Capítulo 11
DEMONIO salió para Londres justo después del alba. Ansioso por llegar a la capital y al despacho de Heathcote Montague, que se encargaba de algunos de los negocios de los Cynster, mantuvo sus caballos al galope durante todo el camino. Después de darle muchas vueltas se le había ocurrido una posible vía alternativa para identificar a los miembros de la organización.
A espaldas de Flick, había ido a visitar a Dillon y le había pedido la lista de las carreras que había amañado. Luego, después de que le hiciesen algunos favores en Newmarket, consiguió las cifras (incluyendo las de algunos corredores de apuestas) necesarias para calcular cuánto dinero habían conseguido con las carreras amañadas. Cuando vio los resultados de sus primeros cálculos no pudo evitar arquear las cejas furiosamente: la cantidad era lo bastante exorbitante como para pensar que Montague tal vez sería capaz de seguirle el rastro. Una parte del total ya dejaría una huella identificable en alguna parte de la capital financiera.
Valía la pena intentarlo.
La carretera corría a toda velocidad bajo las ruedas de la calesa. El pensamiento de Demonio volvió hacia atrás… hacia Flick. Le vencía la impaciencia, una necesidad imperiosa de darse prisa… para volver cuanto antes a Newmarket.
Frunciendo los labios, desechó la molesta preocupación que le venía acechando desde que se había marchado: ¿en qué lío podía meterse ella en sólo dos días? Se quedaría en Londres una sola noche. Bletchley parecía tranquilo y Gillies seguiría sus órdenes. Todo iría bien.
Con la mirada fija en la carretera, arreó a los caballos.
Tres horas más tarde, ataviada con elegancia con su traje de montar de terciopelo y encaramada en lo alto de Jessamy, Flick salió hacia Newmarket Heath.
Por supuesto, esperaba ver a Bletchley observando con calma el último de los entrenamientos de la mañana tal como había estado haciendo la semana anterior.
Para su consternación, no lo vio. Tampoco encontró a Gillies, Cross o Hills. Sentada en lo alto de su silla, examinó las pistas, los montículos de hierba donde pacían las últimas manadas. Luego se volvió y dio un vistazo a las pistas circundantes: fue inútil.
—¡Justo lo que faltaba! —exclamó. Tiró de las riendas de Jessamy para que se diese la vuelta, y se fue directamente a la ciudad.
Sin saber qué hacer, Flick avanzó con Jessamy por la calle empedrada. La mayoría de los viandantes pertenecían al mundillo de los caballos: mozos de cuadra, ayudantes, entrenadores, jinetes… Algunos la conocían y la saludaron respetuosamente, y todos examinaron a Jessamy con mirada profesional, de admiración. Flick apenas se percató de ello.
¿Dónde se hospedaba Bletchley? No lograba recordar el nombre de la posada. Demonio había dicho que no estaba en Newmarket, sino en algún lugar al norte. Pero ¿qué les había pasado a Gillies y a los demás? Habían estado vigilando a Bletchley durante todo aquel tiempo y no había habido complica… ¿acaso los había descubierto y…?
¿Y qué? No tenía idea.
Con obstinación, prosiguió hacia el norte por High Street, con el insensato propósito de preguntar en las posadas del norte de la ciudad. Hacia la mitad de la calle, se topó con Rutland Arms, la principal posada de posta. El cochero del correo estaba agachado como una enorme cucaracha negra delante de la puerta principal de la posada y Flick echó un vistazo a los pasajeros que estaban a punto de subir a la diligencia.
Un destello de color rojo le llamó la atención y frenó bruscamente. Alguien gritó una imprecación a sus espaldas, y se volvió.
—¡Huy! Lo siento.
Flick se ruborizó y se apresuró a apartar a Jessamy a un lado para dejar paso a un grupo de caballos de carreras. La larga fila de caballos con sus jinetes le ofreció la cobertura perfecta: protegida por su presencia, se dispuso a examinar el otro lado de la calle.
—¡Estupendo! —A Flick se le iluminaron los ojos cuando vio a Bletchley, con su pañuelo rojo, encaramándose al pescante del carruaje. Entonces frunció el ceño—. ¿Por qué se va a Bury St. Edmunds?
El guardia levantó la vara y sopló por su silbato para advertir de la salida inminente del vehículo. Cargada de hombres, al parecer muy bulliciosos, la diligencia empezó a avanzar pesadamente por High Street.
Flick se la quedó mirando. Si bien no tenía ni idea de por qué Bletchley se iba a Bury St. Edmunds, no parecía probable que se dirigiese a una población más cercana, pues, de hecho, no había ninguna parada intermedia.
Tenía que encontrar a Gillies, y averiguar qué les había pasado a él, a Hills y a Cross. Rápidamente tiró de las riendas y dio media vuelta en dirección a la caballeriza de Demonio… Y entonces vio a Gillies a lomos de un jamelgo a unos diez metros de distancia. Lanzando una exclamación, se acercó con Jessamy.
—¿Lo has visto? —dijo, colocándose a su lado—. Bletchley se ha ido a Bury St. Edmunds.
—Sí. —Gillies recorrió la calle con la mirada siguiendo la estela del vehículo.
—Bueno —insistió Flick mientras apaciguaba a Jessamy—, será mejor que lo sigamos.
Gillies la miró sorprendido.
—¿Seguirlo?
—Pues claro. —Flick frunció el ceño—. ¿No es eso lo que se supone que tienes que hacer?
Gillies no parecía muy convencido.
—¿Dónde están Hills y Cross? —preguntó Flick con impaciencia.
—Hills está en la cuadra, fue el último en realizar la vigilancia. Cross está por allí. —Gillies señaló hacia delante con la barbilla—. Ha vigilado a Bletchley esta mañana.
Flick localizó al lúgubre Cross: estaba apoyado en la entrada de un edificio al otro lado de la calle.
—Sí, bueno, pues ahora que Bletchley ha hecho un movimiento tendremos que organizamos para seguirlo.
