

–Sí -contestó, divertida-. Es una iglesia soviética.

Los momentos que Alexander compartió con Tatiana aquel domingo le parecieron muy breves.

Todos los momentos que pasó con ella le parecieron breves, acorralados como estaban por la guerra, por los padres de Tatiana, por la falsa identidad de Alexander, por la ascendencia que Dimitri había adquirido sobre él, por la actitud de Dasha… ¡pobre Dasha! Y ahora estaba acorralado por Slonko y por Nikolai Ouspenski, perseguido por la Unión Soviética en todas sus facetas. Alexander tenía que encontrar la manera de sobrellevar todo aquello, dejar de recordar, apagar el eco de los cien minutos que había pasado con Tatiana a solas, aquel eco que resonaba sin cesar dentro de su cabeza. Un viaje en autobús con Tatiana sentada a su lado, toda para él, un paseo con ella por el Campo de Marte, la intuición de lo que podría haber sido, una súbita emoción en un corazón inflamado y ¿cuál era el resultado? La eternidad en la Rusia Soviética.

¿Dónde podrían esconderse? ¿Adónde irían si querían desaparecer?

El domingo llegó y se fue.

El Campo de Marte, el mes de junio, la muerte, la vida, las noches blancas, Dasha, Dimitri… todos llegaron y se fueron.

Pero Alexander seguía allí, de pie en la acera soleada, mirando a Tatiana sentada bajo los olmos, contemplando aquel soplo de aire fresco que había frente a él, con su vestido blanco de rosas rojas, cantando y saboreando un helado con una boca muy roja. Tatiana, que había sido suya y sólo suya durante cien minutos fugaces como un Parpadeo. Había sido suya pero el momento ya había pasado, arrastrado por una tormenta de nieve que no había dejado más que luz y vacío. El momento había llegado a su inexorable final y él seguía plantado en la acera, sin poder moverse, recomponiendo una y mil veces su corazón afligido.


La pérdida de Pasha, 1941

Pasha, el hermano mellizo de Tatiana, había desaparecido. Al principio sólo se había marchado una temporada a un campamento juvenil, pero los aviones de la Luftwaffe bombardearon el campamento, el Ejército Rojo mandó a los muchachos a enfrentarse contra los panzer y Pasha se esfumó. Tatiana, que no estaba dispuesta a aceptarlo, se fue a buscarlo a Luga, con los nazis al otro lado del río. Cometió aquella locura para recuperar a su hermano, que también la quería con locura.

Otro instante fugaz en que Tatiana casi había sido de Alexander. Se acostaron juntos en la tienda de campaña y los dos sabían que aquél era el único lugar en el que querían estar. A pesar de la presencia de los soldados de Hitler a unos cientos de metros, a pesar de las costillas rotas de Tatiana, de su pierna rota y de su corazón destrozado, a pesar de la pérdida de Pasha.

Alexander la oyó sollozar.

–Tenemos que encontrarlo, Shura -exclamó Tatiana.

–Tania…

–Tenemos que encontrarlo. No puedo volver a casa sin encontrarlo. No puedo fracasar. No conoces a mi familia. No me conoces.

–Sí que te conozco, Tania. Tendrás… tendréis que aprender a vivir con lo que os queda.

–No digas eso. No puedo vivir sin Pasha.

–Lo siento, Tania -contestó Alexander, que apenas podía articular las palabras.

–No puedo, sencillamente. Es mi hermano, ¿no lo entiendes? ¿Y si está esperándome en algún sitio y yo no voy en su busca? ¿Quien lo rescatará del enemigo si no es su familia? ¿Y si se está preguntando por qué tardo tanto en ir a salvarlo, Alexander?

–¿Y por qué iba a estar esperándote?

–Porque sabe lo que soy para él y sabe que no puedo abandonarlo.

Alexander no dijo nada. Pasha era afortunado de contar con una persona como Tatiana.

–No hay ni rastro de él, Tania. Os separan dos millones de soldados alemanes. No puedes caminar, no puedes doblar la cintura. Estás herida y él está desaparecido. Déjalo en paz con Dios.

A la mañana siguiente, cuando estaban solos en el bosque y empezaron a caer bombas y él se tumbó encima de ella para protegerla con su cuerpo, no pudo contenerse más y la besó. Podrían haber muerto allí mismo, entre los árboles. Alexander casi deseó morir cuando pensó fugazmente en lo que les esperaba: la desesperación, las decepciones, Dasha, Dimitri, Hitler, Stalin, guerra por todas partes. Deseó ser eternamente joven, vivir para siempre en aquel mismo instante, bajo los árboles en llamas.

Pero Alexander sobrevivió y llevó a Tatiana de vuelta con sus afligidos familiares.

Pasha no apareció. Unas semanas después les dijeron que había muerto en el incendio de un tren. El padre no se recuperó de la impresión y se dio a la bebida, hasta que tampoco quedó nada de él. Pasha era su único hijo varón. Alexander, que también era el único hijo de sus padres, se alegró de haber podido confortar a Harold en la cárcel. ¿Cómo era tener un padre, una madre que por la noche se acercaba a la cabecera de tu cama a darte un lloroso beso de buenas noches?

Era incapaz de recordarlo.

Empezó a ver a Tatiana como una posibilidad desperdiciada, un momento que había pasado hacía tiempo. No podía negar sus sentimientos, pero decidió que a ella le correspondía otra vida, otro tiempo, otro hombre.

Sin embargo, Tatiana quería más.

El problema era que Alexander no podía darle nada más. No tenía nada.


Capítulo 17


Navidad en Nueva York, 1943


Vikki invitó a Tatiana y al niño a pasar la Nochebuena en casa de sus abuelos.

Cuando llegaron, Tatiana vio que también estaba Edward.

–¿Por qué lo has invitado? – susurró a Vikki en la cocina.

–Él también celebra la Navidad, Tania.

Un rato después, Tatiana estaba sentada al lado de Edward en el sofá, tomando sorbitos de un brebaje que recibía el nombre de ponche y sosteniendo en el regazo a su bebé de seis meses, que también quería probar el ponche. Edward le contó que cuatro días antes lo habían echado de casa. Al parecer su mujer estaba harta de que trabajara tanto y pasara tan poco tiempo con ella.

–A ver si lo entiendo -dijo Tatiana-. ¿Te ha echado porque no pasabas suficiente tiempo con ella?

–Exacto.

–¿Y eso no significa que aún pasarás menos tiempo con ella? – insistió Tatiana.

Edward se echó a reír.

–Me parece que mi mujer no me apreciaba mucho, Tania -concluyó.

–Es triste que una esposa sienta eso por su marido -comentó Tatiana.

Vikki se les acercó con una bandeja de galletitas con miel. Su expresión orgullosa hizo que Tatiana la definiera silenciosamente como «problemática».

Habían puesto un disco de música navideña, la casa olía a jengibre, a tarta de manzana y al ajo de la salsa para los espaguetis, incluso los colores rojizos del apartamento resultaban muy adecuados para la celebración y Vikki llevaba un vestido de terciopelo marrón que combinaba muy bien con el castaño aterciopelado de su pelo y de sus ojos. Isabella y Travis les dieron de comer como si el país no estuviera en guerra. La conversación fluía ligera como el vino.

Después de la cena, Tatiana se retiró un momento para dar de mamar a su hijo. El rumor de las conversaciones navideñas inundaba el resto del piso, pero el dormitorio donde ella acunaba a su hijo con los ojos cerrados estaba oscuro, caldeado y silencioso.

Aquella Nochebuena, la joven Tatiana no encontró consuelo en las oraciones de la misa del Gallo, ni en la cena familiar, ni en la compañía de Vikki, ni en su habitación de la isla de Ellis. Mientras daba de mamar a su hijo, una única palabra le golpeaba el alma a cada segundo y retumbaba en las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, en la leche que fluía de sus pechos y en los latidos de su corazón: Alexander.


En Navidad, Ellis era un lugar triste. A Tatiana, sin embargo, la reconfortaba sentirse necesitada por alguien que no era su hijo. Daba de comer a los heridos cubiertos por las sábanas blancas y les decía que pensaran en sus hermanos de armas, que no tenían una cama donde descansar ni a nadie que los consolara.

–Eso es porque no está usted cuidándolos -comentó con un acento muy marcado un piloto que se llamaba Paul Schmidt.

Era un militar alemán que había combatido en North Channel, bombardeando los buques que transportaban alimentos y armas hacia el mar del Norte. Los norteamericanos lo habían rescatado cuando su avión había caído al agua. En el barco que lo llevaba a Estados Unidos le habían amputado las piernas, y ahora que estaba a punto de terminar la convalecencia iban a repatriarlo. Paul explicó que no quería regresar a su país.

–Si no estuviera tullido, me obligarían a trabajar como han hecho con los demás prisioneros alemanes, ¿no?

–Puede que lo envíen a trabajar a algún lado -observó Tatiana-. Podría ordeñar vacas en una granja, por ejemplo.

–Lo que me gustaría -explicó el piloto con una sonrisa- es que una americanita guapa se casara conmigo para no tener que volver.

–Pídaselo a otra enfermera -dijo Tatiana, con otra sonrisa-. Yo no soy norteamericana.

–No me importa -contestó el piloto, sin que el interés de su mirada se desvaneciera.

–¿Y cree que la esposa que lo espera en su país estaría contenta si usted se volviera a casar?

–No hay por qué decírselo -contestó el soldado, risueño.

Tatiana le contó algunas cosas de su pasado. Le resultaba más fácil charlar con los soldados italianos y alemanes que con Vikki y con Edward, a los que no se atrevía a describir su vida anterior a Estados Unidos, entre las nieves de Leningrado y las lluvias de Lazarevo. En cambio, aquellos soldados moribundos y desarraigados la entendían muy bien, se identificaban con ella.

–Me alegro de no estar en el Frente Oriental -manifestó Paul Schmidt.

«Yo no -quiso decir Tatiana-, porque allí, mi vida tenía sentido.»

–Pero no fue allá donde cayó herido -observó.

Se inclinó para seguir dándole de comer, sin apartar la mirada de la cuchara metálica y el plato de esmalte. Trató de pensar únicamente en el aroma del caldo, la textura de la sábana almidonada y de las mantas de lana y el frescor de la sala. Quería alejar las imágenes del Frente Oriental. Dando de comer a su marido… acercándole la cuchara a los labios… durmiendo en la butaca contigua a su cama… apartándose unos pasos y dándole la espalda…

No. ¡No!

–No se puede imaginar cómo nos están tratando los soviéticos -insistió el piloto.

–Me hago una idea, Paul -aseguró Tatiana-. El año pasado era enfermera en Leningrado. Y poco antes, vi lo que sus compatriotas hacían con nuestros soldados.

El piloto meneó la cabeza con tanta vehemencia que el caldo se le salió de la boca. Tatiana le limpió la barbilla con la servilleta y le acercó otra cucharada.

–Los soviéticos ganarán la guerra -dijo él, y bajó la voz-. ¿Y sabe por qué?

–¿Por qué?

–Porque no valoran la vida de sus hombres.

–¿Y Hitler valora la de los suyos? – preguntó Tatiana tras un momento de silencio.

