Se oyeron unas voces fuera de la celda y la puerta se
abrió.
–¿Alexander Belov?
Alexander iba a decir «sí», pero sin saber por qué se acordó
de los Romanov, asesinados en un sótano en medio de la noche. ¿Era
de noche ya? ¿Era la misma noche, era la noche
siguiente?
–¿Voy con usted? – decidió contestar.
–Sí, venga.
Acompañó al guardián hasta una pequeña habitación en el piso
superior. Esta vez no era un aula sino un antiguo almacén, quizá la
oficina de enfermería.
Le ordenaron que se sentara en la silla. Luego le ordenaron
que se pusiera de pie, y después, que volviera a sentarse. Fuera
aún no había luz. Preguntó qué hora era, pero le dijeron «¡cierra
el pico!» y no volvió a preguntarlo. Al cabo de un rato entraron
dos hombres en la habitación. Uno de ellos era el gordo Mitterand,
y el otro, un agente al que Alexander no conocía.
El agente encendió una lámpara y enfocó directamente la cara
de Alexander, que cerró los ojos.
–¡Abra los ojos, comandante!
–Calma, Vladimir -advirtió en voz baja el gordo Mitterand-.
No hay por qué actuar así.
Alexander se alegró de que aún lo llamaran «comandante». Por
lo visto, no habían conseguido traer a un coronel para
interrogarlo. Como sospechaba, en Morozovo no había nadie que
pudiera ocuparse de su caso. Por eso debían enviarlo a Voljov, pero
no querían arriesgar la vida de más soldados atravesando el río en
un camión. Ya habían fracasado una vez. Más adelante podrían ir en
barca, pero tenían que esperar a que el hielo se fundiera. De modo
que Alexander podía pasarse otro mes en la celda de Morozovo.
¿Sería capaz de soportar allí dentro un minuto
más?
–Comandante Belov -comenzó Mitterand-, estoy aquí para
comunicarle que está usted arrestado por alta traición. Disponemos
de pruebas irrefutables que lo acusan de espionaje y traición a su
patria. ¿Qué tiene usted que alegar?
–Son acusaciones infundadas -aseguró Alexander-. ¿Algo
más?
–¡Se le acusa de ser un espía extranjero!
–No es cierto.
–Sabemos que lleva tiempo viviendo con una identidad falsa
-dijo Mitterand.
–No es cierto, es mi identidad verdadera -dijo
Alexander.
–Nos gustaría que firmara este papel donde se detallan los
derechos que le concede el artículo 58 del Código Penal de
1928.
–No pienso firmar nada -dijo Alexander.
–El soldado que dormía a su lado en el hospital nos ha dicho
que le oyó hablar en inglés con el médico de la Cruz Roja que lo
visitaba todos los días. ¿Es cierto eso?
–No.
–¿Por qué lo visitaba el médico?
–Por si no conocen las razones que pueden llevar a un militar
a una sala de cuidados intensivos, les diré que caí herido en
combate. Pueden preguntárselo a mis mandos. El comandante
Orlov…
–¡Orlov está muerto! – soltó Mitterand.
–Me apena saberlo -exclamó Alexander.
Se sintió flaquear por un momento. Orlov era un buen jefe. No
era Mijaíl Stepanov, pero ¿quién podía estar a la altura de
Stepanov?
–Comandante, se lo acusa de haberse alistado en el ejército
con un nombre falso. Se lo acusa de ser el ciudadano estadounidense
Alexander Barrington. Se lo acusa de fugarse mientras era conducido
a un campo de castigo en Vladivostok, después de ser condenado por
espionaje y actividades subversivas contra la Unión
Soviética.
–Todo son mentiras -aseguró Alexander-. ¿Dónde está la
persona que me acusa? Me gustaría verla.
¿Qué noche era? ¿Había pasado un día? ¿Habían logrado escapar
Sayers y Tania? De ser así, Dimitri se habría ido con ellos, y en
ese caso el NKVD tendría dificultades para defender la existencia
de un acusador cuando el propio acusador habría desaparecido como
si fuera un ministro del Politburo de Stalin.
–Tengo tanto interés como ustedes en llegar al fondo de la
cuestión -aseguró Alexander con una sonrisa amigable-. O quizá más.
¿Dónde está esa persona?
–¡Las preguntas las hacemos nosotros, no usted! – vociferó
Mitterand.
El problema era que no tenían más preguntas. Mejor dicho, se
limitaban a preguntarle lo mismo una y otra vez.
–¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander
Barrington?
–No -contestó el ciudadano estadounidense llamado Alexander
Barrington-. No sé de qué me hablan.
Alexander no sabía cuánto tiempo llevaban interrogándolo. Le
enfocaron la cara con una lámpara y se limitó a cerrar los ojos. Le
ordenaron que se pusiera de pie y aprovechó para estirar las
piernas. Aguantó de pie durante lo que pareció una hora y lamentó
tener que volver a sentarse. No sabía si había sido una hora
exactamente, pero para entretenerse durante el monótono
interrogatorio estuvo contando los segundos que duraba cada ciclo,
desde «¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander
Barrington?» hasta «No; no sé de qué me hablan».
Siete segundos. Doce si Alexander se demoraba en responder,
si juntaba los pies, ponía los ojos en blanco o soltaba un suspiro.
Una vez no pudo contenerse y estuvo bostezando durante treinta
segundos. Le pareció que el tiempo pasaba más
deprisa.
Repitieron la misma pregunta 147 veces. Cada seis, antes de
proseguir, Mitterand tomaba un trago. Al final pasó el relevo a
Vladimir, que bebía menos y era más amable e incluso le ofreció una
copa. Alexander la rechazó cortésmente pero agradeció la
distracción. Sabía que no debía aceptar nada de lo que le
ofrecieran. Sólo pretendían congraciarse con él.
Pero la distracción no fue suficiente.
–Guardián, llévelo a la celda -dijo Vladimir al cabo de 147
intentos, con la frustración reflejada en la voz y en el rostro. Y
añadió-: Terminará confesando, comandante. Sabemos que las
acusaciones son ciertas y haremos todo lo que esté en nuestras
manos para que confiese.
Normalmente, cuando los apparatchik
del Partido interrogaban a un detenido con la intención de
condenarlo y enviarlo cuanto antes a un campo de trabajo, todo el
mundo sabía que se estaba desarrollando una farsa. Los que
preguntaban sabían que las acusaciones eran falsas y el
desconcertado prisionero lo sabía también, pero la alternativa que
le presentaban era tan dura, que terminaba reconociendo la obvia
falacia. «Usted, vecino de un agitador antiproletario, confiese que
conspiró con él o le caerán veinticinco años en Magadán; si
confiesa, serán sólo diez.» Ésa era la disyuntiva, y los
prisioneros terminaban confesando para salvarse o para salvar a sus
familiares, o porque la sucesión de palizas y humillaciones los
dejaba sin fuerzas para negar el entramado de mentiras. Alexander
pensó que ésa debía de ser la primera vez en varias décadas en que
el detenido era acusado de un hecho auténtico (puesto que él era
realmente Alexander Barrington), y la primera vez en que los
interrogadores podían escudarse en la verdad, una verdad que el
propio interrogado no tenía más remedio que ocultar bajo un
entramado de mentiras si quería sobrevivir. Le habría gustado
señalar la paradoja a Mitterand y a Vladimir, pero no creía que
estuvieran en condiciones de apreciarla.
Dos guardianes lo devolvieron a la celda, lo apuntaron con
los fusiles y le ordenaron que se desnudara.
–Hay que llevar el uniforme a la lavandería
-dijeron.
Alexander se quitó toda la ropa menos los calzoncillos
largos. Le ordenaron que se desprendiera también del reloj, las
botas y los calcetines. Alexander no quería quitarse los calcetines
porque el suelo de la celda estaba helado.
–¿Para qué quieren las botas?
–Para lustrarlas.
Alexander se alegró de haber guardado los medicamentos del
doctor Sayers en el bolsillo de los calzoncillos.
Les tendió las botas de mala gana, y los guardianes se las
arrebataron de un tirón y se fueron sin decir
palabra.
Cuando se cerró la puerta y se quedó solo en la celda,
Alexander cogió la lámpara de queroseno y se la acercó al cuerpo
para entrar en calor. Ya no le preocupaba la falta de
oxígeno.
Le ordenaron a gritos que no tocara la lámpara, pero
Alexander no la soltó. Uno de los guardianes entró y se la arrebató
bruscamente, dejándolo otra vez en una celda fría y
oscura.
A pesar del vendaje que le había puesto Tatiana alrededor del
torso, le dolía mucho la herida de la espalda. Deseó poder
envolverse todo el cuerpo con la gasa blanca.
Tenía que tocar el suelo lo menos posible. Se irguió en el
centro de la celda para que lo único que estuviera en contacto con
el cemento helado fuera las plantas de los pies. Imaginó el
calor.
Se llevó las manos a la nuca, se las puso detrás de la
espalda delante del pecho…
E imaginó…
Tania de pie delante de él, con la cabeza
apoyada en su torso desnudo para oír los latidos de su corazón,
alzando los ojos hacia él y sonriéndole. Tatiana de puntillas sobre
los pies de él, aferrada a sus brazos, irguiéndose para acercar su
cara a la de él.
Calor.
Ya no era ni de día ni de noche. Ya no había resplandor ni
luz. No había nada que sirviera para calcular el tiempo. Las
imágenes de Tatiana se sucedían sin parar en la cabeza de
Alexander, era incapaz de calcular cuánto tiempo llevaba pensando
en ella. Intentó contar los segundos y se sintió exhausto.
Necesitaba dormir.
¿Dormir o pasar frío? ¿Dormir o pasar frío?
Dormir.
Se acurrucó en el rincón sin dejar de temblar, tratando de
mantener a raya la desesperación. ¿Había pasado un día, o una
noche?
Un día o una noche, ¿a partir de qué
momento?
«Esperarán a que muera de hambre o de sed. Me matarán de una
paliza. Pero primero se me congelarán los pies, y luego las
piernas, y luego mis entrañas se volverán de hielo. Y la sangre
también, y el corazón, y llegará el olvido.»
Tamara y sus historias,
1935
Una babushka llamada Tamara llevaba
veinte años viviendo en la planta donde se habían instalado los
Barrington. Tenía siempre abierta la puerta de su habitación y
Alexander, al volver del colegio, entraba a veces a charlar un rato
con ella porque sabía que los ancianos agradecían la posibilidad de
transmitir su experiencia vital a las nuevas generaciones. Una
tarde, Tamara, sentada en una incómoda silla de madera junto a la
ventana, le contó que a su marido lo habían detenido por delitos
religiosos en 1928 y lo habían condenado a diez
años…
–Un momento, Tamara Mijailovna. ¿Diez años
dónde?
–En un campo de trabajo en Siberia, claro. ¿Dónde va a
ser?
–¿Lo declararon culpable y lo enviaron a trabajar a
Siberia?
–Lo enviaron a un presidio…
–¿Y trabajaba gratis…?
–Ay, Alexander, te ruego que no me interrumpas cuando te
estoy contando algo.
El muchacho calló.
–En 1930 detuvieron a las prostitutas de la calle Arbat, y no
sólo volvían a estar aquí al cabo de unos meses, sino que les
habían permitido ver a sus familiares. Pero a mi marido y a sus
compañeros de religión no los dejaron volver, en todo caso no a
Moscú.
–Sólo faltan tres años… -intervino Alexander-. Tres años de
trabajos forzados.
Tamara negó con la cabeza.
–En 1932 -añadió, bajando la voz- recibí un telegrama de la
dirección de Kolima: «Sin derecho a correspondencia», decía. Sabes
qué significa, ¿verdad?
Alexander no se atrevió a aventurar una
respuesta.
–Significa que la persona con la que mantenías
correspondencia ya no vive -explicó Tamara con la voz temblorosa,
agachando la cabeza.
A Alexander le gustaba escucharla, igual que le sucedía con
Slavan. Tamara le contó que tres sacerdotes de la iglesia de la
esquina habían sido condenados a siete años por no renunciar a las
herramientas del capitalismo, es decir: por conservar en privado su
fe cristiana.
–¿También los mandaron a un campo de
trabajo?
–¡Claro! – Alexander calló y la dejó continuar-. Lo curioso
es que… ¿Te fijaste en que hace unos meses había rameras en la
puerta del hotel que hay en esta misma calle?
–Ajá…
Alexander se había fijado.
–Las detuvieron por alteración del orden
público…
–Y por no renunciar a las herramientas del capitalismo
-observó secamente Alexander.
–Exacto, chico, exacto. – Tamara rió y le acarició el pelo-.
¿Y sabes cuántos años les cayeron en ese campo de trabajo que tanto
te interesaba? Tres. No lo olvides: cristianismo, siete años;
prostitución, tres años.
Jane entró en la habitación y agarró a su hijo de la
mano.
–¡Vámonos! – exclamó.
Antes de salir se dio la vuelta y añadió en tono acusatorio,
dirigiéndose a Alexander pero mirando a Tamara:
–¿Podrías dejar de hablar de prostitutas con viejas
desdentadas?
–¿Y con quién quieres que hable de prostitutas, mamá? –
preguntó Alexander.
–Hijo, tu madre quiere que hable contigo de una
cosa.
Harold carraspeó. Alexander apretó los labios y se sentó en
silencio. Vio a su padre muy nervioso y se pisó las manos con los
muslos para contener la risa. Su madre fingía limpiar algo en la
otra punta de la habitación. Harold lanzó una mirada en dirección a
Jane.
–¿Sí, papá? – dijo Alexander con su voz más
profunda.
Le había cambiado la voz hacía unos meses y le gustaba mucho
cómo sonaba su nueva personalidad. Muy adulta. También había
crecido más de veinte centímetros de estatura en los últimos seis
meses, pero no parecía tener mucha carne sobre los huesos. Aún le
faltaba… de todo.
–Papá, ¿quieres que hablemos dando un paseo?
–¡No! – dijo Jane-. No podré escucharos. Podéis hablar
aquí.
–Muy bien, papá, hablemos aquí -concedió Alexander, con un
gesto de asentimiento.
Alzó la cara e intentó no reírse. Habría dado igual que
cruzara los ojos o que sacara la lengua, porque su padre era
incapaz de mirarlo.
–Hijo -comenzó Harold-, estás a punto de alcanzar esa edad en
la que… en fin, estoy seguro de que será así, de hecho es así ya…
estás hecho un chaval muy simpático y muy guapo, y necesitas mi
consejo porque no tardarás en… bueno, quizá ya has… estoy seguro de
que ya has…
Jane soltó un bufido reprobatorio al fondo de la habitación,
y Harold se interrumpió.
Al cabo de unos segundos, Alexander se puso de pie y palmeó
cariñosamente el hombro de su padre.
–Gracias, papá -dijo-. Sí que ha sido una
ayuda.
Se marchó a su habitación, y Harold no lo siguió. Oyó
discutir a sus padres y al cabo de un minuto llamaron a la puerta.
Era su madre.
–¿Puedo hablar contigo?
–No hace falta, mamá -contestó Alexander, intentando
mantenerse serio-, creo que papá ya ha dicho lo que tenía que decir
y no hay nada más que añadir…
Jane se sentó en la cama y Alexander se acomodó en la silla
que había junto a la ventana. En mayo cumpliría dieciséis años. Le
gustaba el verano. A lo mejor alquilaban una habitación en una
dacha de Krasnaia Poliana, como el año anterior.
–Alexander, lo que tu padre no ha llegado a
decir…
–Pero ¿hay algo que no haya llegado a decir?
–Hijo…
–Perdona, sigue…
–No voy a darte una lección sobre las
chicas…
–Menos mal.
–Pero escúchame, quiero que tengas en cuenta una cosa… -Jane
hizo una pausa. Alexander esperó-. Martha me ha contado que a uno
de sus asquerosos hijos han tenido que extirparle el aparato
-susurró-. ¡Extirpárselo! ¿Y sabes por qué?