—¿Ah, sí?
Flick miró a Gillies con un gesto de sorpresa.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? ¿Es que Demonio no te ha dado instrucciones de seguir a Bletchley?
Gillies la miró y, a continuación, sin pronunciar una sola palabra, negó con la cabeza.
Flick se quedó perpleja; no entendía lo que estaba pasando, ella había encontrado a Gillies y Cross a pocos metros de Bletchley.
—Entonces, ¿cuáles son tus órdenes?
Guilles la miró: tenía el rostro demudado, y sus ojos parecían los de un cachorro tristón.
—Seguirla a usted, señorita, y evitar que se meta en líos.
Flick estuvo a punto de decirle a Gillies todo lo que pensaba acerca de la arrogancia de su jefe, de su engreimiento desmesurado, de su ridículo ego masculino, pero estaba en un lugar público, y muy concurrido, así que se esforzó por contenerse.
Cuando Flick llegó al Heath, entonces desierto, seguida a regañadientes por Gillies y Cross, ya se había calmado… y sólo estaba de un humor de perros.
—No me importa cuáles sean las órdenes que os diese antes de marcharse, no tenía previsto que Bletchley iba a marcharse, pero lo ha hecho, así que debemos improvisar.
Gillies no salía de su asombro.
—El jefe fue muy explícito, señorita. Dijo que teníamos que mantener aquí el fuerte y no realizar ninguna maniobra brusca o precipitada. Además, no hace falta que sigamos a Bletchley a Bury, lo más probable es que cuando quiera volver a Londres tenga que volver a pasar por aquí en la diligencia.
—¡No se trata de eso! —exclamó Flick.
—¿Ah, no? —De pie junto a ellos, Cross miró a Flick entrecerrando los ojos—. Pues creía que se trataba de eso, de vigilarlo en Newmarket y ver con quién hablaba aquí.
—No sólo aquí. —Flick inspiró hondo para tratar de calmarse—. Tenemos que controlar con quién habla dondequiera que vaya. Podría ir a Bury a reunirse con sus jefes.
Cross parpadeó.
—No creo, estará…
Gillies empezó a toser, y lo hacía con tanta virulencia que Flick y Cross lo miraron con preocupación. Mientras parpadeaba, negaba con la cabeza, agitando la mano hacia delante y hacia atrás en un ademán negativo.
—No pasa nada —le dijo a Flick sin dejar de mirar a Cross con ojos brillantes e incisivos.
Cross se puso pálido de repente.
—Ah. Oh. Muy bien… bien.
Flick lo miró con el ceño fruncido.
—Tenemos que organizamos para montar guardia y vigilar a Bletchley cuando llegue a Bury. La diligencia tarda horas, así que tenemos tiempo.
—Pero es que… no es tan sencillo, señorita. —Gillies intercambió una mirada con Cross—. Tanto Cross como Hills tienen trabajo en la caballeriza, no pueden marcharse a Bury así como así.
—Ah, vaya. —Flick miró a Cross, y este asintió.
—Sí, no podemos dejar a los mozos a sus anchas.
Flick hizo una mueca de fastidio. Era primavera, y la caballeriza sería un hervidero de actividad. Llevarse de una caballeriza a dos capataces expertos era en aquellos momentos imposible, sobre todo tratándose de una tan importante como la de Demonio. Con aire distraído, intentó apaciguar a Jessamy, que meneaba la cola cada vez con más inquietud.
Cuando levantó la vista, Flick descubrió a Gillies y a Cross intercambiando una mirada que no supo cómo interpretar, casi parecían complacidos.
—Bueno —dijo—, puesto que no podemos dejar que Bletchley se pasee por ahí sin vigilancia, tendré que ir yo misma a Bury.
La reacción de Gillies y Cross no fue difícil de interpretar: abrieron los ojos como platos y se quedaron boquiabiertos.
Gillies fue el primero en recobrarse.
—Pero… pero… no puede ir sola, señorita. —Tenía los ojos desencajados.
—No, pero no quiero llevarme a mi dama de compañía —contestó ella con gesto ceñudo. A continuación miró a Gillies—. Tú también tendrás que venir.
El lúgubre Cross negó con la cabeza.
—No, no pretende usted ir a Bury ahora. —Miró a Flick con aire esperanzado.
Ella le devolvió la mirada.
—Puesto que Bletchley se ha ido, supongo que tienes que volver a la caballeriza, ¿no es así?
Cross asintió con gesto cansino.
—Sí, será mejor que regrese. Le diré a Hills que ya no tenemos que vigilar al pichón.
Con los labios apretados, Gillies asintió.
Cuando Cross echó a andar, Flick miró a Gillies y lo paralizó con el brillo combativo de sus ojos.
—Será mejor que hagamos planes sobre cómo vigilar a Bletchley en Bury St. Edmunds.
Gillies se puso rígido.
—Señorita, de verdad, no me parece sensato…
—Gillies. —Flick no alzó la voz, pero con su tono le hizo callar en el acto—. Voy a ir a Bury a vigilar a Bletchley. Lo único que tienes que decidir es si me acompañas o no.
Gillies estudió su rostro y luego lanzó un suspiro.
—Tal vez sea mejor que hablemos con el señorito Dillon. Teniendo en cuenta que lo hacemos por ayudarlo a él y eso… —Flick torció el gesto, y Gillies contuvo el aliento y añadió—: ¿Quién sabe? A lo mejor el señorito Dillon tiene alguna idea de lo que Bletchley está haciendo en Bury…
Flick parpadeó y luego arqueó las cejas.
—Tienes razón. Dillon tal vez lo sepa, o pueda imaginárselo. —Miró a su alrededor; era la hora del almuerzo y el Heath estaba vacío—. Tengo que volver a casa a almorzar o me echarán en falta. Reúnete conmigo al principio de la pista que lleva a la casita en ruinas a las dos en punto.
Gillies asintió con gesto de resignación.
Flick le devolvió el asentimiento con brusquedad, y luego espoleó Jessamy y emprendió su regreso a casa.
