trece

Llegamos a un restaurante de Mayfair en el que nunca he estado. De hecho, no sé si he venido alguna vez a este barrio. Es tan pijo que no me extrañaría nada no haberlo visitado jamás.

— Es una especie de local privado -susurra Jack mientras avanzamos por un patio con columnas-. No lo conoce mucha gente.

— Señor Harper, señorita Corrigan -nos saluda un hombre vestido con traje tipo Neru que ha aparecido de la nada-. Síganme, por favor.

¡Sabe cómo me llamo!

Atravesamos más columnas hasta llegar a una sala ricamente decorada en la que hay unas tres parejas. Una queda a nuestra derecha y cuando pasamos a su lado, una mujer de mediana edad, pelo plateado y chaqueta dorada me mira a los ojos.

— Hola, Rachel.

— ¿Perdone?

Me giro, sorprendida. ¿Me está hablando a mí?

Ella se levanta de la silla tambaleándose un poco, se acerca y me da un beso.

— ¿Qué tal estás, querida? Hace años que no nos vemos.

Huele a alcohol a cinco metros de distancia. Miro a su acompañante, que no parece estar más sobrio que ella.

— Creo que se ha confundido. No soy Rachel -digo con educación.

— Ah. -Me observa un momento, después a Jack, y en su cara se dibuja una expresión corno de haber captado algo-. Ya veo. Pues claro que no eres Rachel -asegura guiñándome un ojo.

— No. No lo entiende. No soy su amiga, soy Emma -afirmo horrorizada.

— Por supuesto. Que disfrutes de la cena. Y llámame algún día -añade, cabeceando con complicidad.

Cuando ella vuelve a su mesa dando traspiés, Jack me lanza una mirada socarrona.

— ¿Hay algo que quieras contarme? -me pregunta.

— Sí, que esa mujer está completamente borracha.

Fijo mis ojos en los suyos y no puedo reprimir una risita.

— ¿Nos sentamos o tienes más antiguos amigos a los que te gustaría saludar?

Echo un vistazo.

— Yo diría que eso ha sido todo.

— ¿Estás segura? No te precipites. ¿No será tu abuelo ese anciano caballero de allí?

— No creo.

— A mí no me molestan los seudónimos. A veces uso el nombre de Egbert.

Suelto una sonora carcajada que intento ahogar enseguida. Estamos en un restaurante de alto copete y la gente me está mirando.

Nos conducen a una mesa en un rincón, junto a la chimenea. Un camarero me ayuda a sentarme y me pone la servilleta en las rodillas mientras otro me sirve una copa de agua y un tercero me trae un panecillo. En el lado de Jack se repite la misma operación. ¡Hay seis tipos pendientes de nosotros! Me gustaría reírme, pero a él parece no afectarle, como si fuera lo más normal del mundo.

Se me ocurre que posiblemente para él lo sea. ¡Santo cielo! A lo mejor tiene un mayordomo que le sirve el té y le plancha el periódico todos los días.

¿Y qué? No puedo dejar que nada de eso me altere.

— ¿Qué tomamos? -pregunto en cuanto se esfuman los camareros. Ya le he echado el ojo a la bebida de la mujer que me ha saludado. Es de color rosa y la copa está decorada con trozos de sandía. Tiene un aspecto delicioso.

— Ya me he ocupado de eso -contesta Jack sonriendo, y en ese momento llega un camarero con una botella de champán, la descorcha y nos sirve-. Recuerdo que en el avión comentaste que, para ti, la cita perfecta se iniciaría con una botella de champán que aparciera en la mesa como por arte de magia.

— ¿Ah, sí? -digo ahogando un débil sentimiento de desilusión.

— Salud -brinda, golpeando mi copa con la suya.

— Salud.

Tomo un sorbo. Es realmente bueno; seco y delicioso.

Me pregunto a qué sabrá el cóctel con sandía.

Déjalo. El champán es perfecto. Jack tiene razón, es la mejor manera de comenzar una cita.

— La primera vez que lo probé tenía seis años…

— En casa de tu tía Sue -me interrumpe risueño-. Te quitaste toda la ropa y la tiraste a una charca.

— ¡Ah! Ya te lo había contado, ¿verdad?

Bueno, pues no lo aburriré con esa anécdota otra vez. Bebo otro sorbito e intento pensar en algo que decir. Alguna cosa que él no sepa. ¿La hay?

— He escogido un menú muy especial, creo te gustará. Ayer lo encargué para ti -dice sonriendo.

