22. Flores para Rebeca
Desde que acompañó a Rebeca a comisaría, no había vuelto a dormir, presa de un oscuro presentimiento. Tiritó. Estaba nerviosa y destemplada. Se enterró en un alud de mantas y buscó evasión en una novela policiaca que desechó a los diez minutos. No conseguía concentrarse. ¿Y si no volvía a verla? La idea daba vueltas por su cabeza como una abeja atrapada en un tarro de miel. Se levantó de la cama, preparó un té con leche, y se acomodó en el comedor a ver un aburridísimo programa de bricolaje. El tiempo pasaba insoportablemente despacio. Si las cosas con Rebeca prosperaban tendría que acostumbrarse a sus ausencias, a vivir con el alma en vilo y a intimar con la aterradora posibilidad de que cada beso de despedida pudiera ser el último. Nerea no es que pasara mucho tiempo en casa. De rodaje en rodaje, de fiesta en fiesta, de festival en festival, de borrachera en borrachera y tiro porque me toca. Estar sin Nerea era una bendición. Iban a dar las nueve y media y no paraba de llover. Se bañó y salió a comprar. Las diez y veinte. Sus temores eran infundados. Por la noche, cenaría con Rebeca y haría que se sintiera como una reina. Sonaba el móvil en algún rincón de la casa. Tardó en localizarlo.
—¿Malena? —una voz de hombre que le resultaba muy familiar.
—Sí. ¿Quién es?
—Soy Navarro.
—Navarro, no estoy de guardia este fin de semana. Llama a...
—Malena, escúchame... —la cortó sin contemplaciones.
—¿Qué ocurre?
—Han disparado a Rebeca.
En la sala de interrogatorios, Crespo y Vázquez se las veían con una Elvira que nada tenía que ver con la mujer arrogante que conocieron unas horas antes. El dolor la había despojado de toda altanería. Hablaba de forma mecánica, como un robot programado, con la cabeza gacha, y la mirada extraviada.
—Han matado a mi Mario —repitió por cuarta vez con voz monocorde. Ni siquiera había rastro de rabia en sus palabras.
—¿Cómo pudiste matar a una cría inocente? —espetó Crespo.
—Han matado a mi Mario, pobrecito.
—Tu pobrecito Mario asesinó a dos chicas a pedradas, una era su novia, y la otra la hija de su mejor amigo. Así que no creo que le vayan a hacer santo.
La mirada fulminante de Elvira renació por un momento. Apenas fue un breve destello que de inmediato se extinguió. Crespo no le perdió la cara.
—Explícamelo. Elvira. Explícame cómo pudiste matar a Eva Mejías.
—Lo hice por Mario, para que nadie sospechase de él. No podía permitir que acabase en prisión. No podía permitirlo. Vi las fotos en el portátil de Mario. Estaba con ésa chica, la que habían asesinado en Santa Coloma. Era evidente que mantenían una relación. Al principio no quise creerlo. Luego, cuando mataron a la pobre Gloria, supe que tenía que haber sido Mario. Ella también estaba en casa aquel día y debió ver las fotos. Me horroricé. Él adoraba a esa cría y a su padre. Germán y Mario eran los mejores amigos. Creí que me volvía loca. Tenía que hacer algo. ¿Lo entiende? ¿Ustedes tienen hijos?
—Sí.
—¿Y no habrían hecho lo mismo? ¿No habrían hecho cualquier cosa por proteger a sus hijos?
Crespo echó la cabeza hacia atrás y se pasó la mano por la calva.
—Haría cualquier cosa por mis hijos, pero no matar a una niña disminuida. El amor no lo justifica todo, ni siquiera el amor de una madre o de un padre.
—Yo lo haría otra vez y veinte veces más. Lo siento por Olga, créame, y por la niña. No fue fácil matarla. De verdad, fue horrible. Horrible. Usted no lo entiende —dijo mirándose los dedos con obsesiva atención—, yo quería a Mario más que a nada en el mundo. No lo entiende —meneó la cabeza—, no lo puede entender.
—Tienes razón. Y sabes que te digo, que me alegro de no entenderlo —pasó como una exhalación por delante de la acusada y abandonó la sala de interrogatorios.
