2. El cumpleaños del asesino
Claudia salió del cine al filo de las doce, poco después que comenzara la última sesión. Rebeca no estaba en la puerta principal, donde solía esperarla frente a los restaurantes de comida rápida alineados una tras otro. A veces, los días que Claudia salía más temprano, cenaban en el Gino's. Les gustaba saborear las patatas con salmón mirando los barcos y los contrastes del agua. Tal vez estuviera esperándola en el aparcamiento de motos, a un tiro de piedra del acuario y el Imax. Rodeó los cines: la moto de Rebeca no estaba a la vista. Suspiró resignada, regresó a buen paso a la zona iluminada y cruzó el centro comercial. Las tiendas habían cerrado un par de horas antes, sólo algún bar de copas y algún restaurante del piso superior permanecían abiertos. La pasarela iluminada del Maremagnum brillaba sobre la negra y espesa agua del puerto. Se apresuró. A las doce en punto, la cerrarían, y se vería obligada a dar un buen rodeo. Aceleró el paso. Definitivamente se había olvidado otra vez de ir a recogerla. No es que se lo reprochara, Rebeca siempre andaba ocupada. Ya era así cuando se conocieron. Pese a compartir casa y cama, se veían poco, siempre a salto de mata, con el cronómetro en marcha y el corazón a cien por hora, acosadas permanentemente por las reuniones de Rebeca, los exámenes de Rebeca, las oposiciones de Rebeca. Claudia no tenía muy claro qué posición ocupaba en el ranking de prioridades de su novia, aunque estaba segura de que no ostentaba el liderato, y quizás ni siquiera el segundo puesto. Sabía que Rebeca era la mujer de su vida, y de algún modo, también sabía que ella no era la mujer de la vida de Rebeca. Cada día que pasaba a su lado, era de prestado, como un pequeño milagro. Lo había aceptado, a la chita callando, como hacía con casi todo. Solía decirse a sí misma que Rebeca le compensaba con sus muchos encantos: buena amante, cariñosa y ocurrente. La vida a su lado era como la Coca-Cola; fresca, chispeante y adictiva. Una vez aprobadas las oposiciones al cuerpo, Claudia se vio en la encrucijada de decidir si quedarse en Barcelona mientras su novia se formaba en la academia de Ávila, o agarrar los bártulos y marcharse a la tierra de los escritores místicos y los fríos castellanos. Por una vez, Claudia impuso su voluntad, se quedaría, seguiría con su vida y vería a Rebeca una vez al mes, o a lo sumo, dos. Así lo pactaron. Sin embargo el acuerdo apenas aguantó en pie un par de meses. Ocho semanas infernales de insomnio, dudas que acechaban como mapaches furiosos, y estallidos de celos que echaron por tierra su determinación.
—Vente a Ávila, no podemos seguir así —dijo Rebeca durante una conversación telefónica en plena madrugada. Y Claudia, se fue a Ávila.
Allí las cosas no fueron precisamente fáciles para ella. Rebeca, naturalmente, estaba ocupadísima siguiendo el frenético y exigente ritmo de la academia, dejándose la piel por rendir al nivel más alto. Claudia consiguió trabajo en un cine de las afueras. Todavía recordaba con un escalofrío las gélidas noches abulenses esperando el autobús en la desolada parada del centro comercial, las horas de soledad que procuraba asesinar jugando al solitario en el ordenador, pegada al teléfono, exiliada de su ciudad, de su casa, de su familia, echando de menos a su novia que deslumbraba a propios y extraños apenas a dos kilómetros de distancia. La sobria hermosura de Ávila se fijaría para siempre en su memoria como la ciudad del desamparo y los cielos grises. Aprendió a odiar el frío y la escarcha, y casi, sin querer, a odiar un poquito también a Rebeca. Se trataba, en cualquier caso, de un odio perezoso, diluido, sin apenas contaminante. Un odio exiguo y carente de personalidad que, como una célula cancerígena, amenazaba con desarrollarse en cualquier momento. Habían bastado los pocos días transcurridos desde que Rebeca pisó la jefatura para que las dudas de Claudia renacieran con todo su furor, y con ellas, aquel odio viejo y achaparrado, listo para dar el estirón.
