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El caluroso manto del agosto moscovita envolvía como un abrigo húmedo a Sofiya Savitskaya, cuyos ojos ardían en un intento de leer a la luz de una bombilla en la diminuta sala de estar. La ventana estaba abierta, pero no entraba brisa alguna, sólo las voces estridentes de unos muchachos que discutían en Balaklava Prospekt, dos pisos más abajo. La voz de su hermano Lev era la más aguda, pero la de Kostya Shevchenko resultaba más sonora e imperiosa.
Sofiya no quería oírles ni seguir leyendo aquel libro pardo de taquigrafía; tampoco le apetecía irse a dormir ni dar un paseo. No quería hacer nada, pero lo que menos deseaba era permanecer sentada en aquella habitación oscura y sofocante, donde podía adivinar, sin necesidad de comprobarlo, que las paredes se dilataban. Se aferró al borde de la silla tratando de resistir, procurando evitar la tentación de pedir a gritos una ayuda que no llegaría. Desde niña había percibido aquella ampliación del espacio que le hacía perder el contacto con la vida, pero nunca se lo contó a nadie. Aunque aquella sensación siempre acababa por disiparse, su temor había aumentado con los años. Una vez trató de imaginar que no era la habitación la que aumentaba de tamaño, sino ella quien disminuía, pero aquello le asustó más aún, hasta llegar a formar parte de su obsesión. Ahora Sofíya no sólo tenía que superar aquellos malos ratos, sino que también debía apartar de su mente la sensación de que su cuerpo disminuía. Si la habitación estaba creciendo, aumentando de tamaño, cualquiera que entrase estaría en la misma situación que ella, pero si era ella la que encogía, hasta quedar del tamaño de una hormiga o de una cucaracha, su padre o su hermano podrían entrar y pisarla.
Una vez intentó gritar, pero descubrió que le era imposible, de modo que tuvo que aprender a soportar aquella sensación en solitario. Cuando se recuperaba del mal trago, sufría temblores, pero se enorgullecía de haberlo superado sin contárselo a nadie, aunque para ello hubiese tenido que esperar a que la habitación fuera tan grande que pudiera ahogar el eco de su grito imaginario. Sofíya hundió los dedos en la oscura madera de la silla esperando el estallido final, mientras oía con claridad las voces de su hermano y sus amigos.
—¿Y qué puede hacer la policía? Sólo eres un chaval. Diles que le golpeaste con el puño, y no con una piedra, ¡idiota!
—No me llames idiota o a ti sí que te daré con una piedra, Kostya.
—No te he llamado idiota, pero no me da miedo llamarte idiota. No me amenaces, Ivan, o te voy a…
Sofíya abrió los ojos para volverlos a cerrar con gran esfuerzo, mientras la habitación recuperaba de golpe su tamaño habitual, dejándola débil, pero satisfecha de sí misma, a la espera de una noche terrible, llena de temor, de calor y de los olores de su padre y su hermano.
Quería levantarse y asomarse a la ventana para llamar a Lev antes de que se viera envuelto en una pelea, no porque temiera por él, sino porque no se veía con fuerzas para tomar parte en lo que iba a suceder. Sofiya no podía ponerse en, pie. Con las manos llenas de polvo y de calor estival, se apartó las gotas de sudor que le resbalaban bajo el vestido estampado, por entre los pechos y los muslos, hasta el vello de la entrepierna, provocándole escalofríos y leves quejidos. Volvió a cerrar los ojos, para abrirlos de nuevo cuando se dio cuenta de que su padre se encontraba ante ella.
Había desprecio en sus ojos cuando la miraba, como si conociera sus pensamientos y sus sentimientos, como si penetrara su mente, su cuerpo y su vergüenza. Sofiya le había visto mirar así a la gente desde que era niña, pero parecía más grave, más directo, cuando la miraba, y la trataba como si ella conociera su culpa.
—Voy a darme un baño —dijo.
Llevaba un pesado albornoz color púrpura sobre los delgados hombros y un ejemplar de hvestia en su mano sarmentosa. El cuerpo y la cara de Abraham Savitskaya eran fofos, grises y delgados; la piel, seca y arrugada, y la barba, tan negra tiempo atrás, estaba salpicada de canas, haciendo juego con el color de su piel. Sofiya miró a su padre y sólo vio decadencia, y comprendió que no había baño capaz de devolver la tersura y el vigor a aquel hombre. A pesar de lo mucho que había odiado y temido sus maneras en el pasado, las prefería a aquella especie de muerte ambulante que les enterraba en vida, tanto al viejo como a ella. Los recuerdos más odiados volvieron a su mente sin ser evocados, y los ojos de Abraham captaron ese odio y brillaron ante la posibilidad de revivir una batalla ya olvidada. Pensó que él le pegaría por sus pensamientos presentes y por todos sus pensamientos y sentimientos futuros. Esperó la bofetada en tensión, la deseaba, la quería; soportaría cualquier cosa con tal de conseguir que aquel hombre, esmirriado y seco como un palo que era su padre, volviera a vivir en el presente, y deseó levantarse de la silla para pelear con él y sufrir sus abusos; cualquier cosa con tal de acabar con aquella vida, aquel disminuir de tamaño en aquella habitación de paredes blancas, características de Moscú, en las que la pintura se desconchaba como piel muerta. Pero la pasión desapareció de los ojos de Abraham sin que llegase a actuar. Giró sobre sí mismo, cruzó el vestíbulo y se encaminó sin hacer ruido hacia el baño comunitario.
Afuera, Lev y Kostya vociferaban, con los rostros a un palmo de distancia. Pronto sonarían las bofetadas, y ella tendría que asomarse a la ventana a gritar y a esperar a que algún peatón, o una mujer, o el camarada Myagou del primer piso, salieran anunciando a gritos que el fantasma de Lenin iba a lanzar un rayo blanco y resplandeciente en mitad de la calle, para instar a los niños narizotas de Israel a tragarse la ira y a morderse la lengua. Sofiya reía histéricamente al imaginar el fuego de Lenin ardiendo en Balaklava, y a las viejas encorvadas sujetando, pasmadas, sus pechos caídos, en presencia de un fantasma que tenía la misión de poner fin a la disputa entre dos muchachos. ¿Cuándo, se preguntaba Sofiya, había intervenido el Dios de su padre, en el modo en que el camarada Myagou aseguraba que se aparecería el fantasma de Lenin? ¿Eran los asesinatos, la guerra, los terremotos lo que le impulsaba a actuar, o ya no había nada en la corrupta conducta humana que le pudiese interesar? Imaginó que Dios era como su padre, cansado, viejo e indiferente, y que dejaba que fuera ella quien llevase toda la carga sobre sus escuálidos hombros, tal como venía sucediendo desde que murió su hermano Leonid un año antes.