–No sé si quiero saberlo.
–Porque pilló purgaciones. ¿Sabes qué es
eso?
–Creo que…
–Y el otro hijo tiene el cuerpo lleno de bubas. ¡Es
repugnante!
–Sí, es…
–¡El mal francés! ¡La sífilis! Lenin murió de eso, con el
cerebro consumido -susurró-. Nadie lo dice, pero es así. ¿Eso es lo
que quieres que te pase?
–La verdad es que no -repuso Alexander.
–Pues está por todas partes. Tu padre y yo conocíamos a un
hombre que se quedó sin nariz por lo mismo.
–Personalmente, prefiero quedarme sin nariz que
sin…
–¡Alexander!
–Lo siento.
–Es un asunto muy serio, hijo. He hecho todo lo que he podido
para educarte bien, para que seas un chico limpio y sano, pero mira
dónde tenemos que vivir, y tú no tardarás en
independizarte.
–Ah, ¿piensas que será pronto…?
–¿Qué va a pasar cuando te encames con una lagartona que vete
a saber con quién ha estado antes? – preguntó resueltamente Jane-.
Hijo, yo no quiero que cuando crezcas seas un santo ni un eunuco;
sólo quiero que vayas con cuidado y que protejas en todo momento lo
que es tuyo. Tienes que mantener la higiene, ir con cuidado… y no
olvides que si no usas protección terminarás haciéndole un bombo a
una chica y entonces ¿qué? ¿Terminarás casándote con alguien a
quien no quieres?
–¿Un bombo? – preguntó Alexander, mirando a su
madre.
–Te dirá que es tuyo pero nunca lo sabrás con seguridad, sólo
sabrás que te has casado y que el aparato ya no te
funciona.
–Para ya, madre, por favor -suplicó
Alexander.
–¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
–¿Cómo no voy a entenderte?
–Tenía que explicártelo tu padre.
–Y lo ha hecho. En mi opinión, me lo ha explicado muy
bien.
–¿Podrías tomarte algo en serio alguna vez, para variar? –
preguntó Jane, poniéndose de pie para marcharse.
–Sí, mamá. Gracias por venir. Me alegro de que hayamos tenido
esta conversación.
–¿Tienes alguna pregunta?
–Ninguna.
El cambio de nombre de la residencia,
1935
Una gélida tarde de enero, Alexander y su padre se dirigían a
la reunión de todos los jueves.
–Papá -preguntó Alexander-, ¿por qué van a cambiar otra vez
el nombre de la residencia? Es la tercera vez en seis
meses.
–No lo han cambiado tantas veces.
–Sí, papá. – Caminaban el uno al lado del otro, sin darse la
mano-. Cuando nos instalamos se llamaba «Hotel Derzhava». Luego lo
cambiaron a «Hotel Kamenev», y luego se llamó «Zinoviev». Y ahora
es el «Hotel Kirov». ¿Por qué? ¿Y quién es ese tal
Kirov?
–Era el jefe del Partido en Leningrado -explicó
Harold.
En la reunión, el viejo Slavan soltó una carcajada cuando
Alexander repitió la pregunta.
–No te preocupes, hijo -lo tranquilizó, dándole una palmadita
en la cabeza-. Ahora que es «Kirov», «Kirov» se
quedará.
–Bueno, dejad ya el tema -dijo Harold.
Intentó apartar a su hijo, pero Alexander no quería perderse
la explicación.-¿Por qué, Slavan Ivanovich?
–Porque Kirov está muerto -le explicó Slavan-. Lo asesinaron
en Leningrado hace un mes. Ahora hay una persecución en
marcha.
–Ah, ¿es que no han encontrado al asesino?
–A él lo encontraron, sí. – El viejo sonrió amargamente-.
Pero ¿qué pasa con los demás?
–¿Quiénes?
Alexander bajó la voz.
–Los demás conspiradores -explicó el viejo-. También tienen
que morir.
–¿Fue una conspiración?
–Sí, claro. ¿Habría una persecución en marcha de no ser
así?
Harold llamó en tono áspero a Alexander.
Más tarde, cuando volvían a casa, le
preguntó:
–Hijo, ¿por qué hablas tanto con Slavan? ¿Qué cosas te ha
estado contando?
–Es un hombre fascinante -aseguró Alexander-. ¿Sabías que
estuvo cinco años en Akatui? – Akatui era un presidio siberiano de
la época zarista-. Dice que le dieron una camisa blanca y que en
verano trabajaba sólo ocho horas al día y en invierno seis, y que
nunca llevaba la camisa sucia, y que le daban un kilo de pan al día
y carne también. Dice que fueron los mejores años de su
vida.
–Pues no lo envidio -masculló Harold-. Oye, no quiero que
hables tanto con él. Siéntate con nosotros.
–Ajá… -repuso Alexander-. Vosotros fumáis mucho y me pican
los ojos.
–Echaré el humo en otra dirección. Slavan es conflictivo.
Mantente alejado de él, ¿me oyes? – Harold hizo una pausa y
añadió-: No durará mucho.
–¿No durará mucho dónde?
Dos meses después, Slavan desapareció de las
reuniones.
Alexander lo echaba de menos y echaba de menos sus
historias.
–Papá, en nuestro piso sigue desapareciendo gente. Ya no está
la señora Támara.
–Nunca me cayó bien -opinó Jane, tomando un sorbito de
vodka-. Creo que está enferma y la han llevado al hospital. Era muy
mayor, Alexander.
–Mamá, ahora hay dos hombres jóvenes ocupando su habitación.
¿Van a vivir con ella cuando vuelva del hospital?
–No tengo ni idea -respondió resueltamente Jane, y con la misma resolución se sirvió otro vasito de
vodka.
–La familia italiana ya no está. ¿Tú sabías que se habían
marchado, mamá?
–¿Quiénes? – dijo Harold, alzando la voz-. ¿Quién desaparece?
Los Frasca no han desaparecido: están de
vacaciones.
–Es invierno, papá. ¿Adónde quieres que vayan de
vacaciones?
–A Crimea. Están en un centro de veraneo cerca de Krasnodar.
En Dzhugba, creo. Volverán dentro de dos meses.
–Ah, ¿sí? ¿Y qué me dices de los Van Doren? ¿Adónde se han
ido? ¿A Crimea también? Ahora hay una familia rusa ocupando su
habitación. Pensaba que esa planta era sólo para
extranjeros.
–Se han trasladado a otro edificio en el mismo Moscú -dijo
Harold, hincando el tenedor en el plato-. El Obkom quiere integrar
a los extranjeros en la sociedad soviética.
–¿Que se han trasladado, dices? – inquirió Alexander,
soltando los cubiertos de golpe-. ¿Adónde? Porque Nikita está
durmiendo en nuestro baño.
–¿Quién es Nikita?
–Papá, ¿no has visto que se ha instalado un hombre en la
bañera?
–¿Quién es?
–Nikita.
–Ah. ¿Y cuánto tiempo lleva ahí?
Alexander y su madre intercambiaron una mirada de
perplejidad.
–Tres meses.
–¿Lleva tres meses en la bañera? ¿Por qué?
–Porque no ha conseguido ni una sola habitación de alquiler
en todo Moscú. Venía de Novosibirsk.
–No lo he visto -dijo Harold, en un tono que implicaba que,
como nunca lo había visto, era imposible que Nikita existiera-.
¿Qué hace cuando quiero bañarme?
–Pues deja libre el cuarto de baño durante media hora
-explicó Jane-. Le doy un vasito de vodka y sale a dar un
paseo.
–Mamá -dijo Alexander, sin dejar de masticar-, su mujer viene
en marzo. Nikita me ha pedido que pregunte a todos los del piso si
podemos adelantar la hora del baño por la noche, para dejarles un
poco de…
–Dejadlo ya, os estáis burlando de mí -dijo
Harold.
Alexander y su madre intercambiaron otra
mirada.
–Sal a comprobarlo, papá -propuso Alexander-. Y cuando
vuelvas, dime a qué sitio de Moscú pueden haberse trasladado los
Van Doren.
Al volver, Harold se encogió de hombros y
declaró:
–Ese hombre es un vagabundo. No es de fiar.
–Ese hombre -dijo Alexander, mirando el vaso de vodka de su
madre- es el responsable de mantenimiento de la flota del
Báltico.
Un mes después, en febrero de 1935, a la vuelta del
instituto, Alexander oyó que su madre y su padre se peleaban otra
vez. Les oyó gritar dos veces su nombre.
Así que su madre estaba preocupada por él. Pero ¿por qué? El
estaba bien: hablaba ruso con soltura, cantaba canciones, bebía
cerveza y jugaba al hockey con sus amigos en el parque Gorki.
Estaba perfectamente. ¿Por qué se preocupaba su madre? Le habría
gustado entrar y decirle que todo iba bien, pero prefería no
interferir en sus peleas.
De pronto oyó que uno lanzaba algo por el aire y otro recibía
un golpe. Entró corriendo en la habitación y vio a su madre en el
suelo, con la cara roja, y a su padre inclinándose hacia ella.
Alexander corrió hacia él y lo apartó de un
empujón.
–Pero ¿qué haces, papá? – chilló-. ¿Qué estás
haciendo?
Alexander se arrodilló junto a su madre, que se incorporó y
miró muy seria a Harold.
–Qué bonito lo que le estás enseñando a tu hijo -dijo-. ¿Para
esto lo trajiste a la Unión Soviética, para que aprendiera a tratar
así a las mujeres? ¿A su esposa, quizá?
–¡Calla! – gritó Harold, y apretó los puños-.
¡Calla!
–¡Basta ya, papá! – Alexander se puso de pie de un salto-.
¿Qué estás haciendo?
–Tu padre nos abandona, Alexander…
–¡No os estoy abandonando!
Alexander se enfrentó a su padre y le dio otro
empujón.
–¿Qué estás haciendo, papá? – repitió.
Harold lo apartó y le dio un manotazo en la cara. Jane ahogó
un grito. Alexander se tambaleó pero no llegó a caerse. Harold
intento golpearlo otra vez, pero su hijo lo esquivó. Jane agarró a
su marido por las piernas y lo tiró al suelo. Al caer, Harold se
dio de cabeza contra el sofá.
–¡No te atrevas a tocarlo! – chilló Jane.
Harold estaba en el suelo y Jane también; el único que estaba
de pie era Alexander. Los tres respiraban entrecortadamente y
evitaban mirarse. Alexander se pasó la mano por el labio
ensangrentado.
–Harold -dijo Jane, todavía arrodillada-. ¡Mira cómo estamos!
¡Esta mierda de país está acabando con nosotros! – Estaba
llorando-. Volvamos a nuestra tierra y empecemos de
nuevo.
–¿Estás loca? – masculló Harold, mirando a Alexander y a
Jane-. ¿Te das cuenta de lo que dices?
–Sí.
–¿Has olvidado que renunciamos a la nacionalidad
estadounidense? ¿Has olvidado que en este momento tú y yo somos
apatridas y estamos esperando a que nos concedan la nacionalidad
soviética para poder seguir adelante? ¿Crees que en Estados Unidos
nos aceptarán si volvemos? ¡Si prácticamente nos echaron a
patadas…! ¿Y cómo se sentirán las autoridades soviéticas si ven que
también les damos la espalda?
–Me da igual lo que piensen las autoridades
soviéticas.
–¡Señor, qué ingenua eres!
–¿Eso soy? ¿Y tú qué eres, entonces? ¿Sabías que serían así
las cosas y nos trajiste igualmente? ¿Trajiste a tu
hijo?
–No vinimos buscando una vida regalada -contestó Harold, con
una mirada de decepción-. Eso podríamos haberlo tenido en Estados
Unidos.
–Es verdad, y lo tuvimos. Nosotros dos podemos conformarnos
con las condiciones de este país, pero Alexander no tiene por qué
quedarse, Harold. Al menos mándalo a él de vuelta.
–¿Qué?
Harold no era capaz de hablar más que en
susurros.
–Sí. – Jane se incorporó con la ayuda de Alexander y se
plantó frente a su marido-. Tiene quince años. Mándalo a
casa.
–¡Mamá! – protestó Alexander.
–No lo dejes morir en este país… ¿No comprendes que debe
irse? Alexander lo entiende. ¿Por qué tú no?
–Alexander no lo entiende. ¿O sí, hijo?
Alexander permaneció en silencio. No quería tomar partido
contra su padre.
–¿Lo ves? – exclamó Jane en tono triunfal-. Por favor,
Harold. Dentro de nada será demasiado tarde.
–Qué tonterías dices. ¿Demasiado tarde para
qué?
–Demasiado tarde para Alexander -respondió Jane con la voz
desfalleciente, pálida de desesperación-. Trágate el orgullo por un
momento, hazlo por él. Antes de que cumpla los dieciséis en mayo y
tenga que alistarse en el Ejército Rojo, antes de que la tragedia
caiga sobre todos nosotros, mientras aún tenga la nacionalidad
estadounidense… mándalo de vuelta. Él no ha renunciado a sus
derechos como ciudadano de Estados Unidos. Yo me quedaré aquí,
viviendo contigo hasta el fin de mis días, pero…
–¡No! – exclamó Harold, con la voz desmayada-. Si las cosas
no han salido como esperaba, lo sien…
–No digas que lo sientes por mí, cabrón. No lo sientas por
mí… Cuando me acosté contigo, sabía lo que estaba haciendo.
Siéntelo por tu hijo. ¿Qué va a ser de él?
Jane se dio la vuelta y se alejó.
Alexander se acercó a la ventana y miró a la calle. Era una
noche de febrero. Oía las voces de su padre y de su madre detrás de
él.
–Janie, tranquila, todo saldrá bien, ya lo verás. A Alexander
le irá mejor dentro de un tiempo. El comunismo es el futuro del
mundo, lo sabes tan bien como yo. Cuanto más se agranda la brecha
entre ricos y pobres, más importante se vuelve el comunismo.
Estados Unidos es una causa perdida. ¿Quién se va a preocupar de la
gente común, quién va a proteger sus derechos, si no los
comunistas? Estamos atravesando la fase más dura. Pero no me cabe
duda, y sé que a ti tampoco, de que el comunismo es el
futuro.
–¡Señor! – exclamó Jane-. ¿Nunca lo dejarás?
–No podemos dejarlo ahora -se justificó Harold-. Seremos
testigos del proceso hasta el final.
–Exacto -replicó Jane-. El propio Marx escribió: «El
capitalismo produce sus propios sepultureros». ¿No crees que quizá
no hablaba del capitalismo?
–Por supuesto -aceptó Harold, mientras Alexander desviaba la
mirada-. Los comunistas reconocen abiertamente que, para alcanzar
sus objetivos, deben acabar por la fuerza con los males
preexistentes. Acabar con el egoísmo, con la codicia, con el
individualismo, con los intereses personales…
–Con la prosperidad, la tranquilidad, la comodidad, la
privacidad, la libertad… -añadió Jane remarcando cada palabra,
mientras Alexander seguía mirando obstinadamente por la ventana-.
«El segundo Estados Unidos»… Vaya mierda de segundo Estados
Unidos
Sin necesidad de volverse, Alexander vio la mirada furiosa de
su padre y la mirada desesperada de su madre y la habitación gris
de paredes descascarilladas y la manecilla de la puerta sujeta con
cinta adhesiva y sintió el olor de los retretes que estaban a pocos
metros, y no dijo nada.
