CAPITULO VII - LOS COCHES VIEJOS

¡ALEGRAOS, hijos de los hombres! Si sucediera que leyerais esto durante la noche, mientras os halláis acostados o sentados, tal como yo lo escribo en las silenciosas horas nocturnas, no debéis lanzar ningún suspiro de alivio y pensar que los buenos caballeros pudieron gozar de un sueño ininterrumpido, después de llegar a casa con Mariana y de haberle preparado una buena cama en el mejor aposento, junto al gran salón.

Fuéronse a la cama y durmiéronse también. Pero no debía estarles permitido el dormir tranquilos hasta el mediodía.

No hay que olvidar que durante todo esto la vieja comandanta, con el cayado y la alforja al hombro, vagaba por la comarca, y que no tenía por costumbre preocuparse de la comodidad de los pecadores, cuando algo importante la ocupaba. Tanto menos lo podían hacer ahora, que había decidido echar de Ekeby a los caballeros aquella noche.

La época en que ella se encontraba en Ekeby, con todo su esplendor y magnificencia, derramando alegría sobre la tierra, como Dios esparce estrellas en el cielo, había pasado. Y mientras ella, sin hogar, erraba por la comarca, el poderío y el honor de la gran posesión estaban confiados a los caballeros, que cuidaban de ella como el viento de la ceniza y cotilo el sol de primavera a los montones de nieve.

A veces, en el transcurso de sus correrías, cuando los caballeros fustigaban los campanilleantes caballos que tiraban de su largo trineo, había encontrado a la comandanta a lo largo de los caminos, ataviada como una pordiosera; pero, lejos de bajar los ojos, ellos, furiosamente, 3a amenazaban con sus puños cerrad os, y, dando una brusca vuelta al trineo, la obligaban a hundirse en un montón de nieve. El comandante Fuchs, el cazador de osos, jamás dejó de escupir tres veces ante ella, para evitar su mala influencia.

No tenían compasión de ella. La trataban como a una bruja. Si le hubiera sucedido una desgracia, no se habría afligido más que aquel que la noche del sábado dispara al aire su fusil cargado de bolitas de latón y por casualidad tropieza con alguna de las brujas que van por el aire camino del aquelarre. Para los pobres caballeros era una cuestión de gloria celestial el perseguir a la comandanta. Los hombres han cometido entre sí las mayores crueldades ante el temor de no poder salvar su alma.

Cuando los caballeros regresaron de sus orgías, con paso vacilante y a horas muy avanzadas de la noche, asomáronse a la ventana para mirar las estrellas que fulguraban en el claro cielo, y vieron una sombra que cruzaba frecuentemente el patio, y que reconocieron. Era la bruja, que vagaba en busca de su amado hogar.

En la residencia de los caballeros resonaron las carcajadas de los incorregibles desalmados que dirigían palabras injuriosas a la vagabunda.

Verdaderamente, la impiedad y la altivez habían empezado a apoderarse de los antiguos aventureros. Sintram había sembrado el odio en su corazón. Si la comandanta se hubiera quedado tranquilamente en Ekeby, sus almas no habrían podido correr más peligro que ahora. Más gente suele perecer en la huida que durante la batalla.

En cuanto a la comandanta, no experimentaba, en verdad, la mayor cólera contra ellos. De haber podido, hubiérales castigado con una zurra, como a niños perversos, para perdonarlos en seguida, devolviéndoles su cariño. Pero ahora sufría por su querida posesión abandonada en manos de los caballeros, que la guardaban como el lobo guarda un rebaño de ovejas.

Sin embargo, no era la única que había experimentado tales penas, que había visto devastado su hogar amado. Más de uno había sufrido aquella horrible impresión cuando la casa donde pasara su existencia dirigíale una mirada de bestia herida. La casa parecía acusarle de habar dejado que el liquen devorara los árboles del patio y que la mala hierba creciera en el enarenado jardín. Ante más de uno de aquellos fértiles campos, ahora abandonados, que la acusaban por su desidia, hubiérase arrodillado para pedirles que no la creyeran culpable de semejante ignominia. No se atrevía a afrontar la mirada de los pobres caballos. ¿Qué valiente hubiera soportado sus miradas? Y no se atrevía a esperar a las ovejas al retomo del pastoreo. Lo más lamentable del mundo es ver un hogar en minas.

