CAPITULO II - LA NOCHE DE NAVIDAD

SINTRAM es el malvado dueño de las fundiciones de Fors. De cuerpo desgarbado, tiene los brazos largos como los de un mono, monda la cabeza y una cara fea y risible. Hace el mal igual que respira. Sintram sólo toma para criados a seres vagabundos y pendencieros y tiene a su servicio caladas amigas de querellas y embustes. Es él quien excita a los perros hasta hacerles rabiar hundiéndoles agujas en el hocico, y vive contento y feliz entre personas odiosas y bestias feroces. El gran placer de Sintram consiste en disfrazarse de diablo con sus cuernos, su cola, sus patas de caballo y aparecer súbitamente surgiendo de los rincones sombríos del homo de pan a del cobertizo de madera, para aterrorizar a los niños miedosos y a las mujeres supersticiosas. Sintram triunfa cuando consigue convertir una vieja amistad en un nuevo odio y cuando envenena los corazones con mentiras y calumnias.

Ese es Sintram, el mismo que un día se presentó en Ekeby.

—Haced entrar en la herrería el gran trineo de madera, pongámoslo en medio del taller y, sobre los montantes de los cuatro ángulos, coloquemos la caja de un pequeño y viejo carruaje. ¡He aquí una mesa! ¡Viva la mesa!

La mesa está preparada... Vengan sillas en seguida, o cualquier cosa, con tal que nos podamos sentar a su alrededor. Tomemos los banquitos del zapatero y las cajas vacías. Buscad los viejos sillones rotos, sin respaldo traed aquí el viejo trineo de un caballo, sin toldo. Traed la vieja carroza para que sirva de tribuna al orador. Pero no, no puede ser... Le falta una rueda y de toda la caja sólo queda el sitio del cochero. El cojín está destripado; el crin que lo llenaba se escapa y los años han mordido la funda de cuero. ¡El viejo trasto es alto como una casa! ¡Cuidado, cuidado, para que no se vuelque! ¡Hurra! ¡Hurra! Es la noche de Navidad en las herrerías de Ekeby.

Tras las cortinas de seda que ocultaban la cama de matrimonio, dormían el comandante y la comandanta, convencidos de que los caballeros harían otro tanto. Los criados y criadas dormían aletargados por el hartazgo de arroz con leche y por la fuerte cerveza negra. Pero los caballeros no dormían... ¡Era imposible suponerlo!

En la fragua abandonada, los herreros de piernas desnudas no alborotan con sus palancas de hierro; los chiquillos de cara embadurnada de humo, no rodaban las briquetas de carbón. El martillo grande pendía del techo como un brazo el puño cerrado. El yunque está vacío; los hornos no piden su ración de carbón, abriendo sus fauces de fuego. El fuelle no ruge con su sonido estridente. Es Navidad. La fragua duerme.

¿Duerme? ¡Creer que la fragua duerme cuando los caballeros están despiertos! Han abierto sobre la tierra unas largas tenazas y sobre las pinzas han clavado dos velas de sebo. De la marmita de cobre rutilante que no contiene menos de veinte litros, suben hacia las tinieblas de la techumbre las llamas azules del punch.

Berencreutz acaba de suspender una linterna de cuerno del martillo con que machacan las barras de hierro. El líquido amarillento luce en los tazones como puesto al sol. Los caballeros festejan la Navidad en la fragua con cantos, música, risas y juerga, sentados en tomo de aquella mesa; pero este escándalo de medianoche no despierta a nadie, porque los vagorosos rumores de la algazara se ahogan en el potente rugido de la rápida corriente que corre al pie de la ventana.