Antes de llegar a la Unión Soviética, el único mundo que
tenía sentido para él era Estados Unidos, un país donde su padre
podía subirse a un pulpito a predicar contra el gobierno, y la
policía encargada de proteger a ese gobierno lo obligaba a bajar y
lo metía en una celda de Boston para curarlo de su afán agitador, y
al día siguiente o al cabo de dos días lo dejaba salir para que
retomara con renovado fervor sus prédicas sobre las lamentables
deficiencias del Estados Unidos de los años veinte. Y según Harold
estas deficiencias eran muchas, aunque alguna vez había dicho que
le impresionaban los inmigrantes que acudían en masa a Nueva York y
a Boston para vivir en condiciones deplorables y trabajar por
cuatro perras y que avergonzaban a generaciones de estadounidenses
siendo capaces de vivir en condiciones deplorables y trabajar por
cuatro perras y aceptarlo con alegría… una alegría que sólo quedaba
mitigada por la imposibilidad de traer a otros familiares suyos a
Estados Unidos para que también vivieran en condiciones deplorables
y trabajaran por cuatro perras.
Harold Barrington podía predicar la revolución en Estados
Unidos y a Alexander le parecía algo perfectamente normal porque
había leído Sobre la libertad de John
Stuart Mill y John Stuart Mill le había enseñado que la libertad no
consiste en hacer lo que a uno le venga en gana sino en decir lo
que a uno le venga en gana. Su padre era seguidor de Mill en la
mejor tradición de la democracia estadounidense. ¿Qué tenía eso de
extraño?
Lo que le pareció extraño cuando llegaron a Moscú fue el
propio Moscú. Y a medida que pasaron los años, Moscú le fue
pareciendo cada vez más extraño. Su vitalidad juvenil se apagaba al
observar aquella miseria, aquel caos y aquellas incomodidades.
Había dejado de dar la mano a su padre cuando se dirigían a las
reuniones de los jueves, pero el vacío que sentía en los dedos era
el de una naranja en invierno.
En la misma época en que ensalzaba a Rusia como el «segundo
Estados Unidos», el camarada Stalin había anunciado que en pocos
años las líneas férreas, las carreteras y las viviendas de la Unión
Soviética estarían a la altura de las norteamericanas. Según él, la
URSS se estaba industrializando a mayor velocidad que Estados
Unidos porque el capitalismo fomentaba el progreso de forma caótica
y el socialismo lo impulsaba en todos los frentes. En Estados
Unidos había un 35 % de paro, mientras que en la Unión Soviética se
alcanzaba prácticamente el pleno empleo. Todos los soviéticos
trabajaban (lo cual era una prueba de la superioridad de la URSS),
mientras que los estadounidenses dependían del estado del bienestar
porque no había suficiente trabajo para todos. Todo eso eran datos
objetivos e innegables. Entonces, ¿por qué la sensación de malestar
era tan acuciante?
Sin embargo, el malestar y el desconcierto de Alexander eran
accesorios; lo que no era accesorio era su juventud. Y Alexander
era joven, incluso en Moscú.
Se limpió la sangre de la boca con la manga y tendió una
servilleta a su madre.
–No la escuches -dijo mirando a Harold, antes de salir de la
habitación y dejar a sus padres con sus miserias-. No pienso volver
a Estados Unidos sin vosotros. Mi futuro está aquí, para bien o
para mal. – Se acercó un paso a su padre y añadió-: Pero no vuelvas
a pegar a mamá. – Alexander era varios centímetros más alto que
Harold-. Si vuelves a hacerlo, tendrás que vértelas
conmigo.
Una semana después, a Harold lo despidieron del periódico
porque las nuevas leyes prohibían que los extranjeros manejaran
maquinaria de impresión, por muy cualificados que estuvieran y por
leales que fueran a la Unión Soviética. Al parecer, trabajar en una
rotativa era una oportunidad para el sabotaje ya que permitía
falsificar documentos y difundir mentiras subversivas contra la
causa soviética. Habían pillado a un montón de extranjeros
publicando malévolos panfletos y distribuyéndolos entre los
laboriosos ciudadanos soviéticos, de manera que Harold no seguiría
trabajando de impresor.
Lo destinaron a una fábrica de herramientas donde se dedicó a
fundir metal para hacer trinquetes y
destornilladores.
Este trabajo le duró solamente unas semanas. Al parecer
tampoco era seguro, ya que habían pillado a un montón de
extranjeros fabricando cuchillos y navajas para su uso personal en
lugar de herramientas para el Estado soviético.
Harold pasó a trabajar de zapatero. A Alexander le hacía
gracia. «¿Y tú qué sabes de zapatos, papá?», le
preguntaba.
Este empleo le duró solamente unos días. «¿Qué? ¿Tampoco es
seguro hacer zapatos?», quiso saber Alexander.
Al parecer, no lo era. Habían pillado a un montón de
extranjeros haciendo botas de montaña o botas de agua para que los
ciudadanos soviéticos pudieran huir del país a través de los montes
o las marismas.
Una noche de abril de 1935, Harold llegó a casa con expresión
sombría y en lugar de ponerse a cocinar (ahora era él el que
preparaba la cena para la familia), se desplomó en la silla y dijo
que un miembro del Obkom había ido a verlo a la escuela donde
trabajaba como limpiador y le había dicho que debían irse a vivir a
otro sitio.
–Quieren que nos busquemos unas habitaciones, que seamos más
independientes. – Se encogió de hombros-. No pasa nada. Lo hemos
tenido relativamente fácil en estos cuatro años. Tenemos que
devolver algo al Estado.
Hizo una pausa y encendió un pitillo.
Alexander vio que su padre lo miraba de soslayo. Carraspeó e
intervino:
–Bueno, Nikita ha desaparecido. Podríamos ocupar nosotros la
bañera.
No fue posible encontrar una sola habitación para los
Barrington en todo Moscú.
Después de un mes de búsqueda, al volver del trabajo, Harold
anunció:
–El tipo del Obkom ha venido a verme otra vez. No podemos
quedarnos aquí. Tenemos que irnos.
–¿Cuándo? – exclamó Jane.
–Nos quieren fuera dentro de dos días como
mucho.
–¡Pero no tenemos a donde ir!
Harold suspiró.
–Me han propuesto un traslado a Leningrado. Dicen que hay más
trabajo: un polígono industrial, varias fábricas de muebles, una
central eléctrica…
–¿Qué pasa? ¿No hay centrales eléctricas en Moscú, papá? –
preguntó Alexander.
–Iremos a Leningrado -dijo Harold, sin hacerle caso-. Habrá
más habitaciones disponibles. Y tú ya verás cómo encuentras trabajo
en la biblioteca pública, Janie.
–¿A Leningrado? – protestó Alexander-. Papá, no pienso irme
de Moscú. Aquí están mis amigos, el instituto… Por
favor…
–No tenemos elección, Alexander. Te apuntarás a otro
instituto y harás nuevos amigos.
–Vaya, genial.
–No tenemos elección -repitió Harold.
–Claro -dijo Alexander, en voz alta-. Pero antes sí la
teníamos, ¿no es así?
–¡No me levantes la voz, Alexander! – lo riñó Harold-. ¿Me he
explicado bien?
–¡Con toda claridad! – gritó Alexander-. No pienso ir. ¿Me he
explicado yo?
Harold se levantó de un salto. Jane se levantó de un salto.
Alexander se levantó de un salto.
–¡Callaos los dos! – exclamó Jane.
–Alexander, no consiento que me hables de ese modo -dijo
Harold-, Vamos a trasladarnos, y no quiero que se hable del tema ni
un minuto más. Ah, una cosa -añadió, volviéndose hacia su mujer.
Adoptó una expresión contrita y carraspeó antes de añadir-: Quieren
que nos cambiemos el apellido por otro más ruso.
Alexander soltó un bufido de incredulidad.
–¿Por qué ahora, después de tantos años? –
preguntó.
–¡Porque sí! – gritó Harold, fuera de sus casillas-. ¡Tenemos
que demostrar nuestra lealtad! El mes que viene cumples dieciséis
años y tendrás que alistarte en el Ejército Rojo. Necesitas un
apellido ruso. Cuanto menos te pregunten, mejor. Ahora tenemos que
ser rusos. Nos irá mejor así.
Bajó la mirada.
–Por Dios, papá… -exclamó Alexander-. ¿Cuándo acabará esta
historia? ¿Ahora resulta que no podemos conservar nuestro apellido?
¿No les basta con echarnos a patadas de casa y obligarnos a
trasladarnos a otra ciudad? ¿También tenemos que perder nuestro
nombre? ¿Qué más nos queda?
–¡No nos escondemos! Hacemos lo que hay que hacer. Nuestro
apellido es estadounidense. Tendríamos que habérnoslo cambiado hace
mucho.
–Exacto -dijo Alexander-. Los Frasca no lo hicieron, y los
Van Doren tampoco. Y mira lo que les ha pasado: se han ido de
vacaciones. Vacaciones indefinidas, ¿no, papá?
Harold se incorporó y le levantó la mano, pero su hijo lo
apartó de un empujón.
–No me toques -dijo con frialdad-. Ya no tengo edad para
eso.
Harold hizo otro intento de pegarle y Alexander lo volvió a
empujar, pero esta vez no pudo esquivar a su padre. No quería que
su madre lo viera perder el control. Su pobre madre, que temblaba y
lloraba y se aferraba a los dos hombres de su familia,
implorándoles que parasen.
–Harold, Alexander… por favor, dejadlo ya.
–¡Díselo a él! – protestó Harold-. Eres tú quien lo ha
educado así. No respeta a nadie.
Su madre se acercó a Alexander y lo agarró del
brazo.
–Por favor, hijo. Cálmate. Todo irá bien.
–¿Tú crees, mamá? Nos vamos a otra ciudad y nos cambiamos de
nombre igual que ha cambiado de nombre esta residencia. ¿Tú crees
que eso es ir bien?
–Sí -aseguró su madre-. Nos tenemos los unos a los otros.
Tenemos nuestra vida.
–Cómo cambia la definición de «bien»… -concluyó Alexander,
apartándose y cogiendo el abrigo.
–No cruces esa puerta, Alexander -le advirtió Harold-. Te
prohíbo que cruces esa puerta.
–Adelante, detenme -lo retó Alexander, mirándolo a los
ojos.
Salió de la habitación y no regresó hasta dos días después. Y
cuando volvió, empaquetó sus cosas y se marchó del Hotel
Kirov.
Su madre estaba borracha y no lo ayudó a llevar las maletas
hasta la estación de tren.
¿Cuándo había empezado Alexander a intuir, a notar, a saber,
que su madre tenía un problema? Era obvio que le pasaba algo. Al
principio sólo eran pequeños cambios, pero Alexander era el hijo y
no le correspondía preguntar a los adultos qué les pasaba. Quien
tendría que haberse dado cuenta era su padre, pero estaba ciego.
Alexander sabía que Harold era de esa clase de personas incapaces
de pensar a la vez en los asuntos personales y los asuntos del
mundo.
Pero daba igual que no se hubiera enterado o que sí se
hubiera enterado y hubiera decidido hacer caso omiso: la cuestión
era que Jane Barrington, sin previo aviso y sin gran parafernalia,
poco a poco; estaba dejando de ser la
persona que había sido y se estaba convirtiendo en la persona que
no era.
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A mediados de agosto, cuando Tatiana ya llevaba siete semanas
en Estados Unidos, Edward pasó a visitarla y la encontró sentada
junto a la ventana, como de costumbre. Tenía a Anthony en el regazo
y le hacía cosquillas en los dedos de los pies. Se encontraba mucho
mejor. Respiraba con más facilidad y apenas tosía. Hacía un mes que
no veía sangre en las expectoraciones. El
aire de Nueva York le estaba sentando bien.
–Edward -dijo mientras el médico la auscultaba-, tu mujer te
estaba buscando.
El médico la miró, desvió los ojos y sonrió.
–Sí… A veces me busca.
Tatiana lo miró con seriedad mientras Edward retiraba el
estetoscopio.
–Vaya, estás mucho mejor. Creo que voy a tener que darte el
alta.
Tatiana no dijo nada.
–¿Tienes algún sitio adonde ir? – Edward hizo una pausa-.
Necesitarás un trabajo.
–Me gusta estar aquí, Edward -explicó
Tatiana.
–Ya lo sé. Pero ya te encuentras bien.
–Estaba pensando… ¿y si trabajo aquí? Necesitáis más
enfermeras.
–¿Quieres trabajar en Ellis?
–Me encantaría.
Edward habló con el jefe de cirugía del Departamento de
Sanidad, que visitó a Tatiana y le dijo que tendría que pasar un
período de prueba de tres meses para comprobar si tenía los
conocimientos necesarios para desempeñar aquel trabajo. El cirujano
le explicó que no la contrataría el hospital de Ellis sino el
propio Departamento de Sanidad y que ocasionalmente tendría que
acudir a la Universidad de Nueva York, donde había escasez de
enfermeras. Tatiana aceptó, pero preguntó si podía seguir viviendo
en Ellis.
–Y quizá trabajar en el turno de noche…
-propuso.
El cirujano no parecía muy conforme.
–¿Por qué quiere vivir aquí? Puede buscar casa al otro lado
de la bahía. Aquí no residen ciudadanos de nuestro
país.
Tatiana intentó explicarle que aunque deseaba trabajar no
tenía con quién dejar al niño, y que si seguía ocupando la
habitación donde había pasado la convalecencia, podría cuidarlo
alguno de los refugiados acogidos en la isla.
–Pero el espacio es muy pequeño.
–Me basta con una habitación.
Tatiana, que no se atrevía a ir a Manhattan, pidió a Vikki
que le comprara una bata de enfermera y un par de
zapatos.
–¿Sabes que con la cartilla de racionamiento sólo puedes
comprar dos pares? – le explicó Vikki-. ¿Quieres que uno de tus dos
pares sean los zapatos de enfermera?
–Quiero que mi único par sean los zapatos de enfermera
-precisó Tatiana-. ¿Para qué quiero más?
–¿Y si quieres salir a bailar? – preguntó
Vikki.
–¿A qué?
–¡A bailar! Ya sabes, mover un poco el esqueleto… ¿Y si
quieres ponerte guapa? ¿Es que no va a volver tu
marido?
–No -dijo Tatiana-, mi marido ya no volverá.
–Bueno, pues siendo viuda, está claro que necesitarás unos
zapatos bonitos.
Tatiana negó con la cabeza.
–Necesito unos zapatos de enfermera y una bata blanca, y
necesito seguir en Ellis, y no necesito nada más.
Vikki meneó la cabeza y pestañeó
sorprendida.
–Necesitas todo lo demás. ¿Cuándo vienes a cenar a casa? ¿Te
parece bien el domingo? El doctor Ludlow dice que te ha dado el
alta.
Vikki le compró una bata que le iba un poco grande y unos
zapatos de su número, y en cuanto Edward le dio el alta, Tatiana
siguió haciendo lo mismo que había hecho hasta entonces con el
camisón blanco y la bata gris del hospital: atender a los militares
extranjeros que llegaban a Nueva York para pasar la convalecencia
antes de que los trasladaran a otro lugar del continente a cumplir
la pena que les correspondía como prisioneros de guerra. La mayoría
eran soldados alemanes, pero también había algunos italianos,
varios etíopes y uno o dos franceses. No había ningún
soviético.
–¿Qué voy a hacer, Tania? – Vikki se había sentado en el
borde de la cama mientras su amiga le daba el pecho a Anthony-. ¿Es
tu hora de descanso?
–Sí, hora de la comida.
Tatiana sonrió fugazmente, pero los oídos poco atentos de
Vikki no habían captado la ironía.
–¿Quién te cuida al niño cuando tienes
turno?
–Me lo llevo y lo dejo en una cama libre mientras atiendo a
soldados.
Tenía ganas de contarle que Brenda se ponía nerviosa cada vez
que veía al niño, pero Tatiana no quería dejarlo solo en la
habitación y le daba lo mismo si la enfermera lo aceptaba o no. Si
hubiera habido más inmigrantes, podría haberlo dejado con alguien
mientras trabajaba. Pero pocas personas entraban en Estados Unidos
a través de la isla. Sólo habían llegado doce en el mes de julio y
ocho en el de agosto. Y todos tenían sus propios niños y sus
propios problemas.
