Capítulo 25
— ¡Oh, maravilloso, maravilloso ordenador! -¿Podéis creer que di palmaditas sobre su elegante carcasa negra, como si se tratara de mi mascota favorita?
Detrás de mí, alguien resopló y se rio de una forma que me resultó familiar. Me volví y vi que la Zorra estaba allí de pie, sonriéndome.
— Bienvenida, Rosie -dijo-. Me alegro mucho de que hayas vuelto y de que tengas tan buen aspecto. Pero no me imaginé que habrías echado tanto de menos tu ordenador.
— Estaba pensando… -¿cómo explicarlo?- estaba pensando en cómo sería antiguamente, cuando utilizaban máquinas de escribir y tenías que meter hojas y papel carbón…
La Zorra sonrió otra vez.
— … dos láminas de papel carbón cada vez -asintió-. Y corregir los errores era agotador. Malgastábamos mucho tiempo en ello. Sí, así era cuando yo estaba empezando. Después enviabas tu copia a los correctores, quienes lo enviaban a los compositores, y de ahí a la imprenta. La verdad es que ahora resulta medieval. En fin, la imprenta no ha cambiado mucho desde la Edad Media, supongo.
— ¿Todos los correctores eran hombres cuando empezaste en el mundillo? -le pregunté.
La Zorra se apoyó en el borde de mi mesa con un gesto elegante.
— Siempre lo fueron, hasta los años setenta, creo. Se sentaban alrededor de su mesa rodeados de una nube de humo, pues todos fumaban en pipa. Solía odiar ir a verles.
— ¡Oh, yo también! Quiero decir… vaya, qué suerte tenemos de que las cosas hayan cambiado.
— Sí, es verdad -me dijo la Zorra, mirándome de forma extraña-. Ah, por cierto, ya no van a hacer lo de la casa de los años cincuenta en los Meadows, sino en Birmingham. Es una pena, hubiera resultado divertido tenerlo tan cerca. ¿Has sabido algo de Margaret Turnbull?
La anciana a la que había ido a visitar y que me había ayudado con tanta rapidez se encontraba ahora en el hospital, pues había sufrido una apoplejía.
— Sí -contesté-. La llamé porque quería ir a visitarla y a darle las gracias. Si no hubiera sido por ella… Su hija, la directora, estaba en casa y respondió al teléfono. Me dijo que estaba recogiendo unas cosas que su madre necesitaba en el hospital. Me aseguró que me lo haría saber cuando la viera con fuerzas para recibir visitas.
La Zorra recogió su montón de documentos, los cuales parecían ser las cifras de ventas -apuesto a que todas positivas- y dio media vuelta para dirigirse a su despacho.
— En fin, me alegro de que hayas regresado -me dijo desde la puerta-. Pero, por el amor de Dios, tómatelo con calma. No te fuerces. Bueno, al menos durante una o dos semanas. No queremos que vuelvas a enfermar.
Un rayo de sol que entró por la ventana bañó su inmaculada melena roja antes de salir.
Esa era otra cosa a la que no lograba acostumbrarme: el hecho de que la redacción fuera tan grande y luminosa. Había plantas en las repisas de las ventanas en lugar de pilas de periódicos amarillentos. Cierto, las mesas de la mayoría de la gente estaban desordenadas, pero había elegantes ordenadores negros por todas partes y había un teléfono para cada mesa. Todo parecía un auténtico lujo. El lugar entero estaba limpio y resultaba espacioso y ordenado, con su moqueta -¡una moqueta!- cubriendo el suelo, la máquina de agua fría y una cafetera como Dios manda emanando un olor delicioso desde la pequeña hornacina.
Mientras intentaba asimilarlo todo, llegaron algunas personas. Se trataba de dos hombres y una chica que llevaban camisas a rayas con un logotipo en forma de árbol. Transportaban regaderas y una pequeña caja de herramientas con material de limpieza. La chica extrajo un spray y una bayeta y sacó brillo a la planta monstera que había junto a la redacción, mientras que los dos hombres recogían las hojas muertas de las plantas que había en enormes macetas junto al refrigerador de agua y luego regaban las otras plantas repartidas por toda la oficina. Cómo me hubiera gustado que Gordon viese aquello; podía imaginar su furibunda reacción.
