En la retaguardia, Alexander recuperó su equipo, se vistió y
subió al camión que lo llevó al lugar donde se alojaba un batallón
disciplinario compuesto por cientos de soldados exhaustos, todos
ellos presos comunes o políticos que se habían salvado de la
ejecución. Los encontró sentados en el suelo embarrado,
descansando, fumando y jugando a las cartas. Tres de ellos estaban
enfrascados en una discusión cuando apareció Alexander. Uno de
ellos era Nikolai Ouspenski.
–¡Oh, no! ¡Es usted! – exclamó Ouspenski al
verlo.
–¿Qué demonios está haciendo aquí, soldado? – preguntó
Alexander mientras le estrechaba la mano-. Sólo tiene un
pulmón.
–¿Y qué está haciendo usted? Creía que lo habían ejecutado
-respondió jovialmente Ouspenski-. Después del interrogatorio al
que me sometieron, no creí que fueran a dejarlo
vivo.
–¿Cuál es su categoría en este batallón? ¿Es usted cabo? –
preguntó Alexander, ofreciéndole un cigarrillo.
–No -respondió Ouspenski con indignación. Luego, en voz más
tranquila, añadió-: Me rebajaron de teniente a
subteniente.
–Muy bien. Pues va a estar a mi mando. Elija a veinte hombres
y llévelos a poner nuevas vías. Y no proteste por el cambio de
categoría: si le oyen, pierde autoridad.
–Gracias por el consejo.
–Elija a sus hombres. ¿Quién era su mando antes de mi
llegada?
–No hablará en serio… Nadie. En las dos últimas semanas han
muerto tres capitanes. Después empezaron a enviar comandantes, y
murieron dos. Esos idiotas no comprenden que si los alemanes pueden
bombardear la línea desde sus posiciones, también pueden ver a los
soldados que intentan repararla. Esta mañana hemos perdido a cinco
hombres sin llegar a trazar ni un solo milímetro de
vía.
–Veremos qué se puede hacer durante la
noche.
De noche no les fue mucho mejor. Ouspenski partió con veinte
hombres y volvieron trece, contándolo a él. Tres estaban gravemente
heridos, dos habían recibido daños menores y uno se había queda do
ciego.
El ciego se fugó por la noche, llegó hasta la orilla del
Ladoga y murió allí mismo, acribillado por el
NKGB.
La base militar instalada entre Siniavino y el Ladoga ocupaba
una estrecha franja de tierra donde había varias tiendas de campaña
y unos cuantos barracones de madera para los coroneles y los
generales de brigada. En la base se alojaban dos batallones,
compuestos por seis compañías, dieciocho secciones y 54 pelotones:
43 hombres en total. Dada la escasez de oficiales, Alexander tenía
a su cargo un batallón entero: 216 hombres a los que enviar a la
muerte.
Stepanov no era uno de ellos. Alexander no había vuelto a
verlo después del consejo de guerra. Seguramente había regresado a
la guarnición de Leningrado, que había sido su casa durante varios
años. Al menos, Alexander así lo esperaba.
Aparición de Dasha Metanova,
1941
Alexander estaba acodado en la barra del local de Sadko, como
de costumbre. En realidad hubiera preferido ir al club de
oficiales, porque no le gustaba compartir los momentos de ocio con
los soldados rasos. En aquellos momentos, la brecha que los
separaba era demasiado grande.
Era un sábado de junio y Alexander charlaba con Dimitri
cuando se les acercaron dos chicas. Alexander les dirigió una
ojeada fugaz. La segunda vez que las miró, vio que una de ellas lo
escrutaba con franco interés. Alexander le sonrió cortésmente.
Dimitri se volvió, las miró de arriba abajo, alzó los ojos hacia su
compañero y cambió de lugar en la barra para ponerse de cara a
ellas.
–¿Queréis una cerveza, chicas? – les
preguntó.
–Claro -dijo la morena, que era la más alta.
Era la que había mirado a Alexander con
interés.
Dimitri comenzó a charlar con la más bajita y menos
atractiva. Como en el local había mucho ruido, Alexander preguntó a
la morena si quería dar un paseo.
–Claro -respondió ella, sonriendo.
Salieron a la noche cálida y clara. Era poco después de
medianoche y aún había luz. La chica se puso a canturrear una
canción y luego tomó la mano de Alexander y se
rió.
–¿Me dirás cómo te llamas o voy a tener que adivinarlo? –
preguntó.
–Alexander -respondió él, sin preguntarle a ella el suyo
porque le costaba acordarse de los nombres.
–¿No me vas a preguntar cómo me llamo?
–¿Seguro que quieres que lo sepa? – dijo Alexander,
sonriente.
–¿Que si quiero que lo sepas? – Ella lo miró con sorpresa-.
¿Tan groseros os habéis vuelto los soldados, que ya no preguntáis a
las chicas cómo se llaman?
–No sé si los demás soldados son groseros o no -dijo
Alexander, dándole una palmadita en el brazo-, sólo sé que yo
tiendo a olvidarme de los nombres.
–Bueno, a lo mejor después de esta noche ya no te olvidas del
mío.
La joven sonrió sugestivamente.
Alexander meneó la cabeza con poca convicción. Quería decirle
que necesitaría hacer algo extraordinario para que él no se
olvidara de su nombre, pero sólo dijo:
–De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
–Daria -dijo la chica-. Pero todo el mundo me llama
Dasha.
–Muy bien, Daria-Dasha. ¿Tienes algún sitio adonde ir? ¿Hay
alguien en tu casa?
–¿Que si hay alguien? Pero ¿tú dónde vives? No estoy sola ni
un segundo. Todos están en mi casa: mi madre, mi padre, mi
babushka, mi dedushka, mi hermano… Y mi hermanita, que comparte
la cama conmigo. – Alzó las cejas y se rió-. Creo que incluso un
oficial tendría problemas con dos hermanas a la
vez.
–Depende -contestó Alexander, y la rodeó con el brazo-. ¿Qué
aspecto tiene tu hermana?
–Parece una niña de doce años -contestó Dasha-. Y tú, ¿tienes
algún sitio adonde llevarme?
Alexander la llevó al cuartel. Esa noche le tocaba a
él.
Dasha le preguntó si quería que se
desnudara.
–No quiero que nos sorprendan -dijo.
–Pues ya ves, esto es un cuartel, no el Hotel Europeo -repuso
Alexander-. Si quieres desnúdate, Dasha. Tú misma.
–¿Y tú te vas a desnudar?
–A mí ya me han visto todos -comentó
Alexander.
Dasha se desnudó y Alexander también.
Con Dasha disfrutó lo mismo que con tantas otras. Tenía el
cuerpo voluptuoso de las rusas, con caderas anchas y pechos grandes
ese tipo de cuerpo que volvía loco a hombres como Grinkov, el
compañero de cuartel de Alexander. Pero lo que a Alexander más le
gustaba de Dasha era una cualidad que le resultaba vagamente
familiar: el hecho de que lo tratara con la actitud afable y
relajada que normalmente sólo se adopta con las personas a las que
uno conoce mucho. Además, la reacción de Dasha también había sido
especial.
–Dios mío, Alexander, ¿de dónde has salido? – le
dijo.
–¿De dónde he salido?
Alexander se incorporó para mirarla.
–Sí -añadió ella-. Me gusta cómo te mueves.
–Gracias -respondió Alexander.
Estuvieron juntos una hora, hasta que apareció Grinkov con
una chica y con cara de no estar dispuesto a aceptar un «hoy no te
toca a ti» como respuesta.
Después de vestirse, Alexander acompañó a Dasha hasta la
salida del cuartel.
–Dime -le dijo Dasha-, cuando vuelva al local la próxima
semana, ¿recordarás mi nombre?
–Claro… Dasha, ¿no?
Alexander sonrió.
A la semana siguiente, Dasha volvió al bar con la misma
amiga. Por desgracia, Dimitri se había marchado con otra chica y
Dasha no quería dejar sola a su amiga. Terminaron paseando los tres
por la avenida Nevski. Al final, la amiga tomó el autobús de vuelta
a su casa y Alexander se fue con Dasha al cuartel. Aquella noche no
era su turno y ya había mucha gente en la
habitación.
–Tienes dos opciones -propuso Alexander-. O te vas a tu casa,
o entras conmigo y haces como si no hubiera nadie
más.
Dasha lo miró con una expresión que él no supo
interpretar.
–Bueno, ¿por qué no? – concluyó-. Mis padres hacen como si
nosotros no estuviéramos y sus hijos nos hacemos los dormidos. ¿Tus
compañeros estarán durmiendo?
–¡Ni mucho menos! – contestó Alexander.
–Ah. Me resultará un poco raro.
Alexander asintió.
–¿Quieres que te acompañe a tu casa?
–No, no pasa nada. Lo pasé muy bien la otra semana -dijo
Dasha, acercándose.
–Y yo también -contestó Alexander después de una pausa-.
Vamos a los jardines del Almirantazgo.
Al tercer sábado volvió a quedar con ella y se fueron a un
rincón tranquilo bajo el parapeto del Moika, junto a los barcos
atracados. Quedaba bastante retirado y Dasha estuvo muy silenciosa,
y Alexander tenía ya práctica en controlar los gemidos. No había
sitio para que Dasha se tumbara en el suelo, pero sí para que
Alexander se sentara.
–Alex… ¿Te molesta si te llamo Alex? – preguntó
Dasha.
–No -respondió él.
–Cuéntame algo de ti, Alex. – Dasha le sonrió-. Eres muy
interesante.
Ya habían terminado y él tenía ganas de volver al cuartel
para dormir. Los domingos tenía que levantarse a las siete, por
mucho que trasnochara.
–¿Por qué no me cuentas tú algo de ti?
–¿Qué quieres saber?
–¿Muchos soldados antes que yo?
–No muchos. – Dasha sonrió-. Alexander, no creo que quieras
hablar de eso. Porque de ser así, yo también tengo algo que
preguntarte.
–Pregunta.
–¿Muchas mujeres antes que yo?
–No muchas.
Alexander sonrió.
Dasha se echó a reír, y Alexander también.
–¿Sabes una cosa, Alex? Cuando te conocí hace tres semanas,
no podía dejar de pensar en ti.
–Ah, ¿sí?
–Sí. Y no he estado con ningún hombre desde entonces. – Dasha
hizo una pausa-. ¿Tú puedes decir lo mismo?
–Claro. Yo tampoco he estado con ningún hombre desde
entonces.
–Calla… -dijo Dasha, dándole una palmadita en el brazo-.
Tienes tiempo de echar otro?
–No. – Alexander no quería decirle que ya no le quedaban
condones-. Ven a verme la semana próxima. Tendré más
tiempo.
–Anda, te prometo que acabaré rápido -insistió Dasha,
metiéndole mano.
–No, Dasha. La semana que viene.
De vuelta al cuartel, Alexander se cruzó en el corredor con
una chica que había salido con él en mayo, una chica simpática,
borracha y atractiva y que no estaba
dispuesta a dejarlo tranquilo hasta que se desabrochara la bragueta
de los pantalones. Alexander se desabrochó la
bragueta.
Y la semana fue larga, y durante la semana Alexander tuvo
turno de guardia, y cuando tenía turno aparecieron dos chicas que
Dimitri había traído para los dos. Cuando llegó la noche del
sábado, Alexander volvió al local de Sadko con un interés marginal
en conocer a alguna chica, sólo porque era sábado y había ocasión.
Coincidió con una a la que llevaba tiempo sin ver y, después de
tomarse un par de copas y de invitarla a ella a otro par, se la
llevó al callejón de atrás y lo hicieron contra la pared, y cuando
la chica le preguntó «¿No escupes el cigarrillo?», él se dio cuenta
con sorpresa de que aún llevaba el pitillo en la boca. Mandó a la
chica a casa y volvió a entrar en el bar de Sadko.
Allá, alguien se le acercó desde atrás, le tapó los ojos con las manos y dijo:
«Adivina quién soy».
Al darse la vuelta, Alexander vio a Dasha y le sonrió. Esta
vez, Dasha no iba acompañada.
Alexander ya había dado por terminada la noche, pero como
para Dasha estaba empezando, se sintió obligado a invitarla a unas
cervezas y a darle conversación. Se fumaron unos cigarrillos, se
rieron un rato, y luego ella lo sacó del bar.
–Es tarde, Dasha -protestó Alexander-. Mañana tengo que
levantarme a las siete.
–Ya lo sé -contestó ella, y le acarició el brazo-. Siempre
parece que vas huyendo de algo. ¿Por qué tanta prisa,
Alex?
Alexander suspiró.
–¿Qué propones? – preguntó, dedicándole una mirada divertida
y fatigada a la vez.
–No lo sé. – Dasha sonrió-. ¿Lo mismo que la semana
pasada?
Alexander intentó recordar, pero el fin de semana anterior se
le había borrado de la memoria. Tenía que responder algo si no
quería que Dasha se molestara. Pero entre el fin de semana anterior
y el actual había habido… Trató de concentrarse. Había habido
muchos rumores sobre la inminencia de la guerra.
–¿No te acuerdas? Estuvimos bajo el parapeto del
Moika.
Ahora lo recordaba. Había bajado con ella a la orilla del
canal.
–¿Quieres que vayamos allá otra vez?
–No deseo otra cosa.
–Vamos.
Cuando terminaron, era casi la una.
–Alexander -dijo Dasha con voz jadeante, sentada sobre él-.
Tienes tanta energía que me dejas extenuada… y no es algo que me
suceda a menudo.
–Gracias.
–¿Lo estás pasando bien?
–Mucho.
–No eres muy hablador, ¿verdad?
–¿De qué quieres que hablemos?
–¿Crees que ya hemos hablado de todo? – dijo Dasha,
riendo.
–Hemos hablado de todo lo que necesito
saber.
–¿Quieres que nos veamos la semana que
viene?
–Claro.
–¿Tienes algún día libre? ¿Quieres venir a cenar a casa? Vivo
cerca de aquí, en la calle del Quinto Soviet. Te presentaría a mi
familia.
–No tengo muchos días libres.
–¿Qué te parece el lunes o el martes?
–¿Quieres decir el lunes o el martes de la semana
próxima?
–Sí.
–Ya veremos. No, espera… tengo que… Oye, será mejor que to
dejemos para otra semana.
–No podemos continuar encontrándonos así.
–Ah, ¿no?
–Bueno, sí que podemos -contestó Dasha con una gran sonrisa-.
Pero también podríamos ir a algún sitio, ¿no?
–¿Adónde te gustaría ir?
–No lo sé. A algún sitio bonito. A Tsarkoie Selo o a
Peterhof…
–Ya veremos… -respondió Alexander sin comprometerse. La
aparto, se incorporó y se desperezó-. Es tarde, Dash. Tengo que
volver.
Regresó al cuartel y se sentó con el sargento Iván Petrenko,
que estaba de centinela, para charlar un momento, fumarse un
pitillo y compartir un vaso de vodka antes de volver a su
habitación.
–¿Cree que los rumores son ciertos, teniente? ¿Vamos a entrar
en guerra contra Hitler?
–Creo que es inevitable, sargento.
–Pero ¿cómo puede ser? Es como si Inglaterra declarara la
guerra a Francia. Alemania y la Unión Soviética son aliadas desde
hace casi dos años. Firmamos un pacto de no
agresión.
–Y nos repartimos Polonia como dos buenos amigos. – Alexander
sonrió-. Petrenko, ¿se fía usted de Hitler?
–No lo sé. No creo que cometa la estupidez de
invadirnos.
–Ojalá tenga razón -concluyó Alexander, y apagó la colilla-.
Buenas noches.
Lo único que quería era dormir. ¿Era pedir mucho? Pero
Marazov y Grinkov estaban con mujeres, tapados hasta la cabeza con
las sábanas. Alexander captó una mirada de Grinkov cuando subía a
la litera, antes de taparse la cara con una almohada y cerrar los
ojos.
–Eres un cabrón, Alexander -declaró una estridente voz
femenina.
Alexander soltó un suspiro, apartó la almohada y abrió los
ojos. La chica que un momento antes estaba con Grinkov, ahora
estaba de pie frente a su litera. Alexander oyó la risita ahogada
de Grinkov detrás de él.
–¿Qué he hecho? – preguntó Alexander con voz
fatigada.
Reconoció la cara un poco abotargada y muy ebria de la
chica.
