uno

Claro que tengo secretos.

Por supuesto. Como todo el mundo. Es lo más normal. Y estoy segura de que no son más numerosos que los del resto de la gente.

Y no me refiero a cosas trascendentales del tipo: «El presidente tiene la intención de bombardear Japón y sólo Will Smith es capaz de salvar al mundo.» Los míos son normales y corrientes.

Por ejemplo, unos cuantos al azar, así, a bote pronto:

1. Mi bolso de Kate Spade es falso.

2. Me encanta el jerez dulce, la bebida menos enrollada del mundo.

3. No tengo ni idea de lo que significan las siglas OTAN. Ni qué representan.

4. Peso sesenta y un kilos y no cincuenta y seis, como cree Connor, mi novio. (Aunque he de alegar en mi defensa que cuando se lo dije había planeado ponerme a dieta. Y, la verdad, tampoco hay tanta diferencia.)

5. Siempre he pensado que Connor se parece un poco a Ken, el de Barbie.

6. A veces, cuando estamos haciendo el amor apasionadamente, me entran ganas de echarme a reír.

7. Perdí la virginidad con Danny Nussbaum en el cuarto de invitados, mientras mis padres veían Ben Hur en el piso de abajo.

8. Ya me he bebido el vino que me dio mi padre para que lo tuviera veinte años en la bodega.

9. Sammy, el pez de colores de mis padres, no es el mismo que el que les cuidé mientras ellos estaban en Egipto.

10. Cuando Artemis, mi compañera de trabajo, me irrita de verdad (algo que ocurre casi todos los días), riego su planta con zumo de naranja.

11. Una vez tuve un extraño sueño lésbico con Lissy, una de las chicas con las que comparto piso.

12. El tanga que llevo me molesta.

13. Siempre he creído que no soy como todo el mundo y que en el momento más inesperado empezaré una nueva vida, emocionante y asombrosa.

14. No tengo ni idea de qué está diciendo el tipo del traje gris.

15. Además, he olvidado cómo se llama. Y acabo de conocerlo hace diez minutos.

— Nosotros creemos en las alianzas logísticas formativas -dice con voz monótona y nasal-, tanto en línea ascendente como en descendente, sea por encima o por debajo de la paridad.

— Por supuesto -corroboro animadamente, en plan: «Es lo normal.»

¿Logística? ¿Qué querrá decir?

¡Dios mío! ¿Y si me lo pregunta?

No seas tonta, Emma. No te va a soltar de repente: «¿Qué significa esa palabra?» Soy una colega, una profesional del marketing, ¿no? Se da por supuesto que sé de esas cosas.

De todas formas, si vuelve a mencionarlo, cambiaré de tema o le diré que soy poslogística o algo así.

Lo importante es que muestre una imagen competente y de confianza en mí misma, Puedo hacerlo. Es mi gran oportunidad y no voy a cagarla.

Estoy sentada en un despacho de la sede de Glen Oil en Glasgow, y al mirar mi reflejo en el cristal de la ventana me doy cuenta de que tengo aspecto de superejecutiva. Me he alisado el pelo; llevo unos pendientes discretos, como los que recomiendan en los artículos tipo «Cómo conseguir trabajo»; y me he puesto mi flamante traje nuevo de Jigsaw. (Bueno, está prácticamente nuevo. Lo encontré en una tienda de ropa de segunda mano a beneficio de la lucha contra el cáncer y le cosí el botón que le faltaba. Nadie diría que lo compré allí.)

He venido en representación de Panther Corporation, empresa en la que trabajo. La reunión es para cerrar un acuerdo promocional entre nuestra nueva bebida tonificante con sabor a grosella y Glen Oil, y he acudido en avión desde Londres con ese único propósito. (¡Con todos los gastos pagados!)

Nada más llegar, el personal de Marketing se ha puesto a presumir de quién ha viajado más, quién ha conseguido más puntos o ha volado por la noche a Washington. Creo que me he marcado unos cuantos faroles muy convincentes (excepto cuando he soltado que fui en Concorde a Ottawa y resulta que ese vuelo no existe). Aunque, la verdad, es la primera vez que hago un viaje de negocios.

Bueno, seamos sinceros: es el primer negocio que hago, y punto. Llevo once meses en la empresa como auxiliar de marketing y, hasta la fecha, lo único que me han dejado hacer es pasar notas a limpio, organizar reuniones para otra gente, pedir bocadillos y recoger la ropa de mi jefe en la tintorería.