Sinceramente, nunca imaginé que estaría tan loca de contento por volver a la redacción de Las noticias. Y eso sin contar todos los abrazos, besos y mensajes de bienvenida de mis amigos y compañeros. Había un globo atado a mi teclado y un ramo de rosas junto al teléfono. Las olí y volví a sentarme a la mesa, encendí el ordenador y revisé mi correo electrónico. La bandeja de entrada estaba llena, pues no la había abierto desde el día en que había caído enferma. Así que directamente lo borré todo. Empezaría de cero. Entré en Google por el mero placer de tener acceso instantáneo a todo tipo de información, después escribí un e-mail a Will simplemente para decirle hola. Era tan agradable estar de vuelta…
Además, era maravilloso estar también de vuelta en el siglo XXI. Había regresado a mi piso a finales de la semana anterior, había conducido mi pequeño coche, había descargado un montón de canciones nuevas en mi iPod y me había comprado un móvil nuevo. Y sí, Will y yo nos habíamos comprado otro televisor… Bueno, ya sé que no teníamos espacio suficiente, pero pronto lo haríamos.
Porque ése era el plan. Estábamos buscando casa. No sabíamos adonde nos llevarían nuestras carreras, ambos teníamos sueños y ambiciones, pero ya veríamos lo que pasaba. Éramos un equipo. Haríamos que las cosas funcionasen.
Aquello era otra cosa. Aparte del derroche inicial y de haber despilfarrado con la televisión -que en realidad fue un regalo para Will de mi parte por todas las horas que había pasado junto a mi cama o yendo de un lado para otro con el fin de estar conmigo-, habíamos decidido ahorrar un poco y abrir una cuenta conjunta para la casa. ¿Y sabéis qué? Apenas me importaba.
Fueran los años cincuenta un sueño o una realidad, habían ejercido cierta influencia sobre mí. Fui a comprar ropa nueva y observé la cantidad de percheros repletos de prendas que había en cada tienda. Me acordé de Carol, quien siempre llevaba el mismo abrigo, la misma falda, el mismo jersey y los mismos zapatos, día tras día, sin que ello le preocupase. No penséis que dejé de comprar de un día para otro, pero me lo pensaba dos veces antes de adquirir cualquier cosa. Y me reprimí bastante con los bolsos. Quiero decir, ¿cuántos bolsos necesita una chica, sobre todo si cuestan unos cuantos cientos de libras cada uno?
Era maravilloso volver a tener rímel extralargo resistente al agua con un aplicador de dos extremos que además rizaba las pestañas, y no aquel trozo asqueroso de algo sobre lo que había que escupir para luego ponértelo. En mi primer paseo por la ciudad con mi madre arrasé con el mostrador de Bobbi Brown [58]. Pero lo cierto es que cuando vi todas las cosas que había sobre mi tocador pensé que con eso tenía suficiente para arreglármelas durante un tiempo.
No puedo ni describir la sensación tan maravillosa que tuve la primera vez que fui a Waitrose [59] desde que había estado enferma. ¡Toda esa comida! Y lo que es más, la comida precocinada, todos esos interesantes y deliciosos productos que sólo había que meter en el microondas o colocar en un plato. Estaba en el paraíso de la alimentación. Qué felicidad. Pese a que era verano, compré copos de avena para microondas sólo por el lujo extravagante de calentarlos en un minuto y medio y tirar el cuenco de plástico después de comérmelos. Nunca olvidaré aquella enorme cazuela gris, ni el jabón verde, ni el repugnante estropajo de metal.
Una noche en que estaba haciendo la cena, bueno, seré sincera, estaba colocando una tartaleta de queso de cabra sobre un plato al cual añadí una bolsa de mezcla de lechugas (lavadas con agua de manantial, por supuesto) y algunos tomates cherry, a continuación de lo cual disfrutaríamos de un delicioso pastel de limón junto con una copa de Chablis frío (simplemente una copa en mi caso, estaba bebiendo muy poco esos días), cuando recordé los corazones que se escurrían en un cuenco, todas las patatas que había pelado, el ruibarbo y las horas que llevaba cocinarlo todo…
De nuevo, algo en esas estanterías abarrotadas del gran supermercado me hizo sentir incómoda.
Uno de los primeros artículos que me encargaron cuando regresé al trabajo trataba sobre la forma en que se podía ahorrar energía, salvar el planeta y ahorrar dinero al mismo tiempo. Qué aburrimiento.
— Qué loable -le dije a Stan, el editor de las secciones especializadas. Mi corazón no brincaba de alegría precisamente ante la perspectiva de escribir sobre eso.