Recorrió las baldosas resbaladizas de las Ramblas con las manos en los bolsillos del chubasquero negro que le daba un curioso aspecto de adolescente desnutrida. Las putas tiritaban dentro de sus escuetos vestidos. Saludó a un par que conocía de vista. Un cliente que calibraba el nivel la mercancía le pidió fuego. Olía intensamente a anís de la peor calidad.
—No fumo —repuso Claudia en la esquina de la calle Hospital.
Dos portales más adelante, Paquillo, el travestí cubano que fue jugador de béisbol profesional en su Santiago natal, le salió al paso con una sonrisa cansada.
—¿Qué tal la noche, figura?
—Floja, nena. A este paso me vuelvo con el huevón de Castro que aquí no gano ni pa’ condones.
Ella sonrió. Cada noche que se tropezaban, Claudia repetía la misma pregunta, y Paquillo el mismo chiste por respuesta.
—¿Y tu niña dónde anda?
—En casa, imagino.
—No debería dejarte sola por estas calles. Te acompaño.
—Gracias, cariño.
—De nada, reina, para servirte.
Mierda. Mi-er-da. ¡Claudia! No había ido a buscarla. ¿Pero por qué no la había llamado? Conocía a la perfección la secuencia de los acontecimientos. Claudia llegaría con expresión mustia, y naturalmente no soltaría ni un reproche. Raramente lo hacía. Antes de que pudiera ponerse en pie y decidir si llamarla o salir a por ella, la llave giró en la cerradura. Santana suspiró.
—Cariño —abrazó el cuerpecillo andrógino de su novia. Tenía la piel helada y cara de cachorro apaleado. Claudia correspondió a su abrazo y la besó sin reserva, pero tampoco con derroche.
—Lo siento, ¿vale? Se me ha ido de la cabeza. Me he enfrascado con el trabajo y...
—No tienes que disculparte, Rebeca.
—Pues por la forma en que lo dices parece que sea justo lo que esperas que haga.
—Voy a darme una ducha. Estoy muerta. ¿Vienes?
—Me he duchado hace una hora.
—Pero no conmigo —replicó Claudia.
—Ni con nadie, si es lo que insinúas.
—Relájate un poco, cielo. Yo no he insinuado nada.
—Claro que no. Tú nunca insinúas nada ni te quejas de nada, pero se te entiende todo.
—No sé lo que te ocurre, pero no lo pagues conmigo. Me he pasado siete horas de pie sirviendo palomitas y estoy que me caigo. Así que paso de discutir contigo. Me voy a la ducha.
Claudia tenía razón. Le daba plantón y en vez de compensarla, sacaba a relucir su vena quisquillosa. Debería meterse con ella en la ducha y comerla a besos. Eso haría. El timbre del móvil truncó sus intenciones. Miró la pantalla. Era Vázquez. Yupi.
—¿Dormías, Santana?
—No. Dime.
—He estado dando el coñazo al forense. Acabo de recibir por mail un informe preliminar. Dice básicamente que no la violaron.
—¿No la violaron? Entonces, por qué rasgar la ropa y ponerla en una postura sexual si no hubo violación.
—Eso mismo me pregunto yo.
—Hay algo muy extraño en todo esto.
—Desde luego. Sé que es tarde, pero podríamos poner ideas en común.
Sopesó rápidamente la opción de seguir discutiendo con Claudia y aceptó.
—¿Tu casa, la mía o terreno neutral?
—Terreno neutral —respondió Santana riendo.
Vázquez esperaba en una mesa al fondo del bar. Miraba a su alrededor como si estuviera a punto de vomitar. Sorbió lentamente el Bourbon y recibió a Santana con una mueca de fastidio.
