Capítulo 7

DEMONIO había visto tantas veces su rostro en sueños que no supo cuándo se había quedado dormido. La imagen de aquel rostro angelical fue lo último que vio antes de que se cerrasen sus párpados, y fue lo primero que vio, en la penumbra, cuando despertó.

Arrugando la frente, Demonio se frotó el cuello agarrotado, miró el fuego y vio un montón de cenizas. Se quedó un momento inmóvil observando el montón gris, y luego se volvió con brusquedad para mirar por la ventana.

Los pesados postigos estaban en su sitio, pero un débil rayo de luz pálida se colaba por las rendijas.

Masculló un improperio y miró a Flick, que seguía durmiendo plácidamente, como un ángel en reposo. Apretando con fuerza la mandíbula, se levantó y se acercó a la puerta con sigilo. Cuando la abrió, su temor quedó confirmado: había amanecido.

Abrió la puerta de par en par e inspiró profundamente. El aroma a bosque húmedo llegó flotando hasta él; lo retuvo en los pulmones y luego lo exhaló poco a poco.

Al oír un ruido a sus espaldas, se volvió; en silencio y aún en la puerta, contempló el despertar de Flick. No se limitó a abrir los ojos sin más, sino que fue volviendo al estado consciente muy despacio, las facciones de su rostro fueron tomando forma, sus cejas cobrando vida, sus labios rotundos recuperando sus curvas. Con los ojos aún cerrados, emitió un ronroneo suave con la garganta. Sus pechos se hincharon al tiempo que inspiraba hondo y luego se desperezó lánguidamente, estirando la espina dorsal, arqueándose un poco, hasta que se relajó y parpadeó.

Fue entonces cuando abrió los ojos. Lo miró directamente y luego parpadeó con expresión de sorpresa, pero ninguna señal de inquietud empañó su gesto satisfecho: sus labios dibujaron una sonrisa cálida y soñolienta.

—¿Ya es de día?

El tono ronco de su voz, aún ebria de sueño, llegó flotando hasta él y lo envolvió, deslizándose por debajo de su piel y apoderándose por entero de su cuerpo. No podía hablar, no podía pensar… sólo podía desearla, con una urgencia tan abrasadora que lo dejó estupefacto, con una necesidad posesiva tan absoluta que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo. El esfuerzo de contener ese impulso, de dominarlo, de refrenarlo, lo dejó rígido y tembloroso a un tiempo.

Ella seguía sonriendo, esperando aún su respuesta. Al percatarse de que, estando ahí de pie, bajo el quicio de la puerta y a contraluz, ella no podía ver su rostro consumido por la pasión, Demonio hizo acopio del último resquicio de fuerza y acertó a decir:

—Casi.

Su tono era áspero e irregular. No esperó a ver la reacción de la joven, se dio media vuelta para no darle ocasión de estudiar mejor su rostro, de descubrir en él la prueba de aquel deseo virulento. Examinando el claro con atención, Demonio carraspeó antes de anunciar:

—Ensillaré a los caballos.

Y dicho esto, escapó.

Por supuesto, al cabo de unos minutos, ella fue a ayudarle.

Iván estaba de mal humor y quejumbroso, y Demonio lo empleó como subterfugio para no mirar a Flick. Percibió, sin embargo, su mirada de perplejidad, pero Demonio apretó la mandíbula e hizo caso omiso de ella. Ni siquiera se atrevió a ayudarla a ensillar a Jessamy: si Flick le ponía la mano en el muslo esa mañana no garantizaba su reacción o, mejor dicho, inacción. En cuanto hubo sujetado con fuerza la cincha de su caballo, asió la brida y sacó al inquieto semental del relucido espacio.

La cabaña de los carboneros se había construido precisamente en aquel claro porque constituía la confluencia natural de cuatro caminos que atravesaban el parque. Uno de ellos era el que habían seguido la noche anterior, mientras que otro conducía a la mansión. Un tercero se incorporaba siguiendo el de herradura que Flick solía utilizar para ir a la casa en ruinas y a las caballerizas de Demonio. Después de sofrenar a Iván en mitad del claro, Demonio miró hacia el cuarto camino, procedente de una pequeña pista hacia el oeste… Y vio aparecer a Hugh Dunstable, el ayudante de mediana edad del general, dando un paseo matutino.

A Demonio se le heló la sangre. Dunstable ya lo había visto; sonriendo, levantó la mano para tocarse el sombrero.

—¡Ah! Buenos días, señor.

Demonio lo saludó con un ademán cortés y natural, pero no pudo, ni por asomo, componer nada parecido a una sonrisa. Trató de pensar en algo mientras la montura de Dunstable se acercaba cada vez más.