— Vaya… Estupendo.

Algo que han preparado sólo para mí. Es increíble.

Excepto que… elegir la comida es parte de la diversión, ¿no? Es una de las cosas que más disfruto.

No importa. Estará bien. Está bien.

Ahora, a darle conversación.

— ¿Qué haces en tu tiempo libre? -le pregunto, y él se encoge de hombros.

— Dar una vuelta, ver un partido de béisbol, arreglar mis coches…

— Tienes una colección de automóviles antiguos, ¿no? ¡Vaya! Eso debe de…

— Los aborreces, recuérdalo.

— No son los coches -replico al instante-, sino la gente que…

Mierda, no me ha salido nada bien. Tomo un buen trago de champán, pero se me va por el otro lado y empiezo a toser. Dios mío, estoy escupiendo y me lloran los ojos.

— ¿Estás bien? -me pregunta Jack preocupado-. Bebe un poco de agua. Evian, ¿verdad?

— Esto…, sí. Gracias.

¡Maldita sea! Odio admitir que Jemima tiene razón en algo, pero todo habría sido mucho más fácil si hubiera podido decir: «Adoro los coches antiguos.»

Da igual.

Mientras bebo, ante mis ojos se materializa un plato de pimientos asados.

— ¡Me encantan! -exclamo entusiasmada. -Dijiste que era tu comida favorita. — ¿En serio? -pregunto sorprendida.

Joder, de eso sí que no me acuerdo. O sea, me gustan, pero no habría…

— Llamé y pedí que te los cocinaran. Yo no puedo comerlos, sino, te habría acompañado -comenta mientras le sirven un plato de vieiras.

Me quedo boquiabierta. Tienen una pinta estupenda, y me chiflan.

— Bon appétit -me desea alegremente.

— Sí, bon appétit.

Pruebo un trozo de pimiento. Está buenísimo, y haberse acordado ha sido un detalle por su parte.

Pero no consigo apartar la vista de sus vieiras. Se me está haciendo la boca agua. Y esa salsa verde… Seguro que son suculentas y están muy bien preparadas.

— ¿Quieres una? -pregunta Jack tras haber notado cómo las miro.

— No, gracias. Esto está absolutamente… perfecto. Doy otro bocado y le sonrío. De repente, se lleva una mano al bolsillo.

— Es el móvil. ¿Te importa si contesto? Podría ser algo importante.

— Claro que no.

Cuando se va, no puedo contenerme. Alargo la mano y le robo una vieira. Cierro los ojos, la mastico y dejo que el sabor inunde mis papilas gustativas. Está sencillamente divina. Es lo mejor que he probado en mi vida. Me estoy preguntando si podría comerme otra sin que lo advierta, separando un poco las que le queden, cuando percibo un olorcillo a ginebra. La mujer de la chaqueta dorada está a mi lado.

— Cuéntame, ¿qué está pasando?

— Estamos cenando.

— Eso ya lo veo -replica con impaciencia-. ¿Qué me dices de Jeremy? ¿Lo sabe?

— Mire, no soy quien piensa -contesto con un gesto de impotencia.

— Ya veo, ya. Jamás habría pensado que fueras así -susurra apretándome el brazo-. Me alegro. Diviértete, es lo que siempre digo. Te has quitado la alianza. Muy lista. ¡Uy!, ahí viene. Será mejor que me vaya.

Se marcha dando tumbos; cuando Jack se sienta, me inclino hacia delante y, entre risas, le digo que le va a encantar lo que tengo que contarle.

— Adivina. Soy la esposa de un tal Jeremy. Mi amiga acaba de acercarse para decírmelo. ¿Qué te parece? ¿Crees que él también estará ligando por ahí?

Hay un silencio y Jack me mira con expresión tensa. -¿Perdona?

No ha escuchado ni una sola palabra.

No puedo repetirlo, me sentiría como una tonta. De hecho, ya empiezo a sentirme así.

— No importa -contesto forzando una sonrisa.

Volvemos a quedarnos callados y pienso en algo que decir. -Tengo que confesarte una cosa -digo indicando su plato-. Me he comido una de tus vieiras.

Espero que finja estar sorprendido, enfadado o algo.

— No pasa nada -comenta distraído, y empieza a comerse el resto.

No entiendo nada. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Dónde han ido a parar las bromas?

Está completamente cambiado.

