3
Rostnikov no volvió a su apartamento de la calle Krasikov hasta después de las ocho. Había pasado todo el día investigando el caso del viejo judío asesinado. Normalmente, otros casos, problemas, solicitudes, necesidades o testimonios le absorbían todo el tiempo disponible, de modo que la investigación de un asesinato de este tipo se hacía interminable y acababa por abandonarse. Pero Rostnikov disponía de mucho tiempo y de tranquilidad, ya que había quedado apartado de las actividades más relevantes de Petrovka.
Tras una visita a los archivos y unas cuantas llamadas telefónicas, Rostnikov descubrió que Abraham Savitskaya había nacido en 1902, en la localidad de Yekteraslav. En los primeros momentos de la revolución, en 1919, Savitskaya había emigrado a los Estados Unidos, y volvió a Rusia en 1924. De algún modo, Savitskaya había disfrutado de cargos menores, pero seguros, en el partido. Había sido funcionario del Comité Soviético de Veteranos de Guerra durante seis años. Después, había sido conserje del Comité de Cultura Física y Deportes del Consejo de Ministerios de la URSS durante doce años. En 1935, a la edad de treinta y tres años, se había jubilado y recibía una pensión por incapacidad permanente. Rostnikov no pudo averiguar la naturaleza de tal incapacidad. Se trataba de un historial un tanto peculiar, pero Rostnikov se había topado con casos mucho más extraños.
Frente a su rayado escritorio, en su pequeño despacho, Rostnikov había contemplado la fotografía de los cuatro campesinos, tomada hacía más de sesenta y cinco años. Era tan difícil detectar la presencia del difunto en la fotografía que Rostnikov se preguntó si alguien podría identificar a los otros después de tantos años. Lo más probable era que todos hubiesen muerto. La vida media de los rusos no se había dado a conocer oficialmente, pero era casi seguro que no excedía de los setenta y cinco años. Únicamente los miembros mejor alimentados del gobierno y los primitivos habitantes del Cáucaso, que se nutrían de leche de cabra y de yogur líquido, podían vivir tanto.
Tras unos minutos de observación, los cuatro jóvenes de la fotografía empezaron a resultarle familiares. El de la izquierda, el más delgado, tocado con una gorra, le recordaba a un empleado que barría los vestíbulos de Petrovka en días alternos. El que estaba junto a él, se parecía a Popoff, el famoso payaso, aunque este último era, en realidad, veinte años más joven… Rostnikov había entregado la fotografía a Zelach para que hiciera copias. Posiblemente, Rostnikov no volvería a ver la fotografía, sino las copias. Aún no se había corrido la voz sobre su súbita degradación porque el sistema era bochornosamente lento, a menos que el caso estuviese marcado con un sello rojo, lo que indicaba que se investigaba conjuntamente con la KGB. Nadie habló con Rostnikov sobre su degradación. La opinión general creía que era demasiado impertinente, o que el tener una mujer judía había acabado por resultarle poco ventajoso.
Subir las escaleras del edificio le resultaba una tarea larga y penosa, a causa de su pierna izquierda, casi inutilizada, pero Rostnikov consideraba aquella ascensión diaria como parte de un entrenamiento. Resultaba sorprendente comprobar cómo las dificultades de la vida diaria en Moscú podían jugar a su favor. La falta de ascensores implicaba tener que subir escaleras. En las largas colas que se formaban ante los comercios, Rostnikov podía leer sus novelas americanas. Al no disponer de coche, tenía que tomar el metro, y caminar varios kilómetros cada semana. Algunos afirmaban que la vida de Moscú hacía duros y fuertes a sus habitantes, mientras que los americanos, los ingleses y los franceses eran gente debilitada por las comodidades. «Entonces —pensó Rostnikov—, ¿por qué no vivimos tanto tiempo como ellos?». Sus pensamientos se volvían enfermizos, y su mente, dispersa. No vio al joven que bajaba las escaleras, girar en la tercera planta, y casi chocó con él.
Rostnikov retrocedió, tratando de evitar la caída, y el joven, un muchacho alto que vestía una camiseta negra y pantalones vaqueros, pasó por su lado sin disculparse. Rostnikov, sin reconocer al muchacho, alargó la mano derecha y le agarró por el hombro.
—¡Qué haces, viejo loco! —gritó el muchacho, intentando evitar aquella firme tenaza.