—Supongo que anoche lo pillaría la tormenta. —Cuando estuvo a su lado, Dunstable le sonrió—. Desde luego, fue un buen aguacero. A mí también me pilló desprevenido, fue tan de repente… Había ido a casa de los Carter, a jugar una partida de cartas. Ya estaba de regreso cuando me sorprendió la tormenta. Llegué a casa empapado. ¡Menuda lluvia!

—Y que lo diga. —Demonio miró de reojo hacia el establo en sombra—. Era demasiado arriesgado seguir adelante bajo ese chaparrón.

Dunstable soltó un bufido.

—¿Por estos caminos? Habría puesto en peligro a este animal tan magnífico.

El magnífico animal escogió aquel momento para resoplar, piafar y hacer una cabriola, antes de dar un fuerte empujón a la jaca de Dunstable. Demonio profirió una imprecación y tiró de las riendas de Iván. Apaciguando a su plácida jaca, Dunstable se echó a reír.

—Caramba… Montar a este animal debe de ser toda una hazaña. No me sorprende que le hayan puesto a usted ese apodo.

No era precisamente su experiencia montando caballos lo que le había valido su sobrenombre, pero Demonio dejó pasar el comentario sin añadir nada más: estaba demasiado ocupado rezando. Pero sus oraciones fueron en vano; su ferviente ruego a la más alta autoridad para que Flick tuviese el buen juicio de permanecer escondida no había sido atendido: la muchacha apareció en ese preciso instante, sonriéndole a Dunstable alegremente mientras guiaba a Jessamy fuera del establo.

—Buenos días, señor Dunstable.

Flick levantó la vista para mirar al cielo, por lo que no advirtió la expresión que se apoderó del rostro del fiel ayudante: al principio sus ojos reflejaban estupor, que rápidamente se transformó en un horror absoluto, desplazado sólo un momento por un brillo de incredulidad, que se desvaneció enseguida para dar paso de nuevo al horror.

Flick bajó la vista y comentó en tono alegre:

—Y parece que va a ser un día radiante.

Las facciones de Dunstable eran ahora pétreas, y su expresión impasible. Murmuró una respuesta incoherente y le dedicó a Demonio una mirada de censura glacial.

Demonio reaccionó del único modo que podía hacerlo: con prepotencia. Con una arrogancia fría en los ojos, se enfrentó a la mirada de Dunstable con indiferencia y, con gesto duro, arqueó una ceja desafiante.

Dunstable, que, aunque era un empleado fiel y de confianza, sólo estaba un peldaño por encima de la condición de criado, no supo cómo responder. Demonio se lamentó de tener que poner al ayudante en su lugar, pero todos sus instintos se negaban a permitir que alguien pudiese pensar mal de Flick, que pudiese poner en duda su honor.

Para gran alivio de Demonio, la joven, que estaba muy atareada colocando bien los estribos, no se percató en absoluto del intercambio.

—Parece que las nubes han desaparecido. Yo diría que va a hacer bastante calor hacia la hora del almuerzo. —Se incorporó y miró a su alrededor en busca de un tronco en el que apoyarse para montar.

Demonio soltó las riendas y se acercó a su lado; rodeándola por la cintura, la levantó y la colocó con suavidad sobre el lomo de Jessamy.

Eso, en cambio, sí captó la atención de la joven: contuvo la respiración y lo miró parpadeando antes de alisarse rápidamente la falda y cambiar la postura de las piernas.

—Gracias.

Levantando la barbilla, clavó sus ojos azules en Dunstable.

—Es increíble lo mucho que han crecido los árboles en el parque. Tenemos que decirle a Hendricks que pode muchos más. Casi no se ve el cielo… incluso en una mañana tan despejada como la de hoy. Yo creo que…

Siguió charlando despreocupadamente, sin ser consciente de que, con las mejillas aún sonrosadas por el sueño, el pelo alborotado y la falda de terciopelo plagada de arrugas, daba la imagen de una joven damisela que acabase de retozar enérgicamente en unos juegos amorosos matutinos.

Como cabía esperar, fue ella la que guio el camino a la mansión.

Dunstable la seguía de cerca. Había que reconocer que, si bien mantenía su expresión imperturbable, conseguía emitir los ruidos apropiados cada vez que Flick hacía una pausa en su panegírico a la mañana.

Con las manos apoyadas en las caderas, Demonio los observó mientras se alejaban y luego espiró entre dientes. Volvió a la cabaña, cerró bien la puerta, montó sobre Iván y se quedó inmóvil durante unos instantes.

Estuvo un rato con la mirada perdida hacia el camino, observando cómo se alejaban Flick y Dunstable. A continuación, apretando los labios y la mandíbula, sacudió las riendas de Iván y los siguió.

Para cuando llegaron a Hillgate End, Demonio ya tenía controlada la escena. No había duda de que había puesto a Flick en una situación comprometida, aunque de una manera del todo inocente.

