Yo asesiné

De golpe, un estallido de luz blanca me revienta los ojos. Alguien se inclina hacia mí, una voz me atraviesa la cabeza, oigo gritos que hacen eco en lejanos pasillos, pero sé que son los míos. Aspiro negrura por la boca, una negrura poblada de rostros desconocidos, de murmullos, y muero de nuevo, feliz.

Un instante después (un día, una semana, un año después) la luz vuelve al otro lado de mis párpados, me arden las manos, y la boca, y los ojos. Me hacen circular por corredores vacíos, sigo gritando aún, y aún sigue todo negro.

Algunas veces el dolor se concentra en un solo punto, detrás de la cabeza. Algunas veces siento que me desplazan, que me llevan a otros lugares, y se ramifica en mis venas, como un chorro de llamas que me seca la sangre. En la negrura se encuentra a menudo el fuego, el agua, pero ya no sufro. Las capas de fuego me dan miedo. Los chorros de agua están fríos, son agradables para mi sueño. Yo querría que se borrasen los rostros, que se apagasen los murmullos. Cuando aspiro la negrura por la boca, querría que lo negro fuese más negro, querría deslizarme a lo más profundo del agua helada, y no volver nunca.

De pronto vuelvo, atraída hacia el dolor por todo el cuerpo, clavada por los ojos bajo la luz blanca. Me debato, grito, oigo mis propios gritos muy lejos, y la voz que me atraviesa la cabeza dice brutalmente unas cosas que no comprendo.

Negro. Rostros. Murmullos. Estoy bien. Hija mía, si vuelves a empezar te cruzo la cara con los dedos de papá, que están amarillos por los cigarrillos. Enciende el cigarrillo de papá, polluelo mío, el fuego, sopla la cerilla, el fuego.

Blanco. Dolor en las manos, en la boca, en los ojos. «No te muevas. No te muevas, pequeña. Bien, despacio. No te haré daño. Oxígeno. Despacio. Así, buena chica, buena chica».

«Negro. Rostro de mujer. Dos por dos, cuatro; tres por dos, seis, regletazos en los dedos». Salimos en fila. Abre bien la boca cuando cantes. Todos los rostros salen en filas de dos. «¿Dónde está la enfermera?». No quiero más murmullos en clase. Iremos a bañamos cuando haga bueno. «¿Qué dice esta? Al principio deliraba. Desde el injerto, se queja de las manos, pero de la cara no». El mar. Si vas demasiado lejos, te ahogarás. «Se queja de su madre, de una maestra que le daba golpes en los dedos». Las olas me han pasado por encima de la cabeza. El agua, mis cabellos en el agua, se sumerge, resurge la luz.

Volví una mañana de septiembre, con la cara y las manos tibias, echada de espaldas en unas sábanas limpias. Había una ventana cerca de mi cama, una gran mancha de sol frente a mí.

Vino un hombre que me habló con una voz muy suave, durante un tiempo que me pareció demasiado corto. Me pidió que me portase bien, que no intentara mover la cabeza ni las manos. Hablaba separando las sílabas. Era tranquilo e inspiraba confianza. Tenía la cara larga, huesuda, con unos grandes ojos negros. Solo su bata blanca me hacía daño. Él lo comprendió al ver que yo bajaba los párpados.

La segunda vez vino con una chaqueta de lana gris. Todavía me habla. Aún me pide que cierre los ojos para responder que sí. Sí, me dolía. Sí, la cabeza. Las manos, sí. Me preguntó si sabía lo que había pasado. Vio que yo dejaba los ojos abiertos, desesperadamente.

Se fue y la enfermera vino a ponerme una inyección para dormir. Era grandota, con unas manos grandes y blancas. Comprendí que mi rostro no estaba descubierto, como el suyo. Hice un esfuerzo por sentir sobre la piel las vendas, las pomadas. Seguí mentalmente, de un extremo a otro, la banda que se enrollaba en torno a mi cuello, me pasaba por la nuca y por la parte superior de la cabeza, daba vueltas en tomo a mi frente, evitaba los ojos, giraba todavía por la parte baja de la cara, daba vueltas y más vueltas. Me dormí.

Los días que siguieron fui alguien a quien desplazaban, a quien alimentaban, a quien hacían circular por pasillos y que respondía «sí» cerrando los ojos una vez, no dos veces, y que no quería gritar, que chillaba cuando le cambiaban las vendas, que intentaba hacer salir por los ojos las preguntas que la oprimían, que no podía hablar, ni moverse, un animal a quien limpiaban el cuerpo con cremas, el espíritu con inyecciones, una cosa sin manos, sin rostro: nadie.

—Le quitaremos los vendajes dentro de dos semanas —dijo el doctor de la cara huesuda—. Francamente, lo sentiré un poco: me gustaba mucho de momia.

Me había dicho su nombre, Doulin. Le alegraba mucho que yo fuese capaz de recordarlo después de cinco minutos, y más aún oírme pronunciarlo sin destrozarlo. Al principio, cuando se inclinaba hacia mí, no decía más que «señorita», «pequeña», «pórtese bien». Yo repetía: madecuela, sagiplicación, malestrancia. Unas palabras que mi espíritu sabía falsas, pero que mis labios entumecidos formaban a pesar de mí misma. Más tarde él lo llamó «parafasia», y dijo que era mucho menos molesto que lo demás, y que se me pasaría enseguida.

En efecto, me hicieron falta menos de diez días para reconocer, al oírlos, los verbos y los adjetivos. Los nombres comunes me costaron algunos días más. No he llegado a reconocer nunca los nombres propios. Puedo repetirlos con la misma corrección que los demás, pero no evocan nada más que las palabras del doctor Doulin. Salvo algunos, como París, Francia, China, plaza Masséna o Napoleón, quedaron encerrados en un pasado que yo ignoraba. Volví a aprendérmelos, eso es todo. Sin embargo, era inútil intentar explicarme lo que significaban comer, caminar, autobús, cráneo, clínica o cualquier otra cosa que no fuese una persona, lugar o acontecimiento determinados. El doctor Doulin decía que era normal, que no debía preocuparme.

—¿Se acuerda de mi nombre?

—Me acuerdo de todo lo que me ha dicho. ¿Cuándo podré verme?

Él se movió y yo sentí dolor al querer volver los ojos para seguirlo. Volvió con un espejo. Me miré, dos ojos y una boca metidos en un casco duro, rodeado de gasa y de vendas blancas.

—Hace falta más de una hora para deshacer todo esto. Al parecer, lo que haya debajo será muy bonito.

Sujetaba el espejo ante mí. Yo estaba apoyada en una almohada, casi sentada, con los brazos a lo largo del cuerpo, atados a la cama.

—¿Me soltarán las manos?

—Pronto. Tendrá que portarse bien y no moverlas demasiado. Solamente se las ataremos para dormir.

—Me veo los ojos. Son azules.

—Sí. Son azules. Ahora, tendrá que portarse bien. No moverse, no pensar. Dormir. Volveré esta tarde.

El espejo desapareció, y también aquella cosa con dos ojos azules y una boca. La cara larga y huesuda apareció de nuevo delante de mí.

—A dormir, momia.

Sentí que me deslizaba hacia la posición acostada. Habría deseado ver las manos del doctor. Los rostros, las manos, los ojos, era lo más importante en aquellos momentos. Pero se fue, y yo me dormí sin inyección, con todo el cuerpo fatigado, repitiéndome un nombre tan desconocido como los demás, el mío.

—Michèle Isola. Me llaman Mi o Micky. Tengo veinte años. Cumpliré veintiuno en noviembre. Nací en Niza. Mi padre vive en Niza.

—Despacio, momia. Se come la mitad de las palabras y se cansará.

—Me acuerdo de todo lo que me ha dicho. Viví muchos años en Italia con mi tía, que murió en junio. Me quemé en un incendio, hace tres meses.

—Yo le he dicho otra cosa más.

—Yo tenía un coche. Marca MG. Matrícula 66.43.13 TTX Color blanco.

—Bien, momia.

Yo quería retenerle, y un dolor brusco me subió por el brazo hasta la nuca. Él nunca se quedaba más que unos minutos. A continuación me daban de beber, me hacían dormir.

—Mi coche era blanco. Marca MG. Matrícula TTX 66.43.13.

—¿Y la casa?

—Estaba en un promontorio llamado Cap Cadet. Entre La Ciotat y Bandol. Tenía dos pisos, tres habitaciones y una cocina abajo, tres habitaciones y dos baños arriba.

—No tan deprisa. ¿Su habitación?

—Daba al mar y a una población llamada Les Lecques. Las paredes estaban pintadas de azul y blanco. Le digo que todo esto es una tontería. Me acuerdo de todo lo que me dice.