¡Ah, si la comandanta viese toda esa alegría, todo ese alboroto!... ¿Qué pasaría? Probablemente se uniría a ellos y vaciaría una copita de punch. ¡Es una gran mujer la comandanta de Ekeby¡

La alegre canción de algún comensal o alguna partida de naipes, no le harían vacilar un pie. Esta mujer, la más acaudalada de todo el Vermland, brusca como un hombre, orgullosa como una reina, ama el sonido de los violines, las estridentes trompas de caza, el canto, los vinos, los juegos, las mesas rebosantes de alegres comensales, el perpetuo correr en sus graneros llenos de provisiones, las danzas locas en sus estancias y en la sala, las risas en los oficios divinos y el tumulto de los caballeros en la parte del edificio que ocupaban.

Los doce caballeros están instalados en torno de la marmita. No se trata de seres insignificantes, ni tampoco de héroes, sino de hombres cuya gallardía debe vivir todavía muchos años en Vermland, manteniendo la fama de estos hombres sinceros y valientes.

No se asemejan a inánimes pergaminos de los tiempos pasados, ni a bolsas de oro de mezquinos avaros; son seres pobres, pero despreocupados, verdaderos caballeros de la mañana a la noche.

Sin parecerse a sauces llorones, a soñolientos holgazanes, son, como todos los demás, seres mortales, hombres que mueven bruscamente su lengua, héroes de centenares de aventuras.

Desde hacía muchos años la residencia de los caballeros había estado vacía. Desde ahora, Ekeby ya no es un refugio de seres desgraciados sin hogar. Ya no se encuentran allí oficiales retirados o hidalgos empobrecidos, que atravesaban el Vermland con sus miserables carriolas, sino otros hombres, nuevos seres resucitados; eran mozos alegres, despreocupados, que parecían gozar de una juventud eterna...

Todos estos hombres tan afamados, son diestros tañedores de uno o varios instrumentos. Todos tienen sus particularidades, sus rasgos personales, sus atractivos, sus ocurrencias geniales y sus canciones que brotan de sus mente como las hormigas que pululan en el hormiguero...

Pero con todo eso, cada uno de ellos lleva un especial rango distintivo, una cualidad noble y caballeresca que le distingue de todos los que le rodean.

De cuantos se encuentran reunidos en tomo de la marmita, quiero nombrar en primer lugar a Berencreutz, el coronel de frondoso mostacho blanco, afamado jugador de naipes y cantos nocturno que poseía una bien timbrada voz; a su lado estaba sentado el más taciturno y famoso cazador de osos, Andreas Fuchs. El tercero de la ronda era el pequeño Ruster, el tambor que en otros tiempos había sido el ordenanza del coronel y que había ganado el rango de caballero por su habilidad en preparar el punch y por su voz de bajo. Además, hay que nombrar a otro, al viejo Rutger von Oemeclo, el hombre de la suerte, irresistible, de gordo cuello, con su peluca rizada, con su corbata de suela, empolvado, pintado como una señora, uno de los más famosos de entre los caballeros. A sus lados estaban el no menos célebre Cristián Berg, el fuerte capitán, héroe de mil hazañas, pero fácil de ser engañado, como el gigante de los cuentos; en esta compañía aparecía a veces también un hombre pequeño, redondo como una bola, ágil y vivaracho, el patrón Julius, orador, maestro de esgrima, cantante y maravilloso cuentista. Con gusto solía desahogar su buen humor en el alférez, que sufría de gota, y en el gigante estúpido, que formaba parte de la compañía.

También había extranjeros: un alemán, inventor de un carro automóvil y de una máquina de volar, el gran Kevenhüller, cuyo nombre resuena rumoroso entre el murmullo de los bosques, un perfecto caballero, tanto por su ilustre abolengo como por su noble aspecto, con su bigote retorcido, su barba puntiaguda, su nariz aguileña y sus ojitos oblicuos, rodeados de una densa red de entrelazadas arrugas.

Allí se hallaba, además, el gran guerrero, el buen tío Cristóbal, que nunca salía de los límites de la residencia de los caballeros, a no ser para asistir a alguna cacería de osos o para tomar parte en alguna loca aventara.