Esto es algo así como mi gran oportunidad y abrigo la esperanza de que, si la manejo bien, me asciendan. El anuncio decía: «Posibilidades de ascenso en un año», y el lunes tengo la evaluación anual con mi jefe, Paul. He buscado la palabra «evaluación» en la guía informativa de los empleados y pone que es «la ocasión ideal para tratar la posibilidad de pasar a una categoría superior».

¡Subir en el escalafón! La sola idea aviva en mí un viejo y familiar anhelo: demostrar a mi padre que no soy un absoluto desastre, y a mi madre, y a Kerry. Si pudiera llegar un día a casa y decir como si tal cosa: «Por cierto, me han ascendido, ahora soy ejecutiva de marketing»…

Emma Corrigan, ejecutiva de marketing.

Emma Corrigan, vicepresidenta adjunta (Marketing).

Sólo necesito que hoy todo salga bien. Paul me dijo que el trato estaba cerrado y que mi único cometido era asentir y estrechar manos; que incluso yo sería capaz de hacerlo. Y hasta el momento, creo que todo va de maravilla.

Vale, no entiendo el noventa por ciento de lo que dicen, pero tampoco sabía mucho cuando me presenté al examen oral de Francés del último curso del instituto, y saqué notable.

— … cambio de nombre de marca…, análisis…, rentable…

El tipo del traje gris sigue con su perorata sobre unas cosas y otras. Con el mayor sigilo del que soy capaz, estiro la mano y vuelvo lentamente su tarjeta hacia mí, para poder leerla.

Doug Hamilton. Vale. Me acordaré. Doug, dúo. Es fácil. Sólo tengo que imaginar dos intérpretes de ópera y chicas con vestidos vaporosos. Lo que no guarda ninguna relación… y, además…

Mejor me lo apunto.

Anoto «Cambio de nombre de marca» y «Doug Hamilton» en mi libreta y me revuelvo en la silla. ¡Dios, qué incómodas son estas bragas! Es decir, los tangas nunca me han parecido muy cómodos, pero éste es un auténtico incordio. Aunque supongo que se debe a que es dos tallas menor de lo que debería.

Me imagino que cuando Connor me lo compró le diría a la dependienta que peso cincuenta y seis kilos, y ella supondría que uso la talla treinta y ocho. ¡Qué más quisiera yo!

(Estoy convencida de que la chica lo hizo adrede; seguro que sabía que era mentira.)

Así que al intercambiar regalos en Nochebuena, me encontré un precioso tanga de seda de color rosa pálido, de la talla treinta y ocho. Y ahora tengo dos opciones:

A: digo la verdad. «Es algo pequeño. Más bien tiro hacia la talla cuarenta y dos y, por cierto, en realidad no peso cincuenta y seis kilos.»

B: metérmelo con calzador.

Lo cierto es que no me costó mucho y casi no se notan las marcas rojas que deja. También tuve que cortar todas las etiquetas de mi ropa para que Connor no me descubriera.

No es necesario aclarar que desde entonces apenas me he puesto este tipo de ropa interior tan peculiar. Pero de vez en cuando lo veo en el cajón, bonito y caro, y pienso: «Venga, seguro que no aprieta tanto», y me lo encajo como puedo. Es lo que he hecho esta mañana. Como no me hacía daño, hasta he creído que había perdido peso.

Ilusa.

— Por desgracia, desde el cambio de nombre de la marca…, hemos reconsiderado… Pensamos que es necesario tener en cuenta sinergias alternativas…

Hasta el momento me he limitado a quedarme callada y asentir, convencida de que la historia de la reunión de negocios era de lo más fácil. Pero ante las palabras de Doug Hamilton mi subconsciente reacciona. ¿De qué está hablando?

— … dos productos divergentes… lo que resulta incompatible…

¿A qué se referirá con lo de la incompatibilidad? ¿Y con lo de reconsiderar? Se me enciende una luz roja. Puede que no sea sólo palabrería. A lo mejor se trata de algo serio. Rápido, ¡presta atención!

— Nuestra evaluación de la sinérgica y funcional asociación que Panther y Glen Oil han disfrutado en el pasado no puede ser más positiva -continúa Doug Hamilton-, pero estará de acuerdo en que, evidentemente, llevamos caminos opuestos.

¿Caminos opuestos?

¿De eso ha estado hablando todo el tiempo?

Siento un espasmo en el estómago.