—Esto es importante, momia.

—Lo importante es que yo solo repito. No me recuerda nada. No son más que palabras.

—¿Lo repetiría en italiano?

—No. Recuerdo camera, casa, machina, bianca. Ya se lo he dicho.

—Basta por hoy. Cuando vaya mejor, le enseñaré unas fotos. Me han dado tres cajas grandes. La conozco mejor que usted misma, momia.

Fue un doctor llamado Chaveres quien me operó, tres días después del incendio, en un hospital de Niza. El doctor Doulin decía que su intervención, después de dos hemorragias el mismo día, había sido digna de ver, llena de detalles prodigiosos, pero que no le deseaba a ningún cirujano tener que repetirla.

Yo estaba en una clínica de Boulogne, la del doctor Dinne, adonde me habían trasladado un mes después de la primera operación. Sufrí una tercera hemorragia en el avión, porque el piloto se vio obligado a tomar altura un cuarto de hora antes de aterrizar.

—El doctor Dinne se ocupó de usted cuando el injerto ya no dio problemas. Le ha hecho una nariz muy bonita. He visto los moldes. Le aseguro que es preciosa.

—¿Y usted?

—Yo soy el cuñado del doctor Chaveres. Tengo una consulta en Sainte-Anne. La llevé desde el día en que la trajeron a París.

—¿Y qué me han hecho?

—¿Aquí? Una bonita nariz, momia.

—Pero, ¿y antes?

—Eso no tiene importancia, porque ya está aquí. Tiene la suerte de tener veinte años.

—¿Por qué no puedo ver a nadie? Si viese a alguien, a mi padre, o a alguien que conociera antes, estoy segura de que lo recordaría todo de golpe.

—Está obsesionada con las palabras, pequeña. A veces se le ha metido alguna en la cabeza que nos ha causado muchas preocupaciones. Cuanto menos se atormente ahora, mejor irá todo.

Sonreía, y avanzó lentamente la mano hacia mi hombro, y me tocó un segundo sin apretar.

—No se preocupe, momia. Todo irá muy bien. Dentro de un tiempo le volverán los recuerdos uno a uno, poco a poco, sin hacer daño. Hay muchísimos tipos de amnesia, casi tantos como amnésicos. Pero la suya es muy suave. Retrógrada, con lagunas, sin afasia, sin un tartamudeo siquiera, y tan extensa, tan plena, que el agujero ahora no puede más que ir encogiendo. Se convertirá en una cosita pequeñita, pequeñita.

Me mostró el índice y el pulgar que se iban uniendo. Sonrió, se incorporó con una lentitud calculada, para evitar que tuviese que mover los ojos de una forma demasiado brusca.

—Pórtese bien, momia.

Llegó un momento en que me porté lo bastante bien para que renunciasen a bombardearme tres veces al día con una píldora disuelta en el caldo. Fue a finales de septiembre, casi tres meses después del accidente. Ya podía hacer algo parecido a dormir, y dejar que mi memoria estrellase las alas contra los barrotes de su jaula.

Veía calles soleadas, palmeras ante el mar, un colegio, un aula, una maestra con el pelo bien tirante, un traje de baño de lana roja, noches iluminadas por farolillos, músicas militares, el chocolate que me tendía un soldado americano… y el agujero.

Después, el violento estallido de luz blanca, las manos de la enfermera, el rostro del doctor Doulin.

Algunas veces, muy nítidas, de una nitidez dura e inquietante, volvía a ver unas manos gruesas, de carnicero, con los dedos pesados y sin embargo ágiles, un rostro de hombre abotargado, con el pelo al rape. Eran las manos y el rostro del doctor Chaveres, entrevistas entre dos aporreamientos, entre dos comas. Un recuerdo que yo situaba en el mes de julio, cuando me trajo a aquel universo blanco, indiferente, incomprensible.

Yo hacía cuentas interiormente, con la nuca dolorida contra la almohada, los párpados cerrados. Veía las cuentas escritas en una pizarra negra. Tenía veinte años. Los soldados americanos, decía el doctor Doulin, daban chocolate a las niñas en 1944 o 1945. Mis recuerdos no iban más allá de cinco o seis años después de mi nacimiento. Quince años borrados.

Me asía a los nombres propios porque eran palabras que no evocaban nada, que no tenían relación con nada en esa nueva vida que me hacían vivir. Georges Isola, mi padre. Florencia, Roma, Nápoles. Les Lecques, Cap Cadet. Era en vano, y supe más tarde, por el doctor Doulin, que me debatía contra un muro.

—Ya le he dicho que esté tranquila, momia. Si el nombre de su padre no le recuerda nada, es que se ha olvidado de su padre igual que de todo lo demás. Su nombre no tiene nada que ver.

—Pero yo sé, cuando digo la palabra río, la palabra zorro, de qué se trata. ¿Acaso después del accidente he visto un río, un zorro?

—Escuche, jovencita, cuando se encuentre bien le prometo que tendremos una larga conversación sobre todo esto. Por ahora, lo que quiero es que se porte bien. Dígase únicamente que se encuentra encerrada en un proceso definido, catalogado; casi podríamos decir que «normal». Todas las mañanas veo a dos viejecitos que no han recibido ningún golpe en la cabeza y que están casi exactamente en el mismo caso. Cinco o seis años, es más o menos la edad límite de sus recuerdos. Se acuerdan de sus maestras del colegio, pero no de sus hijos, ni de sus nietos. Eso no les impide jugar a las cartas. Se les ha olvidado casi todo, pero no las cartas, ni cómo liar cigarrillos. Así son las cosas. Usted tiene una amnesia de carácter senil. Si tuviese cien años, le diría: «pórtese bien», y lo lamentaría mucho. Pero tiene veinte. No hay ni una oportunidad entre un millón de que siga así. ¿Me comprende?

—¿Cuándo podré ver a mi padre?

—Pronto. Dentro de algunos días le quitarán esta cosa medieval que tiene encima de la cara. Después, ya veremos.

—Me gustaría saber lo que pasó.

—Más tarde, momia. Hay algunas cosas de las que me gustaría estar bien seguro, y si me quedo demasiado rato, se cansará. Entonces, el número de matrícula, ¿cuál era?

—66.43.13 TTX.

—¿Lo dice al revés a propósito?

—¡Sí, a propósito! ¡Ya estoy cansada! ¡Quiero mover las manos! ¡Quiero ver a mi padre! ¡Quiero salir de aquí! ¡Me hace usted repetir cosas idiotas cada día! ¡Estoy harta!

—Pórtese bien, momia.

—¡No me llame así!

—Por favor, cálmese…

Levanté un brazo, un enorme puño de yeso. Fue la tarde de la «crisis». Vino la enfermera. Me ataron las manos de nuevo. El doctor Doulin estaba de pie, apoyado en la pared, enfrente de mí, y me miraba con los ojos fijos, llenos de humillación y de rencor.

Yo chillaba, sin saber si estaba enfadada con él o conmigo misma. Me pusieron una inyección. Vi entrar a otras enfermeras, a otros doctores. Aquella fue la primera vez, creo, que pensé realmente en mi aspecto físico. Tenía la sensación de verme a través de los ojos de los que me miraban, como si me desdoblase en aquella habitación blanca, en aquella cama blanca. Una cosa informe, con tres agujeros, fea, espantosa, aullante. Aullaba de horror.

El doctor Dinne vino a verme los días siguientes y me habló como a una niña de cinco años, un poco mimada, un poco traviesa, a la que había que proteger de sí misma.

—Si vuelve a empezar con esa comedia, no respondo de lo que encontremos debajo de las vendas. Usted será la única que tenga la culpa.

El doctor Doulin no volvió durante una semana entera. Fui yo, varias veces, quien tuvo que reclamarle. Mi enfermera, a quien supongo que hicieron algunos reproches después de la «crisis», respondía a regañadientes a mis preguntas. Me soltaba los brazos dos horas al día, y durante esas horas no apartaba los ojos de mí, suspicaz e incómoda.

—¿Es usted quien me vela cuando duermo?

—No.

—¿Quién es?

—Otra.

—Quiero ver a mi padre.

—No está todavía en condiciones.

—Quiero ver al doctor Doulin.

—El doctor Dinne no quiere.

—Diga algo.

—¿El qué?

—Cualquier cosa. Hábleme.

—Está prohibido.

Miré sus grandes manos, que me parecían bellas y tranquilizadoras. Ella acabó por notar esa mirada y sentirse violenta.

—Deje de vigilarme de esa manera.

—Es usted quien me vigila.

—Hay que hacerlo —decía ella.

—¿Qué edad tiene?

—Cuarenta y seis años.