Su vecino, el tío Eberhard, filósofo, no había venido a Ekeby para tomar parte, en las locas travesuras de la demás gente, sino para terminar, al abrigo de los cuidados materiales, una gran obra dé ciencia. Por último, los dos mejores caballeros: el pacífico Lovenborg, alma cándida y crédula, que no conocía los caminos del mundo y que era demasiado bueno para sus maldades, y Lilencron, el gran músico, que tenía una buena casa y languidecía siempre por volver a ella, aunque no podía escapar de Ekeby, porque su espíritu necesitaba distracciones, ruidos y riquezas, para soportar las cargas de esta vida.

Todos estos hombres habían dejado tras de sí a la juventud, habiendo algunos de edad bastante avanzada; pero el que hacía doce entre ellos, apenas acababa de cumplir los treinta años y poseía el vigor del cuerpo y del alma. Era Gösta Berling, el caballero de los caballeros, más orador, cantante, músico, cazador, bebedor y jugador que todos juntos. Estaba dotado de todas las virtudes de un caballero... ¡Qué hombre hubiera podido hacer de él la comandanta...¡Miradle; sube a la tribuna; las tinieblas de la techumbre descienden sobre él, como pesados festones, y su cabeza aventajada emerge a plena luz en medio de estas pesadumbres, irguiéndose como las cabezas de los divinos jovenzuelos lucíferos, que imponían el orden en la caótica confusión de los dioses de la creación del mundo. Esbelto y deslumbrante de hermosura, sediento de nuevas aventuras, aparece en la tribuna, y de sus labios brotan palabras llenas de profunda seriedad.

—Caballeros y hermanos; la medianoche se acerca. La fiesta ha adelantado tanto que es hora de vaciar un vaso a la salud del decimotercero de los comensales.

—Pero, hermano Gösta — grita el patrón Julius no somos más que doce en la mesa.

—Aquí en Ekeby — replicó Gösta con sombría gravedad — muere un hombre cada año. Muere uno de los moradores de la residencia de los caballeros alegres y despreocupados, de eterna juventud como nosotros. No conviene que los caballeros envejezcan. El día en que los vasos pesen demasiado en sus manos temblorosas y las cartas se borren bajo sus ojos agotados, ¿qué les será la vida y qué serán ellos para la vida? De los trece que festejamos la noche de Navidad en la herrería de Ekeby, es preciso que muera uno. Pero cada año un nuevo caballero remplaza su sitio y completará nuestro círculo un hombre hábil en el manejo del violín y las cartas, experto en el oficio de la alegría. Las viejas mariposas deben saber morir antes de que decline el sol del verano. ¡Camaradas, bebo a la salud del decimotercero!

—¡Pero aquí no somos más que doce! — gritaron los caballeros sin tocar su vaso.

Gösta Berling, al que llamaban poeta, aunque jamás había escrito en verso, continuó tranquilamente:

—Caballeros y hermanos; ¿no recordáis quiénes sois? A vosotros incumbe mantener la alegría en el país del Vermland y de hacer vibrar las cuerdas del violín que aviva la danza, haciendo resonar cantos y músicas por toda la región... Si vosotros no existierais, los valses, el verano, las rosas, las cartas, las canciones, todo desaparecería de este país bendito, y no se vería otra cosa que hierro y maestros de forja. La alegría vivirá con nosotros. ¡Esta es la sexta vez que celebro la Navidad en esta forja de Ekeby y jamás ha rehusado nadie beber a la salud del decimotercero!

—Pero si somos doce, Gösta — insistieron los caballeros—, ¿cómo beber a la salud del decimotercero?

Una honda preocupación notóse en el rostro de Gösta.

—¿Decís, pues, que somos sólo doce? ¿Cómo es eso...?, Es decir, ¿que debemos ir desapareciendo poco a poco de la superficie de la tierra...? Es decir, ¿que el año próximo deben quedar ya sólo once y el año subsiguiente únicamente diez? ¿Debe desvanecerse nuestra vida como un cuento de hadas, debe extinguirse nuestra Sociedad? Voy a conjurar al decimotercero, ya que me he levantado, y a ofrecerle un brindis. Le llamo de dondequiera que salga, de las profundidades del mar, de las entrañas de la tierra, del cielo o del infierno, para que complete el número de los caballeros...