–Más que Stalin. Hitler se esfuerza en curarnos para que podamos volver al frente, pero Stalin deja morir a sus hombres y luego manda al frente a chavales de trece o catorce años que también terminan muriendo.

–Pronto no quedara nadie a quien enviar -reflexiono Tatiana.

–Antes de llegar a ese punto, Stalin habrá ganado la guerra.

Tatiana tuvo que dejar a Paul para atender a otros heridos, pero más tarde volvió con él y le llevó un té con leche y unas pastitas navideñas.

–Por cierto, se equivoca respecto a mí -aseguró Paul-. Caí herido en Rusia, en Ucrania. Derribaron el bombardero que pilotaba y estuve a punto de perder el estómago en la caída. – Hizo una pausa como si recordara algo-. De perderlo literalmente.

–Lo entiendo -dijo Tatiana.

–Cuando me curé me enviaron a North Channel porque era menos peligroso. Qué paradoja, ¿no? Mi capitán decidió que ya no era tan buen piloto. Pero ¿sabe?, los partisanos soviéticos que me recogieron el año pasado en Ucrania no me mataron. No sé por qué se apiadaron de mí, quizá porque era Navidad.

–No creo que se apiadaran porque fuera Navidad -contestó amablemente Tatiana-. Los soviéticos no la celebran.

El piloto alemán la miró muy serio.

–¿Por eso está usted aquí? ¿Porque para usted no es fiesta?

Tatiana negó con la cabeza. Quiso persignarse para darle ánimos, pero se contuvo. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Quería exhibir una fachada inexpugnable y dura como una roca, ser como Alexander… Pero no podía.

–Estoy aquí para que los heridos sepan que no están solos aunque estén lejos de su tierra -explicó con voz temblorosa-. Estoy aquí porque tengo la esperanza de que si los trato bien, si les doy un poco de consuelo, entonces quizás, en otro lugar, alguien tratará bien a…

Le resbaló una lágrima por la mejilla.

–¿Cree que las cosas funcionan así? – preguntó Paul, mirándola sorprendido.

–No sé cómo funcionan las cosas -respondió Tatiana.

–¿Él está en el Frente Oriental?

–No sé dónde está-dijo Tatiana.

Seguía sin dar crédito al certificado que guardaba en su habitación, en el interior de la mochila negra.

–Pues rece para que no esté en el Frente Oriental. No duraría ni una semana.

–¿No?

El rostro de Tatiana reflejó seguramente su desánimo, porque Paul le dio una palmadita en la mano y añadió:

–No piense en eso, enfermera… ¿Sabe qué es lo que él más desea, esté donde esté?

–¿Qué?-susurró Tatiana.

–Que usted esté a salvo -contestó Paul.


Navidad en Nueva York.

Navidad en el Nueva York de los tiempos de guerra. El año anterior Tatiana había celebrado la Nochevieja en el hospital Gresheski, con el doctor Matthew Sayers y las demás enfermeras. Bebieron vodka y brindaron con los pocos pacientes que no dormían y tenían fuerzas suficientes para alzar el vaso. Tatiana sólo pensaba en ir al frente para encontrarse con Alexander. Tenían previsto marcharse al cabo de cinco días. Alexander aún no lo sabía, pero Tatiana encontraría el modo de salir con él de la Unión Soviética. No había luces de Navidad en Leningrado. La ciudad estaba cubierta de escombros. En Nochevieja los alemanes lanzaron proyectiles desde Pulkovo, y el primer día del año los bombardearon desde el aire. Cuatro días después, Tatiana salía de Leningrado en un jeep de la Cruz Roja conducido por el doctor Sayers y pensaba: «¿Volveré a ver Leningrado alguna vez?».

Y ahora tenía la impresión de que nunca volvería a verlo.

Lo que veía ahora no era Leningrado sino Nueva York en Navidad. Veía las calles de Little Italy adornadas con lucecitas verdes y rojas, y la calle Cincuenta y siete adornada con bombillas blancas, y el remate del Empire State iluminado en rojo y verde, y el árbol del Rockefeller Center. Por ser Navidad, el gobierno permitió encender las luces de los rascacielos durante una hora, pero después tuvieron que apagarlas por la guerra.

Tatiana empujaba el cochecito de Anthony bajo la nieve, rodeada de una multitud bulliciosa y cargada con bolsas de regalos. Ella no llevaba nada porque sólo había salido a pasear por las calles nevadas y alegres del Nueva York de los tiempos de guerra, pensando que Alexander, en Boston, había vivido diez diciembres como ése. Diez diciembres con canciones navideñas, con bolsas y paquetes bajo los brazos, con el constante tintineo de los cascabeles, con árboles cubiertos de guirnaldas luminosas, con cafeterías que proclamaban en el escaparate: «JESÚS ES EL MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN».

Alexander había vivido todo eso, y sus padres le habían hecho regalos, y Santa Claus había visitado su casa en Navidad. Tatiana entró en una juguetería y compró un trencito para Anthony. El niño demasiado pequeño para jugar con él, pero ya crecería.

En el escaparate de Bergdoff, en la esquina de la calle Cincuenta v ocho y la Quinta Avenida, Tatiana vio unas mantas con dibujos navideños y, como hacía frío y estaba pensando en Alexander, entró en la tienda y preguntó cuánto costaban. Eran de cachemira pura y valían la escandalosa cantidad de cien dólares cada una. La dependienta le dijo el precio y le dio la espalda como si diera por terminada la conversación. Acto seguido se giró como si acabara de recordar algo, le arrebató la manta de las manos y volvió a darle la espalda.

–Me llevaré tres -dijo Tatiana, sacando el dinero del monedero-. ¿En qué colores las tienen?

Aquella noche, en la isla, madre e hijo durmieron en la cama de Tatiana, abrigados con dos mantas de cachemira. La tercera estaba reservada para el padre de Anthony.

Nueva York en Navidad. Había jamón, y había queso, y había leche y chocolate y cien gramos de carne para cada uno, y había la alegría de las madres que buscaban juguetes para sus hijos y esperaban a los soldados que volvían a casa a pasar las fiestas.

No era el caso de Vikki, que ya se había divorciado de su marido. Y tampoco el de Tatiana, que había perdido al suyo. Pero sí el de otras mujeres.

Los árboles de la ciudad resplandecían bajo las guirnaldas de luces blancas. En Ellis, las enfermeras decoraron un abeto para los soldados alemanes e italianos; el problema era que ninguna quería trabajar en Navidad, aunque les duplicaran o triplicaran el sueldo o les dieran una semana de vacaciones. Tatiana trabajó por el triple del sueldo y por una semana de vacaciones.

Nueva York en Navidad.

Mientras empujaba el carrito de Anthony por la calle Mulberry, camino de la casa de Vikki en Little Italy, Tatiana entonaba en voz baja El largo sendero, una canción que había oído en la radio del hospital:

Un largo sendero se adentra,

en la tierra de mis sueños,

donde cantan las alondras

y brilla la luna blanca.

Me espera una larga noche

hasta que mis sueños se cumplan,

hasta el día en que recorra

este largo sendero contigo.


Capítulo 18


Alexander y los alemanes, 1943


Los soviéticos seguían muriendo en Siniavino, y los alemanes seguían apostados en las colinas.

Alexander seguía enviando soldados a reparar las vías, y los soldados seguían cayendo. El teniente coronel Muraviev, al mando de varios batallones regulares y disciplinarios, no se mostró muy dispuesto a escuchar sus protestas.

–Es un batallón de castigo -le dijo-. ¿Sabe qué quiere decir eso, capitán?

–Lo sé -respondió Alexander-. Pero déjeme que le haga una pregunta. Sólo estudié matemáticas hasta la secundaria, pero… si el ritmo de bajas es de treinta al día, ¿cuánto durarán mis doscientos hombres?

–Ésta me la sé -exclamó Muraviev-: ¡seis días!

–Exacto. Ni una semana. Los alemanes tienen a trescientos soldados apostados en las montañas, y a nosotros no nos queda prácticamente ninguno.

–No se preocupe. Le proporcionaremos más soldados para que los envíe a la línea férrea. Como siempre.

–¿Es ése el objetivo? ¿Que los alemanes hagan prácticas de puntería con nuestros hombres?

–Ya me avisaron de que era usted conflictivo -declaró Muraviev, lanzándole una mirada torva-. No olvide que está al mando de un batallón disciplinario. La seguridad de sus hombres no es asunto mío. Ocúpese de arreglar las vías y cierre el pico.

Alexander salió de la tienda sin hacer el saludo reglamentario.

Estaba claro que tendría que tomar cartas en el asunto. No esperaba a Stepanov, pero se habría conformado con un superior que tuviera sólo el 10 % de su talento. ¿Por qué iba a preocuparse Muraviev por los soldados del batallón de Alexander? Todos eran reos de la justicia. Entre sus delitos estaba haber tenido una madre perteneciente a una orquesta que mantenía correspondencia con músicos franceses, aunque la mujer ya estuviera muerta y la orquesta se hubiera disuelto muchos años atrás. A otros los habían visto entrar en una iglesia, antes de que Stalin declarase al Pravda que él también creía en «cierto tipo de Dios». Otros habían estrechado casualmente la mano de un ciudadano a punto de ser detenido. Algunos habían sido vecinos de una persona acusada de algún delito.

–Yo soy uno de ésos: tuve la mala suerte de ocupar la cama contigua a la suya, capitán -manifestó Ouspenski.

Alexander sonrió. Se dirigían al cobertizo que se empleaba como arsenal. Alexander había pedido a Ouspenski que lo acompañara porque quería solicitar un mortero de 160 milímetros.

El día anterior, al amanecer, había subido a una colina cercana a las vías para observar cómo caían sus hombres. Oculto entre los arbustos y usando unos prismáticos de campaña, localizó el punto de partida de las tres bombas que arrojaron los alemanes. Estaban a dos kilómetros por lo menos. Por eso necesitaba un mortero de 160 milímetros, el único capaz de hacer blanco a esa distancia.

Por supuesto, el responsable del arsenal se negó a darle el mortero. El sargento que atendía el mostrador le dijo que un batallón disciplinario no estaba autorizado a emplear morteros y que la solicitud tenía que estar firmada por su mando inmediato. Pero Muraviev se rió de Alexander y se negó a ayudarlo.

–He perdido a ciento noventa y dos hombres en siete días. ¿Habrá reos suficientes para reparar la línea?

–¡Órdenes son órdenes, Belov! El mortero es para la compañía que tiene que atacar a los alemanes en Siniavino la semana próxima.

–¿Sus hombres pretenden subir hasta la cima de una montana pertrechados con un arma tan pesada, coronel?

Muraviev le ordenó que saliera de la tienda.

Alexander terminó hartándose y convocó al sargento Melkov. Aquella noche, Melkov, el que mejor aguantaba el vodka de todo el batallón, invitó a beber al vigilante del cobertizo hasta que éste se quedó dormido en la silla y no pudo oír los crujidos de la desvencijada puerta de madera cuando Alexander y Ouspenski entraron a por el mortero. Tuvieron que hacerlo rodar a lo largo de un kilómetro, en plena noche. Entretanto, Melkov, que se había tomado el encargo en serio, los esperó junto al vigilante, echándole tragos de vodka por el gaznate cada quince minutos.