—¿Y cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Siete semanas.

—Durante siete semanas, ¿ha sido usted quien me ha vigilado?

—Sí. Ahora, ya basta.

—¿Cómo estaba los primeros días?

—No se movía.

—¿Deliraba?

—A veces.

—¿Y qué decía?

—Nada interesante.

—¿Qué, por ejemplo?

—No me acuerdo.

Al cabo de otra semana, otra eternidad, el doctor Doulin entró en la habitación con un paquete bajo el brazo. Llevaba un impermeable manchado que no se quitó. La lluvia golpeaba los cristales junto a la cama.

Llegó hasta mí, me tocó el hombro como solía hacer, muy rápido, sin apretar, y me dijo: «Buenos días, momia».

—Le he esperado mucho tiempo.

—Ya lo sé —dijo él—. Me valió un regalo.

Me explicó que alguien, en el exterior, le había enviado flores después de «la crisis». El ramo (unas dalias, porque le gustaban a su mujer) iba acompañado de un pequeño llavero de coche. Me lo enseñó. Era un objeto redondo, de oro, que marcaba las horas. Muy útil para el estacionamiento en zona azul.

—¿Es de mi padre el regalo?

—No. Una persona que se ocupó de usted después de la muerte de su tía. La ha visto mucho más que a su padre, los últimos años. Es una mujer. Se llama Jeanne Murneau. Ha venido también a París. Recibe noticias suyas tres veces al día.

Le dije que aquel nombre no me decía nada. Tomó una silla, puso el llavero en marcha y me lo colocó junto al brazo, en la cama.

—Dentro de un cuarto de hora sonará. Tendré que irme. ¿Qué tal está, momia?

—Me gustaría que ya no me llamara así nunca más.

—Mañana ya no la llamaré así. La llevaremos a la sala de operaciones por la mañana. Le quitaremos las vendas. El doctor Dinne cree que habrá cicatrizado bien.

Deshizo el paquete que había traído. Eran fotos, fotos mías. Me las presentó una a una, observando mi mirada. No parecía esperar verme recuperar el menor recuerdo. Y la verdad es que no lo recuperé. Veía una chica con el pelo negro, que me parecía muy guapa, que sonreía mucho, que tenía la cintura muy fina y las piernas largas, que tenía dieciséis años en algunas fotos, dieciocho en otras.

La visión de las imágenes brillantes me resultaba deliciosa y terrible. Ni siquiera intenté recordar aquel rostro con los ojos claros, ni los paisajes sucesivos que me iban mostrando. Desde la primera foto sabía que no valía la pena. Era feliz, estaba ávida de contemplarme, pero también era más desgraciada de lo que había sido nunca desde que abrí los ojos bajo la luz blanca. Tenía ganas de reír y llorar. Al final lloré.

—Vamos, pequeña, no sea tonta.

Volvió a guardar las fotos, a pesar del deseo que yo sentía de verlas de nuevo.

—Mañana le enseñaré otras en las que no está sola, sino con Jeanne Murneau, su tía, su padre, algunos amigos que tenía hace tres meses. No hay que esperar demasiado que todo eso le devuelva su pasado, pero le ayudará.

Yo dije que sí, que confiaba en ello. El llavero sonó junto a mi brazo.

Volví de la sala de operaciones a pie, sostenida por la enfermera y un ayudante del doctor Dinne. Treinta pasos a lo largo del pasillo del cual no veía más que los azulejos, bajo la toalla que me cubría la cabeza. Un damero blanco y negro. Me echaron en la cama, los brazos más cansados que las piernas, porque las manos seguían en sus pesados armazones.

Me enderezaron hasta quedar sentada, con el almohadón en la espalda. El doctor Dinne, con chaqueta, vino a reunirse con nosotros en la habitación. Parecía satisfecho. Me miraba de una manera curiosa, atento a cada uno de mis movimientos. Mi rostro desnudo me parecía frío como el hielo.

—Quiero verme.

Hizo una señal a la enfermera. Era un hombre bajo y corpulento, sin demasiado pelo. La enfermera volvió a la cama con el espejo en el que me había visto, bajo la máscara, dos semanas antes.

Mi cara. Mis ojos que contemplaban mis ojos. Una nariz corta y recta. Una piel tensa sobre unos pómulos acusados. Unos labios hinchados, que se entreabrían en una sonrisa leve e inquieta, un poco llorosa. Una tez que no estaba lívida, como yo esperaba, sino rosa, recién lavada. Una cara, en resumen, muy agradable, que carecía de naturalidad porque todavía no me atrevía a mover los músculos bajo la piel, que me pareció claramente asiático, a causa de los pómulos, de los ojos alargados hacia las sienes. Mi cara inmóvil y desconcertante, sobre la que vi correr dos lágrimas tibias, después otras, y otras más. Mi propia cara, que se nublaba y ya no podía ver.

—El pelo le volverá a crecer enseguida —dijo la enfermera—. Mire, en tres meses ha recuperado mucho bajo las vendas. Las pestañas también se alargarán.

Se llamaba señora Raymonde. Me peinaba lo mejor que podía: tres dedos de pelo que ocultaban las cicatrices y que ella arreglaba mechón a mechón para darles volumen. Me limpiaba la cara y el cuello con algodón hidrófilo. Me alisaba las cejas. Al parecer, no quería que sufriese otra «crisis». Me preparaba cada día como para una boda. Decía:

—Se parece a un pequeño bonzo, y a Juana de Arco. ¿Sabe quién es Juana de Arco?

Del exterior, como yo le había pedido, me había traído un espejo grande que permanecía colgado a los pies de la cama. No dejaba de contemplarme más que para dormir.

Ella me hablaba también de mejor grado, durante las largas horas de la tarde. Se sentaba en una silla, a mi lado, hacía punto, fumaba un cigarrillo, tan cerca que inclinando un poco la cabeza podía ver nuestros dos rostros en el espejo.

—¿Hace mucho tiempo que es enfermera?

—Veinticinco años. Diez años que estoy aquí.

—¿Ya ha tenido a enfermos como yo?

—Hay mucha gente que quiere cambiar de nariz.

—No hablo de esos enfermos.

—Una vez cuidé a una amnésica. Hace mucho tiempo.

—¿Y se curó?

—Era muy vieja.

—Enséñeme fotos otra vez.

Fue a la cómoda a coger la caja que nos había dejado el doctor Doulin. Me presentó una a una las imágenes que no me habían evocado nunca nada, que ya no me causaban siquiera el placer de los primeros momentos, cuando me creía a punto de recuperar la continuación de aquellos gestos fijados en 9 x 13 en papel brillante.

Miré por vigésima vez a ese alguien que había sido yo, que me gustaba ya menos que la joven del pelo corto presente a los pies de la cama.

También miraba a una mujer obesa, con quevedos, con gruesos mofletes. Era mi tía Midola. No sonreía jamás, llevaba mantones de punto por encima de los hombros, y todas las fotos la mostraban sentada.

Miraba a Jeanne Murneau, que desde hacía quince años estaba dedicada a mi tía, que no me había abandonado en los últimos seis o siete años, que había venido a vivir a París cuando me transportaron aquí, después de la operación de Niza. El injerto, un cuadro de piel de veinticinco por veinticinco centímetros, era suyo. Y también las flores de mi habitación, renovadas cada día, los camisones que yo me contentaba con mirar, el maquillaje que aún me prohibían, las botellas de champán que se alineaban contra la pared, las golosinas que la señora Raymonde distribuía a sus colegas en el pasillo.

—¿La ha visto?

—A esa mujer joven, sí. Varias veces, hacia la una, cuando voy a comer.

—¿Cómo es?

—Igual que en las fotos. Podrá verla dentro de unos días.

—¿Le ha hablado?

—Sí. Varias veces.

—¿Y qué le ha dicho?

—«Cuida bien a mi niña». Era un poco la señora de compañía de su tía, una especie de secretaria o de gobernanta. Era ella la que se ocupaba de usted en Italia. Su tía ya no podía desplazarse apenas.

Jeanne Murneau, en las fotos, era alta, tranquila, bastante guapa, bastante bien vestida, bastante severa. No se encontraba a mi lado más que en una imagen. Era en la nieve. Llevábamos pantalones estrechos, gorros de lana con pompón. A pesar de los pompones, a pesar de los esquíes y de la sonrisa de la chica que era yo, la foto no daba impresión de despreocupación ni de amistad.

—Se diría que ella estaba resentida.

La señora Raymonde dio la vuelta a la instantánea para mirarla, asintiendo con la cabeza, con fatalismo.

—Probablemente tenía razones para estar resentida. Usted hacía bastantes tonterías, ¿sabe?

—¿Quién le ha dicho eso?