Al conjuro de estas palabras se oye un sordo ruido en el homo de fundición; unas llamas brotan de su boca...

¡He aquí el decimotercero! De cola larga, pies de caballo, cuernos en la frente, barba puntiaguda y cuerpo de fauno, avanzó el decimotercero, y los caballeros lanzaron un grito y dieron un salto. Pero Gösta Berling, poseído de una alegría delirante, gritó;

—¡Ha venido el decimotercero! ¡Bebo por el decimotercero!.

Ya está allí, entre aquellos desenfrenados, turbadores de la Nochebuena; el viejo enemigo de los hombres, el amigo de las brujas y de Blokula1, el que firma sus contratos con sangre sobre el papel negro, el que en otro tiempo bailó durante siete días con la loca condesa de Ivarnas y que siete curas no pudieron exorcizar. Ha llegado, por fin, y a la vista del recién llegado, tempestuosos pensamientos cruzan la mente del viejo aventurero que no sabe explicarse a quien se debe esta extraña visita nocturna.

Varios de los comensales tuvieron un instante de loco pánico, pero pronto se tranquilizaron al pensar que el diablo no llegó para llevárselos a su morada tenebrosa, sino que apareció atraído por el entrechocar de los vasos» y por el son de los cantos, deseoso de disfrutar con los hombres la alegría de la Nochebuena, da renunciar en estas horas supremas al penoso ejercicio de su sombrío poder.

—Oh, caballeros, caballeros, ¿habéis observado que es la noche de Navidad? Es la hora en que los ángeles del cielo cantan su bienvenida a los pastores de los campos y en que los niños luchan contra el sueño, temerosos de faltar a la encantadora misa matinal. Pronto será el momento de encender los cirios de la iglesia de Bro. En las lejanas granjas de los bosques el galán ha preparado el blandón luminoso de ramas de abeto que guiará a la elegida de su corazón por el camino que conduce a la iglesia. En todas las casitas, las dueñas han puesto detrás de las ventanas los candelabros que deben encenderse cuando comiencen a pasar las gentes que vayan a la misa. El sacristán entona, adormecido» los cánticos de Navidad, y el viejo cura, que no puede dormir, trata de cantar una vez más, con voz quebrada, para sus feligreses el Gloria in excelsis Deo, ¡Ah, caballeros; en vez de buscar la compañía del rey de los infiernos, hubiera sido mejor haber pasado la Noche de la Paz en la dulce tranquilidad del reposo!

No obstante, todos le aclaman con júbilo, siguiendo el ejemplo de Gösta Berling, y ponen en sus manos una copa de licor llameante, después de haberle colocado en el sitio de honor de la mesa.

Berencreutz le propuso una partida de cartas; el patrón Julius su repertorio de bellas canciones, y Oerneclo se atrevió a hablarle de las bonitas mujeres, de estos seres divinos que embellecen la vida.

Sin embargo, el diablo, apoyado soberbiamente echada hacia atrás, llevó a sus desfigurados labios la copa de sabroso líquido. Y Gösta le arengó en estos términos:

—Alteza, os hemos esperado largo tiempo aquí, en Ekeby, porque es aparentemente el único paraíso que os queda abierto. Se vive aquí sin sembrar ni hilar, como sabéis, aquí las palomas asadas os caen en la boca. Aquí la cerveza fuerte y el aguardiente azucarado corren en ríos desbordantes. Aquí se goza del único bienestar, no lo olvidéis, Alteza...

»Efectivamente, los caballeros os han esperado con ansia, para que completarais el número de los comensales. Tened presente, Alteza, que representamos más de lo que indica nuestra apariencia. Somos la docena de seres sobrehumanos que elogia el secular poema de los agios. Éramos doce cuando dominábamos el mundo desde las alturas del nebuloso Olimpo, éramos doce como los legendarios pájaros que habitan las verdegueantes moradas de Iggdrasil. ¿No éramos doce paladines cuando nos hallábamos sentados a la mesa redonda del rey Artús, y no éramos doce al acompañar al rey Carlomagno en sus expediciones guerreras?