Tras dar buena cuenta de un almuerzo en White’s, Demonio se retiró a la sala de lectura con una taza de café y un periódico de grandes dimensiones tras el que poder ocultarse. Esto último se debía a su encuentro con Edward Ralstrup, un viejo amigo con el que había almorzado.
—Esta noche hay una fiesta en Hillgarth’s. Los mismos de siempre, por supuesto. —Edward le miró con los ojos brillantes y le dedicó una sonrisa de complicidad—. No hay nada como unos cuantos desafíos de alta cuna para entrenarse para la temporada, ¿verdad?
—¿Desafíos? —Inmediatamente, pensó en Flick.
La expresión de Edward era de gozosa expectativa.
—Lady Onslow, lady Carmichael, lady Bristow… ¿quieres que siga? Aunque creo que no necesitas más, sobre todo sabiendo que la condesa se muere de impaciencia.
—¿La condesa? —De mala gana, trató de desviar su atención de Newmarket para regresar a la mujer a la que había acompañado a la puerta antes de emprender su camino hacia el norte—. Creí que había vuelto al continente.
—No, no. —Edward le guiñó un ojo—. Al parecer, de repente ha desarrollado un interés especial por todo lo inglés, ¿no lo sabías? Como se rumoreaba que te habías ido al norte por un tiempo indefinido, Colston intentó hacer alguna aproximación, pero al parecer está decidida a esperar… Bueno, su descripción exacta fue hasta que haya «algo mejor».
—Ah. —Sintió una profunda nostalgia de Newmarket.
Edward no se percató de la falta de entusiasmo de su respuesta.
—Después de Hillgarth’s, si todavía estás de pie, por así decirlo, tenemos el baile de la señora Melton. Estoy seguro de que allí también habrá mucha acción. Y luego, mañana…
Dejó que Edward siguiera hablando mientras su mente divagaba hasta regresar a Newmarket, donde lo esperaba su ángel de cabellos dorados, ignorante de las cuestiones sensuales, y, por tanto, de la existencia de «algo mejor».
—Bueno, ¿qué me dices? ¿Te recojo a las ocho?
Tuvo que recurrir a todas sus dotes de persuasión para convencer a Edward de que no estaba interesado, ni en la condesa ni en los muchos otros placeres que le ofrecía la ciudad. Al final, logró escabullirse diciéndole a Edward que tenía que partir de nuevo hacia el norte al amanecer y que si se pasaba toda la noche de juerga podía poner en peligro a sus caballos. Puesto que su preocupación por sus bellezas equinas era cosa conocida en toda la sociedad londinense, Edward acabó por aceptar que Demonio hablaba en serio.
—Y además —añadió Demonio en un arranque de inspiración—, puedes hacer correr la voz entre la hermandad de que renuncio a cualquier derecho sobre la condesa.
—¡Oh! —Edward se animó al oír aquello—. Sí, así lo haré. Eso nos va a proporcionar no poca diversión.
Eso era precisamente lo que esperaba Demonio. La condesa era una mujer muy exigente y absorbente. Si bien su cuerpo exuberante le había proporcionado un enorme deleite pasajero, por el que había pagado generosa y sustanciosamente, no tenía ninguna duda de que su interés por ella había sido meramente eso, pasajero. De hecho, se había evaporado el mismo día en que había emprendido su viaje hacia el norte.
Se hundió en un mullido sillón, desplegó el periódico frente a él, como si fuera un muro, y se dispuso a tomarse el café y a pensar en el descubrimiento que suponía para él que la vida que hasta entonces había conocido, la vida de un calavera en el esplendoroso mundo de la alta sociedad, ya no le resultase atractiva. Todavía se imaginaba asistiendo a bailes y a fiestas… siempre y cuando lo acompañase cierto ángel de pelo rubio. Le enseñaría las distracciones que ofrecía la ciudad y disfrutaría viendo la expresión de sus ojos grandes.
Pero ¿los bailes sin Flick?
¿Cualquier cosa sin Flick?
Dio un largo sorbo de café. Esto, pensó sombríamente, era lo que ocurría cuando el destino apresaba a un Cynster en sus garras.
Estaba en Londres, una ciudad repleta de beldades, un asombroso número de las cuales aceptarían gustosas mostrarle a Demonio todos sus encantos… y a él no le interesaban. Ni las beldades, ni sus encantos, desnudos ni de cualquier otro modo.
La única mujer que le interesaba era Flick. Recordó haber pensado que eso nunca iba a sucederle, que nunca iba a sentirse satisfecho con una sola mujer. Pero le había ocurrido: ahora la única mujer para él era Flick.
Y estaba en Newmarket. Con un poco de suerte, portándose bien; componiendo jarrones de flores, leyendo novelas y jugueteando con sus dedos. Posiblemente, pensando en el deseo.
Se removió en su asiento y luego frunció el ceño. Daba lo mismo el lugar donde la colocase, la imagen de una Flick paciente no resultaba convincente.
Al cabo de diez minutos, bajó las escaleras de White’s en dirección a las caballerizas que albergaban a sus animales. No tenía razón alguna para no marcharse de Londres de inmediato: ya había hablado con Montague y había estado una hora entera explicándole los pormenores del asunto de las carreras amañadas. Montague había hecho unos cuantos cálculos y le había ofrecido sus consejos. La cantidad de dinero era astronómica, y tenía que aparecer en alguna parte.
Montague tenía contactos de los que Demonio prefería no saber nada. Había dejado a su gerente, a quien le apasionaban los retos financieros, con un brillo en la mirada. Si había algún modo de seguir la pista de los miembros de la organización a través del dinero que se habían llevado, Montague lo encontraría; Demonio, por tanto, tenía vía libre para volver a Newmarket para vigilar a Bletchley y cortejar a Flick.
Demonio examinó su atuendo: un traje de ciudad compuesto de pantalones, chaqueta y zapatos. No tenía razones para cambiarse de ropa. No era probable que Flick se diera cuenta de que no se había detenido a cambiarse para poder volver corriendo a su lado y mucho menos que sacase conclusiones de ello.