Vázquez sintió una corriente de aire imaginaria. No podía dejar de pensar en Santana, desangrándose en el suelo de la masía. Levantó la vista un segundo y salió sin decir una palabra. Crespo aguardaba, apoyado en la pared.
—¿Qué ha pasado ahí dentro?
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes, Vázquez. ¿Simpatizas con esa hija de puta? ¿Es que te has vuelto loca?
—No simpatizo con ella, Crespo, no me jodas. Siento haber estado ausente, es que no puedo quitarme a Santana de la cabeza. Voy a comprar flores. Nos vemos allí, en una hora.
—¿Te crees que yo puedo pensar en otra cosa, por Dios? ¿Tú lo harías, no? Matarías por tu hija. Por eso no has dicho nada.
—No lo sé. Es posible. ¿En qué me convierte eso, en una buena madre o en una mala persona?
La mirada de Crespo era indescifrable cuando respondió:
—Dedúcelo tú misma.
El dolor era real y ficticio a la vez, según. Por momentos, se alojaba en el subconsciente y repartía, a todo el cuerpo, desde el punto exacto en el que habitó la bala, ráfagas violentas de un dolor intenso. Al rato, en cambio, el sopor de los medicamentos vencía aparentemente y la sumía en un dulce sueño anestésico, y hasta delirante, y en ésos momentos soñaba que el dolor, que no tardaría en regresar, era el sueño, o mejor la pesadilla, y el bienestar químico, real. El dilema se resolvió definitivamente, al intentar abrir los ojos. Pestañeó varias veces. Las imágenes aparecían y desaparecían de forma intermitente: un trozo de pared blanca, muchas flores de color tan vivos que resultaban hirientes; violeta encendido, amarillo sol de agosto, rojo carmín; blanco nieve; el brazo de un sillón y la cara de Claudia más pálida que de costumbre moviendo los labios, intentando decir algo que no lograba entender. Después de varios intentos, sus ojos se abrieron completamente. La voz de Claudia llegó amortiguada y metálica, como si estuviera hablando desde el interior de una lata de refresco. Con dificultad, descifró las palabras. Claudia la ayudó a incorporarse. Lloraba sin parar y se restregaba los ojos con las mangas al tiempo que sonreía. Y entonces, al mover el brazo para acariciar su mano, para detener el manantial de llanto, supo que el dolor era real. No lo había soñado. Le habían disparado muy cerca del hombro izquierdo.
Claudia se sorbió los mocos ruidosamente.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubiesen disparado.
Claudia sonrió sin dejar de llorar.
—Han venido varios compañeros tuyos y uno muy gordo con pinta de jefe. Virginia acaba de llamar. Vendrá más tarde. Te manda muchos besos. A tu abuelo no le he dicho nada.
—No se lo digas por ahora.
—También —la expresión de Claudia cambió bruscamente— ha estado aquí una tal Malena, ¿Es ella, verdad?
Santana asintió.
—Es muy guapa.
—¿Te ha dicho algo?
—Ha sido una situación un poco extraña. Nos hemos presentado y supongo que cada una ha intuido quién era la otra. Ha dicho que volverá más tarde. Parecía muy preocupada.
Santana paseó la vista por la jauría de flores, en busca de un tema neutral que rebajase la tensión.
—¿De quién son todos esos ramos?
—Creo que un par o tres son de tus compañeros, el de violetas de Vicky, que vino hace una hora o así. Se me olvidó decírtelo. Rebeca —Claudia se acercó unos centímetros más—, ¿qué vas a hacer cuando salgas de aquí? Cuando te den el alta, tendrás que hacer reposo un tiempo y bueno, he pensado que a lo mejor te vendría bien estar en casa, sólo hasta que te recuperes. Yo no te pido nada. Ni siquiera te pido que me quieras. Sólo quiero cuidarte.
—¿Qué tal la inseminación?
—Aún es pronto.
—Las segundas partes nunca fueron buenas, Claudia.
—Qué me dices de la segunda parte de “El Padrino” es igual de buena que la primera, sino mejor. Y “El Imperio contraataca” es muy superior a “La Guerra de las Galaxias”.
—Como voy a dejar de quererte si eres un cielo —sonrió—. Me lo tienes que poner más fácil, Claudia.
—Si me quieres, ¿cuál es el problema?