Para cuando acabamos el pollo al estragón con ensalada de rúcula y patatas, siento que todo mi cuerpo está rígido por la desolación. Esta cita es un absoluto desastre. He hecho todo lo posible por conversar, bromear y ser divertida, pero él ha recibido otras dos llamadas y ha pasado toda la velada triste y ausente. Para ser sincera, me gustaría no haber venido.

Me entran ganas de echarme a llorar de lo desilusionada que estoy. No lo entiendo. Todo iba bien. ¿Qué ha fallado?

— Voy a refrescarme -le digo cuando retiran los platos, y él asiente con la cabeza.

El lavabo de señoras es más un palacio que un servicio. Hay sillas lujosas, y una mujer uniformada me entrega una toalla. Al principio me da un poco de vergüenza llamar a Lissy delante de ella, pero luego pienso que habrá visto cosas parecidas muchas veces.

— Hola, soy yo.

— ¡Emma! ¿Qué tal va todo?

— Fatal -contesto apesadumbrada.

— ¿A qué te refieres? -pregunta horrorizada-. ¿Qué ha sucedido?

— Eso es lo peor -digo dejándome caer en una silla-. Todo ha comenzado estupendamente. Nos estábamos riendo y haciendo chistes. El restaurante es una pasada, y él había pedido que me prepararan un menú especial con todas las cosas que me gustan. Trago saliva. Dicho así, parece perfecto. -Suena maravilloso. ¿Cómo es que…?

— Lo han llamado al móvil y a partir de ese momento prácticamente no me ha dirigido la palabra. Ha salido a telefonear un par de veces, me ha dejado sola y cuando ha vuelto, la conversación ha

sido tensa y artificial, y no me prestaba atención.

— Puede que esté preocupado por algo pero no quiera abrumarte con sus problemas.

— Es verdad. Parece muy agobiado.

— A lo mejor ha ocurrido algo y no desea estropearte la velada. Trata de hablar con él y compartir sus inquietudes.

— Vale-acepto un poco más animada-. Lo intentaré. Gracias, Lissy.

Vuelvo a la mesa sintiéndome más positiva. Aparece un camarero para ayudarme con la silla y, después de sentarme, le dirijo a Jack la mirada más cálida y comprensiva de que soy capaz.

— ¿Va todo bien?

Él frunce el entrecejo.

— ¿Por qué lo preguntas?

— Bueno, porque no dejas de irte y pienso que quizá haya algo de lo que me gustaría hablar.

— Estoy bien, gracias -asegura cortante. El tono de su voz indica que es un tema cerrado, pero no voy a darme por vencida tan fácilmente.

— ¿Has recibido una mala noticia?

— No.

— ¿Es algo de negocios? -insisto-. ¿O personal?

Me mira con una repentina expresión de enfado.

— Ya te he dicho que no es nada. Déjalo.

Estupendo. Eso me pone en mi sitio, ¿verdad?

— ¿Tomarán postre? -nos interrumpe el camarero, y me obligo a sonreírle.

— No, gracias.

Ya he tenido bastante por esta noche. Lo único que deseo es irme a casa.

— Muy bien. ¿Café?

— Sí que quieres postre -asegura Jack.

¿Qué ha dicho? El camarero me mira y duda. -No -repito con firmeza.

— Venga, Emma -me anima Jack recobrando el tono cálido y burlón-. No es necesario que finjas. Me contaste que siempre lo rechazas cuando en realidad sí que te apetece.

— Pues en esta ocasión no es así.

— Lo han elaborado sólo para ti. Háagen-Dazs con merengue y crema de Baileys.

De repente siento que me trata con condescendencia. ¿Cómo va a saber lo que quiero? A lo mejor prefiero fruta. O nada. No tiene ni idea de lo que me gusta.

— No tengo hambre -digo echando la silla hacia atrás. -Emma, te conozco. Sí que…

— ¡No me conoces! -grito enfadada sin poder contenerme-. Puede que sepas algunas cosas al azar, pero eso no significa que me conozcas.

— ¿Qué?

— Si fuera así -continúo con voz temblorosa-, te habrías dado cuenta de que cuando voy a cenar con alguien me gusta que escuche lo que le digo. Que me trate con respeto y que no me suelte «Déjalo» cuando lo único que intento es mantener una conversación.

Me mira azorado.

— ¿Estás bien?

— No, no lo estoy. No me has hecho caso en toda la noche.

— Eso no es verdad.

— Sí que lo es. Desde que ha sonado el móvil te has comportado como un autómata.

— Mira, en este momento me están pasando una serie de cosas muy importantes.