–¿No te acuerdas? La semana pasada me dijiste que viniera a
verte hoy al cuartel. ¡Te he estado esperando tres horas en la puta
puerta! Al final me he hartado, he ido al bar de Sadko y he visto
que te lo estabas montando con una mujer que no era
yo.
Alexander no tenía ganas de levantarse, pero pensó que de un
momento a otro iba a recibir una bofetada y no quería que le
pegaran mientras estaba tumbado.
–Lo siento mucho -se disculpó. Se sentó y dejó las piernas
colgando fuera de la litera. Recordaba vagamente a la chica-. No
quería molestarte.
–Ah, ¿no? – exclamó ella, en voz muy alta.
Grinkov se había tapado la cara con la almohada y se estaba
riendo. Marazov y su amiga seguían en lo suyo, aparentemente ajenos
a lo que pasaba. Como Alexander.
No recordaba el nombre de la chica. Quería decirle que se
fuera, pero no quería avergonzarla más aún delante de los demás
soldados de la litera de un salto, y ella apretó el puño para
pegarle. Alexander le sujetó la muñeca.
–No estoy de humor para escenas -anunció.
–Todos sois iguales -protestó la chica-. Unos misóginos y
unos puteros, y ninguna de nosotras os importa una
mierda.
–No somos misóginos -opinó Alexander, sorprendido-. Al menos
yo no. Pero… -(Por Dios, ¿cómo se llamaba esa mujer?)- si somos
puteros, ¿en qué te convierte a ti eso?
La chica soltó un gritito de protesta.
–Estoy muy cansado… -añadió Alexander-. ¿Qué quieres de
mí?
–Un poco de respeto, Alexander. Nada más. Sólo un poco de
consideración.
Alexander se frotó los ojos. Era una conversación
absurda.
–Oye, lo siento… -empezó.
–Ni siquiera recuerdas mi nombre, ¿verdad? – lo interrumpió
la chica.
Volvió a apretar el puño. Esta vez, a Alexander le costó
parar el golpe.
Pero lo paró. Odiaba que le pegaran. Se le erizó todo el
vello del cuerpo.
–¡Qué pena me dará la que se enamore de ti, cabrón! ¡Porque
le vas a arruinar la vida, cerdo asqueroso! – gritó la
chica.
Y giró en redondo para dirigirse hacia el pasillo y la
escalera, mientras Alexander soltaba un suspiro.
–Ya me acuerdo… -gritó Alexander a sus espaldas-. ¡Eres
Elena!
–Vete a la mierda -contestó Elena, y desapareció pasillo
abajo.
«Si esto no es una despedida oficial, no sé qué es», pensó
Alexander, y volvió a su litera. Lo único que le apetecía era
fumarse un cigarrillo tras otro entre aquellas paredes carcelarias,
y tener un momento de silencio y tranquilidad en la habitación para
reponer su orgullo herido y pensar en sí mismo y en el punto al que
había llegado, tan lejos de Krasnodar y de la joven Larisa, que le
había regalado un poco de su dulzura antes de morir; tan lejos de
la camarada Svetlana Viselskaia, la amiga de su madre, que le había
dicho: «Alexander, tienes unas capacidades excepcionales; no las
malgastes». Pensó que cualquiera de las chicas a las que había
dejado sin pensarlo dos veces aparecería de un momento a otro por
el cuartel dispuesta a volarle la cabeza de un tiro, y en su
epitafio pondría: «Aquí yace Alexander, incapaz de recordar el
nombre de ninguna de las mujeres a las que se
tiró».
Sintiendo un poco de desprecio por sí mismo, intentó dormir.
Eran las tres de la madrugada del 22 de Junio de
1941.
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Alexander quiso que Ouspenski fuera a verlo a su
tienda.
–¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente? – le
preguntó.
–No sé a qué se refiere, señor.
–Esta mañana me ha traído su ración de café y una parte de la
ración de gachas. No toda entera, afortunadamente…
–Así es, capitán.
–Dígame, teniente: ¿por qué me trae gachas Verenkov? ¿Por qué
me ofrece condones el sargento Telikov? ¿Para qué quiero yo los
profilácticos del sargento? ¿Qué está pasando
aquí?
–Es usted nuestro mando, señor.
–Pero yo no les mando que me traigan condones o
gachas…
–Verenkov quiere mostrarse amable.
–¿Por qué?
–No lo sé, señor.
–Terminará diciéndome la verdad, teniente.
La base quedaba a un kilómetro del Ladoga y todas las mañanas
Alexander andaba hasta la orilla para asearse. En los días plácidos
y cálidos del comienzo del verano, el lago olía a aquello en lo que
se había convertido: la sepultura de miles de soldados
soviéticos.
Una mañana, cuando volvía del lago y pasaba junto al comedor
de campaña, Alexander oyó la voz de Ouspenski al otro lado de la
lona. En circunstancias normales habría seguido caminando, pero oyó
mencionar su nombre en tono conspiratorio y redujo el paso.
Ouspenski hablaba con el sargento Verenkov, un joven preso político
que hasta entonces nunca había estado en el ejército, y con el
sargento Telikov, militar de carrera desde hacía diez
años.
–Manténganse alejados de nuestro superior, sargentos -dijo
Ouspenski-. No hablen con él y no lo miren a los ojos. Si tienen
que pedirle algo, pídanmelo a mí. Y avisen a todos sus hombres. Yo
haré de intercesor.
Alexander sonrió.
–¿Es que necesitamos intercesores?
El que había hablado era Telikov. Era un hombre
prudente.
–Los necesitan, se lo aseguro -respondió Ouspenski-. El
capitán Belov parece un hombre razonable, pero si no llevan cuidado
es capaz de estrangularlos con sus propias manos.
–Cállese, no dice más que tonterías -protestó Verenkov,
escéptico.
–¿No sabían que le arrancó el brazo a un tal Dimitri
Chernenko, del servicio de suministros? – añadió Ouspenski, sin
inmutarse pero bajando el tono-. Le retorció el brazo hasta dejarle
un muñón ensangrentado. Y lo peor es que por poco lo mata de un
puñetazo en la cara. ¡De un puñetazo, Verenkov!
Piénsenlo.
Alexander se rió en silencio. Ojalá fuera
verdad.
–Y como no lo había matado, desde el hospital donde
convalecía ordenó que ejecutaran a Chernenko en la frontera
finlandesa.
–¡No hablará en serio!
–Ya les digo que no le teme a nada. Ni a los compañeros del
servicio de suministros, ni a los alemanes, ni a la muerte, ni
siquiera al NKGB. Escuchen bien lo que les voy a decir y no se lo
cuenten a nadie… -Ouspenski bajó la voz y siguió hablando en un
susurro-: Cuando lo encerraron en el calabozo de Morozovo, fue a
interrogarlo un agente…
–¿Por qué estaba arrestado?
–Por espionaje.
–¡Anda ya!
–Es verdad.
–¿Para quién espiaba?
–Creo que para los japoneses… en fin, no importa. Como les
digo, fue a interrogarlo un agente. Nuestro superior iba desarmado,
pero ¿saben qué pasó?
–¿Lo mató?
–¡Exacto! ¡Se lo cargó!
–¿Cómo?
–Nadie lo sabe.
–¿Le dio un puñetazo?
–No tenía marcas.
–¿Lo estranguló?
–No tenía marcas, se lo acabo de decir.
–¿Cómo, pues? ¿Con veneno?
–¡Con nada! – respondió Ouspenski muy exaltado-. ¡Ahí está la
cuestión! Nadie lo sabe. Pero no olviden que es capaz de matar a un
hombre en una celda minúscula sólo con la fuerza de la voluntad.
Manténganse alejados de él, si no quieren que a unos alfeñiques
como ustedes se los coma con patatas.
–¡Teniente! – exclamó Alexander, irrumpiendo en la
tienda.
Ouspenski, Verenkov y Telikov se levantaron de un
salto.
–Sí, señor…
–Teniente, no me asuste a los sargentos. Y no me gusta que
vaya difundiendo mentiras. Para su información: no soy espía de los
japoneses. ¿Queda claro?
–Sí, señor -dijeron tras una pausa tres voces
temblorosas.
–Y ahora vuelvan a sus ocupaciones. ¡Todos!
–Sí, señor.
Sus subordinados salieron apresuradamente de la tienda,
desviando la mirada. Alexander apenas podía disimular la sonrisa
que pugnaba por asomarle a los labios.
Al cabo de unas semanas, era obvio que se repetía siempre la
misma situación: Alexander enviaba a la línea férrea a dos o tres
pelotones, a una o dos secciones, a cincuenta hombres, y no
volvían. Y no había suficientes vendas, antibióticos, sangre ni
morfina para los pocos que sí lo hacían. Los alemanes se habían
apostado entre los árboles de los altos de Siniavino y desde su
posición gozaban de una excelente perspectiva sobre el tramo
averiado de la línea férrea. Sin embargo, había que hacer llegar
provisiones a Leningrado fuera como fuera, de modo que Alexander
tenía que seguir enviando soldados a las vías. Aunque el tramo
averiado no llegaba a cinco kilómetros, sus hombres no conseguían
reparar ni cien metros sin que les cayera una lluvia de proyectiles
desde las colinas. Era junio y no hacía demasiado frío. Todas las
tardes, Alexander mandaba retirar los cadáveres. Los llevaban al
campo que se extendía detrás de los álamos y los echaban en una
fosa común sin molestarse en cubrirlos de tierra. Habían
aprovechado los cráteres abiertos por las minas unas semanas antes
y los cuerpos amontonados no llegaban aún al borde. Todo el campo
olía a tierra removida, a barro y a muerte. A
guerra.
Llegó el 22 de junio de 1943, el día en que se cumplían dos
años del comienzo de la guerra. Dos años del comienzo de
todo.
Orbeli y su arte,
1941
A Alexander lo despertaron a las cuatro de la madrugada,
cuando llevaba apenas una hora durmiendo. Su único consuelo fue
comprobar que todos sus compañeros habían recibido la orden de
salir al patio.
Era el domingo 22 de junio, solsticio de verano, el día más
largo del año 1941. El patio estaba bañado
en la luz rosada del amanecer. El coronel Mijaíl Stepanov se
dirigió a sus tropas:
–Hace una hora, Hitler ha destruido la flota soviética
destacada en el mar Negro. Ha acabado con nuestros aviones,
nuestros barcos y nuestros hombres y sus soldados han entrado en
territorio soviético. Además, han atravesado la frontera por el
norte de Ucrania, desde Prusia. El ministro de Defensa, Molotov,
hará una proclama oficial este mediodía.
Un clamor recorrió las filas de soldados medio dormidos.
Alexander se mantuvo en silencio. La noticia no le había
sorprendido porque los oficiales del Ejército Rojo venían hablando
de la guerra desde hacía algún tiempo y el invierno anterior habían
empezado a circular rumores sobre las fortificaciones que Hitler
estaba instalando en la frontera. Lo primero que pensó fue: «¡La
guerra! Otra oportunidad para escapar…».
Alexander aguantó a base de café y cigarrillos las cuatro
horas de reunión sobre los nuevos planes defensivos. Después lo
mandaron a hacer la ronda por la ciudad hasta las seis de la tarde,
momento en que debía volver al cuartel para el turno de guardia. A
las once de la mañana se alegró de poder salir a la
calle.
Cruzó animadamente la plaza del Heno y bajó por la avenida
Nevski, donde tuvo que interceder en una pelea entre una mujer y un
hombre bastante más corpulento que ella, al que la mujer estaba
arreando bolsazos e insultando a gritos. Alexander tardó unos
minutos en comprender que estaba tan enfadada porque el otro había
intentado colarse.
–¿El camarada no sabe que ha estallado la guerra? ¿Qué cree
que estamos haciendo aquí? Ya pueden mandarme el Ejército Rojo al
completo, que no pienso dejarlo pasar.
–Ya la ha oído -dijo Alexander, enarcando las cejas-. No
piensa dejarlo pasar.
Frente a la tienda de comestibles Elisei había ocho mujeres
enfrascadas en una trifulca. A una se le había caído una salchicha,
otra se había apresurado a quedársela y, mientras las dos primeras
discutían una tercera había aprovechado para birlarle un paquete de
harina a otra clienta. Alexander no se sentía con ánimos para
ejercer de rey Salomón con ocho mujeres airadas y no se quedó mucho
tiempo tratando de apaciguarlas, pero nada más irse tuvo que
apaciguar otra pelea entre los pasajeros que esperaban un
autobús.
Al final optó por alejarse de la Nevski, que le parecía peor
que la guerra; al menos, en la guerra uno podía disparar contra el
enemigo. Se encaminó hacia San Isaac, donde reinaba un ambiente
mucho más tranquilo, y se paró a fumar delante de la estatua del
Jinete de Bronce. Hacía semanas que no había ido a la biblioteca a
comprobar si el libro seguía allí. Pensó que ahora que había
empezado la guerra sería más prudente recuperarlo, porque las
bibliotecas y los museos tratarían de poner a buen recaudo sus
fondos más valiosos. Parado frente a la estatua, Alexander rememoró
su poema preferido: «Y por la luna pálida alumbrado, con el brazo
tendido hacia la altura, el jinete de bronce lo persigue montado en
su caballo retumbante». Sonrió al ver que aún recordaba unos versos
que llevaba años sin leer, encendió otro cigarrillo y echó a andar
por la orilla del río, dejando atrás los jardines del Almirantazgo
y el puente del Palacio. Al llegar a la altura del Hermitage vio a
un caballero alto y bien vestido que contemplaba el río desde el
parapeto. Con el rostro serio, el hombre saco un cigarrillo y le
hizo un gesto. Alexander contestó con otro gesto y redujo el
paso.
–¿Tiene fuego? – le preguntó el hombre.
Alexander se paró y sacó el mechero.
–Gracias, me he dejado las cerillas en el museo -explicó
rápidamente el hombre.
–No hay de qué -respondió Alexander.
El hombre le tendió la mano.
–Me llamo Josif Abgarovich Orbeli -se presentó, sacudiéndose
una mota de ceniza de la barba canosa y
descuidada.
–Soy el teniente Alexander Belov -respondió Alexander,
estrechándole la mano.
–Ajá -dijo Orbeli, y se volvió otra vez hacia el río-. Dígame
teniente: ¿es verdad que ha estallado la guerra?
–Es verdad, ciudadano. ¿Dónde lo ha oído?
Orbeli, sin mirarlo, señaló el Hermitage.
–En el trabajo. Soy el conservador del museo. Dígame, ¿usted
qué opina? ¿Cree que los alemanes llegarán hasta
Leningrado?
–¿Por qué no? – respondió Alexander-. Han entrado en
Checoslovaquia, Austria, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca,
Noruega y Polonia. Toda Europa está en manos de Hitler. ¿Qué más le
falta por conquistar? No puede ir a Inglaterra porque le asusta el
agua; por eso ha venido hacia aquí. Ése era su plan desde el
principio. Y sí, llegará hasta Leningrado.
«Con la ayuda de los finlandeses», quiso añadir, pero no lo
dijo para no preocupar aún más al conservador.
-Bozhe moil Koshmar! -exclamó
Orbeli-. ¿Qué va a pasar? ¿Qué será de mi Hermitage? Lo
bombardearán tal como han hecho con Londres. No quedará ninguna
iglesia y ningún monumento en nuestra ciudad… Destruirán todo
nuestro arte -dijo con voz desfalleciente.
–La catedral de San Pablo sigue en pie -le recordó Alexander
para animarlo-. Y la abadía de Westminster, y el Big Ben, y el
puente de Londres… Los alemanes no se atrevieron a tocar los
monumentos británicos. Aunque es cierto que murieron cuarenta mil
londinenses…
–Sí, sí -reconoció Orbeli, con un gesto de impaciencia-. En
las guerras siempre muere gente. Pero ¿qué será de mis obras de
arte?
–Bueno, no podemos sacar de Leningrado la catedral de San
Isaac o la estatua del Jinete de Bronce, pero sí que podemos
evacuar a sus habitantes. Y también podremos evacuar sus obras de
arte… -dijo Alexander, haciendo ademán de
marcharse.
–¿Y adónde las mandaremos? – exclamó Orbeli, elevando la
voz-. ¿Quién cuidará de ellas? ¿Dónde estarán a
salvo?