No puede estar…

¿Intenta romper el trato?

— Perdone, Doug -lo interrumpo con la voz más relajada que soy capaz de articular-. He estado escuchando con atención todo lo que ha dicho -aseguro con sonrisa amistosa, tipo: «Esto es una reunión de profesionales»-. Pero si pudiera…, esto…, hacer un resumen de la situación para que nos enteremos todos…

«Pero clarito», suplico sin que me oiga.

Doug Hamilton y el resto de los ejecutivos intercambian miradas.

— Estamos ligeramente descontentos con sus valores de marca.

— ¿Mis valores? -pregunto asustada.

— Los del producto -me aclara, mirándome de forma extraña-. Tal como he explicado, en la actualidad estamos inmersos en un proceso de cambio de imagen y creemos que la nueva ha de ser la de una gasolina con conciencia ecológica, tal como demuestra el narciso de nuestro logotipo. Y opinamos que la de Panther Prime, que se centra en el deporte y la competición, es demasiado agresiva.

— ¿Qué?-exclamo desconcertada-. Pero… si es una bebida de frutas.

Eisto no tiene ni pies ni cabeza. Glen Oil es una gasolina que produce humos y contamina el planeta. Panther Prime es un refresco con sabor a grosella. ¿Cómo va a ser demasiado agresivo?

— Los valores que promueve -afirma indicando los folletos que hay encima de la mesa-: pujanza, elitismo, virilidad… El propio eslogan, «Que nada te detenga», la verdad, suena un poco anticuado. No nos parece viable una iniciativa conjunta.

No. Esto no puede estar sucediendo. No puede estar dando marcha atrás.

Todo el mundo pensará que ha sido por mi culpa, que la he cagado y que soy una inepta.

El corazón me late con fuerza y estoy acalorada. No debo dejar que algo así ocurra. Pero ¿qué digo? No he preparado nada. Paul me aseguró que todo estaba arreglado y que yo sólo tendría que estrecharles la mano.

— Por supuesto, lo discutiremos antes de tomar una decisión -concluye él con una leve sonrisa-. Y como le decía, nos gustaría seguir en contacto con Panther Corporation, así que, en cualquier caso, esta reunión ha valido la pena.

¡Está echando hacia atrás la silla!

No puedo permitir que se me escape esta oportunidad. Debo convencerlos. He de cancelar el trato.

Cerrar el trato, quiero decir.

— ¡Espere! -exclamo-. Espere… un momento. Me gustaría comentarle algo.

¿De qué voy? Si no tengo nada que comentar.

Cojo una lata de Panther Prime que hay en la mesa, para inspirarme. En un intento por ganar tiempo, me levanto, me dirijo al centro de la sala y alzo nuestro producto para que todo el mundo lo vea. -Panther Prime es… una bebida para deportistas.

Me callo y me contestan con un amable silencio. Me arde la cara. -Es…, esto…, es muy…

¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?

Vamos, Emma, piensa. Piensa en Panther Prime…, Panther Cola…, piensa…

¡Claro!

Muy bien, voy a empezar otra vez.

— Desde el lanzamiento de Panther Cola a finales de los ochenta, las bebidas de nuestrá empresa han sido sinónimo de energía, entusiasmo y excelencia -digo con desenvoltura.

Gracias a Dios, es parte de la propaganda. La he copiado tantos millones de veces que me la sé de memoria.

— Los productos Panther son un fenómeno de marketing -continúo-. Su perfil es uno de los más conocidos en todo el mundo e incluso los diccionarios han incorporado su eslogan: «Que nada te detenga.» Hoy estamos aquí para ofrecerle a Glen Oil una oportunidad única para que se una a una marca mundial de calidad reconocida.

Envalentonada, comienzo a andar por la habitación gesticulando.

— Cuando un consumidor compra un refresco Panther está diciendo que no se conforma con menos -aseguro dándole un brusco golpe a la lata-. Espera lo máximo de su bebida tonificante, de su gasolina, de sí mismo.

¡Estoy que me salgo! ¡Es fantástico! Si Paul me viera en este momento, me ascendería ipso facto.

Me acerco a la mesa y miro a Doug Hamilton.

— Cuando un cliente abre esta lata, su elección le dice al mundo entero quién es él. Le estoy pidiendo a Glen Oil que haga lo mismo.

Al acabar dejo el bote con firmeza en medio de la mesa, agarro la anilla y, con sonrisa confiada, tiro de ella.

