10
Por la mañana, Sarah Rostnikov se dio la vuelta en la cama y examinó el rostro de su marido. Tenía los ojos abiertos y parecía contemplar el techo con gran interés. Su comportamiento la noche anterior había sido de lo más extraño. Ella estaba muy preocupada con sus cosas, demasiado obsesionada para preocuparse por Porfiry Petrovich. Parecía que él se limitaba a continuar con su rutina, así que ella no había pensado en sus problemas, aunque sabía que eran muchos e importantes.
Al llegar a casa la noche anterior, había cenado sin reparar en lo que comía, y había levantado sus pesas, abandonándose de tal manera al ejercicio que Sarah tuvo que recordarle que era más de medianoche y que el ruido metálico de las halteras probablemente molestaba a los vecinos de abajo. Ambos sabían que los vecinos de abajo, Misha y Alexiana Korkov, nunca se quejarían. Eran una pareja de aspecto ratonil que tenían una hija pálida y cercana a la adolescencia. Misha vendía entradas en la Exposición de Avances Económicos de la URSS, mientras que Alexiana hacía un trabajo no cualificado y de poca importancia en la Terminal Aérea de Aeroflot.
Después de dar por finalizados sus ejercicios, Rostnikov se había sentado en una banqueta, sudando, pensando, abstraído. Se había lavado, y, por primera vez en la vida, al menos según lo que Sarah podía recordar, no había leído ni una página de la novela policíaca americana que tenía empezada. Leer unas páginas de Ed McBain, Lawrence Block, Bill Pronzini o Joseph Wambaugh se había convertido para él en un ritual obligado. Las sacaba de su escondrijo, las remiraba temeroso de que se le acabaran, pero la noche anterior no había leído nada.
Todavía, con aquel aire extraño, le había preguntado si quería hacer el amor. Lo dijo tan suavemente, casi como un suspiro sin palabras, que ella casi no le oyó. Estaba cansada, preocupada, acalorada, incapaz de sentir la más mínima pasión, pero había algo en la pregunta de su marido que semejaba a una súplica. Era un tono que ella nunca le había oído utilizar. Su hombre era tan sólido, tan seguro, tan inconmovible, que su posible vulnerabilidad la asustó.
Y ahora, al día siguiente, cuando el sol entraba a través de las finas cortinas de la ventana, le preguntó:
—Porfiry, ¿qué te ocurre?
—Tengo que levantarme —respondió él—. Tengo una cita.
Se incorporó, se rascó su gran panza, dura y velluda, y alargó un brazo para frotarse la pierna. Al menos, esta parte del ritual se mantenía.
—¿Adónde vas? —intentó sonsacarle.
Rostnikov miró a su mujer, su pelo largo y rojizo que le caía sobre los hombros, enmarcando su rostro redondo y atractivo, pero no contestó.
—Porfiry…
—Es mejor que no lo sepas —aseguró él mientras se levantaba para coger los calzoncillos.
Sarah le había cosido la manga del traje la tarde anterior, y había quedado muy bien. No tenía más que dos trajes, y le gustaba guardar el otro para una emergencia o para cuando tenía que llevar el de diario a la tintorería. Limpiar aquel traje había sido una tarea difícil, una tarea de lo más difícil, pensaba, mientras buscaba la camisa.
—¿Llamarás más tarde? —le preguntó Sarah—. Estaré en casa sobre las ocho. ¿Se trata de algo peligroso?
Rostnikov había metido el brazo por una de las mangas. Hizo una pausa, sopesando la pregunta.
—No lo sé —respondió.
—¿Tienes… tienes miedo? —le preguntó Sarah.
Aquélla era una pregunta que nunca había imaginado que llegaría a formular. Podía ver en su rostro ancho y chato que él no pensaba en ello. Rostnikov acabó de ponerse la camisa antes de contestar.
—No creo —dijo, abrochándose la camisa y buscando la corbata—. Tengo curiosidad, mucha curiosidad. Si me preguntas «¿es peligroso, Porfiry?» te diré que sí, que creo que sí. Es un rompecabezas, una página que debo pasar aunque la página esté ardiendo y me queme la mano.