Les había dado alcance y oído a la joven relatar alegremente cómo habían corrido a refugiarse poco después de que estallase la tormenta, de modo que ahora Dunstable sabía que habían estado en la cabaña, juntos y a solas, desde bien entrada la noche hasta el amanecer. Por supuesto, concentrada en proteger a Dillon, Flick no había dicho una sola palabra acerca de la razón de su presencia en aquellos parajes, en compañía de aquel crápula, y en plena noche.

No era difícil imaginar qué estaría pensando Dunstable y, de hecho, para una jovencita soltera, no se podía concebir un escenario más comprometido que ser descubierta al amanecer saliendo de un encuentro nocturno en compañía de un mujeriego de primer orden.

Demonio había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre los detalles de su noche juntos, había examinado cada matiz y considerado cada posible repercusión… el trayecto a la mansión había sido difícil: el suelo estaba húmedo y blando, y no permitía ir al trote. Habían avanzado a paso lento y pesado, con Flick a la cabeza, seguida de Dunstable; Demonio iba en la retaguardia. En un silencio inquietante, mientras Flick entretenía a Dunstable con su alegre cháchara, y Demonio, sopesando sus opciones —que no eran demasiadas— y lo que significaban.

Flick le describió a Dunstable el pequeño establo y le mostró su admiración por el hecho de que Jessamy e Iván se hubieran mojado tan poco; de vez en cuando interrumpía su discurso para maravillarse ante aquella mañana tan radiante. Pero Demonio no oyó que dijera una palabra del ratón, y pensándolo bien, teniendo en cuenta el largo rato que se había pasado en sus brazos, llegó a la conclusión de que más valía así: sabe Dios qué idea se formaría Dunstable si le empezaba a hablar de ese tema.

Por fin llegaron a las propiedades de la mansión y, al cabo de unos minutos, entraron en el patio del establo.

Conteniendo un profundo suspiro de alivio e imaginando las bondades de un maravilloso baño de agua caliente, Flick frenó su caballo y se dispuso a desmontar. Estaba a punto de deslizarse por la montura cuando Demonio apareció a su lado: extendió los brazos, le sujetó su esbelta cintura, la levantó en el aire y luego la dejó de pie en el suelo delante de él.

Recuperando rápidamente la respiración —ya casi estaba acostumbrada a la reacción que el contacto de sus manos provocaba en ella, al súbito encogimiento de sus pulmones—, le dedicó una sonrisa radiante y le tendió la mano.

—Muchísimas gracias por apiadarte de mí anoche y acompañarme a casa. Te estoy muy agradecida, de verdad.

Demonio la miró, pero Flick no descubrió nada en sus ojos, en su expresión inusitadamente seria. Él le tomó la mano, pero en lugar de apretarla ligeramente y soltarla, abrazó sus dedos con los suyos y se volvió hacia la casa.

—Te acompañaré adentro.

Flick se lo quedó mirando… o, mejor dicho, se quedó mirando su espalda. Sintió el impulso de tirar de él y llevarle la contraria, pero Dunstable, que había desmontado más despacio, los estaba observando. Demonio echó a andar a grandes zancadas; así que Flick, tras volver ligeramente la cabeza para dedicarle una sonrisa a Dunstable, no tuvo más remedio que seguirle.

Avanzando con paso resuelto, Demonio enfiló el sendero de gravilla, se agachó para pasar por debajo de la glicina y siguió su camino hacia la terraza, primero entre los viejos árboles y luego a través de la extensión de césped. No iban cogidos del brazo andando tranquilamente, sino que Demonio la sujetaba con fuerza y tiraba de ella con brusquedad.

Flick le lanzó una mirada furibunda, pero él ni siquiera se dio cuenta. Tenía una expresión fija, decidida. Pero ella no acertaba a saber a qué respondía tanta decisión.

La joven se volvió y vio a Dunstable, que los observaba desde la arcada del establo. Le lanzó una sonrisa tranquilizadora y se preguntó qué mosca le habría picado a Demonio, que no se detuvo hasta que llegaron a la terraza, a la que se abrían los ventanales del salón. Tras soltarla, le hizo señas para que entrase; con una mirada elocuente, Flick traspasó el umbral. Haciendo revolotear los pesados faldones de su vestido, se plantó ante él cuando la siguió al interior de la sala.

—¿Por qué no te vas al Heath? Tenemos que vigilar a Bletchley.

Demonio se detuvo frente a ella y la miró con gesto hosco.

—Gillies y los demás se encargarán de la vigilancia hasta que yo llegue. En este momento tengo asuntos más importantes que resolver.

Flick parpadeó.

—¿Ah, sí?