Me senté al ordenador y comencé a buscar todo tipo de datos y estadísticas cuando de repente se me ocurrió: si viviéramos como en los años cincuenta, resolveríamos el problema en poco tiempo. El titular me vino a la cabeza al instante: «¿Era ecologista tu abuela?» Escribí acerca de todo lo que recordaba de la casa de los años cincuenta.
Stan sonrió cuando lo leyó.
— Sabía que escribirías algo bueno -me dijo.
El artículo tuvo mucho éxito. Recibí muchísimas cartas y correos electrónicos de gente que recordaba cómo solían -ellos o sus madres o abuelas- hacer las cosas.
— ¿Crees que podríamos hacer una columna con todo esto? -me preguntó la Zorra-. Todos deberíamos reciclar más, consumir menos, reducir el agujero de ozono y todas esas cosas. Pero no algo muy serio. Podríamos intentar que fuera divertida, darle un poco de elegancia y glamour. Ecología elegante. Te va que ni pintado.
— Bueno, genial, sí, ¿por qué no? -repuse.
— Si alguna vez te quedas sin ideas, ven a preguntarme. Yo crecí en los años cincuenta.
Así que, de algún modo, no me podía librar de los años cincuenta. O ellos no se podían librar de mí. Mi sueño todavía me preocupaba. No lo había olvidado. Incluso un día fui a la sala de archivos y saqué unos volúmenes polvorientos de la estantería de los años cincuenta. Me emocioné cuando leí los artículos sobre la gran inundación. No iban firmados, por supuesto, tan sólo rezaban: «Por nuestro personal de la redacción.»
¡Eso era!, pensé, y empecé a pasar las páginas con cuidado. Allí estaban los textos que yo había escrito. Y el artículo de Billy. Y las fotos de George. Allí estaba el artículo que habíamos escrito a la luz de las velas en aquel pequeño pub donde comimos patatas fritas y huevos encurtidos. Había ocurrido.
Por un instante pude oler la vieja redacción, los montones de documentos, los abrigos húmedos, el humo de los cigarrillos y el olor masculino a cerveza y a sudor. Pero entonces abrí los ojos y contemplé aquella sala de archivos de un edificio moderno en medio de un polígono industrial moderno. Y pensé que, por supuesto, lo que había pasado es que había estado leyendo el artículo justo cuando estaba enfermando. Por eso lo había retenido en mi cabeza. Por eso había soñado con ello y me había situado en aquel lugar. No había magia, no había viajado en el tiempo. Simplemente había sufrido una desagradable enfermedad y unos sueños muy intensos.
Los otros artículos que figuraban allí me sonaban por el mismo motivo. El toro en la tienda de porcelanas, la visita de la princesa Margarita y el asesinato en Friars’ Mill.
Devolví el enorme archivo a su hueco en la estantería, me quité el polvo de la camiseta (elástica, de lycra, no hacía falta plancharla, qué felicidad) y de algún modo me sentí decepcionada.
Todo había parecido tan real… Todavía me sentía como si lo hubiera vivido y no soñado -la pequeña barca, el rescate de la anciana, caminar sobre las aguas arrastrando el bote con un trozo de cuerda, sentarme en el pub con Billy y luego pasear por la muralla bajo la luz de la luna…
Para haber sido un sueño, resultaba muy poderoso.
Le pregunté a Kate, la secretaria de la Zorra, si había algún modo de ver quiénes eran los antiguos empleados del periódico. Quería saber si Billy había sido real o si también lo había soñado. Pero no había forma de comprobarlo. Ni siquiera el departamento de contabilidad tenía un registro.
— Nos deshicimos de la mayoría de los archivos antiguos cuando nos trasladamos a las nuevas oficinas -me explicó el auxiliar de contabilidad-, transferimos los relevantes a un ordenador y guardamos los más antiguos por su interés histórico, pero no recuerdo a ningún Billy West. Ese nombre no me suena, lo siento.
Pero Richard Henfield era real, por supuesto. Su foto colgaba de la pared del despacho de la Zorra, con sus ojos bonitos y su mentón hundido. También podía recordar sus manos largas…
Un día en que llegué a casa antes que Will estuve horas navegando por Internet buscando artículos sobre viajes a través del tiempo. Había esperado encontrar una explicación sencilla, pero pronto me perdí en algún lugar entre la flecha del tiempo y el colapso de la función de onda. Pero ninguno de los dos significaba nada para mí.
«Una vez hayáis eliminado todo lo demás, entonces lo que queda debe ser la verdad.»