Torciendo los labios irónicamente, apretó el paso y se dirigió a la caballeriza.
—¿A Bury St. Edmunds? —Dillon miró a Flick con el ceño fruncido y luego se desplomó en la silla que encabezaba la vieja mesa—. ¿Por qué allí?
Flick se acercó un taburete y le indicó a Gillies que se sentase en el otro, deseando en su fuero interno que se tratase de su jefe y no de él.
—Esperábamos que tú nos lo dijeses, pero es obvio que no lo sabes.
Dillon negó con la cabeza, con una expresión de total desconcierto en los ojos.
—Nunca se me habría ocurrido que Bury pudiese tener algún atractivo, al menos para alguien como Bletchley.
—Bueno —anunció Flick en tono eficiente—, en ese caso tendremos que ir a Bury y averiguar cuál es ese «atractivo». A mí tampoco se me ocurre ninguna razón que explique que Bletchley haya querido ir allí, a no ser que vaya a reunirse con sus jefes.
Gillies, que había estado escuchando con mucha atención sin dejar de mirar a Dillon con recelo, carraspeó antes de hablar.
—Hay un combate de boxeo profesional mañana por la mañana en Bury St. Edmunds; probablemente esta es la razón de que Bletchley se haya ido allí. El actual campeón de Inglaterra va a subir al ring para enfrentarse a un nuevo adversario.
—¿De verdad? —La apatía de Dillon se había esfumado, ahora era todo energía y jovialidad.
—Un combate de boxeo… —murmuró Flick, en el tono de alguien que acaba de sufrir una gran decepción.
Gillies arrugó la frente y miró primero a Dillon y luego a Flick.
—Sí, así que va a haber un montón de sangre, golpes y tipos peligrosos venidos de Londres. La ciudad va a estar plagada de ellos.
—¡Maldita sea! —Dillon se echó hacia atrás con gesto preocupado. Gillies dejó escapar un suspiro de alivio—. Una pelea así, tan cerca de aquí, y yo no puedo aparecer por allí. —Dillon hizo una mueca de disgusto y miró a Flick, invitándola a solidarizarse con él.
Pero ella no lo estaba mirando. Sonriendo, con el rostro encendido, dio un golpe sobre la mesa.
—¡Ya lo tengo!
Gillies dio un respingo.
—¿El qué, señorita?
—¡Es el combate de boxeo! Claro, es el lugar idóneo para que Bletchley se reúna con sus jefes. —Con una expresión triunfal, extendió las manos—. Es evidente: los miembros de la organización pueden venir de Londres y reunirse con Bletchley sin despertar sospechas, siguiendo con sus actividades habituales y yendo a los lugares que frecuentan normalmente. Un combate de boxeo es perfecto.
Gillies palideció.
—No… yo no…
—¿Sabes qué? —Intervino Dillon—. Tal vez tienes razón.
—Pues claro que tengo razón. —Flick arrojó sus guantes de montar sobre la mesa—. Ahora tenemos que decidir cómo vamos a vigilar a Bletchley en Bury, teniendo en cuenta que sólo estamos Gillies y yo para turnarnos.
Tanto Flick como Dillon fruncieron el entrecejo. Gillies los miraba consternado.
—El jefe no querrá que vaya a ninguna pelea de boxeo, señorita. —Mientras hablaba se dirigía a Flick, pero luego miró a Dillon.
Dillon arrugó la nariz.
—Será peligroso, pero el combate tiene que ser el lugar de encuentro entre Bletchley y sus jefes. Alguien tiene que vigilarlo.
Gillies inspiró hondo.
—Iré yo.
Dillon miró a Gillies, y luego hizo una mueca desdeñosa.
—No pretendo subestimar tu capacidad, Gillies, pero para una sola persona resulta muy difícil vigilar a alguien todo el tiempo, en medio de una multitud.
—Desde luego. —Flick arrugó el ceño—. Además, ¿y si la reunión tiene lugar arriba, en la posada, en una habitación privada? Yo puedo subir. —Miró a Gillies—. Y tú no.
—Bueno —señaló Dillon—, tú tampoco podrás si vas disfrazada de mozo de cuadra.
—No voy a ir disfrazada de mozo de cuadra.
Dillon y Gillies miraron a Flick al unísono, Dillon con curiosidad y Gillies con aprensión. Flick esbozó una sonrisa resuelta.
—Voy a hacerme pasar por viuda. Tengo que poder conseguir una habitación para pasar la noche.
—¿Pasar la noche? —repitió Dillon. Gillies se limitó a mirarla, perplejo.
—La mayor parte de los espectadores de Londres llegarán esta noche, ¿verdad? —Flick miró a Gillies.
—Sí. —Su tono era débil.
—Bueno, en ese caso, si van a reunirse, lo harán esta noche o mañana, es decir, después de la pelea. —Flick frunció el ceño—. Si yo me encargase de organizar esa reunión, seguramente la celebraría esta noche. Habrá un montón de grupos que pasarán juntos la velada, así que unas cuantas personas que se reúnan en una sala privada no despertarán sospechas. Sin embargo, si celebran la reunión mañana, tras la pelea, parecerá bastante extraño, ¿verdad? —Miró a Gillies—. Me imagino que la mayoría de los londinenses se marcharán directamente, ¿no es así?
Gillies asintió con rigidez.
—Bien. —Flick asintió bruscamente—. The Angel es la posada principal de Bury, y es muy probable que todo el mundo se reúna allí, así que ahí es donde me hospedaré. La convertiremos en nuestro cuartel general. Entre los dos, Gillies y yo deberíamos ser capaces de vigilar a Bletchley a todas horas.
—The Angel estará completa —protestó Gillies—. No podrá conseguir habitación ahí.
Flick lo censuró con la mirada.
—Conseguiré una habitación, no te preocupes por eso.