Demonio apretó la mandíbula con fuerza.

—Tengo que hablar con el general.

Flick se quedó mirándole con los ojos muy abiertos.

—¿De qué? —No sabía por qué, pero empezaba a sentirse incómoda.

Demonio vio la incomprensión reflejada en su mirada y renegó para sus adentros.

—Tengo que hablar con él de nuestra situación actual.

—¿Situación? ¿Qué situación? —Demonio apretó aún más la mandíbula y se dispuso a seguir su camino, pero ella le cerró el paso—. ¿De qué estás hablando?

La miró a los ojos y arrugó más la frente.

—Hablo de anoche, de la noche que pasamos juntos, a solas. —Puso en sus últimas palabras un énfasis especial, y descubrió en sus ojos un atisbo de comprensión.

Entonces parpadeó y fue ella quien frunció el ceño.

—¿Y qué? —Lo miró a los ojos—. No pasó nada, nada indecoroso.

—No —convino con voz tensa y controlada—, pero eso sólo lo sabemos tú y yo. Lo único que verán los demás es que hubo ocasión de faltar al decoro, y eso, a los ojos de la sociedad, es lo único que cuenta.

Flick emitió un sonido eminentemente desdeñoso. Demonio la miró a los ojos y algo le dijo que si Flick se atrevía a poner en duda que esa posibilidad había existido, entonces él mismo le retorcería su lindo cuello.

Ella estuvo a punto de hacerlo, él lo vio en su expresión, pero, tras estudiar el semblante de Demonio, la joven le dio otro enfoque de la situación.

—Pero nadie lo sabe. Bueno —titubeó—, sólo Dunstable, y él no se ha imaginado que haya pasado nada escandaloso.

Demonio la miró atónito.

—Dime, ¿Dunstable siempre tiene esa expresión tan imperturbable?

Flick respondió haciendo una mueca.

—Bueno, es un hombre bastante taciturno. Casi siempre soy yo la que habla.

—Pues si esta mañana, en lugar de hablar, te hubieras fijado más en él, habrías visto que estaba completamente escandalizado. —Una vez más, se dispuso a echar a andar y, una vez más, ella se lo impidió.

—¿Qué vas a hacer?

No quería tocarla, no quería arriesgarse a eso en su estado. Le lanzó una mirada desafiante.

—Voy a hablar con el general y a explicarle qué fue lo que pasó exactamente.

—¿No irás a contarle lo de Dillon?

—No. Sólo le diré que anoche me encontré contigo por casualidad, cuando cabalgabas por mis tierras, e insistí en acompañarte a casa. —Dio un paso hacia ella, para que le pudiera ver bien la cara, y ella retrocedió—. Te dejaré a ti la tarea de explicarle qué hacías montando a caballo a esas horas. —Ella parpadeó, él lo aprovechó para avanzar otro paso. Ella cedió terreno sin darse cuenta. Levantó la vista y antes de que pudiera interrumpirlo, Demonio añadió—: El general se dará cuenta enseguida de que, independientemente de lo que en realidad ocurriera en la cabaña, toda la sociedad, y sobre todo todas las matronas de cierta posición de Newmarket, creerán que tú y yo estuvimos toda la noche calentando un solo camastro en la cabaña de los carboneros.

Un leve rubor tiñó las mejillas de Flick, que desvió la mirada y luego la centró de nuevo. Bruscamente, se defendió.

—Eso es ridículo —exclamó enérgicamente—. No me pusiste un solo dedo… —Se le apagó la voz y su mirada palideció.

—¿Encima? —Demonio esbozó una sonrisa tensa—. No uno, sino diez. —La miró a los ojos mientras ella trataba de recomponerse—. ¿Puedes negar que estuviste en mis brazos?

Flick apretó los labios e hizo un mohín de enfado, al tiempo que endurecía el mentón. De sus ojos, generalmente afables, saltaban chispas.

—¡Pero eso fue por un ratón!

—El motivo es lo de menos. Por lo que a la sociedad respecta, habiendo pasado la noche a solas conmigo, tu virtud y tu reputación están en tela de juicio. El código social del honor exige que te brinde la protección de mi apellido.

Flick se lo quedó mirando perpleja y luego negó efusivamente con la cabeza.

—No.

Él la miró y arqueó las cejas con descaro.

—¿No?

—Eso es una soberana estupidez. —Agitó las manos en el aire como si quisiera sacudir la idea—. Estás sacando las cosas de quicio. Nadie va a decir nada porque no sabrán nada al respecto. Dunstable no hablará. —Se volvió y echó a andar hacia los ventanales—. Iré a hablar con él y le explicaré… —Al levantar la cabeza vio a Demonio aproximándose a la puerta—. ¡No! ¡Espera!