–El arte tendrá que cuidarse solo -respondió Alexander-. Da
igual adónde envíe las obras del museo, en cualquier sitio estarán
más seguras que en Leningrado.
–¿Mis tamerlane? ¿Mis renoir? ¿Mis rembrandt? ¿Mis fabergé?
¿Tendré que dejar solos a mis valiosos tesoros?
–Estarán más seguros en otro sitio, y un día u otro se
acabará la guerra. Que tenga un buen día,
ciudadano.
Alexander se descubrió para despedirse.
–El día de hoy no tiene nada de bueno -rezongó Orbeli, y se
dio la vuelta para regresar al museo.
Con una sonrisa, Alexander siguió caminando junto al Neva
hasta dejar atrás el Palacio de Invierno y el canal Moika. Aquella
tarde de domingo la orilla del río estaba muy poco concurrida, no
como la Nevski, donde las filas de compradores llegaban hasta la
calle y todo el mundo se insultaba a gritos. Alexander prefería
caminar por la orilla del río, donde había mucho menos bullicio.
Con el fusil al hombro, dejó atrás el Jardín de Verano y siguió
andando en dirección al monasterio de Smolni.
Se paró un momento al llegar a la esquina de la calle Ulitsa
Saltykov-Schedrin. A su derecha, a dos manzanas de distancia,
comenzaba la apacible extensión del parque de Táuride, donde tanto
le gustaba pasear en verano. Pero en los alrededores de Smolni
podía haber alguna trifulca que reclamara su intervención. ¿Qué
camino debía tomar? ¿Continuar hacia Smolni y bordear después el
parque de Táuride, o acercarse a la entrada del parque y seguir
después hacia el monasterio?
Encendió un cigarrillo y se detuvo un momento a mirar el
reloj.
Tenía tiempo. ¿Qué necesidad había de correr? Si se había
formado algún altercado en Smolni, daba lo mismo que tardara quince
minutos o media hora en llegar. Iba solo y no podía estar en todos
los sitios a la vez. De manera que dobló a la derecha y entró en
Ulitsa Saltykov-Schedrin.
La calle estaba desierta y la brisa agitaba las ramas de los
árboles. Alexander pensó en los bosques de Barrington; recordó
cuando Teddy y él se tumbaban en el suelo y escuchaban el rumor de
las hojas sobre sus cabezas. Era un sonido
agradable.
Pero esta vez el sonido era diferente. Era la voz de alguien
que cantaba.
La voz era apenas audible. Alexander miró hacia el final de
la calle pero no vio a nadie.
Luego se volvió hacia la acera opuesta y vio a una muchacha
sentada en un banco.
Lo primero en lo que se fijó fue en la melena larga y rubia
que le ocultaba la cara, y después en su vestido blanco bordado con
rosas rojas. Sentada bajo el dosel de hojas verdes, con su pelo muy
claro, su vestido blanco y sus rosas color sangre, la muchacha era
como un soplo de aire fresco. Se estaba comiendo un helado y
canturreaba en voz baja. Alexander reconoció la melodía de «Algún
día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…», una canción de moda.
La chica se las arreglaba para cantar, lamer el cucurucho,
balancear una pierna desnuda y un pie ataviado con una sandalia
roja y apartarse el pelo de la cara, todo al mismo tiempo. Estaba
totalmente ensimismada, ajena no sólo a la presencia de Alexander,
que la miraba embobado desde el otro lado de la calle, sino también
a la guerra al mundo, a todas las cosas que regían la actividad de
aquella tarde de domingo en Leningrado. Estaba inmersa en un
instante donde sólo existían ella, su resplandeciente cabellera, su
magnífico vestido, su helado y su melodiosa voz. Se encontraba en
un lugar que Alexander no había visto nunca hasta entonces,
sumergida en el mar lunar de la tranquilidad. Alexander era incapaz
de apartarse del punto donde se había detenido a
contemplarla.
Y ahora, años después, seguía viéndola por primera vez, sin
poder alejarse del punto al que lo había llevado aquel domingo.
Alexander sabía muy bien que si ese día hubiera seguido andando en
línea recta en lugar de doblar a la derecha, su vida presente sería
muy distinta. O si hubiera seguido caminando y no se hubiera
detenido al verla. Podría haber sido precavido y no cruzar la
calle. Podría haberla mirado embobado un momento para retomar
enseguida su camino… ¿o no?
Sin embargo, aquella luminosa tarde de domingo, Alexander no
sabía nada, no pensaba en nada, no imaginaba nada. Se olvidó de
Dimitri y de la guerra y de la Unión Soviética y de sus planes de
fuga, se olvidó incluso de Estados Unidos, y cruzó la calle para
encontrarse con Tatiana Metanova.
Más tarde observó cómo movía ella las manos al hablar. Sus
dedos eran finos y bien formados y las uñas estaban muy cuidadas.
Le preguntó por qué tenía aquellas manos tan impecables y ella le
dijo que una vez había conocido a una chica que llevaba las uñas
sucias y era bastante problemática, y siempre lo había tenido en
cuenta.
–¿Piensas que era problemática porque llevaba las uñas
sucias.
–Estoy bastante convencida.
Alexander deseó que las impecables manos de la muchacha lo
acariciaran.
–¿Dónde vives, Tania?
–En la calle del Quinto Soviet. ¿Sabes dónde
está?
Alexander hacía la ronda por esa zona.
–Cerca de la avenida Gresheski. No muy lejos hay una
iglesia.
–Sí, justo enfrente -explicó Tatiana.
–Aunque me parece que llamarla «iglesia» no es del todo
correcto. Es un archivo de documentos.
Ella se echó a reír.
–Sí -contestó, divertida-. Es una iglesia
soviética.
Los momentos que Alexander compartió con Tatiana aquel
domingo le parecieron muy breves.
Todos los momentos que pasó con ella le parecieron breves,
acorralados como estaban por la guerra, por los padres de Tatiana,
por la falsa identidad de Alexander, por la ascendencia que Dimitri
había adquirido sobre él, por la actitud de Dasha… ¡pobre Dasha! Y
ahora estaba acorralado por Slonko y por Nikolai Ouspenski,
perseguido por la Unión Soviética en todas sus facetas. Alexander
tenía que encontrar la manera de sobrellevar todo aquello, dejar de
recordar, apagar el eco de los cien minutos que había pasado con
Tatiana a solas, aquel eco que resonaba sin cesar dentro de su
cabeza. Un viaje en autobús con Tatiana sentada a su lado, toda
para él, un paseo con ella por el Campo de Marte, la intuición de
lo que podría haber sido, una súbita emoción en un corazón
inflamado y ¿cuál era el resultado? La eternidad en la Rusia
Soviética.
¿Dónde podrían esconderse? ¿Adónde irían si querían
desaparecer?
El domingo llegó y se fue.
El Campo de Marte, el mes de junio, la muerte, la vida, las
noches blancas, Dasha, Dimitri… todos llegaron y se
fueron.
Pero Alexander seguía allí, de pie en la acera soleada,
mirando a Tatiana sentada bajo los olmos, contemplando aquel soplo
de aire fresco que había frente a él, con su vestido blanco de
rosas rojas, cantando y saboreando un helado con una boca muy roja.
Tatiana, que había sido suya y sólo suya durante cien minutos
fugaces como un Parpadeo. Había sido suya pero el momento ya había
pasado, arrastrado por una tormenta de nieve que no había dejado
más que luz y vacío. El momento había llegado a su inexorable final
y él seguía plantado en la acera, sin poder moverse, recomponiendo
una y mil veces su corazón afligido.
La pérdida de Pasha,
1941
Pasha, el hermano mellizo de Tatiana, había desaparecido. Al
principio sólo se había marchado una temporada a un campamento
juvenil, pero los aviones de la Luftwaffe bombardearon el
campamento, el Ejército Rojo mandó a los muchachos a enfrentarse
contra los panzer y Pasha se esfumó.
Tatiana, que no estaba dispuesta a aceptarlo, se fue a buscarlo a
Luga, con los nazis al otro lado del río. Cometió aquella locura
para recuperar a su hermano, que también la quería con
locura.
Otro instante fugaz en que Tatiana casi había sido de
Alexander. Se acostaron juntos en la tienda de campaña y los dos
sabían que aquél era el único lugar en el que querían estar. A
pesar de la presencia de los soldados de Hitler a unos cientos de
metros, a pesar de las costillas rotas de Tatiana, de su pierna
rota y de su corazón destrozado, a pesar de la pérdida de
Pasha.
Alexander la oyó sollozar.
–Tenemos que encontrarlo, Shura -exclamó
Tatiana.
–Tania…
–Tenemos que encontrarlo. No puedo volver a casa sin
encontrarlo. No puedo fracasar. No conoces a mi familia. No me
conoces.
–Sí que te conozco, Tania. Tendrás… tendréis que aprender a
vivir con lo que os queda.
–No digas eso. No puedo vivir sin Pasha.
–Lo siento, Tania -contestó Alexander, que apenas podía
articular las palabras.
–No puedo, sencillamente. Es mi hermano, ¿no lo entiendes? ¿Y
si está esperándome en algún sitio y yo no voy en su busca? ¿Quien
lo rescatará del enemigo si no es su familia? ¿Y si se está
preguntando por qué tardo tanto en ir a salvarlo,
Alexander?
–¿Y por qué iba a estar esperándote?
–Porque sabe lo que soy para él y sabe que no puedo abandonarlo.
Alexander no dijo nada. Pasha era afortunado de contar con
una persona como Tatiana.
–No hay ni rastro de él, Tania. Os separan dos millones de
soldados alemanes. No puedes caminar, no puedes doblar la cintura.
Estás herida y él está desaparecido. Déjalo en paz con
Dios.
A la mañana siguiente, cuando estaban solos en el bosque y
empezaron a caer bombas y él se tumbó encima de ella para
protegerla con su cuerpo, no pudo contenerse más y la besó. Podrían
haber muerto allí mismo, entre los árboles. Alexander casi deseó
morir cuando pensó fugazmente en lo que les esperaba: la
desesperación, las decepciones, Dasha, Dimitri, Hitler, Stalin,
guerra por todas partes. Deseó ser eternamente joven, vivir para
siempre en aquel mismo instante, bajo los árboles en
llamas.
Pero Alexander sobrevivió y llevó a Tatiana de vuelta con sus
afligidos familiares.
Pasha no apareció. Unas semanas después les dijeron que había
muerto en el incendio de un tren. El padre no se recuperó de la
impresión y se dio a la bebida, hasta que tampoco quedó nada de él.
Pasha era su único hijo varón. Alexander, que también era el único
hijo de sus padres, se alegró de haber podido confortar a Harold en
la cárcel. ¿Cómo era tener un padre, una madre que por la noche se
acercaba a la cabecera de tu cama a darte un lloroso beso de buenas
noches?
Era incapaz de recordarlo.
Empezó a ver a Tatiana como una posibilidad desperdiciada, un
momento que había pasado hacía tiempo. No podía negar sus
sentimientos, pero decidió que a ella le correspondía otra vida,
otro tiempo, otro hombre.
Sin embargo, Tatiana quería más.
El problema era que Alexander no podía darle nada más. No
tenía nada.
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Vikki invitó a Tatiana y al niño a pasar la Nochebuena en
casa de sus abuelos.
Cuando llegaron, Tatiana vio que también estaba
Edward.
–¿Por qué lo has invitado? – susurró a Vikki en la
cocina.
–Él también celebra la Navidad, Tania.
Un rato después, Tatiana estaba sentada al lado de Edward en
el sofá, tomando sorbitos de un brebaje que recibía el nombre de
ponche y sosteniendo en el regazo a su bebé
de seis meses, que también quería probar el ponche. Edward le contó
que cuatro días antes lo habían echado de casa. Al parecer su mujer
estaba harta de que trabajara tanto y pasara tan poco tiempo con
ella.
–A ver si lo entiendo -dijo Tatiana-. ¿Te ha echado porque no
pasabas suficiente tiempo con ella?
–Exacto.
–¿Y eso no significa que aún pasarás menos tiempo con ella? –
insistió Tatiana.
Edward se echó a reír.
–Me parece que mi mujer no me apreciaba mucho, Tania
-concluyó.
–Es triste que una esposa sienta eso por su marido -comentó
Tatiana.
Vikki se les acercó con una bandeja de galletitas con miel.
Su expresión orgullosa hizo que Tatiana la definiera
silenciosamente como «problemática».
Habían puesto un disco de música navideña, la casa olía a
jengibre, a tarta de manzana y al ajo de la salsa para los
espaguetis, incluso los colores rojizos del apartamento resultaban
muy adecuados para la celebración y Vikki llevaba un vestido de
terciopelo marrón que combinaba muy bien con el castaño
aterciopelado de su pelo y de sus ojos. Isabella y Travis les
dieron de comer como si el país no estuviera en guerra. La
conversación fluía ligera como el vino.
Después de la cena, Tatiana se retiró un momento para dar de
mamar a su hijo. El rumor de las conversaciones navideñas inundaba
el resto del piso, pero el dormitorio donde ella acunaba a su hijo
con los ojos cerrados estaba oscuro, caldeado y
silencioso.
Aquella Nochebuena, la joven Tatiana no encontró consuelo en
las oraciones de la misa del Gallo, ni en la cena familiar, ni en
la compañía de Vikki, ni en su habitación de la isla de Ellis.
Mientras daba de mamar a su hijo, una única palabra le golpeaba el
alma a cada segundo y retumbaba en las lágrimas que le resbalaban
por las mejillas, en la leche que fluía de sus pechos y en los
latidos de su corazón: Alexander.
En Navidad, Ellis era un lugar triste. A Tatiana, sin
embargo, la reconfortaba sentirse necesitada por alguien que no era
su hijo. Daba de comer a los heridos cubiertos por las sábanas
blancas y les decía que pensaran en sus hermanos de armas, que no
tenían una cama donde descansar ni a nadie que los
consolara.
–Eso es porque no está usted cuidándolos -comentó con un
acento muy marcado un piloto que se llamaba Paul
Schmidt.
Era un militar alemán que había combatido en North Channel,
bombardeando los buques que transportaban alimentos y armas hacia
el mar del Norte. Los norteamericanos lo habían rescatado cuando su
avión había caído al agua. En el barco que lo llevaba a Estados
Unidos le habían amputado las piernas, y ahora que estaba a punto
de terminar la convalecencia iban a repatriarlo. Paul explicó que
no quería regresar a su país.
–Si no estuviera tullido, me obligarían a trabajar como han
hecho con los demás prisioneros alemanes, ¿no?
–Puede que lo envíen a trabajar a algún lado -observó
Tatiana-. Podría ordeñar vacas en una granja, por
ejemplo.
–Lo que me gustaría -explicó el piloto con una sonrisa- es
que una americanita guapa se casara conmigo para no tener que
volver.
–Pídaselo a otra enfermera -dijo Tatiana, con otra sonrisa-.
Yo no soy norteamericana.
–No me importa -contestó el piloto, sin que el interés de su
mirada se desvaneciera.
–¿Y cree que la esposa que lo espera en su país estaría
contenta si usted se volviera a casar?
–No hay por qué decírselo -contestó el soldado,
risueño.
Tatiana le contó algunas cosas de su pasado. Le resultaba más
fácil charlar con los soldados italianos y alemanes que con Vikki y
con Edward, a los que no se atrevía a describir su vida anterior a
Estados Unidos, entre las nieves de Leningrado y las lluvias de
Lazarevo. En cambio, aquellos soldados moribundos y desarraigados
la entendían muy bien, se identificaban con ella.
–Me alegro de no estar en el Frente Oriental -manifestó Paul
Schmidt.
«Yo no -quiso decir Tatiana-, porque allí, mi vida tenía
sentido.»
–Pero no fue allá donde cayó herido
-observó.
Se inclinó para seguir dándole de comer, sin apartar la
mirada de la cuchara metálica y el plato de esmalte. Trató de
pensar únicamente en el aroma del caldo, la textura de la sábana
almidonada y de las mantas de lana y el frescor de la sala. Quería
alejar las imágenes del Frente Oriental. Dando
de comer a su marido… acercándole la
cuchara a los labios… durmiendo en la butaca contigua a su cama…
apartándose unos pasos y dándole la espalda…
No. ¡No!
–No se puede imaginar cómo nos están tratando los soviéticos
-insistió el piloto.
