Yo había asesinado
Me dijo que se llamaba Serge Reppo. Al principio, cuando estuve a punto de pedir auxilio, me puso una mano en la boca y me empujó al interior del garaje. Después comprendió que ya no tenía intención de gritar, que le escucharía, y se contentó con apretarme contra él, acorralada entre mi coche y una pared, con el brazo derecho retorcido hacia atrás. Habló al menos media hora sin soltarme, con una voz baja e inquieta, apretándome más fuerte cada vez que yo intentaba soltarme. Yo estaba inclinada hacia atrás sobre la parte delantera del Fiat, y ya no sentía las piernas.
La puerta corredera del garaje había quedado medio abierta. La luna recortaba un gran redondel de luz en el fondo de la cochera. Al desplazarse, el rostro cercano del muchacho parecía desplazar también la línea de sombras.
—Después de aquello —dijo—, lo dejé correr. El 5 de julio supe que el incendio había matado a alguien, y eso lo cambió todo. Primero pensé que Domenica había sido la más malvada, y luego empecé a hacerme preguntas. Miré todos los periódicos, pregunté a la gente de aquí, pero no conseguí averiguar nada. Lo de la amnesia, eso me inquietaba.
Como venía haciendo cada vez más a menudo desde hacía algunos minutos, respiró hondamente y se aseguró la presa echándome más encima del coche. Debía de ser un poco mayor de lo que nos había dicho Yvette, o eran aquellas pequeñas arrugas que tenía en torno a los ojos lo que le avejentaba cuando su rostro pasaba bajo la luz de la luna.
Yo también estaba sin aliento. Aunque hubiese querido gritar, no habría podido.
—Tres meses —dijo él—. Te juro que es una eternidad. Y después has vuelto. Cuando te he visto con la rubia, he comprendido que la otra no había conseguido salvarse, que tú eras Micky. Tenía algunas dudas, porque has cambiado mucho desde julio. Ese pelo, esa cara… ¡cualquiera te reconoce! Pero yo te he observado estos últimos días. Todas esas repeticiones: camina así, abróchate la chaqueta asá… son tonterías. En el fondo, no pensaba obtener gran cosa. Pero ahora tengo muchos más escrúpulos. Fui yo quien te informó. Y quiero mi parte. ¿Lo pillas?
Meneé la cabeza desesperada, y él no comprendió lo que yo quería decir.
—¡No te hagas la tonta! —dijo, apretándome bruscamente contra él, rompiéndome casi los riñones—. Que te diste un golpe en la cabeza, pues bien, me lo creo. Si fuera puro cuento, se sabría. ¡Pero sabes muy bien que tú la mataste!
Yo dije que sí con la cabeza, aquella vez.
—Déjame, te lo suplico.
No era más que un murmullo, que tuvo que leer en mis labios, más que oírlo.
—¿Al menos me has entendido?
Repetí que sí con la cabeza, extenuada. Él dudó, me soltó la muñeca, se separó un poco pero conservando una mano sobre mi cadera, como si temiese aún que yo pudiera escapar. Era esa mano la que me retenía allí echada sobre el capó del coche. Notaba su humedad a través de mi camisón.
—¿Cuándo vuelve tu amiguita?
—No lo sé. Dentro de unos días. Te lo ruego, déjame. No gritaré. No huiré tampoco.
Le aparté la mano. Él retrocedió contra la pared del garaje y nos quedamos un rato sin hablar. Me apoyé en el coche para recuperarme. El garaje dio una vuelta, dos, pero no seguí de pie. Me di cuenta entonces de que tenía los pies helados, de que había perdido las zapatillas cuando él me había empujado al interior de la cochera. Le pedí que las cogiera.
Me las dio, y cuando fui capaz de ponérmelas, dio de nuevo un paso hacia mí.
—No quería asustarte. Al contrario, tengo todo el interés en que nos entendamos. Eres tú quien me ha obligado a sujetarte. De hecho, es muy sencillo. Yo puedo molestarte mucho o dejarte tranquila. No quiero molestarte. Me prometiste cien mil francos. Pues me darás doscientos mil, la mitad por ti, la mitad por la rubia. Es justo, ¿no?