El chaval tendría unos diecisiete años, la misma edad que el joven de la fotografía que había estado contemplando durante más de una hora, pero era más corpulento, estaba mejor alimentado.
—¿Quién eres tú? —preguntó a su vez Rostnikov, apoyando una mano en la pared para no perder el equilibrio.
—Déjeme… —empezó a decir el muchacho. Pero Rostnikov hundió la mano en su hombro y le levantó del suelo. El rostro que Rostnikov tenía ante los ojos, sustituyó su expresión de enfado y desafío por una mirada de sobresalto y ligero temor.
—¿Quién eres? —repitió Rostnikov.
—Mi hombro —aulló el muchacho.
—¿Tú quién eres? —insistió Rostnikov, sin sentirse demasiado satisfecho, al advertir que no hacía otra cosa que descargar su frustración sobre aquel chaval deslenguado, en una situación y con unas maneras que el chico no podía controlar.
—Pavel Nuretskov —respondió el muchacho. Rostnikov le dejó en el suelo sin dejar de atenazar su hombro.
—¿Eres de los Nuretskov del sexto?
—Soy su sobrino —contestó el muchacho, intentando deshacerse de los dedos de Rostnikov, sin conseguirlo.
—Eres violento —afirmó Rostnikov—. Vivimos una época muy violenta.
—De acuerdo —aceptó el muchacho, cejando en su intento de deshacerse de aquellos dedos.
—¿De acuerdo?
—Vivimos tiempos muy violentos —aseguró Pavel.
—Si volvemos a vernos —le aconsejó Rostnikov con suavidad— di, mejor, buenos días o buenas tardes, camarada.
Rostnikov le soltó, y el muchacho corrió escaleras abajo frotándose la clavícula.
—¡Sólo si me cazas, cojo! —gritó, alejándose.
—Se caza más con paciencia que con velocidad —murmuró Rostnikov. Sabía que incluso un susurro llegaría a sus oídos, y que le resultaría más amenazador que un bramido. Rostnikov nunca gritaba. Cuando los sospechosos o sus superiores gritaban, él siempre bajaba la voz hasta que ellos hacían otro tanto, o se callaban para poder oírle. La paciencia era su arma preferida.
Sarah estaba en casa, y había dispuesto la cena sobre la mesa de madera de la cocina: col con aceite y vinagre, pescado ahumado, pan moreno y té.
Desde que los planes de Rostnikov para abandonar Rusia habían fracasado, Sarah acusaba algunos cambios. Había engordado unos cuantos kilos, y su atractivo rostro, generalmente serio, sonreía aún menos de lo acostumbrado. Había perdido su empleo en una tienda de discos y tenía problemas para encontrar trabajo de nuevo, de modo que ayudaba a uno de sus muchos primos, uno que vendía cacerolas y sartenes. Habían tenido que vivir del sueldo de Rostnikov durante más de dos meses.
—¿Y Josef? —preguntó este último, mientras colgaba la chaqueta y se acercaba a la mesa—. ¿Ha escrito?
—No —contestó ella—. Y no podemos llamarle por teléfono. No podemos gastar tanto dinero.
—Le llamaré mañana desde Petrovka —aseguró Rostnikov, evitando los ojos de su mujer y cogiendo un pedazo de pan moreno—. Seguro que se encuentra bien.
—Es un soldado —afirmó ella con un suspiro, mientras tomaba asiento con las manos en el regazo, mirando a su marido mientras comía—. Tal vez pueda conseguir un empleo la semana que viene. Katerina conoce al gerente de una librería de segunda mano, en la calle Kachalov.
Rostnikov detuvo su brazo que sostenía un vaso de agua tibia. La idea de que su mujer trabajara en una librería alegró su corazón. «¿Qué fue lo que escribió Shakespeare? —pensó—. “Como la alondra al amanecer, alzándose sobre la tierra áspera.” Shakespeare tendría que haber sido ruso».
—¡Es fantástico! —exclamó Rostnikov—. Pero…
Ese «pero», inevitable, era parte del instinto protector que experimentan todos los rusos, incluso, cuando sus proyectos son más ambiciosos que los de Sarah Rostnikov. Albergar esperanzas resultaba razonable, aunque la esperanza no suele dar frutos por sí sola.
Después de la cena, Rostnikov estuvo levantando pesas durante una hora, embutido en una camiseta sudada, sobre la cual podía leerse: «Campeonato Sénior de Moscú, 1983». Él sabía que a Sarah le parecía una chiquillada aquello de ponerse la camiseta que sólo era un recuerdo de su triunfo en el campeonato del mes anterior, pero al mismo tiempo, estaba seguro de que a ella no le disgustaba su infantilismo.