–¿Qué vas a hacer con qué, Vikki?
–¡Con mi situación, Tania! Ya sabes que tengo a mi marido en
casa, ¿no?
–Ya lo sé -dijo Tatiana-. Espera un poco… a lo mejor lo
mandan otra vez a combatir.
–¡Ése es el problema! No lo quieren. No puede manejar armas
pesadas y lo han licenciado. Quiere que tengamos un niño. ¿Te lo
puedes imaginar?
Tatiana no dijo nada.
–¿Por qué te casaste, Vikki? – preguntó
después.
–¡Por la guerra! ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué te
casaste tú? Se iba a la guerra y me pidió que me casara con él y yo
le dije que sí. Pensé: «¿Qué más da? Estamos en guerra. ¿Qué es lo
peor que puede pasar?».
–Esto -respondió Tatiana.
–No sabía que volvería tan pronto, pensaba que lo vería en
Navidad y una o dos veces más como mucho. O que lo matarían, y
entonces podría decir que estuve casada con un héroe de
guerra.
–Pero ya es un héroe de guerra, ¿no?
–Eso no cuenta… ¡está vivo!
–¡Ah!
–Antes de que volviera, yo salía a bailar todos los fines de
semana, y ahora no puedo hacer nada. ¡Ay, Señor! – exclamó-. ¡Estar
casada es una lata!
–¿Lo quieres?
–Claro. – Vikki se encogió de hombros-. Pero también quiero a
Chris. Y hace dos semanas conocí a un médico muy simpático… Pero
todo eso se ha acabado por ahora.
–Tienes razón -dijo Tatiana-, el matrimonio es incómodo. – Se
interrumpió y añadió-: ¿Y por qué no le pides…? ¿Cómo se
dice…?
–¿El divorcio?
–Eso es.
–¿Te has vuelto loca? ¿De qué país vienes tú? ¿Qué costumbres
tenéis allá?
–En mi país -explicó Tatiana- somos fieles a
maridos.
–¡Él no estaba! No iba a esperar que le fuera fiel cuando él
estaba divirtiéndose en Asia, a miles de kilómetros… En cuanto al
divorcio… soy demasiado joven para ser una
divorciada.
–¿Y para ser viuda no?
Tatiana sintió un estremecimiento mientras lo
decía.
–¡No! Ser viuda es un honor. Pero no puedo ser una
divorciada. ¿Quieres que me convierta en una Wallis
Simpson?
–¿En quién?
–Estás haciendo una labor excelente, Tania. Brenda (a
regañadientes, eso sí) -Edward sonrió- me ha dicho que los
pacientes están muy contentos contigo.
Edward y Tatiana estaban haciendo la ronda entre las camas de
los pacientes. Tatiana llevaba en brazos a Anthony, que lo miraba
todo muy atento.
–Ah, muchas gracias por decírmelo, Edward.
–¿No tienes miedo de que el niño contraiga una enfermedad por
estar entre enfermos?
–No son enfermos -replicó Tatiana-. ¿Verdad, Anthony? Son
heridos. Y cuando les dejo al niño se ponen contentos. Algunos
tienen esposa e hijos en su país. Se animan cuando juegan con el
bebé.
Edward sonrió.
–Es un niño muy guapo. – Acarició el pelo oscuro de Anthony,
y el niño lo recompensó con una amplia sonrisa desdentada-. ¿Ya lo
sacas a pasear?
–Todo el tiempo.
–Muy bien, muy bien. Los niños necesitan estar al aire libre.
Y tú también.
–Salimos todos los días.
Edward carraspeó.
–¿Sabes una cosa? Los domingos, los médicos de la Universidad
de Nueva York y del Departamento de Sanidad jugamos al béisbol en
Central Park y las enfermeras vienen a animarnos. ¿Te gustaría
venir con Anthony este fin de semana?
Tatiana estaba demasiado desconcertada para
responder.
–¿Y tú tienes hijos, Edward? – fue lo único que se le ocurrió
preguntar.
Edward negó con la cabeza.
–Mi mujer no está en condiciones de tener hijos -explicó-.
Está…
Habían llegado a la escalera y oyeron el taconeo de unos
zapatos altos contra los peldaños.
–¿Edward? – chilló una voz estridente desde el piso
inferior-. ¿Eres tú?
–Sí, cariño, soy yo.
La voz de Edward parecía resignada.
–Gracias a Dios que te encuentro. Te he estado buscando por
todas partes.
–Estoy aquí, cariño.
La señora Ludlow subió los escalones jadeando y se reunió con
los dos en el rellano. Tatiana estrechó al niño contra su
cuerpo.
–¿Una enfermera nueva, Edward? – preguntó la esposa del
médico, lanzando una mirada reprobatoria a
Tatiana.
–¿Conoce usted a Marion, enfermera
Barrington?
–Sí -respondió Tatiana.
–No, no nos conocemos -se apresuró a decir Marion-. Nunca
olvido una cara.
–Nos vemos todos los martes en el comedor, señora Ludlow
-replicó Tatiana-. Usted me pregunta dónde está Edward y yo le digo
que no lo sé.
–No nos conocemos -repitió la señora Ludlow, con
firmeza.
Tatiana no dijo nada y Edward tampoco.
–¿Podemos hablar en privado, Edward? – Miró gélidamente a
Tatiana y añadió-: Y usted es demasiado joven para llevar a un bebé
en brazos. No lo está sosteniendo bien. Tiene que sujetarle la
cabeza. ¿Dónde está la madre?
–Ella es la madre del niño, Marion -explicó
Edward.
La señora Ludlow guardó un silencio reprobatorio durante un
momento, soltó un bufido y, antes de que los otros dos pudieran
decir nada, volvió a bufar con más énfasis, masculló la palabra
«inmigrantes» y se marchó acompañada de Edward.
Vikki irrumpió en la sala del hospital, agarró a Tatiana del
brazo y la obligó a salir al pasillo.
–¡Me ha pedido el divorcio! – susurró con voz indignada-. ¿No
es increíble?
–Bueno…
–Le he dicho que no pensaba dárselo porque divorciarse no
está bien, y me ha dicho que presentará la demanda y la ganará
porque yo… no sé qué ha dicho exactamente… porque no he respetado
lo pactado. Le he dicho: «Ah, como si tú no te hubieras ido de
putas en Asia», y ¿sabes qué me ha dicho?
–¿Ha dicho que no?
–¡Ha dicho que sí! Pero que en el caso de los soldados es
distinto, ha dicho. ¿No es increíble? – Vikki cabeceó, se encogió
de hombros e intentó controlar la expresión ofendida de su mirada.
El rimel se mantuvo en su sitio y sus labios no perdieron el
brillo-. Le he dicho: «Muy bien, pues te vas a arrepentir», y él ha
dicho que ya se arrepentía. ¡Uf! – Se encogió de hombros otra vez y
pareció animarse-: Oye, ven a cenar el domingo. La abuela hará
lasaña.
Tatiana no fue.
«Ven a cenar, Tania. Ven a Nueva York, Tania. Ven a ver el
béisbol a Central Park, Tania. Sube al transbordador con nosotros,
Tania. Acompáñanos de excursión al monte Bear, Tania. Ven, Tania,
regresa con nosotros, los vivos…»
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Cuando Alexander abrió los ojos (¿los había abierto?), la
celda seguía igual de oscura y fría. Se echó a temblar y se rodeó
el torso con los brazos. No había nada deshonroso en morir en la
guerra, en morir joven, en morir en una celda helada, en tratar de
salvar el propio cuerpo de la humillación.
Una vez, mientras le vendaba las heridas, Tatiana le había
preguntado sin mirarlo a los ojos: «¿Viste la luz?», y él había
respondido que no la había visto.
Era una verdad parcial.
Porque sí que había oído…
El galope del caballo rojo.
Pero todos los colores se habían secado.
Alexander, en un estado de semiestupor, oyó el sonido de la
aldaba deslizándose y de la llave girando en la cerradura. Su
superior, el coronel Mijaíl Stepanov, entró en la celda con una
linterna. Alexander estaba acurrucado en un
rincón.
–Ah -dijo Stepanov-. Así que es verdad: está usted
vivo.
Alexander quiso sonreír y estrecharle la mano, pero tenía
demasiado frío y le dolía demasiado la espalda, de modo que no se
movió y no dijo nada.
Stepanov se agachó a su lado.
–¿Qué demonios le pasó al camión? He visto el certificado de
defunción firmado por ese médico de la Cruz Roja. Le dije a su
mujer que usted había muerto. ¡Su esposa embarazada cree que está
usted muerto! ¿Por qué?
–Todo ha ido como debía ir -replicó Alexander-, Me alegro de
verlo, señor. Procure no inhalar, porque no hay suficiente oxígeno
para los dos.
–¿No quería que ella supiera cuál era su situación,
Alexander? – dijo Stepanov, acercándose un poco
más.
Alexander negó con la cabeza.
–Pero ¿por qué el accidente del camión, y por qué el
certificado?
–Quería que pensase que no había esperanzas para
mí.
–¿Por qué?
Alexander no respondió.
-Dondequiera que vayas, iré contigo -dice
Tatiana-. Pero si te quedas, yo también me quedaré. No pienso dejar
en la Unión Soviética al padre de mi hijo. – Se inclina hacia
Alexander, abrumado por la emoción-. ¿Recuerdas lo que me dijiste
en Leningrado? Dijiste: «¿Qué vida voy a tener si sé que te dejo a
ti pudriéndote en la Unión Soviética?». Esas fueron tus palabras. –
Tatiana sonríe-. Y en esto, estoy de acuerdo contigo. – Baja la voz
y añade-: Si te dejo, durante toda la noche el jinete de bronce irá
al galope detrás de mí y al amanecer habré
enloquecido.
Alexander no podía contarle aquello a su superior, porque no
sabía si Tatiana había salido de la Unión
Soviética.
–¿Quiere un cigarrillo?
–Sí -aceptó Alexander-. Pero aquí no puedo fumar. No hay
suficiente oxígeno.
Stepanov le tendió la mano para ayudarlo a
levantarse.
–Estire un momento las piernas -le dijo. Observó la cabeza
ladeada de Alexander y añadió-: Esta celda es demasiado pequeña
para usted. No esperaban que fuera tan alto.
–Ah, sí que lo esperaban. Por eso me han metido
aquí.
Stepanov tenía la espalda apoyada en la puerta y Alexander
estaba de pie delante de él.
–¿A qué día estamos, señor? – preguntó Alexander-. ¿Cuánto
tiempo llevo aquí? ¿Cuatro días, cinco…?
–Es la mañana del dieciséis de marzo -le informó Stepanov-.
Lleva aquí tres días.
«¡Tres días!», pensó Alexander, sorprendido.
«¡Tres días!», pensó Alexander, emocionado. Eso quería decir
que quizá Tatiana…
Dejó de pensar. Con un gesto fugaz y casi inaudible, Stepanov
se inclinó hacia él.-Siga hablando en voz alta para que nos oigan
-creyó oír Alexander-, pero esté atento a mis palabras. En la
pradera nos reiremos y comeremos tréboles…
Alexander miró la cara de Stepanov, más demacrada que nunca,
miró sus ojos grises y su boca que dibujaba un rictus de compasión
y angustia.
–¿Señor…?
–No he dicho nada, comandante.
Alexander meneó la cabeza para alejar la alucinación de un
prado soleado y cubierto de tréboles.
–¿Señor…? – repitió en voz baja.
–Todo se ha fastidiado, comandante -susurró Stepanov-. Están
buscando a su esposa, pero… parece que ha desaparecido. La convencí
de que volviera a Leningrado con el doctor Sayers, como usted me
pidió. Le facilité las cosas.
Alexander no dijo nada y se clavó las uñas en las palmas de
las manos.
–Y ahora no está. ¿Y sabe quién más ha desaparecido? El
doctor Sayers. Me comunicó que pensaba volver a Leningrado con
ella.
Alexander se clavó las uñas con más fuerza para no mirar a
Stepanov.
–Tenía que volver a Helsinki, pero antes pensaba pasar por
Leningrado -prosiguió Stepanov-. Dijo que dejaría allá a Tatiana y
recogería a una enfermera de la Cruz Roja que lo estaba esperando
en el hospital Gresheski. ¿Me está escuchando? Pero no llegaron a
Leningrado. Hace dos días encontraron el jeep de la Cruz Roja
volcado e incendiado en Lisii Nos, en la frontera entre Finlandia y
la Unión Soviética. Hubo un incidente con soldados finlandeses y
cuatro de nuestros hombres murieron en el tiroteo. No hay rastro de
Sayers ni de la enfermera Metanova.
Alexander no dijo nada. Quería recoger su corazón del suelo,
pero la celda estaba a oscuras y no lo veía. Lo oyó alejarse de él
rodando, lo oyó latir, sangrar y palpitar en un
rincón.
–Y los soldados finlandeses también murieron en el incidente
-añadió Stepanov, bajando la voz.
Alexander respondió con un silencio.
–Y eso no es todo.
–¿No? – creyó decir Alexander.
Sólo fue un suspiro: «¿No?».-No hay rastro del doctor Sayers,
pero… -Stepanov hizo una pausa-. Su querido amigo Dimitri Chernenko
apareció acribillado sobre la nieve.
Alexander no sintió un gran alivio al saber que Dimitri había
muerto, pero sí cierto alivio.
–¿Qué hacía Chernenko en la frontera,
comandante?
Alexander no respondió. ¿Dónde estaba Tatiana? Lo único que
le importaba era la respuesta a esta pregunta. Sin vehículo, ¿cómo
llegaría a ningún sitio? Sin vehículo, ¿qué harían el doctor Sayers
y ella? ¿Atravesar a pie las marismas de Carelia?
–Comandante, su esposa está en paradero desconocido, Sayers
se ha marchado y Chernenko está muerto. – Stepanov titubeó un
momento, antes de añadir-: Y no sólo eso: apareció acribillado y
vestido con un uniforme finlandés. Llevaba ropa de piloto y tenía
unos documentos de identidad finlandeses en lugar del pasaporte
interior soviético.
Alexander no dijo nada. No tenía nada que ocultar, pero no
quería desvelar una información que podría poner en peligro la vida
de Stepanov.
–¡Alexander! – exclamó Stepanov en un susurro enojado-. No me
ignore. Intento ayudarlo.
–Señor -dijo Alexander, tratando de disimular su miedo-. Le
pido por favor que no siga ayudándome.
Quería contemplar un retrato de Tatiana. Quería tocar una vez
más su vestido blanco bordado con rosas rojas. Quería verla de
recién casada, de pie a su lado en las escalinatas de la iglesia de
Molotov.
El miedo que sentía se parecía mucho al duelo, y el agudo
pavor que lo embargaba le impedía imaginarse a Tania de pie, con el
cuerpo pegado al suyo, su cuerpo, su rostro, sus ojos, sus labios…
todo le resultaba insoportable en aquel momento, aunque fuera en el
recuerdo. Tenía que aprender a no mirarla, aunque fuera en el
recuerdo. No podía respirar ni decir nada.
Se persignó con manos temblorosas.
–Me encontraba perfectamente -consiguió decir al final-,
hasta que ha venido usted a decirme que mi mujer está en paradero
desconocido. ¿No se da cuenta de qué efecto me produce
saberlo?
Se echó a temblar como una hoja.
Stepanov se quitó la guerrera y se la tendió a Alexander. –
Tenga, cúbrase los hombros.
Alexander obedeció.
–¡Ya es la hora! – chilló una voz fuera de la
celda.
–Dígame la verdad -añadió Stepanov en un susurro-, ¿pidió a
su esposa que se marchara con Sayers a Helsinki? ¿Era ése su plan
desde el principio?
Alexander no respondió. No quería que Stepanov supiera que…
Una vida, dos, tres, eran suficientes. Un millón de personas eran
un millón de individuos diferentes. Stepanov no se merecía morir
por Alexander.