Los ojos de Santana se humedecieron. El hombro no era lo que más le dolía. El arañazo en el pecho era mucho más desgarrador. Habría aceptado gustosa otro tiro en el hombro derecho, a cambio de no pronunciar esas palabras.
—Ya no estoy enamorada de ti —la voz apenas le alcanzó para un susurro.
—Piénsatelo de todas de formas. Mi oferta sigue en pie.
No tuvo mucho tiempo para pensárselo. El desfile de visitas fue constante: Navarro, Los Bielsa, Pilar, Pinzón, Vicky y Ali, Marc y su prometida, Virginia y Aina. Así pasó Santana el día más extraño de su vida entre besos, lágrimas, felicitaciones por el éxito del caso, deseos de recuperación, más ramos de flores, llamadas telefónicas, apariciones puntuales de dos enfermeras, y regañinas del médico por el exceso de jolgorio general. A media tarde, estaba exhausta y ansiosa por ver a Malena.
Tras la avalancha de visitas, Vázquez se quedó un ralo más.
—¿Cómo está Mario? Me han dicho esta mañana que estaba muy grave.
—Murió hace unas horas.
Santana chasqueó la lengua.
—Espero que no tengas problemas por mi culpa.
—Hice lo que debía. Lo mismo que habrías hecho tú. Además, Crespo también le disparó. Le abatimos entre los dos. No te preocupes por eso. Tú ponte bien.
—Miriam —tomó su mano entre las suyas—, gracias. Os debo la vida a los dos.
—Anda, no te pongas dramática —pestañeó varias veces para esquivar una llorera inminente que derrumbaría su reputación de mujer dura.
—¿Qué pasó con Navarro anoche?
—Ya te contaré.
—¿Habéis arreglado las cosas?
Vázquez meneó la cabeza.
—Se han complicado más. Debes estar hecha polvo —le propinó un cachete cariñoso en la mejilla—, te dejo descansar. Vero me ha pedido que te de un beso de su parte —se inclinó y la besó en la frente—. Mañana vengo a verte.
—Tenías razón. La mujer del todoterreno estaba en el ajo. Seguiste la pista buena.
—Tú también tenías razón cuando decías que el crimen de Eva era distinto a los otros y que no lo había cometido la misma persona.
—No formamos mal equipo.
—No seas modesta, niña. Formamos un equipo de primera.
La enfermera entró con un carrito.
—Subinspectora, no está descansado nada. Ya ha oído al doctor.
Vázquez se despidió.
Se vieron a lo lejos, en la largura infinita y claustrofóbica del pasillo, sin escondite posible ni oportunidad para el despiste. Malena resopló. Lo que faltaba, una ración de Vázquez. La subinspectora puso en marcha su capacidad deductiva a marchas forzadas. La distancia entre ellas mermaba lentamente. Ninguna perdía la compostura, retándose a lo lejos, como dos pistoleros en un duelo. Al fin colisionaron sus miradas.
—Malena, Malena, Malena. Cómo tú por aquí.
—Tenía un rato libre y me he dicho, voy a pasear por el Hospital, a ver qué tal.
—Vienes a ver a Santana.
—Brillante deducción, Vázquez.
—¿Y esa preocupación repentina?
—No es tan repentina.
—No sabía que hubieseis intimado tanto.
La posibilidad se gestó en su cabeza, desdibujada y absurda. Quizás, al fin y al cabo, no fuese tan absurda. Vázquez peleó contra sus prejuicios. Malena era hermosa y femenina, pero eso, por lo visto, no significaba nada. Estaba hecha un lío. Las pocas lesbianas que había conocido antes de Santana eran rotundamente masculinas. Su compañera no lo era en absoluto. Y Malena mucho menos. Tendría que revisar sus ideas.
Su instinto decía que iba bien encaminada.
—¿Estáis liadas?
Había acertado. La expresión de Malena era la misma que adoptaba en los juicios, justo antes de aceptar un trato de la fiscalía. Vaya, vaya. Tenía que reconocerle el buen gusto a Santana, aunque en cuanto al buen criterio, albergaba serias dudas.
—Malena, como le hagas daño te juro que haré de tu vida un infierno.
—Tu preocupación es conmovedora —sonrió con suficiencia.