El levantamiento de pesas era un ritual rutinario que incluía el tener que cambiar las pesas después de cada ejercicio, ya que Rostnikov no disponía de tantas como para dejarlas colocadas en barras diferentes. Debido a esto, el cambio de pesas constituía un ejercicio en sí mismo, al margen fiel peso o la rutina de los ejercicios alternados.
Estaba acabando sus espirales a dos manos, cuando llamaron a la puerta. Las ventanas del apartamento estaban abiertas de par en par, y una ligera brisa agitaba las cortinas de vez en cuando, pero no aliviaba la alta temperatura. Sarah estaba sentada al otro extremo de la habitación, mirando el televisor, pero Rostnikov estaba seguro de que ella no prestaba atención a lo que sucedía en la pantalla.
Cuando llamaron a la puerta la estaba mirando, y advirtió en ella un gesto de temor.
—No hay de qué preocuparse —aseguró en el momento en que se repetía la llamada. Dejó la barra en el suelo y cruzó la habitación. Tras una pausa, la llamada se repitió de nuevo. Los golpes no sonaban ni fuertes ni apremiantes, ni suaves ni pacientes. No parecían propios de tímidos vecinos, ni de agresivos hombres de la KGB.
Cuando abrió la puerta, Rostnikov vio que Zelach dudaba si volver a llamar o no. Su ancho rostro ceniciento se ensombreció al encontrarse frente a Rostnikov, sudando, con el flequillo pegado a la frente.
—Yo no quería…
—Entra, Zelach —interrumpió Rostnikov mientras se hacía a un lado—. Esta es Sarah, mi mujer.
Zelach sonrió tristemente.
—¿Un poco de té? —dijo ella.
—Yo…
—Mejor que tomes una taza de té, Zelach, mientras me haces saber el motivo de tu visita —apuntó Rostnikov, volviendo a sus ejercicios.
—Yo…
—Y mejor que te sientes.
Zelach buscó una silla con los ojos. Encontró una de cocina, y se sentó, rígido y envarado.
—¿Tienes algo que decirme, o se trata de tu primera visita de cortesía? —preguntó Rostnikov mientras se secaba el sudor de la frente con la manga, dando por finalizados sus ejercicios.
Sarah ofreció a Zelach una taza de té.
—La fotografía —contestó Zelach—. Hice unas cuantas llamadas. Hay una anciana en Yekteraslav que asegura recordar a Savitskaya. Llamé a la policía del distrito. El primo de la mujer de mi hermano es sargento. Fue al pueblo y me llamó al volver.
—¿Por qué no nos telefoneó? —apuntó Sarah amablemente.
—Estuve trabajando hasta tarde —contestó Zelach—. El inspector Rostnikov dijo que…
—Aprecio mucho tu interés, Zelach —dijo Rostnikov, secándose de nuevo el sudor de la frente y acercándose a Zelach para darle una palmada en el hombro.
Zelach sonrió y bebió un poco de té.
—Mañana iremos a Yektaraslav en el electrichka. Comeremos bocadillos y hablaremos con las viejecitas. Tal vez, vagabundearemos por los campos de trigo.
Zelach parecía desconcertado.
—Ahora cultivan soja en aquella zona. El primo de…
—La poesía no es lo tuyo, Zelach. ¿Te has dado cuenta? —apuntó Rostnikov.
—Ya lo sé —confesó Zelach—. En la escuela se me daban mejor los números, aunque tampoco era muy bueno.
—Mejor que vuelvas a casa —dijo Rostnikov mientras le acompañaba a la puerta—. Has hecho un buen trabajo.
Zelach sonrió, y buscó dónde dejar la taza vacía, pues se encontraba a una docena de pasos de la mesa. Rostnikov cogió la taza, y acompañó a su ayudante hasta la puerta, dejándole el tiempo justo para despedirse respetuosamente de Sarah.
Cuando la puerta se cerró, volvió junto a su mujer.
—¿Es algo importante? —preguntó ella con un tono de curiosidad que él deseaba provocar, hostigar, aprovechar.
—Un viejo ha sido asesinado esta mañana. Un viejo judío.
—¿Y a quién puede importarle? —respondió ella en un tono que a Rostnikov le pareció de ironía, algo que rara vez había advertido en su mujer.