Abraham se detuvo cerca del baño, al oír su risa desde el vestíbulo.
—¿Qué? —gritó iracundo, sin abandonar sus propios sueños y pensamientos, ni dedicarle atención a ella, pero incapaz de ignorar aquel estallido de risa espontánea.
—Nada —contestó la joven, entrando en el vestíbulo—. Estaba pensando en algo que Maya me contó esta mañana.
Abraham desvió la mirada y la dirigió hacia la ventana abierta intentando evocar el recuerdo de alguna Maya. Después entró en el cuarto de baño y echó el pestillo. Ella oyó correr el agua y supuso que se estaría varias horas a remojo, marchitando más aún su piel reseca, convirtiéndose en una versión momificada de aquel hombre que a duras penas podía recordar. Sofiya volvió al apartamento de dos habitaciones y cerró la puerta tras de sí.
Las voces de la calle eran ahora gritos, amenazas y palabras sin sentido ni contenido, sólo locura, consecuencia del calor húmedo y el aburrimiento.
Sofiya se levantó de la silla con la espalda empapada en sudor y los pies descalzos y pegajosos. El suelo de madera crujió, cuando atravesó muy despacio la habitación para asomarse a la ventana, a contemplar la luz crepuscular. Tuvo que alzar la voz para hacerse oír a causa del chorro ruidoso y constante del baño y el estruendo de la calle.
—Lev, ya es hora de que subas.
El muchacho mayor, cuyo rostro estaba a unos centímetros del de Lev, recibió la llamada como una señal de victoria y rió despectivamente para provocar al hermano de Sofiya, quien le empujó tres escalones más abajo, hacia el sótano. Las manos del grandullón intentaron asirse a alguna parte mientras Lev hacía ademán de agarrarle, pero ya era demasiado tarde. La cabeza de Kostya Shevchenko retumbó en la oscuridad con un ruido sordo, y Sofiya trató de encontrar alguna cosa que pudiera resolver aquella situación, pero no se le ocurrió nada.
—¿Estás bien, Kostya? —preguntó Lev atemorizado.
Kostya subió las escaleras, sujetándose la cabeza ensangrentada con las manos, y gritó:
—Vete a casa con la inútil de tu hermana y con el loco capitalista que tienes por padre, ¡traidor!
Después salió corriendo calle abajo.
Tres muchachos corrieron tras él, y Lev entró disparado en el edificio, subiendo las escaleras con inusitada energía bajo aquel calor. Las escaleras de madera gimieron levemente bajo sus pies, silenciándose de nuevo a medida que ganaba los tres pisos que conducían al apartamento.
—Yo no quería —se excusó.
Tenía once años y su rostro era pálido y delgado como el de su padre. Sofiya suspiró con ternura, preguntándose si su hermano se volvería, algún día, seco y arrugado.
—No tengas miedo —le consoló ella, conduciéndole al fregadero de la cocina—, Kostya sólo estaba asustado. No se ha hecho tanto daño.
—¡No tengo miedo! —protestó Lev jadeante, mientras se mojaba la cara y bebía agua del grifo con las manos sucias—. ¿Has oído cómo te ha insultado?
—Lo ha dicho después de que le pegaras. No le has pegado porque me insultara —respondió ella, ayudándole a quitarse la camisa mojada y dejando al descubierto las escuálidas costillas.
—¡No! Fue antes —insistió Lev—. ¿Crees que llamará a la policía?
—No, no lo hará —contestó Sofiya, acariciándole la cabeza…
Lev retrocedió ante su cálido gesto, pero cambió de idea y lo aceptó. Ella era mucho mayor que él, tanto que podría ser su madre. Su resentimiento, su confusión y su amor eran tan grandes como los de ella, y se llevaban como buenos hermanos.
—El tío de Kostya está en la KGB —apuntó Lev mientras robaba un trozo de pan a hurtadillas—. A lo mejor se vuelve loco y le da por contárselo a su tío.
—El tío de Kostya no está en la KGB —suspiró Sofiya, recogiendo las migas que había encima de la mesa—. Es sólo un estúpido que sirve café en la estación de ferrocarril de Bielorrusia.
Después le dio un vaso de leche y le mandó que limpiase el fregadero.
—¿Otra vez en la bañera? —preguntó Lev, tomando asiento junto a la pequeña mesa de la cocina.
Ella asintió, confirmando lo que él ya sabía. La respiración de Lev empezaba a normalizarse.
—Tienes deberes —apuntó Sofiya.
El rostro de Lev se oscureció de repente, pero la rutina de los deberes resultaba tranquilizadora, así que se encaminó al diminuto dormitorio que compartía con su hermana para coger los libros. Sofiya tomó el suyo y lo llevó a la mesa para sentarse junto a él.
El agua del baño resonaba constantemente a su espalda a través de las delgadas paredes, impidiendo cualquier posibilidad de concentración y naciendo que las frases del libro perdieran su sentido. Finalmente, el agua dejó de correr, y ella imaginó, con desagrado, a Abraham hojeando las páginas de Izvestia. Su presencia resultaba ineludible en aquel apartamento y en su propia vida.
Los golpes en la puerta sonaron con firmeza e insistencia, y Lev se levantó de un salto, muerto de miedo.
—¡Es la policía! —aseguró, derramando la leche.
—Seguramente se trata de Kostya y su madre —atajó Sofiya tan tranquilamente como pudo, acercándose para recoger la leche con una bayeta.
La perspectiva de encontrarse con los ojos rasgados de Hania Shevchenko, su voz aguda y sus quejas, hizo que Sofiya se mordiera los labios; pero no había nada que hacer. Dos muchachos se habían peleado en una tarde calurosa, y uno había conocido el sabor de su propia sangre y el secreto profundo de la fragilidad de la vida. Ese sabor le había llevado hasta su madre, cuyo miedo a la muerte le impulsaba a gritar angustiada. Como todo ritual callejero, requería la presencia de público, aunque nadie esperaba demasiada acción, ya que, por otra parte, no era para tanto. A nadie se le ocurriría avisar a la policía. Hania tenía el derecho y la obligación de formular sus quejas y de ser escuchada, y Sofiya no se sentía con ánimo de soportarlo, pero no tenía elección.
—¡Ya voy! —gritó, mientras Lev se escurría hasta el dormitorio y se encerraba con llave.