Poco antes de las cinco de la mañana, siete de los hombres de Alexander bajaron a las vías como cebo.

A través de los prismáticos, Alexander vio cómo la primera bomba dibujaba una curva sibilante desde el punto de origen hasta la línea férrea. Sus hombres lograron escapar indemnes. Alexander y Ouspenski tuvieron que aunar sus fuerzas para introducir la bomba explosiva dentro de la recámara.

–No lo olvide, Nikolai -dijo Alexander mientras dirigía el cañón hacia las montañas-. Sólo tenemos dos proyectiles: dos únicas oportunidades de acabar con los putos alemanes. Y este trasto tiene que estar en el arsenal dentro de veinte minutos, antes del cambio de guardia de las seis.

–¿No se darán cuenta de que faltan las dos bombas mayores?

Alexander dirigió los prismáticos hacia la montaña bañada en la luz azul del amanecer.

–Me da igual que se enteren, mientras consigamos aplastar a esos alemanes de mierda. De todos modos, no creo que se fijen. ¿Cree que alguien lleva algún tipo de inventario? ¿El vigilante borracho, tal vez? De ése ya se encarga Melkov, que además aprovechará para sacar treinta ametralladoras.

Ouspenski soltó una carcajada.

–No se ría, desequilibrará el mortero -dijo Alexander-. ¿Está listo?

Encendió la mecha.

La mecha ardió durante dos segundos, el retroceso retumbó como un terremoto y el primer proyectil salió silbando del cañón y dibujó un arco de un kilómetro y medio. Alexander lo vio caer y estallar entre los árboles. En el momento en que la primera bomba alcanzo su objetivo, la segunda ya estaba en camino. Alexander no se fijó dónde caía el segundo proyectil porque ya había empezado a desmontar el mortero. Dejando a Ouspenski a cargo de los soldados, devolvió la pesada pieza de artillería al arsenal y tuvo tiempo de cerrar la puerta y arrojar el manojo de llaves en el regazo del vigilante inconsciente cuando faltaban dos minutos para las seis.

–Buen trabajo -dijo cuando Melkov y él se apresuraban a volver a sus respectivas tiendas para la inspección matinal.

–Gracias, señor -respondió Melkov-. Ha sido un placer.

–Ya lo veo -contestó Alexander, sonriente-. Que no lo pille en otro momento bebiendo así, o irá directo al calabozo.

El vigilante estuvo cuatro horas inconsciente y fue relevado de sus funciones por negligencia grave.

–¡Tiene suerte de que no falte nada, cabo! – lo reprendió Muraviev.

Como castigo, el vigilante tuvo que trabajar una semana en el comando encargado de reparar las vías.

–Tiene suerte de que los alemanes lleven dos días tranquilos cabo. De no ser así, ya estaría usted muerto -le aseguró Alexander

Sus hombres pudieron reparar las vías mientras los alemanes se reorganizaban, y cinco trenes cargados de alimentos y medicinas consiguieron llegar a Leningrado.

Los alemanes retomaron más tarde los bombardeos, pero no por mucho tiempo porque Muraviev terminó cediendo el mortero a Alexander. Después de localizar la posición de los alemanes en Siniavino y dispararles unos cuantos proyectiles, un batallón del Ejército 67 subió hasta la cima del monte mientras los hombres de Alexander los defendían desde el valle con la artillería.

El batallón no regresó, pero los alemanes ya no volvieron a bombardear el ferrocarril.

En el otoño de 1943, el Ejército 67 ordenó al batallón disciplinario de Alexander (reducido a sólo dos compañías, con 144 soldados en total) que cruzara el Neva al sur de Pulkovo para atacar los últimos bastiones del cerco de Leningrado. Esta vez le proporcionaron algunas piezas de artillería (ametralladoras pesadas, morteros, bombas antitanque y una caja de granadas). Cada uno de sus hombres disponía de una ametralladora ligera y de abundante munición. Durante doce días del mes de septiembre de 1943, el séptimo batallón, junto con dos batallones más y una compañía motorizada, bombardearon a los alemanes en Pulkovo. Contaron con el apoyo aéreo de dos Shtukarevich, pero no les sirvió de nada.

Los árboles se quedaron sin hojas, el sargento Melkov murió, llegó el frío, el decimocuarto invierno desde que la familia Barrington se había trasladado a la Unión Soviética, el segundo desde el que se había llevado a todos los familiares de Tatiana, y Alexander no cejó en su sangriento avance hacia la cima de la montaña. Recibió cientos de soldados más. En diciembre de 1943 logró expulsar a los alemanes de la ladera oriental de la montaña.

Desde lo alto del Pulkovo, mirando al norte, Alexander podía ver las escasas luces que aún brillaban en Leningrado. A menor distancia en un día claro, veía las columnas de humo de la Kirov, que seguía produciendo armas para la defensa de la ciudad. Con los prismáticos alcanzaba a ver el muro exterior, y podía verse a sí mismo con la gorra en la mano, esperando día tras día, semana tras semana, a que saliera Tatiana por las puertas de la fábrica.

Pero para eso no necesitaba subir a la cima del Pulkovo.

Alexander celebró la Nochevieja de 1943 sentado frente a una hoguera acompañado de sus tres tenientes, sus tres subtenientes y sus tres sargentos. Bebió vodka con Ouspenski. Todos veían con optimismo el futuro y pensaban que los alemanes no tardarían en irse de Rusia. Después de los acontecimientos del verano, de los hechos de Siniavino y de la batalla de Kursk, de la liberación de Kiev en noviembre y la de Crimea hacía tan sólo unas semanas, Alexander estaba convencido de que 1944 sería el último año con alemanes en suelo soviético. Su misión era avanzar hacia el oeste con el batallón disciplinario y enviar a los alemanes de vuelta a su tierra.

Ésta fue su decisión de Año Nuevo: avanzar hacia el oeste, donde estaba su única esperanza.

Se animó a beber otro vaso. Alguien que ya estaba borracho contó un chiste malo sobre Stalin. Otro lloró por su mujer. Alexander estaba casi seguro de que no había sido él. Intentaba mantener una fachada de dureza. Ouspenski brindó con él y se terminó la botella de vodka.

–¿Por qué no nos dan permiso como a los demás soldados? – se quejó Ouspenski, bebido, deprimido y sentimental-. ¿Por qué no podemos pasar el Año Nuevo en casa?

–No sé si se ha dado cuenta, teniente, pero estamos en guerra. Mañana dormiremos hasta que se nos pase la resaca, y el martes volveremos a la batalla. Antes de un mes habremos roto el cerco de Leningrado. Habremos echado a los nazis y la ciudad se habrá salvado gracias a nuestros esfuerzos.

–Me importan una mierda los nazis. Lo que quiero es ver a mi mujer -exclamó Ouspenski-. Usted no tiene a donde ir… por eso piensa en expulsar a los alemanes.

–Sí tengo a donde ir -respondió pausadamente Alexander.

–¿Tiene familia? – le preguntó Ouspenski, mirándolo con suspicacia.

–Por aquí no.

Por algún motivo, su respuesta sólo sirvió para poner aún más melancólico a Ouspenski.

–Mírelo por el lado bueno, Nikolai -dijo Alexander, animándose a llamarlo por el nombre de pila-. Ahora mismo no estamos rodeados por el enemigo, ¿no?

Ouspenski no dijo nada.

–Nos hemos acabado una botella de vodka en un par de horas -continuó Alexander-. Hemos podido comer jamón, arenque ahumado, encurtidos y hasta pan negro recién hecho. Hemos contado chistes, nos hemos reído, hemos fumado… Piense que podría ser mucho peor.

Alexander no quería que su mente se adentrase en sus propias cámaras de tortura.

–No sé usted, capitán, pero yo tengo una mujer y dos niños y no los veo desde hace diez meses. La última vez fue justo antes de caer herido. Mi mujer cree que estoy muerto. Estoy seguro de que no le llegan mis cartas, porque no me contesta.

Ouspenski hizo una pausa y se echó a temblar como una hoja.

Alexander no respondió.

«Yo tengo una mujer y un hijo y tampoco puedo verlos. ¿Qué ha sido de ella, qué ha sido del niño? ¿Habrán llegado a algún sitio? ¿Estarán a salvo? ¿Cómo puedo continuar viviendo sin saber si Tatiana está bien?

»No puedo.

»No puedo seguir viviendo sin saber si ella está bien.»

No temerás los terrores de la noche… ni la flecha que vuela de día…

Ouspenski abrió otra botella de vodka y tomó directamente un trago.

–¡A la mierda todo! – exclamó-. La vida es muy dura.

Alexander le arrebató la botella de las manos y bebió un trago él también.

–¿Comparada con qué? – preguntó.

Dio una calada al cigarrillo, dejando que el humo acre pasara a través del nudo que le oprimía la garganta.

-Vamos a emborracharnos, Tania.

-¿Por qué?

-Para fumar, para beber, para celebrar tu cumpleaños y nuestra boda para divertirnos -contesta Alexander, encogiéndose de hombros.

-Tonto… Mi cumpleaños fue hace una semana y ya lo celebramos. -Tatiana sonríe-. Hiciste helado, ¿no te acuerdas?

Alexander la levanta hasta que sus pies no tocan el suelo.

Ella lo rodea con sus brazos.

-De acuerdo, tomaré un poquito de vodka.

-Un poquito no. Una cantidad inconmensurable. ¡Alcemos los vasos…!

En el claro del bosque, junto al fuego, Alexander sirve dos vasos de vodka. Ella está arrodillada sobre la manta, mirándolo expectante. Él se arrodilla delante de ella.

-…Y brindemos por nuestra maravillosa vida.

Tatiana alza el vaso.

-De acuerdo, Alexander. Brindemos por nuestra maravillosa vida.


Capítulo 19


Nueva York, junio de 1944


La habitación es totalmente blanca. Los visillos blancos apenas se mueven. La ventana está cerrada y no hay corriente. No entra el aire rosado y luminoso del exterior.

Estoy sentada en el suelo de mi habitación blanca. La puerta marrón claro está cerrada. La aldaba metálica está en su sitio. Las bisagras están oxidadas y crujen al girar.

Abrir y cerrar.

Sostengo frente a mí la mochila negra, y dentro de la mochila, él está vivo. Su gorra beige, su fotografía en blanco y negro, con sus dientes tan blancos y sus ojos de color caramelo.

Estoy sentada en el suelo de baldosas grises, y fuera, a menos de una hora de aquí, está el monte Bear. Y los árboles de la montaña se tiñen de bermellón y sepia a la luz cobriza del atardecer. Como sus ojos del color del cobre y sus labios del color del ocaso. En Central Park puedo jugar al béisbol con mi bate marrón. Como él cuando era niño… cuando era un Boy Scout.

Puedo hacer un nudo corredizo como él me enseñó.

Puedo subirme a un árbol.

Puedo balancearme a la luz de la luna.

Hundirme en el agua, bajo el cielo carmesí.

A través de la ventana, justo detrás del blanco, amarillo y rojo de la bandera norteamericana, más allá de la puerta dorada y los pabellones neogóticos de Ellis, resplandece la bahía de aguas turquesa que conduce al mar salobre y agitado, al océano rugiente y sollozante.