—A mí —dijo Rostnikov suavemente, aunque en realidad no le preocupaba el viejo arrugado, sino sus hijos; en especial, la joven de la pierna inútil y los ojos medio extraviados.
Y, la verdad sea dicha, ¡era todo un caso! En alguna parte había un hombre o una mujer, unos hombres o unas mujeres que habían cometido un crimen. El caso había llegado a manos de Rostnikov, cuya capacidad estaba siendo puesta a prueba por el criminal, quizá también por el procurador, y, ciertamente, por él mismo.
—A mí me importa —repitió mientras se dirigía al dormitorio y a la ducha colindante, deseando que de ella saliera agua templada, aunque esperaba un pequeño chorro frío.
Vera Shepovik no había llorado después de disparar el rifle desde el tejado del Hotel Ucrania. Sólo había gimoteado frustrada, cuando, tras el primer disparo, el rifle se encasquilló. Vera se había propuesto matar la mayor cantidad de gente posible antes de ser capturada. Había visto acercarse al portero tambaleándose y se había escondido en las sombras, lejos de la fachada, detrás de una torreta de piedra. Había vuelto a gemir de frustración, pues deseaba ardientemente matar a aquel hombrecillo borracho. Por unos instantes, pensó en abandonar su refugio de ladrillos, matarle a culatazos, y dejarle caer a la calle. No sería difícil. Vera era una mujer robusta, una mujer musculosa que, a la edad de cuarenta años, había sido una buena atleta, tanto con la jabalina como en el lanzamiento de martillo. En 1964, había estado a punto de formar parte del equipo olímpico. Aquél había sido el mejor momento de su vida. Los malos momentos habían sido mucho más numerosos.
Todo empezó cuando Stefan fue asesinado. Le dijeron que había sido un accidente, pero tal accidente nunca existió. Había sido el primer paso de la conspiración que se tramaba contra ella; una conspiración del estado, de la KGB, de la policía. Ella sabía cuál era el motivo. Los esteroides. Ellos le habían obligado a tomar aquellos esteroides en las competiciones, y a prepararse para las Olimpiadas. Ahora, veinte años más tarde, le ordenaban que tuviera la boca cerrada, que evitara provocar un escándalo internacional que arruinaría la reputación del sistema atlético soviético. Evidentemente, le habían mentido. Un doctor aseguró que precisaba tratamiento psiquiátrico, pero no era un psiquiatra lo que ella necesitaba; por otra parte, el estado no creía en el psicoanálisis.
No, no había nadie en quien confiar. Primero, empujaron a Stefan bajo las ruedas del metro, en la estación de Kurskaya. Luego, asesinaron a su padre; le dijeron que había sufrido un ataque al corazón, que ya tenía setenta y tres años, que bebía demasiado, que fumaba demasiado; pero ella sabía la verdad. Uno a uno, habían asesinado a varios conocidos suyos como advertencia. A veces eran muy sutiles. Nikolai Repin, un antiguo compañero de clase, murió por causas desconocidas. Se enteró por boca de una conocida que se encontró frente al Restaurante Nacional, en la calle Gorky. Vera no había visto a Nikolai desde hacía más de diez años, pero aquella mujer, cuyo nombre no podía recordar, había topado con ella por casualidad, le había mencionado aquella muerte por casualidad. Vera no tenía un pelo de tonta. El encuentro no había sido fortuito; era otro aviso, perfectamente planeado. Ella había tenido mucho, mucho cuidado de que ellos no advirtieran sus sospechas, de que su madre no se diese cuenta de que se tramaba una conspiración contra ella. Vera sabía que intentaban envenenar el aire de su pequeño apartamento, de modo que, durante varios años, había montado una tienda de campaña en su habitación, una tienda hecha con mantas, con sillas y con la mesa de la cocina. Bajo la manta había aire suficiente para pasar la noche, aunque el leve olor del veneno podía notarse cada mañana, y el calor era insoportable en aquella época. Su madre había sobrevivido de milagro; seguramente porque había llegado a inmunizarse. Cuestión de suerte.
Vera había controlado su comida cuidadosamente durante años, dándole siempre un pedazo a Gorki, su gato, antes de probar bocado. Nunca comía fuera de casa, ya que podían envenenarla.