Ella estaba todavía en la cama, observándole, cuando acabó de vestirse. Él se acercó a la cama, y la besó en las mejillas y en la frente.
—Si Josef llega antes de que yo vuelva, no empecéis a comer sin mí —advirtió—. Si no estoy de vuelta a las nueve, llama a Tkach, a Petrovka.
—Porfiry —dijo Sarah asustada.
Él sacudió la cabeza y frunció los labios. Después se dio la vuelta y salió. Sarah intentó retener aquel momento, guardarlo en su memoria. No quería saber por qué lo había hecho, pero sabía, en lo más profundo de su ser, que temía no volver a verle jamás.
Rostnikov conocía mejor de lo que hubiese querido el enorme edificio parduzco del número 22 de la calle Lubyanka. Ascendió por la pequeña rampa que llevaba al edificio y pasó junto a la estatua de diez metros de altura de Félix Dzerzhinsky, «el Férreo», el organizador de la cheka de Lenin. Tras muchas transformaciones, aquella cheka era ahora la KGB.
El edificio, al igual que los demás edificios que lo flanqueaban y formaban parte del complejo de la KGB, no tenía indicadores. Antes de la revolución, el edificio había pertenecido a la Compañía Aseguradora de Todas las Rusias. Después de la segunda guerra mundial, los prisioneros políticos y los prisioneros de guerra alemanes construyeron un anexo de nueve plantas. La vieja sección rodea un patio. A un lado del mismo se erige la prisión de Lubyanka, en la que miles de personas habían sido enviadas a celdas de ejecución.
Rostnikov subió despacio las escaleras del edificio principal, en el número 2 de la Plaza Dzerzhinsky, y pasó junto a dos hombres que salían. Ambos tenían aspecto de agentes. No repararon en él.
Y Rostnikov atravesó la puerta y entró en el complejo conocido como El Centro. En la calle Outer Ring había otro edificio de la KGB dedicado a asuntos internacionales. Rostnikov había pasado por allí, cerca del lugar donde se levantaba el edificio. El edificio no podía verse desde la carretera, pero El Centro seguía siendo el corazón de las operaciones de la KGB.
Rostnikov cruzó el vestíbulo exterior, contemplando de nuevo el edificio. Las paredes y los corredores eran, como él sabía, de un color verdoso uniforme, y el suelo de parquet, y excepto el de los despachos de los generales, de algunos coroneles y jefes de división, no estaba alfombrado. A lo largo de todo el complejo, la luz provenía de unos globos enormes colgados del techo, provistos de pantallas.
—Porfiry Petrovich Rostnikov —dijo al joven uniformado que estaba detrás del escritorio.
Tras aquel hombre uniformado había otro joven, también de uniforme, que llevaba una pequeña arma automática y permanecía en pie, muy atento.
—Inspector jefe Rostnikov —añadió Rostnikov.
—Espere allí —le indicó el joven oficial, señalando unas sillas de madera cercanas.
Rostnikov tomó asiento. Permaneció sentado por espacio de quince minutos, observando a la gente que entraba y salía, advirtiendo que todo el mundo hablaba en voz baja, como si estuvieran en una catedral o en el Mausoleo de Lenin.
Entonces, un oficial de más edad apareció ante Rostnikov, caminando directamente hacia él.
—Venga conmigo —le dijo.
Y Rostnikov le siguió.
Como había ocurrido otras veces que había estado allí, su guía caminaba con paso marcial, dejándole atrás. Él se limitaba a mantener al guía en su campo de visión hasta que éste advertía la distancia que les separaba, y reducía el paso. Pero en esta ocasión, Rostnikov sabía a dónde se dirigían, conocía la puerta frente a la que debían detenerse, y reconoció la voz que contestó a la llamada del guía. No había ningún rótulo en la puerta, ningún indicador.
—Adelante —indicó la voz.
Rostnikov entró solo, y cerró la puerta tras de sí: alfombra marrón oscuro, no muy gruesa; carteles antiguos enmarcados que instaban a la solidaridad y a la productividad; sillas con brazos y asientos tapizados en nailon, y un escritorio antiguo, barnizado, tras el que, como en anteriores ocasiones, se hallaba el coronel Drozhkin.