Mis colores van de la luna al sol, del óxido al cielo. Los océanos nos separan cuando nos sumergimos en la tormenta blanca de la que fue y será mi vida. La tormenta de cielo y de hielo y de niebla y de bruma. El hielo resquebrajado se cubre de sangre. Bajo el hielo estás tú, y también estoy yo. Estoy sentada sobre las baldosas grises, pasó los dedos por la tela negra de la mochila, por el cañón metálico de la pistola, por las hojas amarillentas de tu libro salvador, por los billetes de dólar nuevecitos y verdes, de los que aún quedan tantos.

Toco la fotografía en la que estamos tú y yo recién casados, volando el uno hacia el otro tras despegar las alas rojas del fuego prometeico.

Fuera ululan las sirenas, la pelota choca con el bate, llora el niño sangra el hielo grisáceo. Y yo sigo sentada sobre las baldosas, y delante tengo la mochila negra que contiene nuestra súbita esperanza. Eternamente sobre el suelo, la mochila del color de mi tristeza.

–¿Qué te pasa, Tania?

Vikki estaba de pie en el umbral de la habitación. Anthony jugaba sentado en el suelo. Tatiana se había tumbado en el suelo y había reclinado la cabeza en las baldosas.

–Nada.

–¿No trabajas hoy?

–Ya me levanto…

–Pero ¿qué te pasa? – insistió Vikki, perpleja.

–Nada… -contestó Tatiana.

Pensó que había hablado en un susurro. Tenía los ojos tan hinchados que no los podía abrir. Casi no veía.

–¡Son las ocho! ¿Has estado llorando? Acaba de empezar el día…

–Ahora me visto. Tengo turno.

–¿Quieres que hablemos?

–No. Estoy bien. Hoy cumplo veinte años.

–¡Felicidades! ¿Por qué no me lo habías dicho? Saldremos a celebrarlo… ¿Qué te pasa? ¿Por qué te entristece tanto un cumpleaños?

-Me parece increíble que nos hayamos casado el día de mi cumpleaños -dice Tatiana.

-Así nunca me olvidarás.

-¿Cómo podría olvidarte, Alexander? – pregunta Tatiana, tendiendo una mano hacia él.

Tatiana no celebró su cumpleaños. Trabajó durante todo el día y por la tarde jugó con el niño. Por la noche, con las cortinas descorridas y las ventanas abiertas para que la brisa del mar circulara a sus anchas por la habitación, se arrodilló al lado de la cama y oprimió con la mano las alianzas que pendían de su cuello. Hacía casi un año que estaba en Estados Unidos. En la noche de su vigésimo aniversario, en su habitación de Ellis, Tatiana se sentó en el suelo después de dar de mamar a Anthony y por primera vez desde que había salid de la Unión Soviética vació la mochila negra y fue sacando todo lo que había en el interior: la pistola alemana, el ejemplar de El jinete de bronce, el diccionario ruso-inglés, la foto de Alexander, su foto de bodas, la gorra de oficial y todo lo que había en los bolsillos.

Fue entonces cuando descubrió la medalla de Héroe de la Unión Soviética que en otro tiempo había pertenecido a Alexander.

Se quedó mirándola desconcertada durante lo que le parecieron varias horas, e incluso salió a echarle un vistazo a la luz del día por si se había equivocado.

El sol llegó a la cúspide y empezó a bajar. Hacía calor. Las aguas de la bahía centelleaban. Y Tatiana seguía contemplando atónita la medalla. ¿Era un error?

Tatiana, con la misma claridad con que veía los veleros en el agua, veía la medalla colgada del respaldo de una silla la última vez que había ido a visitar a Alexander con el doctor Sayers. Alexander había dicho: «Mañana por la tarde me tendréis aquí otra vez, ascendido a teniente coronel», y Tatiana había sonreído feliz y había contemplado la medalla en el respaldo de una silla, junto a la cama que ocupaba su marido en el hospital.

¿Cómo había ido a parar a la mochila? Tatiana no se la había quitado a su marido.

«¿Qué significa esto?», susurró. Cada vez lo entendía menos. Cuanto más se esforzaba en pensar con claridad, más infranqueable se volvía la barrera de hormigón erigida por su mente.

Sabía que el doctor Sayers le había dado la mochila poco después de que ella se desplomara en el suelo del despacho al saber que el camión de Alexander había sufrido un accidente y se había hundido en el Ladoga, y antes de que el doctor y ella se subieran al jeep de la Cruz Roja que los llevó a Finlandia.

Tatiana seguía desplomada en el suelo mañana y noche, entre los heridos y las compras, entre la comida y la cena, entre Vikki y Edward, entre Ellis y Anthony. Subía al transbordador pero seguía tumbada sobre las baldosas, y delante de ella estaba la mochila, y en la mochila estaba la medalla que pertenecía a Alexander.

¿Se la habría dado él mismo? ¿Podría haber olvidado una cosa así? El doctor Sayers le había entregado la gorra de oficial justo después de contarle lo que le había sucedido a Alexander. ¿Le había dado la medalla, además? Tatiana lo dudaba. ¿Había sido el coronel Stepanov? También lo dudaba. Tatiana se incorporó y se puso la medalla al cuello, al lado de las alianzas.

Pasó un día, pasó otro, pasó un día más…

–¿De dónde ha sacado eso? – le preguntó en un rudimentario inglés uno de los soldados heridos-. Es una medalla que se otorga únicamente a los militares más destacados. ¿De dónde la ha sacado?

Cada vez que Tatiana daba de mamar a su hijo, cada vez que contemplaba su carita cuando lo tenía en brazos, no podía evitar pensar que si Alexander hubiera llevado puesta la medalla el día en que se lo llevaron, las cosas habrían sido diferentes. Sabía que un militar al que se llevaban para concederle un supuesto ascenso podía intentar defenderse hablando de su coraje, de sus hazañas militares, de su patriotismo.

«El doctor me dio la gorra, pero es imposible que le quitara la medalla a Alexander. Y de haberlo hecho, habría dicho claramente: «Toma, Tania, ésta es la gorra de tu marido y ésta es su medalla; quédatelo todo tú.»

No. La medalla estaba escondida en un bolsillo secreto del compartimiento más pequeño de la mochila. Y no había nada más en el bolsillo, y Tatiana no la habría encontrado si no hubiera vaciado la mochila y palpado la tela para ver si quedaba algo dentro.

¿Por qué la había escondido el doctor Sayers?

¿Por qué no se la había dado junto con la gorra?

Porque temía que suscitara demasiadas preguntas.

Tatiana pensó que tal vez se había vuelto demasiado suspicaz. ¿De qué sospechaba?

Por muchas vueltas que daba al asunto, no conseguía imaginar qué había sucedido. Siguió haciendo su vida, trabajando y dando de mamar al niño, hasta que una tarde de finales de junio abrió los ojos y ahogó una exclamación.

Por fin sabía qué había sucedido.

Si el doctor Sayers le hubiera enseñado la medalla, Tatiana habría aceptado de otro modo la noticia. Se habría puesto a elucubrar y se habría hecho demasiadas preguntas. Habría empezado a sospechar de detalles concretos.

Ahora bien, el doctor Sayers no sabía que Tatiana podía reaccionar así.

La única persona que podía saberlo era el hombre moreno y de brazos envolventes. Él sí que podía saberlo.

Alexander quería dejar su condecoración más preciada en manos de Tatiana, pero debía ocultársela al principio para evitar sospechas. Por eso, cuando estaba caído sobre el hielo, o en el hospital, o donde fuera, habló con el doctor Sayers y le pidió que esperase.

Lo cual quería decir que todo era un montaje en el que había colaborado el doctor Sayers.

¿También formaba parte del plan la muerte de Alexander?

¿O la muerte de Dimitri?

Tatiasha… Acuérdate de Orbeli.

Éstas eran las últimas palabras que Alexander había dicho a Tatiana. «Acuérdate de Orbeli.» ¿La estaba animando a recordar en ese momento algo que conocían los dos o le estaba pidiendo que más adelante pensara en Orbeli?

Tatiana no durmió en toda la noche.


Capítulo 20


Bielorrusia, junio de 1944


Alexander llamó a Nikolai Ouspenski a la tienda. Llevaban dos días acampados en el oeste de Lituania, esperando nuevas instrucciones.

–¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente?

–No sé a qué se refiere, capitán.

–Esta mañana ha venido a verme muy contento y me ha dicho que el tanque ya estaba reparado.

Ouspenski sonrió de oreja a oreja.

–Y así es, capitán.

–Me sorprende saberlo, teniente.

–¿Por qué, señor?

–Por un motivo muy sencillo -respondió Alexander con paciencia-: porque no sabía que el tanque necesitase reparación.

–No funcionaba, señor. Había que regular los pistones del motor diesel.

–Muy bien, teniente -asintió Alexander-. Pero esto nos lleva a la segunda cosa que me ha sorprendido.

–¿Y cuál es, señor?

–¡Que en este puto batallón no tenemos ningún tanque!

–No es así, señor -contestó Ouspenski, sonriente-. Tenemos uno. Venga conmigo.

Cuando salieron de la tienda, Alexander vio que entre los árboles había un vehículo ligero de color verde, con el emblema de la Cruz Roja y el lema «¡Por Stalin!» pintados en uno de los lados. Era como los carros de combate que Tania fabricaba en la Kirov, pero un poco más pequeño: un T-34. Alexander dio unos pasos alrededor del tanque. Estaba algo castigado por la guerra, pero básicamente en buen estado. Las cadenas estaban intactas. Le gustó el número: 623. La torreta era grande, y el cañón más grande aún.

–¡Cien milímetros! – exclamó Ouspenski.

–¿Por qué coño está tan orgulloso? – le preguntó Alexander-. ¿Lo ha construido usted?

–No. Pero lo he robado yo.

Alexander no pudo reprimir una carcajada.

–¿De dónde? – preguntó.

–Lo he rescatado de esa charca.

–¿Estaba dentro del agua? ¿Se ha mojado la munición?

–No, no. Dentro del agua sólo estaban las ruedas y las cadenas Se encalló y ya no pudieron ponerlo en marcha.

–¿Y cómo consiguió ponerlo en marcha usted?

–Yo no lo puse en marcha. Lo saqué del agua con la ayuda de treinta hombres, y luego Verenkov lo reparó. Ahora va como la seda.

–¿De quién era?

–¿Qué más da? ¿Del batallón anterior al nuestro?

–Aquí no ha habido ningún batallón antes del nuestro. ¿Aún no se ha dado cuenta de que somos los primeros en llegar a la línea de fuego?

–No sé, puede que estuvieran en el bosque y se retirasen. Había un cadáver flotando en la charca, quizás era el artillero.

–Un artillero no demasiado bueno -comentó Alexander.

–¿No es fantástico?

–Sí, es estupendo. Pero nos lo quitarán. ¿Lleva mucha munición?

–Hasta los topes. Supongo que por eso encalló. En teoría sólo puede llevar 3.000 cartuchos de 7,62 milímetros y llevaba 6.000.

–¿Alguno de cien milímetros?

–Sí, treinta. – Ouspenski sonrió-. Y quinientos de 11,63 milímetros para los morteros. También hay quince cohetes, y mire, una ametralladora pesada. Estamos bien servidos, capitán.

–Nos lo quitarán todo.