—¿Hemos quedado en este antro por algún motivo en particular?
—Me queda cerca.
—¿Vives en el Raval?
Santana asintió y le hizo una seña a una camarera rubia con un tatuaje en el brazo y un par de piercings que repartía sonrisas a discreción.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué vives aquí?
—Es barato.
—Tu moto no es barata.
—Ya. ¿Y?
—Que me choca.
—Cuestión de prioridades —se encogió de hombros.
—¿Prefieres una buena moto a vivir en un buen barrio?
—Una Harley-Davidson no es una buena moto. Es una obra de arte y el barrio me gusta.
La camarera rubia se acercó a Santana.
—Cuanto tiempo, cariño. ¿Qué te pongo?
—Sí, mucho tiempo. Tomaré una Heineken, por favor.
—Marchando, preciosa.
Se sonrojó. Había sido una mala idea quedar en el Santa. Antes, Maica, la camarera libraba los miércoles. Solía esperarla a la salida el martes por la noche. De eso hacía más de cuatro años, antes de conocer a Claudia. Probablemente había cambiado su día de libranza. Confiaba que Vázquez no se hubiera percatado de la situación. Maica trajo la cerveza y volvió a sonreír. Seguía estando muy buena. Procuró no distraerse más de la cuenta. Bebió, pensó en Claudia y se sintió aún peor.
—Bien. Si el mismo hombre mató a Rosa y a Gloria, y me mojo y digo que sí....
—Ya has oído al comisario. Debemos tratar los casos de forma independiente.
—Es lo prudente, vale, pero en el fondo todos pensamos que hay una relación: las dos chicas eran discapacitadas, vivían en zonas bastante cercanas, tenían casi la misma edad y las dos fueron asesinadas en zonas apartadas, al aire libre. Hay una pauta, Vázquez.
—Bien, a simple vista es lo que parece. Ahora haré de abogado del diablo: las dos chicas tenían discapacidades diferentes, vivían en ciudades distintas, y fueron asesinadas en zonas bastante distantes, Rosa cerca de su casa, y Gloria cerca del trabajo. Mirado así, la pauta es más dudosa, ¿no?
—Puede. La cuestión es que en el primer crimen, pudo haber o no violación, pero en el segundo no hubo ningún tipo de contacto sexual. Al margen de que sea o no el mismo asesino. ¿Qué sentido tiene preparar la escena para fingir que ha sido un crimen sexual?
—A ver, Santana, qué se te ocurre. Tú eres el crack de la psicología.
—La idea es decimos que es lo mismo, que se trata de dos crímenes iguales, cuando no lo son.
—De acuerdo. Diferencias y similitudes. Saca papel y boli. Por cierto, ¿a qué hora cierran aquí?
—Tarde. No te preocupes. ¿Qué gana con eso? ¿Qué gana intentando que parezcan crímenes similares? ¿Quiere llamar la atención o despistamos? Si lo piensas, es estúpido.
—La mayoría de criminales son estúpidos medio retrasados, Santana. A pesar de lo que digan la televisión y el cine. Similitudes: Apunta.
—No soy tu secretaria.
—Eres la novata, o sea que apunta.
Resopló y tomó nota. Debería haberse metido en la ducha con Claudia.
—Navarro y tú estuvisteis en casa de Rosa, visteis su habitación. ¿Cómo era?
—No te sigo.
—Quiero decir si era la habitación de una niña o de una chica, si tenía fotos de cantantes o muñecas.
—Un poco de cada cosa —respondió entrecerrando los ojos para aislarse del bullicio del Santa y trasladarse de nuevo a la habitación color azul cielo en el barrio de Santa Rosa—. Sí, había una muñeca o dos, pero más bien de las de adorno o recuerdo. No creo que jugara con muñecas. Era más bien la habitación de una jovencita.
—Me gustaría verla personalmente.
—¡Tienes poderes paranormales! Ya es lo último que me falta. ¡La hostia! Vas a tocar sus cosas, y zas, tendrás un flash revelador, y verás la cara del asesino. ¿Es eso?
