CAPITULO III - LA COMIDA DE NAVIDAD
EL día de Navidad la comandanta Samzelius dio una gran comida en Ekeby. Presidía una mesa, en torno a la cual había cincuenta comensales llenos de esplendor y magnificencia, nada de corta pelliza, ni de blusa rayada, ni de pipa de barro en la boca. A cada uno de sus movimientos se oía el crujir de la seda; el oro cubría sus brazos desnudos y rodeaba su blanco cuello un collar de frías perlas.
¿Y dónde están los caballeros? ¿Dónde están aquellos compañeros que, postrados en el suelo ennegrecido de la fragua, en torno de la reluciente marmita de cobre, bebían a la salud de los nuevos dueños de Ekeby?
Se les ve sentados en una mesa aparte situada en un rincón de la sala, cerca de la chimenea. En este día no hay sitio para ellos en la mesa principal. Los platos les llegan fríos y los vinos muy de tarde en tarde Las miradas de las mujeres bonitas no se fijaban en ellos. Nadie escucha las acertadas bromas de Gösta. Pero los caballeros son como potros domesticados, bestias feroces, dominadas. Aquella noche sólo habían podido dormir una hora. Habían ido a la misa matutina guiados por el resplandor de las antorchas y la claridad de las estrellas. Habían visto los árboles iluminados y oído los cánticos de Navidad. Sus caras han recobrado por un instante la sonrisa infantil y en sus mentes se ha disipado el recuerdo de la Nochebuena pasada en la forja, como se desvanece un desagradable sueño.
Gigantesca y poderosa es la comandanta de Ekeby...
¿Quién osaría levantar contra ella su mano? ¿Quién se atrevería a proferir una sola palabra de acusación contra la comandanta? Ninguno, seguramente, de este puñado de pobres caballeros que durante tantos años habían gozado de su hospitalidad, cobijados bajo su techo. Puede colocarles donde le plazca, incluso puede cerrarles la puerta, segura de que son incapaces de librarse de su poderosa influencia. ¡Dios les sea misericordioso! No podían vivir lejos de Ekeby.
En tomo a la gran mesa central resplandece el vigor de la vida; allí brillan los bellos ojos de Mariana Sinelaire; allí resuena la alegre risa de la vivaracha condesita Dohna.
Entre los caballeros, sin embargo, reina profundo silencio. ¿No sería muy natural que estos seres que eran capaces de arrojarse al abismo por amor a la comandanta, se sentaran en la misma mesa con ella y con los huéspedes...? ¡Qué idea mas ignominiosa la de colocar su mesa en un rincón de la chimenea...! ¿Es que no se les consideraba dignos de formar parte de la distinguida concurrencia de los nobles invitados?
Sentada entre el conde de Borg y el pastor de Bro, la comandanta se siente muy orgullosa. Los caballeros doblan la cabeza como niños en penitencia. Y las visiones y los pensamientos de la noche se despiertan paulatinamente en ellos.
Hasta la mesa de los caballeros llega el rumor de las ingeniosas conversaciones y bromas de los comensales. La sombría melancolía y los misterios nocturnos van embargando el cerebro de los caballeros.
El patrón Julius trata de bromear y mostrándole a Cristián Berg, el fuerte capitán, un plato de ortegas que llevaban en tomo de la mesa, dijo:
—No habrá bastantes. Las he contado, pero estad tranquilo, capitán Cristián, que ellos ya sabrán salir de apuros; se nos prepara una buena, ración de cornejas.
Los labios de Berencreutz dibujaron una pálida .sonrisa bajo sus erizados mostachos, y Gösta, que parecía dispuesto a cualquier violencia, añadió:
—Los caballeros no pueden desear nada mejor.
El criado se aproximó a la pequeña mesa con un soberbio plato de excelentes ortegas.
El capitán Cristián vibraba de cólera. ¿No había confesado él que sentía un odio implacable a las cornejas, estos pájaros chillones e insípidos? Los detestaba tanto que, un día de otoño, despreciando la risa de las gentes, se disfrazó con un traje de mujer para poder verlas de cerca picotear en los campos de trigo. En la primavera, cuando van con sus danzas de amor a los desolados prados, gozaba en matarlas a mansalva. En verano se dedicaba a buscar los nidos y aplastar los huevos ya casi maduros, arrojando los bichejos sin plumas, que gritaban asustados.