¡Ay, yo os ruego a todos aquellos que tenéis campos y praderas y risueños jardines dé flores, que os cuidéis de ellos, que los vigiléis cuidadosamente! Vigiladlos y cuidadlos con amor, con trabajo; no es bueno que la Naturaleza tenga que padecer por culpa de los hombres. Cuando pienso lo mucho que el soberbio Ekeby tendría que sufrir por causa de los caballeros, deseo que la comandanta alcance su objetivo y que Ekeby les sea arrebatado.

La comandanta deseaba ahora ver a su madre para que las dos pudieran hallar el anhelado reposo. Decidió atravesar los oscuros bosques a lo largo del Elf hasta el hogar que la había visto nacer. Antes, no podría encontrar la paz.

Muchas eran las gentes que le abrían sus puertas, ofreciéndole un tibio hogar y el apoyo de una amistad fiel; pero ella no se detenía en parte alguna. Arisca y colérica iba de granja en granja, siempre adelante, pues la maldición le oprimía el alma.

Quería ir a ver a su madre, pero antes se preocuparía de su querido Ekeby. No quería dejarlo entre las manos indolentes de los derrochadores, borrachos e indiferentes dilapidadores de los bienes de Dios. ¿Había de partir para encontrar a su vuelta sus bienes aventados, las forjas silenciosas, los caballos hambrientos y los criados dispersos? No, nuevamente se levantaría con toda su energía y echaría de allí a los caballeros.

No pretendía volver a alcanzar el antiguo esplendor. Su objeto era sólo uno: libertar su hogar de aquellos locos, de aquellos bandidos, de aquella plaga de lanGösta, tras la que no volvía a crecer la hierba.

Pero, mientras recoma la comarca y vivía de limosna, pensaba constantemente en su madre, y la idea de que no volverían mejores tiempos para ella antes de haber arrojado de sus espaldas el peso de la maldición materna, había echado raíces en su corazón. Nadie había traído la noticia de la muerte de la vieja; por consiguiente, debía vivir todavía en la granja en los bosques de Elfdal. Con sus noventa años de edad vivía, aún, trabajando sin interrupción, cuidándose en verano de sus escudillas de leche y en invierno de sus hornos de carbón, mirando llena de nostalgia hacia el día en que terminara su misión sobre la tierra.

Y la comandanta pensaba que si la vieja vivía tanto, era para que pudiera retirar la maldición que pesaba sobre su hija. La madre que tal miseria había traído sobre su hija no podía dormir.

Bien comprendía ella que le causaba una gran satisfacción el ver cómo se fue disipando su herencia; pero también que su gran indolencia no le permitiría realizar sus propósitos, en el caso de que ella consiguiera echar de allí a los locos y pródigos caballeros. Después, le sería difícil a su marido encontrar otros que continuaran la obra destructora. Confiaba en que una vez conseguida la expulsión de los caballeros, su antiguo inspector y sus capataces sabrían dirigir el trabajo y restablecer el orden acostumbrado. Por esto se había deslizado su sombra tantas veces, durante la noche, por los negros caminos de la herrería, y frecuentado las cabañas de los pequeños granjeros y conversado con el molinero y los mozos a sus órdenes en la sala baja del gran molino. Había consultado, igualmente, a los herreros, bajo los negruzcos hangares, y todos prometíanle su ayuda.

El honor y la buena fama de la gran propiedad no debía permanecer más tiempo en manos tks esos indolentes caballeros, que la cuidaban como el viento la ceniza, o el lobo un rebaño de ovejas.

Y aquella misma noche, cuando los alegres aventureros hubiesen bailado, jugado y bebido hasta caer en el más pesado sueño, irían todos a echarles de allí.