—Has dicho que te harás pasar por viuda —dijo Dillon—. ¿Por qué una viuda precisamente?
La sonrisa decidida de Flick se intensificó.
—En primer lugar —explicó, señalando uno de sus dedos—, al parecer los hombres siempre consideran que las jóvenes viudas necesitan una protección especial, lo cual me ayudará a conseguir habitación. En segundo lugar, las viudas pueden llevar velos que les tapen la cara sin despertar sospechas. En tercer lugar, una viuda puede viajar sola o, al menos, únicamente con su cochero. —Miró a Gillies—. Si prefieres quedarte aquí a esperar a tu jefe, puedo decirle a Jonathan que me lleve. —Jonathan era el cochero de Hillgate End.
Gillies negó enérgicamente con la cabeza.
—Yo la acompañaré. —Añadió, mascullando—: Esas eran mis órdenes y, aunque yo intente salvar mi cabeza, por este asunto van a rodar bastantes.
Gillies miró a Dillon e hizo una última intentona.
—Esto no le va a gustar nada al jefe.
Flick tampoco creía que Demonio aprobase lo que estaba a punto de hacer, pero no pensaba subrayar lo obvio.
Sin embargo, Dillon sí lo hizo.
—Es una pena que Cynster no esté aquí.
—Sí, pero no está. —Flick recogió los guantes y se puso en pie—. Así que es asunto nuestro. —Miró a Gillies—. Ven a los establos de la mansión en cuanto puedas; quiero marcharme dentro de una hora.
El carruaje de la mansión estaba en perfecto estado, y el trayecto de Newmarket a Bury St. Edmunds no se hizo demasiado largo. Entraron en la ciudad cuando desaparecían los últimos vestigios del día en el cielo de poniente.
Se incorporaron a la larga cola de calesas, carruajes, calesines y carros que avanzaban muy lentamente por la calle principal.
Flick se asomó por la ventanilla del carruaje y se quedó asombrada al ver la cantidad de vehículos que abarrotaban la carretera habitualmente poco transitada. El repiqueteo de los cascos de los caballos, el restallido de los látigos y los innumerables improperios y blasfemias subidas de tono inundaban el aire. Una muchedumbre de hombres había tomado las calles: trabajadores de ropa modesta, terratenientes con trajes de tweed y caballeros de toda clase, desde el elegante hasta el crápula de aire aristocrático pasando por los típicos dandis y petimetres que repasaban con descaro a cualquier mujer que tuviera la insensatez de aparecer ante su vista.
Recostándose en su asiento, Flick se alegró de llevar puesto aquel tupido velo. No sólo le ocultaba el rostro, sino también sus rubores. Examinó su vestimenta y deseó haberse preocupado un poco más en encontrar un vestido más adecuado para una viuda, uno de cuello alto y faldas voluminosas, a ser posible totalmente negro. Con las prisas, se había puesto uno de sus vestidos de día, un traje de gasa con escote y cintura alta y en su tono favorito de azul lavanda. No parecía una viuda en absoluto, y sospechaba que la hacía muy joven.
Tendría que acordarse de no quitarse la capa cuando saliese de la habitación. Por suerte, la capa era perfecta: voluminosa, gruesa, oscura y con una capucha grande. Había sacado el tupido velo de encaje negro de un viejo baúl que recordaba de sus juegos de infancia. Puede que estuviese pasado de moda, pero eso era precisamente lo que necesitaba: le tapaba la cabeza por completo, el pelo y la cara, y ensombrecía cualquier rasgo identificable sin por ello dificultarle la visión. Y es que necesitaría ver, y ver muy bien, para interpretar el papel que iba a interpretar.
Con el velo en la cabeza, la capucha levantada y el conjunto asegurado con dos alfileres, estaba segura de que nadie la reconocería. Mientras no se quitase la capa, todo iría bien.
Cogió su bolso de redecilla, que también había rescatado del viejo baúl, y esperó con impaciencia a que apareciese el cartel del Ángel. El carruaje traqueteó, se detuvo, y luego traqueteó una vez más y volvió a detenerse. Las ruedas rechinaron contra la gravilla y Flick se tapó rápidamente los oídos para no oír las maldiciones que el cochero lanzó a continuación.
Con la mirada clavada en la pared del carruaje, Flick repasó sus planes. Hasta entonces todo había salido bien. Le había dicho al general que de repente le habían entrado ganas de visitar a una amiga, Melissa Blackthorn, que por suerte vivía en las cercanías de Bury St. Edmunds. A lo largo de los últimos diez años, Flick y Melissa se habían visitado la una a la otra de manera informal, sin previo aviso. El general siempre estaba en casa y los Blackthorn no salían nunca, de modo que siempre había alguien para recibirlas. Así pues, le dijo que se iba a visitar a Melissa y que, como de costumbre, se quedaría allí a pasar la noche.
Tanto el general como Foggy habían aceptado su decisión con demasiado entusiasmo para su gusto. La sonrisa comprensiva del general y la suave palmadita en la mano le habían dado la firme impresión —y estaba segura de que no se equivocaba— de que el general creía que era la ausencia de Demonio lo que la había alentado a visitar a Melissa, que su ausencia era la causa de su desasosiego.
Flick no estaba segura de cómo se sentía a ese respecto; irritada, sí, pero de una forma un tanto extraña. Frunciendo el ceño, miró por la ventana y se levantó de improviso. Estaban pasando por el patio principal de The Angel, un mar de hombres y chicos que andaban en una u otra dirección. La mayoría de los visitantes seguía tratando de encontrar un lugar donde dormir. Flick rezó con mucho empeño porque la segunda parte de su plan tuviese éxito. Al cabo de un instante, el carruaje dio una sacudida, viró y pasó por debajo del arco para dirigirse al patio del establo de The Angel… donde reinaba el caos.
Gillies detuvo a los caballos y dos mozos de la posada acudieron raudos y eficientes. Uno de ellos abrió la portezuela y bajó la escalerilla, mientras que el otro corrió al portamaletas. Flick dejó que el primero la tomase de la mano y la ayudase a apearse, y cuando el segundo, al descubrir que el portamaletas estaba vacío, volvió sin saber qué hacer, ella señaló el interior del carruaje.