Sofiya se detuvo en el vestíbulo oscuro, justo enfrente de la puerta, para contemplar las fotografías enmarcadas; una, de su padre y unos amigos de juventud y la otra, de su madre que sonreía tristemente. Desde que había muerto, Sofiya miraba los retratos cada vez que pasaba por delante. Alguna vez se había acostado sin la certeza de haber contemplado las fotos como era debido, y había vuelto a levantarse, sigilosamente, para encender la luz y hacer que los ojos de su madre se encontraran con los suyos.
Sofiya suspiró y abrió la puerta, pero no para encontrarse con la presencia salvaje de Hania Shevchenko, sino con dos hombres sombríos y robustos; uno, tan viejo como su padre, el otro, más joven. Parecían personajes fantasmales de algún país lejano, vestían como si lo fueran, y no pertenecían, de eso estaba segura, ni a la policía ni a la KGB. Sofiya tuvo la extraña sensación de que no se trataba de dos hombres distintos, sino de uno solo que se presentaba ante ella en dos momentos diferentes de su vida.
—Abraham Savitskaya —dijo el más viejo.
—Está tomando un baño —contestó Sofíya, cuyos ojos iban de un hombre a otro.
El más joven dijo algo al más viejo, en un idioma que a Sofíya le pareció inglés, y el viejo, que tenía una fea cicatriz en la mejilla, le contestó en la misma lengua.
—¿Hay alguien más, aparte de usted y Savitskaya? —preguntó el viejo.
—Mi hermano pequeño que está en su habitación —contestó ella, al tiempo que se interponía entre los hombres y la puerta del apartamento—1. Si quieren esperar a mi padre… —empezó, pero no pudo continuar.
El hombre más joven la apartó de un empujón, y sacó del bolsillo una pistola enorme que parecía tener vida propia, como si arrastrara a su dueño a rastrear esquinas. Sofiya retrocedió, tambaleándose un poco, con una sensación extraña: estaba asustada, pero se excitó cuando el hombre más joven se acercó a ella, y apuntó, con el cañón de la pistola apoyada en su hombro, a la puerta del dormitorio.
—¡No! —exclamó—. Esa es mi habitación… mi hermano. Sólo tiene once años.
El hombre joven la apartó otra vez de su camino y de un empujón abrió la puerta del dormitorio. Sofíya miró con ojos aterrorizados y pudo ver a Lev sentado en la cama.
—¿Con quién hablas? —gritó Abraham desde el cuarto de baño.
—¡Papá! —gritó Sofiya, y fue cojeando hacia el baño.
Pero el hombre joven la cogió por el cabello y le golpeó en el pecho izquierdo, haciendo que se retorciera de dolor mientras caía al suelo. La puerta del dormitorio se abrió y Lev salió corriendo con idéntico miedo en los ojos.
—¡Vuelve aquí! —gritó Sofiya, arrastrándose en dirección a su hermano.
—¿Qué pasa? —vociferó Abraham.
Sofiya pudo oír a su padre salir de la bañera; se dio la vuelta y adelantó su pierna inútil hacia el vestíbulo, mientras Lev se aferraba a ella sin comprender nada. Entonces, la habitación y el mundo entero quedaron reducidos a una serie de imágenes fijas que nunca podría olvidar; instantáneas del hombre joven y moreno ofreciendo la pistola al viejo; luego, la imagen del joven con el pie levantado; después, la puerta del baño destrozada; un estallido luminoso y el recuerdo de un terrible eco atronador; el estallido se repetía y se repetía. Sofiya se tapó las orejas y sintió el rostro de Lev contra su pecho dolorido. Así acabó todo. Los dos hombres volvieron al pequeño apartamento, cogieron algo, dirigiendo a Sofiya una mirada amenazadora, y se marcharon.
Sofiya y Lev permanecían acurrucados en el suelo del vestíbulo, conmocionados por una eternidad. Cuando se acabó la eternidad, se levantaron cogidos de la mano y cruzaron el vestíbulo en dirección a la puerta rota del cuarto de baño. Ambos sabían que Abraham estaba muerto, aun antes de ver su brazo delgado y blanquecino colgando inerte fuera de la bañera, y su pie girado contra la pared. Tenía los ojos cerrados, pero en su boca había un rictus de cólera. El Izvestia se iba hundiendo, lentamente, en el agua teñida de rojo. Permanecieron un momento contemplando a su padre, a quien nunca habían visto desnudo en vida, y se sintieron transportados a un mundo nuevo, en el que las nociones de tiempo y realidad carecían de sentido.
—Tenemos que limpiar el suelo ahora mismo —indicó la joven—. Y luego habrá que llamar al camarada Tovyev para explicarle lo de la puerta rota, y después…
Pero su voz ya no articulaba palabras: había aceptado el reto de una vida libre que se alzaba con fuerza sobre el eco de la muerte.
«Un viejo judío ha sido asesinado en la bañera, de un disparo, en Balaklava Prospekt. En el departamento central saben el número de la casa».
Porfiry Petrovich Rostnikov recibió este mensaje por teléfono. Era breve, meramente informativo, y significaba más de lo que parecía a simple vista. Rostnikov se había limitado a dar un gruñido, y Khabolov, el nuevo ayudante del procurador, había colgado sin darle tiempo a contestar: «Sí, camarada».
Las palabras del ayudante del procurador sirvieron para recordar al inspector Rostnikov que ahora quedaba relegado a tratar con los delincuentes de poca monta de Moscú y a que se le mencionara la palabra «judío» en tono condescendiente. Sarari, la mujer de Rostnikov, era judía. El ayudante del procurador lo sabía muy bien. Si Sarah no hubiera sido judía, Rostnikov habría podido llamar por teléfono a un inspector desde un pequeño despacho, y desde el sillón del ayudante del procurador, mientras tomaba una taza de té.
En Moscú, la investigación de un delito es una cuestión de competencias, y la investigación de los delitos más sobresalientes es una importante cuestión de competencias. Los delitos menores —y nadie sabe a ciencia cierta lo que es un delito menor— son asignados al departamento de investigaciones, y se ocupa de ellos la MVD: la Policía Nacional con sede en Moscú. De todos modos, si se considera que el caso tiene suficiente relevancia se le asigna a un inspector de policía de la sede central. La doznaniye, o investigación, se basa en el supuesto, tantas veces repetido, de que «toda persona que comete un delito es castigada con justicia, y ni un solo inocente sometido a procedimiento judicial es condenado». Este argumento puede oírse en boca de jueces, procuradores y policías con tanta frecuencia que casi ningún moscovita cree en su veracidad. Esta supuesta justicia, también se aplica en los delitos militares y contra la seguridad del estado que investiga la KGB, y es este mismo organismo quien determina si un delito merece alguno de tales calificativos. De todas formas, los delitos no militares de mayor relevancia, entran en la competencia del investigador del procurador que asume la responsabilidad de llevar a cabo la predvaritelnoe sledstvie, o investigación policial preliminar.