Luego, empezaron a debilitar sus defensas. Vera no estaba segura de cómo lo habían conseguido. Probablemente, habían lanzado algunos rayos especiales a través de la pared. ¿Qué importaba? El caso era que lo habían conseguido. Durante un año, había mantenido en secreto lo de sus dolores de estómago. Ya en el hospital, estuvo segura de que se limitarían a abrirle en canal, de que le sacarían los restos de esteroides y la dejarían morir con las tripas abiertas. ¿A quién le importaba? Le meterían un trapo en la boca y la colocarían en un rincón hasta que muriera. Tal vez, meterían su cuerpo en un armario; a ellos les traía sin cuidado. Ella no tenía uso, ni valor alguno. Al final, habían conseguido meterla en un hospital, después de que sufriera un desmayo en la fábrica de embalajes en que trabajaba. El doctor que la examinó dijo que padecía cáncer de estómago. Vera no había lloriqueado. Nadie la veía llorar. Todos la miraban con curiosidad, como si fuera un espécimen raro, un experimento fallido al que no dejarían en paz hasta que muriera y se pudiera tirar al cubo de la basura.
El doctor recomendó cirugía, pero Vera la rechazó. Al doctor no pareció importarle; nadie parecía preocuparse por Vera. Para ellos, estaba a un paso de la muerte, desahuciada, olvidada, tirada al cubo de la basura. Pero se equivocaban. Ellos la habían matado, pero se habían olvidado de acabar su trabajo.
El fusil Moisin era el mismo que su padre había utilizado en la guerra. Era demasiado grande, demasiado incómodo, y no creía que llegara a funcionar; la munición era muy antigua. Su padre la había llevado a cazar algunas veces, cuando era niña, y ella había descubierto sus grandes dotes de tiradora. La idea era sencilla; les pagaría con la misma moneda, les haría ver lo que habían hecho con ella. Toda aquella gente que pasaba a su lado sin esbozar una sonrisa, sin tomarle en cuenta, comprendería. Ella se había convertido en un juguete en manos del estado, la habían marginado, y todos callaban y otorgaban; todos aquellos que pasaban a su lado, sin importarles lo que el viejo que dirigía el país hacía con gente inocente como Vera. Si quisiera, podría meter una bala en todos los confiados rostros soviéticos de Moscú, pero lo que ella más deseaba era destruir a las autoridades que se confabulaban en su contra: la policía, la KGB, los militares.
Gemía de rabia cada vez que subía a la azotea de un hotel con el fusil escondido en aquella ridícula funda de trombón. Había evitado los ascensores, teniendo que llevar a cabo la fatigosa subida por las escaleras, y a través de salidas de incendio. Y luego estaba el fusil, el maldito fusil, al que siempre le pasaba algo. Ya había disparado contra cinco personas, de eso estaba segura, aunque no sabía si había llegado a matarlas; los periódicos no parecían prestar atención a cosas como aquélla. Pero ella sabía que había dado en el blanco; había visto cómo caían, quería verlos muertos. Ellos esperaban morir en pocos meses, pero habían muerto primero. Cada disparo era un acto de justicia.
Podía haber saltado sobre el portero y haberle matado aquella noche, pero no creía que su estómago le permitiera tal esfuerzo. Además, si le hubiera dejado caer a la calle, alguien, abajo, podía detectar la procedencia de los disparos, y la policía la atraparía antes de que acabara su trabajo.
—¿Qué estás haciendo, Verochka? —preguntó su madre desde el extremo opuesto de la habitación. La anciana estaba junto a la ventana, aprovechando los últimos rayos de sol.
Vera no le había dicho nada sobre su cáncer, sobre la frustración, sobre su rabia, sobre su temor.
—¡Pensar! —contestó Vera.
—Pensar —repitió su madre.
Ambas mujeres contrastaban claramente. La madre era una criatura pequeña y redonda, con pelo blanco ralo y gruesas gafas; la hija era robusta, con un rostro rosado y severo, y pelo castaño, recogido con horquillas. Vera se parecía más a su padre, al menos a su padre cuando era joven.
—Pensar en la gente —añadió Vera.
Su madre se encogió de hombros sin mostrar mayor interés por los pensamientos de su hija, a quien hacía tiempo tenía por loca. A los locos de Moscú no se les aplicaba otro tratamiento, otra opción, que encerrarlos bajo llave. Vera todavía podía trabajar, aunque empezaba a palidecer y cada día hablaba menos. Adriana Shepovik estaba al corriente de la obsesión de su hija por el viejo rifle, pero no le dio más vueltas. Era evidente que la cosa no funcionaba. Era más que probable que la chica hubiera intentado venderlo alguna vez, pero Adriana dudaba de que hubiera alguien interesado en comprar aquella antigualla.