El gigante se puso en pie y arrancando de manos del criado el plato de ortegas, prorrumpió:
—¿Piensas que no las conozco, y que tengo necesidad de oírlas cantar para reconocerlas? ¿Ofrecer cornejas a Cristián Berg? ¡Puah!
Y cogiendo las ortegas las fue estrellando una tras otra contra la pared.
—¡Puah! jPuah! ¡Cornejas a Cristián Berg! — gritaba, haciendo temblar toda la sala.
Y como las cornejas sin plumas que acostumbraba aplastar sobre las rocas, las ortegas, una tras otra, fueron a aplastarse contra la pared, reventando con un estallido de grasa y de salsa, y cayendo de rebote en el suelo de la forja.
Los caballeros se regocijaban, pero la voz furiosa de la comandanta se dejó oír:
—¡Arrojadle de aquí! — ordenó a los criados.
Los criados vacilaron atemorizados. ¡Era Cristián Berg, el hercúleo capitán!
—Echadle de aquí.
Cristián Berg ha oído la orden. Enfurecido, ciego, formidable, hace frente a la señora de Ekeby, como el oso se vuelve hacia el enemigo asustado ante un nuevo adversario. Se dirige hacia la mesa que tiene la forma de herradura dando tremendas patadas contra el suelo, que cruje bajo sus pesados pies. Luego, encarándose con la comandanta, se detiene, separado por la mesa.
—¡Echadle de aquí! — repite la señora de Ekeby.
Berg está loco de furia; su ceño fruncido y sus puños enormes espantan a todos.
Su gigante figura y su fuerza colosal aterran a todos los presentes. ¿Quién hubiese osado levantar la mano contra aquel ser obcecado por la furia?
En actitud amenazadora, permanece plantado ante la comandanta.
—Sí — dijo él—, he cogido las cornejas y las he lanzado contra la pared. ¿No tengo, quizá, derecho a hacerlo?
—¡Salid de aquí, capitán...!
—Cállate, vieja bruja. ¿No te da vergüenza ofrecerle cornejas a Cristián Berg? Yo debía cogerte a ti y a tus siete herrerías y...
—¡Mil diablos! ¡Cristián Berg! ¡Cállate¡¡Yo soy la única que puede jurar aquí!
—¿Crees acaso que te tengo miedo, bruja? ¿Crees que no sé cómo has conseguido las siete herrerías?
—¡Cállate, Cristián!
—Altringer las legó a tu marido porque tú habías sido su querida.
—¡Cállate, cállate!
—¡Tenía que recompensarte de tu fidelidad de esposa, Margarita Samzelius!. El comandante, que aparentaba ignorar las cosas, te ha dejado gobernar las herrerías. El Diablo lo hizo todo; pero ahora se ha hecho contigo.
La comandanta se sentó pálida y temblorosa, y murmuró con extraña y cavernosa voz:
—Sí, ahora soy suya, y ésta es su obra, Cristián Berg.
El gigante se estremeció al oír estas palabras: se contrajeron sus facciones y la angustia que sentía hizo que a sus ojos asomaran unas lágrimas.
—Estoy borracho — exclamó —; ¡no sé lo que digo... Yo no he dicho nada. Durante cuarenta años yo no he sido para ella más que un esclavo y un perro. Ella es la Margarita Celsing a quien yo he servicio durante mi existencia. No digo nada malo de ella. ¿Y qué podría decir yo de esa bella Margarita?
»Yo soy el perro guardián de ¡su casa, el esclavo que soporta todas sus cargas. Que me trate a puntapiés, que me golpee si quiere, y veréis que no diré ni una sola palabra, lo soportaré todo con paciencia. La he amado durante cuarenta años. ¿Cómo podría yo, entonces, decir algo malo de ella?
La escena resultó extraña cuando el gigante cayó de rodillas, implorando perdón. Cuando la comandanta fue a sentarse .a la otra mesa, el capitán se arrastró hacia ella, y, besando los bajos de su falda, bañó el suelo con sus lágrimas.
No lejos de la comandanta estaba sentado un hombrecito rechoncho. Con sus cabellos rizados, los ojitos oblicuos y la mandíbula inferior prominente, parecíase a un oso.
Es el comandante Samzelius, un hombre taciturno que sigue solitario su camino y deja que el mundo marche solo. Al oír las últimas palabras del capitán, se puso en pie, lo mismo que su mujer y los cincuenta huéspedes. Las mujeres lloraban, en ansiosa espera de las futuras escenas; los hombres permanecían cohibidos. El capitán Cristián seguía postrado a los pies de la señora de Ekeby, besando el borde de su vestido y bañando el suelo con sus lágrimas.