–Antes tendrán que enfrentarse a usted: será nuestro comandante de tanque -concluyó Ouspenski, llevándose la mano a la gorra.

–Es un placer que el teniente asigne tareas al capitán -observó Alexander.

Con Ouspenski de conductor, Telikov de artillero y Verenkov de cargador, Alexander defendió a sus hombres en las escaramuzas que se sucedieron a partir del verano de 1944 en los trescientos kilómetros que separaban Bielorrusia del este de Polonia. La lucha era encarnizada. Los alemanes no querían irse, cosa que a Alexander le parecía muy comprensible. Se calaba el casco y hacia avanzar al batallón a través del paisaje bielorruso sin dejarse detener por los lagos, los bosques, las muertes, las aldeas, las mujeres o el sueño. Alexander siguió avanzando hasta que las cadenas del tanque empezaban a soltarse, con un único objetivo en la cabeza: Alemania…

Dejaron atrás campo tras campo y bosque tras bosque, sin miedo del barro, los pantanos, las minas o las tormentas. Plantaban las tiendas a la orilla de los ríos, encendían una hoguera y cocinaban lo que podían pescar en las escudillas de latón que compartían de dos en dos (Ouspenski se repartía la comida con Alexander), intentaban dormir y al día siguiente seguían avanzando hacia las balas enemigas. En el territorio ruso había tres frentes soviéticos combatiendo a los alemanes: el frente de Ucrania, al sur; el frente del centro, y el frente del norte, del que formaba parte Alexander y que estaba a las órdenes del general Rokossovski. Pero los soviéticos no sólo querían expulsar a los alemanes, sino también apoderarse de una parte de su territorio en represalia por los estragos que habían causado en Rusia en los últimos dos años y medio. Por eso había millones de soviéticos marchando dificultosamente a través de Lituania, Letonia, Bielorrusia y Polonia. Stalin quería entrar en Berlín antes del otoño. Alexander no lo veía posible, pero no sería porque él no se esforzara. Atravesaba un terreno minado tras otro, dejando los antiguos campos de patatas cubiertos por los cadáveres de sus hombres. Los supervivientes empuñaban el fusil y seguían avanzando. Su batallón contaba con un equipo de doce zapadores que se encargaban de localizar y desactivar las minas. Pero también fueron cayendo uno tras otro y Alexander tuvo que pedir que le enviaran más. Al final decidió enseñar a sus soldados a localizar las minas y desactivar las espoletas. Y cuando terminaban de atravesar un campo minado, entraban en un bosque y se encontraban con los alemanes esperándolos entre los árboles. Cinco batallones disciplinarios tenían que adentrarse los primeros en los bosques y cruzar los primeros los ríos y los marjales, abriendo el camino a las divisiones regulares. Y después venían otros bosques y otros campos.

Por suerte aún no había llegado el invierno, pero las noches eran frías y húmedas. Los soldados del batallón se salvaron del tifus porque podían lavarse en los ríos, que aún no se habían congelado.

El tifus significaba la muerte frente al pelotón de ejecución, ya que el ejército no podía permitirse una epidemia. Los soldados de los batallones disciplinarios eran los primeros en caer y también los primeros en ser sustituidos, dada la abundancia de presos políticos que podían morir por la Madre Rusia. Para levantar la moral de los batallones de castigo, Stalin decidió introducir un toque de distinción proporcionándoles uniformes nuevos… o no tan nuevos. En 1943 ordenó que todos los soldados de estos batallones, mandos incluidos usaran el uniforme del Ejército Imperial del zar, de tela gris con hombreras rojas y galones dorados, con el que morir en el fango, pues se revestía de dignidad, y tropezar con una mina se convertía en un gran honor. Hasta Ouspenski parecía respirar mejor con su único pulmón si iba vestido con el mismo uniforme que habría llevado puesto para dar su vida por el emperador.

Alexander había ordenado a sus soldados que se rasurasen para controlar los piojos. No tenían pelo en la cabeza ni en las axilas ni en ninguna parte de sus cuerpos. Después de combatir varios días seguidos, estaban un día entero afeitándose en el río.

A Alexander le costaba distinguirlos. Unos eran un poco más altos que la media, otros más bajos, los había con marcas de nacimiento y los había totalmente lisos, y algunos tenían la piel morena aunque la mayoría eran de piel clara y enrojecida por el sol. Muy pocos eran pecosos. Algunos tenían los ojos verdes, y otros, castaños, y uno, el cabo Yermenko, tenía un ojo verde y el otro castaño.

En la vida civil, lo que distinguía a unos hombres de otros era el pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo. En la guerra, en cambio, el rasgo más distintivo de los soldados eran sus cicatrices de batalla. Cicatrices producidas por cortes de bayoneta, por impactos de bala, por fracturas abiertas, por el roce de un proyectil, por las quemaduras de la pólvora. Cicatrices en los brazos, en los hombros, a veces en las pantorrillas. Eran muy pocos los que sobrevivían con una cicatriz en el pecho, el abdomen o el cráneo.

Alexander reconocía al teniente Ouspenski por su respiración sibilante y por la cicatriz a la altura del pulmón derecho, y al sargento Telikov por su cuerpo largo y flaco y de piel muy blanca, y al sargento Verenkov por su cuerpo rechoncho que en otro tiempo estaba casi completamente cubierto de vello negro y ahora estaba casi completamente cubierto de una pelusilla oscura.

Alexander los prefería cuando tenían menos rasgos distintivos, porque la pérdida era más fácil de superar. Y cada pérdida iba seguida de una sustitución, por la llegada de otro soldado rasurado y con cicatrices.

Su batallón dejó atrás el norte de Rusia y empezó a bajar hacia Lituania y Letonia. Cuando llegaron a Bielorrusia, les ordenaron dejar el frente del norte, al mando de Rokossovski, y trasladarse al del centro al mando de Zhukov. El Ejército Rojo derrotó clamorosamente a los alemanes de las llanuras de Bielorrusia, pero para lograrlo tuvo que perder a más de 125.000 hombres y a veinticinco divisiones y el batallón de Alexander tuvo que desplazarse al sur y sumarse al grupo de Ucrania, al mando de Konev.

En junio de 1944, cuando se supo que los estadounidenses y los británicos habían desembarcado en Normandía, el batallón de Alexander avanzó cien kilómetros en diez días y obligó a retroceder a cuatro compañías alemanas compuestas por quinientos hombres cada una. En la retaguardia los esperaban los camiones que transportaban los víveres y el material, además de otros soldados para sustituir a los caídos. Nada podía parar a Alexander. Como el camarada Stalin, necesitaba entrar en Alemania. Stalin quería conseguirlo para castigar a los alemanes, y Alexander porque estaba convencido de que allí encontraría su liberación.


El corcel negro del Apocalipsis, 1941

Alexander, harto de los Metanov, se ofreció voluntario para combatir a los finlandeses en Carelia.

Para convencer a Dimitri de que fuera con él le habló de medallas y de ascensos, aunque en realidad esperaba tiroteos y muertes.

Dimitri no quiso acompañarlo y le tocó combatir en el matadero de Tijvin, donde los alemanes superaban claramente en armamento y en número de tropas a los rusos.

A Alexander lo pusieron al mando de mil soldados y lo enviaron a defender la ruta que abastecía la ciudad de Leningrado. Durante varias semanas fue ganando territorio metro a metro, en una lucha encarnizada y sangrienta. Un frío atardecer de septiembre se encontró solo en medio de un campo, contemplando los estragos de una batalla en la que habían caído trescientos soldados del Ejército Rojo, rodeado de cadáveres soviéticos y con cadáveres finlandeses frente a sus ojos. La línea de fuego estaba en silencio y los milicianos del NKVD se encontraban a medio kilómetro, escondidos entre la vegetación. Ardían algunas llamas, se oía el crujir de ramas que se rompían y algunos gemidos aislados, los charcos de sangre ennegrecían la nieve y en el aire flotaba un olor acre a carne quemada, y Alexander estaba solo.

Todo estaba tranquilo, excepto su corazón. Alexander giró la cara y no vio ningún movimiento detrás de él. Tenía la ametralladora en la mano. Dio un paso, y otro, y otro más. Tenía la Shpagin, el fusil, la pistola y el uniforme. Ya estaba entre los cadáveres de los finlandeses, cerca de la linde del bosque. En dos minutos llevaría puesto el uniforme de un oficial muerto y sostendría una ametralladora finlandesa.

Oscuridad y silencio. Alexander giró otra vez la cara. Los milicianos del NKVD no se habían movido de donde estaban.

Había estado con ella unos meses solamente. Las semanas transcurridas hasta entonces, los momentos robados, la noche de Luga, los ratos en el hospital, el dulce trayecto en autobús, el vestido blanco, los ojos verdes, la sonrisa… todo aquello no era más que una pequeña mota de color en el vasto paisaje de su vida, una manchita roja en la esquina del tapiz. Alexander dio un paso más. No podía ayudarla, como tampoco podía ayudar a Dasha o a Dimitri. Leningrado se los llevaría, y él estaría perdido si se quedaba. Dio un paso más. Moriría en las calles en ruinas y hambrientas de la ciudad cercada.

En el terreno llano no había nada que se moviera, ni camiones ni soldados, sólo trincheras y cadáveres y Alexander… Un paso más en la dirección correcta, y otro más, y otro más. Lo único que lo rodeaban ahora eran finlandeses muertos. Agacharse, buscar un cadáver de su estatura, arrebatarle el uniforme y la ametralladora, dejar el arma soviética, dejar una vida que detestaba, dar un paso mas y seguir avanzando. Avanza, Alexander. No puedes salvarla. Avanza.

Estuvo varios minutos rodeado de enemigos muertos.

En la vida que detestaba estaba lo único que no podía dejar atrás.

Si entonces…

Giró en redondo y volvió lentamente sobre sus pasos, iluminado por las linternas encendidas y las llamas vacilantes… Se volvió una única vez hacia los bosques de lo que era Finlandia.

Si entonces, en aquella fría noche de septiembre, hubiera sido capaz de huir de Rusia, ahora no le pesaría tanto el corazón. Sentiría un vacío, pero no el miedo y la pesadumbre que lo invadían. Stalin, que se había implicado a muerte en la defensa de Moscú, regaló Leningrado a los alemanes. Por su parte, Hitler decidió matar de hambre a la ciudad, sin malgastar ni una bala en ella. Al cabo de meses las calles de Leningrado estaban cubiertas de cadáveres, el frío impedía que se corrompieran los cuerpos que yacían sobre la nieve cubiertos por sábanas blancas. Los enflaquecidos supervivientes los llamaban «muñecos».

Cuanto más les faltaba a Tatiana y a su familia, cuanto más escaseaba la harina de trigo y de avena en su despensa, más volvían las caras hacia Alexander para suplicarle que les trajera más comida más raciones, más, más, más… Tatiana se quedaba mirándolos desde la puerta, sin decir ni una palabra. Y cuanto más delgada la veía Alexander, más cariño le tomaba. En la guerra, en el fragor de la batalla, entre cadáveres sin enterrar, entre el frío y la humedad y el hambre, sus sentimientos por ella crecieron como una planta bien regada.