Yo dije a todo que sí. No aspiraba más que a estar sola, lejos de él, para poner en orden mis pensamientos. Le habría prometido cualquier cosa. Él tuvo que darse cuenta, porque declaró:
—Piensa solamente en una cosa: tu firma en el registro, sigue estando ahí. Yo me voy, pero seguiré por aquí, no te perderé de vista, o sea que no hagas el idiota. Me engatusaste una vez, pero una vez basta para aprender la lección.
Se echó atrás un poco más, y apareció completamente a la luz, en el umbral.
—¿Cuento contigo?
Respondí: sí, sí, vete. Añadió que ya volvería a verme y desapareció. No le oí alejarse de la casa. Un momento después, cuando salí del garaje, la luna iluminaba un mundo vacío, y habría podido creer que acababa de sufrir una nueva pesadilla.
No pude pegar ojo hasta que amaneció. De nuevo me dolía la nuca, la espalda. Bajo las mantas, tiritaba de frío.
Intenté recordar palabra por palabra lo que él me había dicho. Pero ya en el garaje, a pesar de la postura en la cual me sujetaba, cada una de las frases que me susurraba al rostro evocaba imágenes. No pude evitar superponer mi propia visión a su relato. Todo estaba deformado.
¿A quién creer? Yo no había vivido nada, nunca. Vivía los sueños de los demás. Jeanne me contaba a Micky a su manera, y cuando yo me contaba a continuación los mismos acontecimientos, el mismo personaje, seguía siendo un sueño, un poco más falso si cabe.
Jeanne, François Roussin, Serge Reppo, el doctor Doulin, Yvette: espejos que me devolvían la imagen de otros espejos. Nada de lo que yo creía había existido, en definitiva, más que en mi cabeza.
Aquella noche no intenté siquiera encontrar una explicación a la actitud extraña de la Micky de Serge Reppo. Aún menos reconstruir una vez más aquella otra noche en la que ardió la casa.
Di vueltas sin parar hasta el alba a los detalles sin importancia, como un asno en torno a un pozo. Por ejemplo: imaginaba el movimiento de Serge cuando se inclinó en el interior del MG para recoger la libreta negra (¿por qué negra? Él no me lo había dicho). ¿Había besado a Micky («incluso te di un beso al pasar») en la mejilla, en los labios, inclinándose, levantándose? ¿Era cierto lo que él contaba?
O bien recuperaba en mi interior el olor desagradable de aquella colonia barata con la que se mojaba el pelo. Micky también lo había notado. «Tu firma —me había dicho él— era correcta, la verifiqué enseguida a la luz del salpicadero. Incluso me preguntaste qué era eso que me echaba en el pelo. Es una colonia especial, viene de Argelia, hice el servicio allí. ¿Ves?, yo no me inventaría eso».
Quizá incluso hubiese dicho la marca de esa colonia a Micky. Pero a mí, en el garaje, no me la había dicho… no tenía nombre. Más que la idea del daño que él podía hacemos, a Jeanne y a mí, ese olor que recuperaba o creía recuperar en mis guantes, en mis brazos, me angustiaba hasta el punto de tener que encender de nuevo la luz. El chantajista debía de rondar en torno a la casa, a mi alrededor. Me vigilaba como algo suyo: un recuerdo, un espíritu que le pertenecía.
Fui al baño, me lavé, me volví a acostar sin haberme desembarazado aún de su influencia. No sabía dónde encontrar somníferos en la casa. Me dormí cuando el sol se filtraba ya bajo mis postigos.
Hacia mediodía, cuando Yvette me despertó, inquieta, me pareció que el olor seguía impregnándome. Mi primera idea fue que él no creía, sin duda, que yo intentase prevenir a Jeanne. Si lo hacía, lo sabría de una manera u otra, se alarmaría, nos denunciaría. No había que hacerlo.
Salí delante de la casa después de desayunar. No lo vi. Creo que le habría pedido permiso para llamar a Florencia.