Les había dejado pavonearse de su indolencia. Sentada en un rincón oculto de la herrería, amenazadora, había esperado el fin del baile. Mucho después de haber acabado, aún continuaba escondida, hasta que les vio regresar de su nocturno paseo. Por fin, se apagó la última luz y todo el edificio quedó dormido en la noche. Entonces se levantó y salió. Eran ya las cinco de la madrugada; pero aquella noche de febrero, tenebrosa y apacible, seguía cubriendo el horizonte.

Entonces la comandanta dio orden a sus gentes de reunirse en tomo del ala del edificio que ocupaban los caballeros, mientras ella subía un instante a su antigua habitación.

Llamó a la puerta, y la hija del pastor de Broby, de la que habían hecho una excelente sirvienta, presentóse ante ella.

—Sea bienvenida la señora — dijo la joven, besándole la mano.

—Apaga la luz — ordenó la comandanta—. ¿Ignoras que yo puedo marchar por aquí sin necesidad de luz?

Y comenzó a recorrer la casa silenciosa con paso furtivo. La comandanta entreteníase con sus recuerdos. La sirvienta no sollozaba ni suspiraba; pero torrentes de lágrimas le caían a lo largo de sus mejillas. La señora le hizo abrir el armario de la ropa blanca y el baúl donde guardaba la vajilla de plata. Subió al almacén y tocó suavemente la enorme pila de los edredones. Faltábale todavía tocar los aparatos de tejer, los telares, ruecas y devanaderas, hundir sus dedos en la caja de especias y acariciar las filas de candelas suspendidas en largas perchas.

Al llegar a la bodega sopesó con precaución las barricas de cerveza y exploró el sitio de las botellas de vino. Entró en la cocina y en la despensa y fue examinándolo todo con un gesto de despedida.

Por último, se lanzó a través de las habitaciones y se detuvo un momento en medio del comedor, acariciando la gran mesa de tablones.

—¡Cuántas gentes se han levantado ahítas de esta mesa! — exclamó.

En los salones encontró los largos y anchos canapés puestos en su sitio, y sintió bajo su mano el mármol frío de las consolas que descansaban sobre garra dorada y soportaban los preciosos espejos.

—Fue ésta una casa rica — suspiró—. Fue un hombre magnífico el que me hizo reina de todo esto.

El salón grande, en el que había acabado poco antes el torbellino de la danza, había recobrado su aspecto de severidad. Se aproximó al clavecín, y le arrancó una» nota.

—¡Tampoco holgaban aquí en mis tiempos la alegría y el buen humor! — murmuró.

La sala de visitas, tras el salón, permanecía sumida en la penumbra.

A tientas, la comandanta puso sus manos en el rostro de la criada.

—¿Lloras? — le preguntó, al sentir su mano humedecida por las lágrimas.

La joven estalló en sollozos.

—Señora, mi querida señora — prorrumpió—, van a acabar con tocio. ¿Por qué dejó su casa a merced de esos locos caballeros?

Entonces la comandanta levantó un cortinón y le mostró el patio.

—¿Soy yo quien te ha enseñado a llorar y gemir? Mira, el patio esta invadido por mis gentes; mañana no quedará un solo caballero en Ekeby.

—Pero, ¿no va a volver mi señora?

—No, todavía no. Los caminos son mi refugio; el foso del camino, mi lecho. Tú cuidarás de Ekeby durante mi ausencia, hija mía.

Y siguió su camino, sin que nadie supiera que Mariana dormía, precisamente, en aquella estancia.