—Voy a salir —dijo Vera, levantándose de improviso.
—Come algo.
—Comeré a la vuelta —prometió Vera, abrazando a Gorki que había estado frotándose contra su pierna.
Vera fue hacia el armario empotrado que había junto a la puerta, y sacó la funda de trombón de detrás de la cortina. Se mantenía de espaldas a la anciana, aunque dudaba de que pudiese verla a tanta distancia.
—Volveré tarde —se despidió Vera.
La madre articuló un gruñido, y clavó la aguja en el tejido anaranjado que tenía en el regazo.
—Muy tarde —insistió Vera, mientras abría la puerta y salía al exterior.
Vera pensó que tal vez no volvería en toda la noche. Estaba decidida a ser paciente en aquella ocasión. Su dolor de estómago se incrementaba día a día, y el medicamento que le habían recetado cada vez le hacía menos efecto. Se haría de día antes de que Vera pudiera salir, subir a las azoteas de Moscú y hacer justicia.
No. Esta vez esperaría pacientemente, aunque tuviera que hacerlo hasta el alba; esperaría hasta acertar a un policía de un buen disparo.
El elechtrichka había ido bastante rápido, y no estaba muy lleno. El viaje duró una hora, y eran cerca de las diez cuando Rostnikov y Zelach subieron al tren. Durante el viaje hacia Yekteraslav, Zelach procuró mantener la conversación, mientras Rostnikov gruñía, y trataba de leer un libro de Ed McBain.
El tren no tenía parada en Yekteraslav, así que se apearon en Sdminkov. Cuando bajaron al andén, la pierna de Rostnikov estaba prácticamente paralizada. Había un taxi estacionado cerca, y Rostnikov cojeó hasta él, precedido de Zelach.
—¡Ocupado! —masculló el taxista que iba mal afeitado y con unos rizos grises que caían sobre la cara.
Ni siquiera se molestó en mirar a los dos hombres.
—Policía —anunció Zelach, tomando asiento y cerrando la puerta.
—Todavía estoy… —empezó el taxista, secamente, sin volver la cabeza.
Rostnikov se inclinó hacia delante y posó su mano sobre el hombro del taxista.
—¿Cómo se llama usted?
El hombre se retorció de dolor y volvió el rostro hacia sus pasajeros. El temor se reflejaba en sus ojos.
—Yo… yo creía que era un farol —contestó el hombre, exhalando un aliento que olía a pescado—. Los señoritingos de la capital dicen cualquier cosa con tal de conseguir un taxi. Se supone que tengo que esperar al camarada…
—Yekteraslav —cortó Rostnikov, apartando la mano para que el taxista pudiera frotarse el hombro a placer.
—Pero yo… —protestó éste.
Rostnikov ya se había recostado en el incómodo asiento con los ojos cerrados. Empezaría a darse un masaje en la pierna en cuanto el taxi emprendiera la marcha.
—Yekteraslav —repitió Zelach, mirando por la ventanilla.
El taxista observó a sus pasajeros por el retrovisor y decidió intentarlo de nuevo.
Quince minutos más tarde, tras traquetear sobre una carretera de adoquines en mal estado, el taxista murmuró: «Yekteraslav».
Rostnikov abrió los ojos y echó un vistazo, a través del cristal, a la lúgubre fábrica de tres pisos que arrojaba humos sobre las treinta o cuarenta casas del pueblo, salpicado de isbas, viejas casas de madera sin lavabo.
—¿A dónde? —preguntó el conductor.
—A la comisaría de policía —dijo Zelach.
El taxista obedeció de inmediato.
La burocracia de la policía local les entretuvo durante media hora, y no les dio facilidades para visitar a Yuri Pashkov.
Decir que su casa era modesta sería pecar de amabilidad. Era poco más que una choza precedida de un pequeño porche. Sentado en una silla de madera había un venerable anciano que observó detenidamente a los dos hombres, a medida que se aproximaban. El hombre más joven, el de la cara triste, precedía al más viejo, al de la pierna inútil. Yuri estaba intrigado con este último, pero no dio muestras de ello.
—¿Es usted Yuri Pashkov? —preguntó Zelach.
—Sé muy bien quién soy —respondió el anciano, mientras contemplaba absorto el fascinante espectáculo que ofrecía la fábrica.