Atravesó la habitación a todo correr. Lo habría atrapado, pero él se volvió y la atrapó a ella. Asiéndola por los brazos, la apartó de sí y la fulminó con la mirada.

—Es inútil discutir: voy a ver al general.

La determinación que vio en sus ojos parecía grabada con hierro candente, no había confusión posible. Flick trató de pensar con rapidez y se humedeció los labios.

—Estará desayunando. —Apartó los ojos de los suyos y lo recorrió de arriba abajo con la mirada, deteniéndose en su ropa arrugada.

Él también bajó la vista y frunció el ceño. Extendió una pierna y arrugó la frente al ver los goterones de barro que manchaban sus pantalones. Y soltó una sarta de palabrotas para sus adentros. Apartó las manos de los brazos de Flick e hizo balance de su vergonzoso aspecto.

—No puedo ir a verlo así.

Flick mantuvo la misma expresión de inocencia y asombro, y se mordió la lengua para no decir nada. Incluso, y sobre todo, cuando los ojos de Demonio, duros y azules, volvieron a encontrarse con los suyos. Al cabo de un momento, con los labios apretados, Demonio asintió con la cabeza.

—Iré a casa a cambiarme y luego volveré. —Entrecerrando los ojos, le sostuvo la mirada—. Y entonces hablaremos de esto largo y tendido… con el general.

Ella se limitó a enarcar las cejas y mantuvo un estratégico silencio. Él vaciló unos instantes, mirándola a los ojos, y, con un saludo brusco, se volvió y se fue.

Flick observó cómo se marchaba. Se acercó a los ventanales y lo vio atravesar el césped a grandes zancadas. No se volvió hasta que Demonio desapareció entre las sombras de los árboles; entonces apretó los dientes, cerró los puños con fuerza y soltó un grito frustrado.

—¡Es imposible! ¡Esto es imposible! —Al cabo de un momento, su mirada se nubló—. Está loco de remate.

Dicho esto, se marchó para aclarar las cosas.

Al cabo de dos horas Demonio entraba con su calesa por el camino que conducía a Hillgate End. Con su mano experta, detuvo el coche con elegancia justo al pie de la escalinata de la entrada. Tras entregar las riendas al mozo que acudió a todo correr, se bajó de un salto. Se quitó los guantes y entró en el interior de la casa.

Tenía un aspecto inmaculado: levita azul y pantalones de color marfil, camisa y fular marfil, y un chaleco elegantemente discreto de rayas azules y negras. Sus pantalones de montar relucían. Tenía el aspecto que él consideraba adecuado, dada la misión que se disponía a cumplir.

Llamó a la puerta y Jacobs acudió a abrirle. Demonio le devolvió el saludo con un asentimiento de cabeza y se dirigió directamente a la biblioteca. Se sorprendió cuando consiguió llegar a la puerta sin encontrarse con Flick; había supuesto que ella haría un último intento desesperado de interferir en sus planes: lo sacrificaría en el altar de lo que estaba bien y era correcto.

Haciendo girar la manilla, abrió la puerta y entró, e inmediatamente recorrió la habitación con la mirada en busca del ángel. Sin embargo, no estaba allí.

El general estaba sentado, como de costumbre, delante de su escritorio, oculto detrás de un voluminoso libro. Levantó la vista cuando Demonio cerró la puerta… y le dedicó una sonrisa cálida y complacida.

Demonio se acercó y vio brillar los ojos de su mentor. Renegó para sus adentros.

El general levantó una mano para interrumpirlo antes de que Demonio pudiese abrir la boca.

—Ya lo sé —dijo—, todo.

Demonio se paró en seco delante del escritorio:

—Flick. —Su tono era indiferente. Lentamente, fue cerrando su puño izquierdo.

—¿Cómo? Ah, sí, Felicity. —El general sonrió y se arrellanó en su asiento, haciéndole señas para que se sentase en la silla que había junto al escritorio.

Demonio avanzó en esa dirección, pero no se sentó; siguió andando hasta la ventana.

El general se echó a reír.

—No te preocupes. Podría haber sido un auténtico embrollo, pero Felicity cogió el toro por los cuernos y lo ha solucionado todo.

—Ya. —Manteniendo sus facciones bajo control en una expresión de indiferencia, Demonio volvió la cabeza y arqueó una ceja—. Pues qué bien. —El tono de su voz era cortante—. ¿Y cómo lo ha conseguido?

—Bueno, pues… —Si el general era consciente del estado de crispación en que se encontraba Demonio, lo disimuló muy bien. Empujó su silla hacia atrás para verlo mejor—. Vino directamente a hablar conmigo, por supuesto, y me contó lo sucedido: cómo anoche sintió la necesidad de salir a respirar un poco de aire fresco y salió a montar un rato, perdió la noción del tiempo y acabó en tu finca. —La expresión del general se turbó un momento—. Si he de serte sincero, jovencito, no me hace ninguna gracia que salga a montar por ahí sola, pero me ha prometido que no lo va a hacer más. —Sonriendo de nuevo, alzó la vista—. De algo le ha servido el susto que se ha llevado, ¿no crees?