Pasé los dos días siguientes languideciendo y pensando los planes más absurdos para desembarazarme de él sin prevenir a Jeanne. Iba vagando sin rumbo de la playita al sofá de la planta baja. Él no volvió.
Al tercer día, que era el de mi cumpleaños, un pastel que me había preparado Yvette me recordó la apertura del testamento. Jeanne tenía que llamarme.
Lo hizo por la tarde. Serge debía de estar en correos. Escuchaba. Comprendería que yo era Do. No sabía cómo pedirle a Jeanne que viniese. Le dije que estaba bien, que la echaba mucho de menos. Ella respondió que también me echaba mucho de menos.
Yo no percibía que en su voz había algo raro porque estaba demasiado preocupada por la presencia que adivinaba entre nosotras, en nuestra línea, pero acabé por notarlo.
—No, no es nada —dijo ella—. Estoy cansada. Tengo algunos problemas aquí. Debo estar ausente todavía uno o dos días más.
Me pidió que no me preocupara. Me lo explicaría todo al volver. En el momento de colgar, fue como si me separase de ella para siempre. Sin embargo, solo hice maquinalmente un ruido de beso en el auricular y no le dije nada.
Otra mañana, otros miedos.
Dos hombres, mientras miraba hacia fuera desde la ventana de mi habitación, tomaban notas delante del garaje. Levantaron la cabeza y me saludaron con un gesto. Parecían policías.
Cuando bajé ya se habían ido. Yvette dijo que eran empleados del servicio de bomberos de La Ciotat. Habían venido a verificar algo, ella no sabía el qué: una historia de estructuras y del mistral.
Yo pensé: «están haciendo una nueva investigación».
Subí a vestirme a mi habitación. No sabía lo que me pasaba. Temblaba, me veía temblar las manos. Era incapaz de ponerme las medias sola otra vez, y eso que había acabado por aprender. Sin embargo, mi espíritu estaba curiosamente inmóvil, paralizado.
En un momento dado, después de haber permanecido mucho tiempo de pie en medio de la habitación, descalza, con las medias en la mano, oí que alguien, interiormente, me decía: «Si Micky lo hubiese sabido, se habría defendido. Ella era más fuerte que tú, tú estabas sola, ella no estaría muerta. Ese chico miente». Y otro decía: «Serge Reppo ya os ha denunciado. Esos hombres no han venido tres meses después del incendio solo para inquietarte. Huye, vamos, reúnete con Jeanne».
Salí al pasillo, a medio vestir. Mis pasos me llevaron como una sonámbula a la habitación quemada de Domenica.
Había un desconocido allí, sentado en el alféizar de una ventana, con un impermeable color masilla. Yo debía de haberle oído moverse, creyendo que era Serge, pero en realidad era un joven al que no había visto nunca, delgado, con los ojos tristes. No le sorprendió verme entrar, ni mi ropa, ni mi terror. Me quedé pegada a la puerta, con las medias que llevaba en las manos contra la boca, y nos miramos un buen rato sin decir nada.
Ahora todo estaba vacío, desierto, incendiado. La habitación sin muebles, con el parqué hundido; mi corazón, que había dejado de latir. Veía en sus ojos que me despreciaba, que era mi enemigo, que él también sabía cómo conseguir mi perdición.
Un postigo medio quemado batía detrás de él. Se levantó y avanzó lentamente hacia el centro de la habitación. Habló. Había hablado conmigo un día, por teléfono. Era Gabriel, el amigo de Domenica. Dijo que yo había asesinado a Domenica. Él lo había presentido desde el primer día. Ahora ya estaba seguro, y mañana tendría las pruebas. Era un demente con voz tranquila.
—¿Qué hace aquí?
—Busco —dijo él—. La busco.
—No tiene derecho a entrar en mi casa.
—Es usted quien me va a dar derecho.
Él había esperado. No tenía prisa. Había hecho bien en esperar. Desde la víspera sabía por qué había matado yo a Domenica. Incluso tenía un pretexto profesional para entrar en mi casa. Pasaría en el sur, con todos los gastos pagados, el tiempo necesario para probar el asesinato.