»i Doce compañeros! Uno de nosotros ha sido Thor, otro Júpiter, y supongo que hoy todavía ostentamos rasgos de tan altas dignidades. Hasta bajo un envoltorio de harapos puede descubrirse este resplandor de la divinidad, como puede ocultarse la melena del león bajo la piel del asno. El tiempo nos ha tratado duramente, pero, con todo esto, desde el momento en que nos hallamos aquí, la forja va a convertirse en Olimpo, y la morada de los caballeros va a transformarse en Walhalla.

»De todas maneras, nuestro número no ha sido completo, Alteza, Ya sabéis que entre los doce de la leyenda no faltaba nunca un Loki, un Prometeo o un Ganelon, y éste es a quien echamos de menos.

»¡Bienvenido seáis, Alteza¡»

—Hermosas palabras — exclamó el diablo—, pero no tengo tiempo de responderos. Los negocios ante todo, hijos míos. Debo abandonaros. De otro modo, gustoso me prestaría a serviros en los que se os antojara. Ya nos volveremos a ver. Muchas gracias por la acogida que me habéis dispensado esta noche.

Los caballeros le preguntan adonde va, y les contesta que la noble comandanta de Ekeby le espera para renovar su contrato.

Todos se quedan mudos de asombro. La comandanta es una ruda mujer, fuerte y osada, que se carga sin esfuerzo una tonelada de trigo sobre sus anchas espaldas; acompaña los convoyes de minerales de todo el distrito desde las minas hasta las herrerías de Ekeby; duerme como una campesina sobre el suelo del granero, con un saco por almohada, los más profundos sueños, y durante el invierno no teme servir un homo de carbón, ni en el verano transportar maderas, bajando por el curso de Leuven.

¿Quién manda mejor que ella? La comandanta jura como un carretero y domina como un rey en las siete herrerías y en las granjas de sus vecinos, en su distrito y en los distritos próximos en suma, sobre todo el bello país del Vermland. Pero con los pobres caballeros sin hogar se muestra más dulce que una madre, y ellos, en cambio, hacen oídos de mercader cuando la calumnia les dice que la señora ha hecho pacto con el diablo. Por esto preguntan, asombrados, al diablo, qué clase de contrato ha hecho con él la comandanta.

—Sí — continúa el cornudo —; le he dado estas siete herrerías a cambio de un alma que ella me paga cada año.

¡Oh, qué espanto se apodera de los caballeros!

Los caballeros lo sabían, por más que hasta entonces no habían logrado comprenderlo. En efecto, todos los años muere un hombre en Ekeby, uno de los desdichados huéspedes de aquella parte del edificio, uno de los alegres despreocupados, da los eternos jóvenes. Pero, ¿qué importa?

Los caballeros no deben envejecer nunca... Cuando sus temblorosas manos no puedan ya sostener el vaso, cuando sus ojos agotados sean ya incapaces de seguir un juego de naipes, ¿qué será la vida para ellos? ¡Las mariposas deben saber morir mientras brille el sol!.

Hasta entonces no habían podido comprender el sentido exacto de estas palabras.

¡Desgraciada mujer¡Este era, pues, el motivo por el que les ofrecía aquel soberbio festín. Por esto les obsequia con la fuerte cerveza y con el dulce aguardiente, sólo para que pasen de estas salas de orgía de Ekeby al poder del príncipe infernal... ¡Uno de ellos debía ser sacrificado cada año!