—¿Prefiere continuar esta conversación en la comisaría? —dijo Zelach, entrando en el porche.
Yuri se encogió de hombros, y miró a su interlocutor.
—Si quieren llevarme a la comisaría, ya pueden empezar —repuso el anciano.
—Su lengua puede acarrearle problemas —advirtió Zelach, usando una amenaza clásica en el oficio.
—¡Ja, ja! —graznó Yuri—. Tengo ochenta y cinco años. ¿Con qué cree que puede amenazarme? No tengo familia. Esta choza es una mierda. ¡Amenáceme, vamos, amenace!
Rostnikov entró en el porche, bajo la sombra que proyectaban las tablas del techo.
—¿Qué clase de fábrica tienen aquí? —preguntó.
—Chalecos.
Rostnikov miró al anciano. Las líneas de su rostro eran terriblemente profundas y curtidas.
—¿Chalecos? —preguntó Rostnikov, adivinando cuál era el tema preferido de aquel hombre.
—Chalecos —contestó el anciano, escupiendo entre la suciedad, a los pies de Zelach, que se mantenía a cierta distancia—. Antes cultivábamos estas tierras, y ahora nos tienen trabajando en una fábrica, ¿y qué es lo que hacemos en esa fábrica?
—Chalecos —contestó Rostnikov.
—Eso mismo —añadió Yuri, reconociendo a un alma gemela—. ¿Qué dignidad puede tener la vida de un hombre si se la ha pasado cosiendo botones en unos chalecos que van a llevar los húngaros o los italianos?
—Ninguna —aseveró Rostnikov.
—¡Ninguna! —exclamó Yuri—. Así que fabrican chalecos sin corazón, sin alma, sin necesidad. ¿Sabe qué clase de chalecos fabrican?
—Chalecos de mala calidad —adivinó Rostnikov y miró a Zelach, a quien le dolía tener que forzar a cooperar a aquel vejestorio.
—Chalecos de papel, de papel de water, chalecos que no sirven ni para limpiarse el culo —afirmó el anciano con malicia, preparando el próximo escupitajo, con los ojos siempre fijos en la fábrica.
—No ha sido siempre así —apuntó Rostnikov suavemente.
—Eran otros tiempos —admitió el anciano.
—Tiempo atrás —comentó Rostnikov.
—Tiempo atrás —corroboró Yuri.
—Tengo entendido que recuerda a un hombre llamado Abraham Savitskaya, un hombre que vivió aquí hace mucho tiempo —dijo Rostnikov sin mirar a su interlocutor.
—No me acuerdo.
Zelach dio un paso adelante, sacó la fotografía del bolsillo y la puso ante el rostro del anciano.
—Este es usted —afirmó Zelach—. Y éste es Savitskaya.
—Y tú eres el camarada Mierda Seca —intervino el anciano dulcemente.
—Zelach —se apresuró a decir Rostnikov con firmeza, antes de que el policía sudoroso aplastara al viejecito—. Vuelve a comisaría y trata de encontrar un coche que nos lleve a la estación a tiempo de coger el próximo tren.
En el rostro de Zelach se dibujó toda una gama de expresiones: primero consideró el desafío y luego su rápida supresión, para dejar paso a la petulancia, y acabar mostrándose resignado.
Después de que Zelach se encaminara al pueblo, Rostnikov se recostó contra la pared sin proferir palabra.
—¿Qué le pasó a su pierna?
—La batalla de Rostov —dijo Yuri—. Todavía tengo gas venenoso en los pulmones. Noto el sabor cuando eructo.
Siguieron contemplando la fábrica, hasta que el anciano habló de nuevo.
—Algunos no se quedaron aquí a dar la cara cuando empezaron los problemas: los alemanes, la revolución.
—¿Algunos? —intentó sonsacar Rostnikov con amabilidad.
—Savitskaya —contestó el viejo—. Savitskaya y Mikhail.
—¿Mikhail?
—Mikhail Posniky —dijo el anciano—. Después de la primera revolución, se esfumaron.
—¿Mikhail Posniky es el tercer hombre de la fotografía?
Yuri se encogió de hombros. Le parecía que ya había cooperado bastante.
—¿Qué les pasó?
—Se fueron. Dijeron que a América. ¿Quién sabe? Se supone que éramos amigos, pero corrieron como cobardes.
—Deberían haberse quedado —corroboró Rostnikov.
—¿Para hacer chalecos? —preguntó el anciano.
—Para luchar contra los nazis —contestó Rostnikov.