Drozhkin le pareció más pequeño aún que en anteriores ocasiones. Su pelo era igual de blanco, y su corbata y su traje igual de negros. La última vez que habían conversado, Drozhkin le había indicado que tenía setenta y dos años, y estaba a punto de jubilarse, pero era evidente que todavía no lo había hecho.
—¿Sabe por qué está aquí? —le preguntó Drozhkin.
Rostnikov consideró aquella pregunta como algo puramente retórico, y se encogió de hombros. Entonces dedujo por la expresión de Drozhkin que el coronel no lo sabía.
—¿Sabe quién quiere verle? —le preguntó Drozhkin.
—No —admitió Rostnikov.
—El general Shakhtyor, el minero —respondió Drozhkin levantándose para mirar a Rostnikov con un gesto de enfado—. ¿Sabe quién es?
—Su nombre me resulta familiar —afirmó Rostnikov, observando el rostro visiblemente sobresaltado del viejo que tenía ante él.
—El general Shakhtyor lo prefiere así, prefiere ser conocido sólo vagamente —le informó Drozhkin, saliendo de detrás del escritorio y acercándose a Rostnikov.
Rostnikov no era muy alto, pero la estatura de Drozhkin era inferior a la suya en unos cuantos centímetros, y sus ojos no se encontraron cuando el coronel permaneció en pie ante él.
—El general es el responsable del Quinto Directorio —explicó Drozhkin—. ¿Sabe lo que es eso? Usted es un gran policía. Vamos, ¿sabe lo que es?
—El Quinto Directorio fue creado por el Politburó en 1969 —dijo Rostnikov.
—¿Con qué propósito? —preguntó Drozhkin, como si fuera un maestro de escuela azuzando a un estudiante perezoso que no ha hecho los deberes.
—Para tratar problemas políticos —contestó.
—Para tratar… para deshacerse… de disidentes políticos y para llevar a cabo el imprescindible control de los ciudadanos soviéticos que están bajo sospecha política, incluidos intelectuales, judíos, miembros de sectas religiosas y extranjeros que visitan la Unión Soviética. Usted lo sabe, Rostnikov.
—Eso he oído, camarada coronel.
—Cuando intentó chantajear a la KGB para que le permitiesen emigrar a los Estados Unidos, tuve que tratar el asunto con el Quinto Directorio. Y ahora el general Shakhtyor quiere verle. No cambiaría los veinte años de diferencia que existen entre nosotros por su situación, Rostnikov.
—Me quita un peso de encima —dijo Rostnikov—. Tengo entendido que el Quinto Directorio también está interesado en el control del pensamiento y supongo que ya deben haber inventado algún sistema para sustituir los cuerpos viejos por nuevos, del mismo modo que cambian los pensamientos viejos por otros nuevos.
—Es usted un tonto, Rostnikov, un tonto —susurró Drozhkin.
Su pálido rostro había enrojecido.
«Y usted —pensó Rostnikov—, está muy asustado».
—Venga —dijo Drozhkin, cogiendo del brazo al macizo policía.
Rostnikov se dejó conducir, y siguió a Drozhkin fuera de la habitación, a través de un pasillo, ascendiendo un tramo de escaleras e internándose en el edificio. Drozhkin caminaba despacio, y Rostnikov no tuvo dificultad para seguirle. No se dijeron ni una palabra cuando pasaron ante las puertas cerradas de varios despachos. Al final de un pasillo, Drozhkin se detuvo ante una puerta de madera, más oscura que las otras que habían pasado. No llamó a la puerta, sino que entró directamente, acompañado de Rostnikov. *
Estaban en una pequeña oficina alfombrada. Parecía que hubieran penetrado en otro mundo. Parecía la sala de espera de un médico que había visto en una revista americana. En la pared, había una pequeña pintura marina, y en la habitación un escritorio moderno, tras el que se sentaba una mujer bastante guapa que llevaba gafas y un uniforme marrón. Frente a la secretaria, había tres sillas tapizadas en cuero negro. La mujer dejó lo que tenía entre manos, y dirigió una mirada al reloj de la pared, dándoles a entender que llegaban, tal vez, con uno o dos minutos de retraso.