Entonces, el volcán entra en erupción.

La bebida gaseosa con sabor a grosella sale despedida con toda su fuerza, aterriza en la mesa, empapa los papeles y carpetas con un líquido rojo chillón y, ¡oh, no!, ¡por favor, no!, pone perdida la camisa de Doug Hamilton.

— ¡Mierda!, quiero decir, lo siento mucho.

— ¡Santo cielo! -exclama él enfadado, levantándose y sacando un pañuelo del bolsillo-. ¿Esta cosa deja mancha?

— Esto… No lo sé -contesto cogiendo el envase con gesto de impotencia.

— Traeré un trapo -dice uno de los presentes.

La puerta se cierra tras él y nos quedamos en silencio, interrumpido sólo por el sonido de las gotas que caen al suelo.

Miro a Doug Hamilton con la cara roja y la sangre agolpada en mis sienes.

— Por favor, no se lo diga a mi jefe -suplico tras aclarar mi enronquecida voz.

Al final, la he cagado.

Mientras arrastro los tacones por la explanada del aeropuerto de Glasgow, me siento completamente abatida. A pesar de todo, Doug Hamilton ha sido muy amable. Me ha dicho que estaba seguro de que la mancha se iría y me ha prometido que no le contaría a Paul nada de lo sucedido. Con todo, no ha cambiado de parecer sobre el trato.

Mi primera gran reunión. Mi primera gran oportunidad…, y ha terminado así. Me entran ganas de tirar la toalla, llamar a la oficina y decir: «Se acabó, no voy a volver nunca más, y, por cierto, fui yo quien atascó la fotocopiadora aquella vez.» .

Pero no puedo. Es mi tercer trabajo en cuatro años. Tiene que salir bien. Por mi autoestima, por narices y también porque le debo cuatro mil libras a mi padre.

— ¿Qué le pongo? -me pregunta un chico australiano, y levanto la vista, aturdida. He llegado al aeropuerto con una hora de tiempo y he ido directa al bar.

— Pues… -Estoy en Babia-. Vino blanco. No, mejor un vodka con tónica, gracias.

Cuando él se aleja, me dejo caer en un taburete. De repente aparece una azafata con el pelo recogido en una trenza de raíz y se sienta dos banquetas más allá. Me sonríe y le devuelvo una tímida sonrisa.

No sé cómo se las apaña la gente para triunfar en su vida profesional. De verdad que no lo sé. Es como mi amiga Lissy. Siempre quiso ser abogada y ahora, ¡tachán!, defiende a defraudadores. Pero yo dejé la universidad sin tener ni idea de lo que haría. Mi primer trabajo fue en una inmobiliaria y sólo lo acepté porque me gusta curiosear en las casas. Y porque conocí a una mujer con unas maravillosas uñas pintadas de rojo en una feria de empleo que me aseguró que había ganado tanto dinero que podría retirarse a los cuarenta.

Pero lo odié desde el primer momento. Los otros agentes inmobiliarios en prácticas me cayeron fatal. Además, detestaba decir cosas como: «Es encantadora.» Y, sobre todo, que si alguien sólo podía pagar trescientas mil libras, teníamos que darle información de casas que valieran al menos cuatrocientas mil y después mirarlo por encima del hombro, como insinuando: «Dios mío, sólo tiene trescientas mil libras, usted es un fracasado.»

Así que a los seis meses anuncié que quería cambiar de profesión y que me iba a dedicar a la fotografía. Fue una etapa fantástica, como en las películas. Mi padre me prestó el dinero para hacer un cursillo y comprar una cámara. Iba a iniciar una emocionante carrera creativa que inauguraría mi nueva vida…

Pero las cosas no fueron así.

Es decir, para empezar: ¿sabéis cuánto cobra un ayudante de fotógrafo?

Nada de nada.

Algo que, por otra parte, tampoco habría rechazado si alguien me hubiera ofrecido un puesto de esas características.

Doy un profundo suspiro y miro mi triste expresión en el espejo que hay al otro lado de la barra. Además de todo lo que me ha ocurrido, el pelo, cuidadosamente alisado con sérum esta mañana, está rizado de nuevo. Típico.

Al menos no soy la única que no ha llegado a ningún sitio. De los ocho alumnos del curso, uno se hizo famoso de la noche a la mañana y ahora colabora con Vogue y compañía; otro realiza reportajes para bodas; una se lió con el profesor; otro se dedicó a viajar; otra tuvo un hijo; otro trabaja en una tienda de revelado de fotos en una hora; y el último se colocó en el mundo de las finanzas.