Las manos anchas y peludas del comandante se cierran lentamente, y su brazo derecho se levanta. La mujer se adelanta a hablar, y con una voz sorda, desconocida en ella, dice:
—Tú me has robado; sí, tú viniste, como un ladrón y me raptaste Con palabras duras, con golpes, me obligaron a casarme contigo. He procedido como tú merecías.
El comandante agitó su cenado puño, y su mujer, retrocediendo algunos pasos, prosiguió:
—La anguila se retuerce bajo el cuchillo; la mujer casada a viva fuerza, se entrega a un amante. ¿Me golpearás ahora por lo que pasó hace veinte años? ¿Por qué no me pegaste entonces? ¿No recuerdas que él vivía en Ekeby, en tanto nosotros residíamos en Siue?
«¿No recuerdas que Altringer nos socorrió en nuestra miseria, que subíamos en sus carruajes, que bebíamos su vino? ¿Era todo eso un misterio para ti? ¿No eran sus criados al mismo tiempo siervos tuyos? ¿No llenabas tus bolsillos con su oro, y no aceptaste, sin reparo alguno, su posesión y sus herrerías? Entonces fue cuando tú debiste castigar, Bernt Samzelius.
El marido, volviéndole la espalda, paseó su mirada sobre los circunstantes. Sus caras daban la razón a su mujer. Evidentemente todos estaban convencidos de que había recibido las tierras y los regalos en premio a su discreción.
—¡Todo lo ignoraba! — gritó golpeando el suelo con el pie.
—Es mejor que lo sepas ahora — continuó ella con voz aguda —; tenía miedo de que murieras antes de saberlo. Al menos podré hablarte con libertad, a ti, que fuiste mi señor y mi carcelero. Óyeme bien; fui la querida de Altringer, de aquel a quien indignamente me robaste. ¡Que lo sepan todos mis calumniadores!
El viejo amor exulta en su voz y brilla en sus ojos. Ante ella ve a su marido con el puño levantado. En las miradas de los cincuenta comensales se lee el asombro y el desprecio. La comandanta comprende que ha llegado la última hora de su supremacía. Pero, a pesar de todo, se entrega a la desenfrenada alegría que le causa el poder hablar, sin reparo alguno, del recuerdo sublime de su vida.
—Era un hombre ideal, un hombre ejemplar... ¿Por qué viniste a interponerte entre nuestra dicha? Nunca en mi vida vi un hombre semejante; me ha colmado de dicha y de riquezas... ¡Bendita sea su memoria!
El comandante suspendió su puño en el aire, sin golpearla; sabía cuál era el mejor castigo.
—¡Fuera de aquí! — rugió—. ¡Fuera de mi casa!
Ella permaneció inmóvil.
Los caballeros asistían a esta escena con la palidez en el semblante.
Ahora iba a suceder todo lo que había predicho aquel hombre misterioso; ahora se veían las consecuencias de no haberse renovado el contrato con la comandanta. Si todo aquello era cierto, entonces era también verdad que durante veinte años la señora de Ekeby fue sacrificando al infierno las vidas de los caballeros, y que los allí presentes estaban destinados a la misma suerte...
¡Ah, la bruja!
—¡Fuera de aquí! — continuaba el comandante—. Vete a mendigar tu pan por los caminos. No gozarás por más tiempo de las riquezas de Altringer. En adelante no seguirás viviendo en sus propiedades... Ya ha terminado la comandanta de Ekeby. Y el mismo día que vuelvas a poner un pie en mi casa, te mataré...
—¿Me arrojas, pues, de mi casa?
—No tienes casa alguna, porque Ekeby es mío...
Entonces la comandanta tuvo un momento de cobardía. Retrocedió hasta la misma puerta, seguida por su marido.
—¿No te basta con haberme hecho desgraciada para toda la vida? — dijo ella—. ¿Te atreves a tratarme de este modo?
—¡Fuera de aquí!
Se apoyó en el quicio de la puerta, juntando las manos en muda plegaria. Recuerda las palabras de su madre, aquella maldición suya: «Que algún día renieguen de ti como tú reniegas de mí; que los caminos sean tu refugio, que tengas por lecho un foso de la carretera.» ¡Estaba escrito! ¡Estaba escrito!