En este sistema, todos los oficiales de policía trabajan para la oficina del procurador. El procurador general es nombrado para un período mínimo de siete años, el mandato más largo al que puede aspirar un oficial soviético. A sus órdenes trabajan los procuradores agregados que son nombrados para un mandato de cinco años. Las tareas de la oficina del procurador son numerosas: ordenar arrestos, supervisar investigaciones, revisar llamamientos a juicio, vigilar la ejecución de las sentencias y supervisar las detenciones. La oficina del procurador general dispone de policías, fiscales de distrito, guardias y, si son necesarios, verdugos. Los procuradores de Moscú tienen mucho trabajo.
Rostnikov permanecía sentado detrás de su escritorio, en aquel cuchitril que era su despacho, en la estación central Petrovka. Enderezó como pudo su pierna izquierda y suspiró profundamente. La pierna, parcialmente mutilada por un tanque alemán en la batalla de Rostov, había empezado a dolerle más que de costumbre en los últimos días. Rostnikov meditó sobre las posibles causas del aumento de los dolores. En primer lugar, tenía ya cincuenta y cuatro años; era evidente que se estaba haciendo viejo, y con la edad llegaban los achaques. Además, desde el fracaso de su plan para obtener visados de salida para él y su mujer, había dedicado más y más tiempo a entrenarse con las pesas, en su pequeño apartamento. El trofeo, pequeño y bruñido, que había ganado un mes atrás, relucía ante él, y no le fue difícil abandonarse al dolor y a la tensión de las pesas. Una mañana, Rostnikov pasó frente a un oficial de guardia uniformado, y le oyó comentar con un compañero: «La bañera parece un tanto agotada». A Rostnikov no le importaba ser apodado «la bañera», casi le gustaba. Lo que le disgustaba no era el hecho de compartir su opinión en lo referente a su cansancio, sino el hecho de que tal opinión, incluso, le resultara alentadora.
—¡Zelach! —llamó Rostnikov, dejando caer la chaqueta sobre el brazo, mientras se dirigía a la habitación alargada y oscura que precedía a su despacho.
La habitación era moderna y limpia, repleta de escritorios y de hombres que trabajaban.
Zelach alzó la mirada como si despertara de un sueño ligero y agradable. Era un hombre digno de confianza, lento en sus razonamientos y en sus movimientos; era la única ayuda con que Rostnikov podía contar desde su degradación oficiosa.
Zelach se levantó y le siguió. No sentía curiosidad alguna, de modo que no hizo preguntas, y se limitó a seguir a Rostnikov a lo largo del pasillo de escritorios y de hombres dedicados a la solitaria tarea de rellenar informes. Allí no se llevaban a cabo interrogatorios. Los interrogatorios, que podían durar horas o días enteros en caso necesario, solían hacerse en habitaciones pequeñas, al final del otro pasillo. Las habitaciones podían ser tremendamente calientes o terriblemente frías; dependía de la valoración que el oficial investigador hiciera del sospechoso o del testigo.
Rostnikov no pudo apartar los ojos del tercer escritorio, el de Emil Karpo, quien había estado a punto de morir el mes anterior, durante una explosión en la Plaza Roja. Desde que se reincorporó al trabajo, con el brazo derecho rígido y en cabestrillo, Karpo se había vuelto menos comunicativo que antes. Rostnikov tenía la impresión de que Karpo albergaba la muerte en sus ojos. Rostnikov sabía que todo aquello no era sino la tópica opinión de un viejo; aquella sensación de que las cosas habían sido mejores en el pasado y que en el futuro no harían sino empeorar.
—¿Qué? —preguntó Zelach, caminando a su lado.
—No he dicho nada —contestó Rostnikov, aunque no estaba seguro de ello.
Una vez frente a Petrovka, entraron rápidamente en el metro. Durante el mes anterior, Zelach no había dado muestras de estar enterado de que Rostnikov ya no tenía derecho a un coche con chófer, ni que los casos que le eran asignados carecían de la importancia social y política de antaño. En cierto modo, Rostnikov envidiaba a su torpe ayudante. «Si te olvidas de lo que pasa en el mundo, si todo te parece igual que antes, el mundo no te causará dolor. Nichevo —pensó—: Nada. No permitas que nada te moleste o te sorprenda. Aprende a aceptar todo y nada».
Rostnikov se dirigió a Zelach mientras introducía cinco kopecs en la ranura de la taquilla automática.
—¿Qué me dirías si te dijera que te considero un obstáculo en mi carrera política, y que pensaba disparar contra ti dentro de diez segundos?
Zelach, en lugar de sorprenderse ante tal pregunta, antes de contestar esperó a que el hombrecillo atemorizado que andaba por allí, tocado con una gorra de obrero, se alejara:
—Adiós, camarada Rostnikov.
—Tal como había supuesto —apuntó Rostnikov, oyendo a sus pies el traqueteo de un tren que zanjó la conversación al convertirse en un rugido.
Al bajar la escalera mecánica, Rostnikov reconoció por milésima vez haber sido víctima de un error de cálculo y de un exceso de confianza.
El plan era simple, aunque bastante peligroso, y la fortuna, factor que nunca debe menospreciarse, se había burlado de él. La buena suerte y la casualidad siempre habían jugado un papel importante en la vida del detective Steve Carella y en el Distrito 87: las novelas americanas que podían comprarse en el mercado negro y que a Rostnikov le gustaban tanto, que llegaba hasta el punto de esconderlas en su apartamento, detrás de los clásicos rusos y de una colección de discursos de Lenin.
La fortuna había echado por tierra los planes de Rostnikov. Él había planeado cuidadosamente el chantaje a un alto oficial de la KGB llamado Drozhkin, chantaje que incluía el silencio de Rostnikov con respecto a la protección y posterior asesinato de un disidente famoso, y su promesa de que los informes oficiales que obraban en poder de un amigo suyo en Alemania occidental, no verían la luz si se expedían visados de salida para él y su mujer. Estos debían cumplimentarse como visados rutinarios para una disidente judía y su marido, y con un permiso especial, dados sus muchos años de servicio leal, tanto en el ejército como en la policía.