—Los periódicos.

—Ah, vale.

Los periódicos de julio habían relatado el incendio de Cap Cadet. El doctor Doulin, que conservaba los números donde se hablaba de mí y de la otra chica, no quería enseñármelos aún.

La otra chica también estaba en la caja de las fotos. Estaban todos, los grandes, los pequeños, los agradables, los desagradables, todos desconocidos, todos sonrientes, con la misma sonrisa fija, de la que ya estaba harta.

—Ya tengo bastante por hoy.

—¿Quiere que le lea algo?

—Las cartas de mi padre.

Tenía tres suyas, cien de parientes y de amigos a quienes ya no conocía. Deseos de que me curase pronto. Vivimos angustiados. Ya no vivo. Ansio tenerte entre mis brazos. Querida Mi. Mi Micky. Cariño mío. Mi niña. Mi pobre chiquilla.

Las cartas de mi padre eran amables, inquietas, púdicas, decepcionantes. Dos chicos me habían escrito en italiano. Otro, que firmaba François, declaraba que yo le pertenecería siempre, que me haría olvidar este infierno.

Jeanne Murneau solo me había enviado una nota, dos días antes de que me retirasen la máscara. Me la habían traído enseguida, con las cartas. Debía de acompañar una caja de frutas confitadas, o de ropa interior de seda, o el pequeño relojito que llevaba en la muñeca. Decía: «Mi, mi amor, mi pequeño polluelo, no estás sola, te lo juro. No te preocupes. No te sientas desgraciada. Besos. Jeanne».

Esa no había necesidad de que me la leyeran. Me la sabía de memoria.

Me quitaron los armazones y las vendas que me inmovilizaban los brazos. Me pusieron unos guantes de algodón blanco, suaves y ligeros, sin dejarme ver las manos.

—¿Tendré que llevar siempre guantes como estos?

—Lo esencial es que pueda utilizar las manos. Los huesos no se han deformado. Las articulaciones solo le dolerán unos días. Con estos dedos no podrá hacer trabajos de relojería, pero tampoco estará inválida para hacer los gestos habituales. En el peor de los casos, tendrá que renunciar a jugar al tenis.

No era el doctor Dinne quien hablaba, sino uno de los dos médicos a los que había hecho entrar en la habitación. Me respondían con dureza para hacerme un favor, para evitar que me enterneciese conmigo misma.

Me hicieron abrir y cerrar los dedos durante unos minutos, abrir y cerrar las manos sobre las suyas. Se fueron dándome cita para una radiografía de control, dos semanas después.

Fue la mañana de los doctores. Después de ellos vino un cardiólogo, después el doctor Doulin. Yo iba y venía por la habitación llena de flores, con una falda de lana azul gruesa y una blusa blanca. El cardiólogo me desabrochó la blusa para escuchar un corazón «de buena calidad». Pensaba en mis manos, que miraría pronto, a solas, sin guantes. Pensaba en mis tacones altos, que de repente me habían parecido naturales, y sin embargo, si todo estaba borrado, si me había convertido, de algún modo, en una niña de cinco años, los zapatos de tacón alto, las medias, el pintalabios, todo aquello, ¿no habría tenido que sorprenderme?

—No haga el tonto —dijo el doctor Doulin—. Le he repetido cien veces que no se emocione con tonterías de ese tipo. Si la invito a cenar y sujeta el tenedor correctamente, ¿qué probará eso? ¿Que sus manos recuerdan mejor que usted misma? Si la pongo, incluso, al volante de mi coche, y después de pelearse con las marchas al principio, porque no está acostumbrada al 403, conduce más o menos con normalidad, ¿cree que sabremos algo?

—Pues no lo sé. Tendría que explicármelo usted.

—Tendría que mantenerla aquí unos días más, también. Desgraciadamente, quieren que salga. No tengo ningún medio legal para retenerla, salvo que usted quiera. Y no sé ni siquiera si tengo motivos para pedírselo.

—¿Quién quiere que salga?

—Jeanne Murneau. Dice que no puede esperar más.

—¿Voy a verla?

—¿Por qué cree que se ha organizado todo este revuelo?

Sin mirar me señaló con la mano la habitación, la puerta abierta, a la señora Raymonde que ordenaba mis vestidos, a otra enfermera que sacaba las botellas de champán y pilas de libros que nadie me había leído.

—¿Por qué quiere que me quede?

—Sale usted con una cara agradable, un corazón fuerte, unas manos que podrá utilizar, una tercera circunvolución frontal izquierda que, según parece, se portará de maravilla; pero esperaba que se fuese llevándose también sus recuerdos.

—¿La tercera qué…?

—La tercera circunvolución frontal. El cerebro. La izquierda. Fue su primera hemorragia. La afasia que observé al principio debía de proceder de ahí. No tiene nada que ver con lo demás.

—¿Y qué es lo demás?

—No lo sé. Puede ser simplemente el miedo que debió de sentir en el momento del incendio. O la conmoción. Cuando la casa ardía, usted se arrojó fuera. La encontraron debajo de una escalera, con una brecha en el cráneo de más de diez centímetros. Pero de todos modos la amnesia que sufre no se debe a ninguna lesión del cerebro. Lo creía así al principio, pero es otra cosa.

Estaba sentada en la cama deshecha, con las manos enguantadas de blanco en las rodillas. Le dije que quería irme, que yo tampoco podía aguantar más. Viendo a Jeanne Murneau, hablando con ella, me volvería todo.

Él separó los brazos con aire resignado.

—Estará aquí esta tarde. Querrá llevársela enseguida, desde luego. Si se queda en París, la veré en el hospital o en mi consulta. Si se la lleva al sur, es absolutamente necesario que llame al doctor Chaveres.

Estaba resentido, y noté que me quería. Le dije que iría a verle a menudo, pero que acabaría volviéndome loca si me quedaba más tiempo en aquella habitación.

—Solo hay una locura que pudiera cometer usted —me dijo—. Y sería pensar: «tengo todo el tiempo del mundo para fabricarme otros recuerdos». Más tarde lo lamentaría.

Me dejó con aquella idea, que, en efecto, ya se me había ocurrido. Desde que tenía cara, los quince años borrados no me molestaban tanto. No me quedaba más que un dolor soportable en la nuca, un peso en la cabeza, y eso también desaparecería. Cuando me miraba en el espejo era yo, con unos ojos de pequeño bonzo, una vida que me esperaba fuera, era feliz, me gustaba a mí misma. Mala suerte para «la otra», porque yo era esta.

—Es muy sencillo: cuando me veo en este espejo me adoro, estoy loca por mí…

Hablaba con la señora Raymonde, haciendo piruetas para que se levantara la falda. Mis piernas siguieron mal a mi entusiasmo. Casi perdí el equilibrio, y me detuve, desconcertada: Jeanne estaba allí.

De pie en el umbral de la habitación, con una mano en el picaporte, el rostro extrañamente inmóvil, el pelo más claro de lo que yo imaginaba, con un traje chaqueta beige que absorbía la luz del sol. Otra cosa de la que no me había dado cuenta, al ver las fotos, es que era muy alta, casi una cabeza más que yo.

Su cara, su actitud, no me eran desconocidas del todo. En un segundo pensé que el pasado iba a resurgir, como una única ola pesada que me arrastraría. Debía de ser el aturdimiento de haber vuelto, o la presencia inesperada, ante mí, de una mujer que me era tan familiar como un personaje que uno ve en sueños. Me eché en la cama e instintivamente me oculté el rostro y los cabellos con las manos enguantadas, como si me diese vergüenza.

Al instante, la señora Raymonde había salido de la habitación, discretamente, y vi que los labios de Jeanne se abrían, oí su voz, que era dulce, profunda y familiar como su mirada, y después ella vino hacia mí y me cogió entre sus brazos:

—No llores.

—No puedo evitarlo.

La besé en la mejilla, en el cuello, lamenté no poder tocarla más que a través de los guantes, reconocí incluso su perfume, que también procedía de un sueño. Con la cabeza apoyada en su pecho, avergonzada de mis cabellos, que ella separaba con una mano ligera, y que sin duda desvelaban cicatrices, le dije que era muy desgraciada, que quería irme con ella, que no sabía lo mucho que la había esperado.

—Deja que te mire.

Yo no quería, pero me hizo levantar la cabeza y sus ojos, tan cerca de los míos, me hicieron creer de nuevo que todo me iba a ser devuelto. Sus ojos eran dorados, muy claros, y algo indeciso se agitaba en el fondo.

Ella también volvía a conocerme. Me estudiaba con una mirada desconcertada. Al final no pude soportar más aquel examen, aquella búsqueda, en mi rostro, de una joven ya desaparecida. Cogí las muñecas de Jeanne y llorando como una magdalena la aparté de mí.