—No tengo poderes, pero quiero ver la habitación, ¿de acuerdo?
—Sí, te complaceré. Para que no te quejes. Apunta eso también, Sigamos.
—En los dos casos desaparecieron en su entorno habitual.
—Eso nos dice mucho.
—Que probablemente conocían a su asesino.
Vázquez meneó la cabeza y dio cuenta de su bourbon.
—Tal vez el asesino las conociera a ellas. Podría haberlas acechado durante cierto tiempo hasta conocer sus costumbres, sus horarios.
—Las dos fueron presuntamente agredidas sexualmente, pero en realidad sólo una, Rosa, mantuvo relaciones sexuales, no sabemos si consentidas o no. Por apostar, apuesto a que se acostó voluntariamente con su asesino.
—Nada indica lo contrario.
—Lo sé y es rocambolesco imaginar que mantuvo relaciones sexuales con un hombre y que poco después, otro la mató.
—Tampoco rocambolesco, Santana, sólo poco probable.
—Volvemos a lo mismo, joder. ¿Por qué montar la escena con Gloria? ¿Para qué tomarse tantas molestias?
—No esperarás resolver el caso esta noche, ¿verdad? —sonrió. Quizás Vázquez no fuese tan capulla. Bebió y cambió de idea. El sueño afectaba su percepción de las cosas. Por supuesto que era una capulla.
—¿Sabes lo que yo creo, Santana? Creo que la diferencia está en la relación que tenía con ellas. Una relación muy distinta, tan distinta como sus muertes.
—Eso tiene sentido. Significaría que conocía mucho más a Rosa que a Gloria.
—O que la conocía de otra forma.
—Más íntimamente.
—Exacto.
—Y ellas ¿se conocían?
—De momento —señaló Vázquez—, nada parece indicar que sea así.
Al día siguiente Vázquez complació una de las peticiones de su compañera durante la interminable madrugada de trabajo.
—¿Cómo son los padres? —preguntó Santana ahogando el enésimo bostezo. Abrió la puerta del portal y dejó pasar a su compañera.
—Buena gente. Currantes. Ya ves el barrio.
Una vez en el interior de la vivienda se sintió transportada en el tiempo. La atmósfera de la casa era dolorosamente familiar; el sofá de piel granate desgastado por los bajos, los muebles imitación cerezo, voluminosos visillos que impedían el paso de la luz, una alfombra raída que algún día debió parecer de origen árabe, y, cómo no, los inevitables cuadros de santos estilo Zurbarán, sin ser Zurbarán. Sólo faltaba la radio de su abuela de fondo, escuchando con devota fidelidad a Luis de Olmo. ¡Ah! Y la colección de relojes de cuco de su abuelo. En el hogar de la familia Villena, Luis de Olmo había dejado su lugar a un silencio sepulcral, y los relojes de cuco a la colección de platos de cerámica con leyendas de pueblos y equipos de fútbol. La semejanza con el pisito de sus abuelos colocó a Santana en una situación extraña, para la que no estaba preparada. Se sentía vulnerable, y a la vez, mucho más cerca de Rosa, capaz de imaginarse qué clase de vida podría llevar entre aquellas paredes desconchadas. Allí, en la que fue su casa podía verla viva por fin, olvidar las fotografías de la policía científica. Allí, Rosa estaba aún viva. Sus cosas, le aguardaban confiadas.
—Buenos días Ignacio. Lamento molestarles de nuevo.
El padre de Rosa se levantó solícito, con cierto brío que pronto flaqueó, como si le fallaran las fuerzas. Como si de pronto recordara el motivo de la visita.
—No es molestia, subinspectora —saludó ceremoniosamente. Se le notaba impresionado por tener tratos con la policía, y seguramente, incómodo. La abuela de Santana habría reaccionado igual. “La gente honrada no tiene tratos con la policía”. Era una de sus frases favoritas.