Pero Mariana no dormía; estaba completamente despierta. Lo oyó y lo comprendió todo. Estaba acostada en su cama, mientras su alma cantaba un himno al amor: «¡Oh, tú, Magnífica, que me has elevado sobre mí misma — decía—. Me encontraba sumergida en la más espantosa miseria y tú la has transformado en un paraíso. Mis manos, aferradas al frío de la puerta, sangraban destrozadas; en el umbral de mi hogar yacen mis lágrimas convertidas en perlas de hielo. El frío de la cólera invadió mi corazón cuando oí los golpes sobre la espalda de mi madre, y en el frío sudario de nieve quise adormecer mi furor, pero entonces llegaste tú, oh, amor, hijo del fuego, llegaste y te acercaste a la que yacía allí aterida de frío. Cuando comparo mi miseria con la felicidad que he obtenido en cambio doy por bien empleados mis sufrimientos. Libre estoy ya de todo lazo, no tengo padre ni madre, ni hogar. Las gentes pensarán de mí todo lo malo y evitarán mi contacto. Bien, hágase tu Voluntad, oh, amado. ¿Por qué había de ser yo más que mi amado? Cogidos de la mano iremos por el mundo. Pobre es la prometida de Gösta Berling; en la nieve la encontró. Así, pues, creémonos un hogar, pero no en los puntuosos salones, sino en la cabaña del aldeano, al borde del bosque. Yo le ayudaré a construir el homo de carbón; yo le ayudaré a colocar cepos para cazar urogallos y liebres; yo guisaré su comida y repasaré sus vestidos. Oh, amado mío; te echaré de menos y suspiraré por ti, cuando te espere sola sentada al borde del bosque. Así será, amado mío, así será. Suspiraré por ti, sólo por ti; pero no por el día de la riqueza. Mi añoranza será sólo por tí; anhelaré escuchar el eco de tus pasos por el sendero del bosque, cuando vengas hacia mí cantando alegremente, con el haz de leña sobre la espalda. Oh, amado mío, mientras dure mi amor estaré allí sentada esperándote».

Había estado acostada en aquel lecho, cantando silenciosamente aquel himno al Dios todopoderoso del corazón, y aún no había cerrado los ojos cuando entró la comandanta.

En cuanto la comandanta salió, Mariana se dispuso a vestirse.

Otra vez tuvo que ponerse el negro vestido de terciopelo y los finos zapatos de baile. Se envolvió en una manta como un chal y salió apresuradamente afuera, donde reinaba la noche horrible.

Silenciosa, estrellada y helada era aquella noche de febrero. Parecía como si nunca hubiera de tener fin. Y las tinieblas y el frío de aquella noche duraron sobre la tierra largo tiempo, hasta mucho después de la salida del sol, hasta mucho después de haberse transformado en agua el manto de nieve sobre el cual había caminado Mariana.

Mariana corrió apresuradamente hacia Ekeby, en busca de ayuda. No podía permitir que fueran atropellados aquellos hombres que la habían recogido sobre la nieve, abriéndole su corazón y ofreciéndole su hogar. Pretendía llegar a Siue a ver al comandante Samzelius. Tenía prisa por llegar y pensaba que dentro de una hora podía estar de vuelta.

Cuando la comandanta se hubo despedido de su hogar, se dirigió al patio donde la esperaban sus gentes y empezó la batalla en tomo al pabellón de los caballeros. La comandanta colocó sus gentes alrededor del elevado y estrecho edificio en cuyo piso superior moraban los caballeros. En la gran estancia de allá arriba, de paredes enjalbegadas, donde se ven alineados los arcones pintados de rojo y en cuya gran mesa central se ven las cartas nadando sobre el aguardiente vertido, donde las anchas camas están tapadas con cortinas de cuadros amarillos, duermen los caballeros. ¡Oh, los despreocupados!

En la cuadra, ante los llenos pesebres, dormían los caballos, soñando en las aventuras de su juventud. Cuando no se tiene nada que hacer, es bueno soñar con las locuras de la juventud. Recordaban las rápidas carreras al regreso de la misa de Navidad, los desfiles por la feria, las noches pasadas a la intemperie y los mercados en que trotaban ante los ojos del comprador, mientras el conductor, ya fuera del coche, les rugía los más grandes juramentos en la oreja. Sí, soñar es dulce; muy dulce, cuando se sabe que nunca abandonarán los rebosantes pesebres y el tibio ambiente de las cuadras de Ekeby.