Pero Breznev murió, y Andropov le sucedió. Andropov había sido amigo y admirador de Drozhkin, y en cuanto llegó al poder, Drozhkin fue ascendido, lo que le supuso muchos más días de asueto en su dacha de Lobnya. Después murió Andropov, y Chernenko no tardó en seguirle, lo que complicó aún más la situación. Todo el plan había fracasado. Drozhkin rechazó tratar con él. Rostnikov podía dejar que los informes cayeran en manos de la prensa occidental, lo que le supondría el suicidio. En esta situación, bajo la amenaza de que los informes fueran revelados, daba la impresión de que la KGB había tomado, formal o informalmente, una decisión. Todo quedó en tablas: a Rostnikov no le sería permitido salir de la Unión Soviética y, en cualquier caso, no perdería su trabajo ni se le colocaría en una situación desesperada, ya que ello le forzaría a desembarazarse de los informes, permitiendo que se publicasen. Había sido como una partida de ajedrez, y Rostnikov fue superado, en táctica, por la KGB. En este caso, las tablas le dieron la victoria.
En medio del estruendo del metro, Rostnikov veía a una mujer con un avoska, un saco de hilo en el regazo, y se preguntaba si su caso habría llegado a oídos de Andropov. Aunque eso era posible, no era tan terrible como parecía. La situación le sería más fácil de soportar si supiera que había llegado a un nivel tan alto.
Lo que a Rostnikov le preocupaba de veras era que su hijo Josef, que estaba cumpliendo el servicio militar en Kiev, también podría sufrir las consecuencias de ese jaque continuo. Si los informes llegaban a publicarse en Stern, New York o el London Times, Josef sería enviado a Afganistán en el primer vuelo. Así de explícita había sido la amenaza de Drozhkin.
—Es aquí —dijo Zelach, abriéndose paso a codazos entre dos jóvenes que llevaban bolsas de papel bajo el brazo.
Uno de ellos frunció el entrecejo, posó su mirada en los dos policías malhumorados, y cambió de intención.
Rostnikov arrastró la pierna tras Zelach, y consiguió apearse en el andén de la estación de Prospekt Vernadskogo cuando las puertas estaban a punto de cerrarse. Volvió la mirada hacia el tren que partía y advirtió un gesto evidente de odio por parte del joven que ahora se encontraba a salvo. Si hubiera estado al alcance de su mano, Rostnikov le habría levantado del suelo para darle un buen meneo.
—Zelach —inició mientras subía las escaleras mecánicas—, ¿me consideras un hombre violento?
—No, inspector —contestó Zelach con indiferencia—. Hay un puesto en la esquina. Yo no he comido aún. ¿Le importa si me compro blinchikfí?
—Claro que no, camarada Zelach —contestó Rostnikov con sorna, aunque a Zelach no le afectaba el sarcasmo—. ¿Quieres saber a dónde vamos?
Zelach se encogió de hombros, mientras ambos se abrían paso entre la muchedumbre que ocupaba las calles aquella mañana.
—En ese caso, dejaré que sea tu primera sorpresa del día.
En cualquier país del mundo, la noticia de un asesinato convocaría a una multitud. En Nápoles, la policía no podría abrirse paso entre la legión de curiosos que especularían sobre quién hizo qué y a quién y por qué motivo. La misma situación se produciría en Liverpool, Tokio, Cleveland o Berna, pero aquí, en Moscú, la acera que conducía al edificio estaba vacía. La curiosidad era la misma, pero era superada por el temor a verse involucrado, interrogado, instado a recordar y comentar, a formar parte de un informe oficial.
El edificio era uno de esos bloques de posguerra, al estilo Stalin, que semejaban pálidas neveras. Los apartamentos solían ser oscuros, pequeños y terriblemente calientes en verano. Cualquiera podía desorientarse fácilmente, dado el parecido de todas aquellas estructuras repartidas por la ciudad. El apartamento de Rostnikov, en la calle Krasikov, era de la misma época y del mismo estilo, aunque estaba situado en un barrio un poco mejor, y eso le produjo cierta tristeza, mientras seguía a Zelach a través de la puerta y del pequeño vestíbulo.
No había nadie, no había niños, no había ancianos. El edificio parecía demasiado solitario para ser un miércoles por la tarde, pero Rostnikov y Zelach ya estaban acostumbrados a este tipo de cosas. Para conseguir algún testimonio, Zelach tendría que dedicarse a llamar a las puertas, engatusando, amenazando o forzando a la gente que aseguraría no haber visto ni oído nada.
—¿Qué piso? —preguntó Zelach.
—Tercero —contestó Rostnikov, dirigiéndose a las escaleras.
A causa de la pierna de Rostnikov, subieron los escalones de cemento muy despacio y en silencio, ya que sus voces reverberaban de un modo muy desagradable; como en el mausoleo de Lenin.
Cuando Rostnikov abrió la puerta del tercer piso, una chiquilla, de unos cuatro años, se le quedó mirando. Llevaba el pelo recogido en una trenza, y se chupaba el pulgar. Rostnikov sonrió.
—Oo menya temperatoora —dijo la chiquilla, para indicar que tenía fiebre.
—No sabes cuánto lo siento —respondió Rostnikov.
—Han matado al hombre de la barba —acertó a decir, con el pulgar en la boca.
—Eso me han dicho —apuntó Rostnikov.
—¿Quiénes fueron? —preguntó la chiquilla, sacando el pulgar de la boca.
—Ya lo averiguaremos —dijo Rostnikov.
Zelach permaneció con las manos a la espalda, esperando pacientemente a que su superior acabara de interrogar a la niña.
—¿Volverán? —preguntó la chiquilla.
Sus ojos eran de un azul tan pálido que casi no se distinguían del blanco, y Rostnikov se acordó de su hijo, cuando era pequeño.
—No volverán —aseguró Rostnikov—. ¿Les viste?
La chiquilla negó con la cabeza y dirigió la vista hacia el vestíbulo, donde una puerta se abrió con un crujido. Salió una anciana vestida de negro, con mirada temerosa, caminando como si el suelo estuviera cubierto de cascaras de huevo.
—Elizaveta —susurró la babushka sin mirar a los hombres—. Ven aquí.
—No —contestó la chiquilla, mirando con coquetería a Rostnikov.
—Me parece que debes ir, Elizaveta —dijo Rostnikov—. Recuerda que tienes fiebre.
La chiquilla dejó escapar una risita y corrió hacia su abuela, quien la agarró por el brazo, después de dirigir una mirada de disculpa a los dos policías. La puerta se cerró, dejándoles solos de nuevo.
—Ya hablarás con la vieja más tarde —dijo Rostnikov.
Zelach asintió, y ambos dieron unas zancadas hasta la puerta del número 31. Rostnikov llamó con los nudillos, y una voz femenina contestó casi de inmediato.
—¡Sí! —dijo la voz con firmeza, en un tono autoritario y tremendamente familiar.
Rostnikov adivinó de quién se trataba, y eso pareció cansarle más aún.