—Te lo digo muy en serio, zorrita. Estaré pendiente de ti.
—Te daré un consejo, Vázquez, y te lo daré sin cobrarte minuta, que no sea dicho: echa un polvo. Y que sea pronto —añadió alejándose por el pasillo—. Lo necesitas con urgencia.
La miró desde la puerta. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la ventana, y un aire desvalido, de niña indefensa que le encogió el corazón. Sintió un impulso irrefrenable de correr hacia ella, y abrazarla, protegerla de los tiros, del frío, del dolor, de todo. Navarro le contó que la bala impactó justo donde acababa el chaleco.
—Por suerte ése tipo no estaba habituado a las armas y disparó a lo loco. Un profesional no habría dudado en volarle los sesos.
Corrió como un caballo desbocado en cuanto conoció la noticia. Rebeca estaba en el quirófano. Había perdido mucha sangre. La inclemencia meteorológica retrasó la llegada de los servicios de emergencias y de los GEO. Durante todo el día, Malena negoció arduamente con un Dios en el que no creía, con otros dioses desconocidos, con todos los santos del santoral. Prometió a diestro y siniestro a cambio de la vida de Rebeca. Sería mejor persona, menos vanidosa, más solidaria con los necesitados, más paciente con sus padres y con su hermano Raúl, y hasta con Nerea. Donaría dinero, llamaría a amigos olvidados, se reconciliaría con sus enemigos. Haría lo que fuese, con tal de que Rebeca viviese. Se enjuagó las lágrimas, respiró hondo y golpeó la puerta.
—¿Cómo se te ocurre dejar que te peguen un tiro, preciosa?
La sonrisa estalló en el rostro de Santana como un cohete la noche de San Juan. Llegaba el aire fresco. Empezó a respirar mejor.
—No sabía cómo llamar tu atención.
—Lo has conseguido —concedió una sonrisa—. He venido antes —se sentó en la cama y la abrazó con cuidado—, aún estabas en quirófano —se besaron sin contención—. Luego, he vuelto —más besos—. Ya te habían bajado a planta. Claudia estaba de guardia. Se parece a...
—A Winona Ryder —concluyó la frase con el dejo hastiado de quién ha repetido lo mismo decenas de veces. Lentamente, Malena rompió el abrazo. Otra vez estaba a punto de llorar. Tosió para disimular y se levantó.
—¿Cómo te encuentras?
—Molida. Claudia me ha pedido que vuelva a casa con ella, mientras dure la convalecencia —aclaró rápidamente—. Sólo para cuidarme.
Malena tragó saliva. Claudia no perdía el tiempo. Joder con la mosquita muerta.
—¿Qué le has dicho?
—Me lo estoy pensando.
—¿Te lo tienes que pensar? —saltó como un resorte. Ése no era el camino. Debía mantener la cabeza fría. Hacerse a la idea de que estaba en el juzgado, persuadirla con inteligencia y sutileza, sin dejar al descubierto el brote de celos que estaba sufriendo.
—Puede que no sea mala idea —objetó Santana beligerante.
—Es una idea pésima —rebatió con más calma—, lo sabes muy bien. Claudia se hará ilusiones y todo se enredará más, Rebeca.
—Necesitaré cuidados un tiempo —se empecinó. Quería comprobar hasta qué punto le importaba a Malena que viviese con Claudia, aunque fuese temporalmente y bajo unas condiciones pactadas.
—Y Claudia es la única persona del mundo capaz de cuidarte.
—¿Se te ocurre alguien más? —la retó.
—¿Y tu padre?
—No tengo padres.
—Perdona. Soy una idiota.
—¿Cómo es que has dicho padre y no padres? —la subinspectora se removió inquieta en la cama que la aprisionaba. Parecía que llevaba allí postrada toda la vida.
Malena lanzó un suspiro largo y profundo que daba a entender lo mucho que lamentaba el desliz.
—Un secretario judicial del juzgado vio el programa sobre tu madre. Lo oí por casualidad. Estaba comentándolo delante de la máquina del café. Al principio creí que lo había entendido mal. Por no quedarme con la duda, busqué el video en youtube y lo vi. ¿Tú lo viste?
—Sí, casi todo. ¿Por qué no me dijiste que lo sabías?