–Me hago una idea, Paul -aseguró Tatiana-. El año pasado era
enfermera en Leningrado. Y poco antes, vi lo que sus compatriotas
hacían con nuestros soldados.
El piloto meneó la cabeza con tanta vehemencia que el caldo
se le salió de la boca. Tatiana le limpió la barbilla con la
servilleta y le acercó otra cucharada.
–Los soviéticos ganarán la guerra -dijo él, y bajó la voz-.
¿Y sabe por qué?
–¿Por qué?
–Porque no valoran la vida de sus hombres.
–¿Y Hitler valora la de los suyos? – preguntó Tatiana tras un
momento de silencio.
–Más que Stalin. Hitler se esfuerza en curarnos para que
podamos volver al frente, pero Stalin deja morir a sus hombres y
luego manda al frente a chavales de trece o catorce años que
también terminan muriendo.
–Pronto no quedara nadie a quien enviar -reflexiono
Tatiana.
–Antes de llegar a ese punto, Stalin habrá ganado la
guerra.
Tatiana tuvo que dejar a Paul para atender a otros heridos,
pero más tarde volvió con él y le llevó un té con leche y unas
pastitas navideñas.
–Por cierto, se equivoca respecto a mí -aseguró Paul-. Caí
herido en Rusia, en Ucrania. Derribaron el bombardero que pilotaba
y estuve a punto de perder el estómago en la caída. – Hizo una
pausa como si recordara algo-. De perderlo
literalmente.
–Lo entiendo -dijo Tatiana.
–Cuando me curé me enviaron a North Channel porque era menos
peligroso. Qué paradoja, ¿no? Mi capitán decidió que ya no era tan
buen piloto. Pero ¿sabe?, los partisanos soviéticos que me
recogieron el año pasado en Ucrania no me mataron. No sé por qué se
apiadaron de mí, quizá porque era Navidad.
–No creo que se apiadaran porque fuera Navidad -contestó
amablemente Tatiana-. Los soviéticos no la
celebran.
El piloto alemán la miró muy serio.
–¿Por eso está usted aquí? ¿Porque para usted no es
fiesta?
Tatiana negó con la cabeza. Quiso persignarse para darle
ánimos, pero se contuvo. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo.
Quería exhibir una fachada inexpugnable y dura como una roca, ser
como Alexander… Pero no podía.
–Estoy aquí para que los heridos sepan que no están solos
aunque estén lejos de su tierra -explicó con voz temblorosa-. Estoy
aquí porque tengo la esperanza de que si los trato bien, si les doy
un poco de consuelo, entonces quizás, en otro lugar, alguien
tratará bien a…
Le resbaló una lágrima por la mejilla.
–¿Cree que las cosas funcionan así? – preguntó Paul,
mirándola sorprendido.
–No sé cómo funcionan las cosas -respondió
Tatiana.
–¿Él está en el Frente Oriental?
–No sé dónde está-dijo Tatiana.
Seguía sin dar crédito al certificado que guardaba en su
habitación, en el interior de la mochila negra.
–Pues rece para que no esté en el Frente Oriental. No duraría
ni una semana.
–¿No?
El rostro de Tatiana reflejó seguramente su desánimo, porque
Paul le dio una palmadita en la mano y añadió:
–No piense en eso, enfermera… ¿Sabe qué es lo que él más
desea, esté donde esté?
–¿Qué?-susurró Tatiana.
–Que usted esté a salvo -contestó Paul.
Navidad en Nueva
York.
Navidad en el Nueva York de los tiempos de guerra. El año
anterior Tatiana había celebrado la Nochevieja en el hospital
Gresheski, con el doctor Matthew Sayers y las demás enfermeras.
Bebieron vodka y brindaron con los pocos pacientes que no dormían y
tenían fuerzas suficientes para alzar el vaso. Tatiana sólo pensaba
en ir al frente para encontrarse con Alexander. Tenían previsto
marcharse al cabo de cinco días. Alexander aún no lo sabía, pero
Tatiana encontraría el modo de salir con él de la Unión Soviética.
No había luces de Navidad en Leningrado. La ciudad estaba cubierta
de escombros. En Nochevieja los alemanes lanzaron proyectiles desde
Pulkovo, y el primer día del año los bombardearon desde el aire.
Cuatro días después, Tatiana salía de Leningrado en un jeep de la
Cruz Roja conducido por el doctor Sayers y pensaba: «¿Volveré a ver
Leningrado alguna vez?».
Y ahora tenía la impresión de que nunca volvería a
verlo.
Lo que veía ahora no era Leningrado sino Nueva York en
Navidad. Veía las calles de Little Italy adornadas con lucecitas
verdes y rojas, y la calle Cincuenta y siete adornada con bombillas
blancas, y el remate del Empire State iluminado en rojo y verde, y
el árbol del Rockefeller Center. Por ser Navidad, el gobierno
permitió encender las luces de los rascacielos durante una hora,
pero después tuvieron que apagarlas por la guerra.
Tatiana empujaba el cochecito de Anthony bajo la nieve,
rodeada de una multitud bulliciosa y cargada con bolsas de regalos.
Ella no llevaba nada porque sólo había salido a pasear por las
calles nevadas y alegres del Nueva York de los tiempos de guerra,
pensando que Alexander, en Boston, había vivido diez diciembres
como ése. Diez diciembres con canciones navideñas, con bolsas y
paquetes bajo los brazos, con el constante tintineo de los
cascabeles, con árboles cubiertos de guirnaldas luminosas, con
cafeterías que proclamaban en el escaparate: «JESÚS ES EL MOTIVO DE
LA CELEBRACIÓN».
Alexander había vivido todo eso, y sus padres le habían hecho
regalos, y Santa Claus había visitado su casa en Navidad. Tatiana
entró en una juguetería y compró un trencito para Anthony. El niño
demasiado pequeño para jugar con él, pero ya
crecería.
En el escaparate de Bergdoff, en la esquina de la calle
Cincuenta v ocho y la Quinta Avenida, Tatiana vio unas mantas con
dibujos navideños y, como hacía frío y estaba pensando en
Alexander, entró en la tienda y preguntó cuánto costaban. Eran de
cachemira pura y valían la escandalosa cantidad de cien dólares
cada una. La dependienta le dijo el precio y le dio la espalda como
si diera por terminada la conversación. Acto seguido se giró como
si acabara de recordar algo, le arrebató la manta de las manos y
volvió a darle la espalda.
–Me llevaré tres -dijo Tatiana, sacando el dinero del
monedero-. ¿En qué colores las tienen?
Aquella noche, en la isla, madre e hijo durmieron en la cama
de Tatiana, abrigados con dos mantas de cachemira. La tercera
estaba reservada para el padre de Anthony.
Nueva York en Navidad. Había jamón, y había queso, y había
leche y chocolate y cien gramos de carne para cada uno, y había la
alegría de las madres que buscaban juguetes para sus hijos y
esperaban a los soldados que volvían a casa a pasar las
fiestas.
No era el caso de Vikki, que ya se había divorciado de su
marido. Y tampoco el de Tatiana, que había perdido al suyo. Pero sí
el de otras mujeres.
Los árboles de la ciudad resplandecían bajo las guirnaldas de
luces blancas. En Ellis, las enfermeras decoraron un abeto para los
soldados alemanes e italianos; el problema era que ninguna quería
trabajar en Navidad, aunque les duplicaran o triplicaran el sueldo
o les dieran una semana de vacaciones. Tatiana trabajó por el
triple del sueldo y por una semana de vacaciones.
Nueva York en Navidad.
Mientras empujaba el carrito de Anthony por la calle
Mulberry, camino de la casa de Vikki en Little Italy, Tatiana
entonaba en voz baja El largo sendero, una
canción que había oído en la radio del hospital:
Un largo sendero se adentra,
en la tierra de mis sueños,
donde cantan las alondras
y brilla la luna blanca.
Me espera una larga noche
hasta que mis sueños se cumplan,
hasta el día en que recorra
este largo sendero contigo.
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Los soviéticos seguían muriendo en Siniavino, y los alemanes
seguían apostados en las colinas.
Alexander seguía enviando soldados a reparar las vías, y los
soldados seguían cayendo. El teniente coronel Muraviev, al mando de
varios batallones regulares y disciplinarios, no se mostró muy
dispuesto a escuchar sus protestas.
–Es un batallón de castigo -le dijo-. ¿Sabe qué quiere decir
eso, capitán?
–Lo sé -respondió Alexander-. Pero déjeme que le haga una
pregunta. Sólo estudié matemáticas hasta la secundaria, pero… si el
ritmo de bajas es de treinta al día, ¿cuánto durarán mis doscientos
hombres?
–Ésta me la sé -exclamó Muraviev-: ¡seis
días!
–Exacto. Ni una semana. Los alemanes tienen a trescientos
soldados apostados en las montañas, y a nosotros no nos queda
prácticamente ninguno.
–No se preocupe. Le proporcionaremos más soldados para que
los envíe a la línea férrea. Como siempre.
–¿Es ése el objetivo? ¿Que los alemanes hagan prácticas de
puntería con nuestros hombres?
–Ya me avisaron de que era usted conflictivo -declaró
Muraviev, lanzándole una mirada torva-. No olvide que está al mando
de un batallón disciplinario. La seguridad de sus hombres no es
asunto mío. Ocúpese de arreglar las vías y cierre el
pico.
Alexander salió de la tienda sin hacer el saludo
reglamentario.
Estaba claro que tendría que tomar cartas en el asunto. No
esperaba a Stepanov, pero se habría conformado con un superior que
tuviera sólo el 10 % de su talento. ¿Por qué iba a preocuparse
Muraviev por los soldados del batallón de Alexander? Todos eran
reos de la justicia. Entre sus delitos estaba haber tenido una
madre perteneciente a una orquesta que mantenía correspondencia con
músicos franceses, aunque la mujer ya estuviera muerta y la
orquesta se hubiera disuelto muchos años atrás. A otros los habían
visto entrar en una iglesia, antes de que Stalin declarase al
Pravda que él también creía en «cierto tipo
de Dios». Otros habían estrechado casualmente la mano de un
ciudadano a punto de ser detenido. Algunos habían sido vecinos de
una persona acusada de algún delito.
–Yo soy uno de ésos: tuve la mala suerte de ocupar la cama
contigua a la suya, capitán -manifestó Ouspenski.
Alexander sonrió. Se dirigían al cobertizo que se empleaba
como arsenal. Alexander había pedido a Ouspenski que lo acompañara
porque quería solicitar un mortero de 160
milímetros.
El día anterior, al amanecer, había subido a una colina
cercana a las vías para observar cómo caían sus hombres. Oculto
entre los arbustos y usando unos prismáticos de campaña, localizó
el punto de partida de las tres bombas que arrojaron los alemanes.
Estaban a dos kilómetros por lo menos. Por eso necesitaba un
mortero de 160 milímetros, el único capaz de hacer blanco a esa
distancia.
Por supuesto, el responsable del arsenal se negó a darle el
mortero. El sargento que atendía el mostrador le dijo que un
batallón disciplinario no estaba autorizado a emplear morteros y
que la solicitud tenía que estar firmada por su mando inmediato.
Pero Muraviev se rió de Alexander y se negó a
ayudarlo.
–He perdido a ciento noventa y dos hombres en siete días.
¿Habrá reos suficientes para reparar la línea?
–¡Órdenes son órdenes, Belov! El mortero es para la compañía
que tiene que atacar a los alemanes en Siniavino la semana
próxima.
–¿Sus hombres pretenden subir hasta la cima de una montana
pertrechados con un arma tan pesada, coronel?
Muraviev le ordenó que saliera de la tienda.
Alexander terminó hartándose y convocó al sargento Melkov.
Aquella noche, Melkov, el que mejor aguantaba el vodka de todo el
batallón, invitó a beber al vigilante del cobertizo hasta que éste
se quedó dormido en la silla y no pudo oír los crujidos de la
desvencijada puerta de madera cuando Alexander y Ouspenski entraron
a por el mortero. Tuvieron que hacerlo rodar a lo largo de un
kilómetro, en plena noche. Entretanto, Melkov, que se había tomado
el encargo en serio, los esperó junto al vigilante, echándole
tragos de vodka por el gaznate cada quince
minutos.
Poco antes de las cinco de la mañana, siete de los hombres de
Alexander bajaron a las vías como cebo.
A través de los prismáticos, Alexander vio cómo la primera
bomba dibujaba una curva sibilante desde el punto de origen hasta
la línea férrea. Sus hombres lograron escapar indemnes. Alexander y
Ouspenski tuvieron que aunar sus fuerzas para introducir la bomba
explosiva dentro de la recámara.
–No lo olvide, Nikolai -dijo Alexander mientras dirigía el
cañón hacia las montañas-. Sólo tenemos dos proyectiles: dos únicas
oportunidades de acabar con los putos alemanes. Y este trasto tiene
que estar en el arsenal dentro de veinte minutos, antes del cambio
de guardia de las seis.
–¿No se darán cuenta de que faltan las dos bombas
mayores?
Alexander dirigió los prismáticos hacia la montaña bañada en
la luz azul del amanecer.
–Me da igual que se enteren, mientras consigamos aplastar a
esos alemanes de mierda. De todos modos, no creo que se fijen.
¿Cree que alguien lleva algún tipo de inventario? ¿El vigilante
borracho, tal vez? De ése ya se encarga Melkov, que además
aprovechará para sacar treinta ametralladoras.
Ouspenski soltó una carcajada.
–No se ría, desequilibrará el mortero -dijo Alexander-. ¿Está
listo?
Encendió la mecha.
La mecha ardió durante dos segundos, el retroceso retumbó
como un terremoto y el primer proyectil salió silbando del cañón y
dibujó un arco de un kilómetro y medio. Alexander lo vio caer y
estallar entre los árboles. En el momento en que la primera bomba
alcanzo su objetivo, la segunda ya estaba en camino. Alexander no
se fijó dónde caía el segundo proyectil porque ya había empezado a
desmontar el mortero. Dejando a Ouspenski a cargo de los soldados,
devolvió la pesada pieza de artillería al arsenal y tuvo tiempo de
cerrar la puerta y arrojar el manojo de llaves en el regazo del
vigilante inconsciente cuando faltaban dos minutos para las
seis.
–Buen trabajo -dijo cuando Melkov y él se apresuraban a
volver a sus respectivas tiendas para la inspección
matinal.
–Gracias, señor -respondió Melkov-. Ha sido un
placer.
–Ya lo veo -contestó Alexander, sonriente-. Que no lo pille
en otro momento bebiendo así, o irá directo al
calabozo.
El vigilante estuvo cuatro horas inconsciente y fue relevado
de sus funciones por negligencia grave.
–¡Tiene suerte de que no falte nada, cabo! – lo reprendió
Muraviev.
Como castigo, el vigilante tuvo que trabajar una semana en el
comando encargado de reparar las vías.
–Tiene suerte de que los alemanes lleven dos días tranquilos
cabo. De no ser así, ya estaría usted muerto -le aseguró
Alexander
Sus hombres pudieron reparar las vías mientras los alemanes
se reorganizaban, y cinco trenes cargados de alimentos y medicinas
consiguieron llegar a Leningrado.
Los alemanes retomaron más tarde los bombardeos, pero no por
mucho tiempo porque Muraviev terminó cediendo el mortero a
Alexander. Después de localizar la posición de los alemanes en
Siniavino y dispararles unos cuantos proyectiles, un batallón del
Ejército 67 subió hasta la cima del monte mientras los hombres de
Alexander los defendían desde el valle con la
artillería.
El batallón no regresó, pero los alemanes ya no volvieron a
bombardear el ferrocarril.
En el otoño de 1943, el Ejército 67
ordenó al batallón disciplinario de Alexander (reducido a sólo dos
compañías, con 144 soldados en total) que cruzara el Neva al sur de
Pulkovo para atacar los últimos bastiones del cerco de Leningrado.
Esta vez le proporcionaron algunas piezas de artillería
(ametralladoras pesadas, morteros, bombas antitanque y una caja de
granadas). Cada uno de sus hombres disponía de una ametralladora
ligera y de abundante munición. Durante doce días del mes de
septiembre de 1943, el séptimo batallón, junto con dos batallones
más y una compañía motorizada, bombardearon a los alemanes en
Pulkovo. Contaron con el apoyo aéreo de dos Shtukarevich, pero no
les sirvió de nada.