—Llévame, te lo ruego. No me mires más. ¡Soy yo, Mi! No me mires.

Ella continuó besándome el pelo, llamándome «cariño» y «polluelo» y «ángel mío», y después entró el doctor Dinne, molesto por mis lágrimas, por la estatura de Jeanne, que era dominante, más alta que todas las personas que había en la habitación, más alta que él, que sus ayudantes y que la señora Raymonde.

Dio unas recomendaciones, hubo un largo intercambio de explicaciones sobre mí que yo no escuché, que no quería escuchar. Estaba de pie, acurrucada contra Jeanne. Ella me había pasado un brazo alrededor del cuerpo, y les hablaba con la voz de una reina que se lleva a su hija, a su Mi; yo estaba bien, ya no me daba miedo nada.

Fue ella la que me abrochó el abrigo, un abrigo de ante que yo debía de haber llevado ya, porque las mangas estaban desgastadas. Me colocó la boina en la cabeza, me anudó un pañuelo de seda verde en torno al cuello. Ella fue quien me condujo a través de los pasillos de la clínica hacia una puerta de vidrio salpicada por un sol cegador.

Fuera había un coche blanco, cubierto por una capota negra. Me hizo sentar en un lado, cerró la portezuela, reapareció al volante. Estaba tranquila, silenciosa, y de vez en cuando me miraba y me sonreía, y me daba un besito rápido en la sien.

Partimos. Grava bajo las ruedas. Una cancela que se abre. Grandes avenidas bordeadas de árboles.

—Es el Bois de Boulogne —dijo Jeanne.

Estaba cansada. Se me caían los párpados. Noté que me deslizaba, que mi cabeza reposaba en el tejido lanudo de su falda. Vi, muy cerca, un trozo de volante que daba vueltas. Estaba maravillosamente viva. Me dormí.

Me desperté en un sofá bajo, con una manta de gruesos cuadros rojos sobre las piernas, en una habitación inmensa cuyas lámparas, encendidas encima de unas mesas, no ahuyentaban la sombra de todos los rincones.

Un fuego ardía en una chimenea alta, a treinta pasos de distancia, muy lejos. Me levanté, con la carga del vacío en mi cabeza más pesada que nunca. Fui hacia el fuego, coloqué un sillón delante, me dejé caer en él y me adormilé vagamente.

Más tarde supe que Jeanne se había inclinado hacia mí. Oí su voz, un murmullo, después, de repente, creí recordar a la madrina Midola, con su silla de ruedas, su chal naranja sobre los hombros, fea, terrible… Abrí los ojos y sentí vértigo, todo estaba alterado, como a través de un vidrio inundado de lluvia.

El mundo se fue aclarando. El rostro claro, los ojos claros de Jeanne estaban puestos en mí. Tuve la impresión de que hacía mucho tierppo que me contemplaba.

—¿Va todo bien?

Dije que sí, que muy bien, y le tendí los brazos para estar cerca de ella. Detrás del cabello, que estaba contra mi nuca. Vi la habitación inmensa, las paredes con frisos, las lámparas, los rincones de sombras, el sofá de donde había venido. Tenía la manta encima de las rodillas.

—¿Dónde estamos?

—En una casa que me han prestado. Ya te lo explicaré. ¿Te encuentras bien? Te has dormido en el coche.

—Tengo frío.

—Te he quitado el abrigo. No debería haberlo hecho. Espera.

Me apretaba más fuerte aún y me frotaba enérgicamente los brazos y la espalda, para darme calor. Me reí. Ella se apartó, con el rostro hermético, vi de nuevo una duda en el fondo de su mirada. Después, bruscamente, unió su risa a la mía. Me tendió una taza que había dejado en la alfombra.

—Bebe. Es té.

—¿He dormido mucho rato?

—Tres horas. Bebe.

—¿Estamos solas aquí?

—No, hay una cocinera y un mozo que no saben qué pensar. Bebe. Estaban muy asombrados cuando te he sacado del coche. Has adelgazado. Te he traído yo sola. Voy a hacer todo lo posible para que vuelvas a estar rellenita. Cuando eras pequeña, ¿no era yo la que se ponía pesada y odiosa hasta conseguir que comieras?

—¿Te odiaba?

—Bebe. No, no me odiabas. Tenías trece años. Se te veían las costillas. No sabes qué vergüenza me daban tus costillas. Bebe, venga.

Me bebí el té de un trago. Estaba tibio, y el gusto no me sorprendió, aunque solo me gustó a medias.

—¿No te gusta?

—Pues no, no mucho.

—Antes te gustaba.

A partir de aquel momento, siempre existiría aquel «antes». Le dije a Jeanne que me habían dado un poco de café en la clínica, los últimos días, y que me gustaba. Jeanne se inclinó hacia el sillón y me dijo que me daría lo que yo quisiera, lo importante es que estuviese allí, viva.

—Antes, en la clínica, no me has reconocido. ¿Verdad? —pregunté.

—Sí, sí te he reconocido.

—¿De verdad me has reconocido?

—Tú eres mi polluelo —me dijo ella—. La primera vez que te vi fue en el aeropuerto de Roma. Eras muy pequeña, cogí una maleta muy grande. Parecías como perdida. Tu madrina me dijo: «Murneau, si no la haces engordar, te echo a la calle». Te alimenté, te lavé, te vestí, te enseñé a hablar italiano, tenis, el juego de las damas, el charlestón, todo. Me debes incluso dos azotes en el culo. De los trece a los dieciocho años no nos separamos más de tres días seguidos. Tú eres mi hija. Tu madrina me dijo: «Es tu trabajo». Ahora, voy a empezar otra vez. Si no vuelves a ser todo lo que eras, me echo a la calle.

Escuchó mi risa, me estudió con una mirada tan intensa que yo me detuve bruscamente.

—¿Qué pasa?

—Nada, cariño. Levántate.

Me cogió por el brazo, me pidió que caminara por la habitación. Retrocedió para observarme. Di algunos pasos vacilantes, con un vacío doloroso en la nuca, y unas piernas que me parecían de plomo.

Cuando volvió hacia mí, pensé que se esforzaba por disimular su desconcierto para no agravar el mío… Consiguió mostrarme una sonrisa confiada, como si yo siempre hubiese sido así, con los pómulos acusados, la nariz breve, los cabellos de tres dedos de largo. En alguna parte de la casa donde nos encontrábamos un reloj sonó siete veces.

—¿Tanto he cambiado? —le pregunté.

—Tu cara ha cambiado. Y además estás cansada, es normal que tus gestos, tus pasos, no sean los mismos. Yo también tendré que acostumbrarme.

—¿Cómo fue?

—Más tarde, cariño.

—Quiero recordarlo. Tú, yo, la tía Midola, mi padre, los demás. Quiero recordar.

—Ya te acordarás.

—¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué no me llevas enseguida a un lugar que conozca, donde me conozcan?

Ella no respondería a aquella pregunta hasta tres días después. Por el momento me apretaba contra su pecho, de pie, me acunaba entre sus brazos, decía que yo era su niñita, que ya no me harían ningún daño porque ella no me dejaría nunca más.

—¿Me dejaste?

—Sí. Una semana antes del accidente. Tenía que arreglar unos asuntos de tu madrina en Niza. Volví a la villa y te encontré medio muerta, debajo de una escalera. Me volví loca buscando una ambulancia, la policía, los médicos…

Estábamos en otra habitación inmensa, un comedor de muebles oscuros, cuya mesa tenía diez pasos de largo. Estábamos sentadas la una junto a la otra. Yo tenía la manta de cuadros encima de los hombros.

—¿Hacía mucho tiempo que yo estaba en Cap Cadet?

—Tres semanas —me dijo ella—. Al principio yo me quedé algunos días con las dos.

—¿Las dos?

—Tú y una joven con la que te gustaba estar. Come. Si no comes, no sigo.

Yo tragaba trozos de bistec a cambio de trozos de pasado. Hacíamos trueque mano a mano, en una gran casa oscura en Neuilly, servida por una cocinera de movimientos furtivos que llamaba a Jeanne por su apellido, sin decir ni señorita ni señora.

—La chica era una de tus amigas de la infancia —dijo Jeanne—. Había crecido en el mismo edificio que tú, en Niza. Su madre lavaba la ropa de tu madre. Os perdisteis de vista hacia los ocho o nueve años, pero os volvisteis a encontrar este año, en febrero. Trabajaba en París. Estabas muy unida a ella. Se llamaba Domenica Loï.

Jeanne me observaba, esperando ver aparecer un signo de reconocimiento en mi rostro. Pero no había esperanzas. Me hablaba de seres cuyo destino me apenaba, pero que me eran extraños.