El buen pastor de Broby y el juez de Munkerud, conciliadores, se aproximaron al comandante.
—¿Por qué no dejar estas historias de otros tiempos? ¿Por qué no olvidar y perdonar?
Pero él levantó los hombros y rechazó las manos amigas.
Era peligroso acercársele.
—Esto no es una historia de otros tiempos — contestó él con rabia—. Nada había sabido hasta ahora. Hasta hoy no he podido castigar a la adúltera.
La comandanta, que había recobrado su sangre fría, dijo irguiendo la cabeza:
—Antes que yo saldrás tú de aquí. ¿Crees acaso que voy a achicarme delante de ti?
El comandante permanece mudo, siguiendo con su mirada todos sus movimientos, dispuesto, si no hubiera otro remedio, a recurrir a la fuerza bruta.
—Señores y amigos, ayúdenme a sujetar y a arrojar de aquí a este hombre hasta que haya recuperado la razón. Recordad lo que soy y lo que es y no me dejéis retroceder ante él. Yo dirijo todo el trabajo de Ekeby, mientras él se pasa las jomadas cebando a sus osos. Ayudadme, señores y amigos. Si me marcho, tras de mí entrará en esta región una miseria terrible. El campesino vive de mi bosque y de mi hierro; el carbonero de mi carbón; el almadiero de mi madera. Yo soy quien proporciona el trabajo que enriquece al trabajador. ¿Creéis que éste sería capaz de mantener mi obra intacta? Os repito: si me arrojáis de aquí, el hambre no tardará en invadir la región.
En este momento álzanse varios brazos para socorrer a la comandanta. Otras manos conciliadoras se ponen sobre los hombros del marido de la señora de Ekeby.
—¡Dejadme! — grita—. ¿Es que tratáis de defender y proteger a la adúltera? Oídme bien: si no sale de aquí por sus propios pasos, os juro que la cargaré en mis brazos y la arrojaré a mis osos.
En este momento supremo, la comandanta se volvió hacia los caballeros. Los brazos levantados vuelven a caer.
—¿Permitiréis que se me eche de mi casa, caballeros? ¿Os he dejado sufrir frío durante las noches nevadas...? ¿Acaso os he negado alguna vez la fuerte cerveza y el aguardiente azucarado? ¿He pedido de vosotros alguna paga por haberos mantenido y vestido? ¿No habéis estado más seguros que en los brazos de una madre? ¿No ha sido la alegría y la diversión vuestro pan cotidiano? ¡No consintáis que me arroje de mi casa este hombre causante de todas mis desventuras! ¡Caballeros: no permitid que me convierta en una pordiosera de esas que vagan por los caminos!
Mientras ella hablaba, Gösta Berling se aproximó hacia la mesa grande, y se puso al lado de una jovencita de cabellos negros.
—Tú ibas frecuentemente a Borg, Ana, hace cinco años —le dijo—. ¿Sabes si fue la comandanta la que dijo a Ebba Dohna que yo era un pastor arrojado del seno de la Iglesia?
—Ayudad a la comandanta, Gösta — contestó la aludida.
—Comprenderás que quiero saber antes si ella ha hecho de mí un criminal.
—¡Qué idea más extraña, Gösta! ¡Ayudad a la comandanta!
—Veo que no quieres responderme. Sintram me ha dicho, pues la verdad.
Gösta volvió a su sitio, indiferente, en medio de los caballeros. No levanta siquiera un dedo de jsu mano para socorrer a la comandanta.
¡Oh! ¡Ojalá no hubiera colocado la comandanta a los caballeros en aquella mesa del rincón! En aquella oscuridad surgen en sus mentes sombrías ideas, que encienden de ira sus miradas, ciegas de furor como las del comandante. Todo lo que dijo la comandanta parecía una encamación de aquellas visiones nocturnas...
—Se ve bien que su contrato no ha sido renovado — murmuran algunos.
¡No! Este grupo sombrío y amenazador de caballeros no está dispuesto a acudir en socorro de la comandanta, que vuelve a retroceder hasta la puerta, levantando un puño contra la cara de su marido.
—Que algún día renieguen de ti como tú renegaste de mí — exclama en amarga congoja —; que los caminos sean tu refugio, que tengas por lecho el foso de la carretera.
Luego se coloca una mano sobre la cerradura de la puerta, levantando la otra en señal de amenaza.