Demonio no contestó. El general sonrió y prosiguió.

—Por suerte, esta vez la viste. Fue un detalle por tu parte insistir en acompañarla a casa.

—Era lo mínimo que podía hacer. —Sobre todo teniendo en cuenta que había sido a él a quien había ido a ver.

—Fue una estupidez que tomase ese viejo camino, Hendricks hace años que lo dejó por imposible. En cuanto a la lluvia… no sabes el alivio que siento de que estuvieses con ella. Sabe Dios que es una amazona muy competente, pero es joven y tiene tendencia a la tozudez. Tu decisión de parar en la cabaña hasta que amainase el temporal fue la correcta. Después de eso, por supuesto, siguió todo el resto, no es culpa de nadir que pasara lo que pasó. No es de extrañar que ambos os quedaseis dormidos. —El general levantó la vista, frunció el ceño y le dedicó la mirada más severa que le había visto jamás—. Y no creas que tienes que asegurarme que no pasó nada. Te conozco, te conozco desde que eras un niño, y me consta que no pasó nada indecoroso. Sé que mi Felicity estuvo a salvo contigo.

La inesperada ferocidad que vio en los ojos del general no le permitió pronunciar palabra; con un asentimiento satisfecho, el general se recostó en su silla.

—Sí, y también me ha contado lo del ratón. La aterrorizan esos animalillos, siempre la han aterrorizado. Justo lo que habría esperado, tuviste la delicadeza de tranquilizarla en lugar de reírte de ella. No veo en eso nada escandaloso. —El general miró su escritorio con gesto hosco—. ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Dunstable. El hecho de que se encontrase con vosotros esta mañana no viene al caso, es un viejo amigo y, por fortuna, no es ningún chismoso. Flick insistió en hablar con él después de reunirse conmigo, y él ha venido a verme hace media hora escasa. Sólo para asegurarme que nunca diría una palabra que pudiese perjudicar a nuestra Felicity. —Sonriendo, el general alzó la vista—. Dunstable también me pidió que te transmitiese sus disculpas por haber llegado a conclusiones precipitadas.

Demonio miró al general a los ojos. Flick había atado todos los cabos y rebatido cualquier argumento en contra.

—Así pues —dijo el general a modo de conclusión—, espero que te hayas convencido por completo de que no hay ninguna razón para que realices un sacrificio por tu parte. Puesto que no has perjudicado en modo alguno la reputación de Felicity, no hay ningún motivo para que tengas que defender su honor, ¿de acuerdo? —Demonio le sostuvo la mirada, pero no respondió. El general sonrió—. Todo fue perfectamente inocente, y ahora ya no diremos nada más al respecto, ¿te parece? —Volvió a colocar el libro ante sí—. Y ahora dime una cosa: he estado examinando los vástagos de Barbary Arab. ¿Qué te parece ese potro, Enderby?

A modo de compensación, el general lo invitó a almorzar. Demonio aceptó y acto seguido, tras ofrecerse para informar a Jacobs de que se incorporaría a la mesa, dejó al general con sus libros de registro.

Después de cerrar tras de sí la puerta de la biblioteca, Demonio se detuvo en la quietud del pasillo, tratando una vez más de recuperar el sentido del equilibrio. Entendía lo sucedido: racional y lógicamente, sabía que todo estaba en orden. Pero por desgracia, no lo sentía así. Se sentía… privado de algo, como si un objeto de vital importancia, algo que hubiese deseado durante largo tiempo, se le hubiese resbalado de las manos justo cuando estaba a punto de cerrarlas, como si alguien se lo hubiese arrebatado.

Con la frente arrugada, fue en busca de Jacobs.

Lo halló en la despensa; una vez transmitido el mensaje, Demonio regresó al salón delantero y, sin detenerse, se dispuso a salir en busca de Flick. Sintiéndose como un leopardo hambriento, recorrió todas las habitaciones de la planta baja. Tenía que andar por allí cerca, de eso estaba seguro, a él podría habérsele ocurrido alguna objeción que no tenía prevista y el general habría podido requerir su presencia.

La encontró en el jardín. Estaba cortando algunas flores y las iba colocando en un jarrón. Tarareando, ladeaba la cabeza a uno y otro lado, examinando su creación floral. Demonio la observó durante unos minutos, deteniéndose en su vestido de batista de apariencia inmaculada y fijándose en su pelo recién cepillado, un marco de oro para su rostro. Cuando hubo saciado su sed, abandonó el quicio de la puerta y, con paso sigiloso, se aproximó a ella.