—¿Y fue esa chica la que murió?

—Sí. La encontraron en la parte quemada de la villa. Parece evidente que tú intentaste sacarla de su habitación, antes de quemarte también. El fuego prendió tu camisón. Debiste de correr hacia la piscina, porque hay una en el jardín. Yo te encontré al pie de las escaleras, una media hora más tarde. Eran las dos de la mañana. Habían acudido algunas personas en pijama, pero nadie se atrevía a tocarte, estaban muy alarmados, no sabían qué hacer. Llegaron enseguida los bomberos de Les Lecques, justo después de llegar yo. Fueron ellos los que te llevaron a La Ciotat, a la enfermería de los astilleros navales. Por la noche pude conseguir una ambulancia de Marsella. Al final vino un helicóptero. Te transportamos a Niza. Te operaron al día siguiente.

—¿Y qué tenía?

—Debiste de tropezar en los últimos escalones y caíste fuera de la casa. A menos que quisieras salir por una ventana y te cayeses desde el primer piso. La investigación no ha aclarado nada. Lo que es cierto, en todo caso, es que caíste de cabeza en los escalones. Te quemaste la cara y las manos. El cuerpo también, pero con menos profundidad, porque el camisón debió de protegerte, a pesar de todo. Los bomberos me lo explicaron, pero se me ha olvidado. Estabas desnuda, negra de pies a cabeza, con trozos de tela calcinados en las manos y la boca. No tenías pelo. La gente que estaba a tu alrededor creía que estabas muerta. Tenías un agujero tan grande como una mano en la parte superior de la cabeza. Esa herida fue la que más problemas nos dio, la primera noche. Después de la operación del doctor Chaveres, firmé un papel para que te hicieran un injerto de piel, porque la tuya no se regeneraba.

Hablaba sin mirarme. Cada una de sus frases me penetraba en la cabeza como una broca al rojo vivo. Separó la silla de la mesa, se levantó la falda por las piernas. Vi una placa marrón en su muslo derecho, por encima del borde de las medias: el injerto.

Me cogí la cabeza entre las manos enguantadas y me eché a llorar. Jeanne me pasó el brazo por el hombro y nos quedamos así unos minutos, hasta la llegada de la cocinera, que venía a poner una bandeja de fruta encima de la mesa.

—Tengo que contarte todo esto —dijo Jeanne—. Es necesario que lo sepas y que lo recuerdes.

—Ya lo sé.

—Estás aquí, ya no puede pasarte nada. Ya no importa nada de eso.

—¿Cómo se prendió fuego a la casa?

Ella se levantó. La falda volvió a caer. Fue hacia un aparador, encendió un cigarrillo. Dejó un momento la cerilla encendida ante ella y me la enseñó.

—Una fuga de gas en la habitación de la chica. Habían instalado el gas en la villa unos meses antes. La investigación concluyó que se había hecho mal una conexión. La llamita del calentador, en un baño, causó una explosión.

Apagó la cerilla.

—Ven a mi lado —le dije yo.

Ella se acercó, se sentó junto a mí. Yo tendí la mano, le cogí el cigarrillo y aspiré una calada. Me pareció bueno.

—¿Antes fumaba?

—Levántate —dijo Jeanne—. Vamos a dar una vuelta. Llévate una manzana. Y sécate los ojos.

En una habitación de techo bajo, en una cama lo bastante grande para cuatro Michèles enfermas, Jeanne me puso un grueso jersey de cuello alto, el abrigo de ante, el pañuelo verde.

Cogió mi mano enguantada entre las suyas, me condujo a través de las habitaciones desiertas hacia un vestíbulo con suelo de mármol, donde resonaban nuestros pasos. Fuera, en el jardín de árboles negros, me hizo subir al mismo coche de aquella tarde.

—A las diez te meteré en la cama. Pero antes quiero enseñarte una cosa. Dentro de unos días te dejaré conducir.

—Me gustaría que me repitieras el nombre de la chica.

—Domenica Loï. La llamaban Do. Cuando erais pequeñas había otra niña, que murió hace mucho tiempo de reumatismo articular o algo por el estilo. Os llamaban «primas» porque erais de la misma edad. La otra niña se llamaba Ángela. Las tres erais de origen italiano. Mi, Do y La. ¿Comprendes ahora de donde viene el apodo de tu tía?

Ella conducía rápido, a través de grandes avenidas iluminadas.

—El verdadero nombre de tu tía era Sandra Raffermi. Era la hermana de tu madre.

—¿Cuándo murió mamá?

—Tú tenías ocho o nueve años, no lo sé. Te llevaron a un internado. Cuatro años después tu tía consiguió tenerte con ella. Lo sabrás tarde o temprano, de joven tenía un oficio penoso. Pero luego se convirtió en una dama, se hizo rica. Los zapatos que llevas tú y los que llevo yo son de las fábricas de tu tía.

Me puso una mano en la rodilla y me dijo que si lo prefería eran mis fábricas, porque la Raffermi había muerto.

—¿No te gustaba mi tía?

—Pues no lo sé —dijo Jeanne—. Yo te quiero a ti. El resto me da igual. Tenía dieciocho años cuando empecé a trabajar para la Raffermi. Hacía tacones en uno de sus talleres, en Florencia. Estaba sola, me ganaba la vida como podía. Era en 1942. Vino un día y lo primero que recibí de ella fue una bofetada, que yo le devolví. Entonces me llevó con ella. Lo último que recibí también fue una bofetada, pero no se la devolví. Fue en mayo, este mismo año, una semana antes de su muerte. Hacía dos meses que se sentía morir, y eso no la hacía mejor precisamente para los que la rodeaban.

—¿Y yo, quería a mi tía?

—No.

Me quedé un minuto entero silenciosa, buscando en vano recuperar un rostro que había visto en las fotos, una vieja con quevedos sentada en una silla de ruedas.

—¿Y quería a Domenica Loï?

—¿Quién no la hubiese querido? —respondió Jeanne.

—¿Y tú, la querías?

Ella volvió la cara, vi su mirada iluminada por unos reflejos que pasaban. Alzó los hombros con rapidez y respondió con voz áspera que pronto llegaríamos. Sentí dolor, de repente, dolor, como si me desgarrase, y la cogí del brazo. El coche hizo un extraño. Le pedí perdón y sin duda ella pensó que era por el extraño.

Me enseñó el Arco de Triunfo, la Concordia, las Tullerías, el Sena. Después de la plaza Maubert, nos paramos en una callecita que bajaba hacia el río, ante un edificio iluminado por un letrero de neón: «Hotel Victoria».

Nos quedamos en el coche. Me pidió que mirase el hotel, y vio que el edificio no me recordaba nada.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Venías aquí a menudo. Aquí era donde vivía Do.

—Vámonos, por favor.

Ella suspiró, dijo que sí y me besó en la sien. A la vuelta fingí que me dormía de nuevo, con la cabeza en su falda.

Me desnudó, me hizo tomar un baño, me secó con una toalla grande, me tendió un par de guantes de algodón para sustituir los que yo llevaba, y que se habían mojado.

Nos sentamos en el borde de la bañera, ella vestida, yo en camisón. Finalmente fue ella quien me quitó los guantes y yo volví los ojos en cuanto me vi las manos.

Me acostó en la cama grande, me arropó, apagó la luz. Eran las diez, tal y como había prometido. Cuando vio en mi cuerpo las marcas de las quemaduras, puso una cara rara. Solo me había dicho que no quedaba gran cosa, una mancha en la espalda, dos en las piernas, y que había adelgazado. Noté que se esforzaba por mostrarse natural, pero que cada vez me reconocía menos.

—No me dejes sola. Ya no estoy acostumbrada, y tengo miedo.

Se sentó a mi lado y se quedó un momento. Me dormí con la boca apoyada en su mano. Ella no hablaba. Justo antes del sueño, en ese espacio que linda con la inconsciencia en el que todo es absurdo, en el que todo es posible, por primera vez se me ocurrió la idea de que yo no era nada, solo lo que Jeanne decía de mí, y que bastaba con una Jeanne mentirosa para que yo fuese una mentira.

—Quiero que me expliques cosas ahora. Hace semanas que me dicen: «¡más tarde!». Ayer por la tarde tú decías que yo no quería a mi tía. Dime por qué.

—Porque no era amable.

—¿Conmigo?

—Con nadie.

—Si me llevó a vivir con ella con trece años, debía de quererme…

—Yo no he dicho que no te quisiera. Y además eso la halagaba. No puedes entenderlo. Querer, no querer… ¡tú lo juzgas todo así!

—¿Y por qué estaba conmigo Domenica Loï desde febrero?