—Me daba reparo incomodarte. Pensé que me lo contarías cuando te pareciese oportuno.
—Has sido muy considerada —agradeció con franqueza—. No todo el mundo logra refrenar su curiosidad, y lo entiendo. El morbo es el morbo.
—El abogado que defendió a tu madre, me daba clases en la facultad.
—¿Sí? Comprenderás que no sea una de mis personas favoritas.
—Ni de las mías —puso cara de asco—. Qué coñazo de hombre. Le llamábamos El Rey león, por el pelo que llevaba.
Santana sonrió fugazmente. Malena cruzó los brazos.
—No tengo mucho contacto con mi padre. Volvió a casarse y tiene una nueva familia. Vive en la costa de Alicante.
—Lo siento.
—Yo también.
Las luces navideñas de la calle Cartagena se reflejaban en la ventana de la habitación. Detestaba los hospitales y destetaba mucho más exponer sus sentimientos. Hacía falta un buen puñado de motivos para recordarle por qué debería animarse a iniciar una relación después de haber vivido en vivo y en directo, la guerra de Irak en versión sentimental. Nerea le había dejado el corazón como un solar. Después del cataclismo, se había mentalizado para un largo y reparador período de entreguerras, antes de embarcarse en otra historia, hasta que Rebeca Santana dinamitó en mil pedazos sus buenas intenciones. Se sentó de nuevo en la cama, dispuesta para el alegato final. Tomó la mano de Rebeca. Estaba bonita, a su manera extraña y desordenada, a pesar del cansancio y la asimétrica postura del brazo dañado que le recordaba a un retrato de Cervantes que su padre tenía colgado en el salón de casa.
—Yo puedo cuidarle —dijo muy bajito. Al decirlo, cayó en la cuenta de que era cierto, que deseaba más que ninguna otra cosa en el mundo abrazarla hasta el fin de los días, colmarla de caricias, de mimos y de orgasmos.
Santana hizo un amago de sonrisa.
—¿Tú? No te ofendas, es que no te veo cuidándome.
—¿Acaso Claudia es enfermera? —se dolió.
—Malena, anoche dejaste muy claras las cosas —Santana se incorporó trabajosamente y arregló la almohada con el brazo bueno. Su voz transparentaba todo el cansancio acumulado—. Dijiste que no es momento para empezar una relación. Es verdad Es el peor momento posible, para ti y para mí.
—Anoche dije un montón de estupideces. Suelo hacerlo, ¿sabes? Cuando tengo miedo.
La miró fijamente usando sus dotes de hipnotizadora. Santana sintió como si le estuvieran taladrando el alma con un broca del siete. Sólo quería hibernar y despertar en primavera, con el hombro sano y los sentimientos congelados.
—Si no me hubiesen disparado, seguirías pensando lo mismo que ayer.
—Ayer te mentí como una bellaca.
—Como sé que no me mientes ahora por compasión.
Malena se puso en pie.
—No lo sabes. Me he dejado el certificado de garantía en casa. Qué fallo.
—Muy aguda.
—¿Qué quieres, Rebeca? ¿Qué quieres que te diga? Estoy tratando de disculparme, y de paso, ser sincera contigo. Dame un poco de cancha, ¿quieres? Se me da fatal pedir disculpas, y aún peor, declararme o lo que sea esto.
—Esfuérzate un poco más —exigió implacable.
—La compasión es un sentimiento indigno y poco saludable. Te aseguro que si he aprendido algo en los últimos dos años, es que estar con otra persona por compasión es como meterse en el agua con un ladrillo atado al cuello.
—¿Te refieres a Nerea?
—Efectivamente —le dio la espalda y encaró las malditas luces en forma de abetos y trineos.
Antes disfrutaba de la Navidad. ¿Cuándo dejó de gustarle? ¿Cuándo a su hermano le diagnosticaron un trastorno bipolar? ¿Cuándo sus padres dejaron caer sobre ella una mirada de hielo al conocer su orientación sexual? Tal vez, sucedió mucho antes, aquella tarde de diciembre en la que al salir de la clase de piano, descubrió a su padre subiendo al coche de una mujer pelirroja y besarla apasionadamente. Quizás la pérdida de la inocencia, como casi todo, se produjo de forma escalonada, cada nuevo acontecimiento, soterró un palmo más su ilusión por las Navidades, al menos por las Navidades en familia, envenenadas de rencor, mentira y cuchilladas invisibles.