Un día recibí un e-mail de Rosemary Picton, la hija de Margaret Turnbull:
Mi madre no está totalmente recuperada y todavía se siente un poco confusa, pero se encuentra mucho mejor y queremos que pase una temporada en su propia casa, recibiendo cuidados y apoyo, para ver cómo se las arregla. Esperamos que el hecho de que esté rodeada de sus objetos familiares le ayude a recuperarse.
Pocos días más tarde fui a visitarla. Will me acompañó y le llevamos un enorme ramo de flores, una gran caja de bombones y una botella de coñac. Me sentí muy rara al ir a los Meadows. Podía recordar el día en que fui por primera vez y lo enferma que me había sentido, además de aquella ocasión -en mi sueño- en que las casas aún se encontraban deshabitadas y los jardines sin arreglar y con un aspecto un poco lúgubre.
— Oh, ya no se ve la panorámica -le dije a Will cuando salimos del coche.
— ¿Qué quieres decir?
— Antes se podía ver la ciudad, la iglesia y el río. Pero ahora no.
— Hace mucho tiempo que nadie puede ver el río desde aquí -me respondió-. Todos esos bloques de oficinas tapan la vista. Algunos de ellos se levantaron en los años sesenta. Además, también está el centro de ocio y el aparcamiento de varios pisos. Recuerdo que lo construyeron cuando iba al colegio, hace unos veinte años, tú no puedes acordarte.
Tomamos el sendero que llevaba a la casa de Margaret Turnbull. Una vez allí, respiré profundamente y llamé al timbre. Esperaba que todo se volviese negro, caer al suelo y encontrarme de nuevo en la cocina de Doreen Brown, con la estufa y con Sambo.
Pero no fue así. La puerta se abrió y Rosemary Picton, la imponente directora del colegio de los Meadows, nos invitó a pasar. Tenía el pelo rubio canoso y una expresión agradable y franca. Me recordaba a alguien.
— Encantada de veros -dijo-. Me alegro de que te hayas recuperado. Mi madre se pondrá muy contenta. Pasad.
Pasamos con dificultad por el estrecho recibidor y llegamos a una espaciosa sala de estar inundada de luz. Además del gran ventanal que daba al jardín delantero, había otra ventana en una de las paredes laterales por la cual entraba el sol. Las vistas aún alcanzaban buena parte de la ciudad y debieron de ser impresionantes cuando la casa se acababa de construir. La señora Turnbull, vestida con pantalones negros y una sudadera de un rosa muy vivo, se encontraba sentada en una silla junto a la ventana. Nos acercamos a ella con nuestros regalos y nos sonrió a modo de bienvenida. Pude comprobar que tenía el extremo derecho de la cara algo paralizado, pero sus ojos aún brillaban. Había sido una mujer formidable. Gracias a ella, la zona sur de los Meadows todavía era un lugar habitable, al contrario que la parte del norte.
— ¡Rosie! -dijo con claridad, tendiéndome una mano.
Le entregué las flores a la señora Picton y me volví hacia su madre, tomé su mano entre las mías y la apreté. Estaba intentando darme las gracias por las flores y por los bombones y creo que especialmente por el coñac. Pero yo era la que tenía que darle las gracias.
— Señora Turnbull, no sé qué decir. ¡Gracias por salvarme la vida! Porque eso es lo que hizo. Si no llega a ser por usted…
Había un taburete junto a su silla y me senté allí, aún sujetándole la mano.
— ¿Estás… mejor… ahora? -quiso saber. Sus palabras brotaban con lentitud, pues las arrastraba un poco.
— Estoy bien. Muy bien. De hecho -miré durante un segundo a Will- estoy mejor y soy más feliz que nunca. Me siento muy, muy afortunada. Y se lo debo en parte a usted. Pero ¿cómo se encuentra?
— Tirando… tirando.
— Lamento no haber podido escribir el artículo sobre el quincuagésimo aniversario de los Meadows.
Una periodista independiente lo había redactado mientras la señora Turnbull estaba enferma. No le había quedado mal, pero claro, no había podido entrevistarla a ella.
— Era muy distinto… cuando nos mudamos aquí -dijo-. Había una vista estupenda. Y un bosque al final de la carretera… Intentamos que siguiera siendo una buena zona.
— Sí, ha hecho maravillas en esta parte, con el apoyo de la comunidad y todo. Esta parte de los Meadows sigue siendo un buen lugar para vivir. Y ahora su hija está llevando a cabo una labor muy importante en el colegio.