— Muy bien, pues que te pasen sin mí.

Cuando me levanto y busco el bolso, se me llenan los ojos de lágrimas. Tenía tanta ilusión porque fuera la cita perfecta, tantas esperanzas, que no puedo creer que todo haya salido tan mal.

— Así se habla -me apoya la mujer de la chaqueta dorada desde el otro lado del salón-. Esta joven tiene un marido encantador. No lo necesita a usted para nada.

— Gracias por la cena -me despido con los ojos clavados en el mantel, y uno de los camareros aparece como por ensalmo con mi abrigo.

— ¡Emma! -exclama Jack poniéndose de pie desconcertado-. No pensarás irte, ¿verdad?

— Sí.

— Por favor, dame otra oportunidad. Quédate y toma un café. Te prometo que hablaré.

— No quiero café -replico mientras el camarero me ayuda a ponerme el abrigo.

— Pues un té. Unos bombones. Te he pedido una caja de trufas Godiva.

El tono de su voz es suplicante y, por un momento, flaqueo. Me encantan las trufas Godiva.

Pero no, he tomado una decisión.

— Me da igual, me marcho. Muchas gracias. -Me vuelvo hacia el camarero-. ¿Cómo sabía que quería irme?

— Nuestra obligación es saberlo -responde con discreción.

— ¿Ves? Ellos sí que me conocen.

Jack y yo nos miramos un instante.

— De acuerdo -acepta resignado-. Daniel te llevará a casa. Está esperando en el coche.

— No. Iré sola, gracias.

— No seas tonta.

— Adiós, y muchas gracias -le digo al camarero-. Han sido muy atentos y amables conmigo.

Salgo a toda prisa del restaurante. Ha empezado a llover y no llevo paraguas.

Da igual. Me voy de todas formas. Echo a andar por la calle, resbalo en la acera y siento que las gotas de lluvia se mezclan con las lágrimas que me corren por la cara. No tengo ni idea de dónde estoy ni de si hay alguna estación de metro cerca.

Espera. Una parada de autobús. Compruebo los números que pasan por aquí; uno va hacia lslington.

Estupendo. Lo cogeré, llegaré a casa y me tomaré una buena taza de chocolate, y a lo mejor un poco de helado, mientras veo la tele.

Es una de esas marquesinas con bancos. Me siento y doy gracias a Dios porque ya no me mojo el pelo. Contemplo un anuncio de coches con la mirada perdida; me estoy preguntando a qué sabría ese Háagen-Dazs y si el merengue sería de los duros o de los esponjosos cuando un enorme automóvil plateado se detiene frente a mí.

No me lo puedo creer.

— Por favor. -Jack ha bajado del coche-. Deja que te lleve a casa.

— No -contesto sin mover la cabeza.

— No puedes quedarte aquí, está lloviendo.

— Sí que puedo. Algunos vivimos en el mundo real, ¿sabes?

Me giro y finjo estar muy interesada en un cartel sobre el sida.

Jack se acerca y se sienta a mi lado; durante un rato permanecemos callados.

— Sé que he sido una compañía espantosa esta noche -reconoce Jack por fin-. Lo lamento. Y también me duele no poder decirte nada al respecto, pero últimamente mi vida es… complicada, y algunos aspectos son muy delicados. ¿Lo entiendes?

«No -me entran ganas de soltarle-. Sobre todo después de habértelo contado todo sobre la mía.»

— Supongo que sí -contesto encogiéndome de hombros.

La lluvia cae con más fuerza, retumba en el techo y entra en mis…en las sandalias plateadas de Jemima. Espero que no se manchen.

— Siento mucho que la velada te haya decepcionado -se disculpa levantando la voz por encima del ruido.

— No ha sido así. Simplemente me había hecho muchas ilusiones. Quería conocerte, divertirme, que nos riéramos y uno de esos cócteles de color rosa.

Mierda. Eso se me ha escapado.

— Pero si lo que te gusta es el champán. Me lo dijiste. Tu cita perfecta empezaba con una botella de champán.

No puedo mirarlo a los ojos.

— Bueno, entonces no conocía ninguna bebida como ésa.

Jack suelta una carcajada.

— Tienes razón, y ni siquiera te he dado la oportunidad. -Sacude la cabeza arrepentido-. Seguramente estabas allí sentada pensando: «¿Es que este tío no se da cuenta de que quiero un cóctel rosa, o qué?»