—Parece increíble que Nerea pueda inspirar compasión.
Volvió a la realidad con los ojos brillantes y la mirada endiablada.
—Tú no tienes ni zorra idea. Ni tú ni nadie. Os creéis que Nerea es su personaje, la encantadora y divertida Inspectora Romero, y no tiene nada que ver con ella. Es neurótica, manipuladora, y una egocéntrica chalada que sabe muy bien como inspirar compasión, y conseguir que el sentimiento de culpa te esclavice hasta volverte loca. Tu amiga la cotilla te contó que Nerea intentó suicidarse cuando rompimos, ¿verdad? Pero no te dijo que era la cuarta vez que hacía la misma jugada. ¿A qué no? ¿A qué eso no te lo dijo? Será porque no lo sabe prácticamente nadie. No sería bueno para su carrera. Cada vez que teníamos un problema, o que yo amagaba con dejarla, lo hacía otra vez. Por supuesto estaba todo estudiado, se tomaba las pastillas o encendía el gas a la hora que sabía que yo llegaría y la salvaría. Ahora es todo muy evidente, pero me llevó tiempo aceptar que era su manera de castigarme, de mantenerme atada a ella por miedo, por culpa, por la puta compasión. Procura no hablarme de compasión, Rebeca. No lo hagas, por favor —intentó tranquilizarse—. Puede que este no sea el mejor momento para enamorarse, de hecho es tan malo como cualquier otro, pero así son las cosas. El amor a la carta no existe. Viene cuando menos te apetece, y se va cuando más lo necesitas. Buscaba un buen revolcón y resulta que me he enamorado de ti. Ni lo pretendía ni lo deseaba, te lo aseguro. Esta mañana me he asustado mucho al enterarme de que... de que te habían disparado —las lágrimas se deslizaron por el cutis de Malena. Esta vez no hizo nada por disimular. Ya no le quedaban fuerzas—. Me he dado cuenta de que podías desparecer para siempre sin que sepas lo que siento, y sin haber intentado que esto funcione. Me deben tres semanas de vacaciones y días personales. Dime qué quieres hacer para que me organice, si quieres putear a Claudia, me iré a Jamaica y a Nueva York con unos amigos, sino, te haré sopitas y te enjabonaré la espalda.
—¿Pasarías tus vacaciones cuidándome? —preguntó incrédula. La cabeza le daba vueltas como si tuviera un molinillo de café incrustado en el cráneo y el corazón latía demasiado deprisa. No recordaba haberse sentido jamás tan cansada.
Malena se mordió el labio suavemente.
—No se me ocurre un plan mejor.
—Ven aquí —Malena obedeció. Se sentía vulnerable, y físicamente débil, al borde del mareo. Se sentó en la cama, pegada a Santana. La proximidad hizo saltar de nuevo las lágrimas de ambas—. Cuando me dispararon. Antes de perder la conciencia, sólo pensaba en una cosa —rebañó delicadamente una lágrima que derrapaba por el pómulo de Malena—. Pensaba que si me moría en aquella mierda de casucha no volvería a verte nunca más. No vi mi vida pasar por delante, ni ningún túnel ni luces blancas. Sólo pensaba en volver a verte, hasta que me quedé inconsciente.
Se abrazaron en silencio. En la calle aullaba una ambulancia.
—Eres tan guapa que un día de estos me quedaré bizca de tanto mirarte.
Malena estalló en una carcajada y la besó en el pelo enredado y reseco.
—Voy a casa a ponerme ropa cómoda. Traeré un libro y algo de trabajo y te haré compañía.
—Pídete esos días de vacaciones, letrada. Espero que no te arrepientas. El Caribe y Nueva York son un planazo.
—Tú sí que eres un planazo.
—¿Incluso lisiada?
—Incluso.
—No sé si te serviré de mucho.
—Ya pensaremos algo —sonrió con picardía—. Seguro que nos apañamos.
—¿Cómo se llama la cantante de Portishead? ¿Te acuerdas?
—Beth Gibbons —contestó Malena extrañada—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada —suspiró aliviada.