—Mi bolsa está ahí dentro.
Hablaba en tono indiferente; había decidido emplear un tono de voz más grave y ronco para parecer mayor, más autoritaria. Al parecer, funcionaba. Después de recoger la pequeña bolsa, los dos mozos de la posada permanecieron de pie con aire reverente hasta que Gillies, que había ido a entregar los caballos a los palafreneros, regresó.
Levantando los brazos y colocando las palmas hacia arriba para acompañar la escena, Flick se volvió con aire teatral y dio inicio a su farsa.
—¡Santo cielo, Giles! ¡Mira cuantísima gente! ¿Qué está pasando?
Gillies se la quedó mirando boquiabierto.
Uno de los mozos respondió:
—Es un combate de boxeo. En Cobden, mañana por la mañana.
—¡Un combate de boxeo! —Llevándose la mano al pecho, Flick retrocedió un paso—. ¡Dios mío, qué horror! —Miró a su alrededor y luego hacia la posada—. Espero que al posadero le quede alguna habitación, porque no podría recorrer un solo kilómetro más.
Por debajo del velo, fulminó a Gillies con la mirada.
Un momento después, este repuso en tono grave:
—Por supuesto que no, señora.
Al menos se había acordado de dirigirse a ella como «señora».
—Ven, Giles. Debemos hablar con el posadero inmediatamente. —Señalando con teatralidad la puerta principal de la posada, se arremangó la falda y guio el camino. Al oír su tono de voz femenino, aderezado con una pizca de angustia inminente, más de uno se había vuelto, pero, tal como había previsto, los mozos de la posada, respondiendo a su estilo dramático, la siguieron muy de cerca, ansiosos por no perderse la siguiente escena; junto al recién bautizado Giles, despejaron el camino hacia la puerta de la posada.
Más allá de la puerta había una amplia área de recepción presidida por un largo mostrador al frente del cual se hallaban tres individuos muy atareados: el posadero, su esposa y su hermano. El mostrador estaba abarrotado de hombres, y Flick sólo veía a las personas que había detrás. Entre ella y el mostrador se alzaba un muro de hombros masculinos.
Habían pasado años desde la última vez que había estado en The Angel, pero Flick reconoció al posadero y fue directamente a hablar con él, agradeciendo en el alma que la esposa de este tuviese que ir a atender a un cliente en el otro extremo del mostrador. Los solícitos mozos de la pensión, al verla tan indefensa en medio de aquel ajetreo, empezaron a dar voces y a levantar su bolsa en el aire.
—Haced sitio para que pase esta señora.
Flick les habría dado un beso allí mismo.
Los caballeros volvieron la cabeza al oír que había allí una dama; cuando se fijaron en su capa y su velo negro, se retiraron educadamente para abrirle paso. Los mozos y Gillies la condujeron hasta el mostrador; sin embargo, cuando lo alcanzó, estos retrocedieron y la rodearon multitud de caballeros que no dejaban de mirarla con suma curiosidad.
Al verla, el posadero parpadeó y, con gesto de preocupación, dijo:
—¿En qué puedo ayudarla, señora?
Flick se armó de valor.
—Bondadoso señor —empezó a decir con voz temblorosa—, acabo de llegar a su ciudad y me he encontrado con todo este gentío.
Depositó su bolso negro de redecilla sobre el mostrador y lo sujetó con fuerza para que al posadero no le pasara desapercibido el enorme topacio que llevaba en uno de sus dedos enguantados. No era una piedra cara, pero tenía un tamaño y un diseño impresionantes; el posadero abrió los ojos como platos. Mirando a su alrededor con nerviosismo, afirmó:
—Ya he hecho muchos kilómetros el día de hoy, no puedo hacer uno más. Mis caballos, también… —Dejó que las palabras se extinguiesen, como si la situación estuviese a punto de superarla.
Se volvió hacia el posadero y, mirándolo con una expresión de súplica, extendió una mano implorante.
—Oh, por favor, señor, dígame que tiene una habitación libre para mí.
Ante su súplica, se hizo el silencio.
El posadero frunció los labios.
—Bueno… —Arrugando la frente, alcanzó el libro de reservas y, entre grandes aspavientos, examinó la lista de habitaciones ante la mirada de Flick, que sabía que ya debían de estar ocupadas.
Tamborileando con el lápiz, el posadero alzó la vista.
—Usted sola, ¿verdad, señora?
Flick dio un largo suspiro.
—Sí. —El monosílabo sonó minúsculo, muy débil—. Yo… —dejó escapar un nuevo suspiro y se aferró a su bolso con más fuerza; las facetas del topacio relucieron— me quedé viuda hace poco… Bueno, lo cierto es que supongo que ya han pasado seis meses. He estado viajando… por mi salud, ¿comprende?
Pronunció las palabras en un susurro levemente entrecortado, con la esperanza de transmitir el grado justo de debilidad femenina. Los labios del posadero formaron un silencioso «Oh» y luego asintió, y bajó de nuevo la cabeza.
Protegida por el velo, Flick echó un vistazo a su alrededor; no era sólo en los ojos del posadero donde relucía el brillo de la codicia.
—Pues yo creo, Hodges —terció uno de sus vecinos—, que tendrás que encontrar una habitación para la señora, no puedes dejarla en la calle en plena noche.
Un asentimiento unánime dominó la sala.
—Por lo menos por el honor de Bury St. Edmunds —contribuyó otro solícito vecino.
El posadero, que ya estaba tachando y reescribiendo nombres en su lista, lanzó una mirada de disgusto a los presentes y eso no fue del agrado de algunos de sus clientes más arrogantes.
—Aparte del honor de la ciudad, está el honor de esta casa, ¿no es cierto? —Ofreciendo a Flick una sonrisa sospechosamente amable, un galán de aspecto atrevido se apoyó en el mostrador—. Estoy seguro, querido Hodges, de que no querrías que se dijese por ahí que eres la clase de posadero que niega cobijo a una viuda.