El pretexto era un seguro de vida contratado por los empleados de la banca donde trabajaba Domenica. Gracias a ese seguro se habían conocido los dos. Me preguntó si no me parecía que la vida era extraña: él había esperado tres meses, sabiendo que una cláusula, en ese contrato, le permitía hacer su investigación. Incluso había pagado las últimas mensualidades de su bolsillo, en cuanto supo de la muerte de Do. Si la compañía descubría ese error, él no encontraría jamás sitio en ninguna parte, en su oficio. Pero antes habría vengado a su amante.
Me calmé un poco. Él quería impresionarme, mostrarme su obstinación. No sabía nada.
Me explicó que en Italia las cosas serían distintas. Que le acogerían con los brazos abiertos. Do no tenía en Francia más que un seguro complementario de dos mil francos por mes durante diez años, pero los seguros de todo tipo contratados por Sandra Raffermi representaban decenas de millones. Si se daba una objeción cualquiera para uno de aquellos contratos, los aseguradores italianos estarían más que interesados.
¿Una objeción? ¿Los seguros de la Raffermi? No entendía nada. La angustia me invadía. Él pareció incluso un poco sorprendido, y después debió de adivinar que nadie me había puesto al corriente de ciertas cosas. Fue en ese momento cuando su rostro se iluminó, más de ironía que de alegría.
—Esta tarde, mañana, si me impide que haga mi trabajo, esta casa estará llena de gente husmeando, más curiosos todavía que yo —me dijo—. Basta con que yo me queje, en mi informe, de falta de comprensión por parte de una chica que tiene algo que ocultar. Voy a dar una vueltecita más por la casa. Le aconsejo que se vista. Después hablaremos.
Dio la vuelta en redondo y se fue tranquilamente hacia el baño incendiado. En el umbral se volvió. Me dijo con voz lenta que mi amiga tenía graves dificultades en Florencia: ¡era Do quien heredaba!
Llamé por la tarde a Florencia, a los números que había encontrado entre los papeles de Jeanne. Alguien, a última hora, respondió. No sabían dónde encontrar a Jeanne, pero me confirmaron que la Raffermi, diez días antes de su último ataque, había redactado, lisa y llanamente, otro testamento. Yo no sabía más que algunas expresiones en italiano aprendidas durante las últimas semanas, e Yvette, que sujetaba el auricular, no era una intérprete demasiado experimentada. La conversación fue apenas comprensible, y me tranquilicé diciéndome que seguramente habríamos entendido mal.
El amigo de Domenica daba vueltas por la casa. No había comido, ni siquiera se había quitado el impermeable. Algunas veces se acercaba a mí y, a pesar de la presencia de Yvette, me hacía unas preguntas policíacas a las cuales yo no podía responder.
Volvía, y yo no me atrevía a echarle, por temor a parecer a los demás más sospechosa aún, y me sentía como atrapada en el torbellino de sus pasos.
Él estaba allí, andando por delante de la casa, cuando de pronto el torbellino se detuvo en una sola idea, una idea loca: Micky tenía también un móvil, ¡el mismo que el mío! ¡Ocupar mi lugar para recuperar su herencia!
Subí a mi habitación, cogí un abrigo y el dinero que Jeanne me había dejado. Me cambié de guantes. Al abrir el armario donde se encontraban los guantes limpios, vi el pequeño revólver con las cachas de nácar que habíamos encontrado en una maleta de Micky. Dudé mucho rato. Al final lo cogí.
Abajo, delante del garaje, el hombre del impermeable me vio poner en marcha mi coche sin decir una palabra. Cuando arranqué, me llamó. Se inclinó hacia la ventanilla, me preguntó si ahora no me parecía que la vida era muy extraña: aquel precioso coche me iba a perder.
—Sabía que Do iba a heredar, ¿verdad? —me dijo—. Lo sabía porque su tía se lo había anunciado. Usted la llamó desde París, cuando su gobernanta vino a buscarla. Está escrito claramente en el testamento. Usted celebró el cumpleaños de Do, y a la vuelta la abarrotó de somníferos, la encerró en su habitación y prendió fuego al baño.