—El general nos está esperando —dijo Drozhkin mientras se ajustaba la corbata.
—El inspector jefe debe entrar de inmediato —respondió ella.
Drozhkin pasó junto al escritorio, dirigiéndose a la puerta que había detrás de la mujer.
—El inspector jefe debe entrar solo —dijo ella.
Drozhkin se detuvo en el momento en que acercaba la mano a la puerta.
Rostnikov echó un vistazo a la marina, y Drozhkin apartó la mano, y retrocedió. Rostnikov vio, por el rabillo del ojo, que el viejo apretaba los dientes. De todos modos, Drozhkin tenía más de cincuenta años de experiencia, tanto con la intimidación como con la humillación, con el terror y el compromiso. Caminó suavemente al lado de Rostnikov, y salió por la puerta.
—Llame con los nudillos —le indicó la secretaria secamente.
Rostnikov caminó hacia adelante, advirtiendo que la alfombra marrón que tenía bajo los pies era más gruesa que la que el coronel Drozhkin tenía en su despacho.
Llamó a la puerta, y una voz profunda contestó:
—Adelante.
El despacho era cuando menos el doble de grande que el de Drozhkin, aunque el mobiliario era bastante parecido. Había una caja fuerte en un rincón, y una gran ventana tapada con un biombo. La ventana estaba abierta y Rostnikov pudo ver el jardín que había tras ella. Había advertido todos aquellos detalles sin pensar en ello; sus pensamientos estaban concentrados en el hombre que tenía delante. El general estaba de espaldas, manipulando una caja de cristal que había sobre la caja fuerte. Rostnikov advirtió que la caja de cristal estaba cubierta por una tapa de metal.
—Camaleones —dijo el general—. ¿Quiere echar un vistazo?
Había vuelto la cabeza hacia él. Era calvo, y tenía un cráneo muy grande. Era ligeramente más alto que Rostnikov, y llevaba un uniforme marrón, recién planchado. Rostnikov caminó hasta quedar junto a él, y miró el interior del acuario. Al principio no pudo ver más que un cacito con agua y algunas piedras y ramas. Y entonces, algo marronáceo que había sobre una de las ramas se movió levemente, y Rostnikov pudo ver cómo el camaleón guiñaba un ojo. En un rincón, bajo el platito, advirtió la presencia de otro camaleón, uno de color verde brillante.
—Deberían ser agentes —dijo el general, observando todavía a las crías, que no tenían más de diez centímetros de largo—. Se confunden con el entorno, pueden permanecer inmóviles durante horas observando un insecto, antes de intentar atraparlo, y son muy fuertes. He visto cómo una polilla moría de miedo, tras horas de ser observada por un camaleón. Entonces, irónicamente, el camaleón rechazó comérsela. Sólo comen criaturas vivas.
Entonces, solemnemente, el general Shakhtyor se volvió hacia su invitado. Sólo les separaban un par de pasos cuando sus ojos se encontraron. Rostnikov hizo todo lo posible para no dejar entrever su agradecimiento, pero el viejo calvo que parecía un ave de rapiña escrutó sus ojos y advirtiendo sus sentimientos, asintió, para sus adentros, y se apartó.
—¿Quiere tomar asiento? —indicó, mientras caminaba hacia una silla de cuero que había delante del escritorio.
Cerca de la silla había una pequeña mesa redonda, y dos sillas gemelas, una frente a la otra. Rostnikov tomó asiento.
—¿Té? —preguntó el general, cuyos cansados ojos no se apartaban del rostro de Rostnikov.
El té estaba sobre la mesa, en un samovar de porcelana de aspecto muy decadente. Había dos tazas iguales.
—Sí, gracias —respondió Rostnikov, tomando asiento.
El general llenó dos tazas con mano firme y ofreció una a Rostnikov, quien se alegró al sentir el calor en la palma de la mano.