Flick apretó los dientes y reprimió el impulso de darle a aquel majadero un buen puntapié en la espinilla. Hodges les lanzó una mirada amenazadora.
Por suerte no iba dirigida a ella, sino a aquel majadero.
—Puede usted ahorrarse este tono, señor. He encontrado una bonita habitación para la señora. Conozco mis obligaciones.
Cerró el libro de golpe, se volvió y cogió una de las llaves que colgaba junto a muchas otras del tablón que había tras el mostrador. Para consternación de Flick, todos los hombres que había a su alrededor se inclinaron hacia delante… ¡para ver el número de su habitación!
Se dio cuenta de que se disponía a pasar la noche rodeada de un buen número de defensores de damiselas en apuros, algunos de los cuales tal vez querrían reclamar su recompensa. Sin embargo, cuando el posadero regresó con una llave en la mano, se sintió demasiado aliviada como para preocuparse.
—Venga por aquí, señora. —La llamó desde el fondo del mostrador, donde una amplia escalera conducía al piso de arriba. Luego se volvió hacia la multitud expectante—: Caballeros, supongo que no les importará esperar mientras acompaño a la señora a su habitación…
No era una pregunta. Sonriendo bajo el velo, Flick se dirigió a la escalera. Era evidente que lo que Hodges quería era escabullirse un rato de sus obligaciones.
Gillies se acercó un momento a Flick para murmurarle al oído:
—Iré a ver si encuentro a Bletchley. —Luego se confundió entre la multitud mientras el posadero se reunía con ella.
—Por aquí, señora.
Cinco minutos más tarde habían instalado a Flick en una espléndida habitación dando muestras de extrema caballerosidad y profunda preocupación, lo que la hizo sentir algo culpable. Hodges le informó de que se trataba de su mejor habitación cuando Flick expresó admiración por su gran tamaño y la calidad de los muebles.
Tras sugerirle que tal vez prefiriese cenar en la habitación para evitar a la muchedumbre del piso de abajo, ante lo que Flick expresó su asentimiento de inmediato, Hodges se marchó.
Flick dejó escapar un suspiro, se dirigió a la puerta y la cerró con llave. A continuación se acercó a la cama, se sentó y, después de retirar los alfileres, se quitó la capucha y el velo. Y esbozó una sonrisa triunfal.
¡Lo había conseguido! En la víspera de un combate de boxeo, había conseguido habitación en la posada más importante de la ciudad.
Ahora, lo único que tenía que hacer era encontrar a Bletchley… y seguirlo hasta dar con sus jefes.
Demonio dejó atrás Newmarket y siguió su camino en dirección sur, pasando por el hipódromo y su caballeriza, y cruzando luego el Heath desierto. Cuando fustigó a su caballo, vio morir el último destello de poniente. Anochecía despacio, y la noche se aproximaba con alas silenciosas a lomos de las sombras que se proyectaban sobre el Heath para sumir la campiña en una densa oscuridad. Tenía ante sí su mansión, con su confortable salón y las excelentes cenas caseras de la señora Shephard.
Pero entre él y el bienestar supremo estaba Hillgate End.
Era escandalosamente tarde para realizar una visita social, pero antes de haber tenido tiempo de idear una excusa ya había enfilado el camino de entrada de la mansión. Flick se alegraría de verlo de vuelta tan pronto, y podría decirle si había ocurrido algo en su ausencia. Gillies también se lo comunicaría, claro está, pero prefería oírlo de labios de Flick. Sólo se quedaría un momento, lo suficiente para asegurarse de que todo iba bien.
La calesa se detuvo en la gravilla que se extendía ante la escalinata con un crujido. Un mozo de cuadra o un criado —no le vio bien en la oscuridad— se acercó desde el establo.
—Sólo estaré unos minutos —explicó mientras subía los escalones. Lo suficiente para ver la sonrisa de Flick, para ver cómo cobraba vida su impaciencia porque llegase el día siguiente.
Jacobs le abrió la puerta.
—Buenas noches, Jacobs. —Traspasó el umbral y se quitó los guantes—. ¿Está la señorita Parteger?
—Me temo que no, señor. —Jacobs cerró la puerta y se volvió—. Se ha marchado esta tarde a visitar a una amiga. Tengo entendido que regresará mañana.
Demonio logró disimular el gesto de preocupación; sabía que se le veía en los ojos.
—Una amiga.
—La señorita Blackthorn, señor. Ella y la señorita Parteger llevan varios años visitándose con cierta frecuencia.
—Entiendo. —La idea de que Flick, estando Bletchley en el Heath, hubiese renunciado a sus responsabilidades, o lo que ella consideraba como sus responsabilidades, y se hubiese ido alegremente a visitar a una amiga, como lo haría cualquier otra joven damisela era demasiado absurda, sencillamente. Sin embargo, el semblante tranquilo de Jacobs indicaba que no sabía nada más al respecto. Con un breve asentimiento, Demonio se dirigió a la puerta—. Dile que he venido cuando vuelva.
Jacobs le abrió la puerta.
—¿Y el general?
Demonio vaciló un instante.
—No le moleste. Vendré a verlo mañana.
Bajó rápidamente los escalones y encaminó sus pasos hacia la calesa con un mal presentimiento. Recogió las riendas con gesto distraído, se encaramó al pescante y se sentó. Levantó las manos para arrear a los caballos y miró al mozo.
Entonces se quedó paralizado.
—Tú eres el cochero de la mansión, ¿verdad? —exclamó, frunciendo el ceño.
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí, señor. —Señaló al establo—. Los mozos se han ido a casa, de modo que sólo quedamos el viejo Henderson y yo.
—Pero, si tú estás aquí, ¿quién ha llevado a la señorita Parteger?
El hombre parpadeó, sorprendido.
—Pues… su hombre, señor. Gillies, señor.