La vieja cochera en ruinas, donde se guardan las carrozas destrozadas y los trineos rotos, encierra una extraña colección de vehículos antiguos. Los hay pintados de verde, rojo y amarillo. Allí está la primera calesa noruega que recorrió el Vermland, conducida en 1814, como trofeo de guerra, por Berencreutz; los más extraños carruajes para un caballo, carretelas, carros, galeras, cabriolés y carretones cuya caja descansa sobre armazones de madera; en fin, todos los instrumentos de tortura que han rodado sobre los largos caminos. Allí está el largo trineo que utilizan los doce caballeros y el trineo con capota del friolero tío Cristóbal y el trineo de familia de Oerneclo con su piel de oso raída y su escudo semiborrado; y los trineos de carreras, ¡ah!, una infinidad de trineos de carreras.

Muchos son los caballeros que han vivido y muerto en Ekeby. Sus hombres han sido dados al olvido, sin dejar recuerdo en el corazón de los hombres. Pero la comandanta ha guardado ¡os vehículos que los condujeron hasta su casa. Allí duermen todos, en el hangar, enterrarlos cada día bajo una capa de polvo más espesa. Los clavos y los tomillos se ven entre la madera carcomida; la pintura se borra; las ratas y los insectos han devorado los respaldos y los asientos, rellenos de crin de caballo.

¡Descansemos! —dicen los viejos vehículos — Se nos ha llevado y traído y hemos sufrido bastantes chaparrones y nevadas. Ya está lejos el tiempo en que llevamos a nuestro joven señor a su primer baile, en que con muchachas jaraneras partíamos hacia las magníficas carreras de trineos, en que llevábamos alegres héroes por los resplandecientes caminos, al campamento de Trossnes. La mayoría duermen ya. Pero los últimos y los mejores no abandonarán nunca Ékeby, jamás.

Y su toldo de cuero se rompe, los aros de las ruedas se desprenden, los radios y tomillos se pudren. Los viejos vehículos no desean vivir; quieren morir. El polvo los cubre ya como un sudario y a su amparo se dejan dominar por la vejez. Allí llevan una vida ininterrumpida de pereza y se van deshaciendo. Nadie los usa y, sin embargo, se van destruyendo. Una vez al año se abre la portezuela para dar paso a un nuevo camarada que viene a fijar su residencia en Ekeby, y tan pronto como la puerta se cierra, la somnolencia y el cansancio, síntomas de vejez, se apoderan voraces del recién llegado. Ratones, carcomas, polillas y toda clase de insectos se abalanzan sobre él, y el nuevo compañero se llena de moho y cae en un largo y profundo sueño sin ensueños.

He aquí que en esta noche de febrero las puertas de la cochera se han abierto de par en par. A la luz de las linternas y de los blandones, se buscan los carruajes y los trineos que pertenecen a los actuales caballeros de Ekeby; la antigua calesa de Berencreutz, el trineo ton blasones de Oerneclo, el estrecho cabriolé cuya capota abrigó al tío Cristóbal. Poco importa que sean vehículos de verano o de invierno, siempre que cada uno encuentre en ellos su comodidad.

Y en la cuadra han sido despertados los viejos caballos de los caballeros, semidormidos ante sus pesebres rebosantes. ¡Vuestros sueños son una realidad! ¡Experimentaréis de nuevo, bravos corredores, las pendientes duras v escarpadas, y el heno enmohecido de la posada, y el látigo del chalán, y la fuerza de los frenos al bajar por la cuesta nevada, resbaladiza y peligrosa! Los carruajes viejos toman una forma ridícula, cuando los pequeños caballos grises de los montañeses son enganchados a una carroza elevada, y los huesudos y larguiruchos caballos de la caballería a los bajos trineos de carreras. Las bestias caducas resoplan y relinchan cuando se les pone el freno en la boca desdentada; los carruajes decrépitos crujen y rechinan. ¡Qué lamentable exhibición de antigüedades! En lugar de dejarles descansar tranquilamente durmiendo su eterno sueño, se los ha sacado a la luz del día... Cuerpos raquíticos con miembros estropeados y rígidos por la vejez salen a la luz...

Los criados procedieron a enjaezar a los animales. Una vez hecho esto, le preguntaron a la comandanta en qué carruaje debía ir Gösta Berling, pues, como era sabido, había llegado allí en el carro del carbón.