—¡Está usted completamente loco!
—Lo tenía todo previsto. Salvo dos cosas: una, que perdería usted la memoria junto con todo lo demás, y que olvidaría incluso su proyecto de hacerse pasar por Domenica; dos, que el fuego no prendería en la habitación. ¡Porque no prendió!
—Ya no le escucho. ¡Váyase!
—¿Sabe en qué he ocupado mi tiempo durante estos tres meses? Estudiando los expedientes de incendios desde la fundación de mi empresa. La inclinación de la casa, la dirección del viento aquella noche, la fuerza de la explosión, los lugares del baño donde se desarrolló el fuego, todo indica que esa mierda no tenía por qué entrar en la habitación de Domenica. El incendio tenía que destruir un lado de la casa, y no al revés. ¡Tuvo que volverlo a encender a partir del garaje, debajo de su habitación!
Yo le miraba. Él veía en mis ojos que me dejaba convencer. Me había cogido por el hombro. Me solté.
—¡Apártese o lo atropello!
—¿Y quemará después su coche, como quemó el otro? Esta vez, pues, le doy un consejo: no deje que las cosas la desborden, no pierda la cabeza, ¡váyase con tranquilidad cuando explote el depósito! Si se busca bien, acaba por notarse.
Arranqué. Él chocó contra el alerón trasero del Fiat y perdió el equilibrio. Oí gritar a Yvette.
Conducía demasiado mal después de la operación para ir muy deprisa. Veía caer la noche, y encenderse a lo lejos, en el golfo, las luces de La Ciotat. Si Serge Reppo salía del trabajo a las cinco de la tarde, como en verano, ya no lo encontraría. Y no debía hablar.
No estaba en correos. Llamé de nuevo a Florencia. No conseguí localizar a Jeanne. Cuando me puse de nuevo al volante era de noche, hacía frío, y ni siquiera tuve el valor de desplegar la capota del coche.
Me volví un momento hacia La Ciotat, como si esperase ver a Serge Reppo, y de hecho una parte de mí lo esperaba. La otra parte no pensaba más que en Micky, que yo era o no era, y en Jeanne. Ella no podía equivocarse, no podía engañarme. Serge mentía. Micky no estaba al corriente. Yo era Do, y había matado por nada, por una herencia que se me escapaba, pero que se me habría dado sin asesinato. Habría bastado con esperar. Era cómico. De risa. ¿Por qué no me reía, entonces?
Volví hacia Cap Cadet. Vi a lo lejos varios coches cuyos faros estaban encendidos delante de la casa. La policía. Me detuve a un lado de la carretera. Intenté razonar aún, hacer planes, pensar una vez más en aquel incendio.
Era cómico también. No cesaba de buscar y de hurgar desde hacía tres meses. Llevaba una investigación como aquel valiente inspector de seguros, pero yo lo había hecho mejor que él; en aquel asunto que tanto le apasionaba no me encontraba más que a mí, al final. Yo era la investigadora, la asesina, la víctima, el testigo, todo a la vez. Lo que había pasado en realidad nadie lo descubriría, solo un pequeño bonzo de pelo corto, aquella noche, o mañana, o nunca.
Me acerqué a la casa a pie. Entre los coches negros y los que habían invadido la acera, vi el coche blanco de Jeanne, descapotable, con su maleta detrás y un pañuelo de cuello olvidado en el asiento delantero. Ella estaba allí…
Me alejé a pasos lentos, con el abrigo bien ceñido en torno al cuerpo y adivinando en el bolsillo, a través del guante, la forma del revólver de Micky. Me fui a la playa. Serge no estaba. Volví a la carretera. Tampoco estaba allí. Cogí el coche de nuevo y me dirigí a La Ciotat.