Ahora todo empezaba a encajar. Aquello no le gustaba nada. Apretó la mandíbula y se despidió del cochero.
—Ya entiendo. Gracias.
Arreó a los caballos. Cuando llegó a la carretera, los hizo correr al galope.
A Demonio no le esperaban noticias cuando llegó a su hacienda, lo cual le llevó a pensar que Gillies calculaba volver antes de la noche siguiente. Aquello no le daba ninguna pista acerca de dónde se encontraban en esos momentos, de dónde estaban pasando aquella noche ni, lo que era más importante, de qué creían que estaban haciendo; para ser más exactos, qué creía Flick que estaba haciendo, porque dudaba que Gillies estuviese detrás de aquella escapada. Sí le había dado a su capataz instrucciones precisas de que no perdiera de vista a Flick y, por lo visto, Gillies estaba siguiendo sus instrucciones al pie de la letra. Lo cual en cierto modo le resultaba reconfortante.
Tras consultar a los Shephard, que no sabían nada, se detuvo un momento a dejar sus caballos en manos del responsable de su establo e inmediatamente se subió a lomos de Iván y se adentró con él en la noche. Tanto Hills como Cross vivían al norte del Heath; si no le quedaba más remedio, iría hasta allí a verlos, pero primero le haría una visita a Dillon.
Si había pasado algo en su ausencia, cabía la posibilidad de que Flick hubiese acudido a Dillon en busca de consejo. Sea lo que fuere lo que había pasado, tal vez estaba relacionado con Dillon, y tal vez este era la causa de que Flick hubiera tenido que realizar ese viaje. Un sinfín de posibilidades, ninguna de su agrado, se abrían paso en su mente. Espoleó a Iván para que galopase tan rápido como pudiese y enfiló la pista que conducía a la casita en ruinas.
Al entrar en el claro divisó una lucecita que desapareció en cuanto hubo desmontado.
—Soy yo, Demonio.
La luz volvió a encenderse, mostrándole el camino hasta la casa a través de los escombros. Dillon estaba de pie junto a la mesa, con las manos en el candil, y en su rostro había una mezcla de curiosidad y aprensión.
Demonio lo miró a los ojos.
—¿Dónde está Flick?
Dillon sonrió.
—Se ha ido detrás de Bletchley. —Se dejó caer en la silla y le indicó que tomase asiento en el taburete—. Esta vez está convencida de que Bletchley va a reunirse con los jefes de la organización.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Demonio. Haciendo caso omiso del taburete, se detuvo junto a la mesa y, con el rostro demudado, miró a Dillon:
—¿Y tú qué crees?
Dillon abrió mucho los ojos antes de responder:
—Esta vez podría tener razón. —Lo observó mientras Demonio arrojaba los guantes encima de la mesa, y luego esbozó una sonrisa—. Es una lástima que no estuvieras aquí, pero Flick estará allí para ver…
Demonio emitió una especie de gruñido. Asió a Dillon por la pechera de la camisa, lo levantó de la silla, lo zarandeó como si fuera una rata y lo estrelló contra la pared.
La silla se rompió y el ruido retumbó en el silencio. La pared se estremeció.
Con los ojos desorbitados e incapaz de respirar, Dillon le miró fijamente, y vio la ira en sus ojos.
Dillon sólo medía unos pocos centímetros menos que Demonio, pero era mucho más delgado. Demonio sabía que podía partirle la tráquea con un solo brazo y, a juzgar por la expresión de sus ojos, Dillon también lo sabía.
—¿Dónde está? —Hablaba en voz muy baja, y con toda claridad—. ¿Dónde se supone que va a tener lugar ese encuentro?
—En Bury —acertó a decir Dillon. Respiraba con suma dificultad—. Bletchley se ha ido allí, y ella lo ha seguido. Tenía el propósito de intentar encontrar una habitación en The Angel.
—¿De intentarlo? —The Angel era una posada con numerosas habitaciones.
Dillon se humedeció los labios.
—Hay un combate.
Demonio no podía dar crédito a sus oídos.
—¿Un combate?
Dillon intentó asentir, pero no pudo.
—Flick pensó que era evidente, que era muy probable que la organización decidiera reunirse con Bletchley allí. Iban a ir montones de caballeros de Londres y también toda la chusma y la gentuza, bueno, ya sabes… —Se quedó sin aliento y añadió con dificultad—: Parecía lógico.
—¿Qué dijo Gillies?
Dillon miró a Demonio a los ojos y palideció aún más. No logró sostenerle la mirada.
Como no respondía, Demonio lo sujetó con fuerza con ambos brazos.
Dillon contuvo la respiración.
—No quería que fuese, dijo que a ti no te gustaría.
—¿Y tú? ¿Tú qué dijiste?
Dillon intentó encogerse de hombros.
—Bueno, parecía una idea sensata…
—¿Llamas sensato a dejar que una buena chica de veinte años se vaya a pasar la noche a una posada llena hasta los topes de asiduos a los combates de boxeo?
Una ráfaga de mal genio cruzó el rostro de Dillon.
—Bueno, alguien tenía que ir. Teníamos que saber…
—¡Serás cobarde…!
Demonio no le partió la tráquea, pero lo levantó en el aire, lo zarandeó una vez más y volvió a estrellarlo contra la pared. Con dureza.
A continuación lo soltó.
Dillon se desplomó en el suelo con un acceso de tos. Demonio bajó la mirada y lo vio extendido junto a sus botas. Asqueado y furioso, negó con la cabeza.
—¿Cuándo diablos vas a madurar y a dejar de esconderte tras las faldas de Flick? —Se volvió y recogió los guantes—. Si tuviera tiempo, te daría ahora mismo tu merecido… —Volvió la cabeza; cuando Dillon levantó la suya con aturdimiento, Demonio lo miró a los ojos y sonrió—. Considéralo otro castigo del que te ha salvado Flick.
Se adentró en las sombras de la noche, se encaramó a Iván y se dirigió al galope a The Angel.