—Inspector Rostnikov —se presentó, mientras se abría la puerta revelando la uniformada presencia de la oficial Drubkova.
Su rostro era rosado y ávido, y de un entusiasmo opresivo y agotador.
—Camarada inspector —saludó haciéndose a un lado para dejarle pasar—. Estos son la hija y el hijo de la víctima, Sofiya y Lev Savitskaya. La víctima es Abraham Savistskaya, de ochenta y tres años. Su cuerpo todavía está en el baño, al otro lado del vestíbulo.
Cuando Rostnikov y Zelach entraron en la habitación, la oficial inclinó la cabeza. Rostnikov se encontró con los ojos de la joven, que ya nunca volvería a serlo. Estaba en un rincón, rodeando con el brazo a un muchacho cuyos atemorizados ojos intentaban abarcarlo todo a un tiempo, mantener a todos y todo en su campo de visión, de tal modo que no pudieran sorprenderle por la espalda. Algo de aquella mujer impresionó a Rostnikov. Era como ver por primera vez a un familiar del que sólo se ha oído hablar en la infancia. Si era la hija de la víctima, entonces debía ser, cuando menos, medio judía; así que pensó que algo en ella le recordaba a su Sarah; pero había algo más que no descubrió hasta que la muchacha se movió.
La joven dio un paso adelante como si quisiera preguntar algo, y evidenció su cojera, muy similar a la de Rostnikov. Tal vez ella le había visto moverse por la habitación y había pensado lo mismo.
—Perdón —se excusó la joven.
La oficial Drubkova, siempre tan eficiente, avanzó hacia ella con la intención de conducirla de nuevo al rincón, hasta que el inspector pudiera atenderla. Las firmes manos de Drubkova se posaron sobre los hombros de la joven, pero ésta no se movió. El muchacho, con ojos de asombro, permaneció en el mismo lugar.
—Está bien, oficial —atajó Rostpikov, cambiando de brazo el abrigo.
Sin la más mínima delicadeza, Zelach preguntó:
—¿Quiere que vaya a echar un vistazo al cadáver?
Rostnikov asintió dejando que Zelach desapareciera por el vestíbulo. Luego, se dirigió a la joven que se había acercado cojeando.
—Mataron a mi padre —afirmó ella.
—Ya lo sabemos —contestó Rostnikov, asumiendo que tendría que tratar con una descentrada, con una de esas personas para quienes el trauma ha sido tan grande que evocan los sucesos violentos de un pasado inmediato, como si éstos no pudieran situarse en el tiempo ni en el espacio, como si se tratara de imágenes vagas, sólo susceptibles de ser recordadas el tiempo justo para poder dudar de su existencia.
—Dos hombres le dispararon —explicó.
El muchacho, atemorizado, se acercó para cogerse del brazo de su hermana. Si ella se volvía loca, ya no podría contar con nadie.
—Ella se pondrá bien —aseguró Rostnikov—. Es una reacción natural. ¿Por qué no tomamos asiento…?
—Lev —dijo el muchacho, agarrándose con firmeza al brazo de su hermana—. Me llamo Lev.
—¿Por qué no me traes un vaso de agua antes de que nos sentemos? —dijo Rostnikov, cogiendo una silla de cocina y sentándose.
Lev sospechó que aquella petición era una trampa, de modo que se dirigió con cautela a la habitación que servía de cocina. La oficial Drubkova miró atentamente al muchacho, como si fuera a escaparse con el vaso en la mano.
—Oficial Drubkova —dijo Rostnikov, cogiendo el vaso de agua tibia—. Busque un teléfono y asegúrese de que el furgón de atestados viene de camino. Camarada…
—Se llama Sofiya —intervino Lev, mientras acompañaba a su hermana hasta una silla.
—Sofiya —repitió Rostnikov bebiendo a sorbos—, ¿hay un teléfono por aquí?
—Hay uno en… —empezó Lev, pero Rostnikov se puso un dedo en los labios, y el muchacho se calló.
—Camarada Sofiya —repitió Rostnikov, dirigiéndose a la joven inmóvil—. Un teléfono. Necesito su ayuda.
Sofiya hizo un esfuerzo para volver en sí, tomó conciencia por unos instantes y contestó:
—En el treinta y tres, Vosteksky tiene teléfono.
La oficial Drubkova asintió con un movimiento de cabeza y salió en busca del teléfono, cerrando la puerta tras de sí.
—Vuestro padre está muerto —dijo Rostnikov, dirigiéndose a ambos.
Ahora el muchacho estaba en pie, con las manos apoyadas sobre los hombros de su hermana.
—Nos gustaría averiguar quién le mató y porqué. ¿Tenéis la respuesta a alguna de estas preguntas? —continuó Rostnikov.
—Dos hombres —apuntó Lev—. ¿Uno joven y el otro muy viejo, como…
—Como yo —completó Rostnikov.
—No, más viejo. Como mi, mi…
—¿Los habíais visto antes? —preguntó Rostnikov, mientras apuraba el vaso y lo dejaba sobre la mesa que estaba cubierta con un hule bastante gastado, y estampado con motivos florales.
—Nunca —respondió Lev.
—¿Y tú, Sofiya? ¿Les habías visto antes? —insistió Rostnikov con suavidad.
—Había visto al viejo —contestó, mirando a Rostnikov, desde «su eternidad».
—Bien.
Rostnikov suspiró con una sonrisa, pensando que tal vez podría resolver todo aquello antes de las diez e irse a casa a cenar.
—¿Es un vecino, un amigo, un viejo enemigo? —preguntó.
Sofiya recorrió la habitación con la mirada, como si buscara a alguien o algo y, luego, volvió a mirar a Rostnikov con expresión ausente. Aquella respuesta ponía en peligro su plan de disfrutar de una cena como Dios manda, y de dedicar una hora al levantamiento de pesas, antes de seguir el partido de hockey en su pequeño televisor.
—No sé dónde, pero le había visto antes, y sin embargo, no era exactamente él. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Claro —contestó Rostnikov para darle ánimos, aunque no tenía idea de lo que quería decir—. Intenta recordar dónde le habías visto. ¿Y tu padre?, ¿cuál era su trabajo?, ¿a qué se dedicaba?
—No trabajaba —contestó Lev, y Rostnikov pensó que había un matiz en aquellas palabras, tal vez de resentimiento.
—Estaba enfermo —atajó Sofiya—. Antes estaba en el partido, pero al morir mi madre, no sé cuánto tiempo atrás, se puso enfermo y dejó de trabajar. Yo sí trabajo. Enseño a los niños de la escuela Kalinina. Enseño lectura, taquigrafía, y…
—¿Te habló tu padre alguna vez de sus enemigos? —cortó Rostnikov, antes de que ella se perdiera en un discurso sin interés, sobre el sistema educativo soviético.