–¿Por qué es tan testarudo? ¡Déjelo ya! Como no han
conseguido nada por el momento, han hecho venir a otro agente para
interrogarlo. Al parecer es durísimo y siempre termina obteniendo
una confesión firmada. Lo han tenido medio desnudo en una celda
helada y no tardarán en idear otra cosa para acabar con su
resistencia. Le pegarán, le sumergirán la cabeza en un cubo de agua
helada, le enfocarán la cara con una bombilla hasta volverlo loco,
lo insultarán… necesitará toda su fuerza
para resistir. Si no, no tiene ninguna posibilidad de
salvarse.
–¿Cree que Tatiana está a salvo? – preguntó Alexander con voz
temblorosa.
–No, no lo creo. ¿Quién está a salvo
en este país? – susurró Stepanov-. ¿Usted? ¿Yo? Su esposa no, desde
luego. La están buscando por todas partes. En Leningrado, en
Molotov, en Lazarevo… Si está en Helsinki, la encontrarán y la
obligarán a volver. Es usted consciente de ello, ¿no? Hoy tenían
que llamar al hospital de la Cruz Roja en
Helsinki.
–¡Ya es la hora! – volvió a chillar el
carcelero.
–¿Cuántas veces en la vida tendré que oír estas palabras? –
dijo Alexander en voz alta-. Se las dijeron a mi madre, se las
dijeron a mi padre, se las dijeron a mi mujer y ahora me las dicen
a mí. ¿Cuándo acabará esta historia?
Stepanov recuperó su guerrera.
–Las acusaciones que le imputan…
–No me haga preguntas, señor.
–Niéguelo todo, Alexander.
–Señor… -intervino Alexander cuando Stepanov ya se daba la
vuelta para marcharse-. El día en que me detuvieron… ¿fue Tania a
verlo? – Estaba tan débil que apenas podía articular las palabras.
Le daba igual el frío, no podía seguir más tiempo de pie. Se sentó
en el suelo, apoyando la espalda en la gélida superficie de
cemento-. ¿La vio? – Alexander alzó los ojos hacia Stepanov, que
asintió con un gesto-. ¿Cómo estaba ella?
–No me haga preguntas, Alexander.
–¿Estaba…?
–No me haga preguntas.
–Cuéntemelo.
–¿Recuerda cuando fue a buscar a mi hijo? – preguntó
Stepanov, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Alexander
desvió la mirada-. Gracias a usted, tuve el consuelo de verlo antes
de que muriera y pude enterrarlo.
–De acuerdo, no haré más preguntas -dijo
Alexander.
–¿Quién le dará ese consuelo a su mujer?
Alexander hundió la cara entre las manos.
Stepanov salió de la celda.
Alexander siguió inmóvil en el suelo durante un minuto
más, un día más, varios años más. No quería
morfina, no quería medicamentos, no quería fenobarbital. Lo que
quería era una bala que acabara con el dolor de su
corazón.
Abrieron la puerta de la celda. No le habían dado ni pan, ni
agua, ni nada de ropa. Alexander no tenía ni idea de cuánto tiempo
llevaba desnudo en el interior de aquella celda
helada.
Entró un hombre alto, calvo y de cara desagradable. Por lo
visto no quería estar de pie, ya que detrás de él entró uno de los
guardianes con una silla para que se pusiera
cómodo.
–¿Sabe qué tengo en las manos, comandante? – preguntó el
hombre con una meliflua voz nasal.
Alexander negó con la cabeza. Entre los dos había una lámpara
de queroseno. Alexander se incorporó y se separó de la
pared.
–Tengo aquí su ropa, comandante, y una manta de lana. Y mire,
le traigo también un buen pedazo de carne de cerdo, con el hueso y
todo. Está caliente todavía. Y unas patatas, con crema de leche y
mantequilla. Y un vasito de vodka. Y tabaco. ¿No le gustaría salir
de esta celda fría y húmeda, vestirse y comer un
poquito?
–Sí que me gustaría -respondió Alexander,
impasible.
No quería que le temblase la voz frente a un
desconocido.
El hombre sonrió.-Sabía que le gustaría. He venido
expresamente desde Leningrado para hablar con usted. ¿Le parece
bien que hablemos un rato'
–No veo inconveniente -contestó Alexander-. No tengo mucho
más que hacer.
El hombre se rió.
–No mucho más, es verdad.
Sus ojos nada risueños escudriñaron a
Alexander.
–¿De qué quiere que hablemos?
–Básicamente de usted, comandante Belov. Y de un par de
cositas más.
–Perfecto.
–¿Quiere que le dé la ropa?
–Estoy seguro de que la respuesta a esta pregunta es obvia
para una persona inteligente como usted -respondió
Alexander.
–Le he reservado otra celda. Es menos fría y más espaciosa y
tiene una ventana. Mucho menos fría. Ahora debe de estar a
veinticinco grados centígrados, no como aquí, donde seguramente no
pasamos de los cinco grados. – El hombre volvió a sonreír-. ¿Quiere
que se lo traduzca a grados Fahrenheit,
comandante?
–¿Fahrenheit? – Los ojos de Alexander se estrecharon-. No
será necesario.
–¿Le he dicho que tengo tabaco?
–Me lo ha dicho.
–De todas las cosas que le he dicho, comandante… de estas
comodidades… ¿Hay alguna que desee en especial?
–¿No le he respondido ya a esa pregunta?
–A ésta, sí. Pero tengo más preguntas.
–Ah, ¿sí?
–¿Es usted Alexander Barrington, hijo de Harold Barrington,
un estadounidense que llegó a la URSS en diciembre de 1930,
acompañado de su bonita esposa y de su guapo hijo de once
años?
Alexander, de pie frente al policía sentado en la silla, se
mantuvo impasible.
–¿Cómo se llama? – preguntó-. Normalmente, la gente como
usted empieza presentándose.
–¿La gente como yo? – El agente sonrió-. Le diré una cosa.
Usted me responde y yo le responderé a usted.
–¿Cuál es su pregunta?
–¿Es usted Alexander Barrington?
–No. ¿Cómo se llama usted?
El hombre cabeceó reprobatoriamente.
–¿Qué pasa? – dijo Alexander-. Me ha pedido que responda a su
pregunta, y eso he hecho. Ahora responda usted a la
mía.
–Leonid Slonko -dijo el agente-. ¿Hay alguna diferencia
ahora?
Alexander lo observó con atención.
–¿Ha dicho que ha venido expresamente de Leningrado para
hablar conmigo?
–Sí.
–¿Trabaja usted en Leningrado?
–Sí.
–¿Lleva mucho tiempo allí, camarada Slonko? Me han dicho que
es usted muy bueno en su trabajo. ¿Lleva mucho tiempo en el
servicio? Yo diría que diez años por lo menos…
–Veintitrés.
Alexander soltó un silbido de aprobación.
–¿En qué sitio de Leningrado?
–¿En qué sitio qué?
–¿En qué sitio trabaja? ¿En Kresti? ¿O en el Centro de
Detención de la calle Milionaia?
–¿Qué sabe usted del Centro de Detención,
comandante?
–Sé que se construyó en 1864, durante el reinado de Alejandro
II. ¿Es allí donde trabaja usted?
–A veces interrogo a algunos de los prisioneros,
sí.
Alexander asintió y siguió hablando:
–Bonita ciudad, Leningrado. Aunque no termino de
acostumbrarme a ella.
–Ah, ¿no? Bueno, ¿y por qué iba a
acostumbrarse?
–Eso es, ¿por qué? Prefiero Krasnodar, hace más calor. –
Alexander sonrió-. ¿Y cuál es su categoría,
camarada?
–Soy director de operaciones -contestó
Slonko.
–Entonces, ¿no es militar? Ya me imaginaba que
no.
Slonko se levantó de la silla, sin soltar la ropa de
Alexander.
–Acabo de decidir, comandante -dijo pausadamente-, que no
tenemos nada más que decirnos.
–Estoy de acuerdo -respondió Alexander-. Gracias por su
visita. Slonko salió de la celda con tanta furia que se dejó la
lámpara y la silla. Pasó un tiempo antes de que el guardián entrara
a buscarlas. Otra vez la oscuridad. La oscuridad era muy
debilitante. Pero no tanto como el miedo.
Esta vez, Alexander no tuvo que esperar mucho
rato.
Se abrió la puerta, entraron dos guardianes y le ordenaron
que los acompañara.
–No estoy vestido -respondió Alexander.
–En el sitio al que vamos no le hará falta
ropa.
«Mal augurio», pensó Alexander. Los guardianes eran jóvenes e
impacientes… la peor clase. Alexander caminó primero entre los dos
y luego unos pasos por delante de ellos, subió la escalera de
piedra, atravesó todo el corredor, salió de la antigua escuela por
la puerta de atrás y se adentró en el bosque, pisando descalzo la
tierra cubierta por la escarcha de marzo. ¿Le obligarían a cavar un
hoyo? Notó la presión de los fusiles contra su espalda. No sentía
los pies, no sentía el cuerpo, y si hubiera podido detener los
latidos de su corazón, habría podido soportarlo todo
mejor.
Recordó al chaval de diez años que se había apuntado a los
Boy Scouts, al chaval estadounidense, al chaval soviético. Los
árboles deshojados tenían un aspecto fantasmal, pero agradeció
respirar aire fresco y ver el cielo gris. «Todo irá bien -pensó-.
Si Tania está en Helsinki y recuerda lo que le dije, habrá
convencido a Sayers para marcharse lo antes posible. Puede que ya
estén en el barco, camino de Nueva York. Si es así, nada más tiene
importancia.»
–Dése la vuelta -ordenó uno de los
guardianes.
–¿Primero dejo de andar? – preguntó
Alexander.
Le castañeteaban los dientes.
–Deje de andar -precisó el guardián, desconcertado-, y dése
la vuelta.
Alexander dejó de andar y se dio la vuelta.
–Alexander Belov -dijo el guardián en voz más baja, con toda
la solemnidad que fue capaz de transmitir-, se le acusa de traición
y de espionaje contra nuestro país en época de guerra. La traición
militar se castiga con la muerte y la pena debe ejecutarse de
inmediato.
Alexander lo escuchó sin moverse, con los pies muy juntos y
las manos en los costados. Miró sin pestañear a los guardas, que sí
pestañearon.
–Bueno, ¿y ahora qué? – preguntó al cabo de un
momento.
–La traición se castiga con la muerte -repitió el más bajo.
Se acercó a Alexander y le tendió un antifaz negro-. Tome
-dijo.
Alexander vio que al joven le temblaban las
manos.
–¿Cuántos años tiene, cabo? – preguntó en voz
baja.
–Veintitrés -contestó el guardián.
–Qué curioso… yo también -dijo Alexander-. Figúrese, hace
tres días era comandante del Ejército Rojo. Hace tres días llevaba
prendida en la pechera una medalla de Héroe de la Unión Soviética.
Es asombroso, ¿no?
Las manos del guardián no dejaron de temblar mientras
acercaban el antifaz a la cara del prisionero. Alexander dio un
paso atrás y meneó la cabeza.
–Olvídelo. Y tampoco pienso colocarme de espaldas. Ande,
vuelva con su compañero.
–Me limito a cumplir órdenes, comandante -replicó el joven
guardián.
En ese momento, Alexander lo reconoció: era uno de los cabos
que habían compartido destino con él tres meses atrás, cuando
atravesaron el Neva para romper el cerco de Leningrado. Era el cabo
que se había quedado a cargo de la ametralladora antiaérea mientras
él corría a ayudar a Anatoli Marazov.
–¿Cabo Ivanov…? – preguntó Alexander-. Vaya, vaya. Espero que
se le dé mejor ejecutarme que abatir a los malditos aviones de la
Luftwaffe que estuvieron a punto de matarnos.
El cabo no se atrevía a mirarlo.
–Tendrá que mirarme cuando apunte, cabo -añadió Alexander,
manteniéndose muy erguido-. Si no, no acertará.
Ivanov se alejó y se colocó al lado del otro
soldado.
–Póngase de espaldas, comandante -dijo.
–No -protestó Alexander, manteniéndose firme y sin apartar la
mirada de los dos hombres armados con fusiles-. Aquí estoy. ¿De qué
tiene miedo? Como ve, estoy casi desnudo y voy
desarmado…
Se irguió para remarcar su estatura. Los dos guardianes
estaban paralizados.
–Camaradas -dijo Alexander-. No seré yo quien les dé la orden
de alzar el fusil. Tendrán que hacerlo ustedes.
–Muy bien -concedió el otro cabo-. Alce el fusil,
Ivanov.
Alzaron los fusiles. Alexander miró uno de los cañones y
parpadeo. «Señor, cuida de mi Tania, sola en el mundo»,
pensó.
–A la de tres -dijo el cabo, mientras los dos hombres se
llevaban al hombro la culata del arma.
–Uno…
–Dos…
Alexander los miró. Los dos estaban muertos de miedo.
Alexander dirigió la mirada hacia su propio corazón. No tenía
miedo. Tenía frío y sentía que le quedaban cosas por hacer en este
mundo, cosas que no podían esperar una eternidad. En lugar de ver a
los dos soldados temblorosos, veía su cara a los once años,
reflejada en el espejo de Boston el día en que se marchaban de
Estados Unidos. «¿En qué clase de hombre me he convertido? –
pensó-. ¿Soy el hombre que mi padre quería que fuese?» Apretó los
labios con resolución. No podía responder a esa pregunta, pero al
menos sabía que se había convertido en el hombre que él mismo
deseaba ser. En un momento como aquél, debería bastarle con eso.
«No me he decepcionado a mí mismo», pensó, y cuadró los hombros y
alzó la barbilla. Estaba listo para oír el «tres».
Pero el «tres» no se oyó.
–¡Esperen!
Era otra voz la que había hablado. Los soldados bajaron las
armas. Slonko, con un abrigo grueso, una gorra de fieltro y unos
guantes de cuero, caminó resueltamente hacia
Alexander.
–Descansen, cabos.
Slonko arropó los hombros de Alexander con la chaqueta que
llevaba en la mano.
–Comandante Belov, es usted un hombre afortunado. El general
Mejlis en persona ha emitido un indulto a su
favor.
Slonko le tendió la mano. ¿Por qué la reacción de Alexander
fue estremecerse?
–Volvamos. Tiene que vestirse. Se va a congelar con este
frío.
Alexander lo miró. Años atrás había leído el relato de una
situación similar vivida por Fiodor Dostoievski en tiempos de
Alejandro II. Dostoievski se salvó de la ejecución en el último
minuto porque el emperador lo indultó y le conmutó la pena por el
exilio. La experiencia de ver la muerte de frente justo antes de
recibir un indulto había cambiado para siempre la personalidad de
Dostoievski. Alexander no había tenido tiempo de contemplar el
fondo de su alma y no había sufrido un cambio tan drástico. Pensó
que el indulto no era una muestra de clemencia sino una trampa.
Estaba sereno antes de la ejecución y seguía estando sereno después
del indulto, aparte de los escalofríos que lo sacudían de vez en
cuando. Por lo demás, a diferencia de Dostoievski, Alexander había
visto tantas veces la muerte de frente en los últimos seis años,
que ya no le impresionaba.
Alexander y Slonko, seguidos por los dos cabos, regresaron al
edificio de la escuela. En una habitación más caldeada que la
celda, lo esperaban su ropa y sus botas y una mesa con comida. Se
vistió, con el cuerpo temblándole de frío. Se puso los calcetines,
que (sorprendentemente) habían pasado por la lavandería, y se frotó
los pies durante un buen rato para activar la circulación
sanguínea.
Se había visto unos puntitos negros en los dedos y por un
momento pensó en congelaciones, infecciones, amputaciones… sólo por
un momento, porque la herida de la espalda le dolía tanto que
reclamaba toda su atención. Más tarde apareció el cabo Ivanov y le
ofreció un vaso de vodka para entrar en calor. Alexander se bebió
el vodka y pidió una taza de té.