Lo encontré una hora más tarde en la terraza de un café, en compañía de una muchacha pelirroja. Cuando me vio bajar del coche miró a su alrededor, molesto por aquel encuentro. Me acerqué y él se levantó. Incluso dio dos pasos hacia mí, bajo las lámparas, sus dos últimos pasos de mal bicho. Le disparé a cinco metros, fallé, continué avanzando y descargué mi pequeño revólver. Cayó hacia delante de cabeza, en los adoquines del borde de la acera. Después de la cuarta bala, apreté dos veces el gatillo en vano. Ya no funcionaba. Pero no tenía importancia, porque sabía que ya estaba muerto.
Se oyeron chillidos, carreras. Volví a subir al Fiat. Embragué en medio de una ola que se abatía encima de mí. Todos se apartaban de delante del coche. Yo me decía: ahora ya nada podrá inquietar a Jeanne, ella me cogerá entre sus brazos, me acunará hasta que me duerma, y yo no le pediré nada, solo que continúe queriéndome. Mis faros barrían a los buitres que corrían en todas direcciones.
En el comedor de la villa, Jeanne estaba de pie, apoyada en una pared, tranquila, apenas algo más pálida que aquella a quien yo conocía, esperándome.
Fue ella la primera que me vio aparecer en lo alto de los escalones. Su rostro, descompuesto de pronto, aliviado, apasionado, todo a la vez, me cegó todo lo demás. Hasta mucho más tarde, cuando ella me apartó, no me di cuenta de la presencia de los demás: Yvette, que lloraba y se secaba con el delantal, Gabriel, dos policías de uniforme, tres de civil y uno de los hombres que había visto por la mañana ante el garaje.
Ella me dijo que me acusaban de la muerte de Domenica Loï, que iban a llevarme con ellos e inculparme, pero que aquello era una tontería: yo debía tener confianza en ella, sabía que ella no les dejaría hacerme daño.
—Ya lo sé, Jeanne.
—No te pasará nada. No puede pasarte nada. Intentarán influir en ti, pero no escuches a nadie.
—Solo te escucharé a ti.
Me separaron de ella. Jeanne preguntó si podíamos subir juntas a preparar una maleta. Un inspector con acento marsellés dijo que él nos acompañaba. Se quedó en el pasillo. Jeanne cerró la puerta de mi habitación y se apoyó en ella. Enseguida se echó a llorar al mirarme.
—Dime quién soy, Jeanne.
Ella meneó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, y dijo que ya no lo sabía, que yo era su pequeña, que no sabía más. Y además le daba igual ya.
—Conocías demasiado bien a Micky para confundirte. Tú me conoces… Tú la conocías, ¿verdad?
Ella meneaba la cabeza, volvía a menear la cabeza, respondía que no, que no, que era verdad, que ella no la conocía, ella era quien menos la conocía, desde hacía cuatro años. Micky se alejaba de su contacto como si estuviera apestada, ella ya no la conocía.
—¿Qué pasó hace cuatro años?
Ella lloraba, lloraba, me apretaba contra su pecho, decía: nada, nada, no pasó nada, nada, una tontería, un beso, nada, un beso, pero ella no comprendió, no lo comprendió, no podía soportar que yo me acercase a ella, no lo comprendió.
Me separó de golpe, secándose los ojos con el dorso de la mano y me preparó la maleta. Fui a sentarme en la cama a su lado.
—Meto tres jerséis —me dijo, más tranquila—. Ya me pedirás lo que necesites.
—Micky lo sabía, Jeanne.
Ella meneó la cabeza, dijo: te lo ruego, te lo ruego, ella no sabía nada, tú no estarías aquí si ella lo hubiese sabido. Habrías muerto tú.
—¿Por qué querías matarla? —le pregunté más bajo, cogiéndola por el brazo—. ¿Por el dinero?
Ella meneaba la cabeza y respondía: no, no, no podía más, no me importa nada el dinero, cállate, te lo suplico.
Renuncié. Puse la mejilla encima de su mano. Ella me dejó. Colocó mis vestidos en la maleta, con un solo brazo. Ya no lloraba.
—Solo me quedas tú, a fin de cuentas —le dije—. Ni herencia, ni sueños de antes de dormir, solo tú.
—¿Qué es eso de «sueños de antes de dormir»?