—¿Y quién podía saber en 1920 que vendrían los nazis? —volvió a preguntar el viejo, mirando al supuestamente policía invitado que no parecía tener muchas luces.
—¡Quién podía saberlo! —corroboró Rostnikov—. ¿Y el cuarto hombre?
Pashkov se encogió de hombros y suspiró.
—No lo sé.
Rostnikov estaba seguro de que lo sabía. Su rostro había palidecido, y había unido sus manos en el regazo. Sus dedos artríticos se habían entrelazado para disimular los temblores.
—Usted es judío —apuntó Rostnikov.
—¡Ajá! —rió Yuri—. Ya sabía yo que esto acabaría por salir a colación. ¡Siempre lo mismo! Yo luché. Todo este pueblo luchó. Y tú y tu gente venís aquí y…
—¿Eran todos judíos, los cuatro? —preguntó Rostnikov interponiéndose entre el anciano y la fábrica.
—Algunos todavía lo somos —contestó Pashkov desafiante—. Algunos estamos vivos, al menos uno; por ejemplo, yo —y señaló con el dedo su propio pecho.
—El cuarto hombre —repitió Rostnikov—. ¿Quién es?
—Lo he olvidado —dijo Pashkov, mostrando sus dientes amarillos, escasamente afirmados en las encías.
—No ha olvidado nada —aseguró Rostnikov, mirando al suelo.
—Olvido lo que debo olvidar. Soy muy viejo.
—Sólo un nombre —dijo Rostnikov, y añadió suavemente—: mi mujer es judía.
—¡Mientes, camarada policía! —gritó el anciano.
Rostnikov se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón con un gruñido, sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar la fotografía de su mujer, y sus papeles de identidad, y se los ofreció al anciano.
—Puedes haberlo preparado para tomarme el pelo —opinó el viejo, mientras devolvía la foto y los documentos a aquel hombre que le tapaba la vista de la fábrica, tan querida y odiada al mismo tiempo.
—Podría —corroboró Rostnikov—, pero no lo he hecho. Y usted lo sabe.
—Lo sé —confesó Pashkov mientras se levantaba, no sin esfuerzo, aprovechando una pared de la casa para mostrar cierta dignidad—. No era un muchacho demasiado agradable.
—¿Tiene miedo?
—¡Chalecos! —atajó Yuri Pashkov, tomando una decisión—. Su nombre era Shmuel Prensky. No sé nada más que eso. Cooperó con los estalinistas que vinieron en, no sé, 1930 o 31. Les ayudó. No tengo nada más que decir.
—¿Le tenía miedo? —preguntó Rostnikov, apartándose del ángulo de visión del viejo.
—Todavía le temo —confesó Yuri con un susurro—. Me traes una maldición al hacerme recordar aquellos ojos oscuros que traicionaron a su propia gente. Te maldigo por traer esa fotografía.
Rostnikov retrocedió, dejando que aquel hombre tembloroso volviera a su silla y a sus consideraciones sobre chalecos inútiles, y sobre los italianos que los vestían.
No había nada más que decir. Rostnikov había averiguado un par de nombres, y si la identificación de Sofiya Savitskaya era correcta, el asesino de su padre se llamaba Mikhail Posniky.
—El otro hombre de la fotografía —insistió Rostnikov, intentando sonsacarle algo más, antes de que el anciano cerrara la boca para siempre—. El hombrecillo que sonreía en la fotografía.
—Lev, Lev Ostrovsky —contestó Yuri con un susurro—. El payaso, el actor.
—¿El actor?
—Se quedó a dar la cara, y luego se trasladó a Moscú.
Pronunció el nombre de Moscú como si escupiera una palabra sucia y áspera.
—Se fue para convertirse en actor. Su padre había sido el rabino del pueblo. Pero ya no necesitábamos rabinos, ni hijos de rabinos cuando Shmuel Prensky y sus amigos…
No llegó a completar la frase. Sus ojos se cerraron, y también su boca, ocultando lo poco que quedaba de sus labios.
El Sol estaba alto y calentaba de lo lindo, y Rostnikov estaba cansado y hambriento. El camino a la comisaria era largo y cansado, pero a Porfiry Petrovích le traía sin cuidado. Tenía algunos nombres sobre los que trabajar. Deseaba volver a Moscú cuanto antes, ya que allí vivía un superviviente que podría aportar una nueva pieza al rompecabezas del asesinato de Abraham Savitskaya.