—Si su pierna empieza a dolerle —dijo el general—, no se prive de levantarse y moverse.
—Gracias —dijo Rostnikov.
—Lo que más les gusta son las polillas y los grillos —continuó Shaktyor—. Los camaleones son muy fáciles de conseguir ahora en verano, pero en invierno se han de obtener en nuestro laboratorio. ¿Quién sabe por qué se crían insectos en nuestro laboratorio?
Bebió, con los ojos pardos siempre fijos en Rostnikov. Su astucia ponía a prueba a Rostnikov, pero él se controló.
—Tengo dos historias que contarle, inspector jefe —dijo—. Cuando termine de contárselas deberá escoger una.
—Camarada… —principió Rostnikov.
El general levantó una mano huesuda, y le detuvo.
—Complázcame —dijo—. Soy un hombre muy viejo.
Rostnikov se apoyó en el respaldo, sosteniendo la taza con las dos manos.
—Un hombre llamado Shmuel Prensky partió de un pueblo llamado Yekteraslav, hace más de sesenta años —dijo el general, observando los ojos de Rostnikov—. Era un joven judío muy prometedor, pero alrededor de 1932 empezó a hacerse evidente que no habría lugar para los judíos en el sistema soviético, al menos para los puestos de poder. La muerte de Trotsky así lo indicaba. Shmuel Prensky murió. Yo le conocía. Estaba junto a él cuando ocurrió. Fue durante el intento de sofocar un levantamiento de agricultores, no lejos de Tblisi. Así que él murió.
El viejo miró a Rostnikov, quien asintió para demostrarle que escuchaba, y que comprendía.
—Entonces —prosiguió el general—, muchos años más tarde, algunos amigos de la infancia de Prensky, que ya eran todos viejos, empezaron a saldar viejas cuentas. Un tipo llamado Mikhail Posniky, buscando venganza, vino de América y mató a uno de los viajes amigos, Abraham Savitskaya. No sé en qué circunstancias.
—Estaba leyendo el Izvestia en la bañera, cuando le dispararon —dijo Rostnikov.
El viejo entrecerró los ojos para determinar si Rostnikov pretendía resultar frívolo, pero no pudo detectarlo con certeza, de manera que prosiguió.
—Y durante la investigación consiguiente —continuó él—, el nombre del ahora muerto Shmuel Prensky salió a la luz. Y entonces hubo buena suerte, seguida de mala fortuna. Usted encontró al asesino, a ese Mikhail Posniky. Eso estuvo bien. Desgraciadamente, el asesino fue atropellado por un conductor que se dio a la fuga. Caso cerrado. Un buen trabajo de la policía. Pero usted no ha cerrado la investigación. Visitó a un ayudante jubilado del procurador, y le instó a que rebuscara los viejos informes sobre este tal Prensky.
—Era otro caso, otro viejo —dijo Rostnikov, acabando su té—. Un hombre llamado Lev Ostrovsky, que trabajaba en el Teatro de las Artes de Moscú, un hombre que mencionó el nombre de Shmuel Prensky antes de morir. Era ese asesinato el que estaba investigando.
—Admiro su dedicación a la justicia —afirmó el viejo general, pasándose la mano sobre la cabeza pelada—, aunque se le diga que olvide, que se mantenga alejado de los archivos.
Rostnikov se encogió de hombros.
—¿Cuánto ha podido comprender, inspector jefe?
—Demasiado —suspiró Rostnikov.
—Demasiado —corroboró el general—. Ahora, la otra historia.
—No estoy seguro de que deba oírla —dijo Rostnikov suavemente.
—Es demasiado tarde —contestó Shaktyor, echándose para atrás en la silla—. Este será un cuento de hadas, para compensar. ¿Qué pasa si Shmuel Prensky no murió, eh? ¿Qué pasa si otro joven revolucionario murió, y Shmuel Prensky le reemplazó? Pudo pasar. Ocurrió muy a menudo. Shmuel Prensky, el judío de Yekteraslav, se convierte en un huérfano gentil, y demuestra al estado su valor con años de devoción.