Entre tanto fui endeudándome cada vez más y comencé a buscar trabajos que pagaran. Por fin, hace once meses, empecé como auxiliar de marketing en Panther Corporation.

El camarero me sirve el vodka con tónica y me mira risueño.

— Alegre esa cara, seguro que no es tan grave.

— Gracias -contesto, y tomo un sorbo.

Ya me siento un poco mejor. En el momento en el que vuelvo a coger el vaso, suena el móvil.

El estómago me da un brinco. Si es la oficina, fingiré que no lo he oído.

Pero en la pantallita aparece el número de casa.

— Hola -digo tras apretar el botón verde.

— Soy yo. ¿Qué tal ha ido? -pregunta Lissy.

Es mi compañera de piso, y amiga de toda la vida. Tiene una buena mata de pelo negro y un coeficiente intelectual de por lo menos seiscientos, y es la persona más maja que conozco.

— Ha sido un auténtico desastre -respondo desconsolada.

— ¿Qué ha pasado? ¿No has conseguido cerrar el trato?

— No sólo eso, sino que he derramado una lata de refresco de grosella encima del director de marketing de Glen Oil.

Veo que, un poco más allá, la azafata intenta disimular una sonrisa, y me ruborizo. Estupendo, ahora ya se ha enterado todo el mundo.

Vaya -exclama Lissy, y noto que está pensando en algo positiva que decirme-. Bueno, al menos se ha fijado en ti. Seguro que tardará bastante en olvidarte.

— Supongo -contesto malhumorada-. ¿Tengo algún mensaje? -Esto…, no. O sea, ha llamado tu padre, pero…, ya sabes, no era… -responde de forma evasiva.

— Lissy, ¿qué quería?

— Al parecer, tu prima ha ganado un premio empresarial o algo así -me informa con tono de disculpa-. Lo celebráis el sábado, junto con el cumpleaños de tu madre.

— Fantástico.

Me hundo aún más. Lo que me faltaba. Mi prima Kerry, restregándome en las narices un trofeo de plata a la «mejor agente de viajes del mundo; no, del universo».

— También ha telefoneado Connor para saber qué tal te había ido -añade rápidamente-. Es un amor; me ha dicho que no quería llamarte al móvil durante la reunión, por no molestar.

— ¿De verdad?

Por primera vez en todo el día me siento un poco más animada. Connor, mi novio. Siempre tan encantador y atento.

— Es un cielo. Ha estado reunido toda la tarde por un asunto muy importante, pero ha cancelado su partido de squash para poder salir a cenar contigo esta noche.

— ¡Ah! -exclamo sintiendo un placentero escalofrío-. Estupendo, será fantástico. Gracias, Lissy.

Cuelgo y tomo otro trago de vodka; estoy de mejor humor. Mi novio.

Tal como dijo Julie Andrews, cuando el perro muerde y la abeja pica…, me acuerdo de que tengo novio y, de repente, las cosas no parecen tan chungas.

O como lo dijese.

Y no es un novio cualquiera. Es alto, guapo, inteligente, y el Marketing Week dijo de él: «Una de las personas más brillantes en estudios de mercado.»

Sigo bebiendo despacio y dejo que los recuerdos de Connor revoloteen en mi mente para consolarme. La forma en que brillan sus dorados cabellos a la luz del sol, su perpetua sonrisa, el detalle que tuvo el otro día al actualizarme el software del ordenador sin que se lo pidiera, cómo…

Me quedo en blanco. Esto es ridículo; tiene muchas cosas buenas. Piernas… largas. Sí, y espalda ancha. Y lo bien que me cuidó cuando tuve gripe. ¿Cuántos novios harían algo así?

Soy muy afortunada. Sin duda.

Guardo el móvil, me paso la mano por el pelo y miro el reloj que hay detrás del mostrador. Todavía dispongo de cuarenta minutos.

No es mucho tiempo. Empiezo a ponerme nerviosa y apuro el vodka de un trago.

«Todo irá bien -me digo por enésima vez-. Todo irá de maravilla.»

No estoy asustada. Sólo… Vale, lo estoy.

16. Me da miedo volar.

Nunca se lo he dicho a nadie. Es lamentable. Y no es que tenga fobia ni nada que se le parezca. No es que no pueda subir a un avión, pero…, si no es absolutamente necesario, prefiero estar en tierra.