—Se inventaba muchos enemigos —dijo Lev—. Sobre todo de la policía, de la KGB y otros.
—¿Los inventaba?
—Se quejaba de que tenía un viejo amigo en el gobierno —apuntó Sofiya—. Alguien que estaba haciendo que le vigilaran.
—¿Y crees que eso pueda ser cierto? —preguntó Rostnikov.
—No —respondió Sofiya—. Decía muchas mentiras.
Parecía estar a punto de echarse a llorar, lo que a Rostnikov le tenía sin cuidado, pero él debía recabar información y prefería que ésta saliera a la luz cuanto antes. Después le ayudaría a llorar, le echaría una mano para que pudiera gemir a placer y volver a la vida, pero sólo lo haría tras obtener toda la información, justo antes de irse. Otra cosa sería perder el tiempo.
—Esos hombres, ¿se llevaron algo? —preguntó Rostnikov, dirigiendo su atención a Lev, que ahora tenía la mano sobre la boca, como si intentara apagar un quejido. Sus ojos seguían rastreando, aunque más lentamente. Estaba empezando a calmarse.
—No lo sé —dijo el muchacho mientras recorría con la mirada la habitación, ni espaciosa ni abarrotada de objetos—. ¿Sofi…?
La joven movió la cabeza para indicar que no lo sabía.
Rostnikov se levantó con cierta dificultad.
—¿Por qué no dais un vistazo y me lo contáis luego? Bajaré al vestíbulo y volveré dentro de un rato.
—¿Cómo se hirió la pierna? —preguntó ella.
—La guerra —contestó Rostnikov, dejando la chaqueta en la silla donde la había depositado, para darles a entender que no tardaría en volver—. No era mucho mayor que tu hermano. ¿Y tú?
—Es de nacimiento —contestó con un suspiro—. Mi madre y mi padre me lo regalaron por mi cumpleaños. ¿Sabe?, quería a mi padre.
—Eso veo —dijo Rostnikov, dirigiéndose hacia la puerta tan de prisa como pudo.
—Yo también —apuntó Lev con tono desafiante.
—¿De verdad? —preguntó Rostnikov mientras abría la puerta.
De repente sintió apetito y lamentó no haber comido, con Zelach, un blinchik o dos.
—No —dijo Sofiya con los ojos brillantes—. No le quería. Le odiaba.
—Entiendo —dijo Rostnikov.
—Y le quería.
—También entiendo eso —dijo, amablemente, saliendo al vestíbulo.
La madera de la puerta era muy delgada. Esperaba oír un gemido incontenible al cerrarla, pero sólo oyó un leve balbuceo. Tuvo que aguzar el oído para distinguir quién de los dos estaba llorando, y sólo lo supo con certeza al oír la voz de la joven que decía:
—¡Shh, Lev, shh! No nos pasará nada. La puerta del baño comunitario estaba abierta, y la oficial Drubkova la custodiaba.
—Ya he llamado —saludó—. Estarán aquí en cuestión de minutos.
Rostnikov gruñó y pasó por su lado, evitando saludarla o tener que decir algo agradable. Las oficiales Drubkovas de la MVD se alimentan de eficiencia y autosatisfacción, imágenes idealizadas por Lenin, y del convencimiento de que todos sus superiores están por encima de los sentimientos humanos. Saludar a Drubkova sería como rebajarse ante ella.
Zelach estaba arrodillado ante una vieja bañera cuyo aspecto hacía suponer que había pertenecido a un pariente del zar. Estaba montada sobre unas patas en forma de garra que apresaban unas bolas de metal, deterioradas por el uso y el peso del tiempo. Zelach encontró una toalla y la colocó bajo sus rodillas. Examinaba metódicamente la grotesca figura que j ocupaba la bañera sin dar muestras de emoción, concentrado en su tarea.
Rostnikov apareció en escena. La sangre había teñido el agua de color anaranjado, y los restos pegajosos del Izvestia flotaban, justo por debajo de la superficie. Rostnikov pudo ver la fotografía de la primera página, pero la fina película de líquido anaranjado no le permitió distinguir de quién se trataba. El viejo muerto era muy pálido y delgado. Le colgaba un brazo fuera de la bañera, señalando el suelo de azulejos. El otro, lo tenía sumergido en el agua, escondido, tocando algún lugar u objeto secreto. El pecho del viejo era muy delgado y estaba cubierto por mechones de pelo gris. A través del vello, dos agujeros negros atisbaban entre sangre coagulada. El rostro del viejo estaba cubierto por una iba gris, y era tan delgado como el del muchacho. Sus facciones eran regulares y, a pesar de estar muerto, algo en ellas parecía decir: «Me han engañado. Tú y todos los que se acercan a mí venís con una sola intención: arrebatarme lo que me pertenece».
—¿Y? —preguntó Rostnikov.
—Le han disparado —respondió Zelach.
—Me sorprendes —suspiró Rostnikov, sentado sobre la tapa del water.
—No, mire. Los agujeros de bala son evidentes… —empezó a decir Zelach.
Rostnikov agachó la cabeza y susurró:
—Lo veo, Zelach, lo veo. Sólo intentaba hacer un chiste. Frivolidad.
—¡Ah, claro! —exclamó Zelach, tratando de ser amable, aunque no lo entendía—. Muy agudo.
Zelach rió entre dientes, o tal vez se atragantó. Sea como fuere, Rostnikov se inclinó para darle una palmada en la espalda, y ello hizo que Zelach tropezara con el brazo fláccido del cadáver, lo que produjo una leve reacción en cadena. El cadáver se desequilibró, y el cuerpo de Abraham Savitskaya empezó a sumergirse en el agua rojiza.
—¿Y ahora qué…? —dijo Zelach abrumado. A Rostnikov le tenía sin cuidado. Se encogió de hombros, y Zelach alargó el brazo para agarrar el cadáver por los cabellos grises. Mientras sacaba el cuerpo del agua por este sistema, la oficial Drubkova asomó la cabeza para comunicar que el furgón de atestados ya había llegado. La imagen de un hombre arrodillado levantando un cadáver por el pelo pudo indignarle, sorprenderle o resultarle chocante, pero no dio muestras de ello. Se limitó a pronunciar su comunicado, haciéndose a un lado para dejar pasar a un hombre y una mujer, ambos vestidos con traje, ambos llevando pequeñas maletas, ambos muy serios. Rostnikov les reconoció como los camaradas Spinsa y Boritchky; un equipo que hablaba poco, trabajaba con eficiencia, y que le recordaba a los ladrones de cajas fuertes de las películas francesas.