¡Maldición a la bruja! ¡Ekeby, adonde habían llegado fuertes y vigorosos para buscar su reconciliación con ¡a vida, no era más que el camino y la puerta de la condenación eterna! Sus cerebros parecían ya esponjas viejas, sus pulmones eran un montón de ceniza, su espíritu nublado. Les esperaba el lecho de la muerte, la espantosa tranquilidad del reposo sin esperanza... ¡Maldita mujer! De este modo habían muerto sus antecesores, hombres más apreciables que ellos, y del mismo modo iban a morir también los actuales caballeros.

Pero pronto vuelven los caballeros de su espantoso asombro.

—¡Príncipe infernal! — exclamaron—. No es preciso que esta bruja te firme con sus sangre un nuevo contrato, parque es ella quien va a morir.

Cristian Berg. el fuerte capitán, empuñó el martillo más grande de la herrería, jurando que lo iba a hundir en la cabeza de aquella monstruosa bruja.

—¡Ya no aumentarás el numero de tus víctimas, engendro del infierno! Y en cuanto a ti, vamos a colocarte sobre el yunque para machacarte después con el martillo más pesado— Vamos a sostenerte con las tenazas, para que sientas más los martillazos, y para que tengas tal escarmiento que se te acaben las ganas de volver a la caza de almas.

El diablo, como se sabe de tiempo, es cobarde y la amenaza del yunque no le complació, por lo que, deteniendo al capitán, trató de negociar con los caballeros, diciendo:

—¡Alto ahí, caballeros! Apoderaos de las siete herrerías, tomadlas este año y dadme a la comandanta.

—¿Crees, acaso, que somos tan ruines como ella? — exclamó el patrón Julius.

—Ekeby, con todas las herrerías, debe pasar a nuestra propiedad; pero en cuanto a la comandanta, eso es cosa tuya...

—¿Qué es lo que opina de todo eso Gösta Berling? —preguntó el pacifico Oerneclo—. ¡Qué hable Gösta Berling! ¡Queremos saber su opinión antes de tomar una decisión en este asunto!

—Todo esto es pura farsa —replicó Gösta Berling—. Caballeros, no os dejéis engañar por él... ¿Qué somos nosotros al lado de la comandanta? Referente a nuestras almas, que suceda lo que quiera; pero mientras yo viva, no nos mostremos desagradecidos y perversos, no nos portemos como unos traidores y villanos. Durante muchos años hemos comido el pan de la comandanta, y por eso no le haremos traición ahora...

—Bien, bien..., entonces vete al diablo si quieres; pero déjanos, Gösta Berling, reinar sobre las herrerías de Ekeby — replicó un caballero.

—¡Bah! Estáis locos de remate o más borrachos de lo que yo pensaba. ¿Creéis que todo eso es verdad? ¿No comprendéis que este diablo es un diablo de pacotilla?

—Gösta Berling — murmuró el diablo—, no olvides que estás muy próximo a ser conducido a las calderas del infierno, aunque sólo lleves siete años aquí. ¿No ves hasta dónde has llegado en tu carrera...?

—¡Cállate, cállate, vejete! ¡Si yo mismo te he ayudado a meterte en la chimenea! ¿Qué importa?

—¿Y qué? ¿Dejo por eso de ser tan diablo como el propio Diablo? Eres más mío de lo que te imaginas, Gösta Berling. ¡Ah, puedes alabarte de ser un hermoso pájaro en manos de la comandanta!

—Me ha salvado la vida. ¿Qué hubiera sido de mí sin ella?

—¿Y no has pensado nunca que al Instalarte en Ekeby lo hizo con su cuenta y razón? Tú eres el espejuelo para cazar golondrinas. Tu función es la de atraer a otros. Una vez trataste de escapar. Te ofrecieron una pequeña granja donde querías comer tu propio pan ganado con el sudor de tu frente; pero la comandanta se paseaba cada día delante de tu puerta acompañada de hermosas jóvenes. Un día vino con ella Mariana Sinclaire, y al día siguiente tú arrojaste la cayada y el delantal, Gösta Berling, y recobraste tu puesto entre los caballeros.

—¡Pero si ésta era mi vocación, imbécil!