No tenían suficiente con el pan repleto de virutas de cartón que les proporcionaba el gobierno, ni con las habas de soja o el aceite de linaza que Alexander robaba para ellos. De todos modos, Alexander se sentía reconfortado cuando compartía con ellos el pan negro con aserrín y semillas de algodón.

Tatiana tenía que salir de la ciudad. Tenía que salir a toda costa.

Noviembre terminó y dio paso a diciembre. En las calles nevadas y bombardeadas de Leningrado siguieron apareciendo cadáveres que nadie retiraba ni llevaba al cementerio, porque quienes deberían encargarse de enterrarlos también habían muerto. Las centrales eléctricas no funcionaban. No había agua corriente. No había queroseno para los hornos donde se cocía el pan, pero daba igual porque tampoco había harina.

-Alexander, dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

-Dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

-¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

Alexander podría haber contestado: «Dasha, si me hubieras visto embobado en la acera aquel domingo, viendo cómo aquella renacuaja cantaba "Un día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo", tendrías la respuesta».


Lazarevo, 1942

Lazarevo, un nombre de reminiscencias míticas, legendarias de revelación. Lázaro, el hermano de Marta y María, el hombre al que Jesús resucitó cuando llevaba cuatro días muerto. Un milagro que pretendía reforzar la fe del hombre en Dios y que en cambio incitó a sus enemigos a acabar con lo divino y con lo humano.

Lazarevo, la aldea de pescadores en la ribera del Kama el río que desde hacía diez millones de años recorría 1.600 kilómetros para desembocar en el mar más extenso del mundo. Todos los ríos desembocaban en el mar y el mar nunca terminaba de llenarse.

La fe condujo a Alexander hasta Lazarevo.

No sabía nada de ella desde hacía seis meses. Lo único que tenía que hacer para olvidarla era decirse: «No puede haber sobrevivido, he visto con mis propios ojos cómo sucumbían miles de hombres y mujeres más fuertes y más sanos que ella. Ellos enfermaron, y ella enfermó. Ellos se quedaron sin comida y pasaron hambre, y ella pasó hambre. Ellos se quedaron sin defensas, y ella también. Ellos no tenían a nadie, y ella tampoco. Era pequeña y débil y no sobrevivió».

Habría podido decirse eso, llegar a la conclusión de que tenía que ser así. ¡Era tan fácil!

Sin embargo, Alexander sabía que no hay nada fácil en la vida, no hay días fáciles ni elecciones fáciles ni salidas fáciles.

Sólo tenía una vida, era lo único que tenía. Y en junio de 1942., Alexander partió hacia Lazarevo, sosteniendo su vida en las manos.

La encontró en la ribera del Kama, preciosa y recuperada, no sólo con el fulgor de antaño sino con otro fulgor aún más claro y poderoso. Mirara hacia donde mirara, Tatiana siempre reflejaba la luz.

No tardaron en descender hasta la orilla del poderoso río Kama. Ella bajó con él, sin mirar atrás.

Tatiana nunca sabría lo que había significado su inocencia para él, el pecador impenitente que había visto y hecho tantas cosas poco santas. Pero Alexander lo sabía, lo sentía a través de ella, y sabia que si Tatiana había decidido entregarse a él en la tienda plantada en la orilla del Kama era porque él era el único hombre al que había deseado, el único al que había amado jamás.

Llevaba demasiado tiempo soñando con verla desnuda, hermosa y desnuda, preparada para aceptarlo.

La abrazó. Tenía miedo de hacerle daño. Hasta entonces nunca había estado con una muchacha virgen, ni siquiera sabía si debía hacer algo especial. Tatiana iba a bautizarlo con su cuerpo. Alexander dejaba de existir: el hombre que había sido hasta entonces iba a morir y a renacer en el interior de un corazón perfecto, de un alma perfecta que estaba dispuesta a entregarse como un regalo de Dios. Entregarse a él, por él.

Pensó que Tatiana no tenía a nadie en el mundo. A nadie, sólo a él. Igual que él.

Antes del ejército, Alexander tenía a sus padres, pero ya no podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a sus abuelos y a una tía, pero tampoco podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a Estados Unidos, pero tampoco podía contar ya con Estados Unidos.

En los últimos cinco años de su vida había estado con mujeres de las que ya no recordaba los nombres ni las caras, mujeres que para él no significaban más que un rato agradable en una noche de sábado. Con ellas establecía vínculos fugaces, que desaparecían en cuanto el momento terminaba. No había nada perdurable en el Ejército Rojo, ni en la Unión Soviética, ni en el interior de Alexander.

En los últimos cinco años de su vida había vivido rodeado de mujeres jóvenes que podían morir en cualquier momento, delante de él, mientras las protegía, mientras las salvaba, mientras las llevaba de vuelta a la base. Los vínculos que establecía con ellas eran reales pero transitorios. Alexander conocía mejor que nadie la fragilidad de la vida en la guerra soviética.

Sin embargo, Tatiana había perdurado más allá del hambre, se había abierto camino sobre la nieve del Volga y había conseguido llegar hasta su tienda para enseñarle que en la vida había una sola cosa permanente. En el tapiz de la existencia de Alexander había un único hilo que no podría romperse con la muerte, el dolor, la distancia, el tiempo, la guerra o el comunismo. «No hay nada capaz de romperlo -susurró Tatiana. Y con su aliento, su cuerpo y sus labios, añadió-; Mientras yo esté en el mundo, mientras respire, tú perdurarás, soldado.»

Y él tuvo fe. Y quedaron unidos ante Dios.

Alexander estaba sentado sobre la manta, con la espalda apoyada en el tronco de un abedul, y ella se había sentado a horcajadas sobre él y lo besaba con tanta pasión que no le dejaba tomar aliento.

–Para un momento, Tania -susurró Alexander.

Era su tercera mañana como marido y mujer. Se levantaron, se lavaron, bebieron y se acomodaron bajo las ramas del abedul.

–Shura, cariño, me parece increíble que seas mi marido. ¿A quién puedo llamar «mi marido»?

–A mí, por ejemplo.

–Shura, mi marido para toda la vida.

–Mmm…

Sus manos acariciaban los muslos de Tatiana.

–¿Sabes qué significa eso? Has jurado que durante el resto de tu vida sólo harás el amor conmigo.

–Me gusta la perspectiva.

–¿Sabes? He leído que en algunas culturas africanas podría quedarme con tu hígado en señal de amor.

Tatiana ahogó una risita.

–Quédate con mi hígado, Tatia, pero ya no te serviré de mucho. Tal vez deberías hacerme el amor primero.

–Espera, Shura.

–No. Quítate el vestido. Quítatelo todo.

Ella obedeció.

–Y ahora, siéntate encima de mí.

–Pero tú estás vestido.

–Ya lo sé. Siéntate encima de mí.

Alexander la miró con auténtica avidez. Tatiana tenía un cuerpo bello, y Alexander podía verlo entero. Tania, compacta, menuda, suave, dulce desde la clavícula hasta las plantas de los pies, estaba hecha a la medida de su deseo. Su joven esposa tenía todo lo que le gustaba del cuerpo femenino. Tenía una cintura estrecha y unas caderas finamente redondeadas, unos muslos delgados y unos senos turgentes de pezones perpetuamente erectos. Todo su cuerpo, desde el cabello suave y dorado hasta las plantas de los pies, tenía el don de la sedosidad. Alexander empezó a respirar entrecortadamente.

–Ven conmigo -dijo, abriendo los brazos.

Tatiana se sentó a horcajadas sobre él.

–¿Así?

–Fantástico -respondió Alexander, acariciando el espléndido cuerpo de Tatiana.

Gimió al sentir el tacto de su piel. Tatiana se irguió un poco más para que él pudiera besarle los pechos. Alexander le puso las manos en las caderas y cerró los ojos.

–Tania, ¿sabías que en Etiopia las recién casadas que quieren estar más guapas para sus maridos se hacen cortes en el pecho y les echan ceniza para que se formen cicatrices?

Tatiana volvió a sentarse, lo miró a los ojos y contestó:

–¿A ti eso te parecería atractivo?

–No especialmente. – Alexander sonrió-. Lo que encuentro interesante es la idea del sacrificio.

–Quieres sacrificio… Yo te diré qué es sacrificio. Creo que es también en Etiopía -añadió- donde las mujeres se rasuran todo el cuerpo.

–Mmm…

–¿Eso te parece interesante?

Alexander la había estrechado contra su cuerpo y había empezado a lamerle los labios.

–No puedo decir que no me gustaría…

–¡Shura!

–¿Qué pasa? ¿No sabes que en algunas culturas africanas, las mujeres no pueden hablar con sus maridos si ellos no les dirigen antes la palabra?

–Sí. Y en otras, el marido y su primo pueden compartir el lecho nupcial con la mujer si ella así lo desea. ¿Qué te parece eso? – sin esperar respuesta, añadió-: Y en otras, yo tendría que ir completamente cubierta por una… ¿cómo se llama eso?

–Una caja negra -respondió Alexander con una sonrisa.

–No, el nombre verdadero.

–Un burka.

–¡Ah, sí! Un burka. Tendría que pasarme la vida cubierta con un burka de la cabeza a los pies, pero el día de nuestra boda tendríamos que descubrir mi cara entre los dos y el que colocara antes la mano sobre la tela sería quien mandaría en el matrimonio. – Tatiana se echó a reír con una risa contagiosa-. ¿Qué tradición prefieres, marido mío?

Alexander le rodeó el trasero con las manos. Se quedó un momento sin poder hablar, mientras ella seguía besándolo implacablemente.

–En primer lugar -dijo al final Alexander, con voz ronca de deseo-, la hermana de mi padre no tuvo hijos, así que la tradición del primo queda descartada. Y sí, me gustaría que llevaras una caja negra para que nadie más pudiera mirarte. Y en cuanto a la tercera tradición, me cuesta imaginar que una renacuaja como tú pueda mandar en nada.

–No imagines tanto, soldado -dijo Tatiana con resolución

Sus labios lo devoraron.

Alexander tenía que quitarse la ropa, pero no podía moverse Tatiana le sujetaba las costillas con las rodillas y la cara con las manos y le estaba comiendo la boca.

Alexander soltó un gemido.

–Barrington no era África, pero ¿sabes qué hacíamos? Nos cortábamos y juntábamos las palmas de las manos y eso quería decir que seríamos amigos para siempre.

–Si quieres nos cortamos las manos, pero en Rusia, cuando queremos consumar el matrimonio, lo que hacemos es tener un hijo.

Le dio un mordisquito en el cuello.

–Te diré qué podemos hacer -propuso Alexander-. Apártate un momento y vamos a ver cómo consumamos el matrimonio. – En lugar de apartarse, Tatiana lo sujetó con más fuerza-. Tania… -insistió Alexander.

Lo único que tenía de ella eran sus labios. Se sentía flaquear por momentos.

–Hace un momento era una renacuaja -susurró Tatiana-, y de pronto eres incapaz de apartarme.

Alexander no sólo la apartó sino que la levantó en el aire con una sola mano y se puso de pie sin dejar de sostenerla.

–Cariño, pesas menos que el equipo de combate y el mortero que cargo conmigo -aseguró.

Con la mano libre, se desabrochó la bragueta.

–¿Y dónde está ese mortero que cargas contigo? – dijo Tatiana con voz gutural, sin apartar los labios de su cuello.