Los árboles se quedaron sin hojas, el sargento Melkov murió,
llegó el frío, el decimocuarto invierno desde que la familia
Barrington se había trasladado a la Unión Soviética, el segundo
desde el que se había llevado a todos los familiares de Tatiana, y
Alexander no cejó en su sangriento avance hacia la cima de la
montaña. Recibió cientos de soldados más. En diciembre de 1943
logró expulsar a los alemanes de la ladera oriental de la
montaña.
Desde lo alto del Pulkovo, mirando al norte, Alexander podía
ver las escasas luces que aún brillaban en Leningrado. A menor
distancia en un día claro, veía las columnas de humo de la Kirov,
que seguía produciendo armas para la defensa de la ciudad. Con los
prismáticos alcanzaba a ver el muro exterior, y podía verse a sí
mismo con la gorra en la mano, esperando día tras día, semana tras
semana, a que saliera Tatiana por las puertas de la
fábrica.
Pero para eso no necesitaba subir a la cima del
Pulkovo.
Alexander celebró la Nochevieja de 1943 sentado frente a una
hoguera acompañado de sus tres tenientes, sus tres subtenientes y
sus tres sargentos. Bebió vodka con Ouspenski. Todos veían con
optimismo el futuro y pensaban que los alemanes no tardarían en
irse de Rusia. Después de los acontecimientos del verano, de los
hechos de Siniavino y de la batalla de Kursk, de la liberación de
Kiev en noviembre y la de Crimea hacía tan sólo unas semanas,
Alexander estaba convencido de que 1944 sería el último año con
alemanes en suelo soviético. Su misión era avanzar hacia el oeste
con el batallón disciplinario y enviar a los alemanes de vuelta a
su tierra.
Ésta fue su decisión de Año Nuevo: avanzar hacia el oeste,
donde estaba su única esperanza.
Se animó a beber otro vaso. Alguien que ya estaba borracho
contó un chiste malo sobre Stalin. Otro lloró por su mujer.
Alexander estaba casi seguro de que no había sido él. Intentaba
mantener una fachada de dureza. Ouspenski brindó con él y se
terminó la botella de vodka.
–¿Por qué no nos dan permiso como a los demás soldados? – se
quejó Ouspenski, bebido, deprimido y sentimental-. ¿Por qué no
podemos pasar el Año Nuevo en casa?
–No sé si se ha dado cuenta, teniente, pero estamos en
guerra. Mañana dormiremos hasta que se nos pase la resaca, y el
martes volveremos a la batalla. Antes de un mes habremos roto el
cerco de Leningrado. Habremos echado a los nazis y la ciudad se
habrá salvado gracias a nuestros esfuerzos.
–Me importan una mierda los nazis. Lo que quiero es ver a mi
mujer -exclamó Ouspenski-. Usted no tiene a donde ir… por eso
piensa en expulsar a los alemanes.
–Sí tengo a donde ir -respondió pausadamente
Alexander.
–¿Tiene familia? – le preguntó Ouspenski, mirándolo con
suspicacia.
–Por aquí no.
Por algún motivo, su respuesta sólo sirvió para poner aún más
melancólico a Ouspenski.
–Mírelo por el lado bueno, Nikolai -dijo Alexander,
animándose a llamarlo por el nombre de pila-. Ahora mismo no
estamos rodeados por el enemigo, ¿no?
Ouspenski no dijo nada.
–Nos hemos acabado una botella de vodka en un par de horas
-continuó Alexander-. Hemos podido comer jamón, arenque ahumado,
encurtidos y hasta pan negro recién hecho. Hemos contado chistes,
nos hemos reído, hemos fumado… Piense que podría ser mucho
peor.
Alexander no quería que su mente se adentrase en sus propias
cámaras de tortura.
–No sé usted, capitán, pero yo tengo una mujer y dos niños y
no los veo desde hace diez meses. La última vez fue justo antes de
caer herido. Mi mujer cree que estoy muerto. Estoy seguro de que no
le llegan mis cartas, porque no me contesta.
Ouspenski hizo una pausa y se echó a temblar como una
hoja.
Alexander no respondió.
«Yo tengo una mujer y un hijo y tampoco puedo verlos. ¿Qué ha
sido de ella, qué ha sido del niño? ¿Habrán llegado a algún sitio?
¿Estarán a salvo? ¿Cómo puedo continuar viviendo sin saber si
Tatiana está bien?
»No puedo.
»No puedo seguir viviendo sin saber si ella está
bien.»
No temerás los terrores de la noche… ni
la flecha que vuela de día…
Ouspenski abrió otra botella de vodka y tomó directamente un
trago.
–¡A la mierda todo! – exclamó-. La vida es muy
dura.
Alexander le arrebató la botella de las manos y bebió un
trago él también.
–¿Comparada con qué? – preguntó.
Dio una calada al cigarrillo, dejando que el humo acre pasara
a través del nudo que le oprimía la garganta.
-Vamos a emborracharnos,
Tania.
-¿Por qué?
-Para fumar, para beber, para celebrar tu
cumpleaños y nuestra boda para divertirnos
-contesta Alexander, encogiéndose de hombros.
-Tonto… Mi cumpleaños fue hace una semana
y ya lo celebramos. -Tatiana sonríe-.
Hiciste helado, ¿no te acuerdas?
Alexander la levanta hasta que sus pies
no tocan el suelo.
Ella lo rodea con sus
brazos.
-De acuerdo, tomaré un poquito de
vodka.
-Un poquito no. Una cantidad
inconmensurable. ¡Alcemos los vasos…!
En el claro del bosque, junto al fuego,
Alexander sirve dos vasos de vodka. Ella
está arrodillada sobre la manta, mirándolo expectante. Él se arrodilla delante de
ella.
-…Y brindemos por nuestra maravillosa
vida.
Tatiana alza el
vaso.
-De acuerdo, Alexander. Brindemos por
nuestra maravillosa vida.
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La habitación es totalmente blanca. Los visillos blancos
apenas se mueven. La ventana está cerrada y no hay corriente. No
entra el aire rosado y luminoso del exterior.
Estoy sentada en el suelo de mi habitación blanca. La puerta
marrón claro está cerrada. La aldaba metálica está en su sitio. Las
bisagras están oxidadas y crujen al girar.
Abrir y cerrar.
Sostengo frente a mí la mochila negra, y dentro de la
mochila, él está vivo. Su gorra beige, su fotografía en blanco y
negro, con sus dientes tan blancos y sus ojos de color
caramelo.
Estoy sentada en el suelo de baldosas grises, y fuera, a
menos de una hora de aquí, está el monte Bear. Y los árboles de la
montaña se tiñen de bermellón y sepia a la luz cobriza del
atardecer. Como sus ojos del color del cobre y sus labios del color
del ocaso. En Central Park puedo jugar al béisbol con mi bate
marrón. Como él cuando era niño… cuando era un Boy
Scout.
Puedo hacer un nudo corredizo como él me
enseñó.
Puedo subirme a un árbol.
Puedo balancearme a la luz de la luna.
Hundirme en el agua, bajo el cielo carmesí.
A través de la ventana, justo detrás del blanco, amarillo y
rojo de la bandera norteamericana, más allá de la puerta dorada y
los pabellones neogóticos de Ellis, resplandece la bahía de aguas
turquesa que conduce al mar salobre y agitado, al océano rugiente y
sollozante.
Mis colores van de la luna al sol, del óxido al cielo. Los
océanos nos separan cuando nos sumergimos en la tormenta blanca de
la que fue y será mi vida. La tormenta de cielo y de hielo y de
niebla y de bruma. El hielo resquebrajado se cubre de sangre. Bajo
el hielo estás tú, y también estoy yo. Estoy sentada sobre las
baldosas grises, pasó los dedos por la tela negra de la mochila,
por el cañón metálico de la pistola, por las hojas amarillentas de
tu libro salvador, por los billetes de dólar nuevecitos y verdes,
de los que aún quedan tantos.
Toco la fotografía en la que estamos tú y yo recién casados,
volando el uno hacia el otro tras despegar las alas rojas del fuego
prometeico.
Fuera ululan las sirenas, la pelota choca con el bate, llora
el niño sangra el hielo grisáceo. Y yo sigo sentada sobre las
baldosas, y delante tengo la mochila negra que contiene nuestra
súbita esperanza. Eternamente sobre el suelo, la mochila del color
de mi tristeza.
–¿Qué te pasa, Tania?
Vikki estaba de pie en el umbral de la habitación. Anthony
jugaba sentado en el suelo. Tatiana se había tumbado en el suelo y
había reclinado la cabeza en las baldosas.
–Nada.
–¿No trabajas hoy?
–Ya me levanto…
–Pero ¿qué te pasa? – insistió Vikki,
perpleja.
–Nada… -contestó Tatiana.
Pensó que había hablado en un susurro. Tenía los ojos tan
hinchados que no los podía abrir. Casi no veía.
–¡Son las ocho! ¿Has estado llorando? Acaba de empezar el
día…
–Ahora me visto. Tengo turno.
–¿Quieres que hablemos?
–No. Estoy bien. Hoy cumplo veinte años.
–¡Felicidades! ¿Por qué no me lo habías dicho? Saldremos a
celebrarlo… ¿Qué te pasa? ¿Por qué te entristece tanto un
cumpleaños?
-Me parece increíble que nos hayamos
casado el día de mi cumpleaños -dice
Tatiana.
-Así nunca me
olvidarás.
-¿Cómo podría olvidarte, Alexander? –
pregunta Tatiana, tendiendo una mano hacia
él.
Tatiana no celebró su cumpleaños. Trabajó durante todo el día
y por la tarde jugó con el niño. Por la noche, con las cortinas
descorridas y las ventanas abiertas para que la brisa del mar
circulara a sus anchas por la habitación, se arrodilló al lado de
la cama y oprimió con la mano las alianzas que pendían de su
cuello. Hacía casi un año que estaba en Estados Unidos. En la noche
de su vigésimo aniversario, en su habitación de Ellis, Tatiana se
sentó en el suelo después de dar de mamar a Anthony y por primera
vez desde que había salid de la Unión Soviética vació la mochila
negra y fue sacando todo lo que había en el interior: la pistola
alemana, el ejemplar de El jinete de
bronce, el diccionario ruso-inglés, la foto de Alexander, su
foto de bodas, la gorra de oficial y todo lo que había en los
bolsillos.
Fue entonces cuando descubrió la medalla de Héroe de la Unión
Soviética que en otro tiempo había pertenecido a
Alexander.
Se quedó mirándola desconcertada durante lo que le parecieron
varias horas, e incluso salió a echarle un vistazo a la luz del día
por si se había equivocado.
El sol llegó a la cúspide y empezó a bajar. Hacía calor. Las
aguas de la bahía centelleaban. Y Tatiana seguía contemplando
atónita la medalla. ¿Era un error?
Tatiana, con la misma claridad con que veía los veleros en el
agua, veía la medalla colgada del respaldo de una silla la última
vez que había ido a visitar a Alexander con el doctor Sayers.
Alexander había dicho: «Mañana por la tarde me tendréis aquí otra
vez, ascendido a teniente coronel», y Tatiana había sonreído feliz
y había contemplado la medalla en el respaldo de una silla, junto a
la cama que ocupaba su marido en el hospital.
¿Cómo había ido a parar a la mochila? Tatiana no se la había
quitado a su marido.
«¿Qué significa esto?», susurró. Cada vez lo entendía menos.
Cuanto más se esforzaba en pensar con claridad, más infranqueable
se volvía la barrera de hormigón erigida por su
mente.
Sabía que el doctor Sayers le había dado la mochila poco
después de que ella se desplomara en el suelo del despacho al saber
que el camión de Alexander había sufrido un accidente y se había
hundido en el Ladoga, y antes de que el doctor y ella se subieran
al jeep de la Cruz Roja que los llevó a Finlandia.
Tatiana seguía desplomada en el suelo mañana y noche, entre
los heridos y las compras, entre la comida y la cena, entre Vikki y
Edward, entre Ellis y Anthony. Subía al transbordador pero seguía
tumbada sobre las baldosas, y delante de ella estaba la mochila, y
en la mochila estaba la medalla que pertenecía a
Alexander.
¿Se la habría dado él mismo? ¿Podría haber olvidado una cosa
así? El doctor Sayers le había entregado la gorra de oficial justo
después de contarle lo que le había sucedido a Alexander. ¿Le había
dado la medalla, además? Tatiana lo dudaba. ¿Había sido el coronel
Stepanov? También lo dudaba. Tatiana se incorporó y se puso la
medalla al cuello, al lado de las alianzas.
Pasó un día, pasó otro, pasó un día más…
–¿De dónde ha sacado eso? – le preguntó en un rudimentario
inglés uno de los soldados heridos-. Es una medalla que se otorga
únicamente a los militares más destacados. ¿De dónde la ha
sacado?
Cada vez que Tatiana daba de mamar a su hijo, cada vez que
contemplaba su carita cuando lo tenía en brazos, no podía evitar
pensar que si Alexander hubiera llevado puesta la medalla el día en
que se lo llevaron, las cosas habrían sido diferentes. Sabía que un
militar al que se llevaban para concederle un supuesto ascenso
podía intentar defenderse hablando de su coraje, de sus hazañas
militares, de su patriotismo.
«El doctor me dio la gorra, pero es imposible que le quitara
la medalla a Alexander. Y de haberlo hecho, habría dicho
claramente: «Toma, Tania, ésta es la gorra de tu marido y ésta es
su medalla; quédatelo todo tú.»
No. La medalla estaba escondida en un bolsillo secreto del
compartimiento más pequeño de la mochila. Y no había nada más en el
bolsillo, y Tatiana no la habría encontrado si no hubiera vaciado
la mochila y palpado la tela para ver si quedaba algo
dentro.
¿Por qué la había escondido el doctor
Sayers?
¿Por qué no se la había dado junto con la
gorra?
Porque temía que suscitara demasiadas
preguntas.
Tatiana pensó que tal vez se había vuelto demasiado suspicaz.
¿De qué sospechaba?
Por muchas vueltas que daba al asunto, no conseguía imaginar
qué había sucedido. Siguió haciendo su vida, trabajando y dando de
mamar al niño, hasta que una tarde de finales de junio abrió los
ojos y ahogó una exclamación.
Por fin sabía qué había sucedido.
Si el doctor Sayers le hubiera enseñado la medalla, Tatiana
habría aceptado de otro modo la noticia. Se habría puesto a
elucubrar y se habría hecho demasiadas preguntas. Habría empezado a
sospechar de detalles concretos.
Ahora bien, el doctor Sayers no sabía que
Tatiana podía reaccionar
así.
La única persona que podía saberlo era el hombre moreno y de
brazos envolventes. Él sí que podía saberlo.
Alexander quería dejar su condecoración más preciada en manos
de Tatiana, pero debía ocultársela al principio para evitar
sospechas. Por eso, cuando estaba caído sobre el hielo, o en el
hospital, o donde fuera, habló con el doctor Sayers y le pidió que
esperase.
Lo cual quería decir que todo era un
montaje en el que había colaborado el doctor
Sayers.
¿También formaba parte del plan la muerte de
Alexander?
¿O la muerte de Dimitri?
Tatiasha… Acuérdate de
Orbeli.
Éstas eran las últimas palabras que Alexander había dicho a
Tatiana. «Acuérdate de Orbeli.» ¿La estaba animando a recordar en
ese momento algo que conocían los dos o le estaba pidiendo que más
adelante pensara en Orbeli?
Tatiana no durmió en toda la noche.
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Alexander llamó a Nikolai Ouspenski a la tienda. Llevaban dos
días acampados en el oeste de Lituania, esperando nuevas
instrucciones.
–¿Qué le pasa al sargento Verenkov,
teniente?
–No sé a qué se refiere, capitán.
–Esta mañana ha venido a verme muy contento y me ha dicho que
el tanque ya estaba reparado.
Ouspenski sonrió de oreja a oreja.
–Y así es, capitán.
–Me sorprende saberlo, teniente.
–¿Por qué, señor?
–Por un motivo muy sencillo -respondió Alexander con
paciencia-: porque no sabía que el tanque necesitase
reparación.
–No funcionaba, señor. Había que regular los pistones del
motor diesel.