—Le presento a la subinspectora Santana —Ignacio inclinó la vista por debajo de unas cejas súper pobladas y ladeó la cabeza al tiempo que le tendía la mano—, se ha incorporado recientemente a la investigación.
—Mucho gusto, subinspectora.
—Igualmente, señor Villena. No es mi intención causarles molestias y mucho menos aumentar su dolor; pero nos sería de gran ayuda que nos permitiera ver la habitación de Rosa.
—Por supuesto, subinspectora.
El cuarto de Rosa era un calco del que había trazado en su cabeza desde que puso un pie en la casa. Las fotos de Rosa en vida hablaban de una joven con cierto atractivo y sin ningún rasgo facial que delatase su discapacidad. Sonreía a la cámara con la coquetería propia de una jovencita con aspiraciones de seducir. Santana intentó sentirse Rosa, respirar la atmósfera de su habitación con vistas al patio de luces. Vázquez le dijo la verdad, no era la habitación de una niña, ni de una mujer con mentalidad infantil. Quizás sería exagerado decir que era la habitación de una mujer adulta, pero al fin y al cabo Rosa tenía poco más de veinte años. Posters de Alejandro Sanz, de Paulina Rubio, de David Bisbal, de Juanes. Rosa no era ninguna extraterrestre. Luchaba por ser normal en un mundo poco tolerante con todo lo que huela a diferente. Santana lo había vivido en su propia piel. Alargó los dedos hacia el primer cajón de la cómoda, y sin querer, los retiró. Debía acostumbrarse a ésa parte de su trabajo, pero se le hacía muy cuesta arriba entrar como una excavadora industrial en la intimidad de otra persona, muerta o viva, especialmente muerta, y remover la basura. ¿Qué pensaría un investigador imaginario acerca de ella si espiase sus cosas? ¿Podría verla realmente? ¿O se quedaría con imágenes parciales y distorsionadas? Y ella, ¿podría ver a Rosa o tendría que conformarse con el efecto calidoscopio? Resopló. Hacía calor en la habitación. Se quitó la chaqueta y volvió a alargar los dedos. Contó hasta cincuenta y abrió el primer cajón. Los cajones de Rosa no arrojaron ningún dato sorprendente, ninguna revelación espectacular. Tampoco lo esperaba. La habitación de la víctima había sido rigurosamente registrada por sus compañeros. Lo que en realidad buscaba era empaparse de la habitación, conocer un poquito más a Rosa. Después de hurgar insensiblemente en su intimidad sabía que era ordenada y meticulosa, que tenía querencia por los colores pastel, que era presumida y poco aficionada a la lectura, y en cambio, apasionada de la música, una persona detallista y apegada a sus recuerdos. Antes de abandonar la habitación, hojeó el calendario de Rosa. La fecha del 22 de septiembre estaba rodeada por un círculo rojo. Abajo, en letra pequeña, se leía cumple. 22 de septiembre. El día de su muerte. De regreso al comedor, carraspeó para hacer sentir su presencia.
—Disculpe Ignacio, ¿algún miembro de su familia cumple años el 22 de septiembre?
—¿El 22? —el hombre tragó saliva—. Pero ése... Ése es el día que...
—Lo sé —atajó Santana suavemente—. Rosa lo tenía marcado en rojo en el calendario. Debajo pone cumple, ¿sabe de quién podría ser?
—Pues... no. Nadie de la familia cumple años ese día.
Como no sea alguna amiga...
—Lo comprobaremos.
Poco después se despidieron del padre de Rosa. Ya en la calle Vázquez encendió un pitillo.
—¿Tenemos una lista de los amigos de Rosa? —preguntó Santana.
—La tenemos.
—Bien, yo me ocuparé de llamarlos y verificar la fecha de sus cumpleaños. Fue asesinada el 22 de septiembre. El mismo día que alguien allegado a ella, cumplía años. Es una coincidencia muy sugerente, ¿no? Podría ser el cumpleaños del asesino.