Después de terminarse la comida y el té en la habitación
caldeada, Alexander se sintió ahíto y soñoliento. Más que
soñoliento, cercano a la inconsciencia. No recordaba cuánto tiempo
lo habían mantenido despierto… ¿dos días, tres? Cerró los ojos un
momento y cuando volvió a abrirlos, se encontró con Slonko sentado
delante de él.
–Ha salvado la vida gracias a la intervención del general
Mejlis -le dijo Slonko-. El general ha querido demostrarle que
somos gente razonable e inclinada al perdón.
Alexander ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Tenía
que ahorrar fuerzas para mantenerse despierto.
–¿Cómo se encuentra, comandante Belov? – preguntó Slonko,
sacando una botella de vodka y dos vasitos-. Oiga, los dos somos
personas razonables. Podemos tomar una copa. No estamos
enfrentados.
Alexander movió la cabeza para manifestar su
aceptación.
–He comido, he bebido té… -explicó-. Estoy tan bien como se
puede estar en mi situación.
No era capaz de mantenerse erguido.
–Quiero hablar un momento con usted.
–Parece que espera de mí una mentira, y yo no puedo dársela.
Por mucho frío que me haga pasar.
Hizo como si pestañeara, pero la realidad era que estaba
cerrando los ojos.
–Comandante, acabamos de perdonarle la vida. Con enorme
esfuerzo, Alexander volvió a abrir los ojos.
–Sí, pero ¿por qué? ¿Me han perdonado la vida porque creen en
mi inocencia?
–Mire, es muy sencillo -respondió Slonko, encogiéndose de
hombros. Colocó un papel frente a Alexander-. Lo único que tiene
que hacer es firmar este documento donde reconoce que se le ha
perdonado la vida. Se exiliará a Siberia y vivirá allí
tranquilamente hasta el fin de sus días, lejos de la guerra. ¿No le
gustaría?
–No lo sé -dijo Alexander-. Pero no pienso firmar
nada.
–Tiene que firmar, comandante. Es nuestro prisionero y debe
hacer lo que se le ordene.
–No tengo nada que añadir a lo que ya le he
dicho.
–No añada nada, limítese a firmar el papel.
–No pienso poner mi nombre en ningún papel.
–¿Y cuál sería ese nombre? – preguntó de repente Slonko-.
¿Sabe cuál es, acaso?
–Lo sé muy bien -contestó Alexander.
Slonko se sirvió una copa. La cabeza de Alexander siguió
balanceándose. Afortunadamente, llevar otra vez puestos el uniforme
y las botas le daba más fuerzas para resistir.
–No me parece bien que me deje beber solo, comandante. Es una
descortesía.
–A lo mejor no debería usted beber, camarada Slonko. Es fácil
caer en el abismo.
Slonko apartó los ojos del vaso y sostuvo la mirada de
Alexander durante un momento que pareció prolongarse varios
minutos.
–¿Sabe? – dijo al final-. Hace mucho tiempo conocí a una
mujer muy guapa que se había dado a la bebida.
El comentario no reclamaba una respuesta, de modo que
Alexander no dijo nada.
–Pues sí. Era una mujer muy especial. Era valiente y lo
pasaba muy mal en la cárcel porque no la dejaban beber. Cuando la
detuvimos, estaba muy borracha y tardó varios días en serenarse.
Cuando estuvo sobria tuvimos una larga conversación. Le ofrecí una
copa y la aceptó, y le ofrecí un papel para que lo firmara y lo
firmó agradecida. Sólo quería una cosa de mí… ¿sabe qué
era?
Alexander hizo un esfuerzo para negar con la
cabeza.
–Que salvara a su hijo. Fue lo único que me pidió. Que
salvara su único hijo: Alexander Barrington.
–Una buena petición -observó Alexander.
Juntó las manos con fuerza para controlar el temblor. Quería
paralizar su cuerpo. Quería ser como la silla, como la mesa, como a
alacena. No quería ser como el cristal de la ventana, batido por el
viento de marzo. En cualquier momento se saldría del marco. Como el
cristal emplomado de aquella iglesia en Lazarevo.
–Le voy a hacer una pregunta, comandante -dijo amistosamente
Slonko, dejando la copa vacía sobre la mesa de madera-. Si sólo
pudiera pedirme una cosa antes de que lo llevaran a la muerte, ¿qué
me pediría?
–Un cigarrillo -contestó Alexander.
–¿No pediría clemencia?
–No.
–¿Sabe que su padre también me pidió que lo tratara con
clemencia? ¿Lo sabía?
Alexander palideció.
–Su madre me pidió que me la follara pero yo me negué -dijo
Slonko en inglés. Hizo una pausa y añadió con una sonrisa-: Al
principio.
Alexander apretó los dientes. Fue la única parte de su cuerpo
que se alteró.
–¿Está usted hablando conmigo, camarada? – preguntó en ruso-.
Porque yo sólo hablo ruso. En la escuela intentaron enseñarme
francés, pero me temo que no se me dan demasiado bien los
idiomas.
Después de eso ya no dijo nada más. Tenía la boca
seca.
–Voy a hacerle otra pregunta -anunció Slonko-. Con ánimo
sereno y conciliador, le pregunto: ¿es usted Alexander Barrington,
hijo de Jane y Harold Barrington?
–Con ánimo sereno y conciliador, le voy a responder -dijo
Alexander con ánimo sereno y conciliador-, aunque me han preguntado
lo mismo ciento cincuenta veces más: no lo soy.
–Pero, comandante, ¿por qué iba a mentir la persona que nos
lo dijo? ¿De dónde sacaría esa información? No es razonable que la
inventara. Ese hombre sabía detalles de su vida que nadie más podía
conocer.
–¿Y dónde está? – quiso saber Alexander-. Me gustaría verlo.
Me gustaría verlo y preguntarle si está seguro de que se refería a
mí. porque yo estoy convencido de que se confunde.
–No. Él está seguro de que usted es Alexander
Barrington.
–Si está tan seguro -exclamó Alexander, alzando la voz-, que
venga y me identifique. ¿Es un camarada importante? ¿Es un digno
ciudadano soviético? ¿No es ningún traidor que ha escupido sobre su
patria? ¿Ha servido al ejército con tanto orgullo como yo? ¿Ha sido
condecorado, ha aceptado valerosamente cualquier batalla que le
encomendaran, aunque fuera imposible de ganar? El hombre al que se
refiere es un ejemplo para todos, ¿no es así? Por favor, presénteme
a ese parangón de la nueva conciencia soviética. Quiero que me
mire, me señale con el dedo y diga: «Ése es Alexander Barrington».
– Alexander sonrió-. Y entonces ya veremos.
Esta vez fue Slonko el que se puso pálido.
–He venido desde Leningrado para tener con usted una
conversación entre personas razonables -masculló.
Apretó los dientes y entrecerró los ojos, que perdieron parte
de su falsa humildad.
–Y yo estoy encantado de poder hablar con usted -aseguró
Alexander, mientras sus ojos se oscurecían-. Como siempre, estoy
encantado de hablar con un probo funcionario soviético que persigue
la verdad y no piensa escatimar esfuerzos hasta descubrirla. Y
quiero ayudarlo. De modo que tráigame a la persona que me acusa y
aclaremos este asunto de una vez por todas. – Alexander se puso de
pie y dio un paso en dirección a la mesa, en un gesto que era
también una amenaza-. Y cuando todo se aclare, quiero que retiren
las indignidades lanzadas contra mi buen nombre.
–¿Y cuál es ese nombre, comandante?
–Mi verdadero nombre: Alexander Belov.
–¿Sabe usted que se parece a su madre? – dijo de pronto
Slonko.
–Mi madre murió hace mucho, del tifus, en Krasnodar. ¿No se
lo han dicho sus espías?
–Me refiero a su auténtica madre. A la mujer que era capaz de
chupársela a cualquier carcelero por un vasito de
vodka.
Alexander no se inmutó.
–Interesante… pero no creo que mi madre, que era una mujer de
campo, hubiera visto nunca a un carcelero.
Slonko escupió y salió de la habitación.
Uno de los guardianes entró en la habitación para vigilar al
prisionero. No era el cabo Ivanov. Lo único que quería Alexander
era cerrar los ojos y dormir. Pero cada vez que cerraba los ojos,
el guardián le levantaba la barbilla con la punta del fusil y lo
obligaba a despertarse. Alexander tendría que aprender a dormir con
los ojos abiertos.
El sol terminó de ponerse y la habitación quedó a oscuras. El
cabo encendió la lámpara y enfocó directamente la cara de
Alexander. Se puso más agresivo con el fusil. La tercera vez que
intentó meterle el cañón en la boca, Alexander le arrebató el arma
de un tirón y la giró hacia el vigilante.
–Sólo tiene que decirme que no me duerma -le dijo,
irguiéndose para remarcar su estatura-. La brutalidad es
innecesaria. ¿Será capaz de hacerlo?
–Devuélvame el fusil.
–Respóndame.
–Sí, seré capaz de hacerlo.
Alexander devolvió el fusil al guardián, que lo agarró y le
golpeó en la frente con la culata. Alexander pestañeó y lo vio todo
negro durante un momento pero no dijo nada. El guardián salió de la
habitación y volvió al cabo de unos minutos con su sustituto, el
cabo Ivanov.
–Puede cerrar los ojos, comandante -dijo Ivanov-. Si viene
alguien, gritaré y usted volverá a abrirlos enseguida,
¿verdad?
–Enseguida -contestó Alexander, agradecido.
Sentado en una silla sin brazos y de respaldo bajo que debía
de ser la más incómoda del mundo, cerró los ojos. Esperaba no
caerse.
–Así es como actúan, ya sabe -oyó que decía Ivanov-. Lo dejan
día y noche sin dormir, no le dan de comer, lo mantienen desnudo,
empapado y congelado, a oscuras de día y con la luz encendida de
noche, hasta que acaban con su resistencia y le obligan a decir que
lo blanco es negro y lo negro es blanco y a firmar el puto
papel.
–Ya lo sé -aceptó Alexander, sin abrir los
ojos.
–El cabo Boris Maikov firmó el puto papel -explicó Ivanov-.
Ayer lo ejecutaron.
–¿Y el otro…? ¿El teniente Ouspenski? – preguntó Alexander
sin abrir los ojos.
–Está otra vez en la enfermería. Vieron que sólo tenía un
pulmón y están esperando a que muera. ¿Para qué malgastar una
bala?
Alexander estaba demasiado exhausto para
responder.
–Comandante -añadió Ivanov bajando un poco la voz-, hace unas
horas he oído que Slonko discutía con Mitterand. Slonko decía: «No
se preocupe; o se viene abajo o muere».Alexander no hizo ningún
comentario.
–No se venga abajo, comandante -oyó que susurraba Ivanov
Alexander no dijo nada. Se había quedado dormido.
Leningrado, 1935
En Leningrado, los Barrington encontraron dos habitaciones
contiguas en un piso comunal de un destartalado edificio del siglo
XIX Alexander se buscó otro instituto, desempaquetó los libros y la
ropa y siguió siendo un chaval de quince años. Harold encontró
empleo en una fábrica de mesas. Jane se quedaba en casa y bebía.
Alexander procuraba estar lo menos posible en las dos habitaciones
a las que llamaban «hogar». Se pasaba casi todo el tiempo paseando
por Leningrado, que le parecía más bonito que Moscú. Las casas de
colores pastel, las noches blancas, el río Neva… Leningrado le
parecía un lugar repleto de historia y romanticismo, con aquellos
jardines y palacios, las amplias avenidas y los ríos y canales que
se entrecruzaban en la ciudad que nunca dormía.
A los dieciséis años, como era su obligación, se alistó en el
Ejército Rojo con el nombre de Alexander Barrington. Era un acto de
rebeldía: no estaba dispuesto a cambiar de
apellido.
En el piso comunal, la familia de Alexander intentaba no
relacionarse con demasiada gente (tenían muy poco para sí mismos y
nada para los demás), pero un matrimonio que residía en el segundo
piso, Svetlana y Vladimir Viselski, les dieron muestras de amistad.
La pareja compartía una sola habitación con la madre de Vladimir y
al principio mostraron interés por los Barrington y cierta envidia
por las dos habitaciones que les habían adjudicado. Vladimir era
ingeniero de caminos y Svetlana trabajaba en una biblioteca y le
decía siempre a Jane que allí podía encontrar empleo. A Jane
terminaron contratándola en la biblioteca, pero no conseguía
levantarse a tiempo por las mañanas para acudir al
trabajo.
A Alexander le caía bien Svetlana. Era una mujer que rondaba
los cuarenta años, elegante, atractiva e irónica. A Alexander le
gustaba la forma en que le hablaba, como si fuera un adulto. En el
verano de 1935 estaba bastante inquieto. Sus padres, en plena
crisis personal y económica, no alquilaron ninguna dacha. Pasar el
verano en Leningrado sin la posibilidad de hacer amigos nuevos no
era una perspectiva demasiado halagüeña, y Alexander no hacía más
que pasear por la ciudad durante el día y leer por la noche. Se
sacó el carné de la biblioteca donde trabajaba Svetlana e iba a
menudo a charlar con ella. Y también, muy ocasionalmente, leía.
Solían volver juntos a casa.
Su madre pareció animarse un poco con la nueva amistad de
Svetlana, pero no tardó en retomar la bebida por las
tardes.
Alexander pasaba cada vez más días en la biblioteca. Cuando
volvían juntos a casa, Svetlana le ofrecía un cigarrillo, que él
siempre rechazaba, o un vasito de vodka, que él también rechazaba.
El vodka no le interesaba especialmente. Los cigarrillos pensaba
que no le interesaban especialmente, pero poco a poco se acostumbró
a desear el sabor del tabaco en la boca. El vodka le producía un
efecto desagradable, pero los cigarrillos eran como una muleta que
le ayudaba a controlar su frenesí adolescente.
Una tarde llegaron a casa antes de lo habitual y se
encontraron a Jane aturdida en el dormitorio. Fueron a sentarse un
rato a la habitación de Alexander antes de que Svetlana bajara a su
casa. Svetlana le ofreció otro cigarrillo y se acercó un poco más
en el sofá. Alexander la miró a los ojos sin saber si había
interpretado bien sus intenciones, pero Svetlana se sacó el
cigarrillo de la boca, se lo puso en la suya y le dio un beso fugaz
en la mejilla.
–No te preocupes -dijo-. No muerdo.
Por lo visto, Alexander no había interpretado mal sus
intenciones.
Alexander tenía dieciséis años y ya estaba
preparado.
Los labios de Svetlana se acercaron a su
boca.
–¿Estás asustado? – le preguntó.
–No -contestó Alexander, y tiró el cigarrillo y el mechero al
suelo-. Pero tú deberías estarlo.
Pasaron dos horas juntos en el sofá, y cuando Svetlana salió
de la habitación recorrió el pasillo con los pasos temblorosos del
soldado que ha entrado en batalla convencido de lograr una rápida
conquista y termina retirándose completamente
desarmado.
Al bajar, Svetlana se cruzó con Harold, que volvía a casa del
trabajo y que al verla la saludó con una inclinación de
cabeza.
–¿Quieres quedarte a cenar? – la invitó
Harold.
–Hoy no hay cena -contestó Svetlana con la voz temblorosa-.
Tu mujer está durmiendo.
Alexander cerró la puerta y sonrió.
Harold preparó la cena para él y Alexander, que se pasó la
noche fingiendo leer en su cuarto, aunque lo único que hizo fue
esperar a que llegara el día siguiente.
El día siguiente tardó demasiado en llegar.
Hubo otra tarde de Svetlana, y otra, y otra.
Aquel verano, Alexander y ella se encontraron a última hora
de la tarde durante todo un mes.