— No -contesto enseguida, pero mis mejillas están enrojeciendo a toda velocidad y él tiene una expresión tan cómica que me entran ganas de darle un abrazo.

— Perdona, Emma. Yo también quería conocerte y disfrutar. Creo que los dos deseábamos lo mismo. La culpa es mía.

— No, tú no eres el culpable -farfullo.

— No pretendía que las cosas fueran así. ¿Me darás otra oportunidad? -pregunta muy serio.

Un autobús rojo de dos pisos aparece con gran estruendo y los dos lo miramos.

— Tengo que irme, es el mío.

— No seas tonta, ven en el coche.

— No, me voy en autobús.

La puerta automática se abre y subo. Le enseño el pase al conductor y él asiente con la cabeza.

— ¿De verdad que quieres irte en esta cosa? -insiste Jack. Sube detrás de mí y echa un vistazo a la habitual colección de pasajeros nocturnos-. ¿Es seguro?

— Pareces mi abuelo. Pues claro que sí. Me deja muy cerca de mi calle.

— ¡Dese prisa! -le espeta el chófer-. Y si no tiene dinero, bájese.

— Tengo American Express -contesta buscándose en el bolsillo.

— No puedes pagar con tarjeta, Jack. ¿Es que no sabes nada o qué? De todas formas, prefiero ir sola, si no te importa.

— Entiendo -acepta cambiando el tono de voz-. Mejor me bajo -le dice al conductor antes de volverse hacia mí-. ¿Lo intentamos otra vez? ¿Mañana por la noche? Haremos lo que quieras. Tú llevarás la voz cantante.

— Vale. -Intento mostrarme indiferente, pero cuando lo miro a los ojos, también sonrío.

— ¿A las ocho?

— Bueno, pero no vengas con el coche. Haremos las cosas a mi manera.

— Estupendo, lo estoy deseando. Buenas noches, Emma.

— Hasta mañana.

Se da la vuelta y se va. Yo trepo al piso superior y me dirijo al asiento delantero, donde solía colocarme cuando era niña, para contemplar la oscura y lluviosa noche londinense. Si miro fijamente durante un buen rato, las luces de la calle se desdibujarán como en un caleidoscopio, como en un país de ensueño.

Por mi cabeza pasan imágenes en las que veo a la mujer de la chaqueta dorada, el cóctel rosa, la cara de Jack cuando le he dicho que me iba, el camarero con el abrigo, el coche en la parada del autobús… No consigo entender mis pensamientos. Lo único que puedo hacer es quedarme sentada mirando hacia delante, oyendo los familiares y reconfortantes sonidos que me rodean. El anticuado chirrido y el estruendo del motor. El gemido de las puertas al abrirse y cerrarse. El agudo timbre de la campana para parar. El ruido de la gente que sube y baja.

Noto que el autobús da tumbos al torcer en los cruces, pero apenas sé por dónde vamos. Al cabo de un rato mi subconsciente reacciona ante una serie de señales familiares y me doy cuenta de que estamos cerca de mi calle. Me preparo, cojo el bolso y voy tambaleándome hacia las escaleras.

De repente giramos de forma brusca hacia la izquierda y me agarro a una barandilla para mantener el equilibrio. ¿Por qué iremos por aquí? Pego la cara a la ventana y pienso que me enfadaré mucho si al final tengo que andar un buen trozo, pero entonces parpadeo asombrada.

No es posible.

Pero lo es. Estamos en mi calle.

Y hemos parado en la puerta de casa.

Bajo corriendo los escalones, casi me rompo el tobillo y miro al conductor.

— Número cuarenta y uno de Ellerwood Road -anuncia con tono triunfal.

No puede ser cierto.

Perpleja, miro hacia el interior del autobús, y una pareja de adolescentes borrachos me devuelve la mirada.

— ¿Qué pasa? ¿Le ha pagado?

— Quinientas libras -contesta guiñándome un ojo-. Querida, sea quien sea, yo lo conservaría.

— Gracias. Es decir, gracias por el viaje.

Sintiéndome como si estuviera en un sueño, me apeo y me dirijo al portal, pero Lissy ha llegado antes que yo y está abriendo.

— ¿Eso es un autobús? ¿Qué hace aquí?

— Es mi autobús, me ha traído a casa.

Le digo adiós con la mano al conductor; él me responde de igual manera y desaparece en la noche.

— No me lo puedo creer -dice Lissy lentamente mientras observa cómo dobla la esquina-. Así pues, al final todo ha ido bien.

— Sí. Todo ha ido… bien.