Nunca he sido miedica, pero en estos últimos años cada vez me altera más. Sé que es irracional, que hay un montón de gente que vuela todos los días y que es casi más seguro que quedarse en la cama. Hay menos posibilidades de sufrir un accidente aéreo que… de encontrar pareja en Londres, o algo parecido.

Pero, aun así, no me gusta.

Puede que me tome otro vodka.

Para cuando llaman a embarcar, me he bebido dos más y estoy mucho más optimista. Lissy tiene razón: al menos he dejado huella. Como mínimo, se acordarán de mí. De camino, aprieto con fuerza el asa del maletín y, una vez más, me siento casi como una mujer de negocios segura de sí misma. Un par de personas sonríen cuando paso a su lado; esbozo una amplia sonrisa y me invade una cálida afabilidad. ¿Veis?, al fin y al cabo el mundo no es tan malo. Es cuestión de ser positiva. Todo es posible en esta vida, ¿no? Nunca se sabe con lo que puedes toparte ala vuelta de la esquina.

Llego a la puerta de embarque y me encuentro a la azafata de la trenza de raíz pidiendo las tarjetas.

— Hola -saludo sonriendo-. Qué coincidencia.

Me mira detenidamente.

— Esto…

— ¿Qué?

¿Por qué parece estar violenta?

— Perdone. Es que… ¿se ha dado cuenta de que…? -balbucea señalando mi blusa.

— ¿Ocurre algo? -pregunto con amabilidad. Miro hacia abajo y me quedo helada.

La blusa de seda se me ha abierto mientras caminaba: tengo tres botones desabrochados y voy enseñándolo todo.

Se me ve el sostén. El rosa de encaje. El que perdió color al lavarlo. Por eso me sonreía la gente. No porque el mundo sea un lugar agradable, sino porque soy la mujer del sujetador descolorido. -Gracias -tartamudeo y me abotono con dedos temblorosos y la cara roja por la vergüenza.

— No ha tenido un buen día, ¿verdad? -aventura ella comprensiva, y estira la mano para recoger mi billete-. Perdone, pero no he podido evitar oírla.

— No pasa nada -digo forzando una sonrisa-. No, la verdad es que no ha sido un buen día.

Nos quedamos en silencio un momento mientras ella comprueba mi tarjeta.

— ¿Qué le parece si le doy un ascenso a bordo?

— ¿Qué? -pregunto sin entender lo que está diciendo. -Venga conmigo, se merece un respiro.

— ¿SÍ? Pero… ¿puede cambiar a la gente de lugar así sin más? -Si hay alguno libre, sí. Es cuestión de sentido común y este vuelo es muy corto. -Me mira con sonrisa cómplice-. No se lo diga a nadie, ¿vale?

Me acompaña a la parte delantera del avión y me indica un asiento grande, espacioso y cómodo. Me cuesta creerlo.

— Esto es primera clase, ¿verdad? -susurro mientras me aclimato al silencioso y lujoso ambiente. A mi derecha hay un elegante hombre tecleando en un portátil y en otra fila dos ancianas se ponen los auriculares.

— Preferente, en este vuelo no hay primera -me corrige ella, y después vuelve a adoptar un tono normal-¿Está todo a su gusto? -Es perfecto, muchas gracias.

— De nada.

Sonríe de nuevo y se aleja; yo guardo el maletín debajo del asiento de delante.

¡Guau! Esto es maravilloso, una pasada. Amplias butacas, reposapiés y todo lo demás. Va a ser una experiencia placentera de principio a fin. Busco el cinturón de seguridad y me lo abrocho con aire de indiferencia mientras intento no hacer caso de las protestas de mi atemorizado estómago.

— ¿Le apetece un poco de champán?

Es mi amiga la azafata.

¡Champán!

— ¿Y usted, caballero? ¿Quiere un poco?

El hombre que está junto a mí no ha levantado los ojos. Lleva vaqueros y una sudadera vieja, y mira por la ventanilla. Cuando se da la vuelta para responder, veo unos ojos oscuros, barba de dos días y un entrecejo fruncido.

— No, gracias. Un brandy, por favor.

Tiene una voz seca y acento norteamericano. Estoy a punto de preguntarle amablemente de dónde es, pero él gira la cabeza de inmediato y fija la vista en el exterior otra vez.

Lo que me parece estupendo porque, para ser sincera, yo tampoco estoy de humor para hablar.