–Muy bien, teniente -asintió Alexander-. Pero esto nos lleva
a la segunda cosa que me ha sorprendido.
–¿Y cuál es, señor?
–¡Que en este puto batallón no tenemos ningún
tanque!
–No es así, señor -contestó Ouspenski, sonriente-. Tenemos
uno. Venga conmigo.
Cuando salieron de la tienda, Alexander vio que entre los
árboles había un vehículo ligero de color verde, con el emblema de
la Cruz Roja y el lema «¡Por Stalin!» pintados en uno de los lados.
Era como los carros de combate que Tania fabricaba en la Kirov,
pero un poco más pequeño: un T-34. Alexander dio unos pasos
alrededor del tanque. Estaba algo castigado por la guerra, pero
básicamente en buen estado. Las cadenas estaban intactas. Le gustó
el número: 623. La torreta era grande, y el cañón más grande
aún.
–¡Cien milímetros! – exclamó Ouspenski.
–¿Por qué coño está tan orgulloso? – le preguntó Alexander-.
¿Lo ha construido
usted?
–No. Pero lo he robado yo.
Alexander no pudo reprimir una carcajada.
–¿De dónde? – preguntó.
–Lo he rescatado de esa charca.
–¿Estaba dentro del agua? ¿Se ha mojado la
munición?
–No, no. Dentro del agua sólo estaban las ruedas y las
cadenas Se encalló y ya no pudieron ponerlo en
marcha.
–¿Y cómo consiguió ponerlo en marcha usted?
–Yo no lo puse en marcha. Lo saqué del agua con la ayuda de
treinta hombres, y luego
Verenkov lo reparó. Ahora va como la
seda.
–¿De quién era?
–¿Qué más da? ¿Del batallón anterior al
nuestro?
–Aquí no ha habido ningún batallón antes del nuestro. ¿Aún no
se ha dado cuenta de que somos los primeros en llegar a la línea de
fuego?
–No sé, puede que estuvieran en el bosque y se retirasen.
Había un cadáver flotando en la charca, quizás era el
artillero.
–Un artillero no demasiado bueno -comentó
Alexander.
–¿No es fantástico?
–Sí, es estupendo. Pero nos lo quitarán. ¿Lleva mucha
munición?
–Hasta los topes. Supongo que por eso encalló. En teoría sólo
puede llevar 3.000 cartuchos de 7,62 milímetros y llevaba
6.000.
–¿Alguno de cien milímetros?
–Sí, treinta. – Ouspenski sonrió-. Y quinientos de 11,63
milímetros para los morteros. También hay quince cohetes, y mire,
una ametralladora pesada. Estamos bien servidos,
capitán.
–Nos lo quitarán todo.
–Antes tendrán que enfrentarse a usted: será nuestro
comandante de tanque -concluyó Ouspenski, llevándose la mano a la
gorra.
–Es un placer que el teniente asigne tareas al capitán
-observó Alexander.
Con Ouspenski de conductor, Telikov de artillero y Verenkov
de cargador, Alexander defendió a sus hombres en las escaramuzas
que se sucedieron a partir del verano de 1944 en los trescientos
kilómetros que separaban Bielorrusia del este de Polonia. La lucha
era encarnizada. Los alemanes no querían irse, cosa que a Alexander
le parecía muy comprensible. Se calaba el casco y hacia avanzar al
batallón a través del paisaje bielorruso sin dejarse detener por
los lagos, los bosques, las muertes, las aldeas, las mujeres o el
sueño. Alexander siguió avanzando hasta que las cadenas del tanque
empezaban a soltarse, con un único objetivo en la cabeza:
Alemania…
Dejaron atrás campo tras campo y bosque tras bosque, sin
miedo del barro, los pantanos, las minas o las tormentas. Plantaban
las tiendas a la orilla de los ríos, encendían una hoguera y
cocinaban lo que podían pescar en las escudillas de latón que
compartían de dos en dos (Ouspenski se repartía la comida con
Alexander), intentaban dormir y al día siguiente seguían avanzando
hacia las balas enemigas. En el territorio ruso había tres frentes
soviéticos combatiendo a los alemanes: el frente de Ucrania, al
sur; el frente del centro, y el frente del norte, del que formaba
parte Alexander y que estaba a las órdenes del general Rokossovski.
Pero los soviéticos no sólo querían expulsar a los alemanes, sino
también apoderarse de una parte de su territorio en represalia por
los estragos que habían causado en Rusia en los últimos dos años y
medio. Por eso había millones de soviéticos marchando
dificultosamente a través de Lituania, Letonia, Bielorrusia y
Polonia. Stalin quería entrar en Berlín antes del otoño. Alexander
no lo veía posible, pero no sería porque él no se esforzara.
Atravesaba un terreno minado tras otro, dejando los antiguos campos
de patatas cubiertos por los cadáveres de sus hombres. Los
supervivientes empuñaban el fusil y seguían avanzando. Su batallón
contaba con un equipo de doce zapadores que se encargaban de
localizar y desactivar las minas. Pero también fueron cayendo uno
tras otro y Alexander tuvo que pedir que le enviaran más. Al final
decidió enseñar a sus soldados a localizar las minas y desactivar
las espoletas. Y cuando terminaban de atravesar un campo minado,
entraban en un bosque y se encontraban con los alemanes
esperándolos entre los árboles. Cinco batallones disciplinarios
tenían que adentrarse los primeros en los bosques y cruzar los
primeros los ríos y los marjales, abriendo el camino a las
divisiones regulares. Y después venían otros bosques y otros
campos.
Por suerte aún no había llegado el invierno, pero las noches
eran frías y húmedas. Los soldados del batallón se salvaron del
tifus porque podían lavarse en los ríos, que aún no se habían
congelado.
El tifus significaba la muerte frente al pelotón de
ejecución, ya que el ejército no podía permitirse una epidemia. Los
soldados de los batallones disciplinarios eran los primeros en caer
y también los primeros en ser sustituidos, dada la abundancia de
presos políticos que podían morir por la Madre Rusia. Para levantar
la moral de los batallones de castigo, Stalin decidió introducir un
toque de distinción proporcionándoles uniformes nuevos… o no tan
nuevos. En 1943 ordenó que todos los soldados de estos batallones,
mandos incluidos usaran el uniforme del Ejército Imperial del zar,
de tela gris con hombreras rojas y galones dorados, con el que
morir en el fango, pues se revestía de dignidad, y tropezar con una
mina se convertía en un gran honor. Hasta Ouspenski parecía
respirar mejor con su único pulmón si iba vestido con el mismo
uniforme que habría llevado puesto para dar su vida por el
emperador.
Alexander había ordenado a sus soldados que se rasurasen para
controlar los piojos. No tenían pelo en la cabeza ni en las axilas
ni en ninguna parte de sus cuerpos. Después de combatir varios días
seguidos, estaban un día entero afeitándose en el
río.
A Alexander le costaba distinguirlos. Unos eran un poco más
altos que la media, otros más bajos, los había con marcas de
nacimiento y los había totalmente lisos, y algunos tenían la piel
morena aunque la mayoría eran de piel clara y enrojecida por el
sol. Muy pocos eran pecosos. Algunos tenían los ojos verdes, y
otros, castaños, y uno, el cabo Yermenko, tenía un ojo verde y el
otro castaño.
En la vida civil, lo que distinguía a unos hombres de otros
era el pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo. En la
guerra, en cambio, el rasgo más distintivo de los soldados eran sus
cicatrices de batalla. Cicatrices producidas por cortes de
bayoneta, por impactos de bala, por fracturas abiertas, por el roce
de un proyectil, por las quemaduras de la pólvora. Cicatrices en
los brazos, en los hombros, a veces en las pantorrillas. Eran muy
pocos los que sobrevivían con una cicatriz en el pecho, el abdomen
o el cráneo.
Alexander reconocía al teniente Ouspenski por su respiración
sibilante y por la cicatriz a la altura del pulmón derecho, y al
sargento Telikov por su cuerpo largo y flaco y de piel muy blanca,
y al sargento Verenkov por su cuerpo rechoncho que en otro tiempo
estaba casi completamente cubierto de vello negro y ahora estaba
casi completamente cubierto de una pelusilla
oscura.
Alexander los prefería cuando tenían menos rasgos
distintivos, porque la pérdida era más fácil de superar. Y cada
pérdida iba seguida de una sustitución, por la llegada de otro
soldado rasurado y con cicatrices.
Su batallón dejó atrás el norte de Rusia y empezó a bajar
hacia Lituania y Letonia. Cuando llegaron a Bielorrusia, les
ordenaron dejar el frente del norte, al mando de Rokossovski, y
trasladarse al del centro al mando de Zhukov. El Ejército Rojo
derrotó clamorosamente a los alemanes de las llanuras de
Bielorrusia, pero para lograrlo tuvo que perder a más de 125.000
hombres y a veinticinco divisiones y el batallón de Alexander tuvo
que desplazarse al sur y sumarse al grupo de Ucrania, al mando de
Konev.
En junio de 1944, cuando se supo que los estadounidenses y
los británicos habían desembarcado en Normandía, el batallón de
Alexander avanzó cien kilómetros en diez días y obligó a retroceder
a cuatro compañías alemanas compuestas por quinientos hombres cada
una. En la retaguardia los esperaban los camiones que transportaban
los víveres y el material, además de otros soldados para sustituir
a los caídos. Nada podía parar a Alexander. Como el camarada
Stalin, necesitaba entrar en Alemania. Stalin quería conseguirlo
para castigar a los alemanes, y Alexander porque estaba convencido
de que allí encontraría su liberación.
El corcel negro del Apocalipsis,
1941
Alexander, harto de los Metanov, se ofreció voluntario para
combatir a los finlandeses en Carelia.
Para convencer a Dimitri de que fuera con él le habló de
medallas y de ascensos, aunque en realidad esperaba tiroteos y
muertes.
Dimitri no quiso acompañarlo y le tocó combatir en el
matadero de Tijvin, donde los alemanes superaban claramente en
armamento y en número de tropas a los rusos.
A Alexander lo pusieron al mando de mil soldados y lo
enviaron a defender la ruta que abastecía la ciudad de Leningrado.
Durante varias semanas fue ganando territorio metro a metro, en una
lucha encarnizada y sangrienta. Un frío atardecer de septiembre se
encontró solo en medio de un campo, contemplando los estragos de
una batalla en la que habían caído trescientos soldados del
Ejército Rojo, rodeado de cadáveres soviéticos y con cadáveres
finlandeses frente a sus ojos. La línea de fuego estaba en silencio
y los milicianos del NKVD se encontraban a medio kilómetro,
escondidos entre la vegetación. Ardían algunas llamas, se oía el
crujir de ramas que se rompían y algunos gemidos aislados, los
charcos de sangre ennegrecían la nieve y en el aire flotaba un olor
acre a carne quemada, y Alexander estaba solo.
Todo estaba tranquilo, excepto su corazón. Alexander giró la
cara y no vio ningún movimiento detrás de él. Tenía la
ametralladora en la mano. Dio un paso, y otro, y otro más. Tenía la
Shpagin, el fusil, la pistola y el uniforme. Ya estaba entre los
cadáveres de los finlandeses, cerca de la linde del bosque. En dos
minutos llevaría puesto el uniforme de un oficial muerto y
sostendría una ametralladora finlandesa.
Oscuridad y silencio. Alexander giró otra vez la cara. Los
milicianos del NKVD no se habían movido de donde
estaban.
Había estado con ella unos meses solamente. Las semanas
transcurridas hasta entonces, los momentos robados, la noche de
Luga, los ratos en el hospital, el dulce trayecto en autobús, el
vestido blanco, los ojos verdes, la sonrisa… todo aquello no era
más que una pequeña mota de color en el vasto paisaje de su vida,
una manchita roja en la esquina del tapiz. Alexander dio un paso
más. No podía ayudarla, como tampoco podía ayudar a Dasha o a
Dimitri. Leningrado se los llevaría, y él estaría perdido si se
quedaba. Dio un paso más. Moriría en las calles en ruinas y
hambrientas de la ciudad cercada.
En el terreno llano no había nada que se moviera, ni camiones
ni soldados, sólo trincheras y cadáveres y Alexander… Un paso más
en la dirección correcta, y otro más, y otro más. Lo único que lo
rodeaban ahora eran finlandeses muertos. Agacharse, buscar un
cadáver de su estatura, arrebatarle el uniforme y la ametralladora,
dejar el arma soviética, dejar una vida que detestaba, dar un paso
mas y seguir avanzando. Avanza, Alexander. No puedes salvarla.
Avanza.
Estuvo varios minutos rodeado de enemigos
muertos.
En la vida que detestaba estaba lo único que no podía dejar
atrás.
Si entonces…
Giró en redondo y volvió lentamente sobre sus pasos,
iluminado por las linternas encendidas y las llamas vacilantes… Se
volvió una única vez hacia los bosques de lo que era
Finlandia.
Si entonces, en aquella fría noche de septiembre, hubiera
sido capaz de huir de Rusia, ahora no le pesaría tanto el corazón.
Sentiría un vacío, pero no el miedo y la pesadumbre que lo
invadían. Stalin, que se había implicado a muerte en la defensa de
Moscú, regaló Leningrado a los alemanes. Por su parte, Hitler
decidió matar de hambre a la ciudad, sin malgastar ni una bala en
ella. Al cabo de meses las calles de Leningrado estaban cubiertas
de cadáveres, el frío impedía que se corrompieran los cuerpos que
yacían sobre la nieve cubiertos por sábanas blancas. Los
enflaquecidos supervivientes los llamaban
«muñecos».
Cuanto más les faltaba a Tatiana y a su familia, cuanto más
escaseaba la harina de trigo y de avena en su despensa, más volvían
las caras hacia Alexander para suplicarle que les trajera más
comida más raciones, más, más, más… Tatiana se quedaba mirándolos
desde la puerta, sin decir ni una palabra. Y cuanto más delgada la
veía Alexander, más cariño le tomaba. En la guerra, en el fragor de
la batalla, entre cadáveres sin enterrar, entre el frío y la
humedad y el hambre, sus sentimientos por ella crecieron como una
planta bien regada.
No tenían suficiente con el pan repleto de virutas de cartón
que les proporcionaba el gobierno, ni con las habas de soja o el
aceite de linaza que Alexander robaba para ellos. De todos modos,
Alexander se sentía reconfortado cuando compartía con ellos el pan
negro con aserrín y semillas de algodón.
Tatiana tenía que salir de la ciudad. Tenía que salir a toda
costa.
Noviembre terminó y dio paso a diciembre. En las calles
nevadas y bombardeadas de Leningrado siguieron apareciendo
cadáveres que nadie retiraba ni llevaba al cementerio, porque
quienes deberían encargarse de enterrarlos también habían muerto.
Las centrales eléctricas no funcionaban. No había agua corriente.
No había queroseno para los hornos donde se cocía el pan, pero daba
igual porque tampoco había harina.
-Alexander, dime: ¿cuánto hace que estás
enamorado de mi hermana?
-Dime: ¿cuánto hace que estás enamorado
de mi hermana?
-¿Cuánto hace que estás enamorado de mi
hermana?
Alexander podría haber contestado: «Dasha, si me hubieras
visto embobado en la acera aquel domingo, viendo cómo aquella
renacuaja cantaba "Un día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo",
tendrías la respuesta».
Lazarevo, 1942
Lazarevo, un nombre de reminiscencias míticas, legendarias de
revelación. Lázaro, el hermano de Marta y María, el hombre al que
Jesús resucitó cuando llevaba cuatro días muerto. Un milagro que
pretendía reforzar la fe del hombre en Dios y que en cambio incitó
a sus enemigos a acabar con lo divino y con lo
humano.
Lazarevo, la aldea de pescadores en la ribera del Kama el río
que desde hacía diez millones de años recorría 1.600 kilómetros
para desembocar en el mar más extenso del mundo. Todos los ríos
desembocaban en el mar y el mar nunca terminaba de
llenarse.
La fe condujo a Alexander hasta Lazarevo.
No sabía nada de ella desde hacía seis meses. Lo único que
tenía que hacer para olvidarla era decirse: «No puede haber
sobrevivido, he visto con mis propios ojos cómo sucumbían miles de
hombres y mujeres más fuertes y más sanos que ella. Ellos
enfermaron, y ella enfermó. Ellos se quedaron sin comida y pasaron
hambre, y ella pasó hambre. Ellos se quedaron sin defensas, y ella
también. Ellos no tenían a nadie, y ella tampoco. Era pequeña y
débil y no sobrevivió».