—Sujetad a Don Juan al mejor trineo de carreras y extended sobre él la piel de oso con garras de plata.

Y como el mozo de cuadra murmurara al oír su orden, la comandanta exclamó:

—¡Qué caballo de mi cuadra no daría yo por verme libre de ese hombre!

Los coches están listos y los caballos despiertos; pero los caballeros duermen todavía. Ahora les toca el turno a ellos salir fuera en la noche de invierno. Oh, no es empresa fácil sacarlos de sus camas, como viejos caballos paralíticos y antiguos y corroídos carruajes. Los caballeros son hombres fuertes, decididos, curtidos en mil aventuras. Estarán dispuestos a defenderse hasta verter la última gota de su sangre. No es tarea fácil sacarlos de sus lechos y meterlos en los coches que deben conducir ellos mismos.

La comandanta ordenó que le prendieran fuego a un montón de paja que había cerca de la casa, y cuyos resplandores de incendio penetraron en el dormitorio.

—¡Fuego! ¡Fuego! — gritaba—. La paja es mía. Todo Ekeby es mío.

Y cuando la hoguera fue adquiriendo incremento, gritó de nuevo:

—Ahora, despertadles.

Los caballeros, tras sus puertas cerradas dormían, dormían, aún cuando la multitud gritaba a todo pulmón:

—¡Fuego! ¡Fuego!

El pesado martillo del maestro herrero cae con fuerza contra la puerta de entrada: los caballeros no dan señales de vida. Una maciza pelota de nieve rompe un cristal, penetra en la sala y rebota de una a otra pared: los caballeros no despiertan. Sueñan simplemente que una hermosa joven les arroja su pañuelo; sueñan que se les aplaude; sueñan en las risas inextinguibles y en los escándalos de las fiestas nocturnas.

Un disparo de cañón a sus oídos, un mar de agua helada sería necesario para despertarlos; han bailado, tocado sus instrumentos, cantado y hecho comedia. Embriagados de vino, cansadísimos, duermen un sueño tan profundo como el sueño de la muerte.

Este pesado sueño iba a salvarles. La multitud comenzó a creer que aquella tranquilidad ocultaba un peligro. ¿No habrían huido los caballeros en busca de un refuerzo? ¿Estarían apostados tras la puerta, con el dedo en el gatillo, prestos a disparar contra el primero que se presentase? Eran muy valientes y astutos esos hombres... ¿Qué significaba su misterioso silencio?

Seguramente no se dejarían sorprender como un oso en su guarida.

Y la multitud seguía desgañitándose, aunque inútilmente.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Entonces, en medio de la general consternación, la comandanta empuña un hacha y derriba la puerta exterior a golpes. Sola, asciende por!a escalera y, abriendo bruscamente la puerta del dormitorio, grita:

—¡Fuego, caballeros!

Sugestionados por esta voz, que encontró más eco en sus oídos que el rugir de la multitud, doce hombres saltaron de sus lechos, huyendo casi sin ponerse los vestidos, hacia el patio.

Pero abajo les esperaba el maestro herrero con dos molineros de puños robustos. ¡Oh, vergüenza! Uno tras otro, los doce caballeros fueron detenidos, arrojados al suelo, maniatados y conducidos su coche respectivo. Nadie se escapó... Berencreutz, el coronel de cejas fruncidas, y Cristian Berg, el fuerte capitán, y el tío Eberhard, el filósofo, y aun el invencible Gösta; todos cayeron. La comandanta triunfaba. Era más fuerte que ellos...

Sentados en sus viejos coches, atados de pies y manos, la cabeza caída y los ojos furibundos, su aspecto no podía ser más lamentable. En todo el patio repercutía el eco de sus juramentos impotentes y de sus deprecaciones. La comandanta iba de uno a otro, diciendoles:

—Jura que nunca más pondrás los pies en Elceby.

—¡Bruja! ¡Ve a reunirte al corro de tus compañeros! — le gritaban.