El tiempo el tiempo el tiempo.

Parar parar parar.

Parar el tiempo parar el tiempo parar el tiempo.


Capítulo 21


Sam Gulotta, Washington, julio de 1944


Tatiana no podía olvidarse de la medalla ni de Orbeli. Se tomó un inesperado día libre, se fue con Anthony a la estación de tren, compró un billete y se trasladó a Washington, donde localizó el Departamento de Justicia en la avenida de Pennsylvania. Cuando llevaba cuatro horas yendo y viniendo entre el Servicio de Acogida de Inmigrantes, el Servicio de Regularización, el Departamento Central y la Oficina de la Interpol, un funcionario le explicó que estaba en el edificio y el organismo equivocados y que en realidad tenía que ir al Departamento de Estado, en la calle C. Tatiana entró con Anthony en una cafetería y pidió una sopa y unos sándwiches de beicon que pagó con los vales de racionamiento. Seguía pareciéndole un milagro la posibilidad de consumir aquellos deliciosos productos en un país en guerra.

En el Departamento de Estado, Tatiana se entretuvo entre el Servicio de Asuntos Europeos y el de Población, Refugiados e Inmigración, hasta que llegó a la Oficina de Asuntos Consulares, donde, con las piernas agotadas y el niño agotado, no se movió del mostrador de recepción hasta que consiguió que la pusieran en contacto con una persona que podía informarle de los requisitos necesarios para que un expatriado saliera de Estados Unidos. Y así fue cómo conoció a Sam Gulotta.

Sam era un hombre de unos treinta años, de pelo castaño y rizado y cuerpo atlético. Tatiana pensó que tenía más aspecto de profesor de educación física que de secretario consular y casi acertó, pues Sam le explicó que por las tardes y en las vacaciones de verano entrenaba al equipo de béisbol infantil donde jugaba su hijo. Sam se inclinó sobre la mesa cubierta de papeles, hizo tamborilear los dedos sobre el gastado tablero de madera y le dijo:

–A ver, cuénteme qué quiere saber.

Tatiana tomó aliento y estrechó al niño contra su pecho.

–¿Aquí? – preguntó.

–¿Dónde va a ser? ¿Cenando? Sí, aquí.

En realidad lo había dicho sonriendo. No quería ser brusco, pero eran las cinco de la tarde de un jueves laborable.

–Pues mire, señor Gulotta. Cuando vivía en la Unión Soviética, me casé con un hombre que se había trasladado a Moscú con familia, de pequeño. Creo que aún tenía la nacionalidad estadounidense.

–Ah, ¿sí? – contestó Gulotta-. ¿Y qué hace usted en Estados Unidos? ¿Cuál es su nombre actual?

–Me llamo Jane Barrington -explicó Tatiana, enseñándole la tarjeta de residente-. Me han concedido la residencia definitiva y pronto me darán la nacionalidad. Pero mi marido… ¿cómo se lo explico?

Tomó aliento y se lo contó todo, empezando por Alexander y terminando por el certificado de defunción firmado por el doctor Sayers y la fuga de la Unión Soviética.

Gulotta la escuchó en silencio.

–Me ha contado demasiadas cosas, señora Barrington -dijo al final.

–Ya lo sé, pero necesito su ayuda para averiguar qué le ha pasado a mi marido -contestó Tatiana con voz desmayada.

–Ya sabe lo que le sucedió. Tiene un certificado de defunción.

Tatiana no podía hablarle de la medalla porque Gulotta no la entendería. ¿Quién iba a entenderla? ¿Y cómo podía explicar lo de Orbeli?

–Es posible que no esté muerto.

–Señora Barrington, sobre este punto, usted tiene más información que yo.

¿Cómo podía explicar a un estadounidense qué era un batallón disciplinario? Lo intentó de todos modos.

–Perdone que la interrumpa, señora Barrington -intervino Gulotta-. ¿Por qué me habla de batallones disciplinarios y de oficiales castigados? Tiene un certificado de defunción. Su marido, fuera quien fuera, no fue arrestado. Se ahogó en un lago. Esta fuera de mis competencias.

–Señor Gulotta, creo que es posible que no se ahogara. Creo que el certificado podría ser falso y que mi marido podría haber sido arrestado y estar ahora en un batallón disciplinario.

–¿Por qué piensa eso?

Tatiana no podía explicárselo. No podía ni siquiera intentarlo.

–Por circunstancias impresentidas…

–¿«Impresentidas»?

Gulotta no pudo contener una sonrisita.

–Pues…

–¿Quiere decir «imprevistas»?

–Sí. – Tatiana se sonrojó-. Aún estoy aprendiendo inglés…

–Lo habla muy bien. Continúe, por favor…

En un rincón de la sala, tras el mostrador iluminado por los fluorescentes del techo, una mujer rolliza de mediana edad dedicó a Tatiana una ceñuda mirada de desdén.

–Señor Gulotta -continuó Tatiana-. ¿Es usted realmente la persona con la que debo hablar? ¿Hay alguien más a quien pueda consultárselo?

–No sé si soy la persona con la que debe hablar -Gulotta lanzó otra mirada ceñuda a su compañera de oficina- porque para empezar no sé por qué está usted aquí. Pero mi jefe ya se ha marchado, así que dígame qué es lo que quiere.

–Quiero que averigüen qué le ha sucedido a mi marido.

–¿Eso es todo? – inquirió irónicamente Gulotta.

–Sí, eso es todo -respondió Tatiana sin ironía.

–Veré qué puedo hacer. ¿Es muy tarde si le digo algo la semana que viene?

Esta vez, Tatiana captó la ironía.

–Señor Gulotta…

–Escúcheme -la interrumpió Gulotta, dando una palmada sobre la mesa-. En realidad, creo que no soy yo la persona con la que debe hablar. No creo que haya nadie en este departamento, mejor dicho, en toda la Administración, capaz de ayudarla. ¿Puede repetirme el nombre de su marido?

–Alexander Barrington.

–No me suena de nada.

–¿Trabajaba usted en el Departamento de Estado en 1930? Fue entonces cuando mi marido y su familia se marcharon del país.

–No, en 1930 aún estaba estudiando en la universidad. Pero ésa no es la cuestión.

–Ya le he explicado que…

–Ah, sí, las circunstancias «impresentidas».

Tatiana se dio la vuelta para marcharse, y ya en la puerta sintió que le apoyaban una mano en el hombro. Sam Gulotta había dejado la mesa y la había seguido.

–No se vaya. Ya es hora de cerrar, pero puede venir a verme mañana por la mañana.

–Señor Gulotta, he salido de Nueva York en el tren de las cinco de la mañana. Sólo me he tomado dos días libres, el jueves y el viernes. Me he pasado el día de departamento en departamento, y usted ha sido la única persona que ha aceptado hablar conmigo. Estaba a punto de dirigirme a la Casa Blanca.

–Creo que nuestro presidente está ocupado con una invasión en Normandía o algo así. Creo que hay una guerra en marcha…

–Sí -dijo Tatiana-. He atendido como enfermera a los heridos de esa guerra, y sigo atendiéndolos. ¿No pueden ayudarlo los soviéticos? Son aliados nuestros. Lo único que necesita es un poco de información.

Tatiana se aferró con manos crispadas al cochecito del niño.

Sam Gulotta la miró.

Tatiana estaba a punto de rendirse, pero Sam tenía unos ojos bondadosos. Unos ojos capaces de oír, percibir, sentir…

–Busque su expediente -continuó Tatiana-. Seguro que abrieron expediente a los norteamericanos que se trasladaron a la Unión Soviética. ¿Cuántos podían ser? Búsquelo, tal vez encuentre algo. Vera que no era más que un niño cuando se marchó de Estados Unidos.

Sam emitió un leve sonido de incredulidad, algo que estaba entre una risita y un gruñido.

–De acuerdo, buscaré su expediente y comprobaré que, en efecto, él era menor de edad cuando salió de Estados Unidos, ¿Y qué? Eso usted ya lo sabe.

–Es posible que encuentre algo más. La Unión Soviética y Estados Unidos están en contacto, ¿no? Es posible que averigüe que sucedió, algún dato concluyente.

–¿Qué puede haber más concluyente que un certificado de defunción? – rezongó Gulotta en voz baja, y alzando la voz añadió-: Muy bien, y si por milagro descubro que su marido aun vive, ¿qué quiere que haga?

–Entonces deje que me preocupe yo… -dijo Tatiana.

Sam suspiró.

–Vuelva mañana a las diez. Intentaré localizar el expediente de su marido ¿En qué año dice que dejó Estados Unidos su familia?

–En diciembre de 1930 -precisó Tatiana, sonriendo por fin.

Durmió con el niño en un hotelito de la calle C, cerca del Departamento de Estado. Le gustó ocupar una habitación de hotel. Sin nervios, sin negativas, sin peticiones de documentos… Se dirigió al mostrador, sacó tres dólares del monedero y recibió la llave de una bonita habitación con cuarto de baño. Así de fácil. Nadie la miró con suspicacia al oír su acento ruso.

A la mañana siguiente se presentó en la Oficina de Asuntos Consulares antes de las nueve y estuvo una hora en una butaca del vestíbulo con el niño en el regazo, leyendo con él un libro ilustrado. Gulotta salió de su despacho a las nueve cuarenta y cinco y le indicó con una seña que pasara.

–Siéntese, señora Barrington -dijo.

Sobre la mesa había una carpeta de veinticinco centímetros de grosor.

Durante un momento, un minuto quizá, Sam mantuvo los ojos clavados en el expediente, sin decir nada. Al final emitió un hondo suspiro.

–¿Qué relación dijo que tenía con Alexander Barrington?

–Soy su esposa -dijo Tatiana en voz muy baja.

–¿Se llama usted Jane Barrington?

–Sí.

–Jane Barrington era el nombre de la madre de Alexander.

–Ya lo sé. Por eso lo elegí. No soy la madre de Alexander -dijo Tatiana, dirigiendo una mirada suspicaz a Gulotta, que también la miró con suspicacia-. Adopté su nombre para salir de la Unión Soviética. – No sabía por qué estaba tan preocupado Gulotta-. ¿Cuál es Problema? ¿Que pueda ser comunista?

–¿Cuál es su verdadero nombre?

–Tatiana.

–¿Tatiana qué más? ¿Cuál era su apellido soviético?

–Tatiana Metanova. Sam Gulotta la miró durante lo que le parecieron horas sin apartar sus manos crispadas del expediente, ni siquiera cuando añadió:

–¿Puedo tutearte?

–Claro.

–¿Dices que saliste de la Unión Soviética como enfermera de la Cruz Roja?

–Sí.

–Vaya, vaya. Pues tuviste mucha suerte -aseguró Gulotta

–Sí.

Tatiana bajó la vista hacia sus manos.

–Ya no hay Cruz Roja en la Unión Soviética. Verboten prohibida. Hace unos meses el Departamento de Estado norteamericano exigió que la Cruz Roja inspeccionara los hospitales y los campos de detención de la Unión Soviética, pero el ministro de Asuntos Exteriores, Molotov, no lo autorizó. Es impresionante que hayas conseguido huir.

Gulotta la miró con renovado asombro y Tatiana deseó apartar la vista otra vez.