Flick cortó el tallo de un aciano y se detuvo un instante a pensar dónde iba a colocarlo. Lo sostuvo en el aire, levantando la mano… Unos dedos alargados le arrebataron la flor. Dio un grito ahogado, pero supo quién tenía a su lado antes de que sus miradas confluyesen. Conocía el tacto de aquella mano, así como la sensación de fuerza que irradiaba.

—¿Has visto al general? —farfulló al tiempo que trataba por todos los medios de apaciguar los latidos de su corazón desbocado.

—Ajá. —Con los ojos entornados, Demonio ladeó con indolencia la flor hacia un lado y luego hacia el otro antes de deslizarla en el interior del jarrón. Examinó el resultado de su elección y, acto seguido, aparentemente satisfecho, se volvió hacia ella—. Sí, lo he visto.

Su expresión perezosa e indolente —soñolienta— no lograba engañarla: bajo aquellas pesadas pestañas, había una mirada aguda e incisiva. Flick levantó la barbilla y recogió los desechos de las flores.

—Ya te dije que no había necesidad de hacer ningún drama.

Sus labios compusieron una leve sonrisa.

—Sí, ya me lo dijiste.

Flick estuvo a punto de soltar un resoplido al oír el tono que empleó; de hecho, esperaba que le diera las gracias, una vez que Demonio hubiese tenido tiempo de reflexionar y se hubiera dado cuenta de lo que habría supuesto para él su ofrecimiento. Flick estaba convencida de que Demonio se casaría algún día, pero sólo tenía treinta y un años, y decididamente no quería casarse con ella. Demonio, sin embargo, no añadió nada más; se limitó a apoyarse contra la pared y, con el mismo aire indolente y desconcertante, la observó mientras arreglaba la disposición de las flores. A medida que el silencio se prolongaba, Flick empezó a pensar que Demonio tal vez creía que no apreciaba el sacrificio que había estado a punto de hacer por ella.

—No es que no te lo agradezca —dijo, manteniendo la mirada fija en sus flores.

Su comentario logró disipar parte de la indolencia de él. Sintió que de repente atraía su atención.

—¿Agradecérmelo?

Ella siguió cortando y colocando flores.

—Tu amable oferta de salvar mi reputación. Comprendo que habría supuesto un sacrificio considerable por tu parte. Por suerte, no había necesidad.

Con la mirada clavada en su perfil, Demonio luchaba por no moverse de donde estaba, por no abalanzarse sobre ella y besarla, sólo para acallar sus palabras.

—¿Sacrificio? La verdad es que no se me había ocurrido considerar el matrimonio contigo desde ese punto de vista.

—¿Ah, no? —Flick parpadeó con sorpresa evidente y luego sonrió y regresó a sus flores—. Pues estoy convencida de que se te habría ocurrido cuando te hubieses detenido a pensar más fríamente en ello.

Demonio se limitó a mirarla. Nunca en toda su vida se había sentido tan… rechazado.

—Por suerte, no había razón para preocuparse, ya te lo dije.

Por suerte para ella, lo que él habría dicho y hecho a continuación no llegarían a saberlo ninguno de los dos, pues Jacobs apareció por la puerta para informarles de que el almuerzo estaba servido en el comedor.

Flick guio el camino. Demonio no esperaba lo contrario; se limitó a seguirla, sin esforzarse por darle alcance; en su estado de ánimo, seguramente lo mejor era que ella permaneciese fuera de su alcance.

El almuerzo no fue un éxito.

Flick fue perdiendo la paciencia con su invitado. Él no contribuyó en nada a la conversación, simplemente se limitó a responder a las preguntas que le formulaba el general y se dedicó a observarla con verdadero ahínco, como si estuviese estudiando a algún ser incomprensible que, pese a todo, no merecía su aprobación; no la interrumpió ni un momento, la dejó hablar con una elocuencia cada vez más fingida hasta que empezó a dolerle la cabeza.

Para cuando terminó el almuerzo y retiraron las sillas, ella estaba dispuesta a darle una bofetada a la menor ocasión.

—Bueno, jovencito, si detectas alguna debilidad en esos caballos házmelo saber. —El general estrechó la mano de Demonio y luego le dedicó una sonrisa a Flick—. Acompaña a Demonio al establo, ¿quieres, querida? Hace un día estupendo. —Con su benigna sonrisa habitual, el general los despidió en los ventanales, abiertos de par en par frente a la terraza—. Disfrutad del buen tiempo mientras podáis.