—Ya está muerto —afirmó Boritchky, un hombrecillo que rondaba los sesenta años—. No hace falta que te pelees con él, Zelach.
Zelach dejó de sujetar el cadáver por el pelo y se levantó. El cuerpo inerte se sumergió por completo.
—¡Gracias! —dijo la camarada Spinsa, una mujer muy delgada cercana a los cincuenta, cuyo labio inferior era prominente y abultado—. Tendremos que vaciar la bañera aunque sólo sea para empezar a examinarle.
—Yo no… —empezó Zelach, dirigiendo a Rostnikov una mirada que reclamaba su apoyo.
Pero Rostnikov tenía la cabeza en otra parte.
Zelach no podía eludir aquella situación embarazosa. Rostnikov reservaba su energía para otros fines.
—Os dejaremos solos —dijo Rostnikov, poniéndose en pie—. Zelach vendrá a echar un vistazo cuando hayáis acabado. ¿Cuánto tardaréis?
Boritchky se acercó a la bañera, meditó la manera de vaciarla sin mancharse la manga de sangre, y respondió, por encima de su hombro, que les llevaría unos veinte minutos.
La oficial Drubkova hizo ademán de seguir a Rostnikov y Zelach a lo largo del vestíbulo, pero Rostnikov le indicó con un gesto que se detuviera.
—Bajo ninguna circunstancia —dijo Rostnikov— debe permitirse que alguien no relacionado con la policía entre en ese cuarto de baño. Quédese, ocúpese de eso.
—¡Sí, camarada! —respondió la mujer con firmeza.
Tras deshacerse de ella, Rostnikov avanzó cojeando hacia el apartamento de los Savitskaya, seguido de cerca por Zelach que murmuraba frases de disculpa.
—¡Silencio! —ordenó Rostnikov, mientras abría la puerta del apartamento.
—¿Otets? —preguntó Sofiya Savitskaya, con tono expectante.
—Su padre está bien muerto —dijo Rostnikov.
Los dos hermanos permanecían en la misma posición en que los había dejado. Rostnikov pensó en llevarles a Petrovka, pero el caso no precisaba que se tomasen tales medidas.
—¿Recordáis ahora dónde habíais visto al hombre que mató a vuestro padre, y si falta alguna cosa?
—El candelabro —contestó Lev—. Se llevaron el candelabro de bronce de mi abuela.
—Un candelabro de bronce —suspiró Rostnikov recogiendo su abrigo—. Zelach les pedirá una descripción. ¿Para qué puede querer nadie el candelabro de bronce de vuestra abuela…? ¿Y el viejo…?
—En el vestíbulo —indicó Sofiya alzando la vista—. Le he visto en el vestíbulo. Cada día, durante muchos años. En el vestíbulo.
Miraba a Rostnikov, aún bajo los efectos del shock.
—¿Vive en este edificio? ¿Trabaja aquí? —preguntó Rostnikov.
La joven negó con la cabeza.
—¿Entonces…?
—La fotografía —dijo ella, señalando la pequeña alcoba que había fuera.
Rostnikov se dio la vuelta y topó con dos fotografías. Una era de una mujer. Rostnikov supuso que aquella mujer de expresión triste, tocada con un pañuelo, debía de ser la difunta esposa del muerto de la bañera. Junto a esa fotografía, había otra que mostraba a cuatro hombres con ropas de campesino. Tres de aquellos hombres tenían una expresión seria. Todos eran jóvenes. La fotografía era muy antigua. Rostnikov se acercó para observar al cuarteto de amigos que se rodeaban los hombros con los brazos, y advirtió que uno de ellos parecía la versión joven del muerto. El gesto de recelo estaba allí, plasmado en aquella media sonrisa débil y pálida. Sólo uno de los cuatro personajes de la fotografía, el más joven, sonreía abiertamente.
—¿Cuál es? —preguntó Rostnikov.
Zelach estaba tras él, observando la fotografía.
—El que está sonriendo —respondió Sofiya—. Era él.
—¿Estás segura?
—Segura —dijo ella.
—¿Y quién es?
—No lo sé. No conozco a ninguno de ellos. El nunca nos lo dijo.
Sin pedir permiso, Rostnikov descolgó la fotografía y se la dio a Zelach. No estaba del todo convencido de que la joven no estuviera sufriendo una alucinación o inventando un cuento, al relacionar al hombre que había ayudado a matar a su padre con la fotografía del vestíbulo.
—Lev —dijo Rostnikov volviendo a la habitación—, ¿estás de acuerdo? ¿Era el hombre de la foto el que vino esta tarde?
El muchacho miró a su hermana que tenía la cabeza baja y las manos en el regazo, y dijo:
—Sí, era él.
Pero el rostro del joven se volvió hacia Rostnikov, desmintiendo sus palabras. Su expresión evidenciaba que no estaba seguro.
—El camarada Zelach se quedará aquí y os tomará una declaración más completa —anunció Rostnikov, ingeniándoselas de este modo para evitar su compañía en el camino de vuelta a la oficina—. El camarada Zelach tendrá mucha paciencia con vosotros. ¡Recuerda eso, Zelach!
Zelach asintió molesto, pero Rostnikov estaba seguro de que le obedecería.
Rostnikov cogió su chaqueta y echó un último vistazo a los dos hermanos, preguntándose si podría decir o hacer algo que les ayudara a pasar la noche en calma, pero no se le ocurrió nada. Podía asegurarles que encontraría al asesino, pero dudó de que eso pudiera importarles. De lo que sí estaba seguro era de que al procurador y a su ayudante no les importaba. De hecho, estaba por ver si había alguien, excepción hecha del inspector jefe Porfiry Petrovich Rostnikov, a quien pudiera importarle, y, a decir verdad, a él tampoco le importaba gran cosa.
Aun con todo, sentía la comezón de una pregunta. ¿Cuál podía ser el motivo que impulsara a alguien a asesinar por un candelabro de bronce? ¿Era el hombre de la fotografía, un personaje del pasado de Savitskaya, el que había venido para asesinarle? ¿Y por qué?
Estaba pensando en todas aquellas cosas, y empezaba a sentirse perdido ante aquel rompecabezas, cuando una mujer gorda, con los brazos en jarras, apareció ante él en las estrechas escaleras.
—¿Le ha detenido?
—¿Detener a quién?
—Al muchacho judío —contestó ella—. Esta tarde empujó a mi hijo por las escaleras. Es un salvaje. Merece ser arrestado y castigado.
Rostnikov consiguió pasar junto a ella a pesar del volumen de la mujer, y la miró por encima del hombro.
—No se preocupe, camarada. Ya le están castigando —respondió.