Habría podido decirse eso, llegar a la conclusión de que
tenía que ser así. ¡Era tan fácil!
Sin embargo, Alexander sabía que no hay nada fácil en la
vida, no hay días fáciles ni elecciones fáciles ni salidas
fáciles.
Sólo tenía una vida, era lo único que tenía. Y en junio de
1942., Alexander partió hacia Lazarevo, sosteniendo su vida en las
manos.
La encontró en la ribera del Kama, preciosa y recuperada, no
sólo con el fulgor de antaño sino con otro fulgor aún más claro y
poderoso. Mirara hacia donde mirara, Tatiana siempre reflejaba la
luz.
No tardaron en descender hasta la orilla del poderoso río
Kama. Ella bajó con él, sin mirar atrás.
Tatiana nunca sabría lo que había significado su inocencia
para él, el pecador impenitente que había visto y hecho tantas
cosas poco santas. Pero Alexander lo sabía, lo sentía a través de
ella, y sabia que si Tatiana había decidido entregarse a él en la
tienda plantada en la orilla del Kama era porque él era el único
hombre al que había deseado, el único al que había amado
jamás.
Llevaba demasiado tiempo soñando con verla desnuda, hermosa y
desnuda, preparada para aceptarlo.
La abrazó. Tenía miedo de hacerle daño. Hasta entonces nunca
había estado con una muchacha virgen, ni siquiera sabía si debía
hacer algo especial. Tatiana iba a bautizarlo con su cuerpo.
Alexander dejaba de existir: el hombre que había sido hasta
entonces iba a morir y a renacer en el interior de un corazón
perfecto, de un alma perfecta que estaba dispuesta a entregarse
como un regalo de Dios. Entregarse a él, por él.
Pensó que Tatiana no tenía a nadie en el mundo. A nadie, sólo
a él. Igual que él.
Antes del ejército, Alexander tenía a sus padres, pero ya no
podía contar con ellos.
Antes de la Unión Soviética tenía a sus abuelos y a una tía,
pero tampoco podía contar con ellos.
Antes de la Unión Soviética tenía a Estados Unidos, pero
tampoco podía contar ya con Estados Unidos.
En los últimos cinco años de su vida había estado con mujeres
de las que ya no recordaba los nombres ni las caras, mujeres que
para él no significaban más que un rato agradable en una noche de
sábado. Con ellas establecía vínculos fugaces, que desaparecían en
cuanto el momento terminaba. No había nada perdurable en el
Ejército Rojo, ni en la Unión Soviética, ni en el interior de
Alexander.
En los últimos cinco años de su vida había vivido rodeado de
mujeres jóvenes que podían morir en cualquier momento, delante de
él, mientras las protegía, mientras las salvaba, mientras las
llevaba de vuelta a la base. Los vínculos que establecía con ellas
eran reales pero transitorios. Alexander conocía mejor que nadie la
fragilidad de la vida en la guerra soviética.
Sin embargo, Tatiana había perdurado más allá del hambre, se
había abierto camino sobre la nieve del Volga y había conseguido
llegar hasta su tienda para enseñarle que en la vida había una sola
cosa permanente. En el tapiz de la existencia de Alexander había un
único hilo que no podría romperse con la muerte, el dolor, la
distancia, el tiempo, la guerra o el comunismo. «No hay nada capaz
de romperlo -susurró Tatiana. Y con su aliento, su cuerpo y sus
labios, añadió-; Mientras yo esté en el mundo, mientras respire, tú
perdurarás, soldado.»
Y él tuvo fe. Y quedaron unidos ante Dios.
Alexander estaba sentado sobre la manta, con la espalda
apoyada en el tronco de un abedul, y ella se había sentado a
horcajadas sobre él y lo besaba con tanta pasión que no le dejaba
tomar aliento.
–Para un momento, Tania -susurró Alexander.
Era su tercera mañana como marido y mujer. Se levantaron, se
lavaron, bebieron y se acomodaron bajo las ramas del
abedul.
–Shura, cariño, me parece increíble que seas mi marido. ¿A
quién puedo llamar «mi marido»?
–A mí, por ejemplo.
–Shura, mi marido para toda la vida.
–Mmm…
Sus manos acariciaban los muslos de Tatiana.
–¿Sabes qué significa eso? Has jurado que durante el resto de
tu vida sólo harás el amor conmigo.
–Me gusta la perspectiva.
–¿Sabes? He leído que en algunas culturas africanas podría
quedarme con tu hígado en señal de amor.
Tatiana ahogó una risita.
–Quédate con mi hígado, Tatia, pero ya no te serviré de
mucho. Tal vez deberías hacerme el amor primero.
–Espera, Shura.
–No. Quítate el vestido. Quítatelo todo.
Ella obedeció.
–Y ahora, siéntate encima de mí.
–Pero tú estás vestido.
–Ya lo sé. Siéntate encima de mí.
Alexander la miró con auténtica avidez. Tatiana tenía un
cuerpo bello, y Alexander podía verlo entero. Tania, compacta,
menuda, suave, dulce desde la clavícula hasta las plantas de los
pies, estaba hecha a la medida de su deseo. Su joven esposa tenía
todo lo que le gustaba del cuerpo femenino. Tenía una cintura
estrecha y unas caderas finamente redondeadas, unos muslos delgados
y unos senos turgentes de pezones perpetuamente erectos. Todo su
cuerpo, desde el cabello suave y dorado hasta las plantas de los
pies, tenía el don de la sedosidad. Alexander empezó a respirar
entrecortadamente.
–Ven conmigo -dijo, abriendo los brazos.
Tatiana se sentó a horcajadas sobre él.
–¿Así?
–Fantástico -respondió Alexander, acariciando el espléndido
cuerpo de Tatiana.
Gimió al sentir el tacto de su piel. Tatiana se irguió un
poco más para que él pudiera besarle los pechos. Alexander le puso
las manos en las caderas y cerró los ojos.
–Tania, ¿sabías que en Etiopia las recién casadas que quieren
estar más guapas para sus maridos se hacen cortes en el pecho y les
echan ceniza para que se formen cicatrices?
Tatiana volvió a sentarse, lo miró a los ojos y
contestó:
–¿A ti eso te parecería atractivo?
–No especialmente. – Alexander sonrió-. Lo que encuentro
interesante es la idea del sacrificio.
–Quieres sacrificio… Yo te diré qué es sacrificio. Creo que
es también en Etiopía -añadió- donde las mujeres se rasuran todo el
cuerpo.
–Mmm…
–¿Eso te parece interesante?
Alexander la había estrechado contra su cuerpo y había
empezado a lamerle los labios.
–No puedo decir que no me gustaría…
–¡Shura!
–¿Qué pasa? ¿No sabes que en algunas culturas africanas, las
mujeres no pueden hablar con sus maridos si ellos no les dirigen
antes la palabra?
–Sí. Y en otras, el marido y su primo pueden compartir el
lecho nupcial con la mujer si ella así lo desea. ¿Qué te parece
eso? – sin esperar respuesta, añadió-: Y en otras, yo tendría que
ir completamente cubierta por una… ¿cómo se llama
eso?
–Una caja negra -respondió Alexander con una
sonrisa.
–No, el nombre verdadero.
–Un burka.
–¡Ah, sí! Un burka. Tendría que pasarme la vida cubierta con
un burka de la cabeza a los pies, pero el día de nuestra boda
tendríamos que descubrir mi cara entre los dos y el que colocara
antes la mano sobre la tela sería quien mandaría en el matrimonio.
– Tatiana se echó a reír con una risa contagiosa-. ¿Qué tradición
prefieres, marido mío?
Alexander le rodeó el trasero con las manos. Se quedó un
momento sin poder hablar, mientras ella seguía besándolo
implacablemente.
–En primer lugar -dijo al final Alexander, con voz ronca de
deseo-, la hermana de mi padre no tuvo hijos, así que la tradición
del primo queda descartada. Y sí, me gustaría que llevaras una caja
negra para que nadie más pudiera mirarte. Y en cuanto a la tercera
tradición, me cuesta imaginar que una renacuaja como tú pueda
mandar en nada.
–No imagines tanto, soldado -dijo Tatiana con
resolución
Sus labios lo devoraron.
Alexander tenía que quitarse la ropa, pero no podía moverse
Tatiana le sujetaba las costillas con las rodillas y la cara con
las manos y le estaba comiendo la boca.
Alexander soltó un gemido.
–Barrington no era África, pero ¿sabes qué hacíamos? Nos
cortábamos y juntábamos las palmas de las manos y eso quería decir
que seríamos amigos para siempre.
–Si quieres nos cortamos las manos, pero en Rusia, cuando
queremos consumar el matrimonio, lo que hacemos es tener un
hijo.
Le dio un mordisquito en el cuello.
–Te diré qué podemos hacer -propuso Alexander-. Apártate un
momento y vamos a ver cómo consumamos el matrimonio. – En lugar de
apartarse, Tatiana lo sujetó con más fuerza-. Tania… -insistió
Alexander.
Lo único que tenía de ella eran sus labios. Se sentía
flaquear por momentos.
–Hace un momento era una renacuaja -susurró Tatiana-, y de
pronto eres incapaz de apartarme.
Alexander no sólo la apartó sino que la levantó en el aire
con una sola mano y se puso de pie sin dejar de
sostenerla.
–Cariño, pesas menos que el equipo de combate y el mortero
que cargo conmigo -aseguró.
Con la mano libre, se desabrochó la
bragueta.
–¿Y dónde está ese mortero que cargas contigo? – dijo Tatiana
con voz gutural, sin apartar los labios de su
cuello.
El tiempo el tiempo el tiempo.
Parar parar parar.
Parar el tiempo parar el tiempo parar el
tiempo.
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Tatiana no podía olvidarse de la medalla ni de Orbeli. Se
tomó un inesperado día libre, se fue con Anthony a la estación de
tren, compró un billete y se trasladó a Washington, donde localizó
el Departamento de Justicia en la avenida de Pennsylvania. Cuando
llevaba cuatro horas yendo y viniendo entre el Servicio de Acogida
de Inmigrantes, el Servicio de Regularización, el Departamento
Central y la Oficina de la Interpol, un funcionario le explicó que
estaba en el edificio y el organismo equivocados y que en realidad
tenía que ir al Departamento de Estado, en la calle C. Tatiana
entró con Anthony en una cafetería y pidió una sopa y unos
sándwiches de beicon que pagó con los vales de racionamiento.
Seguía pareciéndole un milagro la posibilidad de consumir aquellos
deliciosos productos en un país en guerra.
En el Departamento de Estado, Tatiana se entretuvo entre el
Servicio de Asuntos Europeos y el de Población, Refugiados e
Inmigración, hasta que llegó a la Oficina de Asuntos Consulares,
donde, con las piernas agotadas y el niño agotado, no se movió del
mostrador de recepción hasta que consiguió que la pusieran en
contacto con una persona que podía informarle de los requisitos
necesarios para que un expatriado saliera de Estados Unidos. Y así
fue cómo conoció a Sam Gulotta.
Sam era un hombre de unos treinta años, de pelo castaño y
rizado y cuerpo atlético. Tatiana pensó que tenía más aspecto de
profesor de educación física que de secretario consular y casi
acertó, pues Sam le explicó que por las tardes y en las vacaciones
de verano entrenaba al equipo de béisbol infantil donde jugaba su
hijo. Sam se inclinó sobre la mesa cubierta de papeles, hizo
tamborilear los dedos sobre el gastado tablero de madera y le
dijo:
–A ver, cuénteme qué quiere saber.
Tatiana tomó aliento y estrechó al niño contra su
pecho.
–¿Aquí? – preguntó.
–¿Dónde va a ser? ¿Cenando? Sí, aquí.
En realidad lo había dicho sonriendo. No quería ser brusco,
pero eran las cinco de la tarde de un jueves
laborable.
–Pues mire, señor Gulotta. Cuando vivía en la Unión
Soviética, me casé con un hombre que se había trasladado a Moscú
con familia, de pequeño. Creo que aún tenía la nacionalidad
estadounidense.
–Ah, ¿sí? – contestó Gulotta-. ¿Y qué hace usted en Estados
Unidos? ¿Cuál es su nombre actual?
–Me llamo Jane Barrington -explicó Tatiana, enseñándole la
tarjeta de residente-. Me han concedido la residencia definitiva y
pronto me darán la nacionalidad. Pero mi marido… ¿cómo se lo
explico?
Tomó aliento y se lo contó todo, empezando por Alexander y
terminando por el certificado de defunción firmado por el doctor
Sayers y la fuga de la Unión Soviética.
Gulotta la escuchó en silencio.
–Me ha contado demasiadas cosas, señora Barrington -dijo al
final.
–Ya lo sé, pero necesito su ayuda para averiguar qué le ha
pasado a mi marido -contestó Tatiana con voz
desmayada.
–Ya sabe lo que le sucedió. Tiene un certificado de
defunción.
Tatiana no podía hablarle de la medalla porque Gulotta no la
entendería. ¿Quién iba a entenderla? ¿Y cómo podía explicar lo de
Orbeli?
–Es posible que no esté muerto.
–Señora Barrington, sobre este punto, usted tiene más
información que yo.
¿Cómo podía explicar a un estadounidense qué era un batallón
disciplinario? Lo intentó de todos modos.
–Perdone que la interrumpa, señora Barrington -intervino
Gulotta-. ¿Por qué me habla de batallones disciplinarios y de
oficiales castigados? Tiene un certificado de defunción. Su marido,
fuera quien fuera, no fue arrestado. Se ahogó en un lago. Esta
fuera de mis competencias.
–Señor Gulotta, creo que es posible que no se ahogara. Creo
que el certificado podría ser falso y que mi marido podría haber
sido arrestado y estar ahora en un batallón
disciplinario.
–¿Por qué piensa eso?
Tatiana no podía explicárselo. No podía ni siquiera
intentarlo.
–Por circunstancias impresentidas…
–¿«Impresentidas»?
Gulotta no pudo contener una sonrisita.
–Pues…
–¿Quiere decir «imprevistas»?
–Sí. – Tatiana se sonrojó-. Aún estoy aprendiendo
inglés…
–Lo habla muy bien. Continúe, por favor…
En un rincón de la sala, tras el mostrador iluminado por los
fluorescentes del techo, una mujer rolliza de mediana edad dedicó a
Tatiana una ceñuda mirada de desdén.
–Señor Gulotta -continuó Tatiana-. ¿Es usted realmente la
persona con la que debo hablar? ¿Hay alguien más a quien pueda
consultárselo?
–No sé si soy la persona con la que debe hablar -Gulotta
lanzó otra mirada ceñuda a su compañera de oficina- porque para
empezar no sé por qué está usted aquí. Pero mi jefe ya se ha
marchado, así que dígame qué es lo que quiere.
–Quiero que averigüen qué le ha sucedido a mi
marido.
–¿Eso es todo? – inquirió irónicamente
Gulotta.
–Sí, eso es todo -respondió Tatiana sin
ironía.
–Veré qué puedo hacer. ¿Es muy tarde si le digo algo la
semana que viene?
Esta vez, Tatiana captó la ironía.
–Señor Gulotta…
–Escúcheme -la interrumpió Gulotta, dando una palmada sobre
la mesa-. En realidad, creo que no soy yo la persona con la que
debe hablar. No creo que haya nadie en este departamento, mejor
dicho, en toda la Administración, capaz de ayudarla. ¿Puede
repetirme el nombre de su marido?
–Alexander Barrington.
–No me suena de nada.
–¿Trabajaba usted en el Departamento de Estado en 1930? Fue
entonces cuando mi marido y su familia se marcharon del
país.
–No, en 1930 aún estaba estudiando en la universidad. Pero
ésa no es la cuestión.
–Ya le he explicado que…
–Ah, sí, las circunstancias «impresentidas».
Tatiana se dio la vuelta para marcharse, y ya en la puerta
sintió que le apoyaban una mano en el hombro. Sam Gulotta había
dejado la mesa y la había seguido.
–No se vaya. Ya es hora de cerrar, pero puede venir a verme
mañana por la mañana.