—Lo que tú me dijiste: historias que me contaba a mí misma cuando era empleada de banca.
Me hicieron muchas preguntas. Me encerraron en una sala de enfermería. De nuevo la vida era la negrura de mi sueño, el estallido duro de la luz, cuando me abrían la puerta del patio, para dar un paseo.
Vi a Jeanne detrás de una verja de locutorio, dos veces. No la atormenté más. Estaba pálida y abatida desde que le habían contado lo de la muerte del empleado de correos. Había comprendido muchas cosas que habían pasado en su ausencia, e incluso la sonrisa que se esforzaba por mostrarme estaba muerta.
Habían analizado los restos del MG en un cementerio de automóviles de La Ciotat, y examinado la vida de Serge Reppo. Habían encontrado huellas de un pinchazo provocado en un depósito que hizo explosión, pero nada, sin embargo, que pudiese llevarles a un telegrama. Acabé por saber que el chantajista fanfarroneaba, que no existía en absoluto ningún registro de recepción para los telegramas. Debió de hacer firmar a Micky en un papel cualquiera.
Yo había matado a Serge Reppo para impedirle hablar del papel de Jeanne, pero hasta mi segundo crimen fue inútil. Fue ella quien habló, después de haber reunido el dinero que nos quedaba para asegurar nuestra defensa.
Yo confesé cuando supe que Jeanne se había inculpado. Me inculparon a mí, pero a ella también, de todos modos. La vi unos segundos cuando abandonaba el despacho del juez de instrucción. Nos cruzamos en el umbral.
—Déjame hacer a mí, ¿quieres? —me dijo ella—. Limítate a ser amable y reflexiona.
Me tocó el pelo y encontró que había crecido bastante. Me anunció que iban a llevarme a Italia para obtener más información.
—Compórtate como una buena Micky —añadió—. Haz lo que te he enseñado.
Les contó todo lo que querían, y más incluso, pero no dijo nunca, nadie supo nunca que era con Domenica Loï con quien había cerrado un pacto. Yo sabía por qué: si me callaba eso, si me convertía en Micky, la pena que me infligirían sería más leve. Ella era mi gobernanta. Sería ella, entonces, la verdadera culpable.
Cuando vuelve la negrura se abren ante mí largas horas para reflexionar.
Algunas veces estoy segura de ser Michèle Isola. Sé que me desheredaron, que Domenica y Jeanne tramaron mi muerte. Decido primero desbaratar sus proyectos, y después, al verlas juntas, cerca de mí, cambio de opinión, hago míos sus planes y mato a Domenica para sustituirla después.
A veces, sustituyo a Do por la herencia, de la cual una madrina rencorosa cercana a su fin me apartó injustamente. A veces actúo así para encontrar no sé qué ternura perdida, la de Jeanne. A veces para vengarme, a veces para volver a empezar, a veces para seguir haciéndola sufrir, a veces para olvidar que he sufrido. Y otras veces, incluso, la vez más verdadera, sin duda, por todo a la vez, para seguir siendo la que soy con la fortuna y ser otra junto a Jeanne.
También hay momentos de la noche en que me convierto en Domenica. Serge Reppo mintió, Micky no sabía nada. Yo la maté, pero como el fuego no prendía en la habitación, encendí otro fuego en el garaje. Y tomé, sin saberlo, el lugar de aquella que, precisamente, tenía un móvil para el asesinato.
Sea yo Domenica o Michèle, me dejo atrapar en el último momento en la habitación en llamas. Es en el primer piso, ante la ventana, donde sostengo el camisón en llamas en las manos, y me cubro el rostro y lo muerdo llena de dolor, ya que luego encuentran los trozos calcinados en mi boca. Caigo por la ventana, en los escalones de la entrada. Acuden unos vecinos. Jeanne se inclina hacia mí y, como forzosamente tengo que ser Do, reconoce a Do en mi cuerpo ennegrecido, mi rostro sin cabello y sin piel.