Al otro lado de la mesa, Flick se encontró con la mirada fija de Demonio. Lo último que quería era acompañarlo al establo, estaba molesta con él, con su comportamiento. Era como si le hubiesen negado algo que quisiese… ¡por amor de Dios! ¡Estaba enfadado! Y todo porque las cosas no habían salido según sus planes, porque ella le había ahorrado aquel gesto grandilocuente y no había llegado a interpretar el papel que esperaba, el héroe que se sacrifica heroicamente.

Flick inspiró profundamente y contuvo el aliento. Con los labios fruncidos, sostuvo la mirada de Demonio con aire desafiante, casi beligerante.

Él se limitó a arquear una ceja, agravando el desafío; dando un paso atrás, señaló a la terraza.

A Flick le pareció oír que golpeaba la mesa que los separaba con la mano enguantada.

Con la cabeza bien alta, la joven rodeó la mesa y fue la primera en cruzar la puerta, bajar los escalones y echar a andar por el césped. Cuando con paso rápido y enérgico, rabioso, llegó a la mitad de la extensión de césped, se dio cuenta de que él no la seguía.

Se detuvo en seco y, al volverse, lo vio caminando despacio, sin prisa, siguiéndola de lejos. Flick hizo rechinar los dientes y esperó durante largo rato a que él le diera alcance. En cuanto lo hizo, se volvió con brusquedad y, levantando la nariz en un ángulo digno de su ira, se dispuso a adecuar su paso al de él y empezó a caminar a paso lento y pausado unos pocos centímetros por delante.

Tras un par de pasos, una oleada de calor le recorrió la nuca, que su vestido dejaba al descubierto. La extraña sensación se desplazó hacia abajo y se propagó por sus hombros hasta alcanzarle la columna vertebral. Se detuvo en el hueco de su espalda y, a continuación, a un ritmo exacerbadamente lento, descendió más abajo, y más abajo aún…

Contuvo la respiración y se detuvo para alisarse una arruga imaginaria de la falda. En cuanto Demonio le dio alcance, se incorporó y se puso a su lado, rezando porque el rubor de sus mejillas, ahora ya más desvaído, hubiese desaparecido.

Mordiéndose la lengua para no proferir toda clase de palabras impropias de su condición, mantuvo un tenso silencio. Él se paseaba tranquilamente junto a ella y no le dio razón alguna para atacarlo.

Los mozos de cuadra los vieron cuando salieron de debajo de la glicina y corrieron en busca de los caballos de Demonio.

Cuando se detuvo a la entrada del patio del establo, a Flick se le agotó la paciencia.

—No entiendo por qué no estás agradecido —le susurró. Tenía la mirada fija en los mozos, que estaban colocando los arreos a los caballos.

—¿Ah, no? Entonces, tal vez sea ese el problema.

—Pero es que no hay ningún problema.

—Permíteme que discrepe. —Hizo una pausa y, a continuación, añadió—: Además, tienes una mirada furiosa.

Se volvió y lo miró a los ojos.

—¡Es que estoy furiosa contigo!

—Ya me he dado cuenta.

—¡Eres imposible!

—¿Quién? ¿Yo?

Por un instante, los ojos azules de Demonio parpadearon con estupefacción, y lo cierto es que Flick advirtió que era sincero en su asombro. Rápidamente, Demonio escudriñó su rostro y la miró fijamente.

—Dime una cosa —murmuró, mirando de reojo a los mozos de cuadra—: ¿Piensas casarte con Dillon algún día?

—¿Con Dillon? —Lo miró perpleja, ajena al hecho de que se había quedado boquiabierta—. ¿Casarme con Dillon? Tú estás loco. Como si fuera capaz de casarme con semejante… semejante… don nadie… con ese majadero… un hombre sin dignidad. Un… ¡botarate!

—De acuerdo, olvida la pregunta.

—Para tu información, no tengo intención de casarme con ningún caballero a menos que a mí me dé la real gana. Y, desde luego, no me casaré sólo por alguna absurda norma social. —Se le quebró la voz por el esfuerzo de hablar gritando. Tomó aliento y prosiguió—: En cuanto a tu oferta… Bien, ¡por mí, como si me dices que tengo que casarme por culpa de un ratón!

Los caballos de Demonio llegaron al trote, guiados por un eficiente mozo de cuadra. Demonio le dio las gracias lacónicamente y tomó las riendas. Encaramándose al pescante, se sentó y la miró.

Con los ojos encendidos, Flick señaló con aspereza:

—Sigo sin entender por qué no estás agradecido, sabes perfectamente que no quieres casarte conmigo.

La miró con una expresión pétrea, sus ojos parecían diamantes azules. Sostuvo su mirada desafiante y luego sacó pecho.

—No tienes ni idea —murmuró, vocalizando con precisión aterradora— de lo que yo quiero.

Sacudió las riendas y los caballos echaron a correr. Abandonó el patio del establo y desapareció por el camino.