–Te cuento qué he averiguado de Alexander Barrington y de sus padres -continuó Gulotta-. Alexander salió de Estados Unidos con su familia en 1930. Harold y Jane Barrington, comunistas acérrimos, solicitaron asilo en la Unión Soviética a pesar de que las autoridades estadounidenses les dijeron que no podrían garantizar su seguridad. Harold Barrington había llevado a cabo actividades subversivas en Estados Unidos, pero seguía siendo ciudadano de este país y el gobierno estaba obligado a protegerlos a él y a su familia. ¿Sabes cuántas veces lo detuvieron? Treinta y dos. Y según nuestros datos, a Alexander lo detuvieron tres veces cuando acompañaba a su padre. Pasó dos veranos en un reformatorio de menores porque sus padres estaban en la cárcel y preferían que el niño pasara las vacaciones entre rejas antes que con sus familiares…

–¿Qué familiares? – preguntó Tatiana.

–Harold tenía una hermana llamada Esther Barrington.

Alexander sólo había mencionado a su tía una vez, de pasada. A Tatiana le preocupaba que Gulotta hablase en voz baja, como si midiera sus palabras para que no dejaran traslucir la terrible realidad.

–¿Puedes decirme qué pasa realmente? – le preguntó-. ¿De qué estás hablando?

–Déjame terminar. Alexander no renunció a su nacionalidad, pero sus padres devolvieron los pasaportes en 1933 aunque la embajada norteamericana en Moscú intentó disuadirlos. Mas en 1936, la madre solicitó asilo para su hijo en la embajada.

–Ya lo sé. La visita que hizo a la embajada en 1936 terminó costándoles la vida a ella y a su marido, y Alexander se habría encontrado en el mismo caso si no se hubiera fugado cuando lo llevaban al presidio.

–Sí, es cierto -dijo Gulotta-. Pero aquí terminan nuestras competencias. En el momento en que escapó, Alexander ya era ciudadano soviético.

–No quería serlo, pero ingresó en el ejército.

–¿Ingresó voluntariamente?

–Entró voluntariamente en el Cuerpo de Oficiales, pero los chicos estaban obligados a alistarse al cumplir dieciséis años y él tuvo que hacer lo mismo.

Sam se quedó un momento pensativo.

–El hecho es que en cuanto ingresó se convirtió en ciudadano soviético -concluyó.

–Ajá.

–En 1936, las autoridades soviéticas solicitaron nuestra ayuda para localizar a Alexander Barrington. Dijeron que no podíamos darle asilo porque era prófugo de la justicia, y de hecho hay un convenio internacional que nos obligaba a devolverlo a la Unión Soviética en caso de que se pusiera en contacto con nosotros. – Gulotta hizo una pausa-. Dijeron que si aparecía Alexander Barrington debíamos notificárselo de inmediato porque era un ciudadano soviético condenado por delitos políticos.

Tatiana se levantó de la silla.

–Está en manos de los soviéticos -resumió Gulotta-. No podemos ayudarte.

–Gracias por tu tiempo -dijo Tatiana con voz temblorosa, aferrándose al cochecito de su hijo-. Siento haberte molestado.

Gulotta también se incorporó.

–La relación con la Unión Soviética se mantiene en pie porque estamos luchando en el mismo bando, pero existe una desconfianza mutua. ¿Qué pasará cuando acabe la guerra?

–No lo sé -contestó Tatiana-. ¿Qué pasa cuando acaba una guerra?

–Espera -dijo Gulotta.

Salió de detrás de la mesa y se paró frente a la puerta antes de darle tiempo a abrirla.

–Me voy ya, tengo que tomar el tren de vuelta -se excusó Tatiana con una voz apenas audible.

–Espera -repitió Sam, extendiendo la mano-. Siéntate un momento.

–No quiero sentarme.

–Escúchame -insistió Gulotta, indicándole con una seña que se sentara. Tatiana se desplomó en la butaca-. Hay una cosa más… -Sam se sentó en la butaca contigua. Anthony se le abrazó a una pierna y Gulotta sonrió-. ¿Te has vuelto a casar?

–Por supuesto que no -respondió Tatiana con voz cansada

Gulotta contempló al niño.

–Es su hijo -explicó Tatiana.

Gulotta no dijo nada durante un momento.

–No hables con nadie de Alexander Barrington -dijo al final-No hables con el Departamento de Justicia o con el Servicio de Inmigración, ni en Nueva York ni en Boston. No preguntes por sus familiares.

–¿Por qué?

–No lo hagas hoy, ni mañana, ni el año próximo. No te fíes de ellos. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No te conviene que empiecen a hacer indagaciones para intentar localizarlo. Si pregunto por un tal Alexander Barrington, es muy posible que los soviéticos estén menos dispuestos a colaborar. Y si pido información sobre un tal Alexander Belov que en realidad es Alexander Barrington y que podría estar vivo, puede que lo único que consiga sea poner a las autoridades soviéticas sobre su pista.

–Entiendo la situación incluso mejor que tú -aseguró Tatiana, volviéndose hacia su niño para no ver los ojos de Gulotta.

–¿Dices que ya tienes la residencia?

Tatiana asintió.

–Procura que te den la nacionalidad lo antes posible. Tu hijo, ¿es estadounidense o…?

–Es estadounidense.

–Perfecto, perfecto. – Sam carraspeó-. Una cosa más…

Tatiana no dijo nada.

–Según el expediente de Alexander, en marzo del año pasado, autoridades soviéticas preguntaron al Departamento de Estado Norteamericano por una tal Tatiana Metanova, en busca y captura por espionaje, deserción y traición y de la que se sospechaba que había huido a Occidente. Mandaron un cable preguntando si Tatiana Metanova había solicitado asilo en Estados Unidos o había preguntado por su marido, que respondía al nombre de Alexander Belov pero que presuntamente era Alexander Barrington. Al parecer, Tatiana Metanova no había renunciado a la ciudadanía soviética. El año pasado contestamos que no se había puesto en contacto con nosotros. Nos dijeron que los mantuviésemos informados en caso de que Tatiana Metanova diera señales de vida y que no le concediéramos el estatuto de refugiada. Tatiana y Sam guardaron silencio durante un largo momento.

–¿Ha solicitado Tatiana Metanova información sobre Alexander Barrington? – preguntó finalmente Sam.

–No- respondió Tatiana.

Fue apenas un suspiro.

Sam asintió.

–Eso pensé. No voy a consignar nada más en el expediente.

–Ajá -dijo Tatiana.

Notó las palmaditas compasivas de Sam en su espalda.

–Si me das tu dirección, te escribiré en caso de averiguar algo. Pero comprende que…

–Lo comprendo todo -susurró Tatiana.

–Puede que esta maldita guerra acabe algún día, y que acabe también lo que está pasando en la Unión Soviética. Cuando las cosas se calmen podré hacer más averiguaciones. Será más fácil después de la guerra.

–¿Después de qué guerra? – preguntó Tatiana, sin alzar los ojos-. Ya te escribiré yo, así no tienes que apuntar mi dirección. Si hace falta, me encontrarás en el hospital de la isla de Ellis. No tengo domicilio definitivo, no vivo en…

Tatiana no pudo continuar. Apretó los dientes para no llorar y no fue capaz de tender la mano para despedirse de Sam Gulotta. Quería hacerlo pero no pudo.

–Si pudiera te ayudaría. Yo no soy el enemigo -dijo Sam en voz baja.

–No, no lo eres -aceptó ella, cuando se disponía a salir del despacho-. Pero parece que yo sí lo soy.


Tatiana dijo que necesitaba vacaciones y se tomó dos semanas libres.

Quiso marcharse con Vikki, pero su amiga estaba muy entretenida con dos médicos en prácticas y un músico ciego y no pudo acompañarla.

–No pienso apuntarme a un viaje misterioso. ¿Adónde quieres ir?

–Anthony quiere ver Gran Cañón.

–¡No le eches la culpa a él! Lo que quiere Anthony es que su madre encuentre casa y marido, no necesariamente en este orden.

–No. Sólo quiere ver Gran Cañón.

–Dijiste que buscaríamos un piso.

–Ven con nosotros y a la vuelta buscaremos piso.

–Qué mentirosa eres.

–Vikki, estoy muy bien en Ellis -contestó Tatiana, riendo.

–Ahí está el problema. No estás bien en Ellis. Estás sola, compartes una habitación con tu niño y tienes que compartir el cuarto de baño. ¡Vives en Estados Unidos, por Dios! Búscate un piso de alquiler. Así hacemos las cosas en este país.

–Pero tú no estás en piso de alquiler.

–¡Jesús, María y José! Yo tengo casa.

–Y yo también.

–Tú no quieres tener un piso propio porque así evitas tener que buscarte novio.

–No necesito evitar eso.

–¿Cuándo empezarás a hacer la vida de una chica joven? ¿Crees que él te sería fiel si estuviera vivo? Te aseguro que no iba a estar esperándote. Seguro que ahora mismo estaría divirtiéndose por ahí.

–¿Por qué estás tan segura de todo cuando en realidad no sabes nada, Vikki?

–Porque conozco a los hombres y todos son iguales. Y no me digas que el tuyo es distinto. Es un soldado, y los soldados son peores que los músicos.

–¿Que los músicos…?

–No me hagas caso.

–Esto es absurdo, no pienso seguir hablando contigo. Tengo pacientes que atender y luego tengo que ir a la Cruz Roja. ¿Te he dicho que me han contratado a media jornada? Podrías enviar tu currículum, necesitan gente.

–Te lo repito: él estaría divirtiéndose por ahí. Y lo mismo deberías hacer tú.

«¿Tania?», lo oye susurrar detrás de ella. Está oscuro y Tatiana no puede ver nada, tiene la impresión de estar durmiendo.

-¿Duermes, Tania?

-Ya no-responde ella, y se vuelve hacia él.

Tatiana siente su aliento, en el que se mezclan el vodka y los cigarrillos y el té y el agua de seltz y el bicarbonato y el peróxido, y también percibe su olor masculino, olor a jabón y a Alexander. Tatiana extiende la mano hacia sus labios.

-¿Qué te pasa, Shura, cariño? ¿No puedes dormir? Normalmente duermes enseguida.

-¿Oyes la tormenta? Si mañana no llueve, me levantaré temprano y saldré a pescar.

-Perfecto. Despiértame a mí también, soldadito mío. Te acompañaré.

Alexander tantea en la oscuridad en busca de su cara y deposita un beso en la frente de Tatiana. Ella se acurruca contra su torso y cierra los ojos, ¿o ya los había cerrado?

-Hoy ha sido un día muy agradable, ¿verdad, Tatia?

-Claro que sí, cariño. Como todos los días de nuestra luna de miel.

Sonríe en la oscuridad.

Él la estrecha contra su cuerpo.

-¿Me perdonarás si muero, Tania?

-Sí.

-¿Me perdonarás si voy a la cárcel?

-Sí.

-¿Me perdonarás si…?

-Te lo perdonaré todo.

Se aprietan el uno contra el otro en la oscuridad.

-Ha sido un día perfecto -susurra Alexander-. Pero al final llega el dolor.

-No -dice Tania, y le rodea el cuerpo con los brazos-. No es el dolor, es el amor, Shura.