—Te encontraste con ella en febrero. Se fue contigo mucho después. El porqué, solo tú lo sabes. ¿Qué quieres que te diga? Tenías un capricho nuevo cada dos o tres días: un coche, un perro, un poeta americano, Domenica Loï… todo eran las mismas tonterías. Con dieciocho años te encontré en un hotel de Ginebra con un oficinista. Con veinte te encontré en otro hotel con Domenica Loï.

—¿Y ella qué era para mí?

—Una esclava, como todo el mundo.

—¿Como tú?

—Como yo.

—¿Y qué pasó?

—Nada. ¿Qué quieres que pasara? Me tiraste una maleta a la cabeza, un jarrón que tuve qué pagar muy caro, y te fuiste con tu esclava.

—¿Y dónde ocurrió eso?

—En la residencia Washington, calle de lord Byron, tercer piso; apartamento 14.

—¿Y adonde fui yo?

—No lo sé. No me preocupé de saberlo. Tu tía solo te esperaba a ti para entregar su alma. Recibí su segunda bofetada en dieciocho años a mi vuelta. Una semana después, había muerto.

—¿Y yo no fui?

—No. No digo que no oyese hablar de ti, porque hacías las suficientes tonterías para que me hablasen, pero no me dirigiste la palabra durante un mes. Más o menos el tiempo necesario para quedarte sin dinero. Y para acumular tantas deudas que ni siquiera los pequeños gigolós confiaban ya en ti. Recibí un telegrama en Florencia. «Perdón, desgraciada, dinero, te beso mil veces en todas partes, en la frente, en los ojos, la nariz, la boca, las dos manos, los pies, sé buena, lloro. Tu Mi». Te juro que ese es el texto exacto, te lo enseñaré.

Me enseñó el telegrama después de vestirme. Lo leí levantada, con un pie encima de una silla, mientras ella me abrochaba las medias, cosa que yo no podía hacer con los guantes.

—Este texto es absurdo.

—Sin embargo, era muy tuyo. Me mandabas otros, ¿sabes? Algunas veces era simplemente: «dinero, Mi». A veces llegaban quince telegramas el mismo día diciendo lo mismo. Enumerabas mis cualidades. O bien alineabas adjetivos que se aplicaban a un detalle u otro de mi persona, según tu humor. Era horripilante, muy costoso además para una idiota que ya no tenía dinero, pero bueno, al menos demostrabas imaginación…

—Hablas de mí como si me odiases.

—Yo no te he dicho cuáles eran las palabras que ponías en esos telegramas. Sabías hacer daño. La otra pierna. No te envié dinero después de la muerte de tu tía, sino que fui. Pon la otra pierna en la silla. Llegué a Cap Cadet un domingo por la tarde. Tú estabas borracha desde la noche anterior. Te metí debajo de la ducha, eché a los gigolós, vacié los ceniceros. Do me ayudó. No abriste la boca durante tres días. Ya está.

Estaba lista. Me puso un abrigo de sarga gris y me lo abrochó, cogió el suyo de una habitación contigua y salimos. Estaba viviendo una pesadilla. No creía ni una sola palabra de lo que me decía Jeanne.

En el coche me di cuenta de que tenía aún el telegrama que ella me había dado. Era una prueba de que no mentía. Nos quedamos silenciosas un rato largo, circulando hacia el Arco de Triunfo, que estaba delante de nosotras pero muy lejos, bajo un cielo desapacible.

—¿Adonde me llevas?

—A ver al doctor Doulin. Ha telefoneado al amanecer. Qué pesado.

Volvió los ojos, me sonrió, me dijo: «Bueno, polluelo mío, qué triste estás».

—Yo no querría ser esa Mi que me describes. No lo entiendo. Ignoro cómo lo sé, pero sé que no soy así. ¿He podido cambiar hasta ese punto?

Ella respondió que yo había cambiado mucho.

Pasé tres días leyendo cartas antiguas, haciendo inventario de las maletas que Jeanne había traído de Cap Cadet.

Intenté aprenderme a mí misma, sistemáticamente, y Jeanne, que no me abandonaba jamás, a veces tampoco sabía muy bien qué sentido dar a lo que yo descubría. Una camisa de hombre cuya presencia no podía explicar. Un revólver pequeño, con las cachas de nácar, cargado, que jamás había visto. Cartas que no sabía quién había escrito.

A pesar de los defectos, poco a poco me fui haciendo una imagen de mí misma que no cuadraba con aquello en lo que me había convertido. Yo no era tan tonta, tan vanidosa ni tan violenta. No tenía deseo alguno de beber, ni de levantarle la mano a una criada torpe, ni de bailar encima de un coche, ni de caer en los brazos de un corredor sueco ni del primer chico que pasase y tuviese los ojos bonitos y la boca tierna. Pero aunque todo aquello podía parecerme incomprensible a causa del accidente, no era lo más inquietante. Sobre todo, no me creía aquella sequedad de corazón que me había permitido, antaño, irme de fiesta la misma noche que me enteré de la muerte de la madrina Midola e incluso olvidarme de ir a su entierro.

—Sin embargo, todo eso era muy tuyo —repetía Jeanne—. Y además, nada te dice que eso significase falta de corazón. Yo te conocía bien. Podías ser muy desgraciada. Eso se traducía en cóleras ridiculas, y más habitualmente, desde hacía dos años, en una necesidad imparable de compartir tu lecho con todo el mundo. En el fondo, debías de pensar que nos engañabas. Con trece años a eso se le dan bonitos nombres: sed de ternura, tristeza de huérfana, añoranza del seno materno. Con dieciocho años, se usan términos médicos mucho más feos.

—¿Qué cosas tan terribles hacía?

—No eran terribles, eran pueriles.

—¡No respondes nunca a mis preguntas! Me dejas imaginar cualquier cosa, y desde luego, me imagino horrores… ¡Lo haces a propósito!

—Bébete el café —me decía Jeanne.

Tampoco Jeanne cuadraba con la idea que me hice de ella la primera tarde, la primera noche. Se había encerrado en sí misma, cada vez se mostraba más distante. Había algo en lo que yo decía, o en lo que hacía, que le desagradaba siempre, y notaba que aquello la carcomía. Me observaba durante largos minutos sin decir nada, y después, de repente, empezaba a hablar muy rápido, y volvía incansablemente al relato del incendio o a aquel día, un mes antes, en que me había encontrado borracha en Cap Cadet.

—Lo mejor será que vaya allí.

—Iremos dentro de unos días.

—Quiero ver a mi padre. ¿Por qué no puedo ver a los que conocía?

—Tu padre está en Niza. Es viejo. No le hará ningún bien verte en este estado. En cuanto a los demás, prefiero esperar un poco.

—Pues yo no.

—Pues yo sí. Escucha, polluelo mío: quizá baste con unos pocos días para que, de repente, te vuelva todo. ¿Crees que me es fácil impedir que tu padre te vea? Cree que estás aún en la clínica. ¿Crees que resulta fácil apartar a todos esos buitres? Quiero que estés bien curada cuando les veas.

Curar. Sabía ya tantas cosas de mí misma sin recordar ni un ápice que ya no creía en nada. En casa del doctor Doulin había inyecciones, juegos de habilidad con alambres, luces en los ojos, escritura automática. Me pinchaban en la mano derecha y la colocaban detrás de una pantalla que me escondía lo que yo iba escribiendo. No sentía ni el lápiz que me ponían entre los dedos ni el movimiento de la mano. Mientras llenaba tres páginas, sin darme cuenta, el doctor Doulin y su ayudante hablaban conmigo del sol del sur, de los placeres del mar. Esa experiencia, efectuada ya dos veces, no nos había enseñado nada, sino que mi escritura estaba espantosamente deformada por los guantes. El doctor Doulin, a quien ya no creía más que a Jeanne, afirmaba que aquellas sesiones liberarían ciertas inquietudes «de un personaje inconsciente» qüe él sí recordaba. Yo había leído las páginas que «escribía». Eran palabras sin sentido, incompletas, la mayor parte de ellas «parafasias», como en los peores días de la clínica. Las que se repetían más a menudo eran palabras como nariz, ojos, boca, manos, pelo, hasta el punto de que tenía la impresión de releer el telegrama enviado a Jeanne.

Era una estupidez.

La «gran escena» tuvo lugar el cuarto día. La cocinera estaba en la otra punta de la casa, el mozo había salido. Jeanne y yo estábamos sentadas en los sillones del salón, delante del fuego, porque yo seguía teniendo frío. Eran las cinco de la tarde. Yo tenía unas cartas y fotos en una mano, una taza vacía en la otra.