—Como un camaleón —dijo Rostnikov.
—Algo así —corroboró el general—, pero tal analogía es limitada. El entorno en el que se mueve el camaleón es mínimo y simple. La vida de los hombres no es tan simple. Seguiré con mi historia. Prensky, que vive ahora una nueva vida, asciende en el ejército, realiza eventuales trabajos con el servicio de inteligencia, y llega muy alto en la KGB. Podría pasar.
—Podría pasar —admitió Rostnikov, frotando la pierna.
—¿Más té? —preguntó el general, y Rostnikov lo aceptó—. Pero tal vida nueva no existe sin retazos del pasado. Dos viejos amigos de Yekteraslav, viejos amigos que se tomaron una fotografía juntos, saben de esta nueva vida, pero el tal Shmuel Prensky no deja de sentir lealtad por su vida pasada. Les encuentra trabajo, un trabajo para el que se llama Abraham, que ha vuelto de los Estados Unidos huyendo de la venganza del otro viejo amigo al que traicionó. Y entonces queda el actor, el tonto. Ambos cumplen un cometido, una función: mantener cubierta la frontera entre el pasado y el presente. ¿Ve a dónde quiero ir, Rostnikov?
Rostnikov asintió, y algo parecido a una risita burlona apareció en el rostro que tenía delante.
—Shmuel Prensky pudo haberlos matado, pero eran viejos amigos, y no resultaron caros —prosiguió el general—. Servían de oídos suplementarios. Pero cuando Mikhail Posniky volvió, ese gánster de América, las cosas cambiaron. El nombre de Prensky empezó a llamar la atención. Usted empezó a prestarle atención. ¿Y qué podía hacer Prensky? Dejar que Mikhail Posniky subiera a su avión, y se fuera, y todo habría salido bien; pero no fue así. Usted fue demasiado eficiente.
—Gracias —dijo Rostnikov con sequedad.
—De manera que Shmuel Prensky mató al gánster de América. Y, a sabiendas de que el inspector jefe volvería a ver al actor, se las ingenió para que alguien le liquidara en el teatro, justo a tiempo. Así que…
—Sólo queda Shmuel Prensky —concluyó Rostnikov—. El cuarto hombre de la fotografía.
—Si prefiere el segundo cuento —admitió el general—. ¿Cuál prefiere?
—El primero —dijo Rostnikov, dejando su taza sobre la mesa.
Había bebido demasiado té. Su estómago no se sentía cómodo. En el rincón, los camaleones trepaban por las piedras, agitando la jaula.
—Entonces, Shmuel Prensky está muerto —dijo el general con una sonrisa.
—Muerto —corroboró Rostnikov.
—¿Le gustaría seguir con vida? —preguntó el general en tono trivial, juntando las manos.
—Me gustaría poder elegir —dijo Rostnikov, controlando su voz, advirtiendo que el anciano estaba mirándole las manos para ver si denotaban algún temblor.
—Bien —dijo el viejo—. Si tuviera que morir, queda mucha gente que ha oído el nombre de Shmuel Prensky… el ayudante del procurador; Anna Timofeyeva, la antigua ayudante del procurador; sus dos o tres ayudantes; tal vez su mujer. Todos podrían sufrir accidentes, pero eso llamaría la atención, haría que otros que tienen orejas en la KGB sospecharan, y empezaran a hacer preguntas. No, si deja que el asunto se olvide; si todos ven que lo olvida, las preguntas sobre Shmuel Prensky cesarán. Como es natural, usted podrá ser, continuará siendo, vigilado, oído, comprobado. Siempre puede cambiar de idea. Seis o siete accidentes siempre pueden prepararse. Resultaría muy sencillo. ¿Me comprende?
—Completamente —dijo Rostnikov.
—Algo más —añadió el viejo, mientras se levantaba—. El coronel Drozhkin no conoce este cuento de hadas sobre Shmuel Prensky. Poca gente lo ha oído. El coronel Drozhkin cree que usted tiene cierta información peligrosa, mantenida en secreto fuera del país, información que probaría que la KGB preparó el asesinato de un disidente hace algunos años.