Alexander disfrutaba con Svetlana. Ella sabía indicarle lo
que debía hacer para complacerla y él hacía exactamente lo que ella
le decía. Todo lo que llegó a saber de la paciencia y la
perseverancia lo aprendió con ella, un aprendizaje que se combinó
con su talento natural para perseguir cualquier objetivo hasta el
final. Como resultado, Svetlana salía cada vez más temprano del
trabajo. Alexander se sentía halagado. El verano pasó
volando.
Los fines de semana, cuando Svetlana subía con su marido a
ver a los Barrington y Alexander y ella tenían que disimular su
relación, Alexander descubrió que la tensión sexual podía casi ser
un fin en sí mismo.
Después, Svetlana comenzó a hacerle preguntas cuando
Alexander pasaba la noche fuera de casa.
El problema era que, ahora que había descubierto lo que había
al otro lado de la valla, en lo único en que pensaba Alexander era
en divertirse al otro lado de la valla, pero no sólo con
Svetlana.
De hecho, él no habría tenido inconveniente en seguir
viéndola y reservarse algún rato para estar con chicas de su edad.
Pero un domingo, cuando los cinco estaban cenando patatas con
arenques, el marido de Svetlana, sin dirigirse a nadie en
particular, hizo un comentario:
–Creo que mi Svetoshka necesita un segundo empleo -dijo-. Por
lo visto, en la biblioteca le han reducido el horario a media
jornada.
–Entonces, ¿cuándo pasaría a hacer compañía a mi mujer? –
preguntó Harold, sirviéndose otra ración de
patatas.
Estaban en la habitación de los padres de Alexander,
apretujados en torno a la mesa.
–¿Tú vienes a hacerme compañía? – preguntó Jane a
Svetlana.
Por un momento, todos se quedaron callados.
–Ah, claro. Vienes todas las tardes a verme -añadió Jane,
asintiendo con un gesto.
–Se ve que lo pasáis bien juntas -dijo Vladimir, el marido de
Svetlana-. Siempre vuelve a casa muy contenta. Si no la conociera,
diría que está teniendo una aventura.
Se rió con el tono de un hombre que piensa que la mera idea
de que su mujer esté teniendo una aventura es tan absurda que casi
resulta deliciosa.
Svetlana echó la cabeza para atrás y también soltó una
carcajada. Hasta Harold ahogó una risita. Sólo Jane y Alexander
permanecieron callados y atónitos. Durante el resto de la cena,
Jane ya no volvió a hablar y se dedicó a beber cada vez más. Al
final se quedó dormida en el sofá mientras los demás recogían la
mesa. Al día siguiente, al volver del instituto, Alexander se
encontró a su madre esperándolo, sobria y seria.
–La he echado -dijo mirando a su hijo con los brazos cruzados
mientras Alexander dejaba caer al suelo la chaqueta y la bolsa con
los libros de la biblioteca.
–Muy bien -respondió Alexander.
–¿Qué estás haciendo, hijo? – preguntó Jane en voz
baja.
Alexander vio que había llorado.
–No lo sé, mamá. ¿Qué estás haciendo tú?
–Alexander…
–¿Qué te preocupa?
–Pensar que no he cuidado bien de mi hijo -contestó
Jane.
–¿Eso es lo que te preocupa?
–No quiero pensar que es demasiado tarde -respondió ella, con
una voz débil y contrita-. Es culpa mía, ya lo sé. Últimamente no
he sido de gran… -Rompió a llorar-. De ninguna ayuda… Pero al
margen de lo que está pasando en nuestra familia, Svetlana no puede
seguir viniendo por aquí, al menos si no quiere que se entere su
marido.
–¿Como tú cuando no quieres que tu marido sepa lo que haces
por las tardes? – preguntó Alexander.
–Como si a él le importara -replicó Jane.
–Como si a Vladimir le importara -contestó
Alexander.
–¡Tienes que acabar con esta historia! – chilló su madre-.
¿Por qué la empezaste? ¿Para llamar mi atención?
–Mamá, sé que te parecerá difícil de creer, pero no tiene
nada que ver contigo.
–La verdad es que sí me parece difícil de creer, Alexander
-replicó Jane con amargura-. Tú, que eres el chico más guapo de
toda Rusia, ¿me estás diciendo que no has encontrado a una
compañera de instituto con la que divertirte, en lugar de una mujer
de casi mi edad que, además, es amiga mía?
–¿Quién dice que no la he encontrado? ¿Y tú habrías dejado de
emborracharte si me vieras saliendo con una compañera del
instituto?
–¡Ah, ya veo que sí tiene que ver conmigo después de todo! –
Jane siguió sentada en el sofá mientras Alexander permanecía de pie
frente a ella, con los brazos cruzados-. ¿Es eso lo que quieres
hacer con tu vida? ¿Ser el juguete de mujeres maduras y
aburridas?
Alexander se dio cuenta de que estaba a punto de perder los
nervios y apretó los dientes. Su madre lo irritaba
sobremanera.
–¡Contéstame! – ordenó Jane, levantando la voz-. ¿Es eso lo
que quieres?
–¿Qué? – preguntó Alexander, alzando también la voz-. ¿Crees
que tengo muchas más opciones? ¿Qué parte es la que te parece más
repugnante?
Jane se puso de pie de un salto.
–No te olvides de que sigo siendo tu madre
-dijo.
–¡Pues compórtate como tal! – chilló
Alexander.
–Te he cuidado toda la vida.
–Y mira dónde estamos… buscándonos la vida en Leningrado
mientras tú te gastas en vodka medio sueldo de papá, y ni con eso
te alcanza. Has vendido las joyas, los libros y los vestidos de
seda para comprarte vodka. ¿Qué te queda, mamá? ¿Qué te falta por
vender?
Por primera vez en toda su vida, Jane le levantó la mano y le
pegó una bofetada. Alexander sabía que se la merecía, pero
protestó:
–Mamá, dices que venías a proponerme una solución. De
repente, después de pasarte meses sin hablarme, vienes a decirme
qué tengo que hacer. Pues olvídalo, porque no pienso escucharte.
Tendrás que hacerlo mejor. – Hizo una pausa-. Deja de
beber.
–Ahora estoy sobria.
–Pues volvamos a hablarlo mañana.
Al día siguiente, Jane volvía a estar borracha. Y al otro día
también.
Comenzó el curso. Alexander se entretuvo con una chica que se
llamaba Nadia. Una tarde, Svetlana lo fue a buscar al instituto y
lo vio riendo con ella. Alexander se excusó y la acompañó hasta el
final de la calle.-Tengo que hablar contigo, Alexander -le dijo
Svetlana.
Fueron andando hasta un parquecillo y se sentaron bajo los
árboles otoñales.
Alexander carraspeó.
–Oye, tenemos que dejarlo de todos modos
-dijo.
–¿Dejarlo? – Svetlana pronunció la palabra como si nunca se
le hubiera ocurrido, ante la mirada sorprendida de Alexander-. ¡No
vamos a dejarlo! – exclamó-. ¿Por qué demonios quieres
dejarlo?
–¿Que por qué…?
–¿No te das cuenta, Alexander? – dijo Svetlana, temblando y
cogiéndolo del brazo-. Es una prueba por la que tenemos que
pasar.
Alexander le apartó la mano.
–Es una prueba condenada a fracasar, Svetlana. No sé en qué
estás pensando, pero yo estoy todavía en el instituto. Tengo
dieciséis años, y tú eres una mujer casada de treinta y nueve.
¿Cuánto imaginabas que iba a durar esto?
–Cuando empezamos -dijo Svetlana con la voz ronca- no imaginé
nada.
–Mejor.
–Pero ahora…
–Ay, Svetlana… -suspiró Alexander, desviando la
mirada.
Svetlana se levantó de un salto y emitió un grito gutural que
Alexander acusó como un pinchazo en los pulmones, como si ella
acabara de inyectarle su miserable adicción.
–Claro, soy ridícula. – Svetlana se esforzaba en respirar
serenamente y agitaba la mano con displicencia-. Tienes razón,
claro. – Intentó sonreír pero no pudo-. ¿Lo hacemos una última vez
por los viejos tiempos? Como despedida.
Alexander negó con la cabeza a modo de
contestación.
Svetlana se apartó con pasos tambaleantes.
–Alexander -dijo con tanta serenidad como pudo-, hay una cosa
que debes recordar siempre: tienes unas capacidades excepcionales.
No las malgastes. No las derroches, no las estropees ni las des por
hechas… Tú mismo eres el arma que te defenderá hasta el fin de tus
días.
No volvieron a verse. Alexander se sacó el carné de otra
biblioteca. Vladimir y Svetlana dejaron de visitarlos. Al principio
Harold se mostró extrañado, pero terminó olvidándose de la pareja.
Alexander sabía que su padre tenía demasiadas preocupaciones por
entonces para pensar en la ausencia de unas personas que para
empezar nunca le habían caído especialmente bien.
El otoño dio paso al invierno; 1935 dio paso a 1936.
Alexander y su padre celebraron el Año Nuevo solos, en una
cervecería del barrio, donde Harold se tomó un vaso de vodka e
intentó hablar con su hijo. La conversación fue breve y tensa.
Harold Barrington, con su carácter sobrio y desafiante, había ido
distanciándose cada vez más de su mujer y de su hijo. Alexander ya
no sabía en qué mundo vivía su padre, había dejado de entenderlo, y
aunque hubiera podido entenderlo tampoco habría querido. Sabía que
a su padre le habría hecho feliz que su hijo lo apoyara y siguiera
compartiendo sus convicciones, como cuando era más joven. Pero el
momento había pasado hacía mucho, y Alexander ya no se veía capaz.
Los días del idealismo habían terminado. Sólo quedaba la
vida.
La pérdida de una habitación,
1936
¿Podía haber algo más intolerable?
Difícilmente.
Un oscuro sábado de enero, un minúsculo funcionario del
Upravdom (el departamento de distribución de viviendas) se presentó
en la puerta de los Barrington acompañado de dos personas más y les
enseñó un papel que los obligaba a ceder una de sus habitaciones a
otra familia. Harold no se sentía con fuerzas para discutir y Jane
estaba demasiado borracha para protestar. Alexander alzó la voz,
pero sólo un momento. Era inútil. No podían acudir a nadie para que
rectificara la decisión.
–Reconozca que es injusto -argumentó el representante del
Upravdom, lanzando una malévola sonrisita a Alexander-. Ustedes
tienen dos hermosas habitaciones para tres personas. Dos para
ustedes y ninguna para esa otra familia, con la madre embarazada.
¿Dónde está su espíritu socialista, joven camarada que no tardará
en ingresar en el Konsomol?
El Konsomol eran las juventudes del Partido Comunista de la
Unión Soviética.
Alexander y su padre trasladaron de habitación el camastro de
Alexander y la cómoda y sus pocos efectos personales y la
estantería con los libros. Alexander puso el camastro junto a la
ventana y colocó la cómoda y la estantería a modo de airada barrera
entre sus padres y él.
–Siempre soñé con compartir una habitación con vosotros a los
dieciséis años -rezongó cuando Harold le preguntó si estaba
enfadado-. Ahora sé que vosotros tampoco queréis ningún tipo de
privacidad.
Hablaban en inglés, lo cual les permitía usar la palabra
privacy, sin equivalente en
ruso.
A la mañana siguiente, al levantarse, Jane quiso saber qué
hacía Alexander en su habitación. Era domingo.
–Ahora vivo aquí -le explicó su hijo, antes de salir y
pasarse todo el día fuera de casa.
Alexander cogió un tren hasta Peterhof y estuvo todo el día
paseando por los jardines, triste y malhumorado. Siempre había
estado convencido de que había venido al mundo para hacer algo
especial, y esta convicción, aunque no lo había abandonado del
todo, se había difuminado en su interior, ya no palpitaba con tanta
fuerza en sus venas. La sensación de tener un objetivo, aquella
sensación que lo había acompañado a lo largo de toda la
adolescencia, había desaparecido y había sido sustituida por la
desesperación.
«Mi infancia y mi adolescencia estuvieron bien -pensó
Alexander-. Y podría soportar mi existencia actual si siguiera
teniendo la sensación de que después de la infancia y la
adolescencia habría algo que sería mío, algo que podría construir
con mis propias manos para después decir: "Esto es lo que he hecho
con mi vida; así la he construido".»
La esperanza.
Aquella fría mañana de domingo, la esperanza había abandonado
a Alexander, y su convicción de tener un objetivo había perdido la
batalla y se había disipado en su interior.
El final, 1936
Harold dejó de llevar vodka a casa.
–Papá, ¿no crees que mamá conseguirá bebida de otra
manera?
–¿Con qué? No tiene dinero.
Alexander no quiso mencionar los miles de dólares
estadounidenses que su madre había mantenido escondidos desde que
llegaron a la Unión Soviética.-¡Dejad de hablar de mí como si
yo no estuviera! – gritó Jane. Los dos la
miraron con sorpresa.
Jane comenzó a hurgar en los bolsillos de Harold para
comprarse vodka, y Harold empezó a guardar el dinero fuera de la
casa. A Jane la pillaron emborrachándose con un frasco de perfume
francés en la habitación de unos vecinos.
Alexander empezó a temer que su madre terminaría gastándose
todo el dinero que había traído desde Estados Unidos. Primero se
gastaría los rublos que había ahorrado en Moscú y luego los
dólares. Aunque estuviera todo un año comprando vodka en el mercado
negro, se esfumarían todos sus ahorros, y entonces, ¿qué? Luego,
nada.
Sin aquel dinero, Alexander estaba acabado. Tenía que
mantener a su madre sobria mientras
escondía el dinero en algún sitio que no fuera la casa. Si se
llevaba los dólares sin su permiso, Jane tendría un ataque de
histeria y Harold descubriría que ella lo había traicionado. Y
cuando Harold supiera que su mujer, pese a todas sus
manifestaciones de amor y de respeto, no había confiado en él al
salir de Estados Unidos; cuando descubriera que en realidad no
compartía sus motivaciones y sus ideales y sus sueños, sufriría una
desilusión de la que ya no se recobraría. Alexander no quería ser
responsable del futuro de su padre; sólo quería aquellos dólares,
para poder ser responsable de sí mismo. Y sabía que lo mismo
deseaba su madre cuando estaba sobria. Si no estuviera borracha, le
dejaría esconder el dinero. El truco estaba en mantenerla
sobria.
Durante un difícil y triste fin de semana, Alexander lo
intentó todo para que su madre aguantara sin beber. En un ataque de
rabia convulsiva, Jane le dedicó un torrente de improperios y
comentarios vitriólicos, hasta el punto de que Harold terminó
implorando: «Por Dios, hijo, dale una copa y que se
calle».
Pero Alexander, en lugar de darle una copa, se sentó al lado
de su madre y le leyó fragmentos de Dickens en inglés, fragmentos
de Pushkin en ruso y los cuentos más divertidos de Zoshshenko, y le
preparó una sopa y le dio pan y café y le puso toallas húmedas en
la frente, sin que ella dejara de proferir
obscenidades.
–¿Qué ha querido decir cuando os ha nombrado a Svetlana y a
ti? ¿De qué estaba hablando? – preguntó Harold en un momento de
tranquilidad.
–Papá, ¿no sabes que no hay que hacerle caso? No creas ni una
palabra de lo que dice.
–No, claro que no -murmuró Harold, y se alejó unos pasos; no
muchos porque en la habitación no había mucho sitio donde
meterse.
El lunes, cuando su padre se marchó a trabajar, Alexander
faltó a clase y se pasó el día entero tratando de convencer a su
aturdida, patética y sobria madre de que era necesario esconder el
dinero en un lugar seguro. Al principio trató de hablarle en un
tono pausado, pero terminó perdiendo la paciencia y diciéndole a
gritos que si los detenían a todos, que Dios no lo
quisiera…
–No digas tonterías, Alexander. ¿Por qué van a detenernos?
Somos de los suyos. No vivimos bien, pero no tenemos por qué vivir
mejor que los demás rusos. Nos trasladamos aquí para compartir su
suerte.