—Sí, sí. Por poco te hiciste yerno de la condesa Marta; pero, ¿quién le dijo a la joven Ebba Dohna que tú no eras más que un pastor expulsado? ¿Quién deshizo el matrimonio? La que no podía vivir sin tí, Gösta, la comandanta.

—¡Bah! — replicó Gösta—, Ebba Dohna murió poco después; jamás hubiera sido mi esposa.

El falso diablo se aproximó a él, y le dijo al oído:

—¿Muerta? Se mató por ti; solo que no te lo han dicho.

—Desempeñas a maravilla tu papel satánico — exclamó Gösta.

—Te digo que todo eso ha sido cosa de la comandanta, que quería recuperarte para la residencia de los caballeros.

Gösta prorrumpió en una estridente carcajada.

—Verdaderamente haces tan bien el diablo — exclamó enloquecido — que me dan ganas de firmar un pacto contigo, ya que te creo capaz de damos la propiedad de las siete herrerías.

—Me encanta oír que no te opones más a la realización de tu propia dicha...

Los caballeros respiraron tranquilos. Gösta les había dominado de tal modo que eran incapaces de realizar algo sin su intervención. Si no hubiese aceptado la proposición del diablo, no se hubiese firmado el contrato. ¡Y era cosa de importancia para los pobres caballeros el poder adquirir la propiedad de las siete herrerías!

—Oídme — repuso Gösta—. Si entramos en posesión de las siete herrerías será por salvar nuestras almas y no para metamorfosearnos en opulentos propietarios que cuenten el dinero y pesen el hierro. No queremos convertirnos en viejos pergaminos ni en bolsas de avaros. Caballeros somos y caballeros seremos...

—Has hablado como un sabio — musitó el negro visitante.

—Entonces, si nos cedes las herrerías por un año, nos conformaremos; pero si durante este año tenemos la desgracia de cometer alguna acción que no sea propia de un caballero, alguna cosa útil, prudente o cuerda, te perteneceremos todos y las propiedades irán a manos de quien tú quieras.

El diablo se frotó las manos de contento.

—Pero si nosotros continuamos nuestra vida de verdaderos caballeros, abandonarás tus derechos sobre Ekeby, sin poder reclamar nada de nosotros ni de la comandanta.

—Eso es muy duro — contestó el diablo—. Veamos, Gösta, ¿no podrías dejarme un alma, una sola almita? ¿Por qué quitarme la de la comandanta, que ya debe ser cosa mía?

—No comercio con tales sandeces — rugió Gösta—. Pero ya que necesitas un alma a todo trance, puedo ofrecerte una. Toma la de Sintram, el malvado Sintram, de Fors. Te aseguro que ya está madura.

—¡Huml ¡Eso ya es otra cosa! — replicó el diablo sin pestañear—. Sintram y los caballeros, se entiende. ¡Una buena cosecha para mí!

Tras esto fue firmado el contrato con la sangre sacada del meñique de Gösta Berling; con una pluma de oca, sobre papel negro, símbolo del mal.

Una vez consumado el acto de la firma, los caballeros estaban jubilosos como si hubieran acaparado todos los esplendores del mundo para todo el año. Poco les importaba lo que luego ocurriera... Apartando los asientos formaron un círculo, ejecutando una danza salvaje sobre el suelo negro en derredor de la marmita humeante.

Al extremo de la fila de los danzantes ejecutó el genio del mal su loca farándula, hasta que, por último, desplomóse junto a la marmita, y cogiéndola, la acercó a sus labios.

En este momento, Berencreutz y Gösta Berling échanse también a! suelo, hasta que todos los allí presentes forman un círculo en torno de la marmita que pasa de boca en boca entre los bebedores. Por último, volcada por un golpe, la marmita vierte sobre aquellos hombres postrados su pegajoso contenido, manchándolos.

Luego se levantan todos renegando iracundos, en tanto que el genio del nial desaparece... Pero sus áureas promesas siguen cerniéndose, cual una corona luminosa de rayos de luz, sobre las cabezas de los caballeros...