—Sí —afirmó Rostnikov, levantándose también.
—Esas pruebas no valen nada —afirmó el general, volviendo a los camaleones enjaulados—. Si se dieran a conocer ahora mismo, nos limitaríamos a negarlas, o aduciríamos que todo era un plan de Yuri Andropov, de cuando él era el responsable aquí. En un mundo en el que la gente está obsesionada con el petróleo y las bombas, su información se perdería. De todas maneras, no tengo la intención de compartir esta observación con el coronel Drozhkin. Él decidiría deshacerse de usted, y probablemente también de su encantadora esposa y de su hijo, el soldado.
—Entiendo —asintió Rostnikov, evitando apretar los puños.
—Bien —continuó el general—. Usted es un buen policía; he examinado su historial. Vuelva a ser un policía. Así tendrá una larga vida.
Podría tratarse de una despedida, pero Rostnikov permaneció en pie, mientras el viejo pájaro golpeaba con los dedos la rejilla de alambre que cubría la jaula, para llamar la atención de los camaleones.
—¿Tiene alguna pregunta que formular, inspector jefe? —dijo sin darse la vuelta.
—En su cuento de hadas, general, ¿Shmuel Prensky traiciona a su gente, se convierte en la garra que estrangula a los judíos?
El general detuvo su golpeteo y se volvió para mirar a Rostnikov. Rostnikov había ido demasiado lejos. El mismo lo sabía, sabía que tendría que haber abandonado el despacho, pero aquello le había salido del alma. Era la consecuencia, un pequeño signo, de la dignidad que le quedaba.
—El Shmuel Prensky del cuento sobrevive —afirmó el general—. Sobrevive y prospera. Sabe que esas distinciones como judío, cristiano, capitalista, griego, no tienen sentido, que entorpecen al progreso, que son barreras artificiales creadas por humanos para mantener distinciones mínimas que eviten el progreso. El Shmuel Prensky del cuento sabe que la gente es y debe ser igual, que las diferencias basadas en mitos deben ser eliminadas. El Shmuel Prensky del cuento vive para el progreso.
—Pero Shmuel Prensky está muerto —apuntó Rostnikov.
—Y bien muerto —dijo el general—. Ahora márchese, y no explique cuentos de hadas. Márchese, antes de que decida que su momento de audacia final es simple estupidez.
Rostnikov caminó hacia la puerta —sintiendo que aquellos ojos gastados estaban posados en él—, la atravesó y pasó junto a la secretaria, que no alzó la vista. Afuera, en el corredor verde, Drozhkin le estaba esperando.
—¿Qué le ha dicho? ¿Qué quería? —preguntó el coronel.
—No tenía nada que ver con usted —respondió Rostnikov, caminando hacia las escaleras—. No estoy autorizado a decirle más.
Drozhkin apretó los dientes con fuerza, empezando a caminar delante de Rostnikov, salió de El Centro, y atravesó el vestíbulo principal sin dejar que sus ojos se encontraran con los del detective.
Por su parte, Rostnikov no miró atrás, sino que atravesó el vestíbulo mientras cuatro individuos le rodeaban. Cruzó la puerta principal, y salió a la plaza, donde continuó controlándose. Deseaba moverse, quería darse un golpe que le liberara de la máscara tras la que había escondido su rostro, pero no se atrevió, temiendo ser observado.
Su mente insistió en el fugaz pensamiento de que una nación soviética era dirigida por ancianos como el coronel, el general, por los Chernenkos. Que los viejos morían, y que los jóvenes se hacían viejos. Sólo cuando ya había bajado las escaleras de la estación del metro de Dzerzhinsky, ya al otro lado de la calle Kirov, permitió que sus músculos faciales se relajaran un poco, que sus hombros bajaran ligeramente. Había sobrevivido, estaba vivo, no le habían arrastrado a las profundidades de Lubyanka. Estaba vivo, y aquella noche cenaría con su mujer y su hijo, si no era atropellado por un conductor que se daba a la fuga.
Rostnikov se preocuparía sobre el mañana, al día siguiente. En Moscú no podía ser de otra manera.