— Es una buena chica… buena chica.
— Es una mujer excepcional, la verdad.
En ese momento, Rosemary Picton entró con una bandeja y la vajilla para el té, y lo colocó todo cuidadosamente en una mesa baja.
— ¡Nuestra mejor porcelana! -anunció sonriendo-. Mi madre ha insistido en que sirva el té en ella.
Observé la taza y los platillos. Eran de porcelana blanca y tenían una pequeña flor azul. Algo en ellos me resultaba familiar.
Will se había levantado para sujetar la puerta de modo que la señora Picton pudiese pasar, y ahora se entretenía mirando algunas fotografías. La habitación estaba llena de ellas. Había preciosas escenas locales y un estante repleto de fotografías familiares -bodas, bebés, graduaciones- apoyadas contra los libros.
— Claro -observó Will-, su marido trabajaba como fotógrafo en Las noticias, ¿verdad?
Levanté la vista, sorprendida.
— Sí -respondió Rosemary, hablando por su madre-. Empezó allí a los catorce años y seguía trabajando cuando murió en 1994. Fue una tragedia, falleció cuando aún no era demasiado viejo. Era un hombre encantador. Mis dos hermanos han seguido sus pasos. Tony trabaja para la Asociación de Prensa y David es cámara de la BBC. Temo que yo no nací con el gen fotográfico. Soy el tipo de persona para la que se inventaron las cámaras digitales -comentó riendo.
— ¿Se llamaba George? -pregunté.
— Sí, exacto. Es ese de allí -dijo señalando una fotografía-. Esa es la fotografía de la boda de mis padres.
Observé la foto que me tendía. Un joven con aspecto de niño sonreía con orgullo junto a una mujer un poco más mayor que él que sostenía un ramo de flores con mucho cuidado delante de su vientre, como si intentase ocultar algo. Llevaba un vestido y una chaqueta que le quedaba suelta y muy elegante, abrochada con un solo botón muy grande…
— Compraste… chaqueta… boda… chaqueta… preciosa…
— ¿Qué dices, mamá? -preguntó Rosemary Picton con suavidad-. No, ésta no es la Rosie que te compró la chaqueta. Aquélla fue otra Rosie. Te casaste mucho antes de que esta Rosie naciera. Lo siento -me dijo-, a veces se hace un lío.
Sentí un cosquilleo en las terminaciones nerviosas. No voy a desmayarme, me dije, no voy a desmayarme. Tenía tantas preguntas, quería saber tantas cosas, pero Margaret Turnbull no estaba en condiciones de responderlas. La miré rápidamente y durante un segundo creí ver un brillo de reconocimiento. «Sí -parecía querer decirme-, has acertado. Soy yo.»
Rosemary sirvió una taza de té hasta la mitad y la puso con cuidado, sin el platillo, en la mano de su madre. Recordé dónde había visto antes esas tazas: fue la noche del compromiso de Peggy y George. La señora Brown las había sacado porque se trataba de una ocasión especial.
Me sentí asustada y nerviosa. ¿Esa ancianita que bebía con lentitud su té era realmente Peggy? No podía ser, ¿verdad?
La señora Turnbull se llevó la taza a los labios con mano temblorosa. Dio un pequeño sorbo e inició el largo camino de vuelta hasta el platillo.
— Señora Turnbull -dijo Will-, lo que más me impresionó fue el hecho de que actuase con tanta rapidez y no dudase en ningún momento. Al instante supo lo que le ocurría a Rosie. Si no hubiera sido así, ella no estaría aquí ahora. Rosie significa mucho, lo es todo para mí. Así que yo también se lo debo todo. -Le dedicó una amplia sonrisa.
La señora Turnbull le devolvió la sonrisa con la mitad de la boca.
— La verdad es que es muy triste -explicó Rosemary-. Cuando mi madre era joven, justo en la época en que se casó con mi padre, tenía una amiga, una chica americana que se alojaba en casa de su familia, que se murió de meningitis. Ocurrió repentinamente. A eso se debe que mi madre reconociera los síntomas. Los había visto antes y siempre se sintió culpable por no haber sido capaz de salvar a su amiga. Siempre pensó que si hubieran llamado al médico antes, podrían haberla salvado. Se obsesionó un poco con el tema. Mucho antes de toda la publicidad sobre la meningitis, mi madre siempre nos contó los síntomas para que estuviésemos alerta. Sabía que la rapidez de actuación era importante. Lo más curioso es que la americana también se llamaba Rosie.