Jeanne fumaba, con ojeras bajo los ojos, rechazando una vez más mi petición de ver a aquellos a quienes había conocido.

—No quiero, eso es todo. ¿A quién crees que conocías? ¿A ángeles bajados del cielo? No dejarán escapar a una presa tan fácil.

—¿Yo, una presa? ¿Por qué motivo?

—Un motivo que se escribe en cifras con muchos ceros. Cumplirás veintiún años en noviembre. En ese momento se abrirá el testamento de la Raffermi. Pero no es necesario abrirlo en realidad para calcular el número de millones de liras que pasarán a tu nombre.

—Sería bueno que me explicases todo eso también.

—Pensaba que ya lo sabías.

—¡No sé nada, nada! ¡Ya ves que no sé nada!

Ella cometió su primera torpeza:

—¡Ya no veo lo que sabes o lo que no sabes! Estoy confusa. No duermo. En el fondo, te sería tan fácil representar una comedia…

Arrojó su cigarrillo al fuego. Fue justo en ese momento cuando me levanté del sillón y en el reloj de la entrada sonaron cinco campanadas.

—¿Comedia? ¿Qué comedia?

—¡La amnesia! —exclamó ella—. ¡Es una idea buena, muy buena! Ninguna lesión, ni rastro, evidentemente, pero ¿quién puede asegurar que una amnésica no es amnésica, sino ella misma?

Se había levantado también, irreconocible. Y de pronto fue Jeanne de nuevo: cabellos claros, ojos dorados, rostro tranquilo, cuerpo alto y delgado con una falda amplia, una cabeza más alta que yo.

—No sé lo que digo, cariño.

Mi mano derecha partió antes de que la hubiese oído siquiera. Golpeé a Jeanne en la comisura de la boca. El dolor me subió hasta la nuca, caí hacia delante encima de ella, que me cogió por los hombros, me volvió, me apretó contra su pecho para inmovilizarme. Yo tenía los brazos demasiado pesados para intentar librarme.

—Cálmate —me dijo.

—¡Déjame! ¿Con qué fin iba a representar esa comedia? ¿Con qué fin? Eso tendrás que decirlo, ¿no?

—Cálmate, te lo ruego.

—¡Soy idiota, me lo has repetido muchas veces! ¡Pero no hasta ese punto! ¿Con qué fin? ¡Explícamelo! ¡Suéltame!

—¡Tienes que calmarte! ¡No grites!

Me hizo retroceder, me sentó a la fuerza encima de ella, en su sillón, con un brazo alrededor de mis hombros, la otra mano en la boca, su rostro detrás del mío.

—No he dicho nada. He dicho una tontería. No grites, que nos van a oír. Desde hace tres días estoy como loca. ¡Y tú no te das cuenta!

Cometió su segunda torpeza, con la boca muy cerca de mi oreja, un murmullo rabioso que me asustaba mucho más que los gritos:

—¡No puedes haber hecho tantos progresos en tres días sin querer! ¿Cómo puedes andar como ella, reír como ella, hablar como ella, si no te acuerdas?

Grité en su mano, todo se puso negro durante un momento muy breve, y cuando volví a abrir los ojos, estaba echada en la alfombra. Jeanne estaba inclinada encima de mí, mojándome la frente con un pañuelo.

—No te muevas, cariño.

Vi la marca del golpe que le había dado a un lado de la cara. Sangraba un poco por la comisura de los labios. Por lo tanto, no era una pesadilla. La miré mientras desabrochaba la cinturilla de mi falda y me levantaba entre sus brazos. También ella tenía miedo.

—Bebe, cariño.

Tragué algo muy fuerte. Me encontré mejor. La miré, y estaba tranquila. La comedia, me decía yo, ahora sí que sería capaz de representarla. Cuando me atrajo hacia sí «para hacer las paces», de rodillas junto a mí en la alfombra, yo le rodeé maquinalmente el cuello con los brazos. Me sentí sorprendida, de repente, y casi trastornada, al sentir en mis labios el gusto de sus lágrimas.

Me dormí muy tarde aquella noche. Durante horas, inmóvil entre las sábanas, pensaba en las palabras de Jeanne, intentaba descubrir lo que, desde su punto de vista, podía motivar que yo simulase la amnesia. No encontraba explicación. No adivinaba tampoco lo que la atormentaba, pero tenía la certeza de que tenía buenas razones para mantenerme aislada en una casa en la que ni la cocinera ni el mozo me conocían. Esas razones podría saberlas al día siguiente: como ella no quería mostrarme aún a aquellos a los que había conocido, bastaba con presentarme ante uno de ellos para que se produjera lo que ella precisamente quería evitar. Ya lo vería.

Tenía que ver a alguno de mis amigos que viviese en París. El que elegí, y del cual tenía la dirección en el dorso de un sobre, era el chico que me había escrito que yo le pertenecería siempre.

Se llamaba François Chance, y vivía en el bulevar Suchet. Jeanne me había dicho que era abogado, y que no había tenido mucha suerte con la Mi que yo era antaño.

Al dormirme viví veinte veces el plan que me había trazado para escapar, al día siguiente, de la vigilancia de Jeanne. Ese pensamiento me pareció que estaba a punto de recordarme otro momento de mi vida, pero pronto pasó. El sueño llegó a mí cuando descendía por vigésima vez de un Fiat 1500 blanco, en una calle de París.

Cerré la portezuela de golpe.

—¡Pero estás loca! ¡Espera!

Bajó a su vez del coche y se unió a mí en la acera. Aparté su brazo.

—Me las arreglaré muy bien. Solo quiero andar un poco, mirar los escaparates, estar sola… ¿No comprendes que tengo necesidad de estar sola?

Le enseñé la carpeta que tenía en la mano. Unos recortes de periódico se escaparon de ella y se desperdigaron por la acera. Me ayudó a recogerlos. Eran los artículos que habían aparecido después del incendio. El doctor Doulin me los había enviado después de una sesión inútil de luces, pruebas de manchas y fatiga. Una hora perdida que habría podido usar con más provecho confesándole mis verdaderas inquietudes. Por desgracia, Jeanne insistía en estar presente en nuestras conversaciones.

Me cogió por los hombros, elegante, con el pelo de oro bajo el sol de mediodía. Yo me separé más aún.

—No eres nada razonable, querida —me dijo—. Pronto será la hora de comer. Esta tarde ya te llevaré a dar una vuelta por el bosque.

—No. Te lo ruego, Jeanne. Lo necesito.

—Bien. Entonces te sigo.

Se apartó y volvió a subir al coche. Estaba enojada, pero no furiosa, como yo había pensado. Recorrí un centenar de metros por la acera, me crucé con un grupo de chicas que salían de la oficina o del taller, atravesé una calle. Me detuve delante de una tienda de ropa interior. Cuando volví los ojos, vi que el Fiat se detenía en doble fila, a mi altura. Fui hacia Jeanne. Ella se inclinó por encima del asiento vacío y bajó el cristal.

—Dame dinero —le dije.

—¿Para qué?

—Quiero comprar unas cosas.

—¿En esa tienda? Puedo llevarte a otras mejores.

—Pero yo quiero ir a esa. Dame dinero. Mucho. Me apetecen muchas cosas.

Ella levantó las cejas, resignada. Esperaba que me acusara de actuar como si tuviera doce años, pero no dijo nada. Abrió el bolso, sacó unos billetes que había en él y me los dio.

—¿No quieres que te ayude a escoger? Solo yo sé lo que te va.

—Me las arreglaré bien.

Cuando entré en la tienda, oí detrás de mí:

—¡Cariño! Talla 42.

A la vendedora que vino a recibirme a la entrada le enseñé un vestido que estaba puesto en un maniquí de madera, unas combinaciones, ropa interior, un jersey, que estaban en el escaparate.

Dije que no tenía tiempo de probármelo, que quería paquetes separados. Después, abrí la puerta de nuevo y llamé a Jeanne. Ella bajó del coche con un rostro marcado por el hastío.

—Es demasiado caro. ¿Me haces un talón?

Entró en la tienda delante de mí. Mientras preparaba el talón, cogí los primeros paquetes, que ya estaban listos, dije que los llevaba al coche y salí.

En el salpicadero del Fiat dejé la nota que llevaba en el bolsillo del abrigo:

«Jeanne, no te preocupes por mí, no me busques, ya me reuniré contigo en casa o te llamaré por teléfono. No tienes nada que temer de mí. Ignoro lo que te da miedo, pero te beso allí donde te pegué, porque te quiero y porque me duele mucho haberlo hecho. Me he empezado a parecer a tus mentiras».

Mientras me alejaba, un agente de policía vino a decirme que el coche no podía seguir en doble fila. Yo le respondí que no era mío, y que eso no me incumbía.