Después, el gran estallido de luz de la clínica. Soy la tercera. No he hecho nada, no he querido nada, ya no quiero ser ninguna de las otras dos. Soy yo. En lo sucesivo, la muerte reclamará a sus hijos.
Me cuidan. Me interrogan. Hablo lo menos posible. En la instrucción, ante mis defensores, con los psiquiatras a los que me entregan cada tarde, me callo o no me acuerdo. Respondo al nombre de Michèle Isola y dejo a Jeanne conducir nuestros destinos como ella quiere.
Ni siquiera la ironía malvada de la madrina Midola me afecta ya: el testamento preveía para Micky una renta mensual, de la cual Domenica hubiese estado a cargo, y que representaba exactamente el salario de la antigua empleada de banca.
Micky… Doscientos golpes de cepillo cada día. Un cigarrillo encendido y apagado enseguida. Micky durmiéndose como una muñeca. Micky llorando en sueños… ¿Soy Micky o Domenica? Ya no lo sé.
¿Y si Serge Reppo me hubiese mentido en el garaje, si se lo hubiese inventado todo después, leyendo los periódicos y acordándose de un telegrama? Todo: su encuentro con Micky en la playa, la noche del estanco de Les Lecques, el espionaje que ella le habría encargado antes del crimen… Entonces yo soy Do, y todo habría pasado tal y como lo habíamos previsto con Jeanne. Gabriel, en su obstinación por vengar a su antigua amiga, la perdió, y yo me perdí a mí misma tomando el lugar de Micky, mientras solo ella tenía interés en el crimen.
¿Domenica o Micky?
Si Serge Reppo no mentía, la que se equivocaba era Jeanne, la noche del incendio, y aún se equivoca, se equivocará siempre. Yo soy Micky y ella no lo sabe.
Ella no lo sabe.
Ella no lo sabe.
O bien lo supo desde el primer momento, cuando yo estaba sin cabello, sin piel, sin recuerdos.
Me vuelvo loca.
Jeanne lo sabe.
Jeanne siempre lo ha sabido.
Porque todo se explica. Desde que abrí los ojos bajo la luz blanca, Jeanne fue la única que me tomó por Do. Todos aquellos a los que vi, hasta mi amante, hasta mi padre, me tomaron por Micky. Porque yo soy Micky.
Serge Reppo no mentía.
Jeanne y Do tramaron juntas el plan de asesinarme. Yo supe lo que ellas preparaban. Maté a Do para convertirme en ella, porque mi desabrida madrina me había advertido del cambio de testamento.
Y Jeanne no se equivocó nunca. La noche del incendio vio que su plan había fracasado.
Ella sabía que yo era Micky, pero no dijo nada. ¿Por qué?
Yo me equivoqué al rellenar una ficha de hotel porque había ensayado, antes del incendio, para ser Do. Pero nunca he sido Do. Ni para Jeanne, ni para nadie.
¿Y por qué no dijo nada Jeanne?
Los días pasan.
Estoy sola. Sola, buscando. Sola, intentando comprender.
Si soy Micky, sé por qué intentó matarme Jeanne. Creo que sé por qué, después, me hizo creer, a pesar de todo, que era su cómplice. No le importaba nada el dinero, cállate, te lo suplico.
Si yo soy Domenica, no me queda nada.
En el patio, a la hora del paseo, intento verme en el reflejo de una ventana. Hace frío. Siempre tengo frío. Micky también debía de tener siempre frío. De las dos hermanas que no quiero ser, es con ella con quien más me identifico. ¿Tenía frío Domenica, frío en todas partes, a fuerza de avidez, de rencor, cuando merodeaba bajo las ventanas de su víctima de largos cabellos?
Vuelve la negrura. La guardiana cierra a mi alrededor una celda en la que viven tres fantasmas. Estoy en la cama como la primera noche de la clínica. Me tranquilizo. Esta noche, todavía puedo ser la que quiera.
¿Micky, a quien amaban hasta el punto de quererla matar? ¿O la otra?
Hasta cuando soy Domenica me acepto. Creo que me llevarán lejos, para un día, una semana o más, y que en definitiva, no todo me será negado: veré Italia.