— Rosie… me salvó… la vida -dijo la señora Turnbull-. Rosie… y… George.
— Nunca quiso contarme toda la historia -añadió Rosemary-, pero solía decir que si no hubiera sido por esa chica americana no estaría aquí hoy. Ni yo tampoco. Por eso me llamó como ella.
Rosemary.
Allí había una mujer de cincuenta años que se llamaba como yo. Me serví otra taza de té y deseé haberle echado un generoso chorro de coñac.
Will estaba admirando algunas de las fotos que George había sacado en Watergate antes de que lo derribasen para hacer la carretera de circunvalación. Mientras Rosemary y él hablaban sobre ellas, volví a tomar la mano de la señora Turnbull.
— ¿Peggy? ¿Eres tú? -le dije-. Soy yo, Rosie, Rosie, la chica que pensabas que era americana, la que se alojó contigo. La que acudió en tu auxilio con George. -Oh, Dios, me resultaba difícil aceptar que ésa fuera Peggy ¿Cómo demonios se iba a enterar esa anciana confusa de que yo era Rosie? Era imposible, claro, pero tenía que intentarlo-: Peggy -susurré con rapidez-. Peggy, ¿eres tú? ¿Es Rosemary el bebé que esperabas cuando te conocí? ¿Fuiste feliz con George? ¿Qué fue de Billy y de Carol? ¿Se mudaron aquí? ¿Están…? -Dios mío, eso sí que resultaba extraño-. ¿Siguen estando aquí?
Estaba desesperada por enterarme. Si Peggy era una anciana, estaba claro que Billy sería un anciano en alguna parte. ¿Obtuvo Carol su casa nueva, su televisor y su lavadora? ¿Consiguió un trabajo mejor? ¿Fueron Billy y ella felices juntos?… Había tantas cosas que deseaba saber.
Pero no sirvió de nada. Estaba claro que no debía bombardear a la señora Turnbull con preguntas. Ya estaba lo suficientemente confusa. Tan sólo lograría empeorar las cosas. No había sido más que un sueño. ¿Por qué trataba de utilizarla para explicármelo?
La señora Turnbull se preparó para decir algo:
— Quiero que sepas… vida feliz… marido maravilloso… hija perfecta… buenos hijos… todo gracias a… Rosie… Maravilloso… verla… de nuevo…
Me tendió la mano y la abracé.
— Todo ha salido bien, Peggy -me sorprendí diciéndole-. Todo ha salido muy bien.
Parecía cansada, pero seguía tratando de sostener su sonrisa torcida.
— Creo que ya es hora de que nos vayamos, Rosie -dijo Will, poniendo una mano sobre mi hombro-. Hemos agotado a la señora Turnbull.
Volvimos a darles las gracias, nos despedimos y nos dirigimos a la puerta. Dirigí la mirada a la habitación y durante un segundo pude ver otra vez a Peggy, a la joven Peggy que reía cuando regresó de su luna de miel. Su expresión encajaba perfectamente con el rostro medio paralizado y cubierto de arrugas de la señora Turnbull.
— Adiós, Rosie -nos dijo-. Adiós, Billy.
— Es Will, no Billy, mamá -la corrigió Rosemary.
— No pasa nada, respondo a cualquiera de los dos -dijo Will, mientras yo intentaba desesperadamente ver de nuevo a Peggy en la señora Turnbull. Pero sus ojos se habían enturbiado y su cara parecía aún más paralizada. Había desconectado, y ni siquiera sabía ya que estábamos allí.
— Gracias por haber venido -nos dijo Rosemary-. No había visto a mi madre tan animada desde que cayó enferma. Lamento que estuviera un poco confundida. Está cansada, pero vuestra visita le ha hecho mucho bien. Debéis visitarla de nuevo.
— Muchas gracias -contesté.
Pero sabía que no lo haríamos. Peggy, la señora Turnbull, luchaba ya con las palabras y con la vida. Utilizarla para comprender mis sueños o los misterios del tiempo no sólo carecía de sentido sino que sería algo muy cruel. Nos habíamos dado las gracias la una a la otra. Yo había salvado su vida y la de su hija; ella había salvado mi vida. A Peggy le hubiera gustado saberlo. Equilibraba la balanza. La deuda había sido pagada. El pasado era historia. No era mi lugar. Tenía que vivir mi propia vida, en el aquí y el ahora.