—¡Ah, traidores; no olvidéis que vuestra hora sonará muy pronto! Seréis dispersados y vuestro sitio quedará vacío. ¿Cómo podréis vivir sin mi apoyo? Tú, Melchor Sintram, cuya mujer ha sentido más de una vez el peso de tu negra mano, cuídate. Y tú, pastor de Broby, piensa en que el castigo es inevitable. Señora Uggla, vigila tu casa; la pobreza la acecha. Y vosotras bellas jóvenes Elisabet Dohna, Mariana Sinclaire, Ana Stiamhok, no penséis que sea yo la única que tendrá que huir de su casa. ¡Y pobres de vosotros, caballeros! La tempestad se desencadenará sobre el país y os barrerá. ¡Ya han pasado vuestros tiempos! No me lamento; pero lloro por vosotros, porque el huracán de la tempestad lo arrasará todo. ¿Quién podrá mantenerse erguido, cuando yo caiga? ¡Ah, mi corazón sangra al pensar en esas muchachas pobres y miserables, que se quedarán sin trabajo cuando yo me vaya!
Al abrir la puerta, el capitán Cristián dijo:
—¿Cuánto tiempo me dejarás postrado a tus pies, implorando tu perdón, Margarita Gelsing? Una sola palabra de perdón, y yo combatiré por ti.
Ella vaciló, sosteniendo, evidentemente, una intensa lucha interior. Veía claramente que si le perdonaba ahora, él se levantaría y atacaría a su marido, y ese hombre, que durante cuarenta años le había amado, podría convertirse en un asesino por su culpa.
—¿Quieres que te perdone, y eres la causa de mi mal? —respondió por último—. Vuelve con los caballeros, Cristián Berg, y alégrate de tu obra.
Y salió, dejando el espanto tras ella.
Así escapó la comandanta, no sin grandeza. Ni m solo momento se la vio entregarse a una humillante desesperación, EJ amor de su juventud hervía aún en su vejez. Comprendiéndolo todo, no se entregó a vanos lamentos.
No temía recorrer el país con su alforja y su cayado. Le apenaba solamente la miseria de sus paisanos, la indolencia de sus huéspedes, la ingratitud de todos los que había protegido, alimentado y sostenido. Traicionada por todos, tuvo el valor de rechazar a su último amigo para ahorrarle, tal vez, las consecuencias de una acción criminal.
Era una mujer admirable, incomparable, heroica por su fuerza y su actividad.
Al día siguiente, la comandanta Samzelius abandonó Ekeby, y se fue a vivir en su finca de Siue, muy cerca de la gran herrería.
El testamento de Altrífiger, que hizo al comandante heredero de las siete herrerías, disponía categóricamente que ninguna de las herrerías sería vendida ni alienada. A la muerte del comandante, debían pasar a su mujer o a los herederos de su mujer. Como el comandaste no podía desprenderse de esta infame herencia y ni tan siquiera dilapidarla, no tuvo más remedio que instalar a los caballeros como señores y dueños, sabiendo que de este modo podría perjudicar grandemente a Ekeby y las otras herrerías.
Puesto que nadie dudaba de que el perverso Sintram era un verdadero servidor del demonio, y como todo lo que había predicho se cumplió tan fielmente, los caballeros no dudaron de que el contrato se cumpliría también punto por punto, y se decidieron firmemente a no hacer nada cuerdo, útil o bueno en todo el año. Además, estaban convencidos de que la comandanta era una mala bruja que había querido su perdición.
El viejo tío Eberhard, el filósofo, se divertía con estas supersticiones, pues estaba empeñado en sus ideas, que, aunque se encontrara entre las llamas del abismo, aunque el diablo le agarrara, seguiría afirmando que no existe, porque no podía existir. El tío Eberhard era un gran filósofo.
Gösta Berling no decía a nadie lo que pensaba; pero lo cierto es que su opinión era la de que no tenía que agradecerle nada a la comandanta por haberle hecho caballero de Ekeby. Hubiera preferido la muerte a la tortura que le producía ahora la certeza de que él era el culpable del suicidio de Ebba Dohna, No alzó la mano para vengarse de la comandanta, pero tampoco para ayudarla. No se sentía capaz de hacerlo.
Pero los caballeros habían alcanzado gran poderío y esplendor. La Navidad estaba a la puerta con su cortejo de festejos y diversiones. Los corazones de los caballeros rebosaban de júbilo, y la pena de Gösta, por grande que fuera, no asomó a su faz ni se dibujó en .sus labios.