—Jura, porque, si no, vuelvo a meterte en la residencia de los caballeros y allí ardes tú con la casa. Esta noche, de Ekeby sólo quedará un montón de cenizas.

—¡No te atreverás!

—¡Me atreveré, cobarde! ¿No es mío, Ekeby? ¿Crees que he olvidado tus escupitajos cuando me encontrabas por la carretera? ¿No he tratado de quemaros hace un momento? ¿Acaso levantaste la mano para defenderme cuándo fui arrojada de mi casa? ¡Jura! ¡Jura!

Tan irreductible se mostraba la comandanta, aunque parecía esforzarse un poco, y rodeábanles tantos hombres armados de grandes hachas, que no tuvieron más remedio que jurar. Entonces les entregaron sus trajes y sus baúles, y las cuerdas que ataban sus manos fueron alargadas hasta sujetar las riendas.

Entretanto, Mariana había llegado a Siue. El comandante, que era madrugador, hallábase en medio de! corral, dando de comer a los osos. Cuando la joven hubo finalizado su relación, él, sin responder, dirigióse hacia la jaula de los animales, les puso el bozal y, llevándoles en traílla, se encaminó hacia Ekeby.

Mariana, muerta de fatiga, se arrastraba tras él. A lo lejos, hacia la parte de las herrerías, brillaba un resplandor de incendio que la llenó de un espanto mortal. ¡Qué fantástica noche! Un hombre había golpeado a su mujer, mientras dejaba morir sobre la nieve a una hija; una mujer trataba de quemar a. sus enemigos, y el viejo comandante conducía sus osos contra sus propias gentes. La joven, en un supremo esfuerzo, abandonó a sus acompañantes para correr hacia el edificio en llamas.

Ya en el patio, abrióse paso entre la multitud, y al llegar frente el carro ocupado por los caballeros maniatados, gritó:

—¡El comandante! ¡El comandante! ¡Viene con sus osos!

Hubo un momento de estupor, y todos los ojos volviéronse hacia la antigua señora de Ekeby.

—¡Huid, por el amor de Dios, huid! — exclamó Mariana—. No sé lo que piensa hacer el comandante; pero trae sus osos, todos sus osos.

Las miradas continuaban fijas en la cara de la comandanta. Esta comprendió el peligro que corría, y, al ver a Mariana, comprendió que el amor había desempeñado su papel en aquella aventura.

—Gracias por vuestra ayuda — dijo con calma a los que la habían secundado v a sus criados—. No temáis nada; nadie de vosotros será molestado por lo ocurrido aquí esta noche. Volved a vuestras casas. No quiero ser causa de alguna herida o de alguna muerte. Marchaos, y gracias.

Y salió, seguida de la multitud.

Al llegar, el comandante encontróse con la joven y una larga fila de ruines vehículos a los que había enganchados sendos rocines menos ruines todavía que sus extraños conductores. Mariana les desató de sus ligaduras y les vio volver los ojos y morderse los labios. Jamás habían experimentado semejante humillación.

—¡Ah, peor estaba yo, cuando hace un momento yacía sobre la nieve de Biorne!

No diré, querido lector, lo que pasó luego aquella noche, cómo los viejos coches volvieron a la cochera y los caballos a la cuadra y los caballeros a su morada. Comenzaba a alborear en la cima de las montañas del Este, y el día apuntaba apacible. ¡Qué diferencia entre los días serenos y cálidos, y las noches sombrías e impenetrables bajo cuyo amparo las aves de rapiña acechan a sus víctimas, cuando gritan los búhos!

Lo que sí diré es que cuando los caballeros hubieron vuelto a su sala, manifestaron un súbito entusiasmo a! encontrarse con que todavía quedaba bastante ponche para llenar sus vasos.

—¡Viva la comandanta! — gritaron — ¡Viva la comandanta! ¡Hurra!

¡Qué mujer! No había otra semejante, Ellos no hubieran deseado otra cosa, ciertamente, que servirla y adorarla. Pero ¿por qué ejercía el Diablo sobre ella la influencia necesaria para obligarla a volcar en el Infierno las almas de los pobres caballeros?