–Y bien que lo estamos haciendo -repuso Alexander-. Espabila,
mamá. ¿Qué crees que les pasó a los extranjeros que vivían con
nosotros en Moscú? – Hizo una pausa mientras su madre lo pensaba-.
Aunque me equivoque, no estaría de más tener la precaución de
esconder el dinero. ¿Cuánto queda, por cierto?
Jane lo pensó un momento y respondió que no lo sabía. Dejó
que Alexander lo contara. Había diez mil dólares y cuatrocientos
rublos.
–¿Cuántos dólares trajiste de Estados Unidos? – preguntó
Alexander.
–No lo sé. Diecisiete mil, creo. O veinte
mil.
–¡Mamá…!
–¿Qué pasa? Una parte se fue en comprarte naranjas y leche en
Moscú, ¿o ya lo has olvidado?
–No lo he olvidado -contestó Alexander,
fatigado.
No quería saber cuánto habían costado las naranjas y la
leche. ¿Cincuenta dólares? ¿Cien?
Jane, con el cigarrillo en la boca, escrutó a Alexander con
los ojos entrecerrados.
–Si te dejo esconder el dinero, ¿me dejarás beber una copa
como agradecimiento?
–Sí. Sólo una.
–Claro. Sólo quiero un vasito. Me siento mucho mejor ahora
que estoy sobria, ¿sabes? Pero me vendrá muy bien una copita para
controlar los nervios. Lo entiendes, ¿verdad?
Alexander pestañeó y no dijo nada, aunque le había gustado
preguntarle si realmente pensaba que era tan
ingenuo.
–Muy bien -concluyó Jane-, pues acabemos de una vez. ¿Dónde
piensas esconderlo?
Alexander propuso encolar el dinero en el interior ce las
tapas de un libro, y sacó un volumen de encuadernación dura y
gruesa para que su madre entendiera qué quería
decir.
–Si tu padre se entera, nunca te lo
perdonará.
–Puede añadirlo a la lista de cosas que nunca me va a
perdonar. No será tan grave como disentir de él en política. Vamos,
mamá. Tengo que volver al instituto. Cuando el libro esté listo, lo
dejaré en la biblioteca.
Jane observó el libro que proponía su hijo. Era su viejo
ejemplar de El jinete de bronce y otros
poemas, de Pushkin.
–¿Por qué no lo pegamos en la Biblia
que trajimos de Estados Unidos?
–Porque nadie se extrañará de encontrar un libro de Pushkin
en la sección de Pushkin de la Biblioteca de Leningrado. En cambio,
encontrar una Biblia en inglés en una biblioteca rusa podría
resultar un poco sospechoso, ¿no crees?
Alexander sonrió.
Jane casi sonrió también.
–Alexander, siento haber estado tan mal
-dijo.
Alexander agachó la cabeza.
–No quiero hablar de esto con tu
padre porque ya no tiene paciencia conmigo, pero me está costando mucho soportar esta
vida.
–Ya nos hemos dado cuenta -dijo Alexander.
Jane lo abrazó y le dio una palmadita en la
espalda.
–Shhh… -la tranquilizó su hijo-. No pasa
nada.
–Este dinero, Alexander… -añadió Jane, alzando la cara hacia
él-, ¿crees que te será útil?
–No lo sé. Pero es mejor tenerlo que
no tenerlo.
Se llevó el libro al instituto y al salir pasó por la
Biblioteca Pública de Leningrado. Al fondo, en la sección de
Pushkin, vio un hueco en uno de los estantes bajos. Dejó el libro
entre dos volúmenes de aspecto erudito que nadie había sacado desde
1927. No le parecía muy probable que algún lector se llevara el
libro en préstamo, pero no estaba convencido del todo y habría
preferido encontrar un escondite mejor. Aquella noche, cuando
Alexander volvió a casa, se encontró a su madre borracha otra vez,
con una mirada en la que ya no quedaban trazas del cariño y el
remordimiento que había demostrado por la mañana. Alexander cenó
apresuradamente con su padre, con la radio puesta.
–¿Van bien las clases?
–Sí, papá. Van bien.
–¿Tienes buenos amigos?
–Claro.
–¿Y alguna buena amiga?
Su padre intentaba darle conversación.
–En mi grupo de amigos hay chicas, sí.
–¿Rusitas guapas? – precisó su padre, tras aclararse la
voz.
–¿Con quién quieres que las compare? – respondió Alexander
con una sonrisa.
Harold también sonrió.
–Y a esas rusitas tan guapas… -preguntó cautelosamente-, ¿les
cae bien mi chico?
–Parece que les caigo bien -replicó Alexander, encogiéndose
de hombros.
–Recuerdo que Teddy y tú erais amigos de una chavalita… -dijo
su padre-. ¿Cómo se llamaba?
–Belinda.
–¡Ah, sí! Belinda. Era muy bonita.
–¡Papá! – Alexander se echó a reír-. ¡Teníamos ocho años! Sí,
era muy bonita para ser una niña de ocho años.
–¡Y hay que ver qué coladita estaba por ti!
–¡Y hay que ver qué coladito estaba Teddy por
ella…!
–Así son las relaciones en este mundo de
Dios…
Una vez que terminaron de cenar, Alexander y su padre
salieron a tomar una copa.
–Echo de menos nuestra casa de Barrington -reconoció Harold-.
Pero es sólo porque no he estado viviendo de otro modo el tiempo
suficiente para cambiar de mentalidad y convertirme en la persona
que debo ser.
–Llevas suficiente tiempo con este tipo de vida. Por eso
precisamente echas de menos nuestra casa de
Barrington.
–No. ¿Sabes qué pienso, hijo? Pienso que si aquí las cosas no
funcionan del todo bien, es precisamente porque es Rusia. El
comunismo funcionaría mucho mejor en Estados Unidos. – Sonrió a
Alexander con expresión implorante-. ¿No estás de
acuerdo?
–¡Por el amor de Dios, papá!
Harold ya no habló más del tema.
–Da igual -concluyó-. Me voy un rato a casa de Leo. ¿Quieres
venir?
La alternativa era volver al cuarto donde estaba su madre
inconsciente o sentarse en una habitación llena de humo, escuchando
cómo los camaradas de su padre regurgitaban oscuros pasajes de
El capital y propugnaban la participación
de su país en la guerra.
Alexander quería estar con su padre pero solo. Al final
volvió a casa con su madre. Quería estar solo en
compañía.
A la mañana siguiente, cuando Harold y Alexander se
preparaban para empezar el día, Jane, aún con la borrachera de la
noche anterior, agarró a su hijo de la mano.
–Quédate un momento -le pidió-. Tengo que hablar
contigo.
Cuando Harold se marchó, Jane añadió en tono
impaciente:
–He estado pensando en lo que dijiste. Recoge tus cosas.
¿Dónde está el libro? Date prisa, ve a buscarlo.
–¿Para qué?
–Tú y yo nos vamos ahora mismo a Moscú.
–¿A Moscú?
–Sí, te voy a acompañar a la embajada de Estados
Unidos.
–Mamá…
–Llegaremos a Moscú al anochecer. Mañana, lo primero que haré
será acompañarte a la embajada. Te dejarán quedarte hasta que
hablen con el Departamento de Estado en Washington, y entonces te
enviarán de regreso.
–No, mamá.
–Sí, Alexander. Ya cuidaré yo a tu padre.
–Ni siquiera puedes cuidar de ti misma.
–No te preocupes por mí -dijo Jane-, Mi futuro está marcado;
pero tú lo tienes todo por delante. Preocúpate sólo de ti mismo. Tu
padre tiene sus reuniones y piensa que con ese juego de niños
grandes se librará del castigo. Pero lo tienen controlado, y a mí
también. A ti no. Tienes que irte.
–No pienso irme sin papá y sin ti.
–Claro que te irás. A tu padre y a mí nunca nos dejarán
volver, pero es mejor que tú regreses. Sé que en Estados Unidos las
cosas están difíciles, no hay trabajo… pero serás libre y podrás
hacer tu vida, así que deja de discutir. Soy tu madre y sé lo que
digo.
–Mamá, ¿vas a llevarme a Moscú para entregarme a los
estadounidenses?
–Sí. Podrás vivir con tu tía Esther hasta que termines la
secundaria. El Departamento de Estado le avisará para que vaya a
recogerte al puerto de Boston. Sólo tienes dieciséis años,
Alexander. No pueden desentenderse de ti en el
consulado.
Alexander recordaba con cariño a la hermana de su padre. La
mujer lo adoraba, pero había dejado de hablarse con Harold tras una
desagradable disputa sobre el incierto futuro que esperaba al niño
en la Unión Soviética.
–Dos cosas, mamá -dijo Alexander-: el mes que viene cumpliré
diecisiete años, y cuando cumplí los dieciséis me alisté en el
Ejército Rojo. ¿Lo recuerdas? El servicio militar obligatorio… Al
alistarme pasé a ser ciudadano soviético. Tengo un pasaporte
interior que lo atestigua.
–El consulado no tiene por qué saberlo.
–Seguro que ya lo saben. Es su trabajo saber esas cosas. Y la
segunda cosa es… -A Alexander le tembló la voz-. No puedo marcharme
sin despedirme de mi padre.
–Escríbele una carta.
Alexander, con el corazón en un puño, hizo lo que le ordenaba
su madre. Sacó el libro de Pushkin de la biblioteca y dejó escrita
una carta para su padre. El trayecto en tren era largo; tuvo doce
horas para reflexionar. No sabía cómo su madre había conseguido
aguantar tanto tiempo sin una copa. A Jane le temblaban las manos
cuando llegaron a la Estación de Leningrado en Moscú. Era de noche
y los dos estaban cansados y hambrientos. No tenían ningún sitio
donde dormir. No tenían comida. Era una noche de finales de abril
no demasiado fría y terminaron durmiendo en un banco del parque
Gorki. Alexander se acordó de cuando jugaba al hockey con sus
amigos. Recuerdos agridulces que se le agolpaban en la mente y le
hacían sentir un nudo en la garganta.
–Necesito una copa, Alexander -susurró Jane-. Necesito una
copa para poder seguir viviendo. Quédate aquí, enseguida
vuelvo.
–Madre -dijo Alexander, y la contuvo con mano firme-. Si te
vas, me voy directo a la estación y cojo el próximo tren que vuelva
a Leningrado.
Jane emitió un hondo suspiro, se acercó a Alexander y le hizo
un gesto para que apoyara la cabeza en su regazo.
–Túmbate y duerme un poco. Mañana nos espera un día
largo.
Alexander apoyó la cabeza en el hombro de su madre y se quedó
dormido.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaban en la
puerta de la embajada. Tuvieron que esperar una hora hasta que un
centinela apareció al otro lado de la verja y les dijo que no
podían pasar. Jane se presentó y le dio una carta en la que
explicaba la situación de su hijo. Aguardaron impacientes dos horas
más, hasta que el centinela volvió a llamarlos y les dijo que el
cónsul no podía ayudarlos. Jane le suplicó que la dejase entrar
para hablar cinco minutos con el cónsul. El centinela movió la
cabeza y aseguró que no podía hacer nada. Jane levantó la mano para
pegarle y Alexander tuvo que contenerla. Al final la soltó y trató
de convencer al centinela.
–Lo siento -se disculpó el hombre en inglés, encogiéndose de
hombros-. Puedo decirles que han estado buscando el expediente de
sus padres, pero está en Washington, en el Departamento de Estado.
– El hombre hizo una pausa-. Y el de usted también. Son ciudadanos
soviéticos y no están bajo nuestra jurisdicción. No se puede hacer
nada desde el consulado.
–¿Y si pedimos asilo político?
–¿Basándose en qué? Además, ¿sabe cuántos soviéticos vienen a
pedirnos asilo? Docenas cada día. Los lunes, casi cien. Estamos
aquí gracias a una invitación del gobierno de este país y no
queremos perder los vínculos con el pueblo soviético. Si empezamos
a acoger a sus ciudadanos, ¿cuánto tiempo nos dejarán seguir aquí?
Usted sería el último. La semana pasada nos apiadamos de un viudo
con dos niños pequeños. Era ruso pero tenía parientes en Estados
Unidos y dijo que buscaría trabajo. Tenía un oficio útil, era
electricista. Pero se armó un escándalo diplomático y tuvimos que
echarlo. No podemos hacer nada. – Hizo una pausa-. Usted no es
electricista, ¿verdad?
–No, no soy electricista -dijo Alexander-. Pero soy ciudadano
estadounidense.
El centinela negó con la cabeza.
–No puede ser. Sabe que no se puede servir a dos señores en
el ejército.
Alexander lo sabía, pero hizo otro intento:
–Tengo familiares en Estados Unidos, puedo vivir con ellos. Y
puedo trabajar. Puedo conducir un taxi, poner un puesto de frutas y
verduras, cultivar la tierra, talar árboles… Haré cualquier cosa
que esté en mis manos.
–No es por usted, es por sus padres -explicó el centinela,
bajando la voz-. Son demasiado famosos. Cuando se trasladaron a la
URSS no fueron muy discretos; querían que todo el mundo los
conociera. Bueno, pues ya los conocen. Sus padres deberían haberlo
pensado dos veces antes de renunciar a la nacionalidad
estadounidense. ¿Por qué tanta prisa? Primero tendrían que haber
estado convencidos…
–Mi padre sí lo estaba -manifestó Alexander.
De Moscú a Leningrado había los mismos kilómetros que a la
ida, ¿por qué les pareció que el viaje duraba varias décadas más?
Su madre se pasó horas sin decir palabra. Por la ventanilla sólo
veían campos desolados. No tenían nada para comer.
Al cabo de unas horas, la madre de Alexander carraspeó y
dijo:
–Yo deseaba desesperadamente un hijo. Sufrí cuatro abortos y
tardé cinco años en tenerte. El año en que tú naciste, la epidemia
de gripe mató a miles de personas en Boston, entre ellas a mi
hermana, a los padres y al hermano de tu padre y a muchos de
nuestros amigos más cercanos. Todos nuestros conocidos habían
perdido a alguien. Fui al médico porque me notaba febril y me
aterraba haber contraído la enfermedad, y él me dijo que estaba
embarazada. Contesté: «No puede ser. Hemos renunciado a nuestra
herencia familiar y estamos prácticamente arruinados, ¿dónde vamos
a vivir?, ¿y de qué?, ¿y cómo haremos para pagar las medicinas?», y
el médico me miró y me dijo: «Los niños vienen con un pan debajo
del brazo».
Jane oprimió la mano de Alexander, que no la
retiró.
–Y tú, hijo… viniste con un pan debajo del brazo. Tanto
Harold como yo nos dimos cuenta enseguida. Naciste de noche,
llegaste de repente y no me dio tiempo a ir al hospital. El médico
vino a casa, me ayudó a dar a luz en la cama y dijo que parecías
tener prisa por empezar a vivir. Nunca había visto un bebé tan
grande. Recuerdo que cuando le dijimos que te llamarías Anthony
Alexander por tu bisabuelo, el médico te alzó en el aire y exclamó:
«¡Alejandro Magno!»… por lo grande que eras, ¿sabes? – Jane hizo
una pausa y susurró-: Eras un niño tan guapo…Alexander retiró la
mano y se volvió hacia la ventanilla.
–Teníamos grandes esperanzas para tu futuro. Si supieras las
cosas que me imaginaba cuando te sacaba a pasear en el cochecito
por el muelle de Boston y todas las señoras se paraban a admirar a
aquel niño de pelo tan negro y ojos tan
brillantes…
Alexander no dijo nada.
–Cuando puedas, pregúntale a tu padre si era esto lo que
imaginaba cuando pensaba en el futuro de su único
hijo.
–¿El pan que traje no era bastante grande, mamá? – preguntó
Alexander, el niño de pelo tan negro y ojos tan
brillantes.
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