–Señor Gulotta, he salido de Nueva York en el tren de las
cinco de la mañana. Sólo me he tomado dos días libres, el jueves y
el viernes. Me he pasado el día de departamento en departamento, y
usted ha sido la única persona que ha aceptado hablar conmigo.
Estaba a punto de dirigirme a la Casa Blanca.
–Creo que nuestro presidente está ocupado con una invasión en
Normandía o algo así. Creo que hay una guerra en
marcha…
–Sí -dijo Tatiana-. He atendido como enfermera a los heridos
de esa guerra, y sigo atendiéndolos. ¿No pueden ayudarlo los
soviéticos? Son aliados nuestros. Lo único que necesita es un poco
de información.
Tatiana se aferró con manos crispadas al cochecito del
niño.
Sam Gulotta la miró.
Tatiana estaba a punto de rendirse, pero Sam tenía unos ojos
bondadosos. Unos ojos capaces de oír, percibir,
sentir…
–Busque su expediente -continuó Tatiana-. Seguro que abrieron
expediente a los norteamericanos que se trasladaron a la Unión
Soviética. ¿Cuántos podían ser? Búsquelo, tal vez encuentre algo.
Vera que no era más que un niño cuando se marchó de Estados
Unidos.
Sam emitió un leve sonido de incredulidad, algo que estaba
entre una risita y un gruñido.
–De acuerdo, buscaré su expediente y comprobaré que, en
efecto, él era menor de edad cuando salió de Estados Unidos, ¿Y
qué? Eso usted ya lo sabe.
–Es posible que encuentre algo más. La Unión Soviética y
Estados Unidos están en contacto, ¿no? Es posible que averigüe que
sucedió, algún dato concluyente.
–¿Qué puede haber más concluyente que un certificado de
defunción? – rezongó Gulotta en voz baja, y alzando la voz añadió-:
Muy bien, y si por milagro descubro que su marido aun vive, ¿qué
quiere que haga?
–Entonces deje que me preocupe yo… -dijo
Tatiana.
Sam suspiró.
–Vuelva mañana a las diez. Intentaré localizar el expediente
de su marido ¿En qué año dice que dejó Estados Unidos su
familia?
–En diciembre de 1930 -precisó Tatiana, sonriendo por
fin.
Durmió con el niño en un hotelito de la calle C, cerca del
Departamento de Estado. Le gustó ocupar una habitación de hotel.
Sin nervios, sin negativas, sin peticiones de documentos… Se
dirigió al mostrador, sacó tres dólares del monedero y recibió la
llave de una bonita habitación con cuarto de baño. Así de fácil.
Nadie la miró con suspicacia al oír su acento
ruso.
A la mañana siguiente se presentó en la Oficina de Asuntos
Consulares antes de las nueve y estuvo una hora en una butaca del
vestíbulo con el niño en el regazo, leyendo con él un libro
ilustrado. Gulotta salió de su despacho a las nueve cuarenta y
cinco y le indicó con una seña que pasara.
–Siéntese, señora Barrington -dijo.
Sobre la mesa había una carpeta de veinticinco centímetros de
grosor.
Durante un momento, un minuto quizá, Sam mantuvo los ojos
clavados en el expediente, sin decir nada. Al final emitió un hondo
suspiro.
–¿Qué relación dijo que tenía con Alexander
Barrington?
–Soy su esposa -dijo Tatiana en voz muy
baja.
–¿Se llama usted Jane Barrington?
–Sí.
–Jane Barrington era el nombre de la madre de
Alexander.
–Ya lo sé. Por eso lo elegí. No soy la madre de Alexander
-dijo Tatiana, dirigiendo una mirada suspicaz a Gulotta, que
también la miró con suspicacia-. Adopté su nombre para salir de la
Unión Soviética. – No sabía por qué estaba tan preocupado Gulotta-.
¿Cuál es Problema? ¿Que pueda ser comunista?
–¿Cuál es su verdadero nombre?
–Tatiana.
–¿Tatiana qué más? ¿Cuál era su apellido
soviético?
–Tatiana Metanova. Sam Gulotta la miró durante lo que le
parecieron horas sin apartar sus manos crispadas del expediente, ni
siquiera cuando añadió:
–¿Puedo tutearte?
–Claro.
–¿Dices que saliste de la Unión Soviética como enfermera de
la Cruz Roja?
–Sí.
–Vaya, vaya. Pues tuviste mucha suerte -aseguró
Gulotta
–Sí.
Tatiana bajó la vista hacia sus manos.
–Ya no hay Cruz Roja en la Unión Soviética. Verboten prohibida. Hace unos meses el Departamento
de Estado norteamericano exigió que la Cruz Roja inspeccionara los
hospitales y los campos de detención de la Unión Soviética, pero el
ministro de Asuntos Exteriores, Molotov, no lo autorizó. Es
impresionante que hayas conseguido huir.
Gulotta la miró con renovado asombro y Tatiana deseó apartar
la vista otra vez.
–Te cuento qué he averiguado de Alexander Barrington y de sus
padres -continuó Gulotta-. Alexander salió de Estados Unidos con su
familia en 1930. Harold y Jane Barrington, comunistas acérrimos,
solicitaron asilo en la Unión Soviética a pesar de que las
autoridades estadounidenses les dijeron que no podrían garantizar
su seguridad. Harold Barrington había llevado a cabo actividades
subversivas en Estados Unidos, pero seguía siendo ciudadano de este
país y el gobierno estaba obligado a protegerlos a él y a su
familia. ¿Sabes cuántas veces lo detuvieron? Treinta y dos. Y según
nuestros datos, a Alexander lo detuvieron tres veces cuando
acompañaba a su padre. Pasó dos veranos en un reformatorio de
menores porque sus padres estaban en la cárcel y preferían que el
niño pasara las vacaciones entre rejas antes que con sus
familiares…
–¿Qué familiares? – preguntó Tatiana.
–Harold tenía una hermana llamada Esther
Barrington.
Alexander sólo había mencionado a su tía una vez, de pasada.
A Tatiana le preocupaba que Gulotta hablase en voz baja, como si
midiera sus palabras para que no dejaran traslucir la terrible
realidad.
–¿Puedes decirme qué pasa realmente? – le preguntó-. ¿De qué
estás hablando?
–Déjame terminar. Alexander no renunció a su nacionalidad,
pero sus padres devolvieron los pasaportes en 1933 aunque la
embajada norteamericana en Moscú intentó disuadirlos. Mas en 1936,
la madre solicitó asilo para su hijo en la
embajada.
–Ya lo sé. La visita que hizo a la embajada en 1936 terminó
costándoles la vida a ella y a su marido, y Alexander se habría
encontrado en el mismo caso si no se hubiera fugado cuando lo
llevaban al presidio.
–Sí, es cierto -dijo Gulotta-. Pero aquí terminan nuestras
competencias. En el momento en que escapó, Alexander ya era
ciudadano soviético.
–No quería serlo, pero ingresó en el
ejército.
–¿Ingresó voluntariamente?
–Entró voluntariamente en el Cuerpo de Oficiales, pero los
chicos estaban obligados a alistarse al cumplir dieciséis años y él
tuvo que hacer lo mismo.
Sam se quedó un momento pensativo.
–El hecho es que en cuanto ingresó se convirtió en ciudadano
soviético -concluyó.
–Ajá.
–En 1936, las autoridades soviéticas solicitaron nuestra
ayuda para localizar a Alexander Barrington. Dijeron que no
podíamos darle asilo porque era prófugo de la justicia, y de hecho
hay un convenio internacional que nos obligaba a devolverlo a la
Unión Soviética en caso de que se pusiera en contacto con nosotros.
– Gulotta hizo una pausa-. Dijeron que si aparecía Alexander
Barrington debíamos notificárselo de inmediato porque era un
ciudadano soviético condenado por delitos
políticos.
Tatiana se levantó de la silla.
–Está en manos de los soviéticos -resumió Gulotta-. No
podemos ayudarte.
–Gracias por tu tiempo -dijo Tatiana con voz temblorosa,
aferrándose al cochecito de su hijo-. Siento haberte
molestado.
Gulotta también se incorporó.
–La relación con la Unión Soviética se mantiene en pie porque
estamos luchando en el mismo bando, pero existe una desconfianza
mutua. ¿Qué pasará cuando acabe la guerra?
–No lo sé -contestó Tatiana-. ¿Qué pasa cuando acaba una
guerra?
–Espera -dijo Gulotta.
Salió de detrás de la mesa y se paró frente a la puerta antes
de darle tiempo a abrirla.
–Me voy ya, tengo que tomar el tren de vuelta -se excusó
Tatiana con una voz apenas audible.
–Espera -repitió Sam, extendiendo la mano-. Siéntate un
momento.
–No quiero sentarme.
–Escúchame -insistió Gulotta, indicándole con una seña que se
sentara. Tatiana se desplomó en la butaca-. Hay una cosa más… -Sam
se sentó en la butaca contigua. Anthony se le abrazó a una pierna y
Gulotta sonrió-. ¿Te has vuelto a casar?
–Por supuesto que no -respondió Tatiana con voz
cansada
Gulotta contempló al niño.
–Es su hijo -explicó Tatiana.
Gulotta no dijo nada durante un momento.
–No hables con nadie de Alexander Barrington -dijo al
final-No hables con el Departamento de Justicia o con el Servicio
de Inmigración, ni en Nueva York ni en Boston. No preguntes por sus
familiares.
–¿Por qué?
–No lo hagas hoy, ni mañana, ni el año próximo. No te fíes de
ellos. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
No te conviene que empiecen a hacer indagaciones para intentar
localizarlo. Si pregunto por un tal Alexander Barrington, es muy
posible que los soviéticos estén menos dispuestos a colaborar. Y si
pido información sobre un tal Alexander Belov que en realidad es
Alexander Barrington y que podría estar vivo, puede que lo único
que consiga sea poner a las autoridades soviéticas sobre su
pista.
–Entiendo la situación incluso mejor que tú -aseguró Tatiana,
volviéndose hacia su niño para no ver los ojos de
Gulotta.
–¿Dices que ya tienes la residencia?
Tatiana asintió.
–Procura que te den la nacionalidad lo antes posible. Tu
hijo, ¿es estadounidense o…?
–Es estadounidense.
–Perfecto, perfecto. – Sam carraspeó-. Una cosa
más…
Tatiana no dijo nada.
–Según el expediente de Alexander, en marzo del año pasado,
autoridades soviéticas preguntaron al Departamento de Estado
Norteamericano por una tal Tatiana Metanova, en busca y captura por
espionaje, deserción y traición y de la que se sospechaba que había
huido a Occidente. Mandaron un cable preguntando si Tatiana
Metanova había solicitado asilo en Estados Unidos o había
preguntado por su marido, que respondía al nombre de Alexander
Belov pero que presuntamente era Alexander Barrington. Al parecer,
Tatiana Metanova no había renunciado a la ciudadanía soviética. El
año pasado contestamos que no se había puesto en contacto con
nosotros. Nos dijeron que los mantuviésemos informados en caso de
que Tatiana Metanova diera señales de vida y que no le
concediéramos el estatuto de refugiada. Tatiana y Sam guardaron
silencio durante un largo momento.
–¿Ha solicitado Tatiana Metanova información sobre Alexander
Barrington? – preguntó finalmente Sam.
–No- respondió Tatiana.
Fue apenas un suspiro.
Sam asintió.
–Eso pensé. No voy a consignar nada más en el
expediente.
–Ajá -dijo Tatiana.
Notó las palmaditas compasivas de Sam en su
espalda.
–Si me das tu dirección, te escribiré en caso de averiguar
algo. Pero comprende que…
–Lo comprendo todo -susurró Tatiana.
–Puede que esta maldita guerra acabe algún día, y que acabe
también lo que está pasando en la Unión Soviética. Cuando las cosas
se calmen podré hacer más averiguaciones. Será más fácil después de
la guerra.
–¿Después de qué guerra? – preguntó Tatiana, sin alzar los
ojos-. Ya te escribiré yo, así no tienes que apuntar mi dirección.
Si hace falta, me encontrarás en el hospital de la isla de Ellis.
No tengo domicilio definitivo, no vivo en…
Tatiana no pudo continuar. Apretó los dientes para no llorar
y no fue capaz de tender la mano para despedirse de Sam Gulotta.
Quería hacerlo pero no pudo.
–Si pudiera te ayudaría. Yo no soy el enemigo -dijo Sam en
voz baja.
–No, no lo eres -aceptó ella, cuando se disponía a salir del
despacho-. Pero parece que yo sí lo soy.
Tatiana dijo que necesitaba vacaciones y se tomó dos semanas
libres.
Quiso marcharse con Vikki, pero su amiga estaba muy
entretenida con dos médicos en prácticas y un músico ciego y no
pudo acompañarla.
–No pienso apuntarme a un viaje misterioso. ¿Adónde quieres
ir?
–Anthony quiere ver Gran Cañón.
–¡No le eches la culpa a él! Lo que quiere Anthony es que su
madre encuentre casa y marido, no necesariamente en este
orden.
–No. Sólo quiere ver Gran Cañón.
–Dijiste que buscaríamos un piso.
–Ven con nosotros y a la vuelta buscaremos
piso.
–Qué mentirosa eres.
–Vikki, estoy muy bien en Ellis -contestó Tatiana,
riendo.
–Ahí está el problema. No estás bien en Ellis. Estás sola,
compartes una habitación con tu niño y tienes que compartir el
cuarto de baño. ¡Vives en Estados Unidos, por Dios! Búscate un piso
de alquiler. Así hacemos las cosas en este país.
–Pero tú no estás en piso de alquiler.
–¡Jesús, María y José! Yo tengo casa.
–Y yo también.
–Tú no quieres tener un piso propio porque así evitas tener
que buscarte novio.
–No necesito evitar eso.
–¿Cuándo empezarás a hacer la vida de una chica joven? ¿Crees
que él te sería fiel si estuviera vivo? Te aseguro que no iba a
estar esperándote. Seguro que ahora mismo estaría divirtiéndose por
ahí.
–¿Por qué estás tan segura de todo cuando en realidad no
sabes nada, Vikki?
–Porque conozco a los hombres y todos son iguales. Y no me
digas que el tuyo es distinto. Es un soldado, y los soldados son
peores que los músicos.
–¿Que los músicos…?
–No me hagas caso.
–Esto es absurdo, no pienso seguir hablando contigo. Tengo
pacientes que atender y luego tengo que ir a la Cruz Roja. ¿Te he
dicho que me han contratado a media jornada? Podrías enviar tu
currículum, necesitan gente.
–Te lo repito: él estaría divirtiéndose por ahí. Y lo mismo
deberías hacer tú.
«¿Tania?», lo oye susurrar detrás de
ella. Está oscuro y Tatiana no puede ver
nada, tiene la impresión de estar durmiendo.
-¿Duermes, Tania?
-Ya no-responde ella, y se vuelve hacia
él.
Tatiana siente su aliento, en el que se
mezclan el vodka y los cigarrillos y el té
y el agua de seltz y el bicarbonato y el peróxido, y también
percibe su olor masculino, olor a jabón y a Alexander. Tatiana
extiende la mano hacia sus labios.
-¿Qué te pasa, Shura, cariño? ¿No puedes
dormir? Normalmente duermes enseguida.
-¿Oyes la tormenta? Si mañana no llueve,
me levantaré temprano y saldré a pescar.
-Perfecto. Despiértame a mí también,
soldadito mío. Te acompañaré.
Alexander tantea en la oscuridad en busca
de su cara y deposita un beso en la frente
de Tatiana. Ella se acurruca contra su torso y cierra los ojos, ¿o ya los había
cerrado?
-Hoy ha sido un día muy agradable,
¿verdad, Tatia?
-Claro que sí, cariño. Como todos los
días de nuestra luna de miel.
Sonríe en la
oscuridad.
Él la estrecha contra su
cuerpo.
-¿Me perdonarás si muero,
Tania?
-Sí.
-¿Me perdonarás si voy a la
cárcel?
-Sí.
-¿Me perdonarás si…?
-Te lo perdonaré
todo.
Se aprietan el uno contra el otro en la
oscuridad.
-Ha sido un día perfecto -susurra
Alexander-. Pero al final llega el
dolor.
-No -dice Tania,
y le rodea el cuerpo con los brazos-. No es